I
¿Es el deep play de Geertz en verdad profundo?
¿O puede ser más bien un caso de vivificación –hasta de deleite—en torno a la violencia, pero que solo pretexta alguna profundidad moral? Y así el juego superficial y no profundo de las apuestas tipo casino (que no tienen ninguna conexión con la jerarquía social) sería el verdadero trasfondo fisiológico de tanto el espectáculo de las peleas de gallos (que sí se desarrollan en referencia a los distintos clanes sociales de los que los gallos son siempre en ultima instancia símbolos), como lo que es la razón ya explícita de los juegos del azar, esto es, el estímulo sensorial y metabólico en sí y de por sí. Y parecería, además, algo culturalmente universal estos dos ámbitos de vivificación fisiológico-metabólica de distintos grados de seriedad moral, siendo lo más opróbicamente relevante lo más intenso, mientras que han de existir necesariamente otros entornos de vivificación más puramente fisiológico-corporales, y sin que adquieran en ningún caso el peso de la críptica realidad estructural del grupo humano, realidad pre-consciente que se aquilata y se refuerza a en el tiempo por medio de la fisiología individual. Porque en ambos casos (en cuanto a lo profundo estructural o bien la superficialidad puramente fisiológica de, por ejemplo, los juegos de azar) es la tonificación neurofisiológica lo que ocupa el verdadero centro del tiempo humano, y solo circunstancialmente se relaciona con la profundidad estructural colectiva que es asimismo el basamento último de la posibilidad humana de lo moral. Y parecería que, como seres antropológicos, vamos alternando entre distintas clases de vivificación sensoriometabólica; que estos dos ámbitos, de lo profundo estructural y lo superficial fisiológico y titilante, se van sirviéndose el uno del otro como apoyo respecto el papel intermitente de cada uno particularmente frente al otro, así en diacronía digamos giratoria, hasta la consumación vital.
La respuesta, entonces, es que sí: la profundidad moral en última instancia solo lo es en cuanto a lo colectivo, pero que no deja de ser ella misma una condición más de solipsismo fisiológico-sensorio, condición y marco comunes del transcurrir nuestro. Que quiere decir también que la calidad sustancial respecto de toda idea o concepto es primero y antes que nada fisiológicamente real, puesto que son la sustancia fisiológico-sensoria y las emociones de los individuos lo que emplaza al grupo a definirse y reforzarse (como forma de anomia estructural que precisamente reclama su propia subordinación sociorracional en aras de la cohesión grupal); pero también es cierto que la fisiología en sí y de por sí, como vigorosa contingencia que episódicamente garantiza en realidad la complacencia sedentaria, solo precisa de una racionalidad de pretexto para anclarse en su propia vivificación metabólica. Y puede ser ese el mayor instrumento de titilación como suspendida tensión entre el bien y mal del que se sirve la estabilidad fisiológico-semiótica sedentaria, a saber: el miedo precisamente a que las cosas más importantes y serias (como el derramamiento de sangre, por ejemplo) no signifiquen en realidad nada en sí y de por sí, sino solo compelen a los grupos humanos a que forjen su forma de avanzar por el tiempo de su propia integridad estructural, pero estando los individuos siempre encandilados a la vez que fisiológicamente oprimidos por algo así como una fisiología del horror (lo que visceralmente sentimos todos ante el espectáculo de la violencia, por ejemplo). Porque te lo pide el cuerpo, y también porque el cuerpo no miente. Esa y no otra es la verdadera fuerza de lo sociorracional respecto de su permanente necesidad de reconstituirse en el logos viviente (tanto físicamente directo como semiótico-totémico) de la pertenencia individual; es decir, que su punto fuerte es extrínseco a ella y en su simbiótico y estructural socio, que es la tonificación fisiosensorial y metabólica en sí y de por sí.
