La vacuidad neurológica y el orden humano constituyente
Porque parecería de gran importancia una visión filosófica o estructural respecto la ecisión base que hay entre nuestra energía y emotividad vitales (un estar somatosensorio, homeostático, de carácter íntimo y prerreflexivo) frente a la reconstitución de nuestro yo público y culturalmente racional (o sea, el ser finalmente categorial, colectivamente comprehensible). De manera que tácitamente hemos de concebir al centro de todo -tal como postula el Tao- un espacio en el que efectuar dicho proceso sociofisiológico en sí, pero respecto el agregado humano de las generaciones en el tiempo presente y ante el contexto material de su propio transcurrir corporal y colectivo.
Pues la otrora natural selección de la evolución de la especie ha tirado precisamente por este camino, el que convierte el ser socio-racional de la consciencia humana nuevamente emergida, en un parapeto grupal -de replicación fisiológica normativizada obligada- que pone a buen recaudo, precisamente, la nuda corporalidad de cada uno.
Y, lógicamente, este dispostivo universal humano (de origen en realidad anterior) se basa en el vacío como necesario contexto en el que efectuarse, una y otra vez (de forma incesante en su vertiente agregada); proceso que se sostiene en la misma vacuidad neurológica (neural y somatosensoria) de donde procede ex nihilo nuestro propio sentido interoceptivo corporal.
Pero han sido las contingencias históricas y evolutivas la fuerza que hizo que el locus real de la pertenencia grupal también se consolidara universalmente sobre el mismo eje vacío: de ahí que se justifique, y sea necesario entender, la construcción de sentido humano y cultural como erigida sobre la piedra angular de lo propiciatorio.
Pues no hay más principio posible, en vista de la circunstancias, que una cierta violencia de la impresión sensoria indiviudal cuya pauta se repitirá sobre el plano colectivo, que ha de seguir sosteniéndose igualmente sobre la violencia de la impronta sensoria a marchamartillo, dado que no hay más asideros dónde agarrarnos como grupos, si bien una vez materializada la violencia, quedamos mortificados y, a través de la catársis, enfilados como grupos culturales provistos, ahora sí y por un tiempo nuevo, de una referencia y de un sentido -y de lo más serio-; un gurpo cultural, además, que está a partir de entonces sobreaviso respecto, precisamente (y paradójicamente), la capacidad destructiva de la violencia–en tanto grupo humano y cultural cuya continuación en el tiempo queda, de ahí en adelante, tácitamente en tela juicio en el sentir más visceral, precisamente, de los sujetos socio-homeostáticos-.
Pero una mecánica de los grupos humanos así comprendida obliga hablar de las imágenes como la argamasa efectiva de esta suerte de matriz metabólica que se establece sobre el yunque colectivo de la pertenencia individual; una matriz incorpórea en tanto que ampara envolviendo y apartando, precisamente, la nuda corporalidad singular de cada uno (defieriéndola y parapetándola para blindarla pasajeramente frente a la dureza inmisercorde del espacio físico-material en sí). Y es solo de forma metabólica (en nuestra emotividad más visceral y homeostática) que podemos habitar efectivamente el espacio moral real que se le brinda al sujeto perteneciente sedentario.
Pero se trata de un espacio incorpóreo al que, sin embargo, solo se accede a partir de un cuerpo singular: el cáracter propiciatorio del sentido humano (que se funda precisamente ex nihilo apartir de nuestra imposición simplemente vital) precisa de las imágenes para rebasar el problema colectivo que supone todo cuerpo singular. Y nuestro violento ímpetu por ser (en la consecución incesante del confort homeostático en todas sus formas) se abre entonces en dos vertientes diferentes a la vez que inseparables, la de la frenética consumación de la imagen (en términos de un tiempo fisiológico vivificador y fugaz) por una parte, frente a la consumación diacrónica, directamente molecular de los cuerpos sedentarios que, auxliados por los altibajos sobre todo sensoriohomeostáticos, disfrutan en realidad de una (secreta) planicidad existencial necesariamente consustancial a la antropología sedentaria.
