1. Juegos profundos y los que no lo son tanto

El ‘juego profundo’ (Deep play) en la contemplación de la violencia solo corporal (solo superficial)

En la contemplación del deporte en el que se luce la destreza física de los atletas puede muy bien resonar en nosotros la seriedad antropológica -en lo que al grupo se refiere- de la tensión violenta en solo la contemplación de los cuerpos tensados, enfrascados en algún tipo de forcejeo o competición entre sí. Y es que muy probablemente la imagen en nuestra percepción del vigor físico en conflicto -junto siempre con expresiones faciales y también corporales exclusivamente humanas- puede muy bien bastar en sí mismo para surtir el impulso opróbico dentro de nosotros que seguramente la contemplación de toda violencia causa, pues ¿qué experiencia sensorial humana puede tener potencialmente más importancia sino la violencia y sus consecuencias potenciales para la disolución del grupo? Pero claro, aquí no hay ningúna referencia explícita -o sea, sociorracional- a ningún patrón de orden ya consagrado, como sí lo hay en Geertz en las peleas de gallo de Bali.

Porque, crucialmente para la tesis de dicho autor, cualquier espectáculo profundo de violencia que fisiosensorialmente nos fustiga de nuevo hacia el cobijo (de natureleza totémica y fisiológicamente simulada) de nuestras obediencias al jerarquía social, es siempre una yuxtaposición del espectáculo violento, por una parte, con alguna referencia al orden social establecida (en forma de los clanes y los distintos y cambiantes alianzas entre ellos); y cuyo desenlace más profundo e inexorable es una causalidad del segundo término (‘obediencia social’) a causa de el primero (ferocidad de la percepción del espectáculo violento). Pero para llegar a una conceptualización de una profundidad “moral” (que lo es sin duda en sentido estructural y respecto del grupo), el autor estableció previamente lo que constituye un tipo de juego superficial, a modo de un entretenimiento de ocupación fisiorracional, pero sin una carga moral potencial de ninguna clase; otras actividades que viera Geertz que eran juegos de azar que pueden considerarse equivalencias en la cultura occidental a los juegos de casino (especialmente las maquinas “tragaperras”) o el bingo.

Y sin embargo, el deporte como espectáculo sí parece resonar en nuestros de forma más intensa precisamente en lo que sugiere (de forma puramente física y en nuestra percepción asimismo de la imagen) de las implicaciones al menos fisiocorópeas de la lucha ante nosotros, y al menos en la tensión física de lo que vemos, como si llegase a ser colindante con una moralidad estructuralmente profunda, respecto simplemente las consecuencias de la violencia, que en este caso nos vigoriza, más que nada, pero de una forma especialmente intensa, sin llegar, no obastante, a constituir para nosotros una experiencia fisiológica verdaderamente catártica (como sí lo pueden ser otras imágenes mentales -visuales o narradas- de una violencia mucho más extrema, como particularmente lo son las que formamos mentalmente a partir de los medios informativos, tanto respecto de imágenes reproducidas como las narradas).

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Quizá el drama aquí descrito, respecto de la contemplación de imágenes de la violencia (particularmente en lo que se refiere a los medios de comunicación y un tipo de violencia presentada que simplemente desborda nuestro sentido del yo, y que no es el caso de la violencia deportiva normal) sigue el mecanismo de Regression(2015), cuyo protagonista (Ethan Hawke) logra librarse de los efectos psíquicos de la creencia local en una conspiración diabólica (en la forma de una secta secreta, pero supuestamente extensa, de seguidores del maligno) gracias a su propia crisis personal que le lleva, en el momento climático, a afirmarse violentamente en contra del grupo ficticio (lo que ocurre de hecho dentro de un sueño). Como una experiencia totalmente virtual, aunque al mismo tiempo opróbicamente relevante, el detective sobrevive como individuo, no físicamente, pero sí en plano igual de inmisericorde que es el grupo -donde la amenaza física de muerte se transubstancia, de alguna manera, convirtiéndose en una muerte social totémica- igual de tajante sin duda y desde la percepción de la individualidad solo fisiocorpórea (esto es, pre-racional); pues en lograr afirmarse con toda violencia virtual frente a el grupo de satánicos (imaginario) que tanto le aterroriza, experiencia una forma de superación de la muerte misma y como un vuelto a nacer no siendo uno de ellos. Y esto sugiere que el poder mismo de la idea de una conspiración satánica, en la mente de la gente local, puede agarrarse y crecer precisamente sobre este punto subjetivo de vulnerabilidad moral que, para todos nosotros constituye un pequeño germen de duda respecto de la posibilidad de que no puedo estar seguro de que no sea yo uno de ellos, con lo que la idea logra franquear la puerta de la conciencia y la individualidad racional (aunque esto también es porque la gente no tiene otra cosa que hacer, dentro de paisajes desolados de soledad, casas dispersas y la poca -si no nula- posibilidad de relacionarse más profundamente con otros seres humanos; esto es, que el dilema en este sentido electrificado respecto del plano opróbico empieza a actuar como una forma de confort en el  envolvimiento y la adicción sin duda fisiológicos, como hace la cultura ya de por sí y como norma, si bien de forma más funcional y estable).

