-Las apariencias esconden la verdad, si bien puede haber indicios superficiales (frenología)
-Funciona como fuente de titilación moral (en base a la presión opróbica que lleva lo profundo a confundirse con lo deshonesto):
Confusión básica:
-Lo profundo EQUIVALE A la deshonestidad: toda apariencia que se percibe como un intento de esconder lo profundo, puede también interpretarse (en este contexto cultural) como un esfuerzo por maquillar la improbidad escondida.
-Supone, entonces, una confusión entre, en principio, un término solo espacial, con otro moral.
-La posición de seguridad, entonces y en un sentido social (frente a la presión opróbica), es NO TENER PROFUNIDAD ALGUNA, para así ponerse a salvo de todo riesgo en cuanto sospecha por parte de los demás.
De tal manera que la tiranía de la autenticidad (que Richard Sennett llamó ideología de la intimidad psíquica) supone en sí misma una unidimensionalidad impuesta, que se basa ante todo en la tendencia cognitiva humana a hacer asociaciones fáciles e inmediatas a nivel probablemente de imaginería, pero sin pensar más profunda y causalmente en las mismas; y esto a buen seguro que se debe al carácter hedonista de nuestro proceder vital que acaba en verdad guareciéndose en el experimentar mismo de fuertes improntas morales, y sin que tenga necesariamente que haber vínculo moral alguno con el individuo, sino solo la sugerencia del mismo (o sea, se trata de una forma sutil y funcional de histeria o hype) Por último, parecería lógico, entonces, que los contextos sedentarios fueran sirviéndose en el tiempo de esta fuente de vivificación sensorio-moral como intensa titilación que dichos contextos tienen, inexorablemente, a su disposición estructural.
Entonces, habrá de preguntarse por una relación cada vez más estrecha entre el desarrollo sedentario y este fenómeno, tal como lo documenta Ricard Sennett (en El fin del hombre publico, 1974). ¿Y qué sería más exactamente la causa de esta necesidad de buscar cada vez más excitación en el propio drama opróbico de la fisiología individual e íntima, frente a otras épocas históricas previas menos tecnificadas y que no muestran nada parecido a este grado de reducción del pisque nuestro?
Una cosa está clara: el hecho de que estamos; nuestra condición de seres sintientes es también nuestra verdadera facticidad, pues no es siempre evidente qué significa nuestro percibir (éste es un proceso complejo que abarca muchos factores extrínsecos a nosotros), pero sí el que percibimos, esto es, que estamos en la vivificación fisiológica de nuestros sentidos antes, en realidad, de ser en un sentido culturalmente racional.
Esto viene a raíz de un comentario de una señora invitada -que es, creo, filósofa, o algo así- de los jueves por la mañana en La SER: dice que hay que distinguir entre el pensar y el reflexionar; que no es lo mismo, y que la capacidad de reflexionar supone el poder pensar sobre nuestro proceso mismo de pensar; que es como decir un metapensamiento, o la habilidad (que se aprende) de poner distancia entre la mecánica fisiológica de nuestra cognición (que es nuestro estar fisiológico-sensorio inicial) para alcanzar un ser más elevado precisamente porque se separa de -se eleva sobre- el simple estar fisiológico-corporal o fisiocorpóreo. Y sería, como ya llevo argumentado, ese ser al que se refiere el dicho cartesiano, lo de pienso, luego soy; pero esto en realidad de forma desacertada, pues el pensar por cuanto reflexionar en el sentido aquí apuntado, en realidad se basa necesariamente sobre un existir fisiológico-corporal anterior que, de seguir la implicación lógica de Descartes, supone que es licito despreciar todo lo que antecede el reflexionar (o sea, la fisiocorporeidad en sí) que es, históricamente, lo que en buena medida sucedió desde la óptica de, por ejemplo, el colonialismo decimonónico occidental.
“…Podemos pensar que una industria que mueve decenas de miles de millones se fundamenta en impulsos muy superficiales”¹.
¿Cómo sería una forma más precisa de describir lo que más exactamente hacemos los espectadores respecto del espectáculo del deporte? ¿Nos proyectamos en lo que vemos? ¿Tiene sentido decir que vibramos visceralmente con lo que presenciamos? Parece evidente que es una experiencia libertadora, en un plano desde luego fisiológico-moral, para nosotros frente a la antropología de base agrícola: incluso podría decirse algo así como que se trata de un desdoblamiento fisiológico, allende nuestra corporeidad, como asimismo una superación en cierto sentido de la misma.
Otro tema aquí: la calidad un tanto vacía de la experiencia sensorio-metabólica humana, lo que hace que sea necesario cuestionar el significado en este contexto de «superficial». Porque resulta que lo más verdaderamente profundo de nuestra experiencia es la fisiológica que de forma visceral se imbrica con la geometría opróbica de los grupos; pero son solo tradiciones las semióticas particulares que pueden imponer un significado conceptual a esa misma experiencia vivencial (lo que en el acto les confiere a dichas lógicas una profundidad conceptual que es, al mismo tiempo, superficial a su vez, por cuanto se aleja de su origen fisiológico-corporal y preconsciente, y dado que es la vivencia fisiocorpórea la que obliga a la reconstitución sociorracional posterior).
Profundidad en la primera acepción podríamos entenderla como ‘romántica’ a partir de dicho periodo histórico europeo: pues parecería evidente que el desarrollo tecnológico a que dio lugar el siglo XIX obligó la vida cultural europea a buscar otros derroteros emocionales por donde vivificarse, por debajo, pudiéramos decir, de la línea de flotación de lo racional y empíricamente comprobado. No otra sería, por ejemplo, la aportación teórica tipo Wagner y su noción de acceso a lo auténticamente sustancial del alma alemana únicamente a través de la experiencia estética.2 Pueden mencionarse asimismo múltiples aventuras esotéricas, pseudocientíficas y también artísticas que se popularizaron -aparentemente de forma paradójica- en el mismo periodo a la par que se fuera consolidando la modernidad racional contemporánea.
Sin embargo, bien puede alegarse que esta visión de la profundo como rechazo a lo racional constituye en realidad una especie de trampantojo que confunde el insumo estructural de la conciencia humana (aquel ámbito fisiocorpórea, de naturaleza somatosensoria, prerreflexiva y opróbica) con el pensamiento sociorracional en sí. Porque, comparado con la capacidad sociorracional nuestra de poder sopesar nuestra propia experiencia y reflexionar sobre ella (dentro, finalmente, de tradiciones culturales filosóficas múltiples que hay y ha habido sobre la tierra), la parte nuestra preconsciente tiene guisa más de algo así como una sala de maquinas utilitaria, pero donde el individuo colmado de autoconocimiento consciente, en realidad aún no se encuentra. En este sentido ¿cómo puede considerarse una repuesta fisiológico-estética por parte del individuo frente al estímulo básicamente sensorial, una forma de profundidad cuando se trata más bien de, simplemente, una capacidad instintiva innata? Una profundidad en todo caso estructural, pero a la que de ninguna manera puede atribuirse sentido intelectual ni conceptual alguno (aunque quizá sí un sentido moral incipiente y opróbico, puesto que la unicidad de los grupos humanos reales penden desde siempre de la respuesta sensorio-metabólica indiviudal, dentro de esta suerte de geometría de vida o muerte de la pertencia, o no).
(2) Véase el analisis de Wagner y su obra que realiza George Mosse en La nacionalización de las masas, 1975
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Algunas confusiones remontadas
Los sujeto-objetos humanos
Constatamos de forma ahora fehaciente que todo sujeto humano lo es solo en tanto objeto al mismo tiempo de un grupo humano y su geometría opróbica en el espacio físico-temporal. Esto es, ya hemos aclarado el uso que de la individualidad sociorracional hace el grupo con el fin de, en realidad, salvaguardar la anomia fisiocorpórea individual (homogeneizándola en algún grado y haciéndola hasta cierto punto extrínseca a la singularidad corporal en sí) con el fin de parapetarse como colectivo precisamente en la violencia que solo la entidad corporal singular del individuo desamparado es capaz, en todo su furia atemorizada, de desencadenar (puesto que en carne estrictamente propia de cada uno “nos lo jugamos todo”, que diríamos)¹. Es necesario, por tanto, entender que toda individualidad finalmente social parte en primer lugar de esta relación primaria subyacente entre el cuerpo singular y el contorno, tanto físico-espacial como humano: y la indivudalidad sociorracional viene a ser, al fin, una respuesta forjada individualmente, pero respecto al sostenimiento, en realidad, de un contexto colectivo históricamente concreto y de unos seres humanos frente al espacio material del que dependen.
La individualidad sociorracional es siempre, y ante todo, una necesidad efectivamente resuelta por parte del colectivo antropológico frente al plano verdaderamente estructural de su propia permanencia en el tiempo y el espacio, y de una generación a otra. Y así, resulta de obligación ya insoslayable concebir el sujeto psicofisiológico individual como, efectivamente, sujeto de algo así como su propia entidad somatosenoria y tanto en cuanto ésta aboca en una disponibilidad fisiorracional (de reacción conductista, opróbica y de una violencia cognitiva de imposición personal), al mismo tiempo que objeto instrumental de un plano estructural mayor. Además está la etimología tanto en inglés como español, como en el resto de los idiomas romances: todo sujeto psicológico-social (psychological subject) solo lo es solo si está sujeto a, sujeto por, (subject to, subjected by) lo social, que quiere decir que desde siempre se es primero objeto antes de poder ser sujeto; que es también decir que el proceso de sometimiento en que consiste la forja de la personalidad social es aquello que acarrea toda posibilidad después de una agencia sociomoral, tanto en cuanto una muy necesaria adecuación conformista, como respecta a la también crucial capacidad individual de transgresión. En este sentido, resulta interesante constatar que la individualidad es la conjunción entre la anomia individual de todo cuerpo singular, por una parte; pero por otra es también una disponibilidad como cauce que, según una tradición cultural particular -basada en una geografía y clima determinados- se presenta sobre el horizonte vital de los seres humanos para la forja, finalmente personalísima e intransferible, de la entidad propia. Pero que el hecho de que este proceso de formación y sostenimiento de la personalidad más íntimamente particular haya de seguir un patrón de base colectivo y cultural, es también indiscutible.
Hora es ya de aclarar el hecho de que la teoría original de este señor sirve para explicar solo una parte de la evolución humana, puesto que dicha teoría no nos puede decir nada respecto de la evolución de seres racionales, una vez que, efectivamente como especie, hayan alcanzado este particular atributo nuestro que llamamos conciencia. Debido a esto cabe concebir el modelo darwinista de evolución biológica como algo así como el Amazón S.A. conceptual de los procesos naturales, en tanto que conceptualización da buena cuenta del armazón estructural de los procesos biológicos del planeta Tierra en su conjunto, sin que entre no obstante (sin que en rigor resulte necesario) en el contenido real del paquete vivo particular que somos en tanto Homo sapiens. Porque ciertamente se puede argumentar que el desarrollo cerebral humano, dentro de un proceso de hominización (término de Edgar Morin) a partir de un desarrollo biológico anterior y más primitivo, es una forma de parapetarse precisamente contra las fuerzas de selección natural: de hecho, muchos otros seres vivos (algunos peces y aves, las ratas, los gansos, los gamos, etc.) sobreviven por medio de la formación de grupos, lo que pudiera considerarse ya en sus origines como una forma de reducir, dentro del entorno colectivo de pertenencia, dichas fuerzas de selección; o sea, que el sostenimiento vital-temporal de toda especie siempre supone un contraponer y un contrarrestar, de alguna forma y en alguna medida, respecto la mano bruta y brutal de la selección biológica. Pero en nuestro caso, y debido al desarrollo espectacular sociocognitivo humano, resulta lógico concluir que, salvo respecto las fuerzas de selección de tipo epidemiológico, Homo sapiens se ha puesto más allá de dichas fuerzas, como no lo ha podido hacer ninguna otra especie: si bien es cierto que el aprovechamiento fisiológico-sonsorial es común a todas las especies respecto el problema físico de la permaencia del grupo, ninguna especie ha tenido que compensar en lo fisiológico el sostenimiento de lo físico con tanta fuerza e intensidad que los seres humanos.
Como ya hemos apuntado el arte, la religión, e incluso la moralización de la vida sedentaria en sí, constituyen cauces finalmente de vivificación fisiológica que tienen el ya comentado efecto de permitir la imposición por parte del grupo mismo sobre las circunstancias solo físico-espaciales, pues desde siempre en esto ha radicado el lujo de la cultura, lujo que solo puede crear un grupo; y de ahí sea tan imperiosa la necesidad de la individualidad sociorracional por cuanto permite la incorporación fisiológica, cuanto más intensa mejor, de la anomia fisiocorpórea singular. Pero, naturalmente debido a esta imbricación sociocognitva humana tan altamente desarrollada y que se erige finalmente sobre la necesaria moralización de la fisiología individual (que se apropia incorporando así precisamente el ímpetu de la anomia individual), resulta de evidente y fácil comprobación, de forma universal y al menos desde el Neolítico, que no toleramos la muerte de los nuestros, respecto los seres más próximos y que son, como nuestra autoimagen reflejada, el logos colectivo de, en realidad, nuestro yo propio; si bien esto no lo sabemos exactamente de forma intelectual, sí que lo sentimos en el cuerpo, por decirlo de alguna forma, y no deja ser la verdadera piedra angular fisiológica de la espiritualidad humana, en cualquier de sus avatares históricos.
Y el hecho queda ahora plenamente aclarado: el darwinismo no funciona en el espacio intragrupal humano (sobre todo sedentario), puesto que ninguna sociedad histórica de base agrícola ha permitido nunca que sus propios miembros fueran muriéndose con la suficiente velocidad como para que se hiciera dominante cualquier mutación que individualmente hubiera podido darse. Y esto sobre todo por el dolor que nos causa la pérdida -o siquiera sufrimiento presenciado- de otros seres cotidianamente próximos, tanto sí son «queridos» como familiares o no: pues la interacción social físicamente próxima y prolongada en el tiempo con otros seres humanos supone, desde siempre, la verdadera argamasa del alma individual de cada uno de nosotros.
Lo que ocurre antropológicamente entre grupos distintos, sin embargo, ha de considerarse como una forma, en realidad, de reforzar externamente -a través de los cuerpos ajenos- los lazos internos al grupo propio; esto es, típicamente como una forma de intensa vivificación que un grupo ejercita -o se autoejercita- mediante la pretendida destrucción de otro colectivo ajeno. Pero, mientras esta artimaña de movilización y unión fisiometabólica que vertebra la fisiología humana frente al enemigo designando y espiratorio ha constituido quizás el mayor escollo de la historia social universal, una y otra vez, no deja de relevar, ahora más allá de toda duda empírica, su origen sociofisiológico y sociocognitivo (entre el individuo y el grupo de pertenencia) de carácter básicamente zoológico.
¿Queremos o no queremos ser posmodernos?
Parece ser que el término posmoderno adquiere connotaciones despreciativas cuando lo emplea un científico, típicamente para protestar contra lo que, por lo visto, al gremio les irrita sobremanera: esto que dicen ellos del “escrutinio fiscalizador” que pretende ejercer algunos segmentos de la “intelectualidad posmoderna” en tanto ciencias sociales o más humanistas (la sociología, la filosofía, historia de la ciencia, etc), las cuales naturalmente no pueden (se supone de momento) operar sobre el mismo paradigma técnico de las otras disciplinas que generalmente se conocen como más empíricas en tanto ciencias que se dicen naturales; con lo que resultaría escandaloso e intolerable que aquellas se erigieran en rector supervisor respecto de éstas….
Pues bien, hace falta aquí remontarnos de nuevo a la dicotomía existente entre dos visiones diferentes entre sí que, no obstante, y de manera conjunta, forman una suerte de simbiosis conceptual -o pudiera decirse también un continuo– que puede resultar útil para entender la antropología contemporánea ya básicamente universal (puesto que esto de la técnica como tecnología es asimismo un hecho evidentemente omnipresente y del todo terrícola en su extensión, de una forma u otra). Y así, nos indican por lo visto que Nietzsche supone tanto la crítica como en realidad la defensa de Kant2; esto es, que Nietzsche, en su crítica de Kant (y toda la tradición de la ilustración que a su vez crítica Kant), solo es posible a partir de Kant; y aunque Nietzsche va más allá de él, no puede finalmente renegarse del todo, pues el sentido propio de la visión de Nietzsche se sostiene solo en tanto crítica de, comentario sobre, lo anterior. De hecho, Nietzsche, que solo existe digamos gracias a Kant, nos permite, a su vez, volver a mejor valorar lo anterior. Porque, si bien es cierto que las ciencias empíricas suponen en cierto sentido una convención -una verdadera simplificación como dispositivo cognitivo- también lo es que la producción tecnológica que han permitido históricamente, no se puede renunciar en ningún caso moral concebible; pero, sin embargo, es en realidad Nietzsche quien nos da la clave para poder conciliar la ciencia con nuestro propio sostenimiento colectivo y antropológico, a largo plazo.
Porque la visión positivista constituye una técnica precisamente en cuanto dispositivo cognitivo, pero no sirve como modus vivendi humano y fisiológico; más bien supone, de hecho, la negación del colectivo en tanto que la agencia científica se propone, crucialmente, renunciar a la parte fisiocorpórea y preconsciente de la individualidad antropológica: el sujeto-agente positivista es, ni más ni menos, el individuo cartesiano que solo es por cuanto reflexiona, lo que le capacita para remontar su propia fisiología socioopróbica, que, por cierto, es, desde probablemente Galileo, la artimaña sin duda triunfante de las ciencias empíricas contemporáneas, tal y como las conocemos, pues cuando logra uno afrontar la realidad circundante observada de forma objetiva y empírica, se está excluyendo necesariamente toda consideración por la suerte propia corporal (pero, como he argumentado anteriormente, ésa no es la forma en que los seres humanos en general nos relacionamos con nuestra propia experiencia vivencial).
Pero es Nietzsche el que intenta abarcar esta cuestión mayor, y dado que, evidentemente, el empirismo constituye, en realidad, un ámbito más reducido de la racionalidad humana en su conjunto; y también, de forma crucial, la verdad y el mismo fundamento moral humano no parten en ningún caso de lo racionalmente conceptualizado, sino proceden más bien de algo así como la organización fisiológica previa. Es decir, la condición posiblemente neurológica y somatosensoria humana como necesario antecedente respecto nuestra capacidad racional, es algo que ya está presente al menos como implicación teórica posible en la obra de dicho autor, muy parecido, de hecho, a como Darwin anticipaba la existencia, necesariamente implicada, de los genes, pero sin que hubiera aparecido aun históricamente el concepto.
