El vampiro-vampiresa y los grupos humanos fisioantropológicos

Alien (1979)

La figura del vampiro como representación en realidad del canibalismo, que nos presenta a un individuo cuya fuente de alimento es la sustancia física de sus congéneres, puede ser uno más de los elementos inconscientes (ante racionales) que constituyen la base de la mecánica de los grupos humanos, que son por ejemplo todo tabú como versión culturalmente particular respecto de lo que son en realidad universales humanos dentro de la experiencia de todo grupo humano concebible; esto es, universales que son parte de la materia sociogenética de la especie humana y que solo circunstancialmente adoptan lógicas de la superficie cultural, a partir de grupos humanos históricos particulares y su experiencia física en el espacio-tiempo.

En este sentido el vampiro remite en ultima instancia al arcano y quizá más profundo horror del estar vivo humano -seguramente el mayor terror universal, aunque no siempre comprendido- que es la temida aniquilación del grupo en su totalidad. Pero esta fuerza de verdadero espanto que reside dentro de nosotros no la comprendemos fácilmente mediante el acercamiento solo racional, sino que nos traspasa nuestro mismo tejido fisiológico (incluyendo nuestra sensorialidad) y por tanto existe dentro de nosotros anterior a toda conceptualización que nos podamos formar respecto al mismo, o respecto también cualquier conceptualización cultural que pudiéramos tener disponible en el horizonte específicamente antropológico.

Pero en cuanto a la versión contemporánea y cinematográfica del vampiro, no nos encontramos frente a ninguna revelación conceptual de lo que es solo un sustrato fisiológico-sensorial, sino que más bien acotamos culturalmente una delimitación lógica específica para en realidad sostener la posibilidad de la titilación moral solo fisiológica, y dado que de revelarnos todo el fondo conceptual que contiene, no lo pasaríamos tan bien y nuestra calidad de vida fisiosensorialmente vivificada decaería, lo que nos obligaría entonces a buscar otros medios de vigorizarnos que igualmente supondrían una vez más una necesaria ambigüedad entre lo conceptualmente conocido, frente al estímulo sensorial; una ambigüedad entre lo sabido (conceptual y la experiencia acumulada) y el conocimiento solo fisiológico-visceral. Puede esto comprenderse también como un recurso necesario para nosotros a una especie de precariedad fisiológica-sensoria que nos estimula como precisamente aquello que nos pide (que nos está pidiendo de forma permanente) que esa experiencia fisiológica se racionalice -o se sociorracionalice– de nuevo.

Pues no otro es el destino antropológico de nuestra propia biología individual, y la sustancia fisiológica sobre todo que supone, pero respecto del grupo de dependencia y como única posibilidad solo colectiva de toda supervivencia finalmente humana.

Los zombis, entonces son, en realidad, otro tanto de lo mismo, pero desde una vertiente distinta pues suponen la consecuencia geométrica y exponencial de la existencia de un solo vampiro respecto del grupo en su conjunto; un solo vampiro que necesita, pongamos, una persona diaria con que alimentarse y que, por lo tanto, supondría la aniquilación exponencial en realidad de la población humana entera y global en solo cuestión de meses. Pero claro, nuestra experiencia fisiológico-estética vivificada intensamente ante y en el horror de la contemplación del espectáculo y solo su imaginería, no está en cierto sentido dispuesta a arruinarnos el disfrute que supone la experiencia de la contemplación indagando la realidad técnico-racional que va asociada con ello. Y, de hecho, esta relación causal entre el vampiro y los zombis no está culturalmente disponible de forma aparente, precisamente porque lo pasamos demasiado bien dentro de la titilación moral que solo fisiológicamente nos proporciona nuestra sustrato zoológico-grupal, y eso de forma fragmentaria en solo la tonificación sensorial (eso desde la óptica del análisis técnico), en nuestra contemplación respectiva de la figura del vampiro -o bien la horda de zombis- pero cada una de esas imágenes (y su experiencia fisiológico-sensorial correspondiente)  por separada, sin que lleguemos normalmente a relacionarlas la una con la otra.