 

2. Geertz, de nuevo

1.La narrativa del héroe (o mejor, antihéroe) que presencian los espectadores-participantes en las peleas de gallo de Bali, tal como las observara y entendiera Geertz, es ciertamente eso: una narrativa escenificada de sobretodo la derrota, pero respecto el clan (o alianza de clanes) que patrocinaban el gallo vencido y que adoptaba la figura inmediata y momentáneamente afligida del cuidador-entrenador humano apesadumbrado ante el cuerpo inerte del ave que acaba de quedar vencido.

Pero, de la misma manera que nosotros vemos una película, vibramos opróbicamente con cualquier representación de violencia inexorablemente moral que se nos monta, y pasamos después a otra cosa, la aflicción presenciada sobre el escenario colectivo de la pelea de gallos igualmente desvanece de forma inmediata y para todos, pues se pasa raudo al siguiente combate o a cualquier otra cosa…

Y la sofisticación de la semiótica es pues aquí relevada en el hecho de que los libros (y las películas, o cuadros pintados), como son productos de sistemas simbólicas, permiten que vivamos nuestras fisiologías y su configuración opróbica subyacente todo lo vigorizados que podamos, sin generar necesariamente restos biológicos reales que, como los cadáveres de los gallos —o los de millones de seres humanos que históricamente han servido en sus cuerpos a lo que constituye una especie de ejercicio fisiológico de contextos sedentarios concretos— residuos, digamos antroestructurales los cuáles luego hay que descartar, claro, y en el fondo sin que importe apenas en lo más mínimo, puesto que por mucho que intenten que tengan importancia las conmemoraciones de cualquier índole, por ejemplo, el momento vivo del presente fisiológico-sensorial siempre tiene prioridad real, sin duda.

Y es que seguramente las circunstancias de la antropología más y más sedentaria (en conjunción con la afición fisiológica a la que tampoco podemos escarparnos) hacían también progresivamente más intolerable la violencia al menos entre seres humanos cotidianamente próximos entre sí. Con lo que no nos es lícito de ninguna manera despotricar contra la aparición histórica de la agricultura y desde la óptica nuestra de hoy en día (como sí lo hace Harari *) puesto que la elaboración moral entre individualidades también más desarrolladas debe concebirse precisamente como la solución que las primeras sociedades semi agrícolas se dieron a sí mismas —esto es, evolutivamente— y hacia su propia posibilidad de permanencia en el tiempo, y al menos de una generación a otra.

Pero, de despotricar críticamente contra la agricultura en la evolución humana, sería posible solo gracias precisamente a la aparición de la agricultura, ¿O no?

2.Podría concebirse por tanto la evolución biológica del ser humano como una diacronía que no se puede separar del desarrollo técnico de la vida de esos seres humanos históricos, dado los efectos que tiene sobre los grupos humanos la técnica misma que utilizan. Y como claramente la evolución biológica humana tiene su base verdadera en el grupo humano, cualquier cosa que incide sobre la condición de la vida grupal debe considerarse al menos con una magnitud importante respecto la ya prefijada biología de los individuos; y en última instancia, el desarrollo técnico es precisamente aquella fuerza que paró en seco la evolución biológica-social de la especie humana, pero que igualmente forzó un desarrollo ahora moral-cultural en base, eso sí, de una configuración biológica de carácter socio opróbica ya establecida a priori y evolutivamente, y que es la que nos sigue definiendo de modo críptico hasta hoy.

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*Yuval Noah Harari in A Brief History of Human Kind (2014)

3. Notas a pie de página

Es la circunstancia del grupo lo que requiere y hace posible la sociorracionalidad como base de toda racionalidad cultural posterior (y también respecto la «socioindividualidad» como paradigma que establece y somete todo grupo particular). Esto es, que la razón de ser de lo sociorracional no es sino una situación colectiva, multi-personal, cuyo rastro se pierde en el fondo y detrás de la experiencia simplemente fisiológica de todo individuo antropológico y sensorialmente singular. De manera que solo puedo ser yo en un sentido cartesiano (que es el yo racional en extremo, capaz de sopesar su propia entidad fisiocorpórea) si y solo si me extraigo, de alguna manera, de mi propia corporeidad singular -que en un sentido antropológico es también grupal, o aquello susceptible de regirse, mediante el oprobio biológico por el grupo-. Es decir, solo soy yo si dejo de ser yo (ser en el plano racional es el ser social, equipado de repente con un poder ya no solo sociorracional sino, con el tiempo, una racionalidad que se propone precisamente la desconexión de sí misma con el origen de la sociorracionalidad (y esa “sociomoralidad” también original); el yo cartesiano, en este sentido desconectado, es también la renuncia al yo anterracional y pre social, renuncia que se sabe de sobra que da unos resultados espléndidos dentro de los paradigmas del saber técnico, pero que al mismo tiempo convierte el sujeto en una especie de discapacitado moral por cuanto no soy yo en un sentido sintiente y corporal, esto es, un yo que no está sujeta de ninguna manera a la coacción opróbica del grupo humano de dependencia. Pero surge otra paradoja: lo que es racional en un sentido técnico es susceptible de volverse del todo irracional cuando, mediante esa digamos violencia desabrida del impulso empírico-racional, se pierden de vista los aspectos morales que solo la experiencia física, interpersonal puede crear y mantener, pero que para nuestro modo racional de ser (que se refuerza constantemente en lo que constituye en cierto sentido una ilusión de la singularidad física) resultan solo observables de manera tenue, solo como impresiones o estados psíquicos y en la experiencia estética, y quedan, por tanto, del todo indefenso ante la agencia «racional» de un empirismo desbocado, puesto que nuestra profundidad antropológica no existe ontológicamente ni tiene voz directa en nuestra racionalidad, precisamente porque es esa profundidad ilusa la que en verdad fundamenta la necesidad e implicación lógico-existencial de nuestra propia racionalidad.