Porque, como insiste el Tao, las imágenes no se acaban de consumir nunca, si uno se lo piensa (solo permanece, finalmente, lo semióitco sería otra forma de expresarlo). Aunque esto sería solo relativo a la experiencia sensorio-ocular de una nueva generación de sujetos socio-homeostáticos en tanto cuerpos pertencientes en todo tiempo cultural histórico, claro está.
De manera que cabe concebir la vida cultural y sedenatria como una efectiva realización de la imagen, en tanto oportunidad fisológica y vital que supone la vida misma de cada uno y que se procura a todo sujeto perteneciente (sin calificar, en principio, cualquer sentido real o moral que acabe teniendo toda vida singular). En cambio, es precisamente el deterioro y desvanecimiento real de todo lo vivo en la otra vertienete críptica del armazón antropológico sedentario -o sea, la de los cuerpos reales- lo que se ha de mantener a raya, como si dijeramos, en su sitio subalterno a la vez que (secretemente) regidor.
Paradojas de la vacuidad neurológica y el sentido propiciatorio humano que de ella se deriva.
O una «constitutiva nihilidad ontológica» (Xavier Zubiri)
1.Convierte el realizarse en el modo nuestro de ser; esto es, el ser como imposición, y la vital imposición como el poder ser.
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2.Convierte la consecución de confort (implicación homeostática, a igual que nuestro hedonismo vital) en el mismo poder de imposición.
INVERSAMENTE
Convierte (o puede convertir) el poder en sí a través de cualesquiera medio o situación, en confort.
Convierte la ocupación sensorio-homeostática de nuestro organismo en una forma inicial de realización, frente a la vacuidad originaria.
Es decir, la vivificación sensoriometabólica antecede siempre cualquier sentido posible. Y todo sentido está sin remedio configurado de alguna manera y en algún grado por la vivificación sensorio-homeostática anterior (siendo precisamente la circunstancia colectiva el factor finalmente determinante, puesto que es del sentido colectivo –sociorracional– de lo que dependen los grupos humanos, frente a su disgregación potencial desde dentro).
El bucle guardián de la vida antropológica
Tan importante es la vivificación sensorio-homeostática individual, en tanto fuerza convocante real del porqué sociorracional del colectivo, que todo grupo antropológico acaba creando dispositivos (“rituales”) del control respecto a su propia experiencia sensoria, pues ¿por qué depender siempre de las contingencias externas cuando, siendo de tanta importancia vital la experiencia fisiológica de los sujetos socio-homeostáticos pertenecientes, la cultura -o toda cultura, universalmente- puede acabar administrándose buena parte de su propia vivificación sensoriometabólica?
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3. La radical necesidad del otro (lo sociorracional)
Como si de una huida en adelante se tratara, el callejón sin salida de nuestros propios sentidos nos aboca hacia la alteridad real del mundo interpersonal, donde precisamente resulta necesario que seamos en un sentido por fin ontológico, en tanto cuerpos pertencientes pero a través de una personalidad socializada que se nos exige de parte de una experiencia cultural colectiva concreta e históricamente determinada. Y así, un estar sensorio-homeostático que a momentos intuimos oscuro e incluso amenzante en su profundidad que nos parece impentrable, se reconfigura en el amparo de nuestro yo racional, ahora sí ontológico y categorial, en tanto el ser solidamente reflejado en los otros pertencientes, pese a su evidente calidad de constructo.
INVERSAMENTE
Convierte la supremecía sobre otros y su destrucción, en una potencial forma de poder como confort de máxima intensidad.
Convierte por razones simplemente estructurales el conflicto interpersonal (después intergrupal) en una forma de sentido en sí mismo y en tanto que ocupación completa del plano sesensorio-corporal respecto de todo espacio físico compartido.
