
Espacio público 11

Todo poder político para ser viable en el tiempo tiene que acomodar en uno u otro grado la necesidad humana del ejercicio de nuestro propio afán de imposición cognitiva, máxime respecto los contextos sedentarios. Dar al cesar lo que es del cesar tiene su corolario en la noción de que todo lo que queda después de que se haga efectivamente entrega al poder de lo que le pertenece (o sea todo lo que atañe al orden cotidiano que rige aquello que hacemos cada uno con el cuerpo propio), también a dicho poder le beneficia indirectamente. Es decir, el que los cristianos fueran libres de practicar sus propias creencias siempre que no se enfrentasen políticamente con el poder establecido, acaba reforzando dicho poder en tanto que, si no se facultan espacios de vivificación fisiológico-cognitiva e identitaria a los sujetos sedentarios más allá de lo corporal, en gran medida no puede asentarse en el tiempo dicho poder.
En este sentido parece bastante claro que las grandes dinastías políticas respecto de las civilizaciones agrarias más importantes, eran también dinastías espirituales, o estaban auxiliadas por poderes espirituales-religiosos. La historia occidental resume muy bien esta idea desde, en realidad, la Edad Media europea hasta al menos el siglo XIX; mil y pico años en los que el terreno político de la lucha por supremacía iba siempre vinculado al poder de la iglesia, en principio romana. Dicha relación era en sí misma una forma de tensión estructural que servía de sostén a lo inmóvil sedentario que, además, primaba el desarrollo de un ámbito semiótico-simbólico cada vez más amplio que es efectivamente la piedra angular de la historia intelectual occidental y en tanto civilización.
Parece bastante claro que las demás civilizaciones históricas -en tanto “imperios agrarios” (Persia, la India, la China y Japón, etc)-presentan las mismas características respecto esta división entre el orden político-corporal, por una parte, y un horizonte espiritual donde los seres humanos podían beneficiarse de un movimiento intenso de tipo en principio más metabólico que corporal. Y parecería que habría que hablar de cierta mútua dependencia entre ambos espacios, frente a esa inmovilidad esencial de las cosechas que van imperceptiblemente madurándose en los extensos campos sembrados; de la inmovilidad de los rumiantes en el somnoliento tiempo de su interminable digestión, y todo bajo el sol de un día sí y otro también…
O sea, se trata de un contexto en apariencia somnífera y de ritmo vegetal (en forma de cultivo y también el engorde de los animales domesticados) y que como pide a gritos animado conflicto, polémica y guerra, por una parte; y por otra, la posibilidad de despegarse, a través de la experiencia espiritual y simbólica (o sea, el lenguaje en última instancia escrita) y formas de vivificación en general estéticas no cruentamente corporales (espacios que podíamos entender como “miméticas”).
Pero, naturalmente, existe un problema con dejar la viabilidad sedentaria a la lógica exclusiva de la guerra por su capacidad de generar sufrimiento humano y minar los mismos cimientos de lo sedentario. Por eso tiene gran ultilidad ejercitarnos en la conceptualizacion de la espiritualidad y las deidades antropomorfas sobre las que se han asentado desde siempre las antropologías agrarias como una fuerza estructuralmente antagónica respecto a la violencia corporal; que contribuían en este sentido a equilibrar el ecostistema digamos humana y antropológica al poner a disposción de los sujetos homeostáticos espacios de vivificación metabólica no cruentamente corporales. Pues parece bastante claro entender que, antes de volcarse en la actividad guerrera colectiva, son preferibles formas de violencia moral y estética que emanan de -a la vez que envuelen a- los seres humanos socializados y co-pertenecientes. Y también existe cierta violencia en la imposición de uno o una misma, pero respecto a nuestros propios anehelos personales dentro de una propuesta social y colectiva como orden del que podemos servirnos; es decir, siempre que exista tal propuesta sobre el horizonte social en forma de un credo, lógicas culturales y ritos socialmente comprensibles respecto a los cuales aspiramos y nos vamos definiendo en uno u otro sentido, en primer lugar, íntimo.
El caso híbrido de las sociedades esclavistas de la cultura clásica por una parte, y por otra, la Edad Media
Que la Alta EM es también de carácter híbrido en tanto que la violencia la ejercían una clase guerrera que, si bien estaba afincada y en posesión de terrenos, pasa tambien buena parte de su tiempo de compaña bélica. Esto de tal manera que puede concebirse como un estamento en cierto sentido nómada que dependía de otro plano sedentario agricultor a su merced y que no tenía voz política pero sí cierta protección de la iglesia en un sentido al menos espiritual: pues era sobre el terreno de la inmovilidad agraria donde más importancia tenía el hecho de que existiera un espacio elevado, incorpóreo y a disposción de la gente para ejercer sus propios anhelos asimsimo “espirituales” que incluía la posibilidad de resguardarse en el confort moral del grupo; o también quedar similarmente electrizado respecto sentimientos de culpa e incluso formas de transgresión menores.
Pero, evidentemente, esta clase guerrera en tanto caballeros embarcados en campañas bélicas tenían mucho menos necesidad inmediata de espacios fisiológicos de caracter moral-espiritual puesto que vivían la violencia física de manera directa y participaban de situaciónes de grupo que también se desarrollaba sobre el plano directamente socio-corporal, lo que eliminaba la urgencia del recurso a formas estéticas o símbólicas de vivificación sensoriometabólica; es decir, el sentido de cualquier necesidad de cuaces miméticas quedaba reducido a un mínimo comparable con el de los grupos nómadas originales (que sería una forma conceptualizar, por ejemplo, los grupos y ejércitos de caballeros-guerreros quienes, solo cuando se vieran obligados a reincorporarse a la ruitna sedentaria, presumiblemente volverían a pensar en otras formas de comunión más abstracta).
