Una ecología antropológico-cultural, ¿sí o no?

  • La Iliada y la Odisea de Homero,
  • El libro de Jeremías (antiguo testamento)

Toda ecología antropológica sedentaria requiere al menos sobre el horizonte público y cultural la violencia: los griegos, después los romanos, pudieron erigir una estabilidad basada finalmente en el desarrollo puramente cultural (político, económico, artístico, y en general humano) debido estructuralmente al hecho de que existía el riesgo, la amenaza, y también proyectos de realización, de la violencia al menos en potencia; y eso como una necesaria razón de ser y el porqué mismo y constante de lo sociorracional. Y se puede muy bien apostar por el hecho más que probable de que la audiencia consumidora históricamente más importe de Homero (respecto de los poemas epicos de la  Iliada y la Odisea), consistiría precisamente en comunidades que subsistían de forma seguramente contraria, justamente, a aquella experiencia vital que transmiten dichas obras (que presentan la vida como en estado de guerra, o como un viaje precario e interminable); puede aseverarse incluso que la vida de base agrícola a la que en el fondo servía Homero a la manera de una fuerza animadora, se fortfiicaba vicariamente, compensandose en cierta forma, a través de una experiencia estética que presentaba una movilidad física y vivificación en general metabólica de las que las audencias recpetoras muy probalmente carecían, normalmente, casi por completo. ¿Qué otra función puede decirse que ha tenido desde siempre y a partir de una óptica exclusivamente técnico-estructural el arte y, en general, la vivificación estética, a partir de la vida agrícola?

Otro ejemplo que viene bien traer a coalación aquí y en este punto, de otra tradición cultural diferente, es El libro de Jeremías del antiguo testamento cuyo argumento narrativo se monta, en realidad, sobre la imagén siniestra, verdadermaente sobrecogedora, de ausencia humana, concretamente en la forma de pueblos deshabitados; una imagen que se convierte en una  suerte de dialéctica entre las consecuencias de desdeñar a Dios (pueblos vacíos), frente a la promesa futura de parte de ese mismo Dios para los que, pase lo que pase, permanezcan fieles como creyentes (villas y ciudades al final rebozantes de vida humana y agrícola). Aunque, de forma similiar al caso de Homero, es lícito sin duda sospechar que el consumo estético de la lectura (de manera directa o como oyente) de esta historia tenía como fin técnico electrizar, como si dijerámos, la vida basicamente sedentario-agrícola a través de la ameneza insinuada, sugestionada, de su pérdida; que en la fuerte zozobra de esta propuesta solo estética, puede después el sujeto social (respecto de aquella sociedad original y consumidora de la vivifiación estética) volver a gozar, renovodamente, de la misma cotidaneidad de siempre y basicamente inmovil, por un tiempo al menos hasta fuera necesario un nuevo ejercicio de zozobra estético-moral de este tipo.

En ambos caso, entonces, se trata del estímulo y vivificación en realidad prerreflexivos -a través precisamente de la experiencia estética- de una suerte de sustrato nuerofisiológico humano de caracter, sin duda, universal (puesto que se trata de una fisiología nuestra anterior, esto es, de cuna en realidad nómada y cuya configuración base la vida sedentaria tiene precisamente que acomodar al contexto agraria, y dado que, además, la sociedad agrícola ya no queda expuesta a la mayoría de las fuerzas de selcción natural). Pero, como ya llevo intentando exponer a lo largo de estas páginas, la vivificación estético-moral así entendida, consituye la fuerza más importante de la reconsititución sociorracional de todo sujeto social agrícola; de hecho es en lo estético-moral que la vida agraria reproduce, para la fisiología nuestra, la ilusión de un desplazamiento que la congición humana adquirió originalmente a partir de un contexto anterior mucho más corporal.

Y, finalmente, es en este sentido que asertamos la noción de una ecología antropológica que acaba descargando el peso de sus problemas técnicos (esto de una fisioloigía en cierto sentido anacrónica respecto al nuevo contexto sedentario), en la experiencia vicaria de la contemplación de, por ejemplo, la violencia, pero en detrimento lógicamente, de una extension real y corporal de esa misma violencia. Pues sin duda parecería lógico pensar que el desarrollo visual-cognitvo humano fuera una herramienta disponible para la evolción sociobiológica humana, en los albores de la aparición y comienzo de la experiencia agraria, y resepcto estas nuevas circunstancias y sus dificultades. Y porque, evidentemente, nuestra experiencia solo fisológica, solo sensorio-metabólica (más allá, momentáneamente, de la cuestión corporal), no deja de ser vector de una significación moral (o opróbico-grupal) para el sujeto sinitente, por muy prerreflexivo y no conceptual que sea.