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4.La naturaleza propiciatoria humana
El sentido humano y su legitimación última como forja oportunista de imposición violenta:
Primeramente, en forma de la víctima sustitutoria,
Secundariamente como ritualización menos cruenta
Después en tanto postulación mítica (como exteriorización de la violencia) sobre espacios inmunes a la contradicción o que están más allá de la comprobación sensoria humana.1
Pues para René Girard nuestra ambivalencia ante la violencia (que tanto da vida como la destruye) solo se hace funcional a través del callejón sin salida lógica que es, primeramente, la víctima propiciatoria no perteneciente (quien no mantiene, por tanto, vínculo causal alguno con la venganza); que precisamente por eso se selecciona de forma oportunista y ex nihilo, para que después y a través de la experiencia vicaria del espectáculo del sacrificio del otro, se convierta en una forma a partir de entonces de sagrada opacidad: para que la realidad fisiológica de la brutalidad presenciada y homeostática por nostros contemplada, sirva depués para la construcción cultural, ahora sí fundamentada sobre una base lógica real e inamovible (porque más atrás no hay a dónde remitirse de ninguna manera).
INVERSAMENTE
Por eso la experiencia vicaria de la violencia, la que presenciamos visualmente a través de la imagen como la destrucción violenta de otros cuerpos y la aflicción en general humana, adquiere en sí misma un poder fundacional y reconstituyente respecto a este mecanismo de edificación cultural, lógico-semántica (lo que se hace central, como argumentamos, a la viabilidad antropológica dependente de la agricultura intensiva, después propiamente sedentaria y “civilizada”).
La opacidad lógica y el punto cero semántico: la base “propiciatoria” del lenguaje humano
La continuación de este argumento respecto el lenguaje humano en tanto que los fonemas, si bien no significan nada en sí, entran en relaciones dicotómicas en base a rasgos fonológicos (fonología: oposiciones nacientes de sentido respecto a la fonética). Es decir, como se trata de elementos que no pueden deshacerse en unidades más pequeñas de sentido, forman una base inamovibile del edificio mayor que es el lenguaje humano en sí; una base inamovible y estable porque no puede atribuirsele ningún sentido en sí, y porque nace del la fisiología-anatomía humanas, sin que haya ningún plano adicional a donde remitirse.
O, en general, de todos aquellos fenómenos que acaban en la fisiología o cuerpo humano (pues más allá de esto no se puede remontar). Es decir, todo aquellos atributos que pudiéramos describir como filogéniticamente constituidos respecto, por ejemplo, la afectividad filiopaternal; la percepción de superficies de carácter puntiagudo; el carácter antopomorfizante en general de la percepcióna human; o nuestra susceptibilidad al poder mannierista de la figura corporal humana…etc., se convierten en constantes estructurales por donde acaban fluyendo, bajo unos y otros avatares históricos, culturales y generacionales, la perenne mecánica de los grupos humanos en tanto locus del drama socio-homeostático de la pertenecia indiviudal e identitaria.
Un sostenimiento enconado fisiológico basado, sin embargo, en la opacidad. Pues la consecución y establecimiento de categorías ontológicas -diferencias antitéticas- como sentido humano requiere que las partes puedan oponerse efectivamente de manera finalmente inequívoca: eso solo es posible si el elemento en cuestión no remite a ningún otro significado; solo entonces se hace fuerte ante toda prueba de contradicción y, asimismo, útil para relacionarse agonalmente con otro elemento (creando así sentido proxémico-conceptual).
Es decir, el sentido antropológico que articula la viabilidad sedentaria se inicia sobre un plano proxémico que se expande también en cuanto espacio semiótico más allá, claro está, del plano corporal. Pero no puede prescindir de la firmeza de lo inequívoco, o al menos en sus fundamentos, pues solo así logra producir otras formas elaboradas de ambigüedad e indefinición tan cruciales para la vida cultural sedentaria.
