La vivificación sensoriometabólica individual sobre la que se asientan los grupos humanos

La «organización de los miedos» [término de Norberto Elias] en tanto sociedad, depende de una circunstancia anterior: la conciencia humana individual como dispositivo socio-homeostático dependiente, en realidad, de un colectivo, precisa de una continuada vivificación sensoriometabólica para efectuar una también continuada reconstitución neurológica de todo yo posible (esto entendido a lo damasiano).

Luego cabe inferir que el miedo supone solo una opción entre otras para la consecución de estímulo sensoriometabólico que requiere el individuo antropológico en tanto sujeto ante todo homeostático y perteneciente. Sin embargo, con toda seguridad debe entenderse el miedo como una categoría de estímulo primario y de capacidad poderosísima respecto al individuo, además de constituir una fuente “fácil” de vivificación metabólica inmediata, siempre a disposición de los grupos humanos: puede incluso postularse el miedo, o la capacidad de sentirlo, como la condición natural de todo cuerpo singular frente a su propio desamparo físico-material; y que el miedo en este sentido singular deviene frecuentemente en argamasa real de la cohesión y permanencia de los grupos.

Otra fuente “fácil” y por lo visto bastante universal constituyen las máscaras, en tanto fuente inmediata de estímulo sensoriometabólico que surge del principio antropológicamente fundamental de la ambigüedad, pues ante la imposibilidad de ver el verdadero rostro detrás, se abre el mundo sensoriometabólico cognitivo, más allá, pasajeramente, de toda limitación corporal (salvo la fisiológica y puesto que se trata de espacios de vivificación metabólica que se escinden en algún grado de lo estrictamente físico-corporal).

De la misma manera que no podemos ver al interior de un bosque frondoso, o que no podemos saber lo que hay al otro lodo de la montaña, o allende el mar; o que solo podemos contemplar los aviones comerciales que cruzan los cielos, mas poco o nada podemos saber respecto a dónde van, de dónde proceden ni nada en cuanto a quiénes viajan en ellos1, sí que podemos postular cualesquiera explicaciones conceptuales sobre cada uno de estos espacios, pues todos ellos se sitúan más allá (en principio y desde nuestra experiencia solo corporal) de la posibilidad de comprobación. Es decir, de cualquier aserto sobre dichos espacios que se haga, no será en ningún caso tampoco posible contradecirlos, siendo esta calidad de no sujetos a la posibilidad de contradicción lo que convierte tales asertos en potencialmente útiles a los grupos antropológicos (pues son los grupos que establecerán la validez de dichos asertos con el fin, ante todo, de su propia consolidación normativo-existencial, lo que a su vez se ofrecerá como espacio de definición moral para todo individuo perteneciente y para que, efectivamente, éste decida o no adherirse).

Y si bien no se trata de una realidad empírica, sí que estamos ante la imposición de un sentido real que resulta crucial para la permanencia en el tiempo colectivo, imposición que se basa, con todo, en un principio lógico: la validez al menos temporal de las postulaciones siempre que no puedan contradecirse.  

Pero las máscaras en tanto atrezzo auxliar frente al problema de la experiencia humana sedentaria, poseen otra calidad importante que es la característica antropomorfa, pues cualquier rostro (o figura) representada, incluso si es la de un animal, obligará al sujeto sensorio-homeostático a una interpretación moral de lo percibido, si bien se trata de una forma de rección moral prerreflexiva, aun no pasada por el tamiz socio-normativo de ninguna descodificación conceptual. De hecho, la experiencia puramente sensorial-metabólica de este tipo es aquello que reclama, nuevamente, el regreso de lo racional en tanto imposición socionormativa de un grupo humano particular sobre el individuo homeostático. Y parece incontestable, por lo de más, que lo moral supone, en nostros y en su forma sensoria de la percepción, la fuerza metabólicamente más vivificadora que hay y cuyo poder de titilación la viabilidad sedentaria no puede pasar por alto.

Por otra parte, puede decirse que el problema más importante, finalmente, para la sostenibilidad de los grupos humanos (y máximo los sedentarios) es qué hacer con el cuerpo, pues es nuestra corporeidad lo que al final, y desde la óptica de la pertenencia fundada sobre lo sensorio-homeostático, dice precisamente que no somos uno de los nuestros, como aquello que nos veda, en el plano anatómico, cualquier in-corporación real y definitiva. Pero precisamente ante la imposción de lo real y físicamente inexorable, a partir de un cuerpo que se encuentra de bruces con su propia limitación e imovilidad (sentida a veces como una verdadera maldición con nos somete), cabe el amparo, nuevamemente, de la vivficación sensoriometabólica en sí misma, tanto más intensa, mejor.