Procedamos, pues, a reiterar algunas inferencias plausibles y que ya hemos formulado anteriormente: que la importancia de la vida fisiológica (frente a nuestra condición solo corporal) en forma de religión, el arte y la experiencia estético-moral en general (además del deporte o la danza que constituyen una forma parecida de suspensión de lo físico en una suerte de ritualización del mismo), está estructuralmente determinada como exigencia técnica inherente a la antropología agraria; que, crucialmente, esta experiencia vivificadora de nuestro ser fisiológico prerracional es precisamente aquello que de alguna manera justifica -que hace efectivamente necesaria- una nueva reconstitución de la individualidad sociorracional; y que de forma por lo tanto simbiótica, la experiencia fisiológico-sensoria y metabólica va acoplándose al proceso sociorracional como fuerza-agente realizador del mismo, con lo que la tensión antropológica tiende, en general, a eclipsar obviando las circunstancias solo físico-espaciales y materiales (cosa que, por otra parte, resulta lógica respecto de una fisiología nuestra originalmente nómada que, sin embargo, no puede en un contexto sedentario recurrir al desplazamiento físico en sí y de por sí).
Debe entenderse, entonces, la relación que existe entre la experiencia puramente fisiológico-sensoria y lo sociorracional (esto es, en tanto qué pueda significar esa experiencia sensorio-metabólica del sujeto sensorial) como un dispositivo bucle en el que ambas partes por separado se van influenciando mutuamente en el tiempo, mas sin que se lleguen nunca a confundir del todo; esto es, como relación fuertemente determinada por el contexto agrícola, pero respecto una fisiología humana originalmente nómada. Y, naturalmente, parece claro que todo registro etnológico aunque someramente estudiado con que se tope, indicará que los grupos humanos más sedentarios siempre se van apropiando de su propia experiencia fisiológica (caso claro e impactante de, por ejemplo, el de los jíbaros y sus cabezas tsnantsa) para poder así autoadministrarse, como si dijéramos, su propia identidad sociorracional, finalmente cultural, lo que tiene la ventaja adicional (como en verdad el almendro central del lujo que es la cultura) de permitir la elevación colectiva sobre lo que constituye una miseria perenne para los seres que, además de sintientes, seamos también conscientes: el horror de lo inmediatamente físico y material como efectiva limitación nuestra.
Pues bien, el posmodernismo pudiera entenderse como una misma artimaña en este sentido de ampliar el espacio puramente fisiológico a disposición de los seres agrícolas que somos y más allá de la constricciones que impone el empirismo; es decir, se trata de aflojar un tanto el rigor de lo estrictamente racional y empírico puesto que, como recurso estructural, hemos de buscar otros cauces de vivificación sensorio-metabólica que no amanezcan con desbordarse dentro de lo espacio real y moral de los cuerpos. Porque, no se olviden, siempre queda para toda cultura el recurso a la guerra abierta entre grupos humanos, que es, desgraciadamente, el modo más natural de nuestra organización fisiológica y socioopróbica, puesto que cada grupo se refuerza socioestructuralmente frente al frontón que son los cuerpos de los otros, sumidos en algo así como la dejadez hedonista de nuestra propia inclinación universal hacia la violencia (o eso al menos respecto la experiencia sobre todo entre grupos diferentes).
Aunque también es importante recalcar que el Sr Nietiszche no renuncia en ningún caso al positivismo, y de allí que sea necesario afirmar que la utilidad antropológica de un posmodernismo cultural solo se extiende, evidentemente, al límite de su oposición frente a la simplificación intelectual que es el positivismo (que como técnica es eso, un dispositivo de imposición simplificadora); pues si se pierde esa posición de crítica que supone el posmodernismo respecto el positivismo, será siempre en detrimento de su utilidad intelectual, si bien pudiera persistir una cierta utilidad como estructura fisiosemiótica y en tanto una estabilidad finalmente económica en el tiempo agrícola-sedentario.
O sea, es como si estuviéramos, por naturaleza, pillados entre los ámbitos separados de nuestra individualidad antropológica, entre la parte fisiológico-sensorial (o como digo yo fisiocorpórea) y el yo sociorracional y sociooprícamente constituido. Y solo cabe, entonces, atender de alguna manera estos dos ámbitos que en ningún caso pueden amalgamarse del todo. Parecería que simplemente no queda otra, que se dice. Y esto sin duda supone un esfuerzo verdaderamente ético, pues la experiencia fisiológica, como no tiene aún voz (porque es pre-social) no puede defenderse por sí mismo, excepto, claro, en el violento caos de nuestras emociones, lo que nos condena a volver una y otra vez a la en verdad bien ardua, bien difícil tarea de la circunspección psicológica.
Pero esto yo hubiera preferido que me lo hubiese dicho un científico (de esos que no quieran que se les fiscalice, aunque eso será quizá porque en el fondo no están muy seguros ni ellos de que no sea precisamente eso lo que hace falta). O otra manera de decir lo mismo: el futuro humano será posmoderno y en este sentido ético (por cuanto acomoda y defiende racionalmente el hecho fisiológico nuestro) o no será en ningún caso.
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²Jesus Conill Sancho, El poder de la mentira. Nietzche y la política de la transvaloración. 1997
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A Physiosensory Credence
Richard Burton en El espía que surgió del frío(1965)
A igual que puedo postular conceptos sobre cualesquiera circunstancias que no estén susceptibles de contradicción empírica, puedo asimismo vivificarme en toda creencia igualmente sostenible por cuanto no pueda contradecirse ni concretarse más allá de la convicción sensoria personal, más o menos inmediata pero colectivamente (o sea, opróbicamente) reforzada. Así, siempre podré sostener la muy legítima creencia como expectativa de que el autobús, de una línea urbana que diremos el número 5, vendrá dentro de unos 7 minutos y medio, por ejemplo, mas no me es lícito creer seriamente que el conductor será Papá Noel.1
El caso es que, con el tiempo, sobre el fundamento de unas cuantas expectativas mínimas que podemos dar por sentadas ya sin pensárnoslas, se crea un contexto estructural en el que los seres humanos podemos, digamos, ejercitarnos en nuestra propia fisiología metabólica, respecto de todo aquello que tanto anhelamos como pudiéramos también temer. Pero una estabilidad así antropológica y que podemos decir fisiosemiótica, viene a sujetarse, al fin, sobre una muy importante -verdaderamente crucial- ambigüedad que nos sirve, en tanto los agrícolas que somos como parte de estructuras sedentarias, siempre que dicha ambigüedad no pierda, en un sentido u otro, su ambivalencia esencial. Porque si no, el espacio que empleamos fisiológicamente nuestro ser físicamente singular, queda de repente trastocado, destruida la ilusión de lo sedentario en sí; y entonces, nos encontramos cuerpo a cuerpo, como si dijéramos, frente a los demás y el nudo desamparo de solo lo corporal. Y resulta que los cuerpos humanos materiales somos de forma sedentaria y dentro de nuestra propia consumación vital individual, solo si participamos de una suerte fe respecto de lo que no está presente de forma inmediatamente palpable: que es esa fe en verdad lo que sostiene finalmente lo corporal y la que no se puede violar sino con las más vertiginosas consecuencias para la estabilidad colectiva, finalmente socioeconómica.
De hecho, TheDiamond es el nombre que parece leerse en la entrada de un pub londienese donde el protagonista de dicha pelicua entra para comprar su botella de whisky diaria que se llevará a casa (pues su cometido profesional en aquel momento es mantener el perfile públicamente obsvervable de un exfuncionario resentido, alcoholizado y, por tanto, en apariencia de sobrono fácil): pero a través de la yuxtaposición de imágenes de algo así como 30 patrones (sobre todo hombres) bebiendo y fumando, bien vestidos y en animada charla entre sí en el interior del establecimiento, se vislumbra quizá el sentido último (y no solo profesional) del espía que representa el actor Richard Burton, pues el furor vital de estos clientes ociosos (quienes evidentemente tienen trabajos estables), en sus consumiciones y en la verdadera consumación que supone el tiempo humano vital-económico que en ese instante encaranan, es sin duda la verdadera joya de esto que podíamos decir la estabilidad antropológica contemporánea (respecto al menos el mundo que se decía entonces occidental). Esto es, siempre que permanezca la sociedad sujeta convenenientmente por una tranquilidad existencial como comprensión base del mundo, y sin que a dicha comprensión le amenazca ninguna sospecha seriamente perturbadora: a la protección y mantenimiento de esta fe en la que vive el usuario antropológico, como casi un no querer saber (demasiado) -fe que es, sin embargo, el garante principal del orden en realidad político-financiero en el tiempo sedentario- se consagra el personaje AlecLeamas en el amargo sacerdocio que supone, en este sentido antropológico-estructural, el ejericio de su actividad profesiónal.
1Cita casi literal de las palabras del actor Richard Burton como protagonista de la película El espía que surgió del frío (1965)
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La nuda vida fisiológico-corporal y los nazis
Partiendo de la obra Homo sacer de G. Agamben y, particularmente, sus reflexiones finales sobre los campos de concentración nazi, afirmamos que el delirio semiótico (respecto a unos ideales ferozmente exigidos al propio sujeto perteneciente y opróbico, y con una importancia literalmente de vida y muerte) condujo a algo así como la oscurecimiento -de forma aún más acentuada que lo que ya de por sí debe considerarse universalmente inherente a la cultura- de lo corporal. De tal manera que la locura hitleriana, y particularmente la alucinación verdaderamente psicótica que supuso el programa nazi de exterminio, sobre todo judío, llevado a la práctica, constituye en esencia recurrir a los cuerpos ajenos como objetos, para suplantar extrínsecamente la vacuidad corporal propia. Esto es, se trata de un ejemplo histórico claro de la distorsión más extrema a la que toda cultura es susceptible en cuanto que, siguiendo una tendencia ya inherente de desplazar lo inmediatamente físico en aras de unas configuraciones estructurales más sociofisiologicas y morales que materiales, se produce una peligrosa desconexión -de carácter verdaderamente socioalucinatoria– entre una semiótica colectiva de obligación opróbica para todos, por una parte, y lo corporal en sí. Eventualidad que, de no existir ninguna fuerza interna de corrección (porque, efectivamente, la tiranía psicofisiológica del poder sobre el individuo ha sido casi total) acarrea típicamente la consecuencia ultima de la destrucción (frecuentemente completa) del grupo propio, de una forma u otra, y sin prejuicio antes de haberse llevado por delante a otros grupos humanos como los objetos materiales que hubieran sido de un ahuecamiento fantasmal padecido, en realidad, por el propio agresor.
La nuda vida fisiológico-corporal y la sociedad de consumo
Postulamos la ya comentada fe fisiosensoria como requisito técnico indispensable de la antropología sedentaria, precisamente por cuanto permite una realización y una proyección individuales de carácter fisiológico-sensorial más a allá del plano inmediatamente físico-material. También en este mismo sentido se ha de entender el despegue semiótico universal de la cultura humana a partir de la aparición de la agricultura no como algo que permitiera uno contexto técnico nuevo, sino como una necesidad que dicha novedad estructural en verdad reclamara respecto de una fisiología humana ya previamente fijada (esto es, desde su cuna nómada anterior), cuya evolución biológica ulterior se vio, ya a partir de entonces, impedida. Pero es la visceral convicción –la fe– que tenemos cada uno, más o menos firme, respecto de aquella realidad semiótica que, como individuos pertenecientes, se nos ha exigido a hierro cadente, como si dijéramos, a cada uno en nuestra evolución psicosocial particular, dentro de entornos antropológicos también cultural e históricamente particulares, lo que permite la consecución del milagro sedentario de una complacencia vigorizada, que supone un contexto y un tiempo humanos estables y complacientes en tanto vigorizados. Y así, a modo de ejercicios de precariedad finalmente tonificantes -como zozobra periódica que en sí misma justifica una nueva, reforzada materialización de toda centralidad cultural-, podemos así remontar los límites de lo sedentario dejando atrás, efectivamente y en algún grado, la miseria de la limitación material de solo nuestra corporalidad; mas dicha precariedad como anomia no debe en ningún caso desbordar la capacidad reconstituyente de la propia fe en este sentido colectivo antropológico.
¿Para qué sirve, entonces, el cuerpo sintiente humano respecto este esbozo pretendidamente técnico de la antropología sedentaria? Pues el cuerpo y su realidad sensorio es aquel componente que, habiendo sido efectivamente desplazado a la periferia cultural (puesto que la centralidad es siempre lo sociorracionalmente constituido como una semiótica común y exigible a todos) sigue reteniendo, además de la capacidad de la impronta sensoria, el fundamento ultimo moral sobre el que se basará la otra parte semiótica y sociorracional. Esto es, como conjunción verdaderamente compleja (sentido E. Morin) dos ámbitos separados, con el tiempo, se irán relacionado de forma simbiótica, fijando al único recorrido posible pero incesante de conmutación circular entre una parte y la otra; entre una sustancia neurológica y somatosensorial, solo oscuramente pulsional, que se remonta a la altura, de repente, de su propio autorreflejo social, como entidad perteneciente y para sí mismo consagrado. Y en la diacronía de una vida individual, será el cuerpo el sostén, en cierta manera física -directamente neuronal- también de la memoria personal y moral, de aquello que me sé yo porque efectivamente lo he vivido como experiencias que ahora predeterminan, en algún grado, el cómo reacciono moralmente ante nuevos y sucesivos estímulos sensorio-emocionales tal y como la persona que me sé que soy.
Pero, necesariamente, he de poder retornar a la indefinición de mis propios sentidos prerracionales como ambivalente territorio pulsional (que es patrimonio exclusivo de solo una corporeidad sintiente) para poder volver, sucesivamente, a la reconstitución de mi propio ser sociorracional; un retornar para poder otra vez volver que supone, finalmente, una suerte de desdoblamiento fisiológico opróbicamente apuntalado: y es el Homo sacer como sostén fisiocorpóreo inmóvil lo que deja tras de sí el ímpetu reconstituyente del yo sociorracional.
No queda más remedio, pues, que enfocar la antropología sedentaria a partir, en realidad, de la neurología humana tal como entiende ésta A. Damasio. Es decir, que es la organización fisiológico-somatosensorial del ser humano lo que acaba por regir, en realidad, la funcionalidad sedentaria. Así, no tenemos más opción que entender dicha funcionalidad como un dispositivo de dicotómica suspensión entre las partes, siendo la definición de una la oposición que supone finalmente la otra. Y como elemento extrínsecamente central se erige el cuerpo sensorial humano en fuerza a un mismo tiempo rectora, a la vez que periférica.
No cabe duda, entonces, que lo fisiocorpóreo (lo corporal y su capacidad sensorio-emocional preconsciente y antesocial) ejercerá un efecto de estímulo y titilación de carácter remoto, sobre la otra parte sociorracional y culturalmente central: de hecho se puede efectivamente entender buena parte de la capacidad nuestra para sentir vergüenza y atemorizarnos, por ejemplo, ante solamente imágenes como experiencia estrictamente sensoria, pero que contenga un foco para nosotros opróbicamente pertinente, como efectivamente una necesidad técnica en realidad de los contornos antropológicos sedentarios (que esto de vivificarnos sensoriomoralmente, si bien es patrimonio en algunos aspectos universal, es también al mismo tiempo individualísimo, sin duda.) Y el que este planteamiento digamos bipartida de la individualidad antropológica sea una cosa hoy en día bastante consolidada -digo como concepto que se maneja técnicamente-, señalamos en general al así llamado neurocapitalismo o economía de la atención, que, evidentemente, busca incidir sobre el yo sociorracional del consumidor (en cuanto posibles decisiones después conscientes y consumistas), pero a través de la sensorialidad aun no racionalmente consciente; y que este mismo conocimiento -técnicamente disponible y puesto hoy en práctica, pero aun poco entendido culturalmente- se extiende también a negocios tan importantes hoy como Facebook, que es algo así como una artimaña de presión que se ejerce (o se pretende ejercer) ni más ni menos, sobre nuestro propio e íntimo autorreflejo social.
De manera que parecería ya posible entender el cuerpo en tanto delimitación física limitada frente al contexto antropológico de lo sedentario, como en realidad baza de la que sacará partida la fisiología opróbica nuestra, para precisamente ir más allá -paradójicamente- del tejido físico de su propio sostén material, pues no ha habido, parece, otra manera de reconciliar la fisiología humana originalmente nómada con la aparición neolítica de la agricultura. Pero eso sí, siempre que nuestra fe en lo colectivamente consabido y todo aquello que damos por real y verdadero (que impera sin duda sobre nosotros como el porqué mismo de nuestro ser social) se mantenga férreamente ambigua, sin que surja ninguna peligrosa revelación inexorable; o mejor dicho, que dichas revelaciones amenacen con surgir -o que surjan, de hecho al abur de la titilación y efervescencia moral de toda cultura- mas nunca de forma que exceda la posibilidad de volver a enterrarlas después en la misma ambigüedad anterior. De ello depende la estabilidad fisosemiótica, finalmente socioeconómica, de la antropología sedentaria.
La nuda vida fisiológico-corporal y el catolicismo
Parecería acertada, en principio, la lógica del cura que alguna vez recordara al feligrés afligido -o afligida- eso de que su verdadera naturaleza es la del pecado, que por eso y siendo así, se nos abre camino al padre; es decir que una parte es para justificar sosteniendo la otra, y que si bien podemos naturalmente incidir sobre nuestra propia naturaleza inferior (o sea, esa que compartimos como seres vivos con las bestias), no conviene en ningún caso eliminarla del todo, si tal cosa en verdad pudiera hacerse. O sea, esta lógica que concilia dos ámbitos diferentes constituye asimismo una forma de tolerancia implícita respecto el cuerpo humano y su sensorialidad (para con el dolor, por ejemplo). De hecho, en cierto sentido contrario a la dirección misma de la cultura, el catolicismo realza el cuerpo, -como imagen-, por encima de la urdimbre sociorracional en su conjunto; mas solo como imagen y, además, a través exclusivamente de la victimización del Cristo crucificado corporal y manierista como, en realidad, su paradójica eminencia. Con lo que todo ímpetu cultural que de por sí ya se aleja fisiorracionalmente de lo corporal (porque erige sobre ello una relevancia opróbica y su semiótica también obligada para el individuo perteneciente) queda como contrarrestado por el permanente y sensorio recordatorio, visceralmente entendido como tal, de que la corporalidad humana es la verdadera piedra angular de experiencia colectiva (la que es, a su vez, el único logos posible de individualidad en tanto sociorracional).
