Ficciones «suprahomeostáticas» impertinentes:

(Portada discográfica del año 1975)

De ser posible una racionalidad suprahomeostática (es decir, el poder ver y actuar frente al mundo sin encontrarse sujeto por la suerte corporal propia) implicaría una moralidad que también hubiera logrado elevarse por encima del plano socio-homeostática del grupo antropológico. Porque la cognición en tanto constructo siempre en alguna medida cultural, en realidad, sujeta el espacio de actuación del sujeto homeostático, mientras que la moral sirve para amoldar -filtrar- el ímpetu emotivo-vital de cada cual siendo cado una (cognición y moral) vertientes diferentes de una misma cosa, algo así como el protocolo universal a la vez que culturalmente específica de la pertenencia fisioantropológica para todo cuerpo humano singular.

Aunque eso es también decir que por encima del locus de la pertenencia socio-homeostática, no hay moral posible pues toda contemplación ética solo puede partir, en última instancia, de la singularidad corporal. Pero ¿qué cuerpo humano puede haber que no esté imbricado a nivel homeostático con un colectivo antropológico y cultural, y aunque solo fuera a través de la adquisición lingüística materna que es buena parte del pensamiento mismo?

Tampoco puede concebirse la consciencia en tanto estado neurológico reconstituido, en un sentido culturalmente neutro pues la condición socio-homeostática de la experiencia humana parecería inseparable del hecho fisiológico nuestro, aunque me parece que nunca he podido siquiera sobreentender este matiz en las ocasiones que he seguido algún autor experto que versara sobre el tema de la consciencia; no es que lo nieguen sino que en las casuísticas que he leído sobre, por ejemplo, lesiones cerebrales que afectasen de alguna manera la personalidad del sujeto en cuestión, los neurólogos suelen manejar el término consciencia sin explicitar nunca el hecho, creo que certero, de que es en el contexto de dependencia de un grupo donde el ser humano inicia, desarrolla y de alguna manera perfecciona este, digamos, dispositivo del yo socio-homeostático.

Que para eso está, podríamos decir, la conciencia como armazón del ser socializado y perteneciente, frente al plano evolutivo del tiempo humano (o eso al menos hasta la aparición de la agricultura intensiva).

Pero de poseer una racionalidad suprahomeostática, significaría que usted ya no estuviera obligado-obligada, en su propia emotividad, por ciertas estructuras o dispositivos morales filogenéticamente transmitidos de forma universal a los seres humanos de hoy en día. Porque sepa usted que es su propia emotividad (encendida al principio por, simplemente, la experiencia sensoria) la que le arroja a usted contra dicha herencia (o sea, interna también a usted mismo o misma) para que, según cualesquiera circunstancias culturales reales, usted tenga que definirse como sujeto socio-moral y perteneciente.

Porque dicho legado biológico actúa, a fin de cuentas, como mediador-regente entre la emotividad propia y lo sensorio-emocional de los otros: el poder de la cultura es precisamente el de ponerle a usted en la encrucijada de estas tres vertientes (su respuesta homeostática íntima, la de los otros y los universales sensoriomorales heredados) para que o bien se vuelque usted en el solipsismo de su propia fisiología, o bien se reprime ante la coacción que supone su defenestración anticipada, o bien -que es en verdad lo más frecuente- logra usted combinar las dos opciones anteriores en alguna medida y en algún grado.

En todo caso y al final, experimentará usted el hecho un tanto enmascarado de su propia conformidad base con el grupo (con el fin último de que estos no le abandonen ni se vuelvan unánimamente enfurecidos contra usted) como una forma, paradójicamente, de poder de imposición propia.

O sea, aquella jugada maestra -estructuralmente hablando- del cristianismo que logró que concibiéramos el acto de refrenarnos ante nuestras propios impulsos violentos como un verdadero poder personal que nos asiste (que no ninguna debilidad ni cobardía sino todo lo contrario), pues resulta que tiene cierta utilidad entender toda incorporación fisioantropológica del individuo al grupo, respecto toda viabilidad cultural histórica posible, como un mismo dispositivo esencial parecido: algo así como una mecánica estructural común que sería la de proporcionar un espacio, sobre todo fisiológico de imposición personal que postergase de alguna manera las consecuencias socio-corporales de nuestros actos, por mor -evidentemente- de la permanencia en el tiempo del grupo (en principio sobre todo el propio, qué se le va hacer).

Las otrora evolutivas ventajas de los colectivos que hubieran logrado que la conformidad individual a nivel estructural, sin embargo, le pareciera al individuo mismo la exaltación de su propia autoafirmación existencial singular (resaltando al menos para sí cierta visceral noción decisoria personal), tendrían una clara baza para cohesionarse en el tiempo común: el ámbito de lo moral y el de las postulaciones epistémicas, por constituir espacios no corpóreos -sino más bien metabólicos, quizás también decir dopaminérgicos– constituyen una herramienta estructural clave en este sentido; una herramienta como recurso que deriva de nuestra condición homeostática dirigida -o coordinada- por nuestro sistema nervioso.

(Evidentemente, el cristianismo tiene una especial característica histórica en este sentido que es la de suponer el comienzo de una forma de hacer explícita la idea de la no violencia a favor de la experiencia corporal, pues en su calidad prosélita radical fuerza los límites, en realidad biológicos, del grupo propio; si bien esto tardaría siglos en plasmarse en el sentido y peso culturales laicos con que hoy día lo conocemos).

O quizá le fastidia que le “engañen” de esta manera, respecto un nivel tempo-estructural que se sirve de la propia experiencia sensorio-emotiva de usted, pintándole las cosas como a usted necesita verlas (esto es, como circunstancias frente a las que, de forma denodada, usted ha de realizarse como individuo) para que luego todo el entramado en sí se consolide sobre el plano estructuralmente más importante y significativo que es el de nuestra diacronía como colectivo antropológico (después  finalmente, como especie sobre el planeta). Pero no se aflija si usted, en tanto individuo socializado -en su misma racionalidad y voz interna- sea algo así como el apéndice dependiente de un estar anterior y preconsciente: no es que deba verse usted de ninguna manera rebajado como sujeto de su propia condición vital sino esfuércese -si quiere a modo de ejercicio- en ver más allá del solipsismo de su propia experiencia homeostática en la que vivimos cada uno de nosotros respectivamente.