Aunque por fortuna puede decirse que prevaleció el plano espiritual sobre el corporal resepcto la baja Edad Media y a la medida en que se incrementase la demografía europea, lo que abocó finalmente a una nueva forma de poder político basado ahora mucho más en la obligada interaccion social entre los poderosos (en forma concretamente de la sociedad cortesana); porque se empezó a monopolizarse la violencia guerrera, en manos de cada vez menos monarcas regionales, que cada vez más dependían de, en realidad, estructuras financieras y de capitalización (ámbitos en los que dominaban los grandes burgos y ciudades). Se tarataría de una tendencia cultural a partir de diferencias sociales (entre nobles competidores y de distintos rangos de las cortes) que entablan entre sí relaciones en las que no podía asomarse bajo ninguna cirucunstancia la violencia física, puesto que era poder y privilegio del noble-monaraca más poderoso y bajo cuyo auspicio y protección tenía lugar el desarrollo de la vida cortesana.1Norberto Elías
No paracería extraño, por otra parte, que precisamente a partir de esta nueva forma de poder político mucho más inmovilizado se fuera arraigando con cada vez más ímpetu la producción -generalizada en todas las cortes europeas- de nuevas herramientas de vivificiacion sensorio-metabólica no corporales en la forma de géneros literarios cortesanos para el disfrute estético -es decir, fisiológico- de los hombres y mujeres nobles prisioneros de alguna manera de este nuevo dispostivo de poder terrenal. Y es de suponer también que el verdadero auge histórico de la iglesia en su propia consolidación política, se daría también a partir de este mismo punto, pues existiría una nueva necesidad de espacios metabólicos más fisiologicos que corporales no simplemente coincidentes con un nuevo sistema de orden sendentarios sino como elemementos de apoyo y sostenimiento del mismo.
Y, por último, merece la pena señalar la importancia que tienen dichas herramientas de vivifcación en su conjunto (esto es, respecto a los credos, la representación simbólica en la forma de litaratura o las representaciones plásticas estéticas, además de otras actividades miméticas en forma de juegos y competiciones deportivas o torneos de combate), en tanto que todas ellas admiten la recreación fisiológico-estética de la violencia pero sin que tenga consecuencias político-corporales directas. Es decir, no desaparece la violencia a la medida que nos vayamos civilizando sino que nuestra relación con ella va modificándose, distanciándose de la crudeza, dolor y daño del cuerpo humano afligido. Pero de tal manera que parece obligado entender mejor el porqué de nuestra necesidad de que no desaparezca del todo y de que sigamos necesitando relacionarnos de alguna manera con ella.
¡A ver si nos aclaramos!
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Vivimos más bien dentro de correlaciones que respecto de verdades inequívocas; esto parece un hecho incontestable. Por tanto, para vivir y conducirnos en el quehacer esencial de nuestra consumación vital y como miembros de colectivos sedentarios (es decir, dependientes en mil maneras de muchas otras personas), parecería que lo que realmente cuenta y resulta útil en este sentido, son las correlaciones pues buena parte de nuestro tiempo, podríamos decir metabólico, se va en descodificar lo real en sí. Luego la ambigüedad respecto a todo lo que es debe servirnos de alimento en este sentido estructural-vital.
Así, no nos lo pueden dar todo hecho de antemano, sino que se nos va la vida -literalmente- en el nunca saber inequívocamente casi nada, pero aun así espoleados a seguir adelante imponiendo un sentido a las cosas como sea, y por muy tentativo que resulte: porque para nosotros -y para nuestros cuerpos especialmente- todo es tentativo y no culminado, pues no hay otra forma de que sobre el escenario vital de lo sedentario quepan los cuerpos humanos pertenecientes. Pero, en cambio, las verdades absolutas contribuyen a crear contextos inhóspitos para el cuerpo humano sobre superficies al final puntiagudas.
Es decir, que la racionalidad en su función de sostén fisiológico-corporal del que servirse los cuerpos pertenecientes respecto de una experiencia cultural particular, ha de ser necesariamente una racionalidad correlativa en su esencia práctica; mientras que el sueño digamos erótico del desvelamiento técnico total, como poder sobrehumano de imposición respecto de cualquier cosa, tema o asunto, permanece más bien como ideal potencial de efecto para nosotros sobre todo inspirador.
¡Repárese, de paso, en la profunda confusión que supone en este sentido la aplicación demasiado brutal e incisiva de algoritmos respecto las realidades humanas colectivas, y no porque no sean efectivas sino precisamente por que lo son!
Porque el desvelarlo todo y aun en el caso de toda revelación “definitiva”, los demás en tanto espoleados por la existencia simplemente corporal, no tenemos más opción que seguir imponiendo por nosotros mismos un sentido a las cosas porque así precisamente nos lo pide inexorablemente el cuerpo; y la verdad supuestamente inapelable, aun en el caso de darse, deviene forzosamente en una irrelevancia, tanto más irrelevante cuanto más inapelable.
Porque la verdad y como la utilizamos antropológicamente no tiene realmente un fin empírica per se sino que tiene más que ver con el sostenimiento colectivo en sí mismo, pues por razones ahora neurobiológicas puede entenderse que toda realidad humana cultural es siempre una imposición asimismo humana, del grupo sobre la realidad, y no al revés (si bien necesariamente ha de haber una relación con dicha realidad, no es eso lo importante sino cómo el grupo se aprovecha de ella para su propio sostenimiento en el tiempo cultural particular).