Y así, además de las contingencias, los grupos humanos han de abastecerse de su propio estímulo con el fin de reconstituir, a partir de la vivificación sensoriometabólica del individuo, la sociorracionalidad identitaria colectiva (ese punto eje en el que el sujeto homeostático, al albur de la vivificación sensoriometabólica, se sociorracionaliza en tanto la persona perteneciente que a sí mismo se conoce como tal).

En eso consiste, ha consistido desde siempre, la transacción que se lleva a cabo a partir del desamparo corporal singular y su posterior consolidación socializada: a cambio de la anomia que supone nuestra esencia fisiologico-corporal singular, obtenemos como individuos pertenecientes, socializados y sociorracionales, un sentido que impondremos sobre el mundo; un estar sensoriocorporal que se consagra después en un ser categorial, verdaderamente ontológico (y pese a su calidad evidente de constructo).

Las máscaras, en tanto antropomorfas y en su obligación hacia lo humano que imponen en nuestra percepción, tienen una importante poder de impronta que surten en nosotros. Y esta capacidad de estímulo, tanto más potente en nosotros debido a sus resonancias antropomorfas -y por tanto morales- se convierte en herramienta angular de la permanencia de los grupos en el tiempo. Porque, debido a nuestra cognición de carácter emergente, el porqué de nuestro propio yo social e identitario supone, en realidad, una necesaria respuesta que reclama justamente la vivifcacion sensoriometabólica percpetora individual: luego, los grupos humanos han de alimentarse, bien a través de las contigencias del mundo real o, más a menudo, a través de formas particulares de apropiación cultural de la experiencia sensoriometabólica en sí.

Las máscaras, evidentmente universales, constituyen en este sentido un dispostivo de afirmación fisioantropológica y respecto una mecánica identitaria de una naturlaeza que no se puede denominar sino de sociohomeostática. Un estratagema existencial que lleva del estar fisiológico-corporal al ser ontológico del yo social; del puro soplsismo solo fisológico y emotivo de esto que es mi cuerpo, de vuelta otra vez a quién me sé que soy y a quien me conozco como tal (y esto gracias, en realidad, a los demás que me acompañan, que siempre me han obligado al ser en tanto personalidad social que soy).

1 https://en.wikipedia.org/wiki/Cargo_cult

Pittura infamante (3)

Espacios sedentarios para la «incorporación fisioantropológica» y la tesis hobsbawmiana de la producción en serie de tradiciones1

Primero de mayo, Glasgow 1913

Sguiendo tanto Bayly como a Hobsbawm (y a quién cita, ciertamente, aquél) parecería que no hay más opción que reconocer que el liberalismo económico constituyó una radical disrupción respecto al marco de estabilidad cultural, socio-existencial anterior: las ideas anteriores de relevancia socionormativa y frente a las que el individuo podía ejercitar su propia valencia moral en tanto sujeto homeostático perteneciente, habían entrado en crisis y de forma universalmente similar respecto a todos los grandes ámbitos culturales del XIX. Pero, cuando entra en transición el marco sociorracional de lo sedentario -respecto las nociones conceptuales socialmente compartidas y las que a toda sociedad legitiman-, se desdibuja en la misma medida las opciones individuales de defnición metabólica (eso que ocupa, como aquí argumentamos, la centralidad real y críptica de lo sedentario frente al problema de la inmovilidad).

Pues la semiótica sirve para articular la funcionalidad fisiológica de lo sedentario, en tanto que abre cuaces para la proyección metabólica rebasándo parcialmente el plano físico-meterial en sí; y esto de tal forma que el individuo ha de “saber” a qué atenerse en este sentido, como individuo sociorracional y ante el permanente dilema -sobre todo metabólico- de su propia conformidad, o bien, su trangresión (lo que tanto en un caso como en el otro -o en una lógica combinación de ambos-, supone su efectiva “integración fisionantropológica”). Naturalmente, el saber aquí se referie a una cuestión digamos dóxica, y no necesariamente a una idea o concepto colectivamente comprendido.