Y, aunque claro está que se trata de algo inherente desde siempre a la condición humana originalmente nómada, es la antropología sedentaria la que, paulatinamente, hubiera de explotar la posibilidad de encauzar el ímpetu vital humano por perdurar (o sea, la violencia en su naturaleza más orgánica), a través de espacios o circuitos no directamente corporales, espacios que, para ser viables, toda antropología sedentaria e inmóvil tiene que poner a disposición de los sujetos homeostáticos.

Porque, como posee usted en su propia constitución filogenéticamente heredada ciertas condicionantes colectivas respecto a cómo percibe el mundo, debemos considerar la vivificación sensorio-emotiva (es decir, la estética en su sentido más amplio) como un experimentar también imbricado, y pese a la apariencia real de nuestra singularidad física, con el grupo cultural. Es decir, nuestro modo de ver el mundo es, de forma para nosotros inconsciente, un acto en realidad colectiva a hasta cierto punto; lo que no es colectivo, claro está, es lo esencial de la intimidad homeostática de usted, si bien no puede soslayar los elementos universales de la percepción humana, lo que actúa como un críptico (o sea no explícito) orden parcial de lo humano en sí. Con lo que se hace necesario entender la experiencia que podíamos decir mimética1 (esto es, la que imita a la realidad corporal y proxémica, pero sin trascendencia corporal (moral) inmediata), se construye necesariamente sobre el desarrollo semiótico y cultural (que incluye toda la índole de formas y variantes de la representación artística, y medios de comunicación), como un experiencia también moral, y que, si bien no se iguala exactamente con una moralidad proxémica directa, puede suplirla en buena medida: o así debe entenderse, por ejemplo, la realidad histórica efectiva de ni más ni menos que de las ciudades y de la vida urbana en sí.

Pero de poseer usted una racionalidad suprahomeostática dejaría con ello de pertenecer a la trayectoria humana que acabo de referenciar, pues ha sido, lo sigue siendo, gracias a nuestra subordinación homeostática que la experiencia sedentaria haya podido -pueda seguir aun- reforzándose en el tiempo colectivo. Pero al interrumpir este nexo homeostático entre individuo y el grupo, quedaría usted ante la tesitura de entender la falta de sentido (ahora sí que lo notaría usted), lo que en principio le abrumaría, respecto al hecho de que no hay, sencillamente, sentido más importante (con perdón: más significativo) que el perdurar colectivo en sí.

Esta circunstancia se debe, en efecto, al hecho de nuestra vacuidad neurológica, que quiere decir que más allá de nuestra sensorialidad no hay nada (que todo empieza para nosotros en el percibir, siempre, en cierta manera, adánico). Y esto conlleva aceptar que la violencia, como dependemos de ella en nuestra propia imposición vital, la tenemos a mano como herramienta lógica de la fundación del sentido humano colectivo, si me permite la redundancia implícita en este último sintagma (o sea, el sentido no puede ser en su sustancial esencia sino colectivo).

Aunque claro, desde la óptica de la hipotética racionalidad suprahomeostática de usted, vería de forma ahora translúcida que, pese a nuestro íntimo vínculo con la violencia y al hecho de que los grupos antropológicos logran aglutinarse en base a ella, se hace imperioso a la vez la necesidad de controlarla en última instancia por medio de la creación de cauces rituales, después mitológicos, para externalizarla de alguna manera respecto del grupo de pertenencia2.

Ello se debe, muy probablemente al simple hecho de que cuanto más próximos e in corpore que nos relacionemos con otros seres humanos, día sí y otro también, menos toleraremos la aflicción presenciada respecto a esos mismos seres humanos. Es decir, espoleados por, simplemente, el dolor, los grupos humanos no tienen más opción que parapetarse frente a él ampliando el espacio emocional (no corporal) a disposición de los sujetos homeostáticos pertenecientes (culturalmente o incluso de forma situacional y fáctica respecto a quienes son “menos de los nuestros”); porque si no, como si de una contaminación pestilente se tratara, o bien a modo de un metafórico fuego descontrolado, el colectivo caería disgregado y roto a causa de las violentas pulsiones internas propias

(Y no hay mayor desolación que visceralmente pueda sentirse todo cuerpo humano socio-homeostático que la ausencia de los demás, ya le digo.)

Pero piénsese en el problema especialmente agudo en este sentido de la antropología sedentaria, sobre todo la que se basa en la agricultura intensiva (o sea, la nuestra) donde ya no nos queda la opción del desplazamiento colectivo físico. Porque, precisamente, si pudiéramos seguir simplemente caminando en grupo de un lugar a otro, encarnando in coprore la realidad socio-moral de la que siempre hemos dependido realmente y pese a las apariencias contemporáneas (o sea, esa realidad que son los demás y ante los que, como yo socializado, estamos cada uno obligados ); así cazando y recolectando, pero llevando casi literalmente a hombro nuestros temas y asuntos interpersonales (los lazos socio-afectivos, las rivalidades, ofensas, lágrimas y también el cariño y el humor, etcétera) de un modo mucho más inmediata y cuerpo a cuerpo como si dijéramos, claro está que no hubiera existido nunca razón alguna para el desarrollo semiótico que separa la experiencia nómada del sedentario: los credos formales, el lenguaje escrito, el dinero, las distintas artesanías y formas de representación artística, o la incipiente observación empírica de, por ejemplo, los astros junto a un pormenorizado registro y control del paso del tiempo; todo eso que usted conoce por “cultura” civilizada incipiente, no es solo consustancial al antropología sedentaria sino que supone el sostenimiento real y viable de la misma.

(Por cierto, ya sería hora de que esto lo entendiera usted mejor)

Pero el hecho más importante del que se daría usted cuenta -quiero decir de poseer realmente una racionalidad suprahomeostática- es que puede servirse de la estética misma para periódicamente renovar nuestros vínculos con la violencia; que quiere eso decir que podemos relacionarnos precisamente a través de las condicionantes socio-relevantes heredadas de nuestra propia condición sensorio-homeostática: la moralidad y el sentido ultimo colectivos pueden renovarse a través de nuestra relación sensoria y de carácter, digamos, homeopático con la violencia y la seriedad que, en tanto los sujetos pertenecientes que somos, tiene para nosotros.