La verdad en tanto fáctica e indiscutible realidad no interesa a los colectivos antropológicos porque la cuestión técnica más profunda a la que sirve toda verdad es el reforzamiento del colectivo a través de la incorporación neurofisiológica de los cuerpos singulares (esto es, a través de la homeostasis y emotividad individuales). O dicha de otra manera, la racionalidad humana vista desde su funcionamiento antropológico-estructural es para la creación, uso y mantenimiento de correlaciones, pues es el instrumento que, desde dentro hacia fuera del sujeto, efectivamente articula la unicidad colectiva que es la identidad cultural en sí.
Pero si esto es cierto, podemos preguntarnos, y siendo cierto asimismo que ya no nos servimos de supersticiones sino que exigimos que nuestra comprensión de lo real se componga de verdades empíricamente constatadas -al menos por la comunidad científica correspondiente-, ¿de qué manera seguimos dependiendo de un razonamiento básicamente correlativo, si es cierto que esa forma de razonar sea en veradad el sostén real subyacente de nuestra racionalidad?
Podemos concebir nuestra forma de entender el mundo como de carácter correlativo en tanto que solo de oídas, por decirlo de alguna manera y de forma indirecta (esto es, a través de un entendimiento más o menos empírico, pero muy pocas veces comprobado por uno mismo), hemos entrado en posesión de dicho saber. Es decir, aun vivendo como vivimos en sociedadas tecnficadas convencidas de su propia dependencia al menos parcial en lo empíricamente racional, funcionamos realmente -y en tanto cuerpos sujetos a cierta limitación física de desplazamiento- a partir del no saber: pues solo en cuanto a grandes procesos orgánicos, terráqueos o espaciales, compartimos una mínima comprensión técnica y consabida del mundo (el mismo espacio, precisamente, que antes ocupara Dios respecto antropologías sobre todo anteriores), mientras que somos in corpore sobre un plano más incierto en tanto no sabemos el resultado definitivo de las cosas; las reacciones de los demás (y también respecto a nostros mismos) solo las podemos anticipar mas no saber de antemano; podemos asimismo anticipar los resultados de la interactuación entre multples personas, grupos y procesos humanos colectivos, pero no siempre -o incluso muy pocas veces- predecirlos ni mucho menos controlarlos.
O por robarle un ejemplo a Ortega y Gasset (del ensayo El tema de nuestro tiempo), pese a entender y aceptar como intelectualmente verdadero que la tierra gira en torno al sol -esto es, entendido racionalmente-, sigue sendo para nuestros cuerpos y su cognición somatosensoria (o sea, a partir de la percepción) una verdad inapelable que, efectivamente, sale el sol por el este por la mañana y es el sol que se pone por el oeste al declinar la tarde: la verdad correlativa y relacional de nuestros sentidos es como nos armamos cognitivamente como seres físicos.
Es decir, en tanto seres anhelantes que buscamos proyectarnos en nuestro propio futuro (personal y profesional), y como cuerpos susceptibles de enfermarse, quedar heridos o de que por cualquier razón nos rechacen los demás, parece claro que operamos en la urgencia acuciante de establecer al menos relaciones mínimamente correlativas entre las cosas como para poder tomar discisiones; decisiones la mayoría de la veces para beneficiarnos de alguna forma en principio legítima y sin mensocabo necesiarmaente de otros, o de simplemente ponernos a salvo de alguna manera. Pero desde este ángulo, todo concimiento epistémico más elevado y abstracto constituye en realidad algo así como un horizonte al que podemos mirar y dirigirnos, mas nunca habitar.
Más bien habitamos in corpore las correlaciones frente tanto a lo que se pierde en la abstracción, como todo aquello que, por demasiado regido, inflexible o verdadero de forma absoluta nos defenestra de alguna manera de nuestra propia realidad sociocorporal. Y parecería ciertamente patalógica la situación en la que entendemos que el mayor escollo respecto la pertenencia identiaria -esto es para ser efectivamente uno de los nuestros– sea nuestro cuerpo y su sustancia somatosensoria propia, si bien sobre una coerción latente de este tipo se aquilatan efectivamente los grupos humanos.
He aquí la durísma exclusión sobre la que se basa la inclusión identitaria del yo socializado y que supone muy probablemente algo así como basamento de nuestra misma racionalidad. Por eso se puede entender que las correlaciones no exigen tanto ni tan ferozamente como las grande “verdades”; que dichas verdades acaban por crear escenarios establecidos como espacios culturalmente consabidos (o sea, una forma de orden sin duda), pero dentro de los que recobramos la alegre libertad de las correlaciones, como verdadera patria querida de lo socio-fisiológico y corporal.
Pues toda verdad inapelable y absoluta (en extremo diríamos descartiana) aboca a la dureza con lo corporal y resulta inhóspito para con lo emotivo y el dolor humano. Pero, en general, es en la ambigüedad de las cosas donde, respecto a la fenómenos antropológicos, mejor se resguardan -se han resguardado siempre- los cuerpos singulares desamparados.
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Problema de las correlaciones que se te imponen: que las correlaciones más útiles son las que establecemos nosotros; ése sería una verdad que se relaciona con lo empíricamente aprehensible pero que no lo es en sí. Ni tampoco te pueden hacer saber que el campo que abarca tus inferencias sea espacio recortado y fuera del cual existe una extensión más amplia de lo cognoscible, pero que a ti no se te permite adentrarte en él.