INVERSAMENTE
Convierte los contextos agónicos de conflicto entre las partes en un dispostivo de sentido antropológico en sí mismo, cosa que, si se mira bien, supone un gran peligro a largo plazo para un sostenimiento colectivo que depende, paradójicamente, de un orden que se basa en su propia capacidad de violencia desabrida. Es decir, solo en cuanto no sea posibe un alto grado de desarrollo técnico (y armamentístico) por parte de estos contextos, podrán seguir funcionando en el tiempo como entorno antropológico.
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5. La ambivalencia nos abre a las circunstancias contingentes
Pues teniendo la violencia, por ejemplo, gran poder homeostático sobre nuestra percepción (en tanto nunca nos deja indiferentes al presenciar o contemplarla entre seres humanos), no obstante no adquiere “sentido” para nostros sino en nuestra imbricación socio-homeostática individual resepcto a un grupo humano cultural, a partir de una experiencia generacional también histórica (y también a partir, evidentemente, de nuestra propia ontogenia psicocorporal singular). De tal manera, que nos armamos como seres sujetos de una pertenencia siempre potencial, nunca definitivamente culminada (en tanto cuerpos por siempre singulares) sobre todo en base a una poderosa susceptibilidad sensorio-homeostática respecto al mundo que nos rodea (máxime el humano). Y esto para que, ante las contigencias evolutivas que se fueran dando, nuestras respuestas personales hubieran sido, en una dirección u otra, las que mejor se acoplasen a la continuacion en el tiempo del colectivo.
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6. La importancia «fisioantropológica» de la jerarquías sociales
Con las jerarquías sociales (inherentes de hecho a la experiencia grupal2) se crean espacios dicotómicos no inmediatamente cruentas que nos ponen a nuestra disposción una forma de violencia moral e interna, en tanto nos conformamos o no con las reglas de jerarquía social. Pero tanto en el conformarnos como en el rechazo de las mismas, gozamos -esta es la palabra- de una forma de poder de nuestra propia autodefinición personal. Poder que ejercitamos, además, en tanto podemos decidir respecto a nuestra emotividad más íntima, si la externalizamos o no: es decir, con esta forma de autocoacción psíquica que las soceidades sedentarias no han tenido más opción que explotar, la violencia ahora moral y de volición íntima, se convierte en sí misma en una permanente fuente de tensión que por lo general solo barrunta la violencia, o hace que temamos su aparición, pero que nada más que en circunstanicas extremas (o sea, en situaciones socialmente críticas y de crisis estructural) toma forma real a través de los cuerpos pertenecientes.
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7.Radical necesidad de lo ambiguo y la indefinición
Porque el ser humano se realiza socio-culturalmente en la imposición de sentido colectivo y semiótico (frente a la cual nos mantenemos cada uno en la periferia de la idiosincrasia propia -la anomia- fisiocoroporal más íntima); si bien, es solo ante el misterio de lo percibido y no inmediatamente aprehendido que los seres humanos se disponen a imponerse. Porque, además, solo así puede procesarse, como si dijéramos, el estar sensorial, homeostático y prerreflexivo, para convertirse adquiriendo la sustancia ontólógica de el ser sociorracional y colectivo.
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8. Radical necesidad sedentaria de la episteme
Como compendio de un saber cultural que se hace cada vez más elaborado semióticamente -a través finalmente del lenguaje escrito y también numérico- la episteme supone el traslado efectivo de la otrora nómada dispositivo fisiocognitivo de los grupos humanos, a un espacio estrictamente metabólico que rebasa por completo el plano corporal. Es decir, puede hablarse de cierta condena «infernal»que nos somete como sociedades a tener que forjar el sentido en realidad como forma de acomodo estructural de nuestra naturaleza socio-homeostático originalmente nómada, pero por medio del único cuace que nos queda disponible: la elaboración semiótico-epistémica (o sea, finalmente la ciencia y la técnica, ambas formas de imposición ante todo metabólica). Es decir, ello nos obligaría a sospesar toda noción de progreso cultural y tecnológico (o sea, el progreso a secas) como algo dictado, en realidad y al menos en parte, por esta calidad vacua y adánica inherente a nuestra experiencia consciente.
