
Aproximación «fisioantropológica» a la religión en los contextos sedentarios
Que a través de la postulación lógica y conceptual sobre espacios abstractos no susceptibles de contradicción, se crea la posibilidad de:
1) el juego sociohomeostático del yo social sedentario
2)la proyección dopaminérgico-semiótica individual
3) ser como dilema moral y gran periplo dopaminégrico personal de lo sedentario.
Esa sería una visión mecánica y estructural de la religión respecto los contextos sedentarios: un instrumento de estructurar, en realidad, la vida metabólica en tanto diferida respecto al plano proxémico inmediato, salvo eso de las víctimas alterizadas, claro está. Es decir, hemos de entender el coste humano que tiene la creación de vivencias dopaminégricas para la gran mayoría de sujetos socio-homeostáticos co-pertenecientes, o al menos a la hora de toda contemplación antropológica estructural.
Las religiones facultan, asimismo, otra dimensión intergrupal de tensión de violencia barruntada y su también temida escalada potencial: podría ser esta capacidad de vigorizar rivalidades entre grupos aquello precisamente que sutituye en el mundo contemporáneo el deporte mundial y televisada, si bien se comprende que en un mundo anterior a al siglo XIX (en el que se comenzó a consolidar el ámbito deportivo, tanto como actividad como también espectáculo) esta posibilidad de espacios miméticos alternativos al menos parcialmente comparables con la religión no era posible (el agrumento esgrimido: que la expansión y mejora de la tecnología de comunicación, tanto conceptual como estética, es lo que hizo posible dicha evolución).
Originalmente estructurada sobre espacios abstractos no susceptibles de contradicción, la religión puede concebirse como un dispositivo de vivificación metabólica que, precisamente, hace compatibles distintas formas de vivificación metabólica y de violencia física con la planiciedad sendentaria, convirtiéndolas ellas mismas en fuerza de sostentemineto sedentario. Pues en nombre precisamente de lo sagarado, cabe la violencia más atroz, tanto en términos de ejecuciones públicas como respecto de otros procesos de externalización de la agresión (respeto, por ejemplo, a otros grupos religiosos como atesta, por ejemplo, la historia del antisemitismo en Europa).
En religiones fuertemente identitarias (las cívicas o nacionales) encontramos institucionalizados ritos de expulsión que consolidan, por medio de la alterización desidentificación de algún miembro (humano u animal), un consenso social recobrado justamente gracias al uso de la violencia colectiva.
Franciso Diez de Velasco La historia de las religiones: métodos y perspectivas (2005)
La unanimidad violenta de René Girard1 (parecido también al término de Norberto Elias congruencia colectiva2) puede concebirse como una forma de estadarización o normativización fáctica, esto es, lo mismo que permite el funcionamiento sociorracional a partir de la vacuidad neurológica, y dado que todo sentido humano posible procede originalmente de una fuente en todo caso propiciatoria. De manera que, más que los actos colectivos de violencia en masa, importa más concebir la percepción en masa respecto un mismo evento contemplado o vivido cuya impronta homeostática cae dentro de un rango de posibilidades de interpretación bastante similares, sin bien no exactemente idénticas para todo individuo.
Porque es la zozobra extrema en este sentido sensorio-homeostatico lo que ingnaura un tiempo nuevo de sentido y espacio colectivos; un sentido siempre pasajero, forjado ex nihilo como si dijéramos, estableciendo como colorario la idea de que estamos siempre abiertos (aunque no nos lo parece) a la experiencia sensorio-metabólica inmediata que nos une a toda realidad espacial y humana directa:
De ahí el tema del sincretismo respecto a un eterno presente fisiológico que no puede desentenderse de lo que le rodea pese al hecho de que habitamos culturalmente un imaginario incorporeo y conceptual.
De ahí el dicho de que se acostumbra uno a todo (esto es, todo experiencia nueva pierde su novedad porque seguimos de nuevo abiertos, en realidad, a otras experiencias y por muy horrenda que sea la experiencia a la que nos hayamos acostumbrado);
De ahí la importanica estructural del aburrimiento que nos fuerza a la búsqueda -y creación por nostoros mismos- de nuevos estímulos.
De ahí también lo de Goebbels, que de repetir una cosa tantas veces, nos cuesta no aceptar su veracidad al menos en tanto impronta sensoriometabólica.
De ahí también la necesidad de una “cosmética” cultural que implica volver a ejercitar metabólicamente algún hito cultural que se considera identitario (porque el sentido de las cosas “se gasta” y se desvance).
O sea: que el sentido que aquí estamos viendo es, en realidad, una estructuración de la experiencia sensorio-metabólica, que lo es todo sin duda respecto a la viabilidad sedentaria y “civilizada”.