 

4. “La conexión entre el lenguaje y la realidad”

El lenguaje conecta con el mundo a través de la fisiología corporal-sensoria del individuo, frente al grupo de pertenencia. Esto ocurre como otra forma más de sociorracionalidad, pero que es finalmente más exigente para con el individuo y su yo social, pues requiere una “sociosubjetividad” mucho más elaborado. O SEA, hay que fundamentar la individualidad en la “intersubjetividad” de Habermas que viene a constituir un modo por el que la entidad física de cada uno se relaciona con su propio avatar social (que es la personalidad en un sentido fisiosensorialmente extrínseco, a través de la percepción de los otros).

La permanencia humana, por tanto, de nuestra entidad física no es en realidad tal, sino que el perdurar nuestro como supervivencia tiene lugar ante todo en el plano social. Con este fin histórico y verdaderamente estructural, es la culpa (en función del oprobio biológico) la que viene a sustituir lo que en el ámbito de lo físicamente externo y material, hubieran sido alguna vez las garras de las fierras animales y el hacha (piedra y palo) del enemigo humano, igualmente feroz, aunque mucho más siniestro por cuanto más inteligente (que es decir también un rival mucho más complejo e “interesante” sin duda por cuanto permite el desarrollo mutuo entre las partes enfrentadas)

Pero, ¿viene la culpa a sustituir a, o ha resultado producto más bien de, las amenazas externas? Esto segundo, no hay duda. Es, por tanto, la relación (casi se diría “de socios”) que se constituye de carácter fisiológico-existencial entre enemigos humanos, la que constituyó la fuerza pilar sin duda del desarrollo de la conciencia humana respecto los cuerpos físicos al interior del grupo.

O SEA el yo social es finalmente producto de la “pertenencia insurreccional” del individuo físico al grupo (quien sobrevive precisamente en la aceptación -o al menos comprensión mínima- por y en los demás); pero los grupos humanos sobreviven sustentándose frente a otros grupos humanos enemigos-rivales (que son en realidad “socios” fisioexistenciales desde la óptica estructural y diacrónica).

La intersubjetividad (Habermas) se fundamenta pues en el estado existencial de tener un cuerpo singular cuyo única forma de sobrevivir es definirse en parte mediante su propia homogenización fisiológica, extrínsecamente inducida por y en los otros, para así lograr poseer finalmente -y después de la tarea nunca culminada de ser socialmente y en la adopción de ese avatar suyo propio que es, sin embargo, de los demás como producto de la coerción que ellos suponen- para así poder permanecer entre ellos sin que se le expulse o que estos se vuelvan, furiosos, contra él.

Indudablemente, son los conflictos externos frente a otros grupos humanos que alimentan -verdaderamente sostienen- este proceso de la individualidad antropológica e universal interior al grupo, con lo que nos encontramos teóricamente ante dos ámbitos, el intra e intergrupal, que se sostienen entre sí y en torno al mismo principio de oposición tensada (conflicto) entre las partes respectivas de cada uno.

La conexión entre el lenguaje y la realidad es pues mediante el grupo humano que se articula entorno a la fisiología sensorial individual, a través del oprobio biológico. Y se puede decir, por tanto, que todo sentido finalmente conceptual (junto con toda posibilidad moral), está en realidad en los otros, pero a partir de la óptica vital-existencial de un cuerpo humano que se lo juega todo, crítpciamente y de forma constante, en el pertenecer o no al grupo. El lenguaje, que se suma y añade a una sociorracionalidad no lingüística ya establecida, es simplemente una ampliación de esta relación geométrico-espacial base mediante lo que es inicialmente y en origen una congruencia silábica respecto una comundiad de seres humanos físicos.

