El juego homeostático de lo sedentario y la moralidad vicaria o «del espectador»

Imagen (retocada) de la película de Hitchcock, Rear Window (1954), titulada en España “La ventana indiscreta”.

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Modo de juego -en realidad, la condición nuestra- basado en el margen de opción que tiene el individuo de coaccionarse ante sus propias emociones, o no. Basado en las diferencias de jerarquía dentro de los grupos; o en las diferencias sociales respecto a sociedades más complejas: es decir, sin estas diferencias y las normas consabidas que de ellas surgen, no se abriría el contexto del ser como dilema moral –y por tanto la experiencia al menos fisiológica del poder de decisión individual- que se le brinda a los sujetos socio-homeostáticos sedentarios1.

De manera que se es a través de los actos propios, frente la estructura de lo grupal y culturalmente apropiado; que es decir también que siempre existe una opción (conformarse o transgredir) y que, al menos en tanto experiencia fisiológica somos en consecuencia con nuestros propios actos. Pero, a partir la vigencia fáctica de la relación regulada entre indiviudos y sub-grupos sociales del mismo locus de pertenencia, las opciónes intimas y morales que afrontamos devienen para nosotros en oportunidades del ejercicio al menos metabólico de un íntimo poder de volición e imposición, tanto en el conformar como en en la transgresión respecto a dicha normativa social.

Así, sentir las emociones de cualquier índole personal (tanto ante las positivas como las negativas) y frente al orden trazado de lo consabido, nos aboca al gran periplo de la individualidad sedentaria necesariamente de carácter moral y dependiente -esto crucialmente- de las siempre necesarias diferencias sociales intra-grupales, puesto que en las antropologías híbridas (aquellas que solo en aparencia son sedentarias, o solo parcialmente: como la sociedad medieval feudal en Europa, o toda sociedad esclavista, entre otros muchos ejemplos históricos) disponen de espacios violentos opacos a la interacción humana personal, mientras que nosotros, siendo como estamos sujetos moralmente por nuestra relación con los otros, obtenemos nuestra necesaria dosis de la violencia contemplada normalmente en forma estrictamente fisiológica, a través, sobre todo, de la experimentación vicaria de imágenes.

Y decimos necesaria respecto a la violencia porque, lementablemente, es la piedra angular del signficado humano, dada nuestra vacuidad nuerológica (que debajo o detrás de la cual no hay, simplemente, nada). Pues somos en este mundo de una forma inexorablamente propiciatoria, de manera que todo principio de sentido humano no cabe concebirse sino como una acto orginal de violencia, y dado que, previa a la sensoralidad nuestra, ¿qué cosa puede haber y cómo siquiera sabríamos de ello?

El caso es que el dispositivo histórico que podíamos decir socio-homeostático que nos articula como personas socializadas pertenecientes, y nos hace, por tanto, dependientes de lo racional -aunque lo tengamos que forjar nostros mismos y como sea- sigue siendo una constante, desde los grupos humanos nómadas hasta hoy. Pero claro, al ir construyendo el edificio colectivo en el tiempo cultural en tanto grupos, la violencia ha de exteriorizarse en interés de la continuación en el tiempo del colectivo: la racionalidad grupal constituye el instrumento efectivo de esa defenestración de la violencia, lo que requiere a su vez que todo sujeto socio-homeostático pertenciente adquiera el mismo dispositivo funcional (sorpendemente homogéneo) de lo sociorracional, respecto de un grupo cultural particular (pero sin que esto signifique en ningún caso la inexistencia de una personalidad singular y única).

Y, sin embargo, la fuerza que sostiene y mantiene dicho dispostivo sociorracional, como si de un antídoto contra el caos de la violencia se tratara, es nuestra repetida, siempre recurrente exposición a esa misma violencia: el poder de los grupos humanos deviene en la capacidad de transformar la realización desabrida de la violencia en una experiencia mimética de la misma; y esto en mayor grado, y a nivel mucho más elaborado respecto a la experiencia antropológica sedentaria, que ha de crear verdaderas instituciones miméticas para sostenerse en el tiempo de su propia viabilidad estructural.

Todo orden colectivo solo es revulsivamente, y en su reconsitución sin cesar como respuesta, frente a los embistes del caos, la anomia y la violencia: los concpetos griegos clásios de Pharmakos y Kátharsis son meditaciones teóricas (pero con un sentido en realidad técnico) sobre esta circunstancia seguramente dictada por nuestra condición esencialmente neurológica en tanto vacuidad orginal aún constante, y debido a la naturaleza emergente de la consciencia. Porque el orden social -o de la vida misma y desde siempre- se alimenta de la anomia como amenaza siempre acechante:

Que lo racional depende de, se debe a, la anomia.