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9. La (radical) necesidad sedentaria de crear nuevos espacios de indefinición
Sin indefinición y lo no inmediatamente aprehendido, el proceso socio-homeostático de lo humano, tal como aquí se está esbozando, no funciona. De tal forma que a medida que se va iluminando el mundo paradójicamente se hace necesario -por razones simplemente estructurales- que se vayan creando nuevos espacios de indefinición. Aunque esto no es problema en tanto que la consolidación intelectual-conceptual es, al mismo tiempo, una merma en el sentido de que se está dejando de mirar al mundo por otras vías de conocimiento, lo que quiere decir que se abren nuevas posibilidades de creatividad y desafío respecto a lo consabido.
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10. La vivificación sensorio-metabólica como indefinición
Parece evidente, entonces, que una alternativa a cualquier sentido empistémico de las cosas puede procuarse a partir de la vivificación sensoria en sí: nuestra tendencia pendenciera a gozar del conflicto en sí mismo, apunta en esta dirección, como también parece apuntar nuestra constatada dependencia contemporanea de imágenes periodísticas y cinematográficas que, de alguna manera, parecen contribuir a hacer más suportable la inmovilidad real en la que vivmos (y dada la discontinuidad que supone la vida agraria respecto a nuestro origen socio-homeostático a partir del nomadismo). Pero también sirve en este sentido el dispositvo que podemos denominar sociedad de riesgo (siguiendo el plantamiento del Ulrich Beck3) que postula una mecánica de orden basada, en realiad casi exclusivamente en amenezas percibidas (sean estas reales o no); que solo con el planteamiento más o menos creible de amenazas más o menos difusas, nos sometemos a la zozobra de una necesaria indefinición, lo que requiere de nuevo que nos agarremos al sentido consabido del mundo que habitan nuestros cuerpos; un sentido que por lo general ha de encontrarse también disponible para que, nuevamente, podamos participar de la -sin duda gozosa- ilusión de poder de nuestra propia definción personal.
Es decir, que los contextos sedentarios pueden funcionar sobre un horizonte humano de esta forma recortada (en tanto una sociedad que renuncia buscar sostenerse sobre lo epistémico y que solo en aparencia lo hace). Aunque en verdad no adimte facilmente enjuciamiento: ¿quienes somos nostros para saber (ni mucho menos decidir) cuáles de estas dos modos de progresión temporal colectiva merece la pena o no?
He aquí, por fin, la cuestión «propiciatoria» más importante, pues parecería que a la vida hay que conferirle sentido; un sentido que no tiene de forma inherente más allá del de su continuación en el tiempo-espacio, nada más. Y especialmente importante parece esto respecto a la experiencia sedentaria y propiamente civilizada: tanto el libre albedrío humano como la forja de sentido, devienen en mecanismos, en realidad, protocolarios que cumplen con el proceso de acomodación de un modus operandi socio-homeostático humano orginalmente nómada al nuevo contexto de lo inmovil sedentario.
O al menos esto sería una óptica obligada respect la compresnsión real de la antropología sedentaria, la que parte del punto cero neurlógico nuestro que es nuestro estar sensorial y homeostático (antes del cual no hay ni puede haber nada) para luego buscar las siguientes implicaciones lógicas de este hecho respecto de la cultura en sí. Evidentemente, los credos religiosos formales, consustanciales exclusivamente a la antropología sedentaria, han de poder concocerse también por la función estructural que cumplen.
¡Porque respecto a esto de conferirle un sentido a la vida, si no lo hace usted, lo tiene que hacer otro!