O al menos no pueden hacerte sentir como cierta esta circunstancia. Que ser libre se entiende más bien como un estar libre en tanto que uno siente y percibe visceralmente que, en efecto, es libre, aunque no lo sea en realidad o formalmente (o en tanto sintiéndonos libres, es suficiente para que ya deje de importarnos la cuestión de que lo seamos o no).
Y el problema sería que nos quitasen de alguna manera el horizonte de lo cognoscible de tal forma que nuestra capacidad de establecer nuestras propias correlaciones fuera de alguna manera impedida: que eso sería una forma de entender la amputación de nuestro órgano de la verdad (expresión también de Ortega y Gasset en la obra citada). Por ejemplo, si se nos dice que solo importan las correlaciones y no una comprensión más rigorosa de la relación causal más profunda sobre la que se sustentan, (e incluso que “la causatividad ha muerto”) nos puede llegar a parecer, al tener que aceptar que no hay más allá de lo que se nos presenta, que, efectivamente, se nos está interviniendo el ámbito de nuestra propia mecánica bio-antropológica. Pues una vez establecidas las correlaciones, se convierten en un límite que, nuevamente, hemos de esforzarnos por superar, tal y como nos puede empujar nuestra vitalidad, que es, por otra parte, nuestra naturaleza.
Además, las correlaciones fundamentan las convicciones, y que ambos son garantía de movimiento y la realización de actos. Pero que la viabilidad sedentaria siempre ha puesto universalmente a disposición de los sujetos homeostáticos la posibilidad de ir cognitiva y simbólicamaente más allá de lo consabido, pues si no, queda la vida ahuecada y efectivamente amputada si no podemos vivir nuestra curiosidad más allá la de lo convencional y utilitario: parece que la antropología sedentaria siempre se ha sostenido, en parte, sobre esto, respecto frecuentemente un juego de prohibición del saber que, en realidad, es garantía transgresora de que como colectivos sigamos siempre preguntándos por el trasfondo de las cosas.
La respuesta un poco más definitiva a la pregunta del inicio sería, pues, no: las correlaciones son algo así como la sal metabólica de la vida cognitiva y de la cual se sirven nuestros cuerpos para estar de alguna manera siempre en movimiento; y esta noción de una libertad de movimiento1 correlativo metabólico-cognitivo, parecería encajar muy bien en el concepto de la antropología sedentaria que aquí defendemos, esto es, como proceso de acomodo de una fisiología humana anterior a través de la creación de espacios fisiológicos no directamente corporales (espacios tipo mimético y, sobre todo, por medio de la ampliación de los sistemas semióticos-simbólicos).
Pero el orden socio-racional con el que nos equipamos como grupos humanos, depués en tanto sociedades para así garantizar ordenando el espacio metabólico de, esencialmente, la interacción personal (esto es, un orden racional que sirve sobre todo para proteger la oportunidad correlativa de nuestro propio modo humano de ser y estar), no puede consistir en lo mismo, sino que tiene también que diferenciarse como, en realidad, una cierta institución colectiva que, aunque sea suceptible de cambiar, permanece mucho más estable en el tiempo (para, justamente, servir de sostén de lo que, repetimos, es en realidad lo más importante, la libertad humana de vivir en el establecimiento permanente de nuestros propias correlaciones).
Porque el espacio correlativo humano ha de sujetarse según el marco de una racionalidad instucional, normativa y también culturalmente consabida para que dispongamos, precisamente, de la posibilidad correlativa de ir más allá de ello: este es el dispostivo probablemente más importante de la viabilidad sedentaria, pues siempre estamos en movimento -metabólico-cognitivo- y respecto un imprescindble horizonte abierto.
Eferente es la naturaleza de nuestro vínculo metabólico-cognitivo con el mundo (de nostoros hacia y sobre lo real) mientras que la racionalidad institucional se relaciona de forma aferente con nosotros (de lo estrcutral hacia nosotros), si bien es siempre el ímpetu correlativo y eferente nuestro de donde procede siempre toda instucionalidad cultural y política; esto aun en el caso de realidades culturales autoritarias, pues las dicturas aun siguen dependientes, en última instancia, del plano correlativo humano, y pasan buena parte de su tiempo entrampados en la cuestión de no perder su posición de control.
Porque sin el ímpetu de nuestra propia y muy eferente imposción sobre el mundo del que al mismo tiempo dependemos, la otra parte socio-racional y más aferente del orden sedentraio no puede, al final, alimentarse.
Conviene no perder de vista este punto de complejidad estructural y el despliegue, a partir de ello, de dos planos bien diferenciados que se interrelacionan de forma que podíamos decir simbiótica, el uno sosteniéndose en el otro y vice versa.
Conviene así mismo no confundirlos una sola cosa, pues del sentido humano siempre se debe a diferenciaciones que se establecen respecto cosas, entes, cualidades y términos cuya paradójica vinclulación entre sí es, en realidad, su calidad de separada.
De tal manera que se diluye efectivamente la posibilidad de sentido cuando no se mantienen las oposiciones y parejas dicotómicas. De manera que ultizar dispostivos correlativos pero para definir la racionalidad institucional de la que, en realidad, depende nuestro propio modo vital de correlecionar las cosas que percibimos en la vivencia de nuestra propia vida, así interconetados como estamos con los otros también correlativos, parecería, incialmente, un contrasentido.