II
Dos vertientes diferentes de los grupos humanos en la fisiología individual
De un lado, el grupo se cohesiona a través de la fisiología individual hecha extrínseca y por medio del proceso opróbico que está en la raíz del yo social. Y por tanto se establece una tensión agónica entre el individuo y la sociorracionalidad ya establecida, siendo la encarnación neurofisiológica de dicha sociorracionaldad un pilar de hecho de la personalidad individual y baremo respecto del cual el individuo no podrá evitar medirse en su mismo interior psicofisiológico. Y, naturalmente, la cohesión del grupo se basará también en una temerosa ferocidad de pertenencia en el tejido neurofisiológico de cada uno respecto a la presencia externa grupal, e incluso en cuanto a la potencialidad de la expulsión propia (que es algo así como el espanto anticipado de nuestra propia externalización corporal forzada y de entre los nuestros); y no hace falta apenas añadir que el estado aquí agonal de equilibrio tensado permite que se produzca, en un sentido u otro, una poderosísima violencia de autoafirmación individual que típicamente va dirigida hacia el enemigo externo no perteneciente.
Y, sin embargo, el hecho ya comentado de que la fisiología va por libre incluso respecto lo que ya está sociorracionalmente encarnado en la neurofisiología individual (porque lo sociorracional se reconstituye en el tiempo solo si es necesario que se reconstituya), tiene el efecto de acorazar los grupos humanos respecto otra vertiente de la experiencia humana que es la rutina social en la que las contingencias dramáticas están, por un tiempo al menos, ausentes. Y particularmente esa capacidad nuestra de asimilar, con la repetición, contextos fisiológicos nuevos (por cuanto geografías espaciales novedosas, o la aparición repentina de un entorno social que anteriormente no existía), hace que, con el tiempo y ante la ausencia de las mismas circunstancias (sobre todo sociales) que anteriormente fueran centrales a nuestra propia reconstitución sociorracional y opróbica, nos embarcamos -el cuerpo mediante y en solo nuestra neurofisiología- en nuevos procesos de sociorracionalzación, respecto a una nueva encarnación neuronal y opróbica interior a nosotros, pero debido simplemente a que el logos de la pertenencia (que va en posición fisiológica delantera respecto la experiencia nuestra racional, siempre y necesariamente posterior). Y si bien nos aferramos en lo que sigue siendo todavía nuestra identidad -a partir de una encarnación neural anteriormente forjada-, el proceso de una nueva constitución sociorracional está ya en marcha en función de ese nuevo entorno social, porque parece evidente respecto el plano evolutivo humano que prima de forma inexorable la situación real de los cuerpos en el espacio frente a toda articulación somatosensorial y semiótica de toda anterioridad colectiva.
Pero resulta bastante claro que nosotros no somos inmediatamente conscientes de todo proceso pre-consciente que está aun por sociorracionalizarse y que, por tanto, existe en la periferia todavía de nuestra cabal comprensión racional, ésa que solo posteriormente en el tiempo se consolidará…
Y es de esta manera que los grupos humanos se parapetan contra el infortunio de su propia desintegración numérica, pues en la misma fisiología individual está ya el germen de una nueva reconstitución sociorracional, a falta solamente de que surja un nuevo contexto social (que es técnicamente un nuevo logos de la reconstitución sociorracional y neurofisiológica).
-O esto al menos respecto una persona cognitivamente normal, pues puede muy bien argumentarse, por ejemplo, que el cuadro clínico del autismo en general supone una deficiencia solo en cuanto a una vertiente de estas dos que hasta aquí hemos mencionado. Esto es, puede muy bien ser que, si bien existe en el individuo autista a quien se considera cognitivamente funcional (o altamente funcional) una identidad opróbicamente formada en la que la personalidad social (y sociorracional) se ha encarnado somatosenorialmente a lo largo de toda una diacronía vital personal, también parece ser que dicho individuo no posee esa otra vertiente fisiológica respecto a las situaciones fisiológico-corporales nuevas (y por tanto pre-racionales). Esto quizá pudiera explicar la necesidad que tienen dichas personas de aferrarse a la rigidez de una sociorraionalidad ya constituida; y también pudiera explicar el hecho de que dichas personas tieneden a preferir ellos mismos el conflicto (puesto que sí que retienen ese aspecto opróbico de la configuración individual y la capacidad de violencia emocional y autoafirmativa que connota) y dado que parece faltarles la habilidad de relacionarse fisiocorporalmente con el espacio social inmediato que les rodea (1). Y, en efecto, de una condición de dos vertientes normales, se pasa a una única vía de relación con el mundo social que es una falsa -por cuanto en exceso rígida- imposición de una sociorraconalidad anterior. Esto es, dado que el mundo social resulta para estas personas un tanto opaco, tienden a evitarlo, o bien volcarse en contextos exclusivamente opróbicos (como sería una tendencia exagerada que estas personas muestran a concebirse a sí mismos como víctimas de los demás, máxime por cuanto frecuentemente lo son) puesto que esa otra parte de su sociobiología (en cuanto particularmente su capacidad de sentir culpa y sentirse a sí mismos como objeto potencial de oprobio) sí que funciona correctamente.