De manera que adquiere cierta urgencia aclarar la naturaleza real de la planicidad sedentaria (de la que tanto dependemos como nuestro auténtico hogar), en tanto estabilidad que solo se sujeta en el tiempo gracias, en realiad, a su capacidad de auxiliarse, vivificándose, a partir de su propio sustrato fisiológio-metabólico y prerreflexivo: la cuestión desde luego técnica del sostenmiento antropológico a largo plazo se basaría en la comprensión nuestra del caracter verdadermente agonal de la relación entre estos dos ambitos diferentes de la experiencia humana, entre un estar fisiologico y somatosensorio que supone todo cuerpo desamparado singular, frente al ser sociorracional y cultural (a partir del locus solo grupal y el proceso opróbico que supone).

Un ejemplo sedentario de la vivificación sensoria y la usurpación del espacio físico-material

Dulzura y poder: El lugar del azúcar en la historia moderna(1985), de Sidney Mintz.

La explotación digamos contemporánea del azúcar estuvo implicada en su inicio con las hazañas de expropiación colonial por parte, sobre todo, de Inglaterra (o es el caso en donde más se centra el autor): se trataba de una sustancia que se cultivaba y se refinaba exclusivamente en el caribe en la isla, por ejemplo, de Jamaica. Y parecería lógico que, para garantizar la posibilidad inicial de su producción, fuera necesario un control real sobre la isla y el terreno donde se cultivaba la caña de azúcar como materia prima a partir de la cual se conseguía el azúcar refinado posterior (y luego está el asunto de los cuerpos esclavos, que es otro tema), de manera que toda explotación mercantil en ciernes iba de la mano de la ocupación básicamente de facto y a mano militarizada del terreno geográfico.

Pero, naturalmente, la introducción masiva del producto en Inglaterra coincidía también con la popularización del té (producto colonial por excelencia que provenía del otro frente colonial ingles de la India); y es que el té se hizo tan popular, respecto finalmente todas las clases sociales inglesas, que bien pronto se entendió que el poder político real estaba más bien en el mercado que formaban los que lo consumían masivamente; en el poder, concretamente, de gravarlo -tanto el té como también el azúcar- fiscalmente y en beneficio del poder estatal.

Y así, esta tendencia se hizo más y más nítida, hasta el punto de que claramente dejó de importar el plano geográfico casi del todo, o en cualquier sentido finalmente político, respecto a sitios lejanos, siempre que uno podía considerar que controlaba el acceso a su propio mercado consumidor. De manera que ya no se hacía tan necesario el control de facto de ningún espacio físico-material que no fuera el de dicho mercado consumidor originalmente nacional (esto es, el de las propias islas británicas).

Pero en realidad ¿en qué se basaría un poder así constituido cuya fuente última es algo así como un deseo verdaderamente sensual de parte de (finalmente) millones de seres humanos en busca de una sensación placentera de momentáneo bienestar y deleite puramente sensorio-metabólico (imagínese la propia experiencia fisiológica de usted al tomar una taza de té caliente, más o menos azucarada)? Podemos quizá aseverar, basado en esto y en otros ejemplos etnográficos (particularmente interesante para mí en este sentido es el trabajo de León-Portilla respecto la historia de los Chichimecas-Toltecas de México) que un rasgo inicial de todo refinamiento cultural y posterior desarrollo, empieza cuando la vivificación senoriometabólica, en forma de placer (de cualquier tipo, como placer estética en general y también el sexual) llega a desprenderse del bucle fisiosensorio-socioracional, cuando el individuo apropia para sí un espacio que la misma cultura al final hace disponible, para así recrearse en su propia vivificación sensorio-metabólica, sin que tenga consecuencias socio-morales directas; porque, como cauce culturalmente legitimado, no pasa de un espacio básicamente fisiológico y menos corporal, aunque estén implicados otras personas como copartícipes, pues el orden soicorracional al que vertebran los cuerpos y la geometría espacio-colectiva de su críptica constitución real no se ve en ningún caso alterado. Pues evidentemente y desde siempre, se trata de una suerte de simulacro (debido, como digo, a que está culturalmente legitimado y no tiene consecuencias de ninguna manera cruentas ni, por tanto, socio-morales) que los contextos sobre todo sedentarios han tenido que explotar estructuralmente para darnos al mismísimo aire que respiramos, como si dijéramos, y esto al menos, a partir históricamente de la agricultura.