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1 Idea cogida de Hannah Arendt en Hombres en tiempos oscuros (1968)
La frase y noción más o menos Soy capitán de mi propia alma (de algún poeta creo que inglés), la vamos a sustituir por una artesanía del sino vital propio, sobre todo porque uno participa de la vivificación existencial de su propia socio-homeostasis y, efectivamente, incide en elevado grado en la agencia artística de su propio ser y estar para parcialmente definir y moldearlos.
Empero el verdadero sentido de uno respecto al plano mayor de las cosas en general, obviamente le pertenece mucho menos (o apenas en nada), puesto que nuestra misma existencia parece adquirir un aspecto vicario si la comparamos con el fluir humano agregado-histórico de todo momento presente que alcancemos a concebir, y esto siempre de forma parcial y fugaz.
Es en este sentido que decimos artesanía en tanto nuestro poder de imposición no pasa de un vigoroso -aunque de lo más serio- ejercicio de nuestra propia realidad fisiológica-corporal sin que (aun en caso de ser alguien famoso y figura por ello siempre de alguna manera acartonada) trascienda salvo, en todo caso -y como mucho-, en forma de sustancia sensoriometabólica en tanto materia de la percepción de los demás, con posiblemente cierta pasajera sustancialidad moral, pero sin mayor impacto.
De hecho, el agente artista aquí en cuestión se ubica en otro plano más allá de toda relación socio-homeostática directa con el prójimo: se dice “suprahomeostático” precisamente para describir su modo de proceder que, sea como sea que se haya consolidado (quiero decir, en cuanto a la forma real de incidir sobre el tejido molecular en general orgánico que le atribuyo cuya comprensión me sobrepasaría -aun en el caso de que yo estuviera en posesión más detallada de la misma- por falta, probablemente, de conocimiento del campo de la física) le sitúa más allá de toda relevancia moral directa para su propio cuerpo, lo que asimismo supone una posición técnica que no habría más remedio que entender como auténticamente racional en un sentido poco menos que absoluto (aunque no totalmente, claro está, ya que se trata de un ente al fin humano, por tanto habitante necesariamente de un cuerpo alguna vez físico; y poseedor, por ello, de un criterio ideológico propio).
Es decir, el sino existencial o “cósmico” de lo condición terráquea re-liga y une a todos nosotros, si bien más acá y a este lado de la socio-homeostasis persistimos en rigor artesanalmente respecto nuestra propia vivencia en tanto la persona que, a ojos de los demás (o sea, moralmente y como auto reflejo social del yo) nos empeñemos cada uno en ser. Mientras que el sentido real y macro de las cosas pertenece a otro plano.
Esta división y las consecuencias epistémicas que tiene puede entenderse en términos de arte, y como relación entre el sentido artístico último de las cosas (propio del artista maestro suprahomeostático) por una parte, y los artesanos practicantes homeostáticos (o sea, los usuarios fisioantropológicos) por otra.
Consideremos, por ejemplo, la calidad estética de nuestra experiencia moral, pues parece que vivimos una íntima coerción de tipo icónico (o sea, una especie de imaginería mental, pero vinculada directamente con nuestra emotividad más profunda) que parecería que nos espoleara a lo largo de la vida de cada uno, instándonos en una u otra dirección de juicios y valoraciones íntimos, después respecto a nuestros consiguientes actos susceptibles, al fin, del juicio y valoración ajenos. Pero, en tanto solipsismo vivificador que se vincula como icónicamente con los otros -pero que no deja de ser idiosincrático, después de todo-, ¿no se comprendería mejor como un ejercicio más bien artesanal si se compara con la complejidad verdaderamente estructural de múltiples (en última instancia, billones y billones) de individuos socio-homeostáticos inmersos cada uno en su propia e incesante imposición moral-vital?
Y ¿cómo aspirar seriamente la racionalidad humana a abarcar un objeto de análisis de tales dimensiones?
(La respuesta, como argumentamos, está allende nuestra homeostasis)
Pero quizás una pregunta aun más importante que, como artesanos en los términos aquí esbozados, habríamos de afrontar sería la de cómo valorar la vida si se ha de entender que, aún por derecho propio y humano, ocupamos sin embargo un espacio en cierto sentido facultado, a estas alturas, por otros; que la importancia de la experiencia vital como consumación del tiempo humano en sí puede reafirmarse a partir de la experiencia corporal de por sí y sin que (en principio) importe el sentido ultimo del mismo y puesto que como plano mayor y más alejado de la obra teatral y terráquea de la que todos participamos, que sería el sentido efectivo de la misma, es objeto de gestión de otros.
Aunque parece bastante sencillo acertar, en términos generales y a grandes rasgos, cuál sería el sentido último de parte del hermano artista mayor (Ángelo, por más señas), que sería la de la permanencia de la especie y a través, sobre todo, del sostenimiento sedentario de los distintos bloques culturales humanos y las sociedades particulares que de dichos ámbitos dependen.
Y que le conste a usted la idoneidad (por su eficiencia a fin de cuentas metabólica) que he argumentado en otros lugares -y de forma espero que pasable- respecto de la economía y las sociedades de consumo.
Mientras tanto, los artesanos volvemos a nuestras forjas sensorio-metabólicas correspondientes en donde, auxiliados por el sostén antropológico de lo culturalmente racional, damos renovada forma a nuestras aspiraciones, al deseo, el saber y la curiosidad, moldeando -golpe a golpe- lo que es o no veradadero, virtuoso o correcto, tanto desde nuestra óptica particular como, crucialmente, a partir de lo culturalmente consabido; donde también forcejamos con el miedo, además de la indignación, los afectos y con todo oportunidad de vivificación sensoriometabólica que nos salga al encuentro (que en cuanto a los caramelos de la vivificación sensoriometabólica que podamos alcanzar a engullir, somos verdaderamente ávidos).