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[1]Es decir, la capacidad de sentir culpa implica una capacidad de sentir terror ante la idea de expulsión propia de entre el grupo; también debe de ser condición determinante respecto la capacidad de sentir odio hacia otros. Y en el caso de no poder participar de ese otro ámbito aun no sociorracionalizado -que es asimismo una experiencia siempre fisiológicamente intensa por cuanto novedosa-, le queda a la persona autista el recurso emocionalmente fuerte de su propia fondo opróbrico, en el que ejercemos una violencia emocional que ocupa la centralidad de nuestra personalidad social íntima, pero que en circunstancias normales pocas veces se traduce en actos realizados, si bien esto es del todo posible como amenaza que de hecho todos conocemos y hemos sentido; y es algo así como una fuerza pendenciera que podemos instrumentalizar para sustituir otras formas de vivificación que, por la razón que sea, no nos son accesibles (caso por ejemplo del autismo). Y respecto del porqué de la vivifiación, ya se constata la urgencia estructural en este sentido inherente al problema técnico de la antropología agrícola.
-Otro ejemplo en este sentido sería el concepto teórico de los no lugares de Marc Augé, que son espacios que cortocircuitan precisamente el plano socio-fisiocorporal, por cuanto dichos lugares son producto siempre de un sentido técnico que determina su diseño y arquitectura final (los mall, los hoteles, aeropuertos, o los espacios oficiales que incorporan estrategias arquitectónicas de bloqueo y protección frente a la contingencia de cualquier turbamulta que llegara a alzarse violentamente en protesta…). Pues es en un sentido que podemos decir corporal que este tipo de espacio hecho funcional constituye un espacio que, sin embargo, no es natural respecto el ser antropológico humano, puesto que no le está permitido (o se le impide, se le estorba) que viva su propia fisiocorporeidad (fisiología sensoria y neurológica) respecto los otros seres humanos con los que se encuentra. Pero, obviamente, dentro de la antropología agrícola y sedentaria lo normal es que los lugares del espacio potencialmente social y colectivo nunca contengan en sí mismos un sentido ultimo humano, sino que son los seres humanos provistos de una semiótica opróbicamemente adquirida y reforzada, los que participan de un sentido siempre impuesto culturalmente sobre el lugar físico-espacial, si bien es el proceso social y fisiocorpóreo en sí lo que se supone que motiva, finalmente produce, la consolidación sociorracional de la que la tradición cultural se encargará después de transmitir. Y parecería por tanto lícito preguntarse por los límites de toda ingeniería en este sentido biopolítica puesto que la dirección natural de los procesos antropológicos van de la fisiología sociocorporal a partir del tejido individual, para luego ir consolidándose en entidades sociorracionales y semióticas (de obligación opróbica) que después habrán de mantenerse y reforzarse, dentro de ciclos de permanente reconstitución fisiológica hacia el futuro cultural, en la sucesión de sus generaciones vivas, de un grupo humano determinado.