Aunque parece que, al menos en eso, hay poco duda para Bayly, Hobsbawm (y tambien A. Mayer2): que el impetú pre-industrial de parte del capitalismo mundial (pero sobre todo europeo y atlántico, aunque resepcto también, por ejemplo, Japón y las zonas costeras de China), que iba vorazamente lanzándose a, simplemente, su propia imposicion en el tiempo vital de cada uno de los grandes ámbitos culturales locales, era en sí misma una especie de efervesencia vital y energética que no tenía en ningún caso una noción clara conceptual -ni mucho menos teórica, aún- de su propia entidad en el tiempo histórico. Y puede argumentarse, por tanto, que solo después de deluir el mundo anterior pre-captilista (y, por tanto pre-tecnológica en un sentido consumista); solo a partir de la aparición de grandes masas de personas sujetas a estas nuevas estructuras sociales y de producción (que de esta forma ciega y sin planificación alguna a largo plazo el capitalismo pre-industrial y “industrioso” ya había preparado), la viabilidad sendentaria precisó, por fin, de nuevos dispositivos de imposición de sentido, y respecto de unos cauces corporales claremente establecidos, de facto.

De hecho, así puede resumirse -parafraseando, eso sí, y en otras palabras- la tesis de Hobsbawm, de que son la producción en serie (esto es, de partrón similar con pocas variaciones) de tradiciones nacionalistas de nuevo cuño sobre el escenario eurpoeo; que así puede contemplarse la paulatina consolidación de todos los estados nacionales europeos, a partir de la experiencia más o menos napoleónica, y hasta 1914.

Pero, claro: en cierto sentido se puede entender lo racional (en tanto armazón de la experiencia colectiva y cultural) como, en realidad, pretexto siempre de, simplemente, la vivificación sensorio-metablolica de los individuos pertenecientes; y aquello que, en tanto herramienta, garantiza la posibilidad colectiva de esa misma vivificación individual, como al menos su disponibilidad, sin que amenece el orden viable de la antrpología agraria. Pues como ya hemos intentado esbozar, de forma esperamos lo suficemente clara, lo sedentario se sujeta crípticamente por el problema en su propio seno técnico que es el de una sociofisiología humana, basada a su vez en la particular cognición nuestra de caracter emergente, que se apoya en la intensidad y la vivifcación fisiológicas sobre y por encima al menos parcialemente de toda realidad corporal-material en sí.

Para Hobsbawm, entonces, son la aparición de los himnos nacionales, los uniformes militares nuevos; el advenimiento de nuevas festividades promovidas por los estados (o de alguna manera usurpadas por ellos); o -como en la imagen al encabezamiento de esto texto- las nuevas formas populares de vistir que sirvieron, además y precisamente, respecto la propia autoimposción fisiológico-semiótica individual: pues en este espacio en tanto nicho en realidad metabólico en el que cobijarse el sujeto homeostático socializado, pudieron extenderse en el tiempo de su propia viablidad sedentaria las esturcturas capitalistas de producción y accumlación financiera.

Y así, los nuevos espacios de vivificación metablólica para el sujeto homeostático y volutivo, son ahora apropiados estructuralmente: el ascenso social (en el deseo de ascender socialmente, o simplemente el de asociarse con el prestegio de otras clases a través de la vestimenta), o en tanto también la “opción patriótica” del pertenecer nacionalista (de tremenda fuerza “opróbica” como verdadera constante biológica nuestra); en la aparición y rápida profesionlización del futból (también la opción del tenis, y la del ciclismo), en tanto actividades físicas alternativas como también -esto curcialmente- experiencias esencialmente contemplativas (del espectador), pero de gran vivificación sensoriometabólica.

Parejo con esto (para los tres autores) iba la consagración cada vez más presentes históricamente de espacios democráticos, en tanto contextos de opción individual (de verdadera autodefinción “sociopersonal” y metabólica) respecto la oferta política disponible. Y esto incluía el sufragio cada vez más extendido para todos los ciudadanos que incluía, cada vez en mayor medida, a las mujeres. Es decir, parecería que tuvo -ha tenido siempre y aun hoy tiene- gran valor estructural el contexto sociofisiológico de la definición personal en sí mismo, pues en la imposción metabólica de nuestra definicón personal se sujeta el porqué tecnico de la sociedad consumo; una estructura colectiva fundada en el tiempo de un ejericio y consumación fisiológicos del sujeto homeostático ante una semiótica de pertenencia potencial, en un sentido u otro; ejercicios de imposición como definción homeostática de distninos grados de seriedad moral y, por tanto, de distinto rango de vivificación sensoriometabolica para el sujeto.