La experiencia civilizada (cualquiera que haya existido históricamente) se asienta siempre (o sea, inexorablemente y desde una óptica técnico-estructural) sobre la postergación de la violencia más directamente corporal y desabrida mas nunca su supresión completa; y todo espectáculo público o de masas que recrea, representa o de alguna manera exhibe una imaginería de domino de unos sobre otros, o de lucha y forcejeo unos frente otros; del padecimiento tanto justo como injusto de toda clase de victimarios y victimas (humanos y también animales antropomorfos); sobre un plano corporal y deportivo o bien en un contexto más abstracto (literario-político, por ejemplo), pero que no pero ello deja de ser igualmente moral: son todas ellas vías generales, de carácter en principio sensorial, para la dosificación culturalmente regida de un cierto grado de zozobra que se le brinda al sujeto homeostático sedentario y sin el cual no pueden ordenarse las antropologías agrarias.

Pero, sin embargo, pertrechado usted con una racionalidad-moralidad suprahomeostática, la cuestión de si esto es bueno o malo cedería posiciones a la pregunta realmente más importante: la de cómo podrán relacionarse mejor las sociedades humanas con su propia naturaleza, más allá de la disonancia cognitiva dionisiaca que es algo así como uno de los pocos ejemplos de un intento de dar sentido al armazón un tanto esquizofrénico sobre el que se asienta la antropología agraria; circunstancia que obedece en realidad (ahora sí que se puede describir de forma mucho más empírica) al carácter neurológico de nuestro funcionamiento homeostático y la calidad “emergente” de la consciencia3.

(A parte del mito de Dionisio y la tragedia de Las Bacantes en la que aparece su figura, debe usted conocer los conceptos igualmente griegos de Katharisis y Pharmakon. ¡A dos mil quinientos años de su aparición, en verdad no tenemos excusa!)

Además, a partir de una visión suprahomeostática de las cosas, se entendería de manera visceralmente más clara la violencia humana en su vertiente individual (o sea, sobre un plano íntimo y particular) en tanto nuestro permanente afán por autoimponernos en la consecución del confort en sus múltiples variaciones: pues somos seres homeostáticos que quiere decir también radicalmente hedonistas, y que, por ende, solo tenemos a los demás donde asirnos para refrenarnos -sujetándonos y definiéndonos- en la función de ellos colectiva de su autoridad última respecto nuestra propia continuación singular en el tiempo; o así al menos funcionamos -hemos funcionado desde siempre- en nuestra forma de relacionarnos in corpore con nuestro entorno humano.

Y es que viendo estas cosas desde una óptica suprahomeostática, se encontraría usted ante la tesitura de tener que volver a comprender su propia cultura ahora en un sentido mucho más técnico (como una mecánica en el tiempo, en realidad, de las generaciones) que moral, filosófico o espiritual ; y así comprendería, al fin, que lo más sustancial que tenemos los seres humanos (todos nosotros) frente dicha mecánica es el afecto, aquellas experiencias y personas que hacen efectivamente que importen las cosas y la vida misma: pues lo más real y fáctico de la vivencia humana son las improntas sensorias y la emotividad íntima de cada uno, en tanto fuerza causal real del porqué de la razón en sí humana.

(¡Y el que la emotividad íntima de cada uno pero en el locus de los otros pertenecientes, sea al fuelle real de la racionalidad humana y que esto no se entienda aun a día hoy y de forma popular, hace un flaco favor, sin duda, a nuestra causa!)

Aunque ¿qué importancia tiene, con todo y al nivel más significativo que es el de una estructura humana agregada en el tiempo del planeta, el afecto de usted; quiero decir si nos hemos de mirar y entender con toda sinceridad y por razones pedagógicas del momento fugaz de esta lectura? Pero el estar en posesión de una racionalidad suprahomeostática nos ayuda a ejercitarnos en la pequeñez e insignificancia real que somos cada uno (¡y eso a mucha honra, al decir parafraseando de, por ejemplo, Camus!)

Si bien, hay un detalle que hasta ahora no se ha mencionado: que de tener verdaderamente una racionalidad suprahomeostática, quiere decir que usted se hubiera reubicado de facto más allá de toda relevancia personal respecto a sus congéneres. Es decir, podemos esforzarnos en ver el mundo suprahomeostáticamente (este texto mismo es un ejercicio en este sentido), pero no dejamos nunca de regirnos en nuestra propia singularidad corporal y fisiológica por los imperativos de la pertenencia respecto, en realidad, el colectivo cultural y antropológico. Incluso los científicos, por poner un ejemplo, si bien adoptan precisamente un método suprahomeostático de examinar la realidad empírica, no dejan por ello de depender como individuos del medio profesional, social y también biológico que de alguna manera les cobijan, y dado que solo son individuos sociales por el hecho de pertenecer al medio humano (que si no ¿para qué tener una personalidad socializada?).

Pero un cuerpo humano poseedor fáctico de una racionalidad verdaderamente suprahomeostática, ya no se encuentra amparado por el grupo, pues solo puede consolidarse un estado de cosas parecido en base al poder sustraerse uno de la necesidad del mismo: evidentemente, ni usted ni yo poseemos los medios para tal fin.

(Si bien, en todo rigor lógico, eso por sí solo no quiere decir que no exista necesariamente nadie que sí los posee.)

En todo caso, la posesión de tales medios probablemente implicaría la capacidad de hacer muchas más cosas por encima (por debajo, detrás y a través) del mundo científicamente conocido de hoy en día. Y algunas de esas posibilidades sería muy interesante entender a manera de una serie de deducciones lógicas propuestas:

Que de poder consolidarse usted como ente humano suprahomeostático, se derivan las siguientes consecuencias lógicas:

Que suponiéndole tal capacidad habríamos de considerar que, si usted ha podido manejar su propia condición homeostática, es probable que pudiera incidir -si no controlar- la misma condición en los demás (esto no solo digamos uno por uno, sino posiblemente a través de grandes agregados humanos, quién sabe).

Que al abur de una capacidad parecida para poder reubicar su propia experiencia corporal más allá de la contienda existencial-moral respecto a su congéneres, dejaría súbitamente de existir para usted la política tal y como esta se entiende sobre un plano socio-corporal: las consecuencias de esto son importantes, pues se trataría de un posición política (la de usted) que no perteneciera propiamente a la política, sino que estaría más allá de ella -como también del bien y del mal, evidentemente- de una forma inaudita respecto la historia política y universal humanas. Es decir, para usted el esfuerzo por perdurar ya no sería, en realidad, a costa de nadie ni de ninguna manera excluyente respecto a los otros; para usted el poder político, en tanto juego de suma cero, perdería rápidamente todo resquicio de inseguridad respecto su propia permanencia. Y raudo se le revelaría a usted la verdadera naturaleza (en rigor, el problema) de su propia existencia: la responsabilidad.