-Y, en general, las culturas humanas se encuentran siempre en un punto de ese continuo aquí esbozado, entre la sociobiología del entorno neurofisiológico del presente vivo y fisiológico-corporal, por una parte, y la semiótica ya sociorracionlamente forjada y culturalmente vigente (que quiere decir también de una naturaleza ya encarnada de manera opróbico-neuronal dentro del individuo social) que es el verdadero sostén del orden racional, finalmente social y colectivo. Si bien es cierto que toda cultura también puede desplazarse en una u otra dirección, hacia por ejemplo el punto extremo de una mayor sociorracionalización del plano neurofisiológico compartido (que es la imposición de una semiótica sobre la misma sustancia fisiología que sostiene a aquélla), y que supone un movimiento frecuentemente brutal contra el cuerpo y la vida también emocional que pertenece al mismo ámbito solo corporal (una possible tiranía algorítmica sobre la vida nuestra sirve, en principio, de ejemplo); o bien, la estabilidad cultural puede ir fortaleciéndose en el sentido contrario, en la experiencia exclusivamente fisiológico-corporal, pero en contumaz oposición (finalmente en serio detrimento de) toda síntesis racional más elevada respecto de esa misma experiencia solo fisiológico-sensoria, hasta tal punto que la síntesis racional como modo vital posible acaba desapareciendo, casi por completo, del horizonte de la disponibilidad sociorracional y cultural (considérese en este sentido y a modo de ejemplo, la llamada actualmente economía de la atención).
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https://anthropologicalindividuality.com/2019/09/13/la-cuestion-quizas-fundamental-de-toda-cultura/
III
(Imagen de la película Cast Away (1999))
De los no lugares hasta el demiurgo
En principio parece lógico que, si falta la salida fisiológica que supone una relación fisiocorpórea directa con los otros, los seres humanos estarían aún más propensos (que de hecho ya lo están en su propio modo del estar fisiológico) de entrar a formar lazos fisiológicos de carácter más totémico a partir de postulaciones que ellos mismos hayan formulado, que respecto de cualquier entidad físicamente real y susceptible de observarse. O sea, como si de un simple recurso se tratara, si el ímpetu sociofisiológico nuestro no puede vivificarse mediante la relación social directa con otros (que sin duda debe ser el motor original más arcaico de nuestra historia sociorracional como especie), sería asimismo previsible que levantáramos construcciones lógicas nuevas en torno a la cuales pudiéramos ejercitar, por fin y como sea, nuestra naturaleza digamos sociofisiológica más profunda. Pues que duda cabe que estamos filiogeneticamemente hechos para el sino social del que depende -y en el que en realidad se justifica- nuestra propia individualidad (socio)racional.
Contemplemos por un momento el ejemplo que sacamos ahora a colación del castigo carcelario de la celda de aislamiento como otro no lugar (y posiblemente la quintaesencia de la definición de un espacio que se comprende no antropológico). Pues el objeto técnicamente comprendido de dicho castigo es el de utilizar precisamente la sociofisiología inherente al individuo antropológico de manera brutal e implacbale en contra de la propia personalidad sociorracional ya consolidada. Y puesto que es tendencia nuestra de vivificarnos en la experiencia social (que es, de hecho, el entorno y locus de la resconsitución sociorracional) que se ve ahora totalmente impedida, el sujeto tendrá que procurar su propia vivificación fisiológico-sensoria de forma alternativa, siendo, por ejemplo, el movimiento físico en sí (por cuanto rítmico, o como simple ejercicio físico basado en la repetición) una de las formas de alivio que primero se ejecutan (y que típicamente, por otra parte, se prohíbe al reo); pero después también existe la posibilidad de crearse uno mismo una entidad con la que puede entablarse una relación fisiológica que, aunque ficcionalmente postulada y de carácter puramente totémico-imaginaria (en base a recuerdos u otras concepciones de carácter íntima) no deja de ser fisiológicamente real al tiempo que supone la culminación simplemente de la experiencia corporal humana filogéneticamente condicionada para su imbricación, si no física, sí fisiocorpórea con un entorno social. Aunque evidentemente y desde la óptica de la observación externa y clínica, solo cabe inicialmente calificar dicho comportamiento de idiosincrásico, aunque no deja de ser cierto que sí que se está cumpliendo, al menos sobre un plano fisiológico, con la implícita obligación filogeneticamente evolucionada de de una mecánica original de los grupos humanos sobre la los individuos pertenecientes; obligación que en los contextos sedentarios se hace aun más sustancial, como llevamos afirmando como tesis central del problema técnico de la antropología sedentaria.