Pero este punto, comparativamente, parece de crucial diferencia respecto del protestantismo que, en general, tiende hacia la intensidad de ejercicio moral que quizá resuelva mejor obviando de esta manera, lo que en realidad es una profunda desconfianza -y miedo- respecto, en general, lo corporal y su entidad sensorio-emocional (por no mencionar lo libidinal, claro está). Porque la sensorialidad humana respecto el artificio un tanto ilusorio de nuestra propia agencia de imposición sobre las cosas de toda índole, siempre supone una especie de desafío y afrenta; sin embargo, lo crucial es estar en posesión de algo así como una humildad también sensoria, cosa que parecería que efectivamente logra el catolicismo a través del tratamiento en parte icónico, exclusivamente sensorio, que dispensa a su grey. Y esto frente a una falsa ilusión puritana de poder de imposición, a toda costa, de parte del sujeto cognitivo protestante de cartón, siempre y obsesivamente en alza respecto exclusivamente de su vitalidad propia, ante todo, y quien, por consiguiente, apenas tolera la intrusión de la contingencia de su propia sensorialidad (intrusión que suele autocastigar severamente en su interior como reflexión de conciencia, pero de forma aún más destructiva e inmisericorde respecto a los demás). Esto es algo así como la semilla, en realidad, de toda ralea de fanatismo de origen religioso, tanto de parte de un catolicismo cerril (o históricamente contrarreformista y anti Protestante), como de parte del judaísmo más alucinatorio en su propia ortodoxia, como también respecto del yihadismo: para todos ellos siempre el pa(c)to lo tiene que pagar el cuerpo, el tuyo o el mío propio (y esto de forma finalmente indistinta).
La nuda vida fisiológico-corporal y el posmodernismo cultural
Como ya indicamos, parece evidente que siempre será bienvenido respecto al antropología agraria todo aflojamiento posible entre la racionalidad social de obligación opróbica, y la vivificación fisiológico-sensoria en sí y de por sí: estructuralmente crucial debe de considerarse esto por cuanto la antropología sedentaria acomoda de esta manera (pero albur de la extrema, casi infinita, variedad idiosincrásica de grupos humanos reales históricos) una fisiología nómada anterior y solo de incorporación estructural reciente (es de suponer a partir de periodo neolítico); es decir, que la aparición del individuo sociorracional que está hecho como si dijéramos para participar de la vida nueva sedentaria pero moralizada de forma más fisiológica que en realidad física, parecería en realidad corresponder a un nuevo estado agrario (que ya no puede contar de la misma manera que antes con el desplazamiento físico) que acaba por imponerse sobre la organización fisiogrupal humana. En este sentido, y como ya indicamos también, la experiencia estética en todas sus formas, no solo la religión y el arte, sino también el miedo -incluso el horror- acaban por aprovecharse en el mantenimiento de la reconstitución sociorracional, lo que en verdad ampara el universo humano, por cuanto la vivificación sensorio-metabólica -cuanto más intensa mejor- es aquello que precisamente conduce a la nuevamente reconstituida, siempre reforzada centralidad cultural de lo sociorracional en sí.
En este sentido sirva de ejemplo de la historia contemporánea no solo occidental, sino en realidad mundial, la trayectoria a partir del año 1950 de la música popular –pop– (y sus antecedentes seguramente respecto de los años 30 y 40). Pero ¿qué significado puede tener, respecto múltiples procesos culturales diferentes (en cuanto ámbitos culturales distintos alrededor del mundo que se dejaron influir solo parcialmente por tendencias musicales comunes) una música que, poco a poco, se va prescindiendo en algún grado de la rigidez tradicional particular? Evidentemente, la música popular contemporánea solo tiene sentido estructural, respecto de espacios de base agraria que se lanzan al cauce de su propia vivificación sensorio-metabólica en un tiempo más fisiológica que en realidad física. Pues no cabe duda de que la cultivación popular de la música pop (en todos sus distintos grados de calidad e índole de usos sociales posibles) abarca una gran variedad de vivencias emocionales (en verdad a veces de una extrema violencia fisiológica, caso por ejemplo del heavy metal), mas no implican consecuencia alguna física (y por tanto en realidad moral) directa.
En cambio, ¿puede la estética ser la muerte de la ética? Sin duda, si el espacio de aflojamiento entre la vivificación estrictamente sensorio-metabólica y lo sociorracional se agranda hasta el punto de que la experiencia sensorio-emocional y metabólica ya no contribuye a la reconstitución sociorracional, sino que aquella se erige en su propia digamos mentira fisiológica, como un hedonismo desbocado que ya no se sujeta ni crípticamente por ninguna geometría posiblemente social y opróbica de los cuerpos. Y llegado a ese punto decimos que la calidad de individualidad sociorracional disponible para los seres humanos pertenecientes, respecto de una experiencia cultural determinada, se ha rebajado, a la espera de una nueva, inminente, corrección estructural, bien porque el grupo en su conjunto acabará enfrentándose a alguna forma de intolerable peligro corporal, o bien porque posiblemente otras formas de anomia nuevamente transgresoras volverán a aparecer. Y, además, está el aburrimiento que, respecto de todas aquellas rutinas que veamos demasiado bien que ya no significan en realidad nada, deviene en losa para nosotros granítica.
La nuda vida fisiológico-corporal y los derechos humanos
Partimos de la concepción exclusivamente contemporánea de la formalización de los derechos humanos en tanto declaración universal de 1948, como los pactos internacionales de derechos humanos del año 1966, para hacer notar que a pesar de proceder de una herencia jurídico-cultural concreta, pueden concebirse a la manera de una versión perfectamente laica del mismo artificio católico ya comentado: esto es, que la conceptualización del corporalidad individual y su sensorialidad más singular e intransferible, se pretende realzar por encima de, para así de alguna manera señorearse sobre, el armazón cultural en su conjunto. Y así, se recrea un mismo dispositivo formal, si bien de forma ahora intelectual y no tanto icónico, que sirve en ambos casos a un mismo fin técnico: inmovilizar y, en algún grado, mantener en jaque al ímpetu ya de por sí descorporeizante que está en el fundamento universal de todo proceso antropológico-cultural. Porque, como ya hemos apuntado, la elevación de parte de un colectivo sobre sus propias circunstancias físico-materiales, como tiende ya hacia la sustitución sensorio-metabólica de lo físico, no está nunca totalmente inmune a su propio digamos despeñamiento estructural, pudiendo excederse precisamente respecto a unos límites reales que los procesos culturales, en tanto el lujo que son, solo desplazan a una periferia técnica (a modo del sacer de Agamben), mas nunca de forma definitiva. Pues no hay otra manera de resolver la paradoja esencial antropológica, la de que sea el cuerpo en este sentido desplazado, la fuerza en realidad regidora de la experiencia sociorracional y colectiva; y cuando, al mismo tiempo, los grupos humanos no logran permanecer en el tiempo de su propia fisiología opróbica si no remontan en este sentido también técnico el cuerpo físico singular de cada uno.
Las dos libertades humanas
La libertad debe conceptualizarse ante todo a un nivel fisiocorpóreo y en tanto el paso primero respecto el dispositivo ulterior que es la reconstitución sociorracional del individuo. Una libertad primaria en este sentido fisiológico que garantiza el caractér fisiorracional del sujeto cognitivo en su propia agencia vital: un sujeto, pues, que, en tanto libre, está disponible, mediante la sensorialidad propia, para participar de la geometría opróbica de los grupos humanos. Y como ya se ha apuntado, los grupos sobre todo sedentarios dependen de la individualidad sociorracional y opróbica como dispositivo en realidad estructural de su propia estabilidad en el tiempo agrícola que se mantiene estable precisamente por cuanto pueda vivificarse: la libertad primaria en este sentido estructural es, sin duda, uno de los mayores bienes humanos ya que es clave respecto de toda voz sociorracional, sociomoral, posible.
Pues desde siempre el cómo uno vibra sensorialmente con todo aquello que percibe no es asunto, en realidad, solo individual (o del todo individual) sino que es el grupo humano zoológico (originalmente a través, por ejemplo, del chamán) que normaliza, legitima, y codifica aquello que somos en nuestros sentidos corporales todavía no conscientes. Pues el saber, en este sentido pragmático, es el conocimiento justamente de cómo se ha de sentir uno frente a sus propias emociones una vez que se haya consagrado como el individuo sociorracional mínimamente conformista que somos todos en cuanto sujetos sociales pertenecientes. Pero claro, justo en el acto de la consolidación conformista mínimamente funcional en este sentido social, se abre de repente el abanico de posibilidades de transgresión frente a esa misma normativa socioemocional y estructural. Porque, a partir de este momento y más aun en el contexto de la antropología sedentaria basada en la agricultura, la misma continuación del porqué de la definición sociorracional dependerá de que se le confronte con la anomia individual frente a la cual lo sociorracional podrá volver a reconstituirse; pero, a no ser que se está inmerso un conflicto bélico intergrupal, será ahora la contingencia de la titilación moral individual (como ámbito de carácter totémico) lo que se consolidará como verdadera rubrica funcional de la civilización sedentaria. Así, el hecho ahora al menos concebible de que yo pueda transgredir las mismas normas de las que dependemos todos, supone la característica técnica más importante de la individualidad sociorracional respecto la vida sedentaria, en la que, efectivamente, vivo en la permanente duda de que si en realidad pertenezco o no al grupo propio, pues evidentemente me doy cuenta que mis propios sentidos y las emociones en mí que acarrean, desmienten continuamente que yo sea de hecho uno del grupo. He aquí la ilusión estructural angular de la antropología agrícola y el requerimiento que impone a todos nosotros de que poseamos una individualidad sociorracional: porque la libertad humana y moral se erigirá en lo sucesivo en el juego interno del yo cultural frente al cuerpo fisiosenoria como armazón en realidad antropológico-estructural de la experiencia cultural fundada en la agricultura.
Mas el ser humano también debe aspirar a remontar su propia fisiología, pues todo contexto cultural posible se erige sobre este forma de juego potencial que tiene un especial valor funcional universal respecto los contextos humanos sedentarios: el dilema moral y después una verdadera ética (que lo es en tanto cuestiona finalmente su propia origen fisiológica y socioopróbica) se convierte en fuente de la máxima tonificación para la individualidad sedentaria, frente a una realidad física limitada que la encrucijada verdaderamente moral y ética, en su intensa y agonizante descarga metabólica, sobrevuela llevando en volandas, como si dijéramos, la comunidad finalmente en su conjunto; es también materia combustible para todo contexto potencialmente político (como en realidad todo contorno humano-cultural), y puede graduarse en distintos niveles de, digamos, dificultad y rigor, mas siempre involucra brutalmente al individuo sociorracional de forma inexorable. De hecho, se puede decir que para eso se sociorracionaliza la individualidad fisoiocorpórea y somatosensoria, pues tal es la importancia que tiene respecto de la experiencia fisioantropológica sedentaria. Y, evidentemente, la apelación opróbica que no puede dejar de sentir el individuo perteneciente respecto el mundo humano representado, es algo así como la piedra angular de la experiencia visual contemporánea, tanto respecto del cine como la televisión.
Pero esta segunda forma de libertad, respecto de la fisiología propia frente a la cual se logra alguna distancia y cierta circunspección pasajera -en realidad como un ejercicio sensoriometabólico más entre los muchos sobre los que ya se erige la antropología agraria, si bien más refinado- ha de cultivarse como algo que de hecho exista sobre el horizonte cultural del individuo social; y no solo tiene que estar en este sentido disponible, sino que el individuo debe poder tener acceso a la posibilidad de cultivar su propia libertad en este plano más elevado. Naturalmente esto no es siempre posible ni la antropología sedentaria puede permitir que todo el mundo vea, por ejemplo, el origen real y manipulado de las sombras sobre la pared de la cueva de Platón, sino que parecería necesaria en aras de la estabilidad colectiva en el tiempo, que la gran mayoría solo nos interactuáramos sensoriometabolicamente con las sombras (pues ese otro ámbito donde en verdad comprender estructuralmente la fisiología propia es en realidad primero antes que nada patrimonio en realidad del grupo antropológico, respecto de lo que ha de significar sociorracioionalmente esto que yo siento). Pero, sin embargo, parece, con todo, que no hay duda en cuanto a la necesidad de que toda sociedad viva al menos en la tensión de su propia elevación ética.
La «locomoción» en situ frente a los límites de la antropología sedentaria
(Abstracto)
Coincidencia en el tiempo sedentario industrial del siglo XIX:
-la ficción literaria breve contemporánea
-Periodismo de guerra y con imágenes
-el deporte como espectáculo en ciernes
-la violencia racial en EEUU
Desarróllese concepto de locomoción a través de la vivificación fisiológico-estética que resulta imprescindible respecto los contextos sedentarios: empezar en la edad media (Power of Images: History and theory of response(1989) David Feedberg; la pittura infamanti); o inculso respecto las pinturas rupestres, pasando por las religiones y la moralización general de la individualidad sedentaria, históricamente hasta el uso de la música popular y las imágenes fotográficas (después cinematográficas).
PUNTO TEORICO DE ARRANQUE
Los grupos humanos universales acaban por apoderarse de alguna manera de su propia vida sensoria (a través de prácticas rituales o ritualizadas) puesto que la experiencia fisiológico-metabólica es la verdadera argamasa de la consolidación sociorracional posterior. Y esto, respecto a contextos antropológicos de base agraria, tiende a servirse cada ve más de estructuras y dispositivos culturales mucho más fisiológicos que en realidad físicos. Pero dichos dispositivos se basan, naturalmente, en la fisiología humana original, en su capacidad de estímulo y vivificación -y esto crucialmente- respecto su vertiente exclusivamente sensoria:
1.George Simmel
Las grandes ciudades y la vida del espíritu
…El siglo XVIII en sus inicios encontró al individuo constreñido por vínculos políticos, agrarios, corporativos y religiosos que lo violentaban y habían acabado por perder toda razón de ser, con lo que imponían una forma de existencia antinatural y desigualdades injustas. Fue en esta situación que nació la sed de libertad e igualdad —la creencia en la libertad total del individuo en todas las circunstancias, tanto sociales como intelectuales—, que haría resurgir de inmediato en todos los hombres el noble fondo común que la naturaleza había depositado ahí y que la sociedad y la historia se habían limitado a deformar. Al lado del ideal del liberalismo, se desarrolló otro ideal a lo largo de todo el siglo XIX, expresado por Goethe y el romanticismo por una parte, provocado por otra parte por la división del trabajo: los individuos liberados de sus vínculos tradicionales ahora desean distinguirse unos de otros. El valor del hombre ya no consiste en “el hombre en general”, sino en esa singularidad que impide que cada cual se confunda con sus semejantes. Al combatirse y combinarse de diversas formas, esas dos maneras de atribuir al sujeto su papel en la sociedad han determinado la historia tanto política como espiritual de nuestro tiempo. El papel de las grandes ciudades consiste en proporcionar el teatro de estos combates, y de sus intentos de conciliación.
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Visión que carece de un sentido ecológico de viabilidad: que la única forma de mantener en el tiempo este escenario de pendencia y auto afirmación cívico-individual como planicidad sedentaria, finalmente consumista, es a través de surtir grandes dosis de vivificación sensorio-opróbica para, de manera continua y constante, primar una nueve reconsitiución sociorracional (esa experiencia de intensa zozobra moral como el porqué mismo y visceral del yo social posterior); porque si no, acaba por volver a fraguarse, una vez más, el problema del desbordamiento del espacio fisiológico (que incluye a grandes rasgos el ámbito moral de la experiencia sedentaria en sí) ante un nuevo y desabrido ímpetu directamente físico (esto es, de una violencia corporal otra vez resurgida y sin ambages). Y llegamos al meollo de la cuestión histórica de la viabilidad sedentaria como verdadera condición contemporánea: o se le garantiza una fecunda exposición al menos visceral (para la gran mayoría del agregado fisiológico-sensorio humano) a la anomia estructural de su propia zozobra sensorio-moral (ante una estética escenificada de vida y muerte, de guerra, el crimen, la pobreza y demás abusos intolerables), o se renuncia finalmente a toda agencia respecto de la estabilidad socioeconómica a medio y largo plazo, recusándose, como si dijéramos, de toda pretensión ejecutiva para dejar, simplemente, que los cuerpos vuelvan a interactuar sobre el plano directamente fisioantropológico de los grupos, para dirimir, otra vez, una nueva primacía exclusivamente espacial (que es, por otra parte, la vieja y críptica pugna que la antropología sedentaria ha logrado desplazar a la periferia de su propia viabilidad en el tiempo, mas solo desplazar y nunca de forma definitiva). Y esto, por otra parte, es exactamente lo que ocurre con todo modelo temático del centro comercial -o el mall– que se pretenda imponer como dispositivo antropológico (a lo Crawford, por ejemplo): que no se sostiene por sí mismo, sino que depende estructuralmente de esta suerte de alimento sensorio-moral vivificante, con el sutil fin de que el sujeto fisiológico-social llegue verdaderamente a codiciar aquello que de hecho ya posee.
2.Margaret Crawford
El mundo en un centro comercial
Circunstancia técnica de la «vida temática» así descrita y su ecología: Que como se construye sobre la exclusión de lo corporal -de la anomia vital-emocional de lo fisiocorpóreo y prerreflexivo- precisa estructuralmente del estímulo externo en la forma de un horizonte sugerido, solo insinuado, del caos que acecha (el temor al crimen y a la violencia irracional, al horror de encarcelamiento o la probreza, etc.). Tal ecología estructural de estabilidad, por una parte, y estímulo por otra, ha de componerse sobre todo en base a una semiótica de la amenaza -incluso del contagio (idea, creo, de Bauman)- que logra crear el necesario efecto de que el sujeto social quede de nuevo encandilado (como agradecido y hasta aliviado) con lo que son en realidad los límites de su propia inmovilidad real y fáctica. Con lo que se hace necesario concebir la semiosfera como instrumento imprescindible que apoya y auxilia, externamente y en cuanto su capacidad de vivificación, el cauce agregado más importante de los cuerpos en el tiempo socioeconómico. Y en este sentido, toda noción conceptual ha de rebajarse a una suerte de sintaxis mínima que articula lo que en realidad son múltiples imágenes tonificantes: el lugar común intelectual, por tanto, que facilita este engranaje de imaginería opróbica y que no amenaza nunca con cuestionarlo ni perturbar seriamente al individuo, se erige en socio estructural preferente e imprescindible.