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1 Puntos conceptuales de René Girard en La violencia y lo sagrado (1972)
2 Tésis principal, por ejemplo, de Levi-Strauss en Antropología estructural(1958)
3La sociedad del riesgo: El camino hacia otra sociedad moderna (1986)
El valor evolutivo de nuestra atracción por las imágenes del afligimiento ajeno (en forma de desastres y violencias sobrevenidos respecto a cuerpos humanos indefensos) posiblemente sea el de que en la impronta sensoria intensa se inicia el proceso de definición sensorio-homeostática individual, pero siempre en función de un colectivo cultural de pertenencia. Es decir, sin la vivificación sensorio-homeostática intensa no hay porqué alguno de lo sociorracional, que es tanto como decir que no hay grupos humanos sensoriometabólicos (que es el plano real de toda unicidad colectiva humana, pero no en ningún sentido anatómico) sin la zozobra en sí misma significadora de nuestros sentidos.
Y parecería por tanto que, como se basa toda construcción cultural posible en un cierto prendimiento sensorial y neurológico individual, usted no tiene más opción que constatar -y mejor aún reconcocer- su nuda susceptibilidad propia en este sentido.
Si bien presenciar el sufrimiento de otros no es que sea inicialmente algo que nos gusta ni que nos repele necesariamente (pues estas emociones “morales” son moldeadas, sin duda, por la experiencia vital-cultural del individuo) sino que nos resulta de un peso fisiológico -homeostático- abrumador en tanto nuestros organismos están sensorio-homeostáticamente ocupados por el solipsismo fisiológico. Pues es indudable que las imágenes que atañen el cuerpo humano (o su forma antropomorfizada), o la gestualidad facial igualmente humana o antropomorfa, presentadas de forma visualmente manierista; o todas aquellas imágenes que representan la lucha entre cuerpos (tanto humanos o los antropomorfos), nos conmocionan de una forma profunda, más allá de nuestra comprensión racional inmediata.
Esa, postulamos, es la piedra angular real de la racionalidad humana en tanto mecanismo, en realidad, antropológico de los grupos humanos históricamente particulares y frente al espacio asimismo real del que dependen. Pues a partir de esa hibris individual se convoca, nuevamente, el amparo colectivo al que podemos agarrarnos ante los embistes de las fuerzas mayores, incluso las que nos habitan en nosotros mismos; y es, ahora, mi persona social y la mesura sobre la que está confeccionada (en base sobre todo a la coacción) lo que me franquea la puerta a la matriz colectiva que son los míos, en donde puede resguardarse mi cuerpo físico singular y de por sí indefenso.
Pero también es cierto que nunca ha sido esta maniobra digamos de traspaso o transacción entre el estar corporal-sensorial, por una parte, y el ser ontológico, identiario y cultural (donde el uno se cambia momentáneamente por el otro) una cosa del todo tangible, incluso tratándose de grupos humanos nómadas originales: no es tampoco de extrañar, por tanto, que dentro de los contextos sedentarios, tenga lugar la misma transacción, pero de forma aun más imperceptible y remota puesto que respecto los contextos no proxémicos inmediatos (es decir, los semióticos y de representación simbólica) que articulan la experiencia sedentaria agrícola, no hay obligación alguna para el individual de que reaccione inicialmente de forma públicamente observable, y puesto que se trata, para nosotros, de un fenómeno aún más restringido a un ámbito homeostático íntimo, sin que exista normalmente la urgencia imperiosa ni inmediata de actuar in corpore frente a otros seres humanos.
Pero sin duda estamos, en tanto habitantes de lo inmóvil sedentario, condenados a nivel tanto homeostático como neurológico, a participar en este dispositivo sin fin de reconstitución socio-cognitiva de la conciencia humana individual, descríbase como se describa -o se hubiera descrito a lo largo de la historia cultural humana, según una que otra mitología o religión. Y solo descansamos al decir de A.Damasio, cuando volvemos a dormir.