Pero, esta «titilación moral» como en realidad un juego fisiológico-moral, ¿significa algo, en realidad y en forma de una auténtica catarsis?

La respuesta solo puede ser en parte: que como experiencia fisiológico-sensorial existe en sí misma de forma inexorable y que solo posteriormente se le puede racionalizar siempre según alguna forma de semiótica cultural. Pero dicha codificación, sin embargo, no tiene por qué producirse si, por ejemplo, se ejercita el componente fisioopróbico subyacente (ante racional, zoológico-social) sin que tengamos que actuar después de forma públicamente moral o político; esto es, no se racionalizará si no hay necesidad de ello, sino que esta experiencia fisiológica solo quedará dentro del ámbito interno y totémico de los procesos fisiologico-cogntivos del individuo. Y, sin embargo, no se puede decir, incluso dentro de este espacio singularísimo de la fisiocorporeidad individual, que la experiencia sensorial no sea oprobicamente relevante y como tal es, por tanto, de naturaleza moral, aunque no de forma judicial ni política, ni siquiera pública.

Pero, aun con todo, ¿quiere decir que significa algo esta sustancia tan intensa fisiológico-sensorial que no se ha llegado a sociorracionalizar ni a codificar según alguna semiótica cualquiera que estuviera disponible?

La fisiología sensorial y cognitiva, si bien puede tener para el individuo una relevancia y obligación opróbicas -que es el fundamento último de toda posibilidad moral-, no llega a tener verdadera consistencia sociomoral si antes no se sociorracionaliza, para así encontrarse dicha experiencia fisiológico-sensorial sujeta a una codificación semiótica efectiva.

Esto es, si no es conmensurable racionalmente (según cualquier lógica social ya consagrada que es, por tanto, de obligación opróbica para el individual en el plano semiótico), la experiencia fisiosensorial y cognitiva puede aun poseer una relevancia opróbica (precisamente como tabú, por ejemplo), aunque no permite que el sujeto individual realice su propia imposición fisiorracional (conforme la semiótica que estuviera culturalmente disponible, ni puede decirse que sea verdaderamente un dilema moral; eso que, como fisiotitilación de alto vuelo, requiere una elaboración cultural y semiótico-simbólica mayor, que supone por lo menos un entorno lingüístico base).

Pero, aun así, ¿significa algo la experiencia fisiológico-opróbica si no queda codificada sociorracionalmente?

O sea, que aquello que pudiera significar no es inherente a esa misma experiencia, sino como toda interpretación está sujeto de forma extrínseca al grupo y la semiótica que rige el mismo: no hay, efectivamente, significado fuera del grupo.

El positivismo histórico como metodología sí que supone la efectiva superación de nuestra fisiología zoológica y ante racional, pero no necesariamente siempre la «objetividad» incuestionable que solemos asociar con ello puesto que se trata de un método técnico que, sin embargo, no es en realidad apto para sostener el entorno cultural de el hombre fisiocorpóreo en su calidad críptica, zoológico-grupal. Y es que el gran poder de la racionalidad empírico-técnica (‘la ciencia’) en la historia humana, y más concretamente respecto la sociedad finalmente industrial, está precisamente en la superación -aparente- de cualquier atadura sociomoral subyacente, lo que en el decurso de la historia ha resultado ser, evidentemente, elemento peligroso y no del todo comprendido aun por la ciencia misma.

Y, sin embargo, la experiencia fisiológico-sensorial es, existe en sí misma y por sí misma, y en su grado de intensidad -incluso ferocidad- es siempre la fuerza catalizadora de su propia codificación sociomoral posterior, en el contexto del grupo que, para poder permanecer como tal -esto es, como colectivo- no tiene más remedio que acomodar nuestra experiencia fisiológica individual vivificada al hecho fundacional de nuestra supervivencia, que es simplemente la permanencia en el tiempo del grupo.