Y, como corolario, de alguna manera:

Somos en la anomia de nuestra emotivdad homeostática particular esa fuerza viva que despúes, a nivel de pertenencia agregada y cultural, convocará realizando, una vez más y siempre, lo racional.

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A partir de la coacción civilizatoria de Norberto Elias:

Que la autocoacción psíquica que dicho autor considera que es elemento central del proceso civilizatorio puede concebirse como un primer peldaño respecto a una serie de contextos de autodefinición socio-homeostática en torno a los cuales se va sujetando la experiencia sedentaria:

las religiones monoteístas que se basan sobre la autodefinición individual en este sentido, particularmente el cristianismo que busca convertir el poder individual de refrenarse respecto a sus propios impulsos furiosos -concretamente ante la violencia-, en una forma de poderío personal sobre el mundo, que no un acto de debilidad.

el dilema moral como mala conciencia y el sentimiento de culpa: pues naturalmente, todo individuo que flaquea ante sus propias emociones, o no lleva siempre atados en corto su propios impulsos, acabará por lamentarse en más de una ocasión a lo largo de la vida y frente a toda complejidad social donde, felizmente y de forma ciivilzada, no cabe recurso simplemente a la agresión física (si bien tampoco nunca nos libramos del todo la fuerza homeostática de nuestra propia emotividad, sino que quedamos como traspasados in corpore y a lo largo de la vida por nuestra condición de paradójica ecisión entre la emotividad individual y la rázon grupal).

la sociedad de consumo que se asienta sobre esta forma de proyección individual e icónica respecto una autoimagen propia como volición íntima, pero respecto a ideales presentes sobre el horizonte social de dependencia.

mecanismo democrático de definición como poder individual que compele al sujeto homeostático a definirse respecto distintas opciones políticas disponibles.

la moralidad del espectador» que es como podíamos denominar la relación sensorio-homeostática que mantenemos con los medios visuales, sobre todo periodísticos. Y es que a través de esta experiencia fisiológica nos vamos también definiendo, reforzando, nuestra configuración moral al quedar una y otra vez expuestos a imágenes de una violencia intrapersonal que ponen en circulación dicho medios (tanto escritos como por supuesto fotográficos, televisivos y cinematográficos); si bien habría que entender estos espacios como miméticos (en tanto que ofrecen grandes zozobras emocionales, pero sin ningún peligro ni consecuencia real para nosotros), son al mismo tiempo una suerte de evocación íntima de la persona moral que creemos que somos frente a lo no civilizado (ante la violencia, la agresividad o la crueldad del prójimo que, en forma de imágenes se nos brindan).

En cuanto a lo contemporáneo, parecería evidente que esta dependencia catártica que tenemos con las imagenes empezó a sistematizarse por todo el mundo a partir de la Segunda Guerra Mundial. De tal manera que puede argumentarse que es el tema central de la película arriba referenciada y, quizás, en cierta manera, el tema principal y subyacente al corpus en su conjunto de la obra de dicho cineasta. O así al menos cabe considerar muchas de las obras de Hitchock, como una meditación antropológica sobre la necesidad sedentaria de la vivificación metabólica a través del terror, la mala conciencia y el sentimiento de culpa que, como zozobra fisiológica extrema, parecen adquirir crípticamente (esto es, sin que lo entendamos muy bien racionalmente) una posción central respecto de la psique de todo invididuo socializado.

Todo esto abre la contemplación del libre albedrío como recurso social, pues conlleva una gran potencial para eventos intra-personales de gran valor socio-moral y de carácter, en última instancia socio-espectacular, constituyendo -como argumentamos- una forma de alimento o fuelle de lo sedentario, puesto que dichos eventos proporcionan un estímulo importante (porque son, en esencia, un tipo de experiencia moral para todo individuo perteneciente y en tanto sujeto socio-homeostático) mas sin obligar necesariamente a ninguna confrontación corporal; o al menos no de forma inmediata, si bien acecha siempre (como gran prebenda también ofrecida al alma sedentario) la escalada violenta potencial a partir de la pérdida de control emocional del sujeto, lo que mantiene sin duda a toda comunidad en tensión ante este permanente peligro.   