He aquí lo que, como seres humanos, hacemos: la nuda vida de un estar que se realiza, una y otra vez, en el ser cultural y socializado según, en realidad, lo que parece ser unas pautas en esencia neurofisiológicas. Lo demás -lo digo en serio- viene por añadido, pues no hay nada sobre el horizonte humano que no pase primero por este digamos dispositivo subyacente (lo que no quita tampoco que se comprenda por verdaderamente más importante -más profundo- lo añadido y aunque parezca paradójico).
Es de esta manera que la expresión the show must go on puede entenderse en un sentido antropológico-estructural, y dado que el inicio de la hominización1 como proceso sincrónico e incesante que es la consciencia (del estar que emerge en ser) pasa por el estimulo sensorial, constituyendo en sí mismo una forma auxiliar de alimento respecto al orden sedentario. Y el garante de dicho fuente de vivificación sería, evidentemente, una prioridad técnica de parte del artista-rector (por seguir un rato más con el juego aquí propuesto).
Es decir, parte del sino humano universal, pero íntimamente particular, es el embeberse del espectáculo sociomoral de los otros sobre el escenario publico (por vía mediático o por simple cotilleo y vox populi); siempre nos hemos sostentido sobre esta forma adicional de alimento en tanto que nuestro propio yo socializado depende de una continua comparación con los demás como proceso -probablemente puede decirse neurofisiológico en origen- de orientación y incesante reafirmación personal-moral, pues sin el espectáculo moral de la pertenencia a través de los otros, no tengo por qué seguir siendo yo. Porque es ante el espectáculo trágico (en un sentido literario y porque vueleve sin cesar) que puede verdaderamente embricarse mi cuerpo con el amparo que al fin supone la pertenencia cultural y socio-racional.
Y es asimismo cierto que no solo nos beneficiamos de los otros en este sentido, sino que quedamas también a disposición de dicha mecánica, pues algo hay que ser en la vida, no solo en un sentido profesional; y también vale la expresión de algo hay que morir, pues si uno va a ocuparse de la antropología en sí, tendrá que llevar al centro de su propia operatividad esta cuestión, que no deja de ser un asepcto más del fluir del tiempo humano.
Pero como artesano antropológico concéntrase usted en el fragor de su propia experiencia socio-homeostática, siendo en cierto sentido equivalente desde una optica estríctamente técnica, la fisiología e ímpetu vital de la benevolencia y amor, como todo metabolismo del egoísmo, la insensibilidad para con el otro, y la maldad. Pues en eso usted, artesano compañero, decide: he aquí el juego al que en última instancia se le brinda, el de la consumación longeva propia y particular (porque, en efecto, se nos va a cada uno el cuerpo ello).
Y como desde una óptica estrictamente estrctural, vale presumbilmente tanto una cosa como la otra, se trata a nivel digamos ejecutivo el de aprovecharse estrcutalmente de ello, definiendolo y anticpando en todo momento los fuentes agregados de energía metabólica disponibles. Porque en cierto sentido la moral y la benevolencia humana es para nostotros a nivel usuario, pues en tanto indistinguible en términos energéticos, no entra realmente como factor crucial el cómo se define moralmente la energía que se está gastando, sino más bien su aspecto y dimension cuantitativos, y si sirve o no estratégicamente y respecto la viabiliad sedentaria.
O sea, lo importante es su eficiencia y que funcione.
Yo por eso tengo muy claro que no me prestaré, en tanto sea cosa sobre la que tengo algún grado de control, a la violencia hacia los otros; que como sé que existe una cierta supervisión respecto al campo en general humano de la mente inconsciente2 (¿dónde si no tendría realmente lugar la socio-homeostasis?), considero un acto moral de mi parte el no dejarme llevar por los impuslos emotivos, puesto que no puedo estar siempre seguro de su origin. Pero eso no quiere decir que desconfíe de mi propio cuerpo ni de las emociones que de él surgen en mí, sino que como sé que precisamente la homeostasis es la herrmienta más importante que emplea Ángelo, distanciarme critica y reflexivamente de mi propia furia digamos límbica, deviene en una forma de resistenica moral ante las feas circunstancias de la condición humana contempórenea.
Porque en el desafiar las circunstancias que a uno le sean impuestas sin opción, aun en tanto ejercicio de disciplina simplemente fisiológico-cognitivo sin trascendcia inmediata, soy otra vez yo por medio de una nueva autoafirmación de mi propia existencia, por volición absolutamente propia, o por lo menos a mi me lo parece y lo vivo com tal; o sea, una forma de tremenda violencia fisiológica y hasta neuroquímica, que no obstante, no implica ni el cuerpo ni la percepción sensoria siquiera de otro ser humano.
¡Muñeco y marionetta el que se deja!
Y es que los contextos sedentarios siempre se consolidan sobre, en realidad, espacios de violencia moral en el sentido que lo manejo yo aquí; a través de la vivificación más sensorio-fisiológica que cruentemente corporal, lo que también puede entenderse como espacios miméticos3 que incorporan distintas formas de (auto)coacción psíquica o formas de vivificación sensorio-metabólica, pero que excluyen expresamente el daño corporal (si usted habita una contexto antropológico sedentario donde predomina en forma física la violencia entre seres humanos, sepa que le están dando gato por liebre y sin la menor duda).