Postularemos, entonces, que la tendencia humana hacia la imposición fisiorracional de construcciones antropomorfas de algún tipo de animada agencia moral -siempre que la ambigüedad circunstancial lo permita y seguramente debido también a la carencia de la oportunidad socializadora-, supone una forma precisamente de antropomorfismo al más alto nivel, que es el de la imposición y creación de ficciones morales como materialización máxima del amparo, en realidad, corporal. Porque, en cierto sentido, el entorno totémico que resulta, por ejemplo respecto del reo en régimen de aislamiento, no deja de ser fisiológicamente real en cuanto al cuerpo propio, como espacio que permite un ejercicio fisiorracional (puesto que, desde solo la óptica del cuerpo somatosensorio, no se puede tampoco desmentir) y ello pese a la imposibilidad de desarrollar toda experiencia física antropológicamente válida (esto precisamente porque falta todo contexto sociobiológico). Y, sin embargo, la parte nuestra racional logra acomodar nuestro experiencia fisiocorpórea (que no corporal) a las nuevas limitaciones espaciales (en realidad y más crucialmente socio espaciales) por medio de este juego de la postulaciones como simple pretexto finalmente fisiológico: puesto que en volandas de solo unos cuantos imposiciones lógicas -que, crucialmente, no pueden de ninguna manera contradecirse- puedo, sin embargo, recrear un espacio físico en un sentido antropológico por cuanto es, al menos fisiológicamente, un espacio moral en el que puedo participar ejercitándo mi esencia corporal, al tiempo que he logrado -como Tom Hanks en la película- que se preserve, reforzándose en su propio tiempo vigorizado, la parte sociorracional de mi personalidad (y aunque no lo parezca al ojo observador externo).
Pues precisamente ésa es la intención como objetivo técnico del régimen carcelaria de aislamiento: la de minar la consistencia sociorracional de la personalidad en la obstrucción total e implacable de la otra parte somatosenosoria y exclusivamente fisiológica de nuestra experiencia. Esto es, que constituye una suerte de asalto sobre el organismo que solo se entiende en toda su brutalidad desde esta óptica antropológica y a partir de una comprensión más profunda de lo que en realidad constituye la racionalidad humana.
IV
Revisión: Homo Sacer de Giorgio Agamben
Partimos de esa inclusión que se logra por medio de la expulsión, concepto que Agamben desarrolla para describir la situación del cuerpo en sí frente al edificio semiótico-moral de la cultura. Y ciertamente, la cultural es, además de un ente semiótico, una realización inicialmente más fisiológica que en realidad física; pero que como sistema en el tiempo, la cultura no tiene más remedio que instrumentalizar el cuerpo como su ultimo garante moral. Y esto es lógico en vista del hecho de que es la cultura en realidad que, a partir de la paradoja técnica (que no literaria) de la unicidad fisiomoral (o orpóbica) de los grupos humanos, ha permitido al hombre el lujo en ultima instancia de elevarse por encima de la miseria material-espacial de solo la experiencia exclusivamente corporal: pues en su fisiología sociobiológica ha podido adelantarse un tanto a su propia experiencia solo corporal, en el sentido técnico que desarrolla, por ejemplo Spengler en aquel apartado de La decadencia de occidente, segundo volumen que se titula “El alma de la cuidad”. Y es que los seres humanos no podemos nunca ir más allá de nuestra simple fisiología, que depende a su vez del cuerpo, si bien la dirección y fuerza viva de la cultura nos lleva exactamente en este sentido (paradójico) más allá, y en buena medida en contra del cuerpo. Pero, naturalmente y al final, no hay otro baremo que fundamente la posibilidad moral colectivo más que el del estado desamparado del cuerpo físico individual y singularmente indefenso: no otra es la realidad técnicamente críptica que subyace, por debajo de la línea de flotación de lo evidente, a la posibilidad semiótico-moral sedentario en sí.