Y es que la vacuidad neurológica nos aboca a formas propiciatorias de sentido colectivo a través de la violencia (lo que, en efecto, constituye la gran solución cristiana al problema que se esconde detrás de las imágenes de la figura humana crucificada: esto es, la violencia como alimento colectivo). Pero que, una vez constituido lo colectivo, no desaparece la violencia sino que se externaliza: en forma de actos ritualistas colectivamente comprensibles; en el conflicto frente a grupos ajenos, o en la proyección mítico-religiosa como narrativa (siendo esto último la solución sedentaria más importante, claro está).
Porque para los colectivos antropológicos, la vivificación metabólica siempre ha de redundar al final en una forma de sentido: que para eso están los grupos, y por esa vía es como se sustentan en tanto colectivos. Y al mismo tiempo parecería, paradójicamente, que no se puede perder jamás (esta mécanica universal de los grupos humanos no lo permite) una relación nuevamente adánica del cuerpo sensorio-homeostático y pre-consciente con la realidad circundante (aquello que precisamente prepara nuevas reconstituciones sociorracionales en el tiempo).
Y, además, se trata de un sentido nunca definitivamente culminado sino que hay que volver a reconstituirlo una y otra vez a través del locus socio-homeostático de la pertenencia, frente al espacio y el tiempo históricos. O así es como hasta aquí hemos llegado como anthropos, a través de esta especie de pulsación incesante del tiempo humano colectivo, de todo colectivo humano históricamente particular.
“Condenados a percibir” estamos pues el grupo -la vida biológica misma- depende de ello.
Pero un dispositivo estructural así se entiende que logra sostener el contexto antropológico más inmóvil de lo sedentario acogiendo y controlando (administrando, dosificando, en cierto sentido) la violencia en sí, tanto corporal como la visual (puesto que lo proxémico es a la vez una forma de mass media original en tanto espectáculo colectivo). De manera que la locomoción digamos metabólica de lo sedentario, en la zozobra moral y la proyección dopaminérgica del yo moral y socializado, deviene en una versión reconfigurada (oximorónica) de un nomadismo ahora estacionario (resolviendo al mismo tiempo el problema central y críptico de antropología agraria: nuestra naturaleza socio-homeostática evolucionada originalmente a partir una experienca social y colectiva nómada).
Juguemos pues a esto de entender las regliones sedentarias como dispositivos que incorporan la violencia, controlándola y también poniéndola a disposición del sujeto socio-homeostático pertenciente; que es decir que en ningún caso se anula la violencia (o sus formas sustitutorias) por completo: de la misma manera, pero que a nivel más alto de elaboración que hacen universalmente los grupos humanos respeto a su propia experiencia sensorio-homeostática, si bien en el caso de las religiones sedentarias se requiere un desarrollo semiótico mayor.
Porque el gran logro de las relgiones formales sedentarios es, naturalmente, su capacidad de transformar la violencia más corporalmente cruenta en experiencias dopaminérgicas de zozobra moral generalmente internas al individuo perteneciente, si bien los contextos sedentarios así regidos no se desprenden nunca por completo de la escaldada violenta; aunque sí logran que se subordine a la estabilidad sedentaria a la manera sobre todo de una fuente de barruntada tensión (o sea, de nuevo se trata de una salida técnica de carácter dopaminérgico más que corporal que remite a una violencia normalmente solo potencial).
Pero todo proceso de secularizión histórica de la religión sustituyéndola por la vivificación homeostática a través de medios visuales y audiovisuales (incluyendo, crucialmente, la música, siguiendo las ideas de Norbero Elias sobre espacios miméticos3), solo puede ser parcial en tanto que la posibilidad de violencia extrema (que solo proporcionan las epistemologías religioso-ideológicas) alcanza precisiamente tal grado de intensidad para el sujeto socio-homeostático perteneciente que no puede en ningún caso renunciarse desde la óptica de la viabilidad antropológica sedentaria. Es decir, las imágenes, si bien ejercen sobre nosotros un efecto evolvente (de impronta homeostática a veces intensa), no conducen en sí mismas al nivel de vivificación quizás más alta que sí tiene la violencia cuando se ejerce “políticamente” y por razones ideológicas (incluyendo toda violencia nacionalista pretendidamente “justificada”).
O así podría contestarse la hipotética pregunta respecto a por qué no han desaparecido completamente las religiones y ante el desarrollo cultural y tecnológico. Y en tanto respuesta hemos de contemplar el poder de la episteme, qué es exactamente y qué supone su importancia real para la sostenibilidad estructural-antropológica de lo inmóvil sedentario. Porque inherente a la religión surge también esta posibilidad epistemológica humana, según sea cualquiera de los credos históricamente conocidos: yo al menos necesitaría saber con más detalle cuál es la relación entre ambas.
Postulamos pues una respuesta homeostática en tanto que la intensidad de vivificación metabólica que la episteme pone a disposición del sujeto socio-homeostático sedentario deviene en bien técnico que tienen dichos contextos para una suerte de auto administración de la experiencia metabólica; pero esto a un nivel y en una intensidad mucho más extremos que la imágenes en sí y sin ninguna articulación finalmente conceptual.