Es decir y volviendo al tema de artista-regidor, la violencia real que, en las decadas recientes se ha desplomado respecto las sociedades occidentales, tiene una importancia técnica a partir de criteros de manutención en el tiempo de lo sedentario; zozobra como contamplación que se nos brinda como exquisito manjar de lo moralmente real (y como experiencia de gran poder sobre nuestra fisiología que parece que nos pide el cuerpo de alguna manera), pero que estructuralmente se extrapola de alguna manera de su impronta moral puesto que su sentido es técnico y en tanto medio de apuntalar la estabilidad del orden sedentario y complacente, que solo puntualmente se revoluciona ante la zozobra que una neuva irrupción de violencia entre seres humanos garantiza.
El show que ha de seguir adelante tiene, además, un coste (una tasa que estructuralmente hay que abonar en terminos de vidas y sufrimiento humans), lo que, evidenemente, lo hace moralmente repugnante y del cual yo al menos y en todo tejido digamos de mi ser, aborezco. Aunque, por otra parte, entiendo -he de entender y acarrear con- la necesidad estructural del mismo.
Por lo que me tengo que socorrer en el hecho de que no es por culpa mía; que el que se encarga de ello, el que se ha extraploado casi por completo del campo moral de los cuerpos, así lo hace por criterios técnicos que solo él conoce.
Es decir, apoyo el sentido de lo que entiendo es cierto, al mismo tiempo que abomino de ello.
Y me procuro aliviar, por tanto, en cierto sentimiento de agradecimiento íntimo -y no público, desde luego- del servicio que hace el prójimo a la causa; la causa esta que nos exige cruelmente a todos y a la que inexorablmente todos también hemos de rendir servicio, tarde o temprano y según unas que otras circunstancias particulares.
Pero de vuestra violencia, como sé que es en realidad una exigencia estrctural -más que nunca y en las actuales circunstancias-, la equiparo con algo así como un café y cigarrillos, pues no tiene ya la autenicidad antropológica original (pero aun así me esfuerzo en mantenerme firme en el respecto y profundo misericordia que os tengo).
Porque no es culpa vuestra al fin y al cabo.
Pero, aun así, me río de vuestar violencia, pues ¿qué puede ser más violento que la pelicuar relación que mantiene con nostros Ángelo y tal he como, mejor o peor, he podido comunicarla?
Es decir, vuestra violencia es Ángelo, a no ser que cada uno pueda decidir su propio sino y acabado artesanales, o al menos vivir en la tensión de imponerse en este sentido.
Y es que en un elevado grado usted decide, pues con el concimiento se le está equparando efectivamente con un espacio moral de su propio uso y ejercicio. Y lo moral aquí ahora es resistir, el negarse a aceptar las circunstnacias tal y como percipimos que se presentan. Porque las actuales circunstnacias jamás deben aceptarse desde un punto de vista humano.
Nunca.
Lo que no quita apoyar la cuasa en general, porque Ángelo es lo que hay.
Vamos, digo yo.
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1 Término que he cogido de Edgar Morin en El paradigma peridido (1973), pero que aquí busco emplearlo con un sentido sincrónico respecto el proceso neurometabólico de la conciencia misma, ese paso que denomino del estar al ser socializado; pero el sentido orginal de Morin es de carácter diacrónico y evolutivo.
2 https://en.wikipedia.org/wiki/Unconscious_cognition
3 Norberto Elías
O, dicho de otra manera, se nos presenta cierta opción disponible en tanto usuarios antropológicos de vivir en la tensión del conocimiento histórico-estructural de la condición humana siempre que no se pueda nunca definitivamente asirse; porque, después de todo, cualquier “verdad”, una vez que se diga y no habiendo mayores consecuencias para las personas puesto que no puede ni confirmarse ni, más crucialmente, contradecirse, se vuelve simplemente una opinión (entre muchas otras).
El juego, pues, se defendería en términos de ámbitos de vivificación moral-intelectual que se sostienen sobre aseveraciones que, aunque interesantes y muy plausibles, quedan fuera del alcance de nuestro poder técnico de confirmación; que sería ese aspecto de impuesta limitación, gestionada aparte y en otro plano, la clave estructural y en cuanto la viabilidad sedentaria.
Aunque sí que hay datos e indicios que apuntalan una aproximación empírica al asunto, pero es de suponer que no serán nunca de carácter ni inequívoco ni demasiado contundente. De manera que el juego se podría entenderse como una forma de fe.
Pero, a diferencia de las religiones antropomorfas históricas, se trataría de una fe científica porque se apoya en inferencias y conceptualizaciones racionales que dependen, en última instancia, de los datos y conocimiento científicos conocidos; asertos que quedan, por tanto, sujetos a una continua revisión precisamente porque se realizan en el empeño moral-existencial de conocer la realidad. Si bien, por razones -ahora sí- técnicas, dicho empeño no puede minar los suportes de la viabilidad sedentaria en sí: por razones técnicas y por respeto a las múltiples subjetividades distintas de las que dependemos como individuos socializados y en tanto usuarios antropológicos; que lo técnicamente acertado, aquí en este contexto, es el respecto por la homeostasis ajena.
Porque, evidentemente, el respeto -la tolerancia- hacia la realidad subjetiva de las personas en general, y sobre todo su derecho inherente a la consumación de su propio tiempo fisiológico, es, ha sido siempre, piedra angular de la viabilidad sedentaria, si bien se ha entendido esto en su forma más políticamente práctica (y por otra parte lógica) que es el de la estabilidad, se imponga como se imponga (de facto y por la fuerza, la guerra, o a través del comercio, y en tanto democracia formal. etc.).