Para eso es lo que sirve la sociorracionalidad esencialmente y en origen.

Pero, ¿cómo calificar aquella experiencia fisiológico-sensoria que, aun siendo opróbicamente relevante, no llega a trascender la totemicidad cognitiva del individuo, que es una experiencia fisiológico-sensorial vivificada que no requiere que se sociorracionalice (precisamente porque no tiene trascendencia física real para el grupo)?

He aquí la división fisiocognitiva del individuo entre la parte grupal, por un lado, y la parte aisladamente singular y físico, por otro.

La individualidad antropológica viene a erigirse, entonces, en estos dos componentes separados, pero mutuamente sostenidos entre sí; como un ente bimembre en el que la fisiocorporeidad singular procesa su propia sustancia sensorial opróbicamente y en función de las circunstancias socio-fisiológicas reales -bien estrictamente físicas o bien de naturaleza totémico-semiótica, o como una combinación de ambos- para así convertirse en un yo social sociorracional y por tanto poseedor de una naturaleza fisiológica ahora y de forma tentativa extrínseca a su propio organismo físico por mor de la permanencia en el tiempo del grupo.

Y tentativa decimos porque jamás se unen estos dos ámbitos diferentes (la fisiocorporeidad y el yo social) dado que su verdadera unión sigue siendo siempre la separación e incompatibilidad entre sí. La vida por tanto, tiene lugar entre los dos, no siendo nunca nuestra experiencia solo el estímulo sensorial (puesto que en toda situación real colectiva tiene el grupo que homogeneizar en alguna medida la sustancia fisiológica-sensorial singular), ni tampoco puede esta experiencia estar siempre sometida extrínsecamente a lo ya interpretado, sino solo transitoriamente y de transito, de un ámbito al otro y de forma perenne, entre la sensación físico-sensoria y el significado sociomoral (posible o no) de la misma, y vuelta sucesivamente a empezar.

Solo de esta forma, al parecer, los grupos humanos históricos lograron perdurar más allá, y en realidad por medio de, la fisiología sensorial singular -a la vez que universal- de cada uno de nosotros y nuestros antepasados.

Pero, ¿en qué puede fundamentarse la obligación para todo individuo de que efectivamente se relacione con el grupo mediante alguna forma de dependencia con el mismo, tanto en su integración como en su rebeldía, o como finalmente una forma de pertenencia en el fondo y siempre insurreccional

El oprobio biológico es aquella fuerza dentro de nosotros que más pudiera considerarse propio de la individualidad física -más que el comer y el deseo sexual, por ejemplo-, puesto que certifica la existencia física singular frente a un grupo particular (siempre de forma originalmente física, y al mismo tiempo que totémico-cognitiva); una existencia singular que, sin embargo, sobrevive solo en cuanto miembro de un grupo, no puede existir sino en un estado permanente de indefinición respecto estos dos ámbitos diferentes de la individualidad antropológica, en cuanto a una fisiosensorialiad humana particular (y su cuerpo) que es además una idiosincrasia encarnada, de toda una experiencia vital intransferible y -como gran paradoja desde una óptica estructural-antropológica- unicorporal.

El oprobio biológico es la sensorialidad humana singular que, en la misma constancia de su propia percepción (constancia de que uno es porque percibe), busca, sin embargo y de forma tentativa, su propia afirmación en los otros. Y puesto que, si el individuo no existiera sujeto y verdaderamente definido por esta capacidad de ser respecto a los otros, hasta aquí no habríamos llegado de ninguna manera.

Y como alguna obligación, desde luego fuerte y visceral, debe de sentirse sin duda, porque nos va la sustancia física en ella, dado que perduramos en carne y hueso solo en relación (insurreccional) con el grupo de nuestra dependencia que es nuestro cobijo. Y esto hasta tal punto que podemos decir que los quiero más que a mi propia vida aunque también y al mismo tiempo que me fastidian, por cuanto son la posibilidad real de mi propio ser frente al mundo material; pero eso no quita la obligación inexorablemente mía de ser en mi propia singularidad física-fisiológica.