 

 

 

5. El pertenecer insurreccional

 El logos de la individualidad social: aquí se comprende como solo posible respecto de una sociorracionalidad ya consagrada y frente a la cual la idiosincrasia físico-sensoria particular de cada uno podrá vivirse, enmendarse o insurreccionarse (para volver a enmendarse de nuevo); pues solo frente a, esto es en confrontación con, la sociorracionalidad vigente puede el ente fisiosensorial singular erigirse en su propia realidad social susceptible precisamente a la comprensión por parte de los demás, y por muy ardua que sea dicha comprensión, ya que es exactamente en la lucha contra la fuerza de imposición fisiológicamente extrínseca que supone el grupo donde el individuo perteneciente pueda ser socialmente, que es una forma de consenso forjado –y bien peleado- por la aceptación (en cierto sentido siempre de violenta imposición) de la singularidad física-sensorial por parte del grupo. Y así, existo en el plano evolutivo obligatorio (que es el del grupo y la supervivencia por medio de las generaciones sucesivas) porque mi esencia física-sensorial es cuanto menos reconocida por el grupo viviente de dependencia; y solo el reconocimiento, en la forma que sea, es ya de por sí un modo de aceptación, esto es, un modo de ser socialmente y ante todo en la percepción de los demás:

En cierto sentido pues, soy de la forma mas vigorizada exactamente en ese espacio de mi propia insurrección fisiocorpórea frente a el grupo, a modo en realidad de un pertenecer insurreccional como el único modo de pertenencia -esto es, de ser social- que me es soportable. Porque ata mi naturaleza singular (en toda su intensa y ciega voluntad por imponerse y perdurar) a la función técnico-estructural de mantener en tensión al grupo humano ante el mundo exterior; esto es, el grupo, en la sociorracionalidad que lo articula, existe debido a que sigo siendo yo en toda mi feroz singularidad fisiocorpórea. Es la evolución darwiniana (pre-agrícola) entre grupos humanos fisiológicamente imbricados mediante el conflicto, que ha hecho esto posible, sin duda.

6. The Village (2004)

También en este contexto el presente vivo de los habitantes está regido por algún acontecimiento del pasado que se nombra de vez en cuando como marco de referencia. En realidad esto tiene lugar en dos niveles diferentes dentro de la película: en el plano referencial y semiótico de todos se entiende que hace mucho tiempo hubo una guerra entre los que no hemos de nombrar y la gente, que resultó en una tregua (condicionada por el respeto de cada parte en pugna por el territorio del otro) que ha durado —más o menos— hasta hoy; por otra parte, son los operadores semióticos (el núcleo central de los fundadores mayores de la comunidad) que viven de manera secreta y a espaldas del conocimiento de los demás una especie de culto a la violencia pasada que mató a cada uno de ellos algún ser querido previamente en la ciudad y a cuya civilización como consecuencia, todos ellos han renunciado; culto y postura existencial que es el verdadero porqué estructural de las cosas de la aldea, como una racionalidad técnica que instrumentaliza, en nombre de la supervivencia de la comunidad, el plano fisiológico-existencial y semiótico de los habitantes, pero que la percepción de estos precisamente consiste en una lógica en forma de ficción (respecto de los monstruos habitantes del bosque que rodea la aldea) y que constituye la centralidad de sus vidas básicamente en la forma de un regalo que es simplemente el miedo frente a la cual tienen el verdadero y vigorizado lujo de definirse como personas, o incluso de forma en cierta manera crítica respecto distintas soluciones posibles a los problemas que van surgiendo, pues en el estímulo vigorizado y fisiológico de las personas a través del miedo está la única forma de hacer que estén verdaderamente a gusto con las limitaciones espaciales que soportan, para que no sean sus vidas las del unos presos (porque en términos de limitación exclusivamente geográfico-espacial, viven en un auténtico campo de prisioneros). Es que el uso en este sentido del miedo abre la percepción que de la vida tiene la gente, engrandeciéndola, sin duda, como un verdadero alimento vital. Y precisamente como una suerte de dádiva existencial se considera el miedo, en consecución del cual  -respecto la experiencia sensorial verdaderamente encandilada de los demás- hace Walker (el líder y operador semiótico jefe) grandes esfuerzos de planificación estratégica e implementación, junto con su equipo ayudantes o agentes entre bastidores, de toda una serie de detalles y eventos estimulantes para deleite del grupo y en función de la patraña lógico-vital ya descrita…

Pero el caso es que, como el mundo occidental de hoy, la existencia del presente tal y como transcurre se debe a una estabilidad producto de una violencia atroz del pasado, sobre cuyo cultivo como recuerdo se erige una lógica causal del porqué de hoy al tiempo que una suerte de agradecimiento implícito, porque gracias a aquella violencia podemos disfrutar de la estabilidad que tenemos hoy (en el caso de Occidente no es otra cosa que la segunda guerra mundial, el holocausto europeo y la bomba atómica sobre Japón). Y los relatos como narrativas antropológicas, ¿no sería que siempre construyen una lógica parecida para en realidad justificar el presente como una consecuencia necesaria de una violencia calamitosa anterior? Y, finalmente, hay que preguntarse si esto no sería en el plano casi exclusivamente semiótico el equivalente funcional de las paleas de gallo de Bali (según Geertz y que tienen lugar en el mundo físico-material), para así empujar los seres humanos de nuevo al seno del grupo mediante alguna forma de catarsis —de percepción sensorial respecto del mundo espacial, o bien sensorial solo en el plano semiótico y de la cognición fisiológico-mental de los individuos—).