Pero donde termina el análisis de Agamben es precisamente donde yo quisiera retomar el asunto, pues siempre que se crean dos ámbitos diferenciados de experiencia vivencial y fisiológica, suele darse el caso que dichos ámbitos se acaban por relacionarse muchas veces de forma que pudiéramos decir simbiótica. Y entonces una exclusión que supone la incorporación técnica de un elemento, debería también considerarse desde la óptica diacrónica y respecto de cómo una y otra parte del todo dicotómico se relacionan. Ya nos ha constado que la fisiología va como independiente en sí y de por sí, siendo la sociorracionalidad un apendíce técnica de ésta; y esto quiere decir que sí puede prescindirse del cuerpo (esto es, más allá de los pretextos más socialmente elementales) dentro de una trayectoria de cumplimiento solo técnico con las limitaciones de los contextos sedentarios (que tienen que acomodar la fisiología humana filogenéticamente evolucionado sobre un plano sociobiológico anterior y nómada, en la vivificación neurofisiológica en sí misma), y sin que sea en verdad necesario el refuerzo sociorracional (salvo en grado simplemente mínimo). Y, ciertamente, esta suerte de aflojamiento de los mecanismos soterrados de nuestra propia fisiología antropológica puede considerarse en parte como la ampliación de un componente y una dirección que ya se encuentra el corazón de los procesos culturales y fisioantroplógicos: ¿qué es el posmodernismo en un sentido cultural sino eso de que puede muy bien existir (inicialmente con toda dignidad) la experiencia fisiológica vigorizada más allá de los reclamos más estrictos de la racionalidad? ¿Pues no hemos dicho y he hemos aceptado ya que buena parte de la experiencia sedentaria ha de ser necesariamente de carácter «recreativo»?
Precisamente esto es lo que permite una separación que es la inclusión como noción teórica de Agamben. Surge entonces la encarnación de alguna manera neurológica de toda una vida emocional y opróbica única que ha sido el individuo a lo largo de su propio desarrollo y longevidad; encarnación que en tanto neurológica, es también en cierto sentido físicamente real, si bien la cultura actual no tiene conocimiento cabal de esto ni de forma socialmente decisiva en cuanto que fuera algo que debiera saberse (y por lo que también castigar a aquellos que no supieran). Pero que, en tanto que se trata de algo efectivamente físico (en el sentido al menos de que forma parte inseparable de cada cuerpo particular), no es lógico que se fuera a considerar esta forma de encarnación vital que es el aparato neurológico particular e intransferible de cada uno como algo que no estuviera protegido dentro del corpus en general de los derechos humanos. Aunque, claro está, el basamento ultimo moral es, simplemente, el cuerpo en sí respecto de la cultura funcional y antropológica, tal como la conocemos: se trata de una inclusión que es una exclusión y por cuanto que la vida sedentaria vuelca toda su viabilidad estructural más bien en la vivencia más fisiológica y neurofisiológica, que física. Pero es el cuerpo como la integridad al final solo física -frente a otros cuerpos en el espacio- lo que viene a dirimir los asuntos que se extrapolan del entorno en general fisiológicamente recreativo sobre el que se asienta la complacencia vigorizada de la antropología agrícola (que logra vigorizarse precisamente mediante el recurso a la sustancia más fisiológica que física de la experiencia humana).
La antropología sedentario-agrícola, no de otra manera…
…“Cívico” es en realidad la palabra preferida, de uso obsesivo, del complejo político-mediático del nacionalismo catalán. Cuando hace años empecé a leer las crónicas de la prensa catalana me la encontraba por todas partes. Sant Jordi era cívico. La Diada era cívica. El juego del Barça era cívico. Cualquier cosa en la que el catalanismo estuviera metido era cívica. No hacía falta ser Freud para detectar ahí el mecanismo psicológico de la sobrecompensación, el síntoma de un deseo reprimido: el de ser incívico algún día. Bastaba el refranero: dime de qué presumes y te diré de qué careces.