¿Y eso de leer la mente? …Sí, pero en vista del poder de incidir que sobre lo homeostático ostentaría usted, constituye en realidad un punto en cierto sentido menor o secundario. Porque de controlar, o poder incidir en, la homeostasis humana ya estaría usted amoldando los pensamientos (tanto los sub o preconscientes como sobre todo los conscientes). Con lo que, hete aquí, nos encontraríamos ante el hecho de que usted controlaría en buena medida el mundo, ¡a través ni más ni menos que de las motivaciones íntimas del ser humano! Un control al menos en tanto mecánica de lo humano (quizás también respecto el plano orgánico, quién sabe). Porque ¿qué ser humano, sabiéndose sujeto de sus propias emociones y sin que le constatara explicación alternativa alguna, no consideraría su propia psique como posesión mucho más suya que de cualquier otro?

Pero ¿qué le podría motivarle a usted, a partir de tal estado hipotético de las cosas (por seguir jugando con las inferencias)? ¿Qué interés tendría, al final, la ganancia por ejemplo monetaria pues lícito es imaginarse que controlaría usted muy posiblemente el dinero en sí, como gran agregado fisiológico humano del que nos servimos, de una manera y en un grado que otro, todos los habitantes corpóreos del planeta? Es decir, muy probablemente la vida de usted adquiriría un carácter espartano pues quedaría bien pronto en evidencia este papel para usted insoslayable de responsabilidad respecto a la vida humana (muy probablemente respecto también las otras formas de vida) sobre el planeta: y no parecería que hubiera otra forma de ver la propia existencia de usted sino como misión a llevar a término; o sea, la misión como cometido personal de la continuidad en el tiempo civilizado de la experiencia humana, máxime cuando pudiera existir alguna causa de amenaza mayor respecto la misma.

Que de tener que estimar el valor de la vida humana en sí, ya lo podría usted hacer desde el plano ignoto de una óptica auténticamente técnica: que esto, por cierto, no lo ha hecho realmente nadie hasta hora en la historia universal humana, pues ¿qué valoración de la vida podemos hacer nosotros (incluyendo los científicos) que no esté siquiera remotamente vinculado a los afectos y las psicologías individuales, aun en el caso del mayor y más loable esfuerzo ético posible? Pero en el caso que aquí estamos hipotetizando, no tendría que rendir cuentas a nadie (porque ni se sabría, evidentemente, de la existencia de usted).

Y es que tendríamos que suponer que usted, al haberse topado -como fuera- con esta capacidad (“tecnología” que vamos a decir las cosas con su nombre), se hubiera esforzado inicialmente por consolidarse como único poseedor de dicha capacidad; o que, como poco anticiparía usted el problema que hubiera supuesto para la vida humana y la civilización en caso de actuar dos o más agentes reales en posesión de la misma tecnología. Y es de suponer que usted hubiera actuado en consecuencia asegurándose su calidad de poseedor único (vamos, me imagino yo).

Que se puede inferir, a su vez, que al encontrarse usted a partir de entonces en una situación adelantada respecto de la técnica humana real e histórica al uso, toda la evolución científico-tecnológica a partir de entonces (fijémosle fecha en la primera mitad de la década de 1950, por ejemplo), sería guiada por usted y de manera para usted a posteriori, de alguna manera, pues toda dirección investigadora humana estaría al fin supervisada por usted (y por su organización de algún tipo y dimensión, porque no se concibe que la críptica coordinación de tal actividad, desarrollada a tal escala, la pudiera hacer una sola persona, ¿no?)

Que de qué manera fueran a incidir en la vida las nuevas tecnologías, de qué forma y en qué grado, en tanto la dirección y sentido o praxis últimos de las mismas, quedaría al margen de toda contemplación pública real, siendo un asunto de la incumbencia exclusiva de usted: pues ¿cómo dudar en última instancia de nuestras propias emociones, del “sentido” mismo del hecho de nuestro propio percibir sensorial? Y a partir de entonces, acto seguido, la estructura económica agregada (los “mercados”) en su conjunto fisiológico, funcionaría de forma similiar, esto es, llevada según el critierio y urgencia técnicos de usted.

Que sería de suponer, además, que justamente en la investigación en general -científica y la humanista- encontraría cierta justificación (vamos, si es que la precisara alguna vez) de la propia existencia de usted, en tanto que pudiera supervisar, también con un criterio auténticamente técnico (es decir, genuinamente suprahomeostático) el conocimiento humano en sí, que sería asimismo la forma humanista más elevada de regir nuestra experiencia sobre el planeta.

Aunque, claro, usted existiría, al fin, a espaldas de toda forma de indignación moral ya que eso sirve a los sujetos homeostáticos en su esfuerzo por sobrellevar a nivel individual, no solo su condición sociohomeostática base, sino también frente a la vida sedentaria, pues no hay fuente de vivificación fisiológica más potente para el sujeto homeostático que la percepción de la injusticia y la indignación moral a que nos aboca: pero qué sentido para usted pudiera tener eso si ya no le atañería in corpore y personalmente  –respecto al cuerpo de usted-  cuestión de ecuanimidad alguna ni en ningún sentido. 

No obstante, la indignación moral sí que tendría para usted una gran utilidad frente a la tarea de usted de garantizar la viabilidad sedentaria a través de la vivificación sensoriometabólica individual. Que quiere decir que usted se tendría que encargar de alimentar con el estímulo y la zozobra sensorios la misma planicidad efectiva de lo sedentario: como un Dionisio, el estímulo como desorden y hibris que son el secreto alimento y fuelle del orden racional sociocultural en sí, lo habría de poner usted. O quizás mejor decir “administrar” pues a usted no se le puede entender como sujeto por las mismas necesidades, ya que ocuparía usted un plano o nivel que parece que no cabría denominar sino ejecutivo y regidor frente al nivel objeto donde nos ubicaríamos los usuarios antropológicos (o así se nos denominaría según la terminología hoy al uso).