Se perfila por tanto una especie de servidumbre fisiológico del individuo respecto del miedo, que es en realidad la supremacía, una vez más, del cuerpo sobre las conceptualizaciones; o, como en las culturas mediterráneas o «tropicales», al resaltar la experiencia física culturalmente, se es menos vulnerable a este fuente auxiliar de estímulo que es simplemente el miedo y puesto que en los climas más amenos el cuerpo o la experiencia física toma naturalmente su lugar de importancia, y no tiene quizá porqué ingeniarse, por tanto, modos alternativos de titilación fisiológico-sensoria, como sí resulta necesario en las zonas geográficas más frías e inhóspitas (donde posiblemente se recurre más a menudo a las conceptualizaciones inventadas y hacia el estímulo fisiosensorial conceptual impuesto sobre lo desconocido, precisamente porque en tales lugares la experiencia sensorial directamente física e interpersonal se ve mucho más frecuentemente obstaculizado debido al clima). El miedo también en forma de transgresión moral (que es simplemente la fuerza opróbica, sociogenética) es especialmente útil respecto de los contextos que por alguna razón resultan físicamente restringidos y limitados, más allá incluso de lo que es la limitación simplemente sedentaria, como pueden ser los climas fríos, los espacios abiertos y desolados, las islas u otros espacios también reducidos, esto es, en cualquier situación en la que el cuerpo y la experiencia físico-sensoria no puede ejercitarse de forma directa y expansiva; ahí la fuerza opróbica en el centro de la individualidad humana puede estimularse hacia la máxima titilación moral respecto de un sujeto psicológico que ya no puede estar seguro de pertenecer, o no -pero respecto un plano fisiocorpóreo y ante racional de la mayor fuerza fisiológica- . Y en solo esta agitación opróbica intensa de nuestra subconsciente antropológica, quedamos envueltos, por momentos, en la mayor euforia fisiológico-sensorial con un poder de efecto sin duda adictivo, frente a y en contraste con, las restricciones espaciales del mundo material circundante. (Ejemplos de histeria colectiva, de las brujas y supuestos cultos satánicos, el asesinato de niños, la conspiración pedófila, etc.…) Y esto porque la sensorialidad humana, mientras si bien no es políticamente real de forma directa, si que retiene una relevancia al menos moral en cuanto a un plano opróbico y ante racional en el que individuo ha de definirse frente al grupo y pese a la naturaleza estrictamente interno del proceso fisiológico-cognitivo de la percepción. Y así, siempre que la experiencia directamente física adquiera una mayor dureza -por frío, la monotonía, la soledad o debido a cualquier otra forma de desolación percibida-, la tendencia a arroparse en cualquier proceso fisiológico-sensorial de por sí envolvente (como la lucha, huida, el miedo, la intensidad conceptual-totémica (o sea, la creencia normalmente compartida en lo sobrenatural y la magia)), siempre ha movido a los grupos humanos a tomar parte en procesos de la consecución de confort fisiológico a través de la elaboración de contextos de titilación dramática (parte esencial, simplemente, de toda cultura, especialmente la sedentaria). Pues precisamente ése es tal vez el mayor poder de los grupos, el de crear, compartir y reforzar contextos fisiólogos -o bien físicos, o bien fisiológico-conceptuales- que prometen una mayor intensidad para los participantes humanos debido a la unión fisioopróbica que todo grupo humano acaba por formar, a través del tiempo. Así se puede quizá aseverar, por lo tanto, que los problemas que surgen a partir de la experiencia rutinaria del grupo y que de forma inexorable da lugar a algún tipo de conflicto -la envidia, la atracción sexual (ilícita o no), los celos u otras formas de hostilidad y antagonismo-, son en cierto sentido necesarios para precisamente tensar fisiológicamente la experiencia del grupo, y dado que la sociorracionalidad (y por tanto la supervivencia real) del grupo depende del estimulo y la intensidad fisiológica-sensorial de los componentes fisiocorporales singulares, una sociorracionalidad que es solo por cuanto respuesta a, y desencadenada por, ese mismo ímpetu fisiosensorial.

En contraste, sin embargo, con este ámbito de fenómenos opróbicos (en el sentido de deep play de Geertz), la experiencia fisiosensorial intensificado de forma química, o mediante la rutina física, sin que exista ningúna conexión posible con el fondo opróbico del grupo de dependencia, constituyen formas de juego no profundo en un sentido moral: son de por sí experiencias fisiológicamente intensas o tonificantes (aun en la forma de una monotonía física) que, sin embargo, no conducen a ninguna cuestión de duda frente a los demás y el que dirán subjetivo de cada uno de nosotros; esto es, se trata de experiencia fisiológico-sensorial que ocupa el tiempo vivo subjetivo, por decirlo de alguna manera, sin que de ello se pueda derivar ninguna consecuencia sociomoral o sociorracional para el individuo. En este sentido, pues, la experiencia de este tipo es no solo superficial, sino que solo significa algo por cuanto tonificación sensorial y fisiocorpórea (aunque desde la óptica antorpológica estructural, tal significado no racional (esto es, sin sentido racional o sociorracional) sí que es enormemente importante).