En efecto, se trata de un primer renglón de las posibilidades sedentarias de autodefinición personal que el sujeto homeostático vive fisiológicamente como una forma de ejercicio de su propia volición ( o sea, una forma de poder fisiológicamente real, si bien no tiene normalmente y respecto el plano colectivo agregado en su conjunto, consecuencias corporales necesariamente reales para nadie, sino acaso solo potenciales). Podemos incluso postular que el cristianismo, en tanto dispositivo que conceptualiza la definición moral en el individuo como una forma de poder personal, sería algo así como una estandarización de esta misma característica socio-homeostática inherente a los grupos humanos y al que recurren, precisamente, los contextos sedentarios en busca de fuentes de vivificación grupal preferiblemente no violentas, o no en un sentido corporal inmediato.

Una posible diferencia, entonces, entre un contexto colectivo regido por creencias religisosas formales, y otro que va desplazando hacia la periferia cultural las mismas, podría ser esta dependencia en las imagenes, pues por vía tanto del uno como del otro, se está facilitando al individuo el ejercio sociohomesotático de su propia entidad psíquico-metabólica, sin que sea necesario recurrir inmediatemente a un plano corporal; una forma de deferir lo coporal al dar cauce al ímpetu fisiológico-vital.

El concepto que esgrime Elias de lo mimético (en tanto experiencias de intensa vivficación sensoriometabólica pero que evaden inicialmente todo peligro corporal real), debe entenderse, por tanto, en el contexto estructural más amplio de lo sedentario que ya no puede recurrir al desplazamiento colectivo (siendo el andar mismo y, además en compañía de los otros, una forma de integración «fisioantropológica» de alguna manera). Pero como no ha cambiado este dispostivo original y pese al advento de la antropología agraria (o precisamente a causa de ello, pienso yo) vivimos abocados a la permanante compensación por esta nuestra condición orginal, ahora de carácter un tanto sincrético: el porqué de la cultura tal y como la conocemos a partir de la agricultura, que se basa en relatos y un alto grado de desarrollo conceptual y semiótico en general -más todo tipo de ocuapación corporal laboral-deportiva y en tanto espectáculo- es el mecanismo precisamente de ese ímpetu compensatorio en el que vivimos y nos define como habitantes de lo inmóvil antropológico, pero sin que tengamos normalmente idea alguna, como sociedades, de este trasfondo socio-fisiológico universal humano.

1Esta reflexión está basada sobre todo en Deportes y ocio en el proceso de la civilizacion (1986) de Norberto Elias y Eric Dunning.

La autodefinición y la indignación morales: fuelles de lo sedentario

…La pertenencia racial se lee también en las prendas que portamos, lo mismo sucede con la clase social a la que pertenecemos y con el género. La población indígena que porta prendas de sus tradiciones textiles experimenta un racismo cotidiano por la vestimenta pues la ropa con la que cubren sus cuerpos reafirma su pertenencia a una categoría inferior en la jerarquía establecida por el sistema racista. Una prenda que, dentro de un tradición, se lee como bella o elegante, se convierte en un motivo de desprecio cuando el cuerpo que la porta ha sido racializado como inferior.

Yásanya Elena A. Gil. Taxontä’äk. Desdeñar las alegrías en EL País, 17abr22

(Rogándole disculpas de antemano a dicha autora, me atrevo a comentar:)

Se trata de distintos contextos opróbicos y de pertenencia: en efecto, el locus fisio-proxémico del primero no es el del segundo. Se trataría de sociedades complejas que, mientras solo hablamos de la promesa de violencia entre los distintos grupos, pero no su encarnación real efectiva, se está sosteniendo la planicidad sedentaria de una forma ciertamente muy eficaz en tanto que el estímulo para todo individuo opróbicamente presente es sin duda intenso, lo que abre múltiples posibilidades de definición finalmente personal e íntima:

-la opción de conformidad respectiva de parte de los individuos de cada grupo;

-el desafío en este mismo sentido también respectivo, o una combinación de ambas cosas.

Es decir, a la larga esta situación constituye una dinámica muy importante y positiva en términos estructuales a través del tiempo, pues pone a disposición de todo el mundo implicado la posibilidad de definición moral y fisiológico-metabólica sin llegar, normalmente, a la crisis que supone la violencia física abierta.

Si bien siempre existe la potencial sin duda excitante de la escalada violenta, y que esta calidad barruntada de “jugar con fuego” que como individuos de cualquiera de las partes sentimos como riesgo que corremos si nos dejamos llevar por solo nuestras emociones, no puede ser sino pilar del orden socio-fisiológico sedentario.