Y de la misma manera que los grupos antropológicos se sirven del cuerpo homeostático singular (el susodicho tránsito universal antropológico de un estar fisiológico y preconsciente, hacia la consolidación del ser socio-racional y ontológico a través de la socio-homeostasis individual), ocuparía usted una posición estructural parecido respecto un locus de dimensión ahora universal y terráquea. Pero, a diferencia de las estructuras antropológicas naturales (o sea, las otrora no supervisadas, anteriores a 1950, aproximadamente, como dijimos) no tendría usted más remedio que imponerle un sentido, al menos en tanto una dirección, al tiempo humano del que se habría de hacer cargo: la decisión, por ejemplo, de apuntalar las sociedades de mercado y la producción más o menos generalizada de confort humano que aseguran y posiblemente debido a un tema de eficiencia agregada, digamos metabólica, que haría que ésa fuera, desde la óptica de usted, la mejor opción en el tiempo por la que decantarse, y pese a todas sus posibles deficiencias en otro orden de cosas (la desigualdad social, la pérdida de horizontes existenciales serias, etcétera); deficiencias que, por los límites existentes respecto a los recursos agregados disponibles, se tendrían que obviar (o, más probablemente buscar aprovechar estructuralmente de otra manera: en tanto fuente, por ejemplo, de indignación moral). Aunque se alcanzaría con todo ello, evidentemente, un grado de seguridad existencial humano desconocido (tanto en cuanto su calidad de nunca antes visto cuanto por constituir una realidad opaca al conocimiento público): es decir, el gran temor respecto a nuestra especie en tanto sometida por la endiablada paradoja de una evolución histórica que, por más que se beneficie de progreso sobre todo tecnológico, no puede sacudirse sus orígenes biológicos vinculados (en su propios procesos emocional-cognitivos) con la violencia (con su mente o moralidad tribal original al decir de algunos4), quedaría ahora resuelto, pues sostendría usted la estructura antropológica a modo de lo que en esencia es, ha sido siempre: una oportunidad de consumación fisiológica de una generación al paso de la siguiente, y sin que signifique mucho más -o nada más- allá que de su propia continuidad en el tiempo (y punto). Porque con usted de garante real y planetaria, la antropología ya no estaría, por primera vez, ciega a su propio ímpetu vital y el proceso -parece que interno e inherente a sí- de autoaniquilamiento que atestigua la historia5.

¿O es que habría otra circunstancia que acicatease el cometido de usted en este sentido, como sería la cuestión de alguna calamidad colectiva avistada solo por usted sobre el horizonte temporal humano (la propagación accidental -o no-, por ejemplo, hacia décadas de un arma bacteriológico -coincidente con, o partir de, la Segunda Guerra Mundial- cuyos efectos de alcance total y planetaria emergerían solo medio siglo después), lo que en cierto sentido definiría la existencia de usted por fuerza evidentemente mayor y en tanto control agregado de daños, digamos, ya que de sucederse la hipotética contaminación bacteriológica antes de haberse usted ubicado suprahomeostáticamente, poco más podría hacer.

De tal forma que persistir en el cometido de usted en tanto garante terráqueo, sería asegurar que perdurase la oportunidad fisiológica humana agregada. Pero para ello usted habría que proteger -mantener e incluso contribuir a alimentar- la opacidad última en la que transcurre el tiempo fisiológico humano. The show must go on sería, evidentemente, uno de sus lemas corporativos más importantes (pero eso no sería posible sin una necesaria ambigüedad e indefinición que alimentase y posibilitase sin cesar nuestra propia naturaleza socio-cognitiva; que no sabiendo distinguir ni diferenciar ni entrever las cosas del presente, quedaríamos pertrechados al menos con una libertad fisiológica mínima, lo que al final nos acabaría escudando de la desolación de cualquier tema mayor, de esos exclusivamente “para adultos”).

Que el modelo funcional lo podría coger usted de la pintura, por ejemplo, y el término punto de fuga, en el que la percepción de un plano semiótico estable, inalterable pese a la indefinición real de todo, es lo que mantendría el funcionamiento estructural del tiempo humano en tanto oportunidad sobre todo dopaminérgica (o sea, de anhelo individual e íntimo por “hacer algo” con el tiempo que cada uno percibe que tiene, además de los dilemas y pendencias que periódicamente se nos lanzaran); y que en el no interferir con esta digamos serenidad estable de lo semiótico como atrezzo existencial tensado siempre respecto a algún punto futuro (o sea, todo aquello que damos por real en tanto legado cultural del mundo contemporáneo y del que damos por sentado que procedemos como sociedades); y no estorbar ni inquietar a los demás respecto de cómo ven ellos las cosas, se convertirían en una forma de deferencia -de respeto- al prójimo (que sin duda sería, entonces y en ese contexto, un cierto espacio de poder personal que tendríamos a nuestra posición y en donde volcarnos, si por ello nos viniera en gana).

Y es también de imaginar que se sentiría usted interpelado por el problema un tanto ético (si bien retendría una cierta realidad e importancia fisiológicas, sin duda) del plano moral más profundo de las cosas, y no solo en tanto dispositivo de vivificación fisiológico-moral frente a lo sedentario (eso de una moralidad a nivel de usuario, solo de valor y importancia, en realidad, estructurales) ya que una de las consecuencias de un entramado así hipotetizado y que le afectaría a usted de lleno, es la horrenda situación (moral) de haber extrapolado a la humanidad entera de su propia suerte como especie en tanto autoconocimiento de la misma; que de una cierta disonancia cognitiva dionisiaca que subyace a la cultura y la experiencia humana en grupo (que viene digamos ya en serie y de fábrica), en el caso del tinglado montado por usted, pasaríamos a habitar algo así como un jardín terráqueo lobomotizado en donde no pudiéramos nunca aseverar de ninguna manera concluyente el plano estructural de las cosas, ni relacionar en general ninguna causa con su efecto correspondiente, más allá del solipsismo fisiológico básicamente personal en el que nos envolveríamos  -en el que usted nos envolvería-  además de una trivialidad bastante impenetrable en cuanto espacios culturales auténticos (que estarían evidentemente vedados para nosotros).

A lo que es de suponer que usted contestaría haciendo alusión al límite de recursos humanos reales con los que usted contaría, en términos de, simplemente, energía metabólica humana agregada disponible; que haría usted constatar que, por si no nos hemos percatado de ello, la cognición humana, máxime en contextos culturales de alto gasto dopaminérgico, tiene en coste estructural enorme: así que la hipotética ralentización cognitiva, por tanto, cultural supone una solución, si bien pasajera, a una serie de circunstancias que tendrían prioridad técnica (en cuanto el cálculo del máximo numero de personas, en el mejor estado de salud y calidad de vida que caben, y durante el máximo tiempo que pueda sostenerse). Y, además, haría usted hincapié en el hecho de que todo el proceso socio-homeostático en el que se basa la cognición humana (después la sociorracionalidad y el despegue y desarrollo semiótico-culturales) depende para funcionar a nivel óptimo de la emotividad humana en sí, lo que supone ya de por sí grandes asignaciones energéticas (pero, claro, la congnición humana y por ende la cultura, no tienen por qué funcionar a su nivel óptimo, es decir, admitirían ciertos ajustes “aceptables” de nuestra misma emotividad).