3.Pero, ¿qué quiere decir más exactamente sostenibilidad del contexto antropológico?
Tratándose de la antropología más sedentaria y que se fundamenta en la agricultura, sostener el contexto quiere decir, en esencia, que la necesaria complacencia y planicidad de la vida sedentaria se logre precisamente a través de su capacidad de vivificarse a modo, en el plano técnico, de un ejercicio de la anomia sensorio-metabólica de los individuos, para así justificar nuevamente lo sociorracional: así es como una periferia somatosensoria y prerreflexiva (esto es, en el plano nuestro esencialmente neurometabólico) al vivificarse, contribuye a reconstituir nuevamente la centralidad sociorracional del orden cultural. En este sentido, puede quizá considerarse que la vida nómada, que se basa en el desplazamiento físico más o menos continuo, no necesita ejercitarse en este sentido, pues el plano corporal sería de hecho la esencia de su modus vivendi en el cual la vida sociorracional (esa experiencia que es más fisiológica que física) sirve de argamasa de la constitución grupal, mas no llega ni mucho menos a suplantar enteramente lo corporal. Aunque lo mismo, sin embargo, no puede decirse de la antropología más sedentaria que forzosamente ha de buscar acomodar una fisiología individual estructuralmente ajena (puesto que se forjó en su evolución biológica anterior y que, a partir de la agricultura, no puede seguir evolucionando) a un contexto que sí ha de reemplazar -o desplazar- lo corporal de una manera mucho más extremo que anteriormente.
¿Cómo hace esto la antropología sedentaria?
1La moralización de la vida sedentaria como fuente de vivificación fisiológica (los dioses antropomorfos, por ejemplo)
2El despegue semiótico-cultural histórico
3El yo sedentario mucho más totémico antes que físico* (lo que crea una situación en la que la experiencia corporal y fisiológico-sensoria más primaria se retiene en suspensión, como si dijéramos, para así reforzar desde una periferia subalterna la otra parte nuestra más opróbicamente sociorracional y totémico. Así, no solo ha de trabajar el ser humano sedentario para comer, sino también porque esta manera de sujetar la experiencia física en sí sirve estructuralmente para salvaguardar el orden más semiótico que físico de lo sedentario).
Sostener el contexto sedentario, pues, supone lograr la acomodación de tipo fisiológico aquí descrita, respecto de una fisiología y su estrato neurológico más profundo que es común, tanto a la vida nómada como a la antropología sedentaria, además de universal a todo experiencia grupal-antropológico posible. En este sentido, la capacidad ópróbica (término que me he visto forzado a manejar por falta de otro) del individuo es la llave que conduce la sensorialidad metabólica y emocional del individuo hacia su parcial homogeneización como definición frente al grupo de pertenencia; pero esta homogenización en parte supone, en realidad, la configuración de la personalidad social y sociorracional, de tal manera que se es individuo solo gracias al grupo; y que es en verdad el grupo que impone esta forma de individualidad sociorracional con el fin estructural de asegurar su propia permanencia en el tiempo. Hasta aquí el substrato digamos universal -respecto de toda antropología posible humana, tanto la sedentaria, como la nómada- de la geometría fisiocorpórea de los grupos humanos, frente al espacio físico-material del que dependen.
Ahora bien, una cosa que puede inferirse de esto es que sería, en realidad, la vivificación sensoria del individuo la fuerza más importante que digamos arrastra o compele al individuo a la tesitura de verse ante la necesidad de dicha parcial homogeneización fisiocorpórea, so pena de su defenestración bastante implacable, de una forma u otra, del grupo. Es decir, que cuanto más intensamente percibimos individualmente, pero en el contexto de apremio para nosotros vital que supone el grupo de pertenencia, más obligada -y quizá más vivamente real y sentida- resulta la propia personalidad sociorracional. Tratándose, entonces, de quizá el meollo técnico de los grupos humanos, y particularmente algo así como la bisagra que hay entre el individuo y la consolidación real del grupo, sería lógico que los grupos se adueñasen de su propia experiencia sensoria, y no dajarla enteramente al vaivén de los contingencias externas sobre las que no tienen control y que, además, pueden demorarse en el tiempo, lo que convierte la ausencia de estímulo, o sea el aburrimiento, si se prolonga en el tiempo, en una forma de potencial desintegración de la definición sociorracional (o sea una suerte de erosión de carácter colectivo, pero también respecto una parte de la personalidad individual). De hecho, esta idea podría contribuir a explicar dentro del mundo animal, por ejemplo, el verdadero papel que tienen los juegos y la violencia simulada entre miembros del mismo grupo; pero respecto de los seres humanos, e incluso ya en los de vida nómada, la posibilidad en este sentido, a través de la representación, de ampliar espacios ya másfisiológicos que cruentamente físicos y corporales, es vastamente superior. Pero, además, respecto de los contextos sedentarios que ya no se rigen por la actividad directamente física, esta posibilidad de mayores espacios fisiometabólicos auxiliares que no comporten consecuencias directamente físicas (consecuencias que suponen, por tanto, alteraciones jerárquicas y de orden socio-moral) devienen en radical necesidad técnico-estructural.
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*El yo sedentario mucho más «totémico» antes que físico…lo que crea una situación en la que la experiencia corporal y fisiológico-sensoria más primaria se retiene «en suspensión», como si dijéramos, para así reforzar de forma casi subalterna la otra parte nuestra más opróbicamente sociorracional…Y también que cada parte de esta división se va simbióticamente sosteniéndose en la otra, de tal manera que, por ejemplo, la vida corporal que elude siempre en algo de descodificación semiótica o racional, acaba por convertirse en una fuente de excitación apenas barruntada racionalmente, pero que sirve a la parte sociorracional por cuanto dicha vivificación solo sugestionada (porque no está del todo comprendida sino solo visceralmente conocida) es una forma de horizonte fisiológico desde nuestra óptica sociorracional: era precisamente esto lo que para Wagner, por ejemplo, constituía una suerte de profundidad del alma nacional y que le atraía tanto muy probablemente como escape en este sentido fisiologico-esturctural -que se puede entender efectivamente como romanticismo– pero es discutible en qué sentido realmente se puede comprender como «profundo», puesto que se trata de algo prerreflexivo y estrictamente fisiológico, mas la noción de profundidad tiene para nosotros muchas veces el matiz de una elaboración intelectual más compleja, pero que aquí, bien mirado, no es en realidad el caso.
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4.Un ejemplo sedentario de la vivificación sensoria y su usurpación del espacio físico-material en Dulzura y poder: El lugar del azúcar en la historia moderna(1985), de Sidney Mintz.
La explotación digamos contemporánea del azúcar estuvo implicada en su inicio con las hazañas de expropiación colonial por parte, sobre todo, de Inglaterra (o es el caso en donde más se centra el autor): se trataba de una sustancia que se cultivaba y se refinaba exclusivamente en el caribe en la isla, por ejemplo, de Jamaica. Y parecería lógico que, para garantizar la posibilidad inicial de su producción, fuera necesario un control real sobre la isla y el terreno donde se cultivaba la caña de azúcar como materia prima a partir de la cual se conseguía el azúcar refinado posterior (y luego está el asunto de los cuerpos esclavos, que es otro tema), de manera que toda explotación mercantil en ciernes iba de la mano de la ocupación básicamente de facto y a mano militarizada del terreno geográfico.
Pero, naturalmente, la introducción masiva del producto en Inglaterra coincidía también con la popularización del té (producto colonial por excelencia que provenía del otro frente colonial brintánico de la India); y es que el té se hizo tan popular, respecto finalmente todas las clases sociales inglesas, que bien pronto se entendió que el poder político real estaba más bien en el mercado que formaban los que lo consumían masivamente; en el poder, concretamente, de gravarlo -tanto el té como también el azúcar- fiscalmente y en beneficio del poder estatal (y su estamento financiero en realidad privado, que es rasgo, por otra parte, típicamente inglés respecto su propia historia económica).
Y así, esta tendencia se hizo más y más nítida, hasta el punto de que claramente dejó de importar el plano geográfico casi del todo, o en cualquier sentido finalmente político, respecto a sitios lejanos, siempre que uno podía considerar que controlaba el acceso a su propio mercado consumidor. De manera que ya no se hacía tan necesario el control de facto de ningún espacio físico-material que no fuera el de dicho mercado consumidor originalmente nacional (esto es, el de las propias islas británicas).
Pero en realidad, ¿en qué se basaría un poder así constituido cuya fuente última es algo así como un deseo verdaderamente sensual de parte de (finalmente) millones de seres humanos en busca de una sensación placentera de momentáneo bienestar y deleite puramente sensorio-metabólico (imagínese la propia experiencia fisiológica de Ud. al tomar una taza de té caliente, más o menos azucarado)? Podemos quizá aseverar, basado en esto y en otros ejemplos etnográficos (particularmente interesante para mí en este sentido es el trabajo de León-Portilla respecto la historia de los Chichimecas-Toltecas de México) que un rasgo inicial de todo refinamiento cultural y posterior desarrollo, empieza cuando la vivificación senoriometabólica, en forma de placer (de cualquier tipo, como placer estética en general y también el sexual) llega a desprenderse del bucle fisiosensorio-socioracional, cuando el individuo apropia para sí un espacio que la misma cultura al final hace disponible, para así recrearse en su propia vivificación sensorio-metabólica, sin que tenga consecuencias socio-morales directas; porque, como cauce culturalmente legitimado, no pasa de un espacio básicamente fisiológico y menos corporal, aunque estén implicados otras personas como copartícipes, pues el orden soicorracional al que vertebran los cuerpos y la geometría espacio-colectiva de su críptica constitución real no se ve en ningún caso alterado. Pues evidentemente y desde siempre, se trata de una suerte de simulacro (debido, como digo, a que está culturalmente legitimado y no tiene consecuencias de ninguna manera cruentas ni, por tanto, socio-morales) que los contextos sobre todo sedentarios han tenido que explotar estructuralmente para darnos al mismísimo aire que respiramos, como si dijéramos, y esto al menos, a partir históricamente de la agricultura.
Que se puedan crear, además, unas potentes estructuras tempo-económicas y financieras a partir de esta misma virtualidad básica a que conduce la vivificación fisiometabólica en sí y de por sí, y que ha estado siempre presente en la historia del Homo Sapiens que se sabe Sapiens (una capacidad del simulacro que es, en realidad, rasgo del mundo animal), ¿qué tiene eso, inicialmente, de malo?
5.Una ecología antropológico-cultural, ¿sí o no?
-la Iliada y la Odisea de Homero,
-El libro de Jeremías (antiguo testamento)
Toda ecología antropológica sedentaria requiere al menos sobre el horizonte público y cultural la violencia: los griegos, después los romanos, pudieron erigir una estabilidad basada finalmente en el desarrollo puramente cultural (político, económico, artístico, y en general humano) debido estructuralmente al hecho de que existía el riesgo, la amenaza, y también proyectos de realización, de la violencia al menos en potencia; y eso como una necesaria razón de ser y el porqué mismo y constante de lo sociorracional. Y se puede muy bien apostar por el hecho más que probable de que la audiencia consumidora históricamente más importe de Homero (respecto de los poemas épicos de la Iliaday la Odisea), consistiría precisamente en comunidades que subsistían de forma seguramente contraria, justamente, a aquella experiencia vital que transmiten dichas obras (que presentan la vida como en estado de guerra, o como un viaje precario e interminable); puede aseverarse incluso que la vida de base agrícola a la que en el fondo servía Homero a la manera de una fuerza animadora, se fortificaba vicariamente, compensándose en cierta forma, a través de una experiencia estética que presentaba una movilidad física y vivificación en general metabólica de las que las audiencias receptoras muy probablemente carecían, normalmente, casi por completo. ¿Qué otra función puede decirse que ha tenido desde siempre y a partir de una óptica exclusivamente técnico-estructural el arte y, en general, la vivificación estética, a partir de la vida agrícola?
Otro ejemplo que viene bien traer a colación aquí y en este punto, de otra tradición cultural diferente, es El libro de Jeremías del antiguo testamento cuyo argumento narrativo se monta, en realidad, sobre la imagen siniestra, verdaderamente sobrecogedora, de ausencia humana, concretamente en la forma de pueblos deshabitados; una imagen que se convierte en una suerte de dialéctica entre las consecuencias de desdeñar a Dios (pueblos vacíos), frente a la promesa futura de parte de ese mismo Dios para los que, pase lo que pase, permanezcan fieles como creyentes (villas y ciudades al final rebosantes de vida humana y agrícola). Aunque, de forma similar al caso de Homero, es lícito sin duda sospechar que el consumo estético de la lectura (de manera directa o como oyente) de esta historia tenía como fin técnico electrizar, como si dijéramos, la vida básicamente sedentario-agrícola a través de la amenaza insinuada, sugestionada, de su pérdida; que en la fuerte zozobra de esta propuesta solo estética, puede después el sujeto social (respecto de aquella sociedad original y consumidora de la vivificación estética) volver a gozar, nuevamente de la misma cotidianeidad de siempre y básicamente inmóvil, por un tiempo al menos hasta fuera necesario un nuevo ejercicio de zozobra estético-moral de este tipo.
En ambos casos, entonces, se trata del estímulo y vivificación en realidad prerreflexivos -a través precisamente de la experiencia estética- de una suerte de sustrato neurofisiológico humano de carácter, sin duda, universal (puesto que se trata de una fisiología nuestra anterior, esto es, de cuna en realidad nómada y cuya configuración base la vida sedentaria tiene precisamente que acomodar al contexto agraria, y dado que, además, la sociedad agrícola ya no queda expuesta a la mayoría de las fuerzas de selección natural). Pero, como ya llevo intentando exponer a lo largo de estas páginas, la vivificación estético-moral así entendida, constituye la fuerza más importante de la reconstitución sociorracional de todo sujeto social agrícola; de hecho es en lo estético-moral que la vida agraria reproduce, para la fisiología nuestra, la ilusión de un desplazamiento que la cognición humana adquirió originalmente a partir de un contexto anterior mucho más corporal.
Y, finalmente, es en este sentido que aseveramos que la noción de una ecología antropológica que acaba descargando el peso de sus problemas técnicos (esto de una fisiología en cierto sentido anacrónica respecto al nuevo contexto sedentario), en la experiencia vicaria de la contemplación de, por ejemplo, la violencia, pero en detrimento lógicamente, de una extensión real y corporal de esa misma violencia. Pues sin duda parecería lógico pensar que el desarrollo visual-cognitivo humano fuera una herramienta disponible para la evolución sociobiológica humana, en los albures de la aparición y comienzo de la experiencia agraria, y respecto estas nuevas circunstancias y sus dificultades. Y porque, evidentemente, nuestra experiencia solo fisiológica, solo sensorio-metabólica (más allá, momentáneamente, de la cuestión corporal), no deja de ser vector de una significación moral (o opróbico-grupal) para el sujeto sintiente, por muy prerreflexivo y no conceptual que sea.
De manera que adquiere cierta urgencia aclarar la naturaleza real de la planicidad sedentaria (de la que tanto dependemos como nuestro auténtico hogar), en tanto estabilidad que solo se sujeta en el tiempo gracias, en realidad, a su capacidad de auxiliarse, vivificándose, a partir de su propio sustrato fisiológico-metabólico y prerreflexivo: la cuestión desde luego técnica del sostenimiento antropológico a largo plazo se basaría en la comprensión nuestra del carácter verdaderamente agonal de la relación entre estos dos ámbitos diferentes de la experiencia humana, entre un estar fisiológico y somatosensorio que supone todo cuerpo desamparado singular, frente al ser sociorracional y cultural (a partir del logos solo grupal y el proceso opróbico que supone).
Un viaje hacia la antropología agraria
Algunas inferencias a partir de las diferencias entre “bárbaros” y civilizados, según M. León Portilla en Culturas en peligro (Ed. Alianza Mexicana, 1976)
(Cáp.2.Transformación sin perdida de identidad: La aculturación de los Chichimecas de Xólotl (XIII-XIV D.C.)
El autor centra esta sección de su trabajo en una serie de códices pintados en el siglo XIV que pueden considerarse procedentes directamente y sin mediación del mundo indio prehispánico del territorio posteriormente conocido como México (o más concretamente la region central del México prehispánico). Constan tanto de texto escrito como de imágenes; en algunos casos, son copias de documentos anteriores hoy desaparecidos. El argumento base de todos ellos es, por lo visto y según nos plantea el autor, la épica de cómo el pueblo originalmente nomáda conocido como los Chichimecos se elevó culturalmente a partir de su conquista del terreno donde poco antes su hubiera asentado la civilización plenamente sedentaria de los Xólotl (civilización de base agraria que ya había entrado en decadencia). Y para el autor es importante el hecho de que los supervivientes Xóltol que aun permanecían disperados por la zona, fueron los que enseñaron a sus captores-ocupantes de facto del terreno. Es decir, se trata de la narrativa épica de una suerte de emulación cultural de parte del fuerte (porque los Chichimecas efectivamente controlaban el espacio físico-geográfico) respecto al débil a quien, no obstante, los mismos ocupantes consideraban culturalmente superior.
Pero como se trata, en efecto, del paso de una existencia nómada a otra ya plenamente sedentaria (en eso consiste la épica Chichimeca, algo así como la celebración de la vida sedentaria y su llegada a ella), quisiera yo resaltar las diferencias que, entre las dos formas de experiencia antropológica, hace hincapié el autor. Pues en los mismos códices están muchas claves en este sentido que León-Portilla va citando y que aquí quisiera yo comentar.
Los toltecas eran sabios,
se decían que eran artistas de las plumas,
del arte de pegarlas…
Esto era su herencia
gracias a la cual se concedían las insignias.
Las hacían maravillosas…
En verdad ponían en ellas su corazón endiosado…
Lo que hacían era maravilloso,
precioso, digno de aprecio.
Los toltecas eran sabios,
dialogaban con su propio corazón,
dieron principio a la cuenta del año,
a la cuenta de los días y los destinos…
Los toltecas eran sabios,
tenían conocimiento experimental de las estrellas
que están en el cielo;
conocían su influjo.
Sabían bien cómo marcha el cielo,
cómo da vueltas, esto lo veían en las estrellas…
Eran cuidadosos de las cosas divinas,
solo un dios tenían,
lo tenían por único dios,
lo invocaban,
le hacían suplicas,
su nombre era Quetzalcóatl…
Muchas casas había en Tula,
allí enterraron muchas cosas toltecas.
Pero no solo esto se ve allí
como huella de los toltecas;
también sus pirámides, sus montículos,
allí donde se dice Tula-Xicocotitlan.