Y todo ello volcado, como siempre, hacia el cumplimento de las condiciones neurológicas emergentes de la cognición humana, dentro de una complejidad desde luego agregada, pero a través de la intimidad metabólica de cada uno de nostros: así se esbozaría una visión sociofisiológica del fluir de las generaciones sedentarias a partir de la experencia contemporánea de la sociedad de consumo.

Aunque respecto el marco histórico aquí en cuestión (entendido de forma más amplia desde 1780 hasta 1914), se llega a una situación de facto industrial que, sin embargo, no tiene noción real ni cabal de su propia entidad (esto es, no en ningún sentido racional completo), sino que el mundo contemporáneo llegó a configurase albur de una natural imposición vital humana; pero ante el hecho industrial finalmente consumado en el que milliones de personas vivían de una forma históricamente inaudito, sugerion los estados contemporáneos, como, en realidad, de pura necesidad frente a la viablidad técnico-económica capitalista.

Y curcial en este sentido para Hobsbawm es la comprensión por parte del poder real (tanto estatal como económico, siempre amalgamados de forma inseparable) que, o se proporcionaban estos espacios totémicos de descarga metabólico para el sujeto sociomoral y homeostático, o no se sostenía la antropología capitalista de consumo.

Más concretamente, el autor lo anuncia de esta manera:

Tras la década de 1870, seguramente en conexión con el surgimiento de la política de masas, los gobernantes y los analistas de la clase media redescubrieron la importancia de los elementos “irracionales” en el mantenimiento del entramado y del orden social1. Pág.7

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1Hobsbawm, Eric J.

La producción en serie de tradiciones: Europa, 1870-1914.”

Historia Social, no. 41, Fundacion Instituto de Historia Social, 2001, pp. 3–38,

http://www.jstor.org/stable/40340783.

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2 Arno Mayer,

La persistencia del antiguo regimen: Europa hasta la Gran Guerra (1984, Alianza; original 1981)

Enlace con siguiente texto de la serie

«Pittura infamante» (2)

2

“El crecimiento de la vida”

“Es, sencillamente, que el mundo, de repente, ha crecido, y con él y en él la vida. Por lo pronto, ésta se ha mundializado efectivamente; quiero decir que el contenido de la vida en el hombre de tipo medio es hoy todo el planeta; que cada individuo vive habitualmente todo el mundo. Hace poco más de un año, los sevillanos seguían hora por hora, en sus periódicos populares, lo que les estaba pasando a unos hombres junto al Polo, es decir, que sobre el fondo ardiente de la campiña bética pasaban témpanos a la deriva. Cada trozo de tierra no está ya recluido en su lugar geométrico, sino que para muchos efectos visuales actúa en los demás sitios del planeta. Según el principio físico de que las cosas están allí donde actúan, reconoceremos hoy a cualquier punto del globo la más efectiva ubicuidad. Esta proximidad de lo lejano, esta presencia de lo ausente, ha aumentado en proporción fabulosa el horizonte de cada vida…” Cáp.4 de La rebelión de las masas (1929), Ortega y Gasset

Argumentamos que la vida sedentaria -la contemporánea y tal como la conocemos aún- no sería posible sin lo que Ortega considera el horizonte vital del hombre que, como se ve, no es en realidad un espacio real, físico-material exactamente, sino más bien una idea, quizás una imagen no del todo definida; o lo que, en todo caso, es una forma de vivificación psíquico-metabólica intensa que, tal y como pone de relieve esta cita, hace que rebasemos los confines reales de, sencillamente, lo corporal y todo lo que lo sujeta.

Concretamente y según las palabras de Ortega, se trata de un espacio incialmente visual que, seguramente, se habrá de entender en tanto imagen sobre todo mental ya que se muestra un plano semiótico (o sea, periodístico de la ciudad de Sevilla en al año 19281) que consta, lo más seguro, de fotografías además de texto escrito.Si bien la fuerza plástica, por otra parte impresionante, de la imagen de unos témpanos de hielo a la deriva por contornos andaluces (y más o menos estivales) implica una suerte de cautivación sensoria del perceptor-lector que no parecería posible lograr con solo una fotografía.