Aunque claro, esto último lo tendría que saber usted, quién si no. Pero, además, usted no podría abrirse a esta forma de metadiscurso ya que es de suponer que desvirtuaría el mecanismo estructural punto de fuga ya que obligaría, posiblemente, a cierta introspección personal para la que, como ya queda dicho, no dispondría de todas formas de reservas suficientes de energía metabólica.

Por todo ello es de suponer que sentiría usted apesadumbrado en este punto, pues ¿cómo seguir a través de las décades previstas de su propia opertatividad técnica garante respecto la especie, pero obligado usted siempre a su propio rebajamento humano al verse forzado a relacionarse exclusivamente con seres humanos objetos, con toda la humanidad en sí como objeto de la propia agencia técnica de usted? Presumiblemente consideraría usted transmitir de forma digamos cifrada e indrecta ciertas alusiones a la verdadera situacion histórica y su trascendencia real (por medio, por ejemplo, de la producción audiovisual o de los mismos medios de comunciación) mas no explicitarla nunca por mor de proteger las oportunidades de consumación fisiológica colectivamente disponibles y en tanto sociedades todavía mayormente de consumo que se rigen sobre todo por una estabilidad semiótica base que bajo ninguna circunstancia debe verse seriamente disvirtuada (después de todo, la experiencia fisiológica colectiva no dejaría en ningún caso de ser real, si bien se estaría articulando y ordenando según un contexto semiótico reducido ya a mera utilería o realia). Es decir ¿cómo suportar la ausencia de la voz humana en su propia autocontemplación existencial, eso que parecería según todo tipo de producción humana culturalmente particular, precisamente aquello que nos confiere de alguna manera nuestra humanidad en tanto capacidad de autoconocimiento? Y es que pese a su hipotetizada posción regidora y extrahomeostática de usted, no dejaría de depender de su objeto técnico (o sea, la humanidad en sí) en tanto su propio fundamento existencial; es decir, se habrá externalizado haciendo extrínseca, paradójicamente, su propia esencia moral interna, pues dependería en su propio sentido vital de la condición efectivamente ajena del objeto de la agencia técnica de usted.

Pero que eso no sería más que una contradicción aparente: que el sentido humano siempre surge de un proceso parecido en el que el inviduo internaliza respecto su propia autoconciencia el hecho de los demás; que es decir también que la esencia moral individual, en el locus de la pertenencia sociohomeostática, se hace fisiológicamente extrínseca al cuerpo singular en sí. O sea, la relación estructural de usted con los demás sería, simplemente, una verisón más compleja de nuestra misma condición neurológica hueca (pero en un sentido muy postivo en tanto ´flexible´ y ´susceptible de rellenarse según las contingencias que hubiere´) que la otrora natural selección de las especies hubiera simpelmente explotado y de forma al fin bastante previsible. Si bien dispondría usted de un margen de maniobra legítimo en tanto extra o supra moral (que no immoral, ni siquiera amoral) para lo que habría de ser su objetivo técnico base: el sostenimento de la oportunidad colectiva fisológica (pero sin que tenga usted que desvelar en ningún momento los pormenores técnicos repecto de qué quiere decir exactamente “colectiva”); sostenimiento que harbía de incluir asimismo y el mantenimiento del arriba mencionado modelo estructural punto de fuga que concibe el andamiaje semiótico consabido como si de inexpugnable fortaleza se tratara, y a la que en nada -o de ninguna manera seria- le afectan los vaivenes político-sociales de una actualidad real basicamente mediática, y de caracter parecería a veces exclusivamente virtual.

Porque, evidentemente, existirían algunos parametros respecto las necesidades técnicas de usted y vistos desde su punto de mira, que no se podrían ni compartir ni dar a concocer de ninguna manera; que ésa presumiblemente sería una de las grandes bazas como justificación que usted habría de esgrimir respecto su propósito propio existencial de usted (quiero decir, en el caso de que alguna vez hubiera de tener que explicarse ante otros): eso de que presciamente no rinde cuentas ante nadie y la contundencia -claridad- operacional a que eso se presta.

Y por su puesto que sin usted este tiempo humano (algo así como los ultimos 80 años sobre el planeta tierra y a partir de la Segunda Guerra Mundial) no habría sido posible, siendo la hipotética fecha límite por el año 1975, o por ahí, aunque de no extrahomeostatizarse e intervinir usted, la civilización (esa forma de orden sedentario que está inseparablemente unido a la experiencia industrial, de una manera u otra) hubiera seguramente implosionado décadas antes.

Y es que todo el mundo sabe (usararios antropologicos incluidos) que hay aglunas cosas respecto a las que no se les puede exigir a los demás que acepten como verdades fehacientes: en este sentido amparan, cobijan y alivian la indefinción, la ambiguedad y el no poder cerciorarse cabalmente de algunas cosas. En tal supuesto y por todo ello, nos veríamos obligados a cierto deferencia para con usted; una cierta simpatía por el diablo, como si dijeramos.

Pero por de pronto, esforcémosnos por aproximarnos a la imposibilidad suprahomeostática, al mismo tiempo que gocemos y defendamos, como usuarios antroplógicos, lo socio-homeostático. Aunque esto último como usted -lector, lectora- lo vea; quiero decir, eso como siempre. En todo caso, no nos atañería función ética mayor, en realidad, que ésa, y quizás una necesaria impertinencia vital redoblada por proseguir, como siempre, en volandas de la propia vivencia homesotática del yo, pero tal vez con una mayor deferencia por la complejidad de las cosas y, en general, por la homeostasis ajena.

Porque lo que se dice el futuro no lo sabría nadie, pues no dejaría de constituir una especie de “política mayor” que se ubicaría extramuros de la propia condición humana y, por ello, de nuestra incumbencia real.

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1Con el sentido que asocia este término Norberto Elias en El proceso de la civilización (1939) y en Deporte y ocio en el proceso de la civilización, México, FCE, 1992.

2 Orden de fases, segun René Girard en La violencia y lo sagrado (1972), de la evolución cultural hacia la superación en alguna medida de la violencia corporal al poder transformarla en vivencias estético-morales intensas de carácter no material sino sobre todo fisiológicas.