¿Qué sería, estructuralmente (o sea, «fisioantropológicamente»), este momento sensoriometabólico de la vivificación digamos morbosa? ¿Puede ser algo así como el momento cero de la definición humana, pues no hay equivalente respecto a la relevancia socio-homeostática para el sujeto perceptor? Y justo en este momento, de tanta potencia socio-homeostática, puede decantarse el ser humano tanto hacia la mayor brutalidad (esto es, entregándose metabólicamente al festín visual de la destrucción corporal), o bien hacia una pena (igualmente intensa) de carácter profundamente conmiserativo?
Pero son los avatares de los grupos históricos y su poso cultural particular lo que influyen sobremanera en la respuesta última a esta pregunta, además de la experiencia particular de una generación asimismo concreta en cualquier devenir cultural mayor históricamente determinado (¡aparte, claro está, de toda ideosincrasia de la personalidad esctrictamente indiviudal!).
En cualquier caso y debido a nuestra condición propiciatoria inexorable (debido, efecivamente, a la vacuidad neurológica de la que asciende y se reconstityue sin cesar nuestra conciencia), tendemos a abordar la zozobra sensorio-homeostática íntima precisamente como un momento decisorio de nuestra propia autodefinición moral, en un sentido u otro: porque en el poder de nuestra propia respuesta, en un sentido u otro, se está rellenando -quizás- dicha vacuidad. Es decir, quizá la voluntad de poder e imposición nuestra tiene mucho que ver con cierta nihilidad ontológica (término de Zubiri1) que nos ata y que, evidemente, la neurología actual describe muy claramente (si bien no la reconce de forma abierta debido, es de suponer, a la poca corrección política que la idea implica).
Y es que bien mirado lo sedentario inmovil, podemos hablar de una serie sin fin de opciones homeostáticas que imperiosamente se le ha de proporcionar el sujeto sedentario; y que, pese a los cambios aparentes y de superficie respecto a la historia social, dichos momentos decisorios han de volver sin cesar a configurarse en tanto una nueva disposción a la que nos podemos agarrar, frente a una siempre acechante indefinición de carácter verdadermaente ominoso, si nos paramos a pensar demasiado en ello.
Aunque debe de ser el poder en sí que ejercitamos -al menos a nivel socio-homestático- como seres de naturaleza incoativa que somos (y en tanto una consciencia que solo es en su propia y permanente reconstitiución presente). Porque nos reconforta aquello que sentimos como un poder de imposición nuestro, cada vez que nos volvamos a visceralmente saber quienes somos a través de la vivificación somatosensoria. Tanto más si incluye, además, la necesidad de coaccionarnos ante nuestras propias emociones, o inhibirse de alguna manera; o, por el contrario, podemos sentir una incontestable pulsión de rechazarlo todo y transgradir: en todos los casos lo percibimos al final como una forma de suprema voluntad y poder personales nuestros (es decir, repsecto un plano visceral e íntimo) que no tenemos por qué exteriorzar si no nos da la gana.
Aunque si aceptamos eso, damos por sentado que todo lo humano, como está atado por este dispositivo priopiciatiorio a partir de la vacuidad neurológica, existe en compensacion frente a este caracter vacío inicial que es la experiencia sensorio-emocional prerreflexiva en sí. Pero así sería con aun más enjundia que dependiéramos de los otros, en tanto que hubiéramos nacido y somos para encontrar a los otros, lo que tendría un valor evolutivo evidente respecto a la permanencia en el tiempo de los grupos humanos.
Pero si acaso no le gusta lo que aquí decimos, y las implicaciónes respecto de cómo somos en el mundo no le place: rebélese usted respecto su propio nihilismo, pues también es otra opción más que le pone ante usted la cultura, y desde siempre (de tal manera que la cultura es respuesta en sí misma al tema de de la “nihilidad ontológica” y neurológica).
(¡Pero usted mismo/misma!)
1 Xavier Zubiri, En torno al problema de Dios (1935)