Evidentemente, la capacidad de la reconsitución de la imagén mental que ha esgrimido la cultura sedentaria desde la aparición del lenguaje escrito, precede la posibilidades fotográficas como producción humana. De hecho, es en realidad el poder digamos plástico de la escritura y la herramienta que ofrece para construir imagenes mentales (con una fuerza de hecho hasta homeostática) en la mente del individuo, lo que ha puesto en guardia a unas y otras autoridades puntuales, en una y otra experiencia cultural particular (conocida es la animosidad que tenía Platón por el poder manipulador de los poetas y sus imagenes; o la historia hebrea y otras tradiciones iconclastas, incluída, en general y historicamente, la protestante, quizás también la islámica; si bien el catolicismo ha ido históricamente en la dirección justamente contraria, pues ha compatibilzado la experiencia sensoriometabólica de lo visual con la definición conceptual que solo el lenguaje escrito puede proporcionar).

Y es que la experiencia percpetora de la imagen, bien sea a partir de las palabras o bien en tanto imagen plástica físcia, puede considerarse una esfera más, en cierto sentido, de la experiencia simplemente corporal humana, puesto que conlleva también consecuencias potencialmente homeostáticas para el organismo perceptor: particularmente y como hemos esgrimido a lo largo de estos textos, el mundo moral humano, que si bien es verdad parte exclusivamente de la experiencia de un cuerpo en el espacio sociomaterial, también puede sujetarse de forma más fisiológica y sensoriometabolica que en realidad física.

Es decir, añadamos al hilo argumental de Ortega, tal como se inicia en la cita aquí reflejada, las circunstancias neurocognitivas humanas entendidas éstas a lo damasiano, y podemos, ahora, alegar un principio de causalidad técnica a los hechos por Ortega constatados: que la vida sedentaria no ha tenido, en realidad desde siempre, más opción que aprovechar el ambíto sensorio-metabólico humano para agrandar el espacio vital de nuestra propia imposición vital; y esencial ha sido rebasar el mundo corporal por el alto coste que tiene para nostros el espectáculo del sufrimiento del prójimo pertenenciente, y esto por la única vía disponible, a través de la homeostasis moral (que así podríamos llamarlo) que ofrece para nosotros la experimentación de, simplemente, las imagenes y de lo que, en sentido lato y un tanto difuso, podíamos entender como «el arte».

Y con esto -reiteramos de nuevo- se está diríamos desdoblando virtualmente el locus del sentido humano en sí. La modernidad la podemos entender, por tanto, como sobre todo la sujección ahora mucho más técnica del espacio sensoriometábolica, puesto que puede concebirse como un apartado más de la historia, si bien a veces no muy grata, de nuestra propia violencia como imposción simplemente vital.

1 Probablemente se refiere Ortega a la desparición del famoso explorador Roald Amundsen en Polo norte en junio de dicho año.

La «pittura infamante» y otras formas de locomoción sedentaria

I

(2003)

La tesis de Bayly respecto los cambios del mundo pre-industrial la podemos esgrimir nosotros para apoyar la idea de cierta efervescencia “industriosa” que, aun con más ímpetu, obligó a una actividad de producción humana y, en general, cultural (provocada en parte por la progresiva imposición por todo el mundo de la palabra impresa); y que, con los adelantos técnicos del transporte marítimo, contribuyó asimismo a la progresiva homogenización mundial de los hábitos culturales. Y puesto que, al hacerse más pequeño el mundo, la aparición del otro cultural (al verse, por ejemplo, la presencia europea en cada vez más lugares del mundo) empujaría sin duda a cierta introspección identitaria propia y más o menos generalizada.

Y, entonces, la contradicción para el autor de una simultánea homogenización del mundo a la vez que el crecimiento de conflictos nacionalistas, no tiene por qué confundirnos: se está reconfigurando, podríamos decir, el mismo patrón original de la resconstitución sociorracional humana, pero en un contexto nuevo, el de la experiencia antropológica erigida como nunca antes sobre la comunicación.

Que esto se debe, en un plano causal más profundo, a la circunstancia en la que nuestra cognición, nuestra misma conciencia como individuos socializados, sigue un modo de reconstitución forjado originalmente frente un mundo nómada y pre-agrícola; en tanto la vida sedentaria impone otro tipo de relación entre nosotros y nuestra propia experiencia fisiológica, resulta necesario servirse de ámbitos semióticos cada vez más amplios que permiten la vivificación sensoria-metabólica rebasando el espacio físico-material de los cuerpos (ahora más inmóviles durante más tiempo).

Y, de forma somera, puede inferirse todo lo dicho respecto la experienica cultural, por ejemplo, de la Grecia clásica, que según el analyisis de Bruno Snell1 o el mismo Nietzsche, ya contiene en sí mismo los contornos ensenciales de nuestro propio modo sedentario de sostenimiento antropológico.