3 Término que emplea Rafel Yuste para describir la consciencia o el cerebro humano en:

https://aprendemosjuntos.bbva.com/especial/descifrar-el-cerebro-nos-permitira-educar-mejor-rafael-yuste/

4 Pablo Malo Ocejo en Los peligros de la moralidad: Por qué la moralidad es una amenaza para las sociedades del siglo XXI, Deusto, 2021

5 Tesis que funadmenta, por ejemplo, el libro de Ronald Wright A Short History of Progress (2004)

La función sagrada de lo racional: apuntes a partir de El pensamiento salvaje (1962) de Levi-Strauss

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Esta exigencia de orden se encuentra en la base del pensamiento que llamamos primitivo, pero solo por cuanto se encuentra en la base de todo pensamiento”...1

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Conocimiento como hedonismo, pues todo lo es dado que somos seres homeostáticos; la curiosidad y el gusto por conocer a partir del observar.

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Vivir en tanto autoimposición existencial (una violencia inicialmente positiva) es, o puede considerarse en general, otra manera más de la consecución de confort.

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Postular sobre espacios abstractos no sujetos a la contradicción, en tanto natural imposición hedonista nuestra (verdadero poder cognitivo a nuestra disposición), es también una forma de confort.

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Las postulaciones abstractas, bajo la presión coercitiva de la pertenencia que acarreamos todo sujeto homeostático, constituyen a su vez fuente de confort en tanto amparo sociorracional donde resguardarnos como miembros de un grupo. Y tanto más resistentes sean dichas postulaciones respecto toda posibilidad real de contradicción, más reconfortantes resultan.

5

La (socio)racionalidad entendida como comunión dopaminérgica en realidad íntima (pues ocupa algo así como el espacio somatosensorio y emotivo interno a cada uno) entre el nudo estar corporal singular, y el ser sociorracional, se nos presenta -de forma normalmente para nosotros solo intuitiva- como el grado sumo de pertenencia posible y, por ende, de mayor confort.

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En efecto, reconforta el ser quienes somos en tanto un yo socializado (necesariamente según un tiempo y lugar culturalmente determinados), puesto que supone la facticidad de nuestra pertenencia al grupo como amparo corporal; y partir de ahí toda vivencia sensoria nueva, al actuar sobre un estar anterior, reforzará el confort sin duda identitario que se nos brinda el ser sociorracional y cultural.

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Con el paso del tiempo parecería natural que se establecieran ciclos de zozobra sensoriometabólica (actuando nuevamente sobre el estar homeostático), para así reconstituir de nuevo el ser dopaminérgico y socio-racional que a su vez, y siempre, parapetase la nuda corporalidad humana singular: la función sacra, por tanto, de la racionalidad, que envuelve el cuerpo propio en el traje digamos fisiológico de la permanencia colectiva, debe concebirse ante todo como fuerza aumentada e instrumental de la consecución del confort al nivel humano más importante que es, por fin, el de la episteme.

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Esta incorpórea pulsación del tiempo colectivo a nivel agregado que aboca al individuo al tránsito, en realidad incesante, de un punto a otro (del estar al ser, en los términos aquí planteados) puede esgrimirse como el “eje sacro” de la organización antropológica: pues lo sagrado es aquello que, por su parcial opacidad, nos une al grupo, que es decir también a nuestra propia personalidad socializada como el fundamento estructural de la misma.

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La observación insistente respecto del mundo que nos rodea y del que dependemos como grupos a través de las generaciones, siempre ha redundado, según los estudios etnográficos, en lógicas conceptuales de imposición por parte del grupo sobre el mundo percibido: pues nuestra capacidad precisamente cognitiva para imponernos en este sentido sobre espacios conceptuales no sujetos a la contradicción, se convierte en instrumento real de permanencia colectiva al permitir la unicidad colectiva por encima de la idiosincrasia singular de cada uno.

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Es decir, el plano postulado no expulsa los cuerpos sino que, en su calidad precisamente incorpórea, los acoge. De manera que resulta necesario hablar de cierta eficacia empírica2 a la que, fundamentándose en la autoridad del mundo observado, le asiste también el derecho a postular relaciones causales de cualquier tipo, siempre que no puedan contradecirse y que acaben redundando en sistemáticas referenciales según las cuáles pueden comprenderse los sujetos homeostáticos dependientes y respecto a su relación con el entorno natural.

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Evidentemente, aunque se trata en verdad de una visión sin duda empírica en tanto en cuanto se basa en la observación, las postulaciones que después se hacen a partir de dichas observaciones no pueden considerarse «científicas», sí son eficaces respecto su cometido en realidad más urgente: el del establecimiento y refuerzo de lógicas útiles al grupo y por las que todo individuo pueda regirse ante la tesitura dopaminérgica de su propia pertenencia al colectivo.

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El confort que nos proporciona el ser sujeto agente de nuestros propios actos (en tanto una forma inicialmente positiva sin duda de violencia como poder de imposición) presta una clara lógica al porqué de las postulaciones causales y abstractas: o entiéndase bien el poder del que goza el niño o la niña con las figuras humanas de juguete; relaciónese después con las taxonomanías, las clasificaciónes, y las representaciónes a escala más pequeña (mapas y maquetas), no solo las «científicas» sino respecto las de toda antropología pre-agraria y pre-tecnológica.

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No es pues la validez empírica de los asertos por parte de los grupos humanos denominados primitivos, sino su calidad sistemática y la clara diferenciación en tanto dicotomías que son capaces de establecer entre los términos propuestos (aunque dicha diferenciación esté fundamentada, al menos parcialmente, sobre las analogías y asociaciones más estrambóticas y aparentemente absurdas): la razón entendida como “primitiva” no puede permitirse no saber, tal es la urgencia original de la permanencia del grupo frente a la percibida mecánica del mundo.

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Por contraste, empieza la ciencia positivista tal y como la conocemos nostros, a partir de la separación entre lo que somos y el cómo vemos el mundo, porque en el alejarnos de la cuestión de nuestra propia suerte corporal existencial (tanto en cuanto cuerpo perteneciente como respecto al colectivo mismo que nos ampara), solo entonces cabría admitir, y como métedo profesar, el no saber.

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Pues se trata de una caracterísica universal en tanto imposición humana, porque toda forma de imposición constituye un poder respecto la consecución de confort: las conceptualizaciónes en tanto en cuanto no son de naturaleza corpórea, facultan a los sujetos homeostáticos el ejercicio individual de un cierto poder de imposición fisiológico-cognitiva respecto del mundo del que dependen como grupos; y la imposición socio-cognitiva como poder individual, no solo ayuda a evitar, inicialmente, los encontronazos entre cuerpos co-pertenecientes, sino que refuerza la resiliencia colectiva.