 

 

 

7. Elias, Habermas, Bauman, Parfit, Rorty…

Todos buscan la fuente última de legitimidad moral del hombre. Y para estos (y otros muchos más) el lenguaje es en este sentido clave; sin embargo, previo al lenguaje ya existe una forma de congruencia social, una sociorracionaldiad no conceptual (aunque sí simbólica, o en todo caso de carácter potencialmente semiótico), y un paradigma, por tanto, de individualidad específico que es funcionalmente operativo como una fisiología parcialmente extrínseca al individuo (puesto que es producto de una forma de coerción sobre el individuo por parte y efecto del grupo).

En este sentido, mucho más importante sería pues la cuestión del porqué de la adquisición del lenguaje desde el punto de vista del individuo, esto es, aquello que tan imperiosamente le obliga a hacerse socialmente reconocible, por tanto de aprobación, como niño y respecto al grupo dependencia. En ese porqué está la fuente de la moralidad-racionalidad nuestra y universal.

8. La naturaleza semiótica de la rutina físico-sensorial

La experiencia fisiológico-sensoria que se comprende como algo al que al final uno nunca puede evitar acostumbrarse, por muy difícil y arduo que sea, y que consideramos que puede llegar a ser también una forma de confort una vez precisamente que el individuo haya logrado acostumbrarse, deviene por tanto en experiencia semiótica por cuanto la sensación anticipada de confort (o la amenaza de que nos vaya a faltar) puede anticiparse (por tanto anhelarse o temerse) en el tiempo, lo que constituye una forma de profundidad temporal -a la manera de como anticipamos el efecto a partir de la observación de una causa determinada-. Esto constituye, por lo tanto, un ejemplo de cómo son los contextos fisiológicos que imponen una forma de definición sobre los seres vivos los caules, en su presencia física y a través del tiempo, dependen de esos mismos contextos (esto es, siguiendo la tesis base de la obra Sobre la agresión, de Konrad Lorenz).

 

Una lógica operativa:

Afición fisiológico-sensorial

Confort fisiológico-sensorial que proporciona la repetición

Anticipación, por tanto, semiótica, de ese confort o una temida pérdida del mismo como asimismo producto de la repetición.

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Consecuencia por implicación lógica es el aburrimiento respecto una necesidad de estímulo, esto máximo respecto de la manutención fisiológico-sensorial en el tiempo de los grupos humanos…O el aburrimiento considerado elemento residual respecto de la exigencia de estímulo de la que depende en realidad el grupo, dado que cuanto más estímulo recibido por parte de individuos en la compañía física inmediata de otros, tanto más necesidad tiene el grupo de una sociorracionalidad operativa y estructuralmente necesario para que el grupo no se acabe dispersando de forma definitiva, lo que finalmente implica un paradigma coercitivo de individualidad social al que, como tal, el individuo físico-sensorial tendrá que adherirse.  O sea: avidez de estímulo sensorial en el individuo debido en la evolución de la especie a la rentabilidad estructural del grupo IMPLICA susceptibilidad del individuo al aburrimiento en contextos de antropología sedentaria, en los que los grupos ya no se sustenten fisiosensorialmente a través de los individuos de la misma manera (y dado que, sin embargo, la sensorialidad humana permanece constante en el tiempo y sin evolucionar).

Se concibe, por tanto, como una forma de emergencia (‘aparición’) semiótica a partir de la experiencia fisiológico-sensoria repetida, con especial importancia de la sensorialidad individual respecto los grupos humanos y su paradoja central que es la supervivencia propia grupal, pero mediante la finitud de sus componentes fisiocorpóreos singulares; y específicamente como los grupos se acorazan como colectivos en el tiempo, pero mediante el estimulo sensorial-fisiológico individual.

 

Análisis continuado:

-Hedonismo fisiocorpóreo nuestro del organismo vivo…

-Afición fisiosensorial y la repetición de la experiencia sensorial…

-Esto, en el contexto del grupo, fuerza recurso natural y necesario al orden (la sociorracionalidad)

 

Pero cada uno de estos elementos, extrapolado del conjunto, también puede darse de forma independiente a pesar de los cambios históricos a partir de la agricultura y puesto que la selección natural no puede darse de la misma manera (lo que supone que la constitución fisiológico-sensoria del hombre es, ahora, un constante a través del tiempo). Pero parece claro que el punto central es el grupo en sí mismo, como verdadero vector de la supervivencia humana en el tiempo y al que todos los demás puntos se subordinan funcionalmente. Y, sin embargo, es el grupo que determina -de forma coercitiva, sin duda- aquello que somos de forma no directa, pero que, no obstante, constituye una forma en cierto sentido infundada de comprensión racional, puesto que es una racionalidad producto de una sustancia previa solo fisiológico-corpórea que solo en la interactuación colectiva y espacial se consolida como tal. Y, sin embargo, es evidente desde la observación visual que somos cada uno de nosotros y por separado una singularidad física, aunque ciertamente es la sociorracionalidad de alguna manera subyacente lo que nos permite formular esta otra racionalidad más empírica a la vez que cegada en cierto sentido a su propio fundamento opróbico subyacente.