Que se puedan crear, además, unas potentes estructuras tempo-economicas y financieras a partir de esta misma virtualidad básica a que conduce la vivificación fisiometabólica en sí y de por sí, y que ha estado siempre presente en la historia del Homo Sapiens que se sabe Sapiens (una capacidad del simulacro que es, en realidad, rasgo del mundo animal), ¿qué tiene eso, inicialmente, de malo?

Apuntes sobre el golf y otras actividades híbridas deportivo-artísticas:

Evidentemente, este deporte permite hasta cierto punto incorporar en alguna medida una estética de clase social: la vestimenta que se usa generalmente apunta a esto (y en las pequeñas variaciones que en parte se permiten respecto la misma). Y pudiera ser importante porque también es un deporte menos físico y con tintes de quizá artesanía, más que de proezas estrictamente coroprales; y esto es también importante porque permite su práctica a la gente de más edad y como plenamente entrados en la senectud (todo esto también puede asociarse en general con el tenis). Pero como el deporte sirve en su origen contemporáneo para el ejercicio «no profundo» (por que está desprovisto de referencia moral, esto es, más allá de la exclusivamente corporal) de nuestra naturaleza fisiológica, frente al confinamiento que supone en este sentido la antropología agraria, su prurito civilizatorio parece por tanto no abarcar más allá de la edad viril y mediana; sin embargo, a medida que vayamos envejeciendo nuestra posibilidad de distinción social depende más de valores extrínsecos y adqueridos que del poderío vital-corporal propio, que en general va dacayendo. Es decir, que el golf como deporte constituye una suerte de entidad híbrida, a caballo entre el deporte y la artesanía y que incorpora cierto valor social (no solo visual, sino también la interacción social de hecho). Aunque tiene especial importancia en sí misma el aspecto visual -y hasta televisado- pues el ejercicio visceral del que participamos fisiometabólicamente cuando vemos el deporte en forma de espectáculo, puede entenderse en realidad como más significativo en términos estructurales y desde al menos mediados o finales del siglo XIX, que toda práctica real física del mismo. Y, tanto respecto incluso al béisbol como el golf, indudablemente quedamos como encandilados ante la elegancia del ejercicio del poder corporal, como a veces si de una ballet se tratara (¡aunque no se te ocurra decírselo a ellos ni a la mayoría las personas quienes, como fans, pasamos tiempo ante nuestros televisores viéndolo!)

La amenaza soberana se convierte en la soberanía sedentaria del desorden:

El soberano es, inicialmente (y como llevo intentado argumentar), la amenaza soberana como aquella fuerza que, al caer sobre el grupo le obliga a éste a aglutinarse como unicidad colectiva, pero mediante una fisiología primaria universal y común a todos los individuos. De tal manera, se puede decir que la fuerza que amenaza al conjunto llega a apoderarse en este sentido fisiológico del grupo, esto es, deviene en verdadera fuerza de definición del mismo, y por tanto adquiere una suerte de soberanía geométrica y de posición sobre el conjunto. Esto en cuanto a un sustrato en realidad animal que compartimos, simplemente, con en el resto de las especies.

Y una forma de reproducir socialmente esta realidad sociofisiológica subyacente es a través del macho alfa y el espectáculo de su dominio real sobre los demás miembros del grupo, como ha sido la función estudiada en grupos de primates habitantes de la sabana (frente a otros modelos sociales que presentan groups de la misma especie pero en contextos geograficos de bosque1): y así se produce una suerte de transferencia de la ameneza externa que se encarna en la figura del macho alfa soberano del grupo, y como si el poder de vida y muerte sobre los demás  -respecto el grupo entero- pasase también a él (¡si bien, aunque esto está fisiológicamente fundamentado, no deja de tener también algún aspecto inequívoco de convención, sin duda!)