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Puesto que no podemos ser sino en la exclusión momentánea del estar homeostático anterior, precisamos de los preceptos culturalmente vigentes que encuadren y hagan posible dicho paso o tránsito: los grupos subsisten como tal en su capacidad precisamente de proveer al indiviudo perteneciente espacios de imposición más metabólica y de tipo dopaminérgico que corporal.

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La pertenencia es, vista desde esta óptica, la incorporización antropológica de la anomia individual; y su efectiva realización, que es la sociorracionalización, en tanto un estar homeostático anterior que se hace ser, requiere que tengamos como individuos a nuestra disposción unos preceptos lógicos compartidos (por muy imaginativos que sean respecto su interpretacion del mundo natural). La cultura, cualquiera con tal de que esté efectivamente disponible, tiene un valor verdaderamente técnico en este sentido.

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Los agrupamientos humanos (los inmediatos y los que se establecen a una escala algo mayor) precisan de modos de diferenciación entre los individuos. La pertenencia antropológica, porque hace opaca, momentáneamente, la realidad corporal múltiple (a través de una cierta “ilusión” socio-homeostática del yo), debe concebirse como una forma de pertenencia encontrada pues nos desmiente a cada paso nuestro propio ente corporal y sintiente respecto de nuestra identidad cultural compartida: y, sin embargo, nos consta -por lo general y normalmente sin el más mínimo indicio dubitativo- que somos uno de los nuestros pese a todo.

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No sorprende, por tanto, que los grupos antropológicos, al imponer sistemas de sentido busquen continuamente nuevas formas de diferenciación pues siguen sujetos a la paradoja original al que nos obliga nuestra condición corporal: pertencemos al colectivo como solución al desamparo corporal original, mas no podemos nunca renegar al mismo tiempo de nuestra condición de cuerpos expulsados.

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Es a través de la diferenciación -en tanto poder también que nos asiste- que podemos sobrellevar de alguna manera el “problema” desde la óptica racional de la pertenencia cultural que supone la unicidad colectiva erigida, sin embargo, sobre una multiplicidad de cuerpos singulares: porque somos en el acto fisiológico-cognitivo del descernimiento, siempre según una epistemología grupal-cultural particular; cuando el estar singular se encauza, efectivamente, como el ser ontológico, finalmente categorial (pese a su calidad última de constructo social).

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Así, ante las contingencias que componen todo sensorio común, nos encauzamos como sujetos homeostáticos pertenecientes según los preceptos lógicos que la cultura pone a nuestra disposción: el pertencer, por lo tanto, se configura en última instancia por vía fisiológica -quizá también dopaminérgica-, pero es la cultura que carga con la tarea de proporcionar dichos precpetos lógicos, esto es, una racionalidad al que asirnos los cuerpos expulsados que tambien somos y no dejamos nunca de ser.

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Será este estado paradójico de las cosas que se repetirá a lo largo de la experiencia antropológica estructural en tanto que se trata de la escisión base a partir un sistema nervioso que neurológicamente rige, de ahí en adelante, nuestra experiencia homeostática. Es decir, la pertenencia al nivel del ser social es asimismo y simultáneamente, la exclusión momentánea de un estar fisiológico-corporal  anterior y preconsciente. Pero resulta necesario para que esta mecánica de transición de un estar hacia la emergencia del ser sociorracional sea posible y que esté disponible (y dado la importancia que tiene para los grupos humanos), que exista en abundancia del estímulo sensorio-homeostático.

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De manera que cabe entender el conjunto que es toda cultura “antropológica” tanto por el lado de las contingencias como también los perceptos lógicos; o que, dado que el denvir humano parece conllevar una natural tendencia hacia el control de las cosas y al consecuente reducción de las contingencias, habría que concebir la cultura como también agente de su propio abastecimiento sensorial, dado que la relación entre las contingencias sensorias y homeostáticas por una parte, y los perceptos lógicos sociorracionales por otra, es de una clara interdependencia mútua.

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Puede incluso argumentarse que nuestros dotes universales de curiosidad respecto al mundo que nos rodea pueden entenderse precisamente como una avidez en realidad sonsorio-cognitiva que, además de su clara ventaja evolutiva, garantiza nuevos desafíos ante todo sensoriales; o que sobre nuestra sed hoy en día de contenidos narrativos y audiovisuales se asienta, por ejemplo, buena parte de la estabilidad financiera contemporánea.

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Pero es necesario que la posibilidad de sentido se vuelva finalmente a equilibrarse en la interpretacion intelectual de las cosas. Porque los grupos solo lo son en tanto apéndices de su experiencia sensorio-homeostática y en su capacidad de imposición sociorracional (que lo racional es de hecho la comunión fundadora y reconstituyente del ser identitario que también depende, como defendemos, de la vivificación del estar socio-homeostático anterior): es precisamente en la conceptualización intelectual del mundo que observamos donde puede efectivamente existir el grupo, rebasando de esta manera la singularidad corporal para encarnarnos -paradójica y solo dopaminérgicamente- en nuestras imposiciones lógicas.

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Porque el orden y nuestra capacidad de conocerlo (o, en realidad, imponerlo como sea) es útil para el grupo en tanto herramienta de articulación colectiva y espacio donde podemos parapetarnos in corpore, pero a través de la racionalidad cultural particular: se trata, entonces, de un espacio en realidad fisiológico, y de sustancia probablemente dopaminérgica que tiene el efecto estructural de arrumbar el cuerpo de cada uno, protegiéndolo y postergándolo de alguna manera respecto espacio-tiempo real de las contingencias.

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Por todo ello, no extraña nada que una primera especialización de las funciones sociales humanas tuviera que ver con este instrumento existencial que es lo racional, y que surgiera universalmente la figura del chamán, a quien se le encargaba el mantenimiento de este ámbito técnico (si bien incorpóreo) del poder del grupo respecto su propia permanencia en el tiempo. Sabio, mago, hechicero, brujo o curandero serían todos ellos términos parecidos para referirse este primer oficio universal cuyo desempeño solía admitir, por lo visto y al menos parcialmente, la participión también de la mujer.

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1 El pensamiento salvaje,1997. Fondo de Cultura Económica, Colombia.

2Término y concepto escpecíficamente de Levi-Strauss.