O sea, una racionalidad que en sí misma no tiene fundamento racional puesto que es producto de la experiencia fisiosensorial previa…Aunque también es cierto que la experiencia sensorial se articula en torna del entramado lógico de causa y efecto, que es de por sí una forma base de sentido.

-La avidez del estimulo sensorial que nos parece inherente a cada uno de nosotros, en vista de cómo los grupos humanos se articulan en el tiempo y el espacio en torno a la sensorialidad de los individuos que los componen, pudiera considerarse, por tanto, lógicamente implicada, a igual que el aburrimiento, por razones simplemente técnicos-estructurales.

 

10. La sociorracionalidad como «error»

…Principio vital para la imagen del Espejo de la naturaleza. Es la imagen según la cual la “apariencia” no es simplemente una creencia eqivocada sino la creencia equivocada engendrada por un mecanismo particular…(Richard Rorty,  Filosofía espejo de la naturaleza)

Puede muy bien constiutir la ilusión que es en realidad toda moralidad, respecto de un grupo humano y cómo el indiviudo logra mantenerse entre ellos, los demás. Es decir, todo grupo humano en el autodotarse de una sociorracionalidad (fisiocorpórea y después lingüística) está por decirlo así cometiendo un error si se analizara desde una óptica estrictamente empírica, pues la realidad objetiva del todo desnudada, es la del individuo aislado en su propia fisiología sensorial que es, no hace falta decirlo, una realidad condenada históricamente a la aniquilación puesto que sí que es un hecho indiscutible que solo los grupos humanos han sobrevido históricamente más allá incluso (y necesariamente) de la vida individual de los componentes singulares. O sea, ésa es la gran ilusión de la experiencia humana -al menos en el plano histórico- que es la singularidad humana, puesto que esa singularidad solo puede perdurar un poco más y dentro de su propia longevidad biológica si y solo si se integra fisio opróbicamente dentro de un grupo humano; es decir, que la realidad objetiva desmontada del todo en su origen inicial, no es más que la anatomía del individuo, los distintos orificios corporales y una sensorialidad, nada más. Pero los grupos humanos siempre y universalmente se han dado a sí mismos una congruencia colectiva para precisamente inocularse contra la realidad así al desnudo, que es simplemente la experiencia fragmentaria del individuo en la pobreza de lo que constituye la desolación de la soledad, ésa experiencia extrema y como maldición que la cultura naturalmente siempre intenta enterrar debajo de la tonificación fisiológico-sensoria de lo ritual, el saber narrativo comunitario, lo simbólico y distintas formas de dramatización opróbico-moral, todo ello basado en la presencia del otro y en la existencia de una comunidad. Porque es solo en la presencia de los demás que precisamos nuestro propio ser social y la personalidad por la que efectivamente nos conocen, y por la que nos auto-identificamos nosotros mismos, irremdiablemete.

¿Pero en el aislamiento extremo y prolongado, qué necesidad tengo del ser mío social que es, ciertamente, mi yo finalmente racional (o la parte más importante del mismo)?

Como una variante más, entonces, de la idea de la cultura como lujo, la capacidad de arropar la realidad espacial para esconder toda su dureza queda emparentada con el fin técnico de toda sociorracionaldiad, que es el de combinar la intensidad sensorial con la preservación del grupo, sin que éste se disperse. Porque la congruencia colectiva que se hace sociorracional, es solo posible como producto del ímpetu fisiológico individual que queda así opróbicamente encauzado debido a la presencia de los demás; y lo racional, entonces, lo es en base siempre a otro elemento críptico de carácter fisiológico (que es por ejemplo la anatomía particular que se viste; y también los arropamientos culturales más importantes respeto a los impulsos y la violencia individual). Pero esta entidad bipartida resultante permanece en un estado de cierta desconexión entre las partes de ahí en adelante, respecto el plano racional del la cultura y ese mismo caudal fisiológico subyacente que lo fundamenta.

Pero claro, a partir de ahí otras formas de racionalidad se van elaborando históricamente al calor de nuevas lógicas que van surgiendo a su vez, y la ciencia, en algún momento, impone un criterio de verdad en forma de la penetración de la realidad observable que, desde cierto ángulo de comprensión, resulta todo lo contrario de la urgencia original y antropológica de toda sociorracionaldiad. Pues en el plano estructural de los grupos humanos siempre se ha buscado el mantenimiento de la tonificación fisiológico-sensorial en el tiempo antropólogo, en suspensión como si dijéramos, que es poco compatible al final con las verdades inapelables y demasiado contundentes; aunque la actividad empírica -la científica y también la cultural- por cuanto ocupación en el tiempo colectivo de la fisiología humana, y como quehacer vigorizado que solo busca eso que es esencialmente su propio sustento entretenido en el tiempo, sin la posibilidad real de interrumpir ni alterar dramáticamente el equilibrio así logrado y mantenido entre la tonificación sensorial por una parte, y el orden estable de una verdadera complacencia vital-antropológica, no se puede nunca desdeñar.