Por todas partes se ven restos de vasijas de barro,
de sus tazones, de sus figuras,
de sus muñecos, de sus figurillas,
de sus brazaletes;
por todas partes están sus vestigios:
en verdad allí estuvieron viviendo juntos los toltecas…
Pasaje citado por León-Portilla del Códice Matritense Sahagún; los subrayados son míos.
A modo de primer cotejo, si aquí se está enumerando rasgos importantes de lo vida sedentaria es, efectivamente, desde la óptica de los que en principio no pertenecían a esa forma de vida (de allí la fuerte carga de emotividad de la descripción casi nostálgica). En síntesis, podemos resaltar las siguientes inferencias a partir de las secciones por mí subrayadas de la cita que hace originalmente León-Portilla de códice arriba mencionado.
1.Los objetos (aquí las plumas) pueden adquirir una importancia totémica para los seres humanos para así constituir, efectivamente, nuevos espacios de imposición individual, pero sobre un plano en realidad más de naturaleza fisiológico-semiótica que física. Se trata de un espacio que, siendo de carácter semiótico, se funda sobre una relevancia u obligatoriedad opróbica a partir de la colectividad y su sujeción sociorracional de los individuos (aquello que establece, en este caso, el significado y valor de las insignias).
2…ponían en ellas su corazón endiosado: Pues parecería que esta capacidad de encandilamiento artístico -como artimaña o técnica en general de intensa vivificación fisiológica- fuera quizá atributo técnica perentoria de este digamos nuevo mundo que, en este punto de la narrativa épica (del paso chichimeco del nomadismo a la vida agraria), solo se vislumbra, apenas se barrunta.
3…diologaban con su propia corazón : En efecto, por circunstancias ahora técnicas es necesario desarrollar una, digamos, densidad mayor de personalidad sociomoral, valiéndose asimismo de la aparición de espacios semióticos más amplios; dicha profundización sociomoral del pisque individual echa mano, es de suponer, de los recursos fisiológicos subyacentes e inherentes a todos nosotros, lo que constituye una visión que aquí sostengo pretendidamente técnica de, simplmente, nuestra capacidad (opróbica) de sentir culpa.
4.dieron principio a la cuenta del año / a la cuenta de los días: El desarrollo semiótico de paradigmas de significado (los números como series, los días de la semana también como serie, o las estaciones, etc.) supone la argamasa efectiva respecto de los espacios fisiológico-simbólicos más amplios de que dependen las antropologías de base agraria, espacios que devienen en, simplemente, recurso más fisiológico que físico para la imposición personal de unos seres humanos que se relacionan con lo corporal de otra manera nueva.
5.sabían la marcha del cielo / esto lo veían en las estrellas: Como si de un espejo se tratara, se han situado siempre las culturas sedentarias frente a la regularidad sideral, de una forma mucho más intensa que las gentes nómadas, no solamente porque los sedentarios desarrollan el tiempo y la capacidad de poder hacerlo, sino en realidad porque les apremiaba la urgente necesidad de ello, como otro espacio fisiológico-totémico más, frente a los límites físicos de la vida agraria esencialmente inmóvil. Y así, a partir del orden que observaban en los cielos, volvieron sobre sí -parece que es así en todos los casos históricos- la misma indagación respecto de un sentido posible como orden finalmente humano.
6….eran cuidadosa con las cosas divinas/ solo un dios tenían / lo invocaban/ lo suplicaban: El cúmulo de la virtualidad sedentaria se alcanza, según llevo desarrollando a lo largo de estos textos, con las divinidades antropmorfas (que son, según se dice, patrimionio exclusivo de las culturas arraigadas en la agricultura, y no de otras). Y es que las postulaciones soberanas, de parte de un colectivo, se erigen en instrumento en realidad especular frente al cual se va espesando la misma psique humana de siempre, pero matizada, amoldada, finalmente definida, por la exigencias del contexto sedentario: y así ante la divinidad antropomorfa el sujeto social como que se extrapola del todo de las circunstancias físicas, para volver a nacer, como si dijéramos, dentro de un mundo antes que nada fisiosemiótica, si bien, amarrado aun por la fisiología opróbica individual y la posibilidad solo virtual -pero, aun así fisiológicamente real y visceralmente sentida- de la transgresión. Esto es, que ya no es necesario transgredir en ningún sentido corporal real (aunque siempre se puede, eso sí), sino que el mismo proceso de mortificación moral se puede efectuar respecto al individuo somatosenorio, dentro de un plano exclusivamente totémico que no precisa del mundo corporal de la misma manera que respecto de la vida más nómada. El desarrollo y advenimiento histórico de un despegue semiótico permite, efectivamente, la articulación de un mundo fisiológico-sensorio mucho más amplio porque permite que la experiencia sensorio-estética se articule, podríamos decir, sintácticamente, con lo que se abre la experiencia fisiológica a una sujeción finalmente conceptual.
¿Pero frente a qué hubiera podido surgir históricamente un proceso digamos de descorproeización que, no obstante, retiene una capacidad mortificadora estrictamente fisiológico-estética como una suerte de titilación moral que, no siendo exactamente física, no deja de ser con todo de lo más significativo -y serio, desde luego- para el individuo? Respuesta: la planicidad sedentaria que, para poder permanecer reforzándose en el tiempo, ha de poder vivificarse, según el patrón, por otra parte, asentado en, simplemente, la neurología humana base. Así, en un tiempo en que seguía aun susceptible la especie humana a la mayoría de las fuerzas de selección natural, deviene en recurso el estar somatosensorio nuestro y prerreflexivo respecto al problema de la vida progresivamente más físicamente arraigada y sedentaria (evolución sociobiológica que luego la antropología agraria finalmente consolidada pararía más o menos en seco).
7...por todas partes están sus vestigios:Con este y los renglones que justo antes lo van precediendo, se constatan unos restos materiales como artefactos que remiten, en realidad, a un mundo metabólico de energía humana y los distintos contextos aludidos de su otrora imposición viviente. Pero no puede decirse que dichos objetos (los templos, sus vasijas de barro, las figuras, muñecos y brazaletes) representen un mundo directamente físico; es decir, que dicho plano corporal va sobreentendido, puesto que todo espacio fisiológico-metabólico humano, evidentemente, es posible solo a partir de los cuerpos vivos, mas como aquí parece entreverse, la vida «cultural» -la verdadera grandeza de estos Toltecas adorados- residía en algo así como el ámbito de sus anhelos, sus esfuerzos más artísticos, artesanales e intelectuales, todos ellos modos de imposición fisiosemiótica que dan por descontado, y que efectivamente relegan a la periferia estructural, lo corporal en sí. Pero, respecto la vida nómada, basada en una sociofisiología de desplazamiento físico, más o menos constante, no solo no es posible tal asignación sedentaria de energía puramente, digamos, metabólica y fisiológica (más que física), sino que -crucialmente- no es tampoco necesario, o al menos no en el mismo grado ni en la misma medida.
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James Clifford, Retóricas de la antropología (1991)
Mary Louisse Pratt, “Trabajo de campo en lugares comunes”
Lugares comunes tal y como los entiende la autora pueden conceptualizarse como espacios opróbicos que naturalmente ocupan cuerpos humanos siempre desamparados y que, además, se encuentran ante el riesgo, que jamás desparece, de volver a padecerlo, esto es el desamparo: pues ésa y no otra es la esencia de la experiencia corporal en su vertiente antropológica. Y, efectivamente, los espacios culturales ajenos solo son accesibles para cuerpos desamparados, dado que el desamparo primigenio individual es la clave respecto de la mecánica de los grupos humanos. Pero el etnógrafo «científico» por cuanto «objetivo» no puede nunca recuperar esta necesaria precariedad sensoriocorporal como antesala de otra sociorracionalización constituida, de parte de otro grupo ajeno, porque su pretendida objetividad empírica no es más que un modo ya sociorracionalizado respecto su propia identidad cultural. Resulta claro que, para acceder al conocimiento de la mecánica de un grupo ajeno -que aun con todo se podrá describir empíricamente, sin duda- es necesario renunciar a la identidad cultural propia, o al menos en cuanto a una fisiología ya soicorracionalizada (siendo el modo positivista producto de una anterioridad cultural determinada); de hecho, es necesario regresar parcialmente a lo corporal en sí, para poder volver a vestirse de alguna manera con otro digamos traje fisioantrpológico diferente. Pero esta suerte de desnudarse para poder volverse a arropar puede de hecho hacerse: está claro que, a modo de ejemplo inicial, la cocina culturalmente ajena se entiende de modo sin duda inmediata ante, simplemente, el hambre padecida, y mejor naturalmente si es en compañía de los otros culturales, pues parece ser que la forja universal de lo sociorracional -respecto de cualesquiera experiencia antropológica concebible- es a partir de estados emocionales individualmente padecidos que, en el contexto de un grupo humano determinado, impulsan la creación de estructuras sociorracionales (en aras, una vez más, del mantenimiento propio colectivo específico), si bien hay que conocer y también dejarse llevar, en alguna medida, por el hambre. Sería entonces que se está cediendo mayor importancia, para nosotros que somos de nueva incorporación, al lado corporal-emocional (sensorio-emocional) de nosotros mismos más que a nuestro criterio sociorracional, que no es de aplicación inmediatamente útil respecto a un nuevo contexto humano colectivo y antropológico, sino más bien un obstáculo puesto que «destruimos» efectivamente el objeto de estudio nuestro (como dice la autora).
Lo sociorracional de los grupos humanos es en sí misma una respuesta a la precariedad existencial del cuerpo singular; si no se conoce esta precariedad no hay manera de participar -de ni siquiera conocer- la mecánica de un grupo humano determinado. Pero una vez que nos cercioramos de nuestro ente corporal como efectivamente el antecedente técnico de nuestra propia yo sociorracional y cultural, no nos cuesta participar de otro proceso ajeno como invitado desde luego visceral, puesto que ponemos sobre el tapete digamos cultural nuevo nuestro propio ente opróbico y por tanto prerreflexivo pero que es, aun con todo, racional en este sentido estrictamente corporal y todavía no socialmente reconstituido.
El lugar universalmente común, por tanto, ha de entenderse como la fisiología humana, noción que, por otra parte, está en el fondo intelectual de las obras quizás más importantes de nuestra tradición al menos occidental contemporánea (las de, por ejemplo, Bergson, William James, Nietzsche, Spengler, Heidegger, E.Morin, R. Rorty, o respecto la lingüística contemporánea, etc), si bien no se ha explicitado nunca de forma ni social ni académicamente definitiva.
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El fin de los rituales
La frase de Byung-Chul Han «los rituales anclan la comunidad en el cuerpo» (El País, 17 de mayo, 2020) se lee como tremendo oxímoron, pues ¿cómo puede una comunidad concentrarse en una corporalidad singular? Y, sin embargo, la lógica está clara por cuanto los rituales en realidad son una forma de homogeneizar la experiencia sensoriocorporal acomodando la anomia singular como, en realidad, aquello a lo que, paradójicamente, jamás puede renunciar el grupo humano, pues es en la explosividad sensorio-emocional solamente individual donde se ubica la fortaleza finalmente colectiva del grupo cultural frente a su propio hecho biológico-histórico. Mas solo crípticamente puede pasar el cuerpo de su periferia técnico-estructural a la centralidad sociorracional de toda cultura determinada, pues el yo sociorracional, respecto toda antropología cultural específica posible, se sirve de la fisiocorporeidad individual como insumo de su propia reconstitución fáctica. Por eso y en rigor, los ritos ayudan a reforzar el hecho sociorracional particular creando lo sociorracional pero, al mismo tiempo, sin participar de esa racionalidad, pues los ritos son por definición opacos al análisis empírico externo (sin prejuicio, eso sí, de su posible descripción técnica). En este sentido, el trasfondo real y críptico de toda sociorracionaldiad articulada en su propia reconstitución viva y cultural, es simplemente la fisiocorporeidad inidividual que es, al mismo tiempo -y como el sacer de Agamben- universal. De tal manera que todo ser humano que se desvista digamos de toda sociorracionalidad previa, siquiera a la manera de un modo de entrenamiento, para volver a conocer la precariedad de su propia singularidad física desamparada, puede reconstituirse socioculturamente en una nueva compañía ajena.
-No se es solo lo que experimentamos sensorioemocionalmente
-No se es tampoco solo lo que nuestra voluntad cultural nos espolea a ser
-La verdad individual está siempre a caballo entre estos dos puntos.
Entonces, si se acaba con los ritos se está aniquilando la opacidad del hecho estructural fundador de toda experiencia cultural posible, que es la experiencia fisiológico-sensoria y sensoriometabólica que se deja llevar, por decirlo de alguna manera, por la geometría viviente del grupo, hecho del que depende la posibilidad sociorracional en sí. Es decir, si solo se fomenta la experiencia fisiológica en sí y de por sí, pero sin que aboque en nuevas reconstituciones sociorracionales, se está renunciado finalmente a lo sociorracional. Porque en cierto sentido, todo ritual pudiera entenderse como una reconstrucción escenificada de lo que es en realidad el hecho más profundo de la geometría oprobica, cosa respecto a la cual no tenemos capacidad de análisis puesto que nuestra racionalidad es producto de ella; pero sí que podemos participarnos ritualmente de esa misma realidad anterior, prerreflexiva.¿De qué otra manera puede el cuerpo singular integrarse en una colectividad física imposible de los otros, si no es a través de la opacidad fisiológica, y dado que el hecho racional del individuo social supone, en el mismo momento de su reconstitución, una superación y consiguiente desplazamiento a la periferia del cuerpo?
Solo en la opacidad fisiológica (ese solipsismo que dijéramos alguna vez los qualia) es posible la integración grupal (esa conjunción por otra parte física y anatómicamente imposible); los rituales, por tanto, suponen justamente una experiencia opaca a la racionalidad, precisamente porque son el insumo técnico de esa misma sociorracionalidad. Es decir que en la experiencia ritualizada el individuo participa de dicha opacidad sobre todo con el cuerpo, experiencia que después servirá para fortalecer lo sociorracional; y partir de el afianzamiento sociorracional el inviduo, ciertamente, podrá ponderar así de manera remota aquella otra parte previa y prerreflexiva en tanto misterioso antecedente de su propio ser consciente.
Y así lo críptico va surtiendo una especie de efecto de titilación no conceptual, pero sí fisiometabólicamente vivaz respecto de la otra parte inconexa, pero sociorracionalmente consciente. He aquí pues otra función a describir y que sostiene el sacer desplazado (a parte de la de la impronta sesnoriomoral y la función de sostén moral-opróbico basal). Y todo un ámbito solo barruntado de nosotros mismos que sentimos, desde lo sociorracional, a veces quizá como nuestro doppelgänger, pero cuyo papel más importante parecería en realidad el de, simplemente, el estímulo nacido de un no saber en sentido ahora técnico, respecto de lo que constituye ni más ni menso que la opacidad probalmente somatosensoria nuestra.
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Un no-lugar llamado ATARI
Desarrolla cuestión de los videojuegos como espacios que no son ni morales ni, en realidad, racionales puesto que se basan en la extrapolación de nuestro entidad fisiorracional del su sostén fisiocorpóreo original. Intenta también relacionar esto con el plano antropológico mayor y respecto de lo sedentario en general:
Se trata siempre y en todos los casos de una suspensión momentánea de la posibilidad racional, que eso es la piedra angular de los grupos humanos, ya que la reconstitución sociorracional supone la tonificación fisiológica según un cauce histórico-humano particular; e igual que con los juegos de video, la fisología queda definida según un patrón ya establecida, aunque con los grupos humanos se trata crucialmente de volver a un estado de ambigüedad anterior para poder volver, nuevamente, a reconstituirse en toda la furia vital de los seres vivos individuales y pertenecientes, pues en esto consiste precisamente la experiencia verdaderamente antropológica, sin duda.
Pero en este punto, evidentemente, los videojuegos y la antropología sedentaria en general, se diferencian. Aunque no deja de ser igualmente acertado el afirmar que los videojuegos son también no lugares en el sentido augeano, puesto que el entorno virtual de los videojuegos es un contexto de una fisiología en cierto sentido gratuita, dado el hecho de que no sirve ninguna función de reforzamiento socioopróbico más profundo; esto es, se trata de una vivencia fisiosensoria y metabólica que no está, en realidad, disponible para la otra parte fisiorracional y sociorracionalmente constituida. E igual que los no-lugares augeanos como ciertamente espacios de tránsito, los videojuegos también suponen esto mismo por cuanto suspensión postergada del tiempo sociomoral, que se sustituye por la consumación simplemente -estrictamente- fisiológica del tiempo humano.
-Desarrollar otra vertiente de la cultura posmoderna como no-lugar augeano: pues debido a la racionalidad débil (“soft”) que se asocia con el posmodernismo, lo que permite mayores cauces fisiosemióticos (puesto que ya no se rigen tan estrechamente por una racionalidad dura), se está aproximando a una situación en que prima la fisiología en sí y de por sí (mas siempre con cierto pretexto razonado que fundamenta la actividad o campo académico y que, al menos para los participantes, no se puede -no se podía- ignorar): ¿no sería eso muy parecido funcionalmente a los videojuegos?
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First We Take Manhattan. La destrucción creativa de las ciudades Daniel Sorando y Álvaro Ardura, 2016*.
Proceso de gentrificación urbana:
1.Una política activa por parte del gobierno municipal de dejación de funciones respecto al barrio (desinversión pública intencionada).
2.La «guetoización» y mala estigma asociada con la zona como una de «malvivir»; se culpa moralmente a los mismos habitantes.
3.Precios inmobiliarios bajan y grandes grupos económicos empiezan a comprar.
4.Nueva política de parte de la autoridad municipal: programas privados de renovación de propiedades se respaldan no obstante con dinero público (o con garantía publica); mala estigma se convierte en noción de lujo ahora codiciado.
5.Propiedades salen de nuevo a la venta, pero a un precio mucho más alto, lo que conlleva la subida del precios en general, lo que a su vez acaba por obligar a los habitantes que aun quedan a mudarse.
6.Desaparecen los contextos de interacción personal tradicionales de base más auténticamente antropológica (respecto, por ejemplo, las iglesias urbanas norteamericanas como bello atrezzo pero que cuyos feligreses ya han desvanecido).
Se consolida pues un no-lugar augeano; contexto fisiosemiótico similar al del mall (esto es, un estar antropológico más amplio que se estrecha deformándose en un ser consumidor poco más que exclusivamente), pero hecho zona entera urbana.