Sin embargo, en el transcurso de la hominización del hombre (concepto que desarrolla Edgar Morin) y luego en su paso del nomadismo recolector-cazador a la cultura agrícola, este mecanismo que es un factor constante respecto la naturaleza humana, ha de volver a definirse dentro de un nuevo contexto sedentario. Esto es, como se trata de algo que no se puede cambiar sino que forma parte de lo más profundo de la naturaleza humana (concretamente esto de la pertenencia individual o no al grupo), tendrá que acomodarse de alguna manera a todo cambio histórico que se avecina: en este sentido argumentaremos que es la amenaza del desorden en todos los sentidos (social, político, y, quizá sobre todo, moral) que sustituye funcionalmente lo que es la amenaza soberana que podíamos considerar más primaria y sociofisológicamente basal. Y esto no sería más que otro característica adicional que apunta al proceso más amplio histórico de la moralización del espacio más físico de la cultura nómada anterior; lo que presupone, por otra parte, el ya postulado despegue semiótico que se justifica en tanto necesidad en realidad técnica inherente a antropología agrícola.

En todo caso se da la situación propia de la complejidad humana (frente a la complejidad solo simple de otras especies sociales) de que coexisten simultáneamente distintas formas del mismo dispositivo esencialmente sociofisiológico de soberanía, según el ámbito fisiológico que se trate (el ámbito más exclusivamente físico que tenemos en común con otros seres vivos, o bien respecto de contornos semióticos que, reteniendo su relevancia opróbica para el individuo, permiten que la experiencia humana sedentaria pueda auxiliarse en la experiencia fisiológica más virtual que solo física). En este sentido, y como ya llevo intentando establecer, existe para la cultura humana la posibilidad de una soberanía postulada por nosotros mismos, y en la forma de creencias religiosas; posibilidad de la que no disponen las otras especies vivas, y no tanto debido a que no poseen una capacidad semejante -que desde luego no tienen-, sino que no conocen nada parecido a la necesidad de poseer tal capacidad (requerimiento urgente que, en cambio, sí ha conocido la evolución biosocial humana sobre todo a medida que fuera arraigándose historicamente la sociedad agraria.)

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(1)Edgar Morin en El paradigma perdido(1971) quien cita a Chance, M. and Jolly, C. en Social Groups of Monkeys, Apes and Men(1970)

La violencia contemplada como antesala de la racionalidad nuestra

¿Cómo y por qué es bella la guerra? (según Alessandro Baricco en al artículo Otra belleza, El País, 30 octubre de 2004):

Puede esto deberse a la importancia fisiológico-icónica que tiene para nosotros su contemplación, pues no hay nada que más se presta a nuestra visión moral que la violencia escenificada de unos frente a otros. Es decir, postulemos que se trata de algo así como la centralidad de nuestra estar sensorio, puesto que ha sido desde siempre la violencia, de alguna forma y manifestación que otra, lo que ha hecho necesario el grupo de pertenencia (esto es, todo tipo de amenaza soberana, tanto de parte del depredador como respecto del medioambiente climático): ese y no otro sería, además, el antecedente en verdad zoológico inherente a nosotros de toda soberanía después política respecto el orden internalizado y convencional de los grupos humanos.

Y en volandas, como si dijéramos, de ese origen fisiológico primigenio hemos pasado después (a partir del desarrollo semiótico más amplio) a las soberanías postuladas por nosotros, que son los dioses, por ejemplo, antropomorfos, que en rigor son solo producto de la experiencia antropológica ya plenamente sedentaria. De esta manera, nuestra posibilidad tanto moral como racional estaría profundamente ligada a la violencia como acto fundador, al final y en el fondo, de relación social humana, puesto que la violencia en la adversidad que supone el mundo, en general, es la piedra angular -pero críptico- de nuestra posibilidad en sí de lo moral-racional. Y, claramente, entonces, viene primero y en sentido profundamente fisiológico-corporal (esto es, prerracional) lo moral antes que lo racional; o que éste es en realidad algo así como solo una suerte de ampliación de aquél.

Esto parece precisamente la función que Geertz, por ejemplo, atribuyera al espectáculo de las peleas de gallo de Bali que estudió él en los años 50. Una función que denomina «de profundidad» por cuanto yuxtapone la violencia contemplada con el porqué mismo de la jerarquía de los clanes y nuestra necesidad sine qua non de dicho orden social, y a pesar de sus imperfecciones: porque es mediante el orden social que hemos hecho frente desde siempre a la violencia del mundo, pero también frente a la que es parte de nosotros mismos, aunque nuestra visceral comprehensión de esta lógica la aprehendemos en la sensoria y metabólica vivificación que nos envuelve la contemplación de las aves enfurecidas y sus manieristas posturas de ataque y contraataque, y finalmente, en el inerte y contorsionado cadáver del ave vencida. Y para Geertz se trata de una experiencia finalmente de cognición, si bien no conceptual exactamente, pero en forma de una actividad que para nosotros solo podría compararse con la experiencia estética, y en particular con la literatura.