Pero, ¿hemos sido técnicamente conscientes alguna vez de la necesidad real que tenemos de esconder el hecho de que sobrevivimos en realidad suspendidos en una especie de ensueño fisiológico de grandes esfuerzos y seriedad que, crucialmente, no debe alcanzar nunca alguna de las metas que se propone, en realidad como actitud vital nada más y por mor de nuestra propia supervivencia antropológico-estructural? Pero una conciencia así, en caso de existir alguna vez realmente, solo pudiera tildarse de filosofía, nada más y como mucho (y eso seguramente bien lejos de cualquier centro real de poder de decisión técnica).

11. Violencias históricas sostenidas en el tiempo

¿Por qué no tiene resolución estas circunstancias en realidad estructurales, de una fisiosemiótica humana que no tiene más remedio que ejercitarse en la proyección de sí misma, pero hacia metas «racionales» necesariamente enfrentadas las unas con las otras? Y es así que en estas circunstancias la convergencia racional y unánime para todos (como anhelo respecto los conflictos armados prolongados en el tiempo), supondría -o hubiera supuesto- un fallo respecto la posibilidad de la experiencia fisiológico-sensoria vigorizada, lo que perjudicaría, por ende, la funcionalidad estructural antropológica; o como poco, la inestabilidad resultante desembocaría necesariamente en otros procesos -siempre bastante artificiosos, por cierto y en el fondo- de búsqueda de espacios nuevos en el que ejercitarse la proyección fisiológico-semiótica (espacios, por alcanzar un mayor efecto de intensidad para los participantes-sujetos, habrán de ser opróbicos en sentido del concepto deep play de Geertz que bien puede resumirse simplemente en la exhibición cultural (semiótica) de la violencia de forma «deportiva», antropomórfica, o como exemplum respecto a sucesos reales relatados -o bien retratados-, o de modo simplemente artístico-estético, siendo todos ellos vías en distintos grados del estimulo y propagación de la fuerzas opróbicas de la naturaleza sociogenética humana y universal, puesto que la violencia, en la forma que sea percibida, siempre tiene la mayor relevancia para individuo antropológico, dado que la violencia es, de varias maneras, quizá el evento de mayor importancia de entre todas para el grupo, su permanencia en el tiempo y respecto una fisiología colectiva subyacente.

Huelga preguntarse, por tanto, de haber logrado la paz universal en el contexto histórico de cualquiera de las realidades terroristas etno-políticas del siglo XX (respecto por ejemplo de ETA, el IRA, la independencia corsa, el movimiento nacionalista tamil, los diversos fuerzas de liberación del mundo musulmán, y las fuerzas históricas en general opuestas al colonialsmo europeo, etc.) ¿qué es lo que habrían hecho después para sostenerse «fisio-opróbicamente» en el tiempo, y respecto la estabilidad estructural antropológica de dichos contextos?

Y no sería, quizá, que el fondo último de nuestra violencia es la de un ser fisiocorpórea que lucha constantemente frente en realidad al grupo mismo de pertenencia, paradójicamente, y respecto aquello que de hecho nos de la posibilidad de nuestro ser subjetivo y social. Porque la fisiocorporeidad en cierto sentido es inviolable, como la vida misma que simplemente no puede renunciar a su propia perdurar, nada más; y así es la fisiocorporeidad ante social que viene a constituir la verdadera constante estructural de todo orden antropológico. Y la perenne violencia que también supone.

Pero, como es lógico, esta situación interna al grupo se beneficia estructuralmente del enfrentamiento externo, intergrupal, como otro ámbito más de la misma, reforzada violencia -sobre todo fisiológico-sensorial- en el corazón de la mecánica de los grupos humanos, pero a partir ferozmente de la fisocorporeidad individual y la fuerza opróbica sobre la que se asienta a su vez ésta.

-Contextos que se convierten después en un recurso fisiológico; esto es, circunstancias que, en la repetición fisiológica de los seres vivos que las habita, pasan a ser recursos estructurales de ese mismo caudal fisiológico. Una fisiología viva (de múltiples individuos) que se articula en su propio tiempo vivo con las circunstancias físicas -que se imbrica con esas mismas circunstancias-; y esto no es necesariamente en un sentido de evolución biológico (aunque lo puede llegar a ser), sino de rutina y repetición, que para erigirse como tal, tiene que servirse de alguna forma de intensidad fisiológico-sensorial que logre el efecto de reforzar esa misma rutina, una rutina que jamás puede establecerse en el tiempo si no es a causa de alguna fuerza de estímulo que surte el efecto de hacer atractivo una estabilidad  (o sea, una contingencia de espanto que hace que deseemos una estabilidad del no acontecer y del aburrimiento, por ejemplo, y aunque sea solo por un tiempo).