Naturalmente, la pulsión que anima a levantar una frontera política donde no la hay es lo contrario que cívica: es tribal. No pasa nada. Todos estamos sometidos a esas pulsiones atávicas, que gestionamos como podemos. El problema surge cuando una beatífica autorepresentación nos impide siquiera figurarnos que tenemos un problema…
De *Jaun Claudio de Ramón, “El momento Medusa”, 21oct19, en El País
Aquí se ve como el cuerpo sirve como punto que contrarresta el ímpetu de la definición fisiológico-neural ya opróbicamente consolidada que se desplaza desde los sociorracional arrasando, en ocasiones, con todo. Y es que no hay impedimento, precisamente con arrasar con todo sino el sufrimiento corporal del otro (zozobra que es, no hace falta recalcar mucho en ello, el tuyo propio potencial); eso, ni más ni menos, ocupa ya la centralidad antropológica de la mecánica de los grupos humanos en el espacio-tiempo de su propia alucinación sociomoral y cultural, pues no de otra manera es posible sobrellevar la paradoja técnica (y bien oximorónica) de toda unicidad grupal. Y, entonces, no es tú cuerpo ni tampoco la mía, sino algo así como la categoría genérica conceptual de el cuerpo, esa fuente de dolor y angustia que somos -y hemos sentido- todos, y que aún somos capaces de sentir en siquiera la representación ajena de todo sufrimiento, angustia, pesar, zozobra o violencia a secas, tanto física como emocional, hasta tal punto que, en rigor, no se trata de ningún concepto, sino más bien y ante todo, una disposición sensorial que se adueña de nosotros, lo queramos o no, seguramente de la misma forma que somos, por lo general y en base a nuestra naturaleza ya filogénticamente consolidada, susceptibles fisiosensorialmente a la presencia -o bien representación estética- de los bebés y niños pequeños, de tal manera que se reduce la posibilidad (incluso se imposibilita) que por lo general y de forma universal que, como adultos, les hagamos daño.
Y surge, de nuevo, el tema del Homo Sacer de Agamben, pero ahora en un sentido adicional y no necesariamente negativo, pues se ve aquí que el despegue semiótico a partir de la mecánica opróbica de los grupos humanos se ha apoyado en la extensión del espacio entre el fundamento ultimo moral (esto es, el cuerpo y la vida emocional que abarca), y la construcción finalmente cultural. Y es que la inclusión que supone una exclusión respecto la nuda vida de Agamben, viene a erigirse en ventaja estructural en tanto margen de cierta elasticidad que, sin embargo, no rompe nunca definitivamente con el vínculo último moral; que esto parecería de suprema importancia respecto los contextos sedentarios ya que dicha elasticidad facilita y extiende el desarrollo de espacios cada vez más amplios para un ejercitar, como ya apuntamos, «recreativo» de nuestra naturaleza ante todo fisiológico-sensoria frente al entorno sedentario-agrícola. Es decir, que la posibilidad moral es algo que el ámbito semiótico acarrea sobre sí -gracias en el fondo a la encarnación opróbico-neuronal- para poder embarcarse por nuevos cauces de vivificación fisio-sensoria y metabólica que son los que hacen universalmente viable la experiencia humana sedentaria.
Y detrás de lo que se erige, a la vista solo aparente para nosotros, en dilema moral, se encuentra en realdiad la libertad humana exclusivamente corporal-fisiológica que se aviva en su propia vitalidad, incendiada sin duda ella misma por solo la amenaza insinuada de su propia transgresión (solo anticipada) y de efecto sin duda titilante; al tiempo que, y justo en este punto, se asienta la fundación sucesiva de una nueva reconstitución sociorracional que está aun por llegar. Porque, no se olviden, no hay racionalidad (ni la individual y ni la axiológico-cultural) sin la siembra previa de la anomia corporal que no puede en ningún caso faltar (eso que somos exclusivamente en el cuerpo y el solipsismo senosrio-metabólico nuestro que le es propio). En fin, no de otra manera logran hacerse antropológicamente estable los contextos sedentarios.
V
¿Cómo el oprobio biológico?