En resumen, se trata de una artimaña compleja que se arroga estructuralmente el motor del conflicto a nivel ante todo homeostático (o sea, en la intimidad del sujeto perceptor) para sí y el propio sostenimiento asimismo complejo del contexto antropológico. Porque es en la zozobra del conflicto opróbico (esta tensión coercitiva icónica en el interior de cada uno de nosotros respecto nuestra propia autoimagen frente a los otros) que la experiencia sedentaria se hace efectivamente real y estable en el tiempo.

…La pertenencia racial se lee también en las prendas que portamos…

Otra manera de conceptualizar esta frase sería decir que: la opción de qué vestimenta se viste el individuo es un espacio de autodefinición fisioantropológica a nuestra disposición como ámbito de poder intransferible de imposición vital e identitaria. Pero, en tanto contexto complejo, dicha imposición identitaria como poder individual es, en el mismo acto pero a otro nivel, el refuerzo para otros de sus propios prejuicios identitarios.

Es decir, que lo que uno vive en la inmediatez de su propia emotividad fisiológica como sujeto, es al mismo tiempo y sobre el plano social un espectáculo revulsivo para el alimento metabólico y moral de otros.

Pues respecto de todo armazón sedentario complejo el sujeto homeostático es asismismo objeto ante los otros proxémicos, dentro de un contexto sistémico mayor de gran tensión sensoriometabólica para todos los participantes del locus cultural, y en tanto auténtico alimento del mismo que trae de nuevo el dilema de “jugar con fuego” que sería una forma de describir esta tensión anticipada que muy pocas veces se encarna realmente en violencia física, pero cuya función más importante es, simplemente, la anticipación en tanto una temida escalada.

Pues la confrontación diferencial entre grupos sociales -que pese a todo siguen siendo “copertencientes”-es al mismo tiempo una oportunidad de autodefinición sociometabólica para cada una de las partes; pero más que que concebirise como solo una traba racista (que lo son sin duda), las diferencias sociales deberían entenderse igualmente como mecanismo sedenetario imprescindible por las razones sociohomeostáticas aquí esbozadas. Y, además, la forma de vivficación metabólica más humanizadora (y sin la cual lo sedentario apenas mercería la pena en sí) es la es la indignación moral y a la posibilidad ética a que conduce, lo que tambien se facilita a partir de la “oportunidad” en este sentido que proporciona la relación entre distintos grupos sociales y la inevitable injusticia que surge siempre entre ellos. Es decir, es algo que, de una manera muy honda y homeostática, precisamos estructuralmente como sociedades sedentarias.

Volvemos a lo de siempre: por razones de base neurológica y en vista de nuestra naturaleza escindida entre cuerpo y sistema nervioso, los contextos sedentarios intragrupales precisan de quehaceres metabólicos a los que pueden volcarse los sujetos sociohomeostáticos pertenecientes en pos de la acomodación de una socio-homeostasis individual de origen nómada. En este sentido, no solo la religión, el arte, el dinero, los juegos y deportes, sino la misma moralidad individual y su proyección, además de todo tipo de indignación personal, pueden considerarse a grandes rasgos quehaceres metabólicos disponibles para el sujeto socio-homeostático frente, naturalmente, a otros individuos, aunque sin que llegue normalmente a convertirse en violencia corporal (si bien esta ultima -crucialmente- tampoco puede descartarse como posibilidad).

Aunque sin duda desagradable, no tenemos más opción que entender las diferencias sociales como el problema central desde siempre de la experiencia antropológica, pues por medio de ellas los grupos se hacen fuertes en el tiempo en tanto que todos estamos obligados al desarrollo de un yo social que es el origen ni más no menos que de la racionalidad nuestra; a través de esta tensión que pide precisamente que rija una funcionalidad ordenada que solo es frente a la amenaza recurrente de su propia resquebrajamiento potencial.

Porque en cuanto a ese otro plano agregado donde permanecen digamos los cuerpos parapetados, separados de alguna manera del fragor de lo sensoriometabólico (que es la argamasa real de la cultura) y dentro de una suerte de matriz protectora en tanto logro más importante de la experiencia antropológica; ahí en ese otro espacio de esta manera desplazado y donde evidentemente no podemos acceder como individuos (sino quizá solo de forma espiritual y filosófica), ahí se señorea la diacronía, no solo la tuya y la mía, sino la de la especie en su distribución y configuración terrestres también en evolución en el tiempo.

(Pero a nadie le gusta hablar de diacronías, stá claro)

Imagen que acompaña artículo original de Yásanya Elena A. Gil, en El País