La gentrificación específicamente como no-lugar
Sentido técnico que impone un plano financiero sobre un “objeto” antropológico (un sistema humano socioeconómico). Esto es como la equivalencia del sentido, por ejemplo, de un puente cuya razón de ser funcional es evidente.
Pero ¿en qué se apoya o se sujeta algo así a más largo plazo, puesto que la vida emocional queda menos libre (porque se estimula menos socialmente y en la interacción directa entre personas), respecto de un plano emocional esto último que es patrimonio de hecho de los auténticos lugares antropológicos?
La respuesta es que se ha de rentabilizar, sacar partido de, la cognición humana más prerracional y prerreflexiva: distintas formas de miedo y amenaza concebibles, pero más barruntadas que seriamente reales, que sirven para suplir la carencia de vida emocional que suele surgir antropológicamente a través de, simplemente, el contacto personal con los otros.
Pero como se dispone, efectivamente, de menos experiencia verdaderamente racional (como sujeto agente de una imposición cultural propia) se crea (quizás) una dependencia, o una relación que al menos puede describirse como una dependencia en la que la capacidad racional adquiere una posición en realidad subalterna respecto lo somatosensorio. Y parece claro que este tipo de dependencia en el estímulo acaba por eclipsar la producción cultural, hasta el punto en que deja de haberla, o en el que dicha producción cede su ímpetu anterior a favor de lo fácilmente reconocible y lo que es más trivial.
¿Qué es la producción cultural, o cuáles son las distintas formas de entenderla?
La producción cultural entendida como imposición fisiorracional por parte de del suejeto sociorracional, es toda aquella energía y vitalidad como sustancia fisiometabólica que no queda adsorbida por las respuestas fisiológicas del organismo vivo frente al medioambiente; es decir, un primer punto de síntesis es considerar la producción cultural como resultado de una asignación específica de energía fisiológico-cognitiva. Evidentemente, siempre se ha dicho que hay que comer antes de poder crear arte, pero otra forma de decir esto mismo es en términos de energía y su disponibilidad: o sea, si ya no vives con miedo dentro de una precariedad en general existencial que todo lo consume respecto la fisiología propia, podrás utilizarla para un contexto entonces eferente (hacia fuera) y como imposición-realización de uno mismo. Pero, este tipo de actividad-experiencia como eferente ¿es una necesidad que surge una vez que se aplaca, o se reduce la precariedad sensorio-metabólica del otro contexto más afluente en el que la dirección del ímpetu metabólico es más como respuesta urgente a los estímulos externos?
Noción de «ejercicio» de la sociorracionalidad sedentaria:
Desde la óptica de la complejidad estructural de dicha antropología, la imposición artística y cultural en general deviene en una forma de “alimento” estético para el cauce fisiológico sedentario en general. Es decir, que la producción artístico-cultural crea “espectáculos” de contemplación para los demás (como objetos en general o incluso actividades), lo que proporciona una fuente interminable de vivificación fisiológico-metabólica, frente siempre a los límites de la inmovilidad sedentaria; vivificación que, además, no depende de ninguna contingencia externa al grupo, sino que es una fuente de tensión finalmente estructural autoproducida.
(¿Qué sería, por el contrario, una «antropología de la contingencia»?)
Pues eso: una en la que falta la producción cultural y cuya fuente de vivificación, entonces, viene más de las contingencias que obligan a los sujetos a vivir sumidos en fisiologías de respuesta ante el acontecer de las cosas, lo que reduce la posibilidad de modos más eferentes de imposición fisiorracional. Dicha antropología basado en las contingencias (más que en la producción cultural propia) pudiera muy bien entenderse como sociedades del riesgo, pues ese es el patrón fisiológico.
4.La asignación energética a procesos exclusivamente biológicos (dado que cuerpo biológico y fisiología, aunque son efectivamente entidades algo distintas, son también ambas partes de la misma unicidad viva). O sea, que circunstancias físicas (como la enfermedad) pueden restar energía fisiológico-metabólica a los procesos culturales más fisiológicos.
Pues evidentemente lo tiene a partir de nuestra fisiología ya de por sí pendenciera en tanto que los contextos antropológicos (también el de los animales) se acaban sosteniendo fácilmente sobre esta fuente -en la fisiología misma- de conflicto agonal, funcional, y esencialmente incruento. Pero en la historia contemporánea la inauguración de este tipo de sostén diríamos más formalizado a partir probablemente de los años 80, mediados o a finales, que se conocía como lo polticamente correcto, a grandes rasgos coincide con cambios macroeconómicos históricos muy importantes (como sobre todo por ejemplo el déficit fiscal norteamericano que como cuestión también política arranca de la misma época; procesos de concentración industrial, pero crucialmente la reducción de medios informativos en EUUU, y en general, una dirección entonces arrumbada más financiera que antes, por encima de alguna manera de lo económico en sí, como son, en aquel momento, la deriva hace el el mundo de los Mall, por ejemplo, y seguido esto poco después por lo cibernético y el tremendo poder de la imposición financiera brutal que ello supuso ya para mediados de los noventa).
Y es que como la pulsión pendenciera inherente a nosotros no es exactamente violenta (aunque puede serlo), se puede aplacar muy fácilmente a través incluso de solo los gestos, siendo solo en casos extremos en los que se produce un verdadero estallido de furia ya incontenible: o sea, antes de eso y mientras tanto, esta manera de dispositivo fisiológico-cognitivo tiene una utilidad crucial para mantener la necesaria tensión de los contextos sedentarios, y sin la cual se disiparía algún tanto el proceso sociorracional. Y se trataría, entonces, de una especie de flirteo fisiocognitivo que, en volandas de nuestras pulsiones más directamente antagonistas, a partir de cuerpos que no tienen más remedio que imponerse, quedamos sin embargo refrenados por los límites que suponen espacio corporal y fisiológico-sensorio que son los otros; o a manera de un constante encender y apagar, quedamos sumidos en ciclos de estímulo-descarga-descanso a la espera de nuevas activaciones. Y, naturalmente, esto adquiere aun mayor interés al abstraerse de lo exclusivamente corporal para convertirse en ideológico-conceptual -respecto de ideas o nociones que decimos políticas- pero sin que deje de ser una experiencia siempre fuertemente atada a nuestra propia entidad fisiológico-metabólica. Parecería esto en verdad un instrumento desde luego útil, hasta bienvenido, respeto los problemas técnicos de toda antropología sedentaria.
Con todo, no deja de comprenderse la parte verdaderamente nimia que muestra todo esto, a ratos, y dado que en el fondo es una suerte de mecanismo como circular que no se propone nunca una verdadera salida de ninguna forma respecto los temas a tratar, sino que solo pretexta esto, mientras calla y esconde su propósito técnico real, que es, ni más ni menos, algo así como un atrezzo lógico que solo sirve de forma subalterna en realidad a la vivificación fisiológica en sí y de por sí. Pero, aunque esta opacidad lógica de lo fisiología (que no se puede en realidad analizar racionalmente) es un rasgo central antropológico y frente al cual conviene celebrar en cierta medida y no despreciarla, existe otro ámbito cognitivo que es el del una imposición fisiorracional de parte del sujeto cognitivo mucho más eferente (de dentro del sujeto hacia fuera); y este sujeto es, como argumenta el autor aquí, un producto de una experiencia estética diferente y programada , digamos, por la fuerza artística de otros sujetos parecidos como creadores (directores de cine, escritores, artistas, críticos, etc). Pues como voluntad de estilo es como hay que entenderlo, tanto el creador ajeno como el sujeto fisioestéticamente cultivado: se aprende, a través la experiencia estética, a imponerse uno sobre una parte de la realidad, no inmediatamente corporal, pero sí imbricada en última instancia con el sentido moral-racional del mundo que observamos y del que siempre dependemos. Ese es el nosotros más cultural y humanamente formidable, sin duda (ciertas formas de amor, por ejemplo, solo son posibles, a grandes rasgos, a partir de ese terreno).
El racismo, concretamente: Pero este tipo de preconfiguración fisiológica y sociobiológica (o sea, la de los grupos humanos y su geometría opróbica) resulta también utilísimo para el sostenimiento de contextos sedentarios, siempre que la tensión no desborde demasiado -o demasiado frecuentemente- los límites del orden antropológico; mas pudiera decirse que es necesario que amenace con ello, puesto que se trata de una realidad corporal nuestra que todos -absolutamente todos nosotros- sentimos de manera poderosísima, de una forma u otra. Y en este sentido la posible configuración sociobiológica y opróbica del racismo como en esencia una suerte de dispositivo interno a todos nosotros, no tiene que suponer necesariamente una maldición, sino puede concebirse como una utilidad en realidad técnica, y como desafío que hemos de superar, más o menos a través de la cotidianidad de todas nuestras vidas, pero quizá sin resolverse nunca del todo o solo limitadamente, o una resolución que al menos como meta permaneciera. En eso radicaría su utilidad, pues la antropología sedentaria siempre ha rentabilizado, justo de esta manera, la configuración sociofisiologica humana subyacente. (Pero ojo: ¡no confundir con la necesaria claridad, para todos y ante todos, de los derechos humanos universales!)
La cuestión de identidad como continuo entre dos extremos: uno de calidad pendenciera, por una parte; y el otro que, sirviéndose de la experiencia estética, remonta en algo -o en algo más- su propia fisiología (¡como efectivamente una suerte de voluntad de estilo, como si de una imposición artística se tratara, pero como asunto cognitivo íntimo!)
El desdoblamiento fisiológico queda aquí al descubierto: el autor comenta que nos jugamos la piel por cuanto el racismo es cuestión crucial para la sociedad, pero precisamente la experiencia estética es una experiencia vicaria en buena medida, o sea que tenemos la oportunidad de vivir fisioestéticamente un contexto moral que es para nosotros corporal en tanto que somatosensorio, pero en ningún caso físicamente real (o no del todo). De tal manera que no nos lo jugamos el cuerpo en realidad como participantes de la experiencia artístico-estética. ¿Qué inferencias pueden derivarse de esto respecto a la antropología sedentaria en general?
Vargas Llosa, Los espías filósofos, 16 de mayo 2020, en El País
…La existencia de estos espías conspira contra la idea misma de una sociedad regida por un sistema en el que todos los actos del Gobierno están sometidos a una crítica sistemática del Parlamento, la prensa y los partidos políticos. Aquellos no pueden funcionar a plena luz, sino en la sombra, y sus acciones, sean la información o la paralización y destrucción del enemigo —el engaño, la falsificación, la tortura y el asesinato son sus armas principales—, todas írritas a la legalidad y a un régimen de libertades públicas. Sin embargo, la realidad ha hecho que las agencias secretas vayan imponiendo su existencia en todos los países democráticos; en algunos de ellos, de regímenes más estrictos en el cumplimiento de la ley, el Estado trata de controlar esas actividades clandestinas y castiga a quienes se exceden en sus acciones, transgrediendo las leyes. Pero, de este modo, sólo consiguen reducir la eficiencia y a veces anularla de sus agencias secretas. ¿Cuál es la solución? En “Americans”, claramente no la hay; a lo más, un régimen puede tratar de conducir sus labores de contraespionaje por una ruta más o menos legal, siempre y cuando de este modo pueda controlar o derrotar a las agencias secretas de sus adversarios. Si son éstas las que prevalecen, aquellos pruritos de legalidad saltan por los aires y los espías tienen cancha libre para actuar, valiéndose de todos los recursos, legales o ilegales. Esto conspira contra la democracia y puede corromperla hasta acabar con ella, convirtiéndola en una mera fachada. O en un tema de película…
Sea tanto respecto de la corrupción del sistema desde dentro (la manzana podrida o el lobo solitario) como respecto los héroes morales (tipo Snowden) que al denunciar sobresalen por encima de la conformismo exigido y mediocre -conformismo que se exige por otra parte a hierro cadente y orpóbico en forma de lealtad patriótica-, nunca es el sistema en sí aquello que pueda enmendarse, sino que ha de seguir contando con elementos individuales discordes. Pero esto es -para mí, al menos- un argumento muy manido y pobre (que se refleja en la casi totalidad de la producción cinematográfica norteamericana de ficciones políticas noir) que supone una forma de claudicación respecto toda esperanza de rección realmente racional. Y, una vez más, resalta el hecho de que es algo así como la fisiología lo que prima sobre todo argumento racional, siendo las circunstancias fáticas de su acomodación lo realmente importante, y no ninguna proyección humana de voluntad progresista ni conservadora, ni nada parecido.
Esto es, una vez más, un ejemplo respecto de cómo los individuos en su ímpetu vital acaban formando parte de cauces fisiológico-antropológicos que se estructuran en oposiciones dicotómicas y complejas enfrentadas entre sí y de los que no son apenas nunca conscientes:
-la pareja de gansos que se sirve de un tercer individuo antagonista, al parecer y posiblemente para mantener en tensión la pareja y respecto la reproducción biológica;
-la evolución a tres bandas entre el depredador y insecto objeto, además de una tercera especie de insecto que va adquiriendo -mimetizando- algunos rasgos externos y solo de apariencia del primero y cuyo exito respecto de la fuerza de selección (el depredador) se acaba por imitar (mimetismo batesiano, mimetismo mulleriano);
-o el ejemplo clásico de la anemia falciforme respecto algunas poblaciones humanas (tal como lo resume Cavalli-Sforza1).
Y desde siempre toda religión supone una transcripción lógica (aunque no empírica) de estas circunstancias, como una forma también de acomodación en realidad fisiológica, para que podamos justamente participar de nuestra propia naturaleza fisiológica y, al mismo tiempo, beneficiarnos sin duda de un contexto sedentario. Esto sería, como ya he argumentado, el objeto principal de la moralización de la vida antropológica agraria como acomodación fisiológica que sustituye un espacio anterior nómada más físico.
Se hace necesario, además, apuntar que parecería que sentimos los seres humanos un especial deleite en la contemplación del poder y ante la presencia de su siempre fáctica imposición: que esto parece que lo llevamos de forma inherente en nuestra naturaleza fisiológica y que correspondería precisamente con el primer y original soberano (el depredador atacante poderosísimo y a consecuencia de cuyas embistidas vemos caer a nuestros compañeros) como ante todo espectáculo fisiológico-metabólico que después subyace universalmente a todo artificio estructural político: porque no hay nada tan político, finalmente, que el dominio y su coreografía pública, siendo esa quizá la piedra angular de toda construcción después identitario-cultural, dado que esta susceptibilidad sensorio-moral lo llevamos dentro, como si dijéramos, cada uno pero como auténtico tronco, en realidad, colectivo y grupal. Porque en última instancia el dominio-poderío aboca en, o bien la permanencia o bien en la disgregación, del grupo, más allá del cual no hay, al final, cuestión moral alguna. Pero, mientras tanto, se presta a una extrema capacidad de vivificación sensoriomoral y metabólica, sin duda.
Asismismo la susceptibilidad sensoria nuestra respecto del dominio corresponde también a nuestra sensibilidad fisiológico-estética ante las víctimas, los que son objetos del poderío coreografiado. La vida es teatro pues en este sentido concreto, que toda forma presenciada de dominio crea de facto un contexto moral, pero a partir de la singularidad sensorio-corporal del que contempla. A. Damasio también postula esto por cuanto la conciencia es o puede entenderse -dice él- precisamente como nuestra capacidad de visualizar mentalmente a nosotros mismos como cuerpos vivos, como una representación mental que implica también una espacio «teatral» mental. Efectivamente, parecería que la metáfora de nuestra propia nuda y vulnerable corporeidad individual subyace a, y se barrunta de alguna manera respecto de, todo lo que vemos y con que nos interactuamos sensorialmente.
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En La evolución y la cultura: propuestas concretas para futuros estudios; Anagrama, 2007;capítulo 15, que se titula “La interacción entre genética y cultura”.
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Acomodaciones de la fisiología nuestra
…La Iliada narraba ese sistema de pensamiento y esa forma de sentir, y los recogía en un símbolo sintético y perfecto: la belleza. La belleza de la guerra, “en cada uno de sus detalles”, muestra que es el centro de la experiencia humana, transmite la idea de que no hay, en la experiencia humana, otra forma de existir verdaderamente. (Alessandro Baricco, Otra belleza, en El País, 30oct, 2004)
¿Qué es esto sino una característica sensoriometabólica del percibir humano? Pero una ecología fisiológica de la antropología ha incluido desde siempre, en realidad, la contemplación visceral del combate o de sus efectos siempre profundamente sentidos por los seres humanos (puesto que la violencia y su contemplación es, para nosotros, algo así como la piedra angular de lo moral, dado que los grupos se acaban formando y sosteniendo siempre bajo algún tipo de soberanía que, de facto, establece el grupo en su propio dominio, y esto originalmente era el depredador o la «amenaza soberana» ). De esto surgen todo tipo de soberanías en un sentido ya político, o respecto de los soberanos postulados en la forma de divinidades. Naturalmente, hoy este tipo de auxilio fisioestético que supone la contemplación de la guerra para la fisiología humana frente al problema sedentario de la antropología agraria, se hace -se ha hecho desde hace décadas- a través sobre todo de imágenes fotográficas y televisivas (también cinematográficas).
La belleza, entonces, de la guerra puede deberse a la importancia fisiológico-icónica que tiene para nosotros su contemplación, pues no hay nada que más se presta a nuestra visión moral que la violencia escenificada de unos frente a otros. Es decir, postulemos que se trata de algo así como la centralidad de nuestra estar sensorio, puesto que ha sido desde siempre la violencia, de alguna forma y manifestación que otra, lo que ha hecho necesario el grupo de pertenencia (esto es, todo tipo de amenaza soberana, tanto de parte del depredador como respecto del medioambiente climático): ese y no otro sería, además, el antecedente en verdad zoológico inherente a nosotros de toda soberanía después política respecto el orden interno y convencional de los grupos humanos. Y en volandas, como si dijéramos, de ese origen fisiológico primigenio hemos pasado después (a partir del desarrollo semiótico más amplio) a las soberanías postuladas por nosotros, que son los dioses antropomorfos, por ejemplo, que en rigor solo son producto de la experiencia antropológica ya plenamente sedentaria. De esta manera, nuestra posibilidad tanto moral como racional estaría profundamente ligada a la violencia como acto fundador de, al final y en el fondo, la relación social humana, puesto que la violencia que es la adversidad del mundo, en general, es el hecho sostenedor -pero críptico- de nuestra necesidad en sí de lo moral-racional. Y, claramente entonces, viene primero y en sentido profundamente fisiológico -corporal (esto es, prerracional) lo moral antes que lo racional; o que éste es en realidad algo así como solo una suerte de ampliación de aquél. Porque la vivencia individual de la violencia y su contemplación deviene en el porqué mismo de la constitución finalmente grupal, una y otra vez, y de forma inexorable para nosotros sin escapatoria, pues resulta que es el algo así como propio cuerpo que nos lo dicta.