¿Puede el oprobio biológico entenderse no solo en cuanto a la imagen del uno físico y corporal enfrentado con, pero al tiempo que dependiente de, el grupo de pertenencia, sino también en cuanto al odio (que debe de ser el origen etimológico más importante)? En efecto, el odio parece tener un poder fortalecedor de los lazos somatoneurológicos ya forjados de pertenencia (esto a modo de la fonética dentro del campo de la lingüística que, siendo de sustancia física por cuanto anatómica respecto el uso de los labios, la lengua, distintas partes de la cavidad bucal, la laringe, cuerdas vocales y diafragma, es algo que se desarrolla y se sostiene en realidad a partir de mundo social), de manera que «el enemigo» exo-grupal se convierte una suerte de socio críptico (esto es, por debajo de la línea de flotación lógica de lo físicamente evidente) respecto los lazos intragrupales, por cuanto el enemigo en común y colectivo es también una fuente de tonificación y reforzamiento fisiológico (en grado sumo) de la cohesión somatosensorio-neurológico ya existente del grupo.
De esta manera se puede postular que la fisiología, que va siempre por delante de lo sociorracional ya existente, es el agente real de todo estado sociorracional futuro aun por consolidarse; o bien es esta misma calidad de precursora permanente lo que garantiza efectivamente el reforzamiento de lo culturalmente ya consolidado. Y es que, en uno u otro caso, la clave está en este rasgo de adelantada que tiene la sustancia fisiológica respecto de lo sociorracional y semiótico ya consolidado. Pero a igual que la fonética -con la que comparte parecido sostén anatómico (y neurológico)-, la fisiología opróbica puede volver a configurarse a partir de toda vivificación sensorio-metabólico: si existe el grupo sociorracionalmete ya consolidado, dicha fisiología contribuirá a fortificarlo; y en caso de que existen efectivamente otras circunstancias surgidas de otras contingencias inesperadas, el proceso fisioopróbico seguirá adelante pero frente al contexto nuevo y respecto, simplemente, de lo que se encuentre ahí a mano y disponible, en lo que podíamos denominar el locus de una nueva pertenencia aun por consolidarse.
Y, finalmente, otro argumento a favor del odio como elemento que forma parte también de este imagen-concepto que he utilizado para intentar fundamentar lo que es una individualidad que no puede ser de ninguna manera sino antropológica y respecto un grupo humano, es que los seres humanos tendemos a excedernos en nuestro propio afán autocorrector, particularmente cuando la necesaria pulsión del autocontrol como pilar de la identidad social (o sea, justo esa capacidad de respuesta en nosotros que impide que se nos expulse) se vuelca exageradamente en los mecanismos opróbicos (del estado de alarma de un cuerpo frente al grupo), de manera que el odio, por ejemplo al enemigo designado (y la combustible que proporciona al fortalecimiento del grupo) se proyecta hacia uno mismo, o esto es, hacia el cuerpo puesto que es precisamente esta singularidad única e intransferible lo que nunca jamás tendrá cabida en la unicidad grupal como tal. Y fácilmente el poder intensísimo a nivel fisioestructual (del grupo pero a partir de la fisiología individual) se acopla a esta disponible distorsión del proceso fisioopróbico grupal, a veces típicamente porque está disponible, nada más. Pero después de todo, el cuerpo físico sí que se puede entender como un problema para el individuo dentro de su más o menos permanente angustia por pertenecer o no al grupo; una, digamos, transferencia (bastante frecuente, seguro) del enemigo designado y estructuralmente reforzante que, del ente externo, pasa a utilizar el cuerpo propio como enemigo por cuanto es -ciertamente- aquel elemento que no nos dejará pertenecer a los otros nunca jamás. Y es enemigo en este sentido estructural, distorsionado sin duda, de obstáculo. Y, naturalmente, el desprecio que uno -o una- pudiera sentir respecto su propio cuerpo, determinará frecuentemente un mismo desprecio con el que tratará la corporalidad (y todas las emociones por otra parte que solo un cuerpo puede generar) de los otros.
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https://en.wikipedia.org/wiki/List_of_genocides_by_death_toll