Pero claro, esto no lo sé de forma inmediatamente racional sino solo en mi corporalidad fisiológica, como asunto siempre intensísimo de vida y muerte al que no puedo renunciar por cuanto el ente físico que percibo que soy en mi constatación sensorial de lo externo a mí (pero quien en realidad solo es en su secreto -para mí básicamente inadvertido- pertenecer zoológico-opróbico al grupo identitario de cobijo):

Eso, precisamente, solo me alcanza conocerlo en su avasalladora fuerza fisiológica que me abruma, de tan poderoso que es, con el sentimiento sobre todo de culpa y vergüenza -pero también el deber- ante los demás, como aquello que no siempre entendemos por el fundamento nuestro moral.

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La relevancia (obligación) opróbica existe antes que la codificación semiótica respecto a aquellas entidades más profundas y sociofísicas; pero éstas siempre pueden también codificarse según cualquier lógica cultural-histórica inmediata, aunque existirán todavía de manera estética por debajo de la lógica cultural que estuviera circunstancialmente en vigor, dado que son parte de la constitución socio-zoológica subyacente de los grupos humanos.

«La precariedad sensorial» que es clave en el permanente refuerzo de la vida sociorracional (como el críptico porqué de la misma), es el espacio real de la vida individual física y fisiocorpórea, como aquella parte anterior de la individualidad antropológica que solo en el contexto de los otros se hace opróbicamente personalidad sujeta por lo social.

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La fisiotitilación moral del vamprio⁄vampiresa financiero:

  1. El vampiro es uno del grupo que se sacia del grupo mismo, desde dentro; pero este punto de horror, aunque presente en nuestra contemplación del vampiro, lo es solo de forma insinuada e indirecta, en la periferia de hecho de la experiencia fisiológico-sensoria de solo la contemplación estética, que supone en las películas, por ejemplo, normalmente un agente sexual-sensual de avance imparable. De tal forma que la esencia de la intensidad de la experiencia fisioestética proviene en realidad de una forma de sugerencia o insinuación que no está, sin embargo, físicamente presente, que es el terror respecto la corrupción orgánica-estructural en realidad del grupo de dependencia que puede caer víctima en manos de este infiltrado (que es decir estructuralmente el grupo como víctima de sí mismo) y no frente a un enemigo exterior identificado.
  2. Como pudiera indicar su etimología, lo monstruoso (de ‘mostrar’ originalmente en latín) tiene siempre que ver con lo oculto que se hace visible, y que queda siempre asociado con una forma de corrupción, originalmente secreta, de todo lo visible y la estabilidad que nos proporcionaba nuestra comprensión (ahora falseada) del mundo tal como creíamos que era. Y todo monstruo en cuanto un mostrar aterrador es, por tanto, también una revelación de la falsa seguridad en la que antes vivíamos según nuestra visión de lo real que de repente queda brutalmente trastocada ante la aparición del horror. Y lógicamente también no podemos dejar de sentir asimismo los más virulentos arrebatos, a veces, de indignación ante el hecho -también de por sí espeluznante- de que vivíamos engañados y bajo falsas apariencias, esas que son tan peligrosas y que con razón dan tanto pavor cuando nos damos cuenta de ellas, por cuanto apariencias  que pueden conducir fácil e incluso gozosamente a nuestra propia -y hasta entonces inadvertida- destrucción.
  3. La intensa indignación moral que sentimos ante, por ejemplo, todo aquello que puede interpretarse como un abuso de poder -en el caso de las empresas, un poder estructural sobre agregados fisiológicos humanos en el tiempo-, también se relaciona con el mismo sustrato en realidad opróbica que fundamenta la seguridad de toda identidad humana respecto del grupo de pertenencia; esto es, que el grado de inseguridad que le produce al individuo repentinamente sorprendido por el hecho fulminante de que su visión del mundo -y la seguridad existencial que le aportaba- ya no corresponde evidentemente con la realidad, supone un golpe a la confianza que uno tiene, en cierto sentido, en su misma identidad frente a un mundo (y respecto también un grupo) que hasta ahora suponía que comprendía. La reacción por parte del individuo, claro está, no puede ser sino de la mayor agresivadad fisio-opróbica respecto una relación del yo con el grupo que ya no se sostiene de la misma manera que antes, máximo cuando el conocimiento que uno tiene del mundo es siempre y de forma indirecta una suerte de saber mantenerse también uno mismo en su propia pertenencia al grupo identitario.
  4. Pero la simple mortificación opróbica como experiencia fisiológico-sensoria que juega a lo que es inicialmente solo una forma de intensa titilación moral, no tiene porque suponer una forma de auténtica catarsis para el yo social y sociorracional. Y es que debido a la intensidad de esta forma de mortificación profunda* (respecto el plano opróbico del individuo físico frente al grupo), puede prolongarse en el tiempo y frecuencia solo en cuanto experiencia fisiológico-sensoria que no se sociorracionalice después y como objeto de sentido conceptual colectivo. Es decir, que la experiencia fisio-opróbica individual que se separa del contexto de necesidad sociorracional que es la exigencia del grupo mismo, queda como una forma de intensa (ciertamente profunda en un sentido zoológico-grupal) entretenimiento que, mientras surte su efecto sensorial (que no es nunca de forma temporalmente indefinida) conduce a la ocupación fisiosensorial del individuo percibiente sin que necesariamente tenga que desencadenar consecuencia alguna respecto el plano sociorracional (esto es, respecto de la semiótica conceptual y por tanto la moralidad socio-cultural, ni su ámbito jurídico ni mucho menos político). Pero eso sí, las exigencias de lo que era originalmente una fisiología humana nómada en simbiosis con grupos humanos nómadas y pre agrícolas (y sus grupos rivales), quedan nuevamente satisfechas, empero en el contexto nuestro plenamente sedentario.
  5. Todo poder político, entonces, atiende primero a esta realidad fisio-opróbica subyacente, aunque no se concibe a sí mismo en esta capacidad.