Pero en el mundo global -por primera vez en un sentido contemporáneo- que describe Bayly respecto el mundo pre-industrial en torno al año 1770, parecería necesario volver a diferenciarse nuevamente, pues incluso desde el mundo animal (las aves alineadas sobre un tendido telegráfico en posición equidistante exacta los unos respecto a los otros, que observara Konrad Lornez, por ejemplo), la pertenencia a un colectivo, que es sin duda la artimaña de supervivencia evolutiva por excelencia, nunca ha sido a costa de la afirmación vital del individuo, sino, al contrario, la pertenencia en el mundo vivo del individuo a la colectividad es siempre un pertenecer desafiando, pues no parecería haber algo más feroz que la voluntad precisamente individual de perdurar, cosa que los grupos biológicos no buscan suprimir sino explotar.

Argumentamos, en efecto, que la natural tendencia a la escisión entre la vivificación sensoriometabólica del sujeto homeostático, frente a la reconstitución de nuestra propia conciencia sociorracional (esto que está marcado ni más ni menos que por la organziación neurocognitiva y sociobiológica no solo humana sino de muchas otras seres vivos) debe concebirse como una constante respecto la progresión humana en el tiempo, y dado que es la aparición de la antropología agraria de hace unos 11,000 años lo que ralentizará aún más la mayoría de las fuerzas de selección natural que podamos considerar relevantes para los cambios evolutivos: volvemos a reiterar el planteamiento base de este conjunto de textos que entiende la antropología dependiente en la agriculutra como fundamentalmente incompatible con la evolución biológica, puesto que los grupos humanos asentados no tienen más remedio que incorporar el dolor al proceso de su propio refuerzo identitario; porque el dolor provocado por el espectáculo del sufrimiento del otro pertenciente, deviene en el reclamo más importante de un sentido moral-racional al que puede aferrarse el grupo en sí.

Se entendería, por tanto, la elevación moral-racional inherente a la experiencia sedentaria como, en realidad, una exigencia -una urgencia- tipo estructural de la misma, y puesto que no cabe difuminar la hibris emocional del sujeto homeostático en el andar mismo sino “invertirla” en la consecución de un sentido moral-racional, en tanto operatividad normativa de carácter dóxico del amparo que supone el grupo. Naturalmente, como corolario lógico, se requiere el dasarrollo de espacios de vivificación sensoriometabólica que defieran en algún grado las consecuencias directamente corporales de la emotividad humana: el desarrollo de mayor cuaces semióticos (la plasmación conceptual de espacios no corpóreas y «de ficción» no susceptibles de contradecirse; el lenguaje escrito y, después, los nuevos sostenes gráficos) constituye la permanente e inexorable dirección a la que está abocada la progresión sedentaria (“cultural” a secas, y tal como la concocemos).

De manera que, durante el periodo que trata el autor, proponemos un proceso de totematización mundial respecto una imagén nueva del ser humano (lo que también implica una “nueva” subjetivdad) que paulatinamente se iría extendiendo al abur de las nuevas formas de comunicación, la impresa conjuntamente con la marítima, inicialmente, para luego adherirse a los nuevos contextos fisiológicos-semióticos del capitalismo más o menos contemporáneo y la proyección consumista del inviduo que lo fundamenta.

Es decir, parecería que toda funcionalidad sedentaria remite finalmente a alguna clase de imperio de la imagen y bajo la cual el individuo homeostático se encuentra ante el dilema de su propia vivificación sensoriomoral y metabólica, en tanto se conforme o no con la socio-normatividad del momento: pero en la voragine opróbica que padecemos todo cuerpo perteneciente ante la (falsa) duda de nuestro propio pertenecer, ahí es donde la vida sendentaria ha procurado siempre su mayor punto de apoyo.

Y, frente a esa imagenes, somos ante todo en el drama metabólico de nuestra propia intimidad homeostatica: evidentemente, se nos ha de proporicionar un cauce en donde, aunque sea mínimamente, seamos libres (y al menos metabólicamente) de definirnos un sentido u otro, y en tanto salida más fisiológica que corporal a la emotivdad propia. Argumentos que el periodo de la historia mundial que trata el autor supone la consolidación precisamente en este sentido de este cierto contexto fisiológico-semiótico que es tambien, en esencia, el nuestro.

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Bruno Snell, The Discovery of the Mind (1946; traducción al inglés, 1953)