Pero ahora, para poder participar de este dispositivo fisiosemiótico que ahora proponemos, se ha de entender que, efectivamente, existe un plano estructural mayor allende la vivencia homeostática de cada uno; que es ahí donde reside el sentido técnico de la condición humana; que es en última instancia en dicho plano agregado donde habita lo que no tenemos más opción que entender como lo auténticamente racional en tanto que estructural.
Postulamos, además, que dicho plano es racional en un sentido técnico precisamente porque queda regido por un ente humano que, siendo capaz de situarse más allá del plano colectivo y socio-homeostático, tiene realmente por meta propia, exclusiva y sin rival alguno, la gestión agregada la condición humana terráquea y respecto, probablemente, de la vida orgánica en su extensión también planetaria. De manera que nuestro acceso al sentido real del mundo es a través de esta fe científica que como tal -es decir, como fe- permanecerá, puesto que así se está protegiendo, y también ampliando, el espacio fisoantropológico humano sin renunciar, en última instancia, a los beneficios materiales, especificamente de las sociedades de mercado (con implicaciones metabólicas también agregadas).
Pero, después de todo, es un sentido que se ofrece y también una invitación a acarrear con el peso del conocimiento humano en su urgencia histórica actual. Y de aceptarse -si así lo decide usted- tendrá que reajustar su concepción de la vida y como valorarla, sobre todo a partir de una conceptualización que presta mucha más importancia a la experiencia corporal en sí que lo que la historia occidental -y por ende la historia de la ciencia en su conjunto- jamás lo hubiera asignado (aunque sí es cierto que los últimos adelantos de las neurociencias y en su aplicación al campo de la antropología y las ciencias humanas en general, apuntan a renovada contemplación de la importancia central del cuerpo).
Y, mientras tanto y no habiendo a nuestra disposición un sentido civil de la vida -o no al menos de la misma forma que antes- podría incluso tener un aspecto positivo entender los tiempos actuales como tiempos de guerra en los que toca combatir en la forma de una empedernida resistencia personal para seguir adelante, porque es colectivamente -moralmente- urgente y todos dependemos de ello, y porque ahora está usted en posesión de un sentido en el que apoyarse como razón de ser: porque usted se está posicionando ante una aproximación al porqué del mundo actual, el por qué es como es, si bien esto nunca se lo van a decir sino que tiene que conjeturarlo usted mismo.
Es aconsejable, por otra parte, que busque usted prestar menos atención a las oportunidades de indignarse (dulce manjar metabólico que es para nosotros, con todo) para concentrarse en su propio y descreto empeño por seguir adelante, pero ahora como acto de autoafirmación moral, puesto que, en efecto, está usted en posesión de un sentido de las cosas, de una ideología que hoy en día no abundan en absoluto. Porque con ese sentido que se le brinda, se suma usted a una causa que no puede existir públicamente como tal nunca: porque la verdadera magnanimidad del acto de resistir es la deferencia a los demás, pero ahora razonada y asumida no solo en tanto deber moral y humano, sino como en sí misma una forma de esperanza, puesto que lo que sí parece claro es que alguien está al mando de todo esto; un alguien con el poder de elevarse por encima de toda lucha política o siquiera respecto cualquier forma de innecesaria legitimidad más allá su propio posicionamiento de facto. Una esperanza también en el saber que el sentido de las cosas no está en uno mismo sino en el decurso del tiempo humano colectivo y como condición, cuyo desenlace (si es que ha de haber uno) no es, en última instancia, asunto nuestro (pero sí de alguien).
Mientras tanto, cuidemos al mismo tiempo como valor humano la estabilidad al menos semiótica en la que vivimos, respecto una comprensión de la historia reciente y todas las inferencias públicamente consabidas que de ella puedan sacarse, porque es lo único seguro que tenemos; una verdad funcional en tanto que la acepten billones de seres humanos, más o menos acríticamente y según perspectivas varias para poder sostenerse en la consumación cotidiana de sus propia existencia; y verídica, por tanto como fundamento en última instancia del confort material a través del tejido económico -y desde luego capitalista o «de mercado»- que se alimenta de los cauces metabólicos humanos y agregados, pero no porque dicha semiótica sea empíricamente cierta, o no en toda la dimensión con la que se presenta ante nosotros la narrativa de toda actualidad pretendidamente histórica: pues es, básicamente y a estas alturas solo eso, una pretensión ahora y desde hace algunas décadas de forma cada vez más visible, pero que busca urgentemente su utilidad en tanto que podamos todos agarrarnos sociorracionalmente a ella: no solo tendrá usted que creer en ella también sino defenderla.
Porque, como cuerpos sedentarios, dependemos de un necesario attrezzo conceptual y semiótico para optar a la vivencia sobre todo sensorio-metabólico de nuestro propia yo socializado y en la consumación longeva de cada uno: que eso en sí y de por sí usted lo tendrá que defender diente con garra, que se dice, al mismo tiempo que discretamente, sin que tenga que significar mucho más: ése es el gran valor de la experiencia fisiocórporea (y su naturaleza inherente socio-homeostática) que la cultura occidental no ha sabido valorar muy bien, sobre todo porque no supo entender la funcionalidad en realidad colectiva de nuestra experiencia racional sino solo hasta hace muy poco.
Manos a la obra pues, que se suele decir en estos casos. Y que os sea leve, que en eso está el peso real de las cosas; o así al menos lo veo yo y según los argumentos aquí expuestos.
Vale.