Y cabe asimismo entender la guerra como también un cauce dopaminérgico del más alto grado de intensidad (debido a su ligazón con la ideología) al que tampoco puede renunciar la experiencia sedentaria: la violencia real en que, obviamente, se basa como evento surgido es en cierta manera (y sobre todo respecto tipos “convencionales” de guerra y respecto del terrorismo contemporáneo) un tanto secundario a la gran fuerza mundialmente envolvente que constituye a nivel fisiológico-semiótico y en tanto violencia contemplada de inegable impronta homeostática (y, por ello, moral).
Pues no hay más remedio que entender bien esta especie de geometría de los cuerpos en el espacio antropológico, y particualrmente en el hecho de que un foco de violencia entre un número determinado de seres humanos puede tener, sin embargo, consecuencias dopaminérgicos exponenciales, a través de todo tipo de medio de representación estético-comunicativa dirigida al gran publico que lo presencia (o al menos por un tiempo, claro está).
¡O sea, la guerra sería -y sin ánimo de banalizar- algo así como el wisky esocés de 12 años en términos de posibles experiencias dopaminérgicos que nos andan acechando, en realidad sosteniendo!
Es decir, como las diferencias de jerarquía social que constituyen la joya real y escondida del tiempo agregado sedentario (que todo clase de experiencia antropológica observada o siquiera imaginable las tiene que tener y puesto que el individuo frente a ellas puede ejercitar el poder que supone la violencia de su propia autocoacción psíquica más íntima), el tiempo sedentario precisa de la episteme también en cuanto capacidad en principio esencialmente dopaminérgica (por tanto sobre un plano simbólico-semiótico) de gran vivificación sensoriometabólica; y esto incluiría la ultra violenta proyección agentiva humana de la violencia ideológica (o sea, el matar por razones intelectuales o ideológicos además de las causes fisiológicas primarias), de indudable valor estructural y de carácter operativo (admás de -o precisamente en- su vertiente espectacular y como alimento metabólico en forma de imágenes, tanto visuales o escritas como comunicación mediática).
Evidentemente, habría que entender asimismo la ciencia en tanto cauce dopaminérgico de imposición humana como otra forma más de violencia no directamente corporal, pero de consecuencias enormemente positivos; cuace o espacio dopaminérgico que no solo coincide históricamente con experiencas sedentrias estables sino que probablemente debe concebirse la indagación intellectual en general como pilar de sostenmiento respecto a dichos contextos.
Aunque sin duda todo esto del precio a pagar de la estabilidad sedentaria sea desde el punto de vista de la ética arraigada finalmente en el cuerpo humano, una gran montaña de mierda, en tanto que existe un coste humano inherente al sostenimiento sedentario que no se puede seperar tampoco de nuestra condición mortal y “escatológica”, y de lo que, por otra parte, resulta poco práctico siquiera hablar (esa es la verdad).
Así que abracémosnos en la ética para nuestro consuelo existencial más profundo y que sea la indignación moral (de sustancia tambien dopaminégrica, sin duda) nuestra verdadera manta abrigadora frente a la intemperie de esta visión “meta-antropológica” y la mécanica de los grupos humanos.
Se diría incluso que para eso está a nuestra disposcion estructural el cuace dopaminérgico de la indignación moral y la posibilidad ética a que conduce. Y es en la vivificación metabólica y dopaminérgica más fisiológica que cruentemente corporal, donde nos hemos amparado culturalmente desde siempre (si bien esto no lo entendemos ni lo decimos de forma explícita).
¡Pero en cuanto a lo de una visión meta-antropológica, alguien tiene que acarrear con ella; eso sí que ya lo está viendo usted!
Y si, por otra parte, hubiera algo de la visión esobozada aquí y en el conjunto de estos textos que no le agradara respecto la propia naturaleza de usted, en realidad ferozmente gregaria (¡en la profundidad de su misma entidad sensorio-homeostática y preconsciente!) ¿por qué no intenta usted superarse de una vez, o al menos vivir en la tensión de ello como empeño vital?
El camino de la ética es entender que el regalo que es la vida tiene en su forma civilizada y desde siempre un coste real humano. Y debe ser usted consciente en este sentido sistémico del auxilio antropológico que nos brindan las imagénes en tanto nos permiten posterger la inmediatez corporal gracias a la vivencia homeostática -y dopaminérgica- del sentido moral humano. Es decir, probablemente nos convendría a todos nosotros que usted esto lo tuviera más presente, de alguna manera más accesible, a partir del pensamiento racional de usted. ¿Por qué no defender la civilización como merece y según la importancia técnica que tiene?
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1 La violencia y lo sagrado, 1972
2 Teoría del símbolo, 1991
3 El proceso de civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México, FCE, 1988. Continuación de la misma idea en: Deporte y ocio en el proceso de la civilización, México, FCE, 1992, con Eric Dunning.