Aunque, afortunadamente para todos nosotros, la experiencia estética y exclusivamente vicaria que suponen solo las imágenes de la violencia bélica -frente a la vivencia directamente física y real de la misma-, es, hasta cierto punto y grado, suficiente zozobra para el individuo como para iniciar otra vez la reconstitución sociorracional y fortalecer vivificando, nuevamente, la planicidad real del orden sedentario.
Apuntes sobre la verdad de Nietszche
Se encuentra en las apariencias, esto es, que consta de materia fisiológico-somatosenorial propia de quien percibe. Pero la falsedad es otra manera de llamar lo sociorracional (frente a la nuda verdad de la singularidad físico-corporal); en este sentido, Dios y toda moralidad posible son también falsos a la vez que necesarios (al decir del mismo N). Y esto porque todo proceso sociorracional y cultural tiene como dispostivo central una suerte de alucinación que recoge como insumo técnico la parte fisiológico-corporal de cada uno. Porque la singularidad fisiocorpórea no ha servido jamas para la evolución humana sino en su forma sociorracional como objeto de un grupo, y, naturlamente, es la sustancia en cierto sentido no esencial (no corpórea) de la experiencia sensoriometabólica la que adquiere la verdadera sustancia humana y sociorracional. De ahí que resalte, nuevamente, el carácter en verdad fantasmal de la cultura; e inversamente, aboca a la cuestión en realidad del cuerpo como el problema piscológico más imporante del hombre, o de la experiencia antropológica en sí…
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Homo poeticus y su poder
El no saber lo que hay, porque está más allá de contradicción empírica, quiere decir que sobre ello puedo postular lo que quiera. La limitación física puede aprovecharse de este modo a partir de una capacidad cognitiva humana para crear y manejar este dispositivo de la creencia entendida como fe: por cuanto se basa en la imposibilidad de contradecir algo -de someterlo a la prueba de la contradicción-, puedo postular sobre ese espacio no comprobado lo que quiera, o más exactamente todo aquello que se me ocurra que pudiera resultar útil en una situación determinada a partir, normalmente, de circunstancias más o menos extremas. Solo después puede darse el caso de que se convierta en un dispositivo de dilema y transgresión, cuando dichas postulaciones hayan logrado imponerse, como semiótica de relevancia opróbica, sobre el grupo. De tal forma que la fe consta, además de esta capacidad nuestra innata para crearla, también de lo siguiente:
-la ambigüedad
-el no saber
-una forma en realidad de aprovechar poéticamente la limitación física humana
La causalidad respecto la evolución fisiológico-cognitiva humana:
Para empezar, podemos conceptualizar el cuerpo humano desamparado como una vulnerabilidad inicial; mas a través de la formación fisiológica de grupos vivos (de origen sin duda mamífero), que generan mediante la corporeidad individual una identidad moral colectiva -como aquello que obliga a la integración y permanecia del grupo-, la limitación física deviene en una forma de ventaja que se sirve precisamente de aquello que no puede ni verse ni comprobarse de ninguna manera concluyente, para apuntalar sobre todo el grupo, que es, evidentemente, el ente más importante desde la óptica de la evolución de toda especie. Pero, naturalmente, esta posibilidad de servirse de lo ausente y de lo solo barruntado, se asienta sobre la posibilidad cognitiva humana, y concretamente, sobre una capacidad imaginativa que pudiéramos entender como una imposición poética sobre la realidad; de hecho, y siguiendo a E. Morin, podemos conjeturar una segunda evolución más sociocognitiva respecto de nuestra especie, a partir de una primera evolución anterior y más primitiva, que bien pudiera esgrimirse hasta cierto punto para explicar, no solo el hecho de la conciencia humana en sí, sino también esta capacidad aquí descrita que convierte el no saber a partir de un cuerpo cercenado en su misma limitación física, en una baza como estrategia, finalmente, de su propia preservación vital.
En todo caso parecería inexorable concebir a lo nietzscheano esta capacidad nuestra como un verdadero poder de imposición que, desde luego, no posee ninguna otra especie sobre la tierra. Porque, a igual que puedo anticipar mentalmente y en base a mi propia autoimagen mental los siguientes pasos a emprender frente a mi enemigo o oponente -o ante cualquer situación que implica un riesgo corporal por mí anticipado-, puedo igualmente desdoblarme respecto de lo corporal, para sujetarme por lejanías lógicas que establezco yo (por pura y normalmente desesperada necesidad), siempre que no puedan contradecirse, de tal forma que no tengo por qué no aprovecharme de su verdad, si ello conlleva para mí alguna utilidad. Y sigo siendo, por otra parte, exquisitamente lógico, pues mientras mi limitación sensoria no me permite saber de forma inequívoca al resepcto, procuro en lo estrictamente fisiologico una forma de amparo finalmente coroporal. Y esto lo han llamado durante mucho tiemop el plano espiritual de lo humano, pero para mí no deja de tener un caracter en realidad corporal como maniobra de desdoblamiento fisiologico a partir, sin emabrgo, de algo así como el percibido horror que encierra para nostros (y que nos encierra) lo estrictamente físico-material. En todo caso, parece evidente la conceptualización de una necesaria implicación lógica entre la coporalidad humana cercenda por su propia definición como limitación física (esto que precisamente diferencia el saber humano de cualquier otro tipo de inteligencia articial), y este dispostivo de imposición lógico-analógica que entendmos como fe.
Los lugares limpios y bien iluminados, y sus periferias…
Este cuadro de Hopper (titulado Night Hawks) y otro que es muy parecido de Van Gogh (Café Terrace at Night), reflejan la idea de que siempre donde ocurre la contemplación sensoria, queda para nosotros en la periferia una masa de personas que hemos de suponer que están ahí a lo suyo en su propia cotidianidad, o al menos estamos convencido de esto a modo de una fe poco menos que subconsciente. Es decir, que el acto sensorio mío puede darse en el contexto semiótico de la vida civilizada porque existe la idea en mí y que yo cultivo de que, más allá del objeto o escena a contemplar, está esa gran masa viva de seres humanos; pues parecería que mi propia sensorialidad, dentro al menos de un contexto sedentario y urbano, depende de ello como la estructura semiótica mayor que de hecho da lugar a los episodios sensorio-metabólicos como contingencias personales posibles, respecto mi propia percepción.
Esta es la importancia de lo ausente como estructura semiótica que garantiza, en contextos sedentarios, la contingencia sensorio-metabólica individual. Es decir, que la semiótica como identidad cultural (en forma de algún tipo de relato, y a partir del cual se erige el autobiográfico inidivual) se forja en principio frente a un espacio no susceptible de contradicción lógica que admite, por tanto, toda postulación que acerca de ello se haga, siendo así un dispositivo del que se valen los grupos humanos para parapetarse como unicidad física colectiva, pero en lo fisiológico (que es, ciertamente donde toda unicidad colectiva puede de hecho darse, mas nunca en ningún sentido físicamente real y anatómico). Y así, puede recorrerse el indiviudo singular el bucle fundacional de su misma biología, que es el de pasar de un estar fisiocorpóreo y somatosensorio, a una nueva reconstitución sociorracional que, efectivamente, supone un ser ahora identitario en un sentido tanto sociomoral como semiótico.
Pero a partir de esto, sin embargo, permanece lo ausente por cuanto cada nueva contingecia sensoriometabólica, en la que surge de nuevo el simple estar perceptor y fisiológico-corporal como insumo de una nueva, sucesiva reconstitución en el ser sociorracional, depende de una tácita seguridad para el indivdiuo de que aquello que éste da por sentado (respecto de la presencia continuada de los otros, de la sociedad como cotidianeidad viva): esta fe prerreflexiva, más visceral que racionalmente articulada, sirve no obstante como críptica base de toda reconsititución sociorracional posterior. De tal manera que lo ausente se erige en dos ámbitos diferentes: el diacrónico (de origen cultural, más o menos), frente a otro de carácter más sincrónico y que es el contexto en el que el individuo puede digamos flexionar su propia naturaleza sociobiológica. Pues se trata de dos vertientes en realidad del mismo constante, ese factor inexorbale que no es otra cosa sino la limitación física de cada uno, eso que Agamben llama la nuda vida, pero que técnicamente supone la anomia inicial y solo a patir de la cual es posible la sociorracionalización siempre posterior; se trata de una anomia -recordemos- que rige la centralidad antropológica y grupal, pero en realidad desde un punto periférico. Asimismo, dicha limitación como definición sensoriocorporal es también llave del paradójico poder que tiene homo poéticus de remontar, fisiologicamente, su propia corporeidad: ¿en qué otra cosa pudiera consistir la noción de cultura como lujo que solo un grupo humano puede brindarse a sí mismo?
Xavier Zubiri y la cuestión de dios*:
Que es un atributo en realidad técnico de los grupos humanos que creó la necesidad de un espacio fisiológicamente racional (de crucial importancia dentro de contextos sedentarios) a partir del proceso primario de parapetar la unicidad colectiva en el único ámbito donde esto es posible, esto es, en las postulaciones como imposición lógica, pero respecto espacios allende la posibilidad real de contradicción. Esto es decir algo así como que en el espacio visceral de toda imposición lógica que no puede ni confirmarse ni contradecirse, allí podemos resguardarnos como grupo, pero a partir del ímpetu fisiológico, somatosensorio de cada uno que, sin embargo, queda digamos superada -quizá decir remontada– en la misma vivificación sensorio-metabólica del relato. Y en el resguardarnos en este sentido, habitamos cada uno, efectivamente, una autobiografía sociorracional propia.
Pero de esto también se puede inferir que de saberse algo de forma inequívoca y ya para todos incontestable, posiblemente se pierde en el mismo momento este margen de maniobra, lo que desembocaría en nuevos procesos de acomodación fisiológico-vital como zozobra sin duda intelectual-moral, que requerirían nuevos esfuerzos por recobrar -o forjar- otro equilibrio posible. He aquí, por fin, la respuesta a la otrora pregunta para mí de tanta importancia hace tiempo, respecto del porqué del caracter necesariamente críptico de la cultura universal: el desdoblamiento fisiológico y el despegue semiótico al que conduce dentro del entorno finalmente agrícola, suponen la postergación de lo corporal a su posición paradójicamente central a la vez que periférica; y todo lo de más es, de hecho, una suerte de hermosa e imprescindible simulacro (eso que Ud conoce como su mismísimo yo racional y cartesiano, por más señas).
Cuestión de dios: la limitación física y la “religación” de Zuburi
Postulamos que toda lógica de dios (o la de todo plano superior que en su superioridad tenga el efecto como especular de organizar a los seres humanos como grupo) supone una suerte de equivalencia respecto de un estado grupal prerreflexivo, el de los mamíferos y las aves, por ejemplo; es decir, que tal lógica supone el paso de un estado prerracional a otro sociorracional cuyos integrantes, por tanto, han de poder explicarse a sí mismo su propio hecho sociorracional. Y así, la causa de que los grupos humanos pueden sirvirse de su limitación física para parapetar al grupo (a través de la imposición de lógicas que su peculiar capacidad cognitva nos permite a los seres humanos), también tiene el efecto de necesitar su propio espacio posteriormente sociorracional donde poder ejercitarse en el conjunto de su propia fisiología. Aseveramos, entonces, que es esta necesidad de preservar al grupo que espoleó el desarrollo cognitivo humano de la conciencia precisamente con el fin de imponer lógicas sobre todo aquello que no pueda contradicirse para así cobijar fisiológicamente el colectivo, pero adelantándose a unos pasos por delante, en cierto sentido, al cuerpo humano desamparado. Pues solo al remontar la singularidad física de cada uno, tiene verdadera cabida la unión colectivo como vehículo finalmente evolutivo: y justamente esto es lo que ha pasado a erigirse en lo propiamente cultural a partir de la agricultura, pero allende en buena medida de toda evolución biológica anterior posible (es decir, y por razones ya aquí esbozadas, la antropología agrícola excluye la mayoría de las fuerzas de selección natural, puesto que no permite que los seres humanos nos vayamos muriendo con suficiente enjundia como para permitirlas, lo que efectivamente hace que la especie humana acabe extricándose aún más, y casi por completo, de su propio medio biológico original).
*Entorno al problema de Dios (1935), de Xavier Zurbiri
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2.
Bill Murray en Lost in Translation (2003)
Esta forma de suspensión anabólica de la conciencia-experiencia solo se reservaba antiguamente a rituales o actividades espirituales (¿o existe otro uso de este tipo de suspensión dentro de toda cultura pre-agraria o pre-tecnológica?) ¿Qué importancia tiene esta diferencia respecto del contexto sedentario-tecnológico?
Puede pensarse que se trata de un ejemplo de total divorcio entre lo sociorracional y la fisiología humana, divorcio que no se pudo dar en tiempos anteriores puesto que de crucial importancia era (todavía lo es aunque de otra forma) la justificación intelectual (sociorracional) de lo que sensorial y fisiometabólicamente le estaba pasando al cuerpo: o sea, que la experiencia sensoriometabólica en sí y de por sí no se daba antiguamente sin que estuviera justificada -es decir, explicada– dentro de la semiótica consabida del grupo (que supone esto la posibilidad misma del individuo sociorracional pensante), pues la experiencia corporal que no se entendiera de esta forma socialmente lógica daría seguramente pavor al individuo porque supondría su fáctica exclusión del grupo, además del hecho de que la experiencia sensoria individual es la fuerza agonal que, precisamente, sirve para legitimar una vez más y siempre lo sociorracional: que desde la óptica técnica de la individualidad antropológica la experiencia fisiológica y somatosensoria es para la consolidación sociorracional posterior y antropológica.
Naturalmente, con el tiempo sobre todo industrial (a partir de finales más o menos del 18 y respecto del 19), se volvió cada vez más apremiante el problema de la limitación física de la antropología sedentaria, y que progresivamente dicha antropología se iba abriendo cada vez más espacios del ejercicio fisiometabólico y sensorio (dentro de actividades estéticas, las que se basan en el texto escrito, pero también respecto del deporte) pues esto parecería una forma, como ya apuntamos, de acomodar una fisiología humana originalmente nómada al contexto de la cultura no solo agrícola sino también industrial. Pero estas activadas ya no se unían necesariamente a conceptos míticos, pues eran contextos de ejercicio metabólico más allá, de alguna manera, de lo soicorracional (y puesto que dichas actividades servían ellas mismas para reforzar y mantener una soicorracionaliad ya establecida, aunque desde un plano estrictamente fisiológico y preconsciente). Y si bien persistía aun la creencia en dios, ésta ya no se asentaba sobre todos los aspectos de la vida, siendo que surgieron muchos más contextos metabólicos que se soslayaban del todo la cuestión legitimadora divina. Parecería que precisamente este divorcio entre lo que está haciendo el cuerpo y toda trascendencia moral-racional mayor (respecto de un posible sentido agudo de pertenencia opróbica para el individuo) debe considerarse característica inexorable de las culturas finalmente sedentarias y de base agrícola, debido a la presión constante que supone el problema de una fisiología humana en realidad no apta para -o al menos no autóctono respecto a- dicho contexto sedentario.
Es decir, que pudiera considerarse poco menos que inevitable, respecto dicho contexto, que la sustancia somatosensoria y fisiometabólica de la experiencia humana se fuera desbordando continuamente los parámetros y límites que marcase toda definición sociorracional anterior: a modo de una fuerza interna e incorregible debida al problema estructural de la antropología agraria (respecto de una fisiología humana anterior y, por tanto, desfasada a efectos prácticos pero que ya no puede evolucionar), lo sociorracional en tanto conceptual ya no sirve para domeñar, digamos, la vida fisiocorpórea nuestra puesto, que el viejo patrón de los grupos humanos nómadas se asentaba sobre el desplazamiento físico poco más o menos que constante. Pero, naturalmente, esta circunstancia de que nuestra experiencia fisiológica se salga al final del propio sentido que la semiótica cultural pueda atribuirle, siempre nos ha inquietado en cuanto seres humanos modernos, de tal manera que bien puede considerarse este aturdimiento, desde por ejemplo Baudelaire (El pintor de la vida moderna, 1863), algo así como el signo de nuestro tiempo, de todos los tiempos a partir de entonces y hasta ahora.
La violencia contemplada como antesala de la racionalidad nuestra:
¿Cómo y por qué es bello la guerra? (según Alessandro Baricco en al artículo Otra belleza, El País, 30 octubre de 2004): Puede esto deberse a la importancia fisiológico-icónica que tiene para nosotros su contemplación, pues no hay nada que más se presta a nuestra visión moral que la violencia escenificada de unos frente a otros. Es decir, postulemos que se trata de algo así como la centralidad de nuestra estar sensorio, puesto que ha sido desde siempre la violencia, de alguna forma y manifestación que otra, la que ha hecho necesario el grupo de pertenencia (esto es, todo tipo de amenaza soberana, tanto de parte del depredador como respecto del medioambiente climático): ese y no otro sería, además, el antecedente en verdad zoológico inherente a nosotros de toda soberanía después política respecto el orden internalizado y convencional de los grupos humanos. Y en volandas, como si dijéramos, de ese origen fisiológico primigenio hemos pasado después (a partir del desarrollo semiótico más amplio) a las soberanías postuladas por nosotros, que son los dioses, por ejemplo, antropomorfos, que en rigor son solo producto de la experiencia antropológica ya plenamente sedentaria. De esta manera, nuestra posibilidad tanto moral como racional estaría profundamente ligada a la violencia como acto fundador, al final y en el fondo, de relación social humana, puesto que la violencia de la adversidad que supone el mundo, en general, es la piedra angular -pero críptico- de nuestra posibilidad en sí de lo moral-racional. Y, claramente, entonces, viene primero y en sentido profundamente fisiológico-corporal (esto es, prerracional) lo moral antes que lo racional; o que éste es en realidad algo así como solo una suerte de ampliación de aquél.