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*En el sentido de «juego profundo» (deep play) de Clifford Geertz

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ALIEN, EL OCTAVO PASAJERO (1979) 

Una epopeya de la corrupción del grupo humano desde dentro (siguiendo la mecánica del Vampiro-Zombi) que se refiere, además, al espejismo que es, en ultima instancia, la moralidad humana, pero que es lo único que mantiene la posibilidad social del hombre como la llave, en última instancia, de nuestra supervivencia histórica real. Pero esto contrasta con el mundo cultural del organismo invasor (avatar, en realidad, de la lógica técnica que no reconoce nada más allá de sus propios objetivos técnicos), pues el intruso que logra ocupar un espacio interno a nosotros (en la nave espacial “Nostromo”) en realidad vive una existencia totalmente -necesariamente- aislada y solo, según su propia experiencia fisiológico-corpórea. Esto es, no necesita a nadie sino solo en cuanto objetivos (de alimento, en este caso particular). Se puede considerar, por tanto, que esto es una dirección totalmente opuesto al sentido de la evolución humana real, al menos hasta la agricultura, pues la personalidad social nuestra de cada uno de nosotros, erigida sobre la paradoja operativa de alguna “unicidad colectiva”,  es -al menos en un sentido estrictamente técnico-estructural- un hecho simplemente concurrente al evento mucho más significativo de la permanencia cultural del grupo humano particular en el tiempo.

Sensory Opprobrium

 

Exercise of individual visual perception in regards to the presence of human groups and our anthropomorphic interpretation of them in objects aligned in series:

 

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cirio(Cirio)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Unknowna-3.6

 

 

 

 

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 (Boltanski)

 

 

(Peter Eisenman)

 

 

 

 

 

Conclusion

 

 

 

 

 

 

 

             

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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