Pero, naturalmente, puede darse el caso de que dicha yuxtaposición inicial, entre la violencia estrictamente corporal y la jerarquía social (cuyos distintos clanes rivales están representados en una u otra ave, en tanto patrones de las mismas) no llega después a erigirse en relación causal, pues era precisamente en este sentido que empleara Geertz el término deep (‘profundo’) frente a otras formas de entretenimiento no violento (como otros juegos de azar culturalmente presentes) que no establecían ninguna trascendencia para el sujeto social, y que por ello solo podían considerarse triviales (si bien sensorio-metabólicamente absorbentes para el individuo).

Pero postulamos, sin embargo, que el espectáculo de la violencia es siempre estructuralmente trascendente para nosotros como espectadores: parecería que nuestra fisiología está ya como preconfigurada sobre esta sensibilidad, tanto en cuanto fuerza de atracción sobre nosotros como por su impronta en nosotros de sentida seriedad (¿qué puede haber de más importancia para un cuerpo perteneciente, pero intrínsecamente desamparado en su propia singularidad física?) Y es, entonces, nuestra experiencia traumática de la violencia contemplada -y siempre que ante su presencia nos encontremos-, que abre nuevamente la también visceralísma necesidad del grupo, sentido también de forma fisiológica y aun prerreflexiva. Pues la lógica establecida a partir de esta yuxtaposición inicial es clara: en la urgencia de la violencia percibida por cada uno de nosotros, tanto externa como interna, surge -ha surgido siempre- la primacía fáctica del grupo propio, tanto en su vertiente directamente corporal como respecto de su correspondiente semióitca moral y sociorracional.

A modo de un ejericitar fisiológico-metabólico debe entenderse, entonces, nuestra exposición sensoria a la violencia como espectáculo, pero respecto nuestra configuración somatosensoria más profunda y prerreflexiva; y en cada nuevo y visceral experimentar de la violencia ante nostros surgida, he aquí el ingrediente e inusmo clave (esto es, la anomia fisiológica individual) de un nuevo encauzamiento sociorracional posterior. De tal manera que los espectaculos en este sentido profundo, si uno lo va pensando detenidamente, siempre nos han rodeado -especificamente como los habitantes que somos de la modernidad– en cuanto elementos auxiliares respecto al problema de la antropología sedentaria:

  1. Imagenes deportivos de cuerpos humanos vigorosamente enzarzados unos contra otros;
  2. Un imaginario literario-fotográfico de crimen y guerra, en general, desde mediados del siglo XIX;
  3. Iconos morales repsecto de seres humanos soberanos enaltecidos, tanto en un sentido postivo y excelso como infame.
  4. Un imaginario cultural de dominio por cualquier tipo de elite (indiviudal, social o político) sobre otros;
  5. Una imaginería también cultural -y universalmente- de las victimas de cualquier tipo de poder y ejercicio fáctico sobre otros.

Y estamos por lo tanto obligados a consider la historia humana sedentaria, desde su óptica viviente y social, como la historia, efectivamente, de una acomodación de este aspecto de nuestra configuración fisiocorpórea y somatosensoria (en cuanto a una sensibilidad opróbica aguda respecto la violencia contemplada) a un contexto siempre nuevo por cuanto ajeno, dado que nuestra origen sociofisiológico es en realidad el del contexto nómada. Cada generación, entonces, respecto universalmente todo contexto cultural particular agararia, está inexorablmente abocada al mismo ejercitar recurrente de una naturleza fisológica que, sobre todo visualmente y como espectador (esto es, visceral y vicariamente através de los sentidos), compensará en el ámbito de la expriencia fisiológica, sensorio-metabólica, la imposibilidad del desplazamiento físico, más o menos constante que constituyera la vida anterior nómada. En fin, no hay otra forma de explicar el despegue semiótico de la cultura universalmente humana, a partir de la agricultura, que abre, además, espacios cada vez más amplios de experiencia totémica (la estética en general, las divinidades antropmorfas, y sobre todo el sostén fisiológico que supone la literatura finalmente escrita), sino a través de la urgencia real y técnica del mismo.

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