Esto parece precisamente la función que Geertz, por ejemplo, atribuye al espectáculo de las peleas de gallo de Bali que estudiara él en los años 50. Una función que denomina “de profundidad” por cuanto yuxtapone la violencia contemplada con el porqué mismo de la jerarquía de los clanes y nuestra necesidad sine qua non de dicho orden social, y a pesar de sus imperfecciones: porque es mediante el orden social que hemos hecho frente desde siempre a la violencia del mundo, pero también frente a la que es parte de nosotros mismos, aunque nuestro visceral comprehensión de esta lógica la aprehendemos en la sensoria y metabólica vivificación que nos envuelve la contemplación de las aves enfurecidas y sus manieristas posturas de ataque y contraataque, y finalmente, en el inerte y contorsionado cadáver del ave vencida. Y para Geertz se trata de una experiencia, a fin de cuentas, de cognición, si bien no conceptual exactamente, sino en forma de una actividad que para nosotros solo podría compararse con la experiencia estética, y en particular con la literatura.
Pero, naturalmente, puede darse el caso de que dicha yuxtaposición inicial, entre la violencia estrictamente corporal teatralizada, y la jerarquía social (cuyos distintos clanes rivales están representados en una u otra ave, en tanto patrones de las mismas) no llega después a erigirse en relación causal, pues era precisamente en este sentido que empleara Geertz el término deep (“profundo”) frente a otras formas de entretenimiento no violento (como otros juegos de azar culturalmente presentes) que no establecían ninguna trascendencia para el sujeto social, y que por ello solo podían considerarse triviales. Pero postulamos, sin embargo, que el espectáculo de la violencia es siempre estructuralmente trascendente para nosotros como espectadores: parecería que nuestra fisiología está ya como preconfigurada sobre esta sensibilidad, tanto en cuanto fuerza de atracción sobre nosotros como por su impronta en nosotros de sentida seriedad (¿qué puede haber de más importancia para un cuerpo perteneciente, pero intrínsecamente desamparado en su propia singularidad física?) Y es, entonces, nuestra experiencia traumática de la violencia contemplada -y siempre que ante su presencia nos encontremos-, que abre nuevamente la también visceralísma necesidad del grupo, sentido también de forma fisiológica y aun prerreflexiva. Pues la lógica establecida a partir de esta yuxtaposición inicial es clara: de la urgencia de la violencia percibida por cada uno de nosotros, tanto externa como interna, surge -ha surgido siempre- la primacía fáctica del grupo propio.
A modo de un ejercitar fisiológico-metabólico debe entenderse, entonces, nuestra exposición sensoria a la violencia como espectáculo, pero respecto nuestra configuración somatosensoria más profunda y prerreflexiva; y en cada nuevo y visceral experimentar de la violencia ante nosotros surgida, he aquí el ingrediente e insumo clave (esto es, la anomia fisiológica individual) de un nuevo encauzamiento sociorracional posterior. De tal manera que los espectáculos en este sentido profundo, si uno lo va pensando detenidamente, siempre nos han rodeado -específicamente como los habitantes que somos de la modernidad– en cuanto elementos auxiliares respecto al problema de la antropología sedentaria:
imágenes deportivos de cuerpos humanos vigorosamente enzarzados uno contra otro;
Un imaginario literario-fotográfico de crimen y guerra, en general, desde mediados del siglo 19;
Iconos morales respecto de seres soberanos enaltecidos, tanto en un sentido positivo y excelso, como infame.
Un imaginario cultural de dominio por cualquier tipo de elite (individual, social o político) sobre otros;
Una imaginería también cultural -y universalmente- de las víctimas de cualquier tipo de poder y ejercicio fáctico sobre otros.
Y estamos por lo tanto obligados a considerar la historia humana sedentaria, desde su óptica viviente y social, como la historia, efectivamente, de una acomodación de este aspecto de nuestra configuración fisiocorpórea y somatosensoria (en cuanto a una sensibilidad opróbica aguda respecto la violencia contemplada) a un contexto siempre nuevo por cuanto ajeno, dado que nuestra origen sociofisiológico es en realidad el del contexto nómada. Cada generación, entonces, respecto universalmente todo contexto cultural particular agraria, está inexorablemente abocada al mismo ejercitar recurrente de una naturaleza fisiológica que, sobre todo visualmente y como espectador (esto es, visceral y vicariamente a través de los sentidos), compensará en el ámbito la experiencia fisiológica, sensorio-metabólica, la imposibilidad del desplazamiento físico, más o menos constante que constituyera la vida anterior nómada. En fin, no hay otra forma de explicar el despegue semiótico de la cultura universalmente humana, a partir de la agricultura, que abre, además, espacios cada vez más amplios de experiencia totémica (la estética en general, las divinidades antropomorfas, y sobre todo el sostén fisiológico que supone la literatura finalmente escrita), sino a través de la urgencia real y técnica de ese mismo despegue.
Por otra parte, en todos los puntos arriba mencionados, la posibilidad moral está vinculada -en verdad de forma inseparable- con la violencia, de tal manera que parecería lícito aseverar que solo a través de la violencia puede consolidarse la moralidad (y su apéndice que sería nada menos que lo sociorracional). Es decir, sin la presencia permanente de la violencia, aunque sea solo barruntada, no puede ejercitarse de forma verdaderamente viva nuestra biología sociorracional (esto que es el bucle central de nuestra experiencia, desde lo fisiocorpórea y somatosensoria, hasta nuestro autorreflejo sociorracional de plena conciencia autobiorgráfica).
Apuntos sobre la fisiología sociohumana y el contexto sedentario
1¿Qué es más exactamente lo trivial? (O sea, la misma pregunta formulada de esta otra manera: ¿cuál es la importancia fisiológico-estructural del no-saber desde la óptica individual?) Con lo que puede concebirse lo trivial como todo aquello que se extrae de las circunstancias fisiológicas del no-saber. Pero esto parecería confirmar la necesidad de que siempre haya un elemento de ambigüedad del que podamos al fin alimentarnos a partir de nuestra organización fisiológico-sensoria base. Porque es a través de dicha indefinición que podamos fisiosemióticamente imponernos como seres agrícolas, y bajo la muy necesaria carpa de lo sociorracional-semiótico respecto de un grupo humano particular y su cultura: pues ¿qué otro logos de nuestra propia individualidad posible puede haber? De manera que resulta lógico hablar de la fisiología en este sentido cultural que llevo yo desarrollando, frente a lo estrictamente corporal, como una ilusión al fin, (aunque de crucial importancia humana, sin duda); ilusión que solo se mantiene por cuanto esté auxiliada por algún grado de indefinición. Postulemos, entonces, que lo trivial en cuanto tal, constituye en cierto sentido una negación precisamente de la vivificación fisiológico-metabólica de nuestro experimentar de lo ambiguo, lo que supone el mayor problema que lo trivial presenta, sin prejuicio, claro está, de su utilidad ocasional, o hasta incluso frecuente, siempre que sobre el horizonte del acontecer futuro se esté fraguando para el individuo un nuevo episodio de zozobra al menos sensoria…
Trivial puede también considerarse todo aquello que percibimos que se sustrae de cualquier tipo de relevancia u obligación opróbica para el sujeto perceptor: todo imagen que percibimos que no tenga, por ejemplo una cara humana, o el esbozo de la misma; imágenes en las que no esté presente relación socioafectiva alguna entre seres humanos (o incluso entre animales); las que contienen seres humanos, pero que no muestran ninguna tensión corporal manierista, ni ninguna impronta emocional que podamos detectar; o toda imagen mental que experimentamos repetidamente, pero que resuena fisiometabólicamente cada vez de manera más tenue: todas ellas son -o pueden ser- triviales en el sentido aquí esbozado porque aquello que percibimos no tiene mayor importancia respecto nuestra propia fisiología opróbica subyacente y prerreflexiva: es decir, que dichas imágenes carecen de información relevante para nosotros a nivel fisiológico, y como individuos fisiocorpóreos pertenecientes; porque parece que nuestra sensorialidad está intensamente ligada ante todo a nuestra propia posición corporal-moral, respecto aquello que precisamente estamos percibiendo, y esto incluso respecto de una representación que solo estéticamente experimentamos.
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Stewart Elliot Guthrie, Faces in The Clouds: A New Theory of Religion, 1993. Respecto a esto de una jerarquía de valor en cuanto aquello que percibimos, que cuanto más relacionado con los seres animados, sobre todo humanos, más importancia tiene fisiológicamente para nuestro organismo.
2La historia de una acomodación: toda época nueva con su tecnología correspondiente tiene que afrontar las misma circunstancia de una fisiología en realidad no del todo apta para el contexto sedentario, o al menos no autóctona puesto que se consolidó en su evolución anterior respecto de una vida nómada, evolución que, sencillamente, la agricultura interrumpió. De manera que todo periodo histórico que se analice y respecto la cultura universal per se, mostrará lo que pudiéramos llamar dispositivos de vivificación fisiometabólica que sirven estructuralmente para compensar en lo fisiológico el impedimento que supone, respecto el ámbito corporal, la antropología agraria.
Pero, naturalmente, el dispositivo en este sentido más importante es ni mas ni menos que el yo sociorracional de todo individuo corporalmente singular (cuyo cauce vital no dejará nunca de ser esta suerte de bucle ya comentado que, a cada uno de nosotros, nos lleva de la impronta sensorio-metabólica de nuestro estar somatosensorial y prerrelexivo, al ser sociorracional y autobiográfico, que es en tanto autoreflejo a partir del grupo social de pertenencia). Es decir, que como la experiencia sedentaria no tenía más remedio que desplegarse semióticamente frente a una experiencia corporal cercenada, es la moralización de lo yo sociorracional y perteneciente lo que permite esta suerte de recreación totémica de imbricación fisiomoral directa (porque el yo más íntimo está siempre sujeto por la obligación opróbica), pero que remonta, efectivamente, el ámbito en sí de lo estrictamente corporal.
O quizá sería mejor decir que la consolidación individual de este yo ahora moralizado no es más que la ampliación de algo que es patrimonio universal de los grupos humanos originalmente nómadas, que se agranda precisamente a partir de la necesidad de dicho despegue semiótico como constante histórico de la historia antropológica a partir de la agricultura: pues es sobre el punto sensorio-moral y metabólico del oprobio prerreflexivo que toda construcción semiótica puede erigirse como tal, a partir de un grupo que se impone precisamente en la pulsión individual de la corporalmente sentida obligación respecto a los demás. Y he aquí históricamente y al cabo de este preciso hito, empezara la religión y la experiencia estética, tal y como las conocemos nosotros.
Y así es que, a través de espacios semióticos que permanentemente se están ampliando, o renovándose, al albur de la vitalidad fisiológica de cada generación entrante, este bucle basal que acaba por estructurar la individualidad antropológica, entre su parte fisiocorpórea y el yo sociorracional, puede sostenerse a moda de un flexionar fisiológico-sociorracional, pero valiéndose de una vivificación más fisiológica (y sensorio-metabólica) que en realidad física: de hecho, para eso estamos en nuestra calidad de yo social, bajo los preceptos de, en realidad, nuestra naturaleza sociofisiológica frente a la problemática de la antropología de base agraria.
Encauzados nos vemos, por tanto, por las posibilidades de vivificación fisiológico-metabólica que, mediante las estructuras semióticas, nos ofrece nuestro sociedad de pertenencia: y así nos proyectamos respecto un ideal del individuo que queramos ser -que es también en conjunción con la vicariamente sentida admonición moral respecto de aquello que bajo ninguna circunstancia queríamos que fuera nuestra suerte-); o renovamos, cada cierto tiempo y a través de distintos modalidades culturalmente diferentes y variados, lo que quizá constituya la piedra angular de la racionalidad humana, si bien pertenece en todo rigor a nuestra parte fisiológica y prerreflexivo, esto es, nuestra dependencia en la violencia como razón de ser fisiometabólica de lo sociorracional:
-las peleas de gallos de Bali, tal como las entendió Geertz
-Los toros, dentro de la cultura hispánica (o probablemente en general mediterránea originalmente) en que se eleva a espectáculo verdaderamente artístico la voluntad humana de, no solo perseverar frente a la muerte, sino respecto de sobrellevar la contradicción entre nuestra propia naturaleza de violenta imposición, y nuestra dependencia, no obstante, en el grupo (puesto que reunidos estamos y como colectivo, frente a dicho espectáculo).
-El béisbol norteamericano entendido antes que nada en cuanto a sus imágenes de poder corporal (respecto el bateador, por ejemplo) y que se convierte una experiencia vicaria de voluntad humana de imposición, pero nuevamente hecho espectáculo como parte, una vez más, de una sutil yuxtaposición entre algo así como esas dos facetas nuestras, de nuestra violencia vital, y la dependencia en el grupo.
-La literatura actúa en general como un dispositivo muy parecido, puesto que el lector pertenece semiótica y sociorracionalmente a las digamos gradas culturales de su propia antropología, para vicariamente -esto es, fisiológicamente- participar de alguna clase de dilema moral culturalmente particular, que por norma está mucho más conceptualmente elaborada ya que la semiótica lingüística permite no solo yuxtaponer imágenes (como respecto los demás dispositivos aquí someramente mencionados), sino que permite estructurarles sintácticamente, subordinando unas a otras y relacionándolas circunstancialmente. Esto, de hecho, solo es posible a través del lenguaje humano.
-Nuestra experiencia moralmente vicaria a través de la lectura de la prensa, o respecto en general de los medios de comunicación, en la que contemplamos la suerte de otros para ejercitar nuestras propias emociones sobre un plano exclusivamente fisiológico que, además, nos envuelve opróbicamente y en los exempla morales que en un sentido u otro nos van mortificando como los seres también socio-morales y racionales que no podemos dejar nunca de ser.
Y, crucialmente, cada época (o incluso cada periodo diferente dentro de cada época histórica) ha de renovar constantemente las posibilidades de autodefinición personal como oportunidades que la estructura fisioatnropológica propone a sus integrantes humanos sintientes: porque en las opciones que de manera visceralmente sentida me dejan ejercitar, se intensifica vivificándose la experiencia de mi propio ser vital en tanto poder fisiológico de imposición, frente a la inmovilidad de lo sedentario. Pues por muy nimias que puderian ser dichas opciones, frente a las cuales puedo o bien conformarme, o bien alzarme desfiante en algún grado de rebeldía -y hasta de desprecio-, llego a depender precisamente de ese experimentar vivificador, más allá en realidad de lo conceptual, como algo sin duda que me pide el cuerpo y respecto a lo cual no soy consciente en un sentido concreto que pudiera comunicar.
Una cosa de valor: el terror, la duda y nuestro poder asumido de optar por la vida
¿Qué es esto desde el punto de vista fisiológico? ¿Cómo se logra que el ser humano valore sus circunstancias aun a pesar de la falta de perspectivas reales, circunstancias entendidas como oportunidad vital para al menos la “flexión” metabólica y socioantropológica1?
1) El valor inherente a nuestro estar fisiocorpóreo, frente al miedo (esto que es una consecuencia directa del miedo en general convincente y “creíble” para el sujeto sintiente);
2) Opción, aunque sea mínima -e incluso de carácter nimio- de respuesta como definición personal, siendo posible o bien que uno se rebele, o bien que el sujeto se conforme (o bien una combinación de ambos a un mismo tiempo, que es lo más normal).
3) Imposibilidad fáctica de vislumbrar la realidad última (en ningún sentido) de la situación, siendo crucial, además, que los sujetos sintientes no seamos en realidad capaces de imponer ningún sentido definitivo respecto a la realidad más empíricamente aprehendida, quedando esta última siempre un poco más allá de nuestra comprensión racional.
4) De tal manera que el valor se nos revela, finalmente, como el perseverar mismo, en sí y de por sí, a pesar de la sospecha también interesadamente sembrada en nosotros de que tener futuro pudiera consistir simplemente en la reforzada confusión de no saber de forma inequívoca que no debe de haber ninguno: y es que aun en una situación parecida, el cuerpo no deja de exigirnos una voluntad vital de perdurar, y pese a todo. La posición psicológica fuerte, como poder de imposición que visceralmente entendemos nos asiste, deviene simplemente en nuestra opción del disponer vital propio y personal, en este sentido aquí esbozado. Y nos acaba alimentando, precisamente, esta suerte de ilusión -aunque fisiológicamente real- de opción como verdadero poder que sentimos-sabemos que, al fin, nos asiste.
1Flexión metabólica y socioantropológica: es decir, la opción vital de participar de nuestra propia naturaleza fisiológica respecto, concretamente, este bucle que se establece entre el estar somatosensorio prerreflexivo (o sea, esto de lo fisiocorpóreo), y el ser sociorracional, semiótico y autobiorgráfico, siendo puente entre los dos ámbitos el oprobio biológico.
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Autoimagen augeano respecto los no-lugares:
Explica el proceso que desemboca en la soledad empezando con eso de la “comodidad semiótica” de Jsantaren. El saber es una cosa dada que el individuo, respecto los no-lugares, no tiene que forjarse, sino que surge la comodidad de que todo te lo dan ya hecho, digamos, con su vigencia opróbica ya constituida para el individuo dentro de su intimidad psíquica; o esto en sentido más extremo que en circunstancias antropológicas más abiertas. De tal manera que se soslaya lo que es centralidad estructural de la experiencia sedentaria, esa que es la interacción socioafectiva como precisamente otro cauce más de compensación fisiológico-metabólica. Y se pierde, por tanto, el motor emocional del entramado fisiológico-moral de la cognición humana, o al menos se atempera de manera drástica; pero sí que permanece la configuración fisiológico-moral más profunda, ésa que de manera casi exclusivamente visceral y a través de los sentidos (sobre todo visual) se puede seguir ejercitando, en realidad casi exclusivamente en la intimidad sensorio-psíquica de cada uno. Y, crucialmente, parecería clave en la imagen opróbica que tiene cada uno de sí, como espacio fisiológico-totémico íntimo, como precisamente aquello que permite que uno vaya ejercitándose en este sentido visceral y no inmediatamente trascendental respecto el plano sociomoral y corporal. De ahí que se considere esto un espacio del todo solitario por cuanto consiste de la experiencia más sensoriometábolica que física, y que es por tanto un estar de lo más íntimo e inicialmente aislado (además del hecho de que puede concebirse todo estar como anterior a, y todavía no constituyente de, el ser, que es tal precisamente porque se imbrica sociosemióticamente, mientras que el solo estar no tiene aún por qué). Podía resumirse, por tanto, la noción respecto los no lugares-como espacios vivenciales y antropológicos de autoimagen, como un estar fisiológico-corporal que, de no tener que forjarse su propio lugar sociomoral, no llega nunca a alcanzar plemanamente el ser: y un estar que suplanta el ser antropológico no puede dejar de concebirse como alguna clase de rebajamiento, y esto pese al hecho de que, a causas circuntanciales, esto pudiera igualmente tenerse por aceptable en un sentido remoto y estructural…