El sujeto homeostático es un objeto

El sujeto homeostático es un objeto
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1)La sociorracionalidad nómada
2)Acomodo dispositivo socio-homeostático frente a lo inmóvil
3)Despegue semiótico
4)Densificación moral del yo
5)Hacer/mantener el sentido: sostenimiento sedentario a través de lo epistémico
6)Elevación socio-ética del individuo a través del razonamiento y su importancia estructural
7)Obliga, en contrapartida, a una relación más «homeopática» con la violencia (que en parte puede establecerse por vías sensoriometabólicas y espacios miméticos -en el sentido que en este término lo maneja Norberto Elias-).
El «problema esquizofrénico» de la cultura al que alude Girad en El chivo expiatorio (1982) puede resumirse en que, si bien es cierto que es la unanimidad violenta lo que funda todo lo cultural, solo con la posibilidad de apartarnos de ella a través del racionio podemos salir del cíclo infernal y mimético1 de la víctima propiciatoria y su posterior sacralización. Es decir, solo así podrán, a la larga, salvarse las sociedades humanas. Pero está optica racional tiene que fundarse, a su vez, sobre una cierta reccurrente e insoslayable exposición al espectáculo de la violencia y aflicción humanas, porque parecería que somos siempre racionales revulsivamente y en respuesta a la mortificación vivificadora de la anomia experimentada en su sentido más amplio. Es pues paradójico desde el punto de vista del racionio que la civilización sedentaria haya tendido desde siempre que alimentarse de la vivencia metabólica contemplativa de la violencia y las aflicción humanas para asegurar su propia viabilidad en el tiempo, y sin que, a primera vista, pueda entenderse muy bien. Cabe, pues, el calificativo «esquizofrénico» respecto del hecho de que es la viviencia catártica (que típicamente experimentamos a través de los contextos estéticos en su sentido práctico más amplio) lo que prima y hace posible lo racional. Que es decir también que desde solo el razonimiento no puede franquearse la barrera de nuestra propia individualidad puesto que el raciocinio mismo ha de entenderse, en realidad, como prebenda que solo ofrece el grupo antropológico: nosotros nos valemos de él como dispostivo de nuestra propia imposición vital, en apariencia de lo más singular e íntimo; pero la sociorracionalidad supone, desde su otra vertiente estructural y colectiva, nuestra fáctica integración cultural y antropológica. Luego el sentido último de nuestra propia racionalidad no nos pertenece solo a nosotros sino que se embrida con la continuación espaciotemporal del grupo evolutivo. De carácter «elíptico» sería, por tanto, otra manera de entender esta complejidad estuctural antropológica que es la «sociorracionalidad» en cuyo centro se encuentra, simplemente, la singularidad socio-homeostática. Y, por otra parte, lo espiritual, a partir de la óptica teórica aquí esbozada, y en tanto hecho antropológico complejo, adquiere un matiz extrañamente técnico.
1 El sentido de la mímesis que maneja René Girard en El chivo expiatorio (1982) se diferencia de cómo este mismo término lo emplea Norberto Elias en su obra El proceso de la civilización (1939)
Tema de la denigración de la cultura judía de la época (la helénica) para resaltar y purificar la imagen de Cristo que ha conducido a grandes daños históricos posteriores: tesis que sostiene Fernando Bermejo Rubio en La invención de Jesús de Nazaret: Historia, ficción y historigrafía (2018).
Pero el cristianismo en tanto sus preceptos lógicos se basa también en la denigración de nuestra entidad corporal sensorio-emotiva: es justamente de esta condición «inmunda» y mortal (la del pecado) que nos salva Cristo. La paradoja que está en el seno del cristianismo radica en la compensación icónica y sensorio-visceral a través de la obligatoria -además de permanente- contemplación de la aflicción del cuerpo humano crucificado. Con lo que la causalidad lógica cristiana queda crípticamente negada por nuestra vivencia vicaria de la agonía del cuerpo humano crucificado; contemplación de la que como cristianos jamás nos libramos pues es la clave para el efecto en última instancia empático que está en la base del cristianismo y como una críptica -o sea, no explicita ni lógicamente considerada- aceptación tolerante respecto nuestra corporeidad y, por extensión, la de los demás (con todas las salvedades históricas que se quiera respecto los cuerpos culturalmente ajenos de otros grupos y poblaciones coloniales o pertenecientes a otros credos).
La figura de Jesús surge originalmente de un contexto de periferia cultural, frente a las ciudades de la Judea ocupada por el imperio romano. El «estilo de vida mesiánico-guerrero»1 es algo que acaba cumpliendo cierta funciona alimentaria respecto las cuidades, pues dicho contexto histórico dio lugar a zonas rurales desérticas donde pudieron sostenerse estos mesías-guerreros al estilo del rey David para así crear una tensión político-militar sin duda de lo más electrizante para, en úlitma instancia, la vida en la ciudad que, a través de rumores e informes, se enteraría de el caos «terrorista» más alla de sus murallas; pero para cuyas habitantes, sin embargo y sabiendo que ocurría de forma muy lejana, acabaría surtiendo un efecto en realdidad reconfortante, muy parecido fisiológicamente al efecto relajante para el cuerpo que produce el sonido de la lluvia sobre el tejado bajo el que uno habita2 .
Pero claro, el argumento de Bermejo Rubio (y otros como Marvin Harris) es que una figura de Jesús más guerrero mesiánico que principe de la paz, no servía finalmente a los habitatantes de las ciudadas romanas. De ahí que se produzca por medio de las cartas de Pablo de Tarso y en los mismos Evangelios una cierta transformación deificadora posterior que, crucialmente, se arroga para sí la supremacía universal de la víctima de la violencia, conviertiendose en un poderío de violencia moral, ese que le asiste siempre a toda víctima. Y esta imaginería mesiánica sí que funciona muy bien dentro de contextos urbanos que fisiológica y metabólicamente se vivifican en la contemplación de la violencia desde, sobre todo, una perspectiva mortificadora de la víctima.
Es decir, que lo que faculta el cristianismo es poder relacionarnos con la violencia y beneficiarnos de una permanente mortificación respecto de ella. De esto precisamente proviene la gran potencial compasiva que tiene el cristianismo para con el sufrimiento humano, y en particular en su variante católica que es la que más se adhiere a una vivencia sensoriometablólica de la agonía de Cristo a través de la experiencia estética; una experiencia que la variante protestante apenas admite, aunque sí como imaginería “intelectual” pero no en su forma visualmente gráfica.
Pero que sea una incongruencia desde un punto de vista lógica no debe oscurecer el problema real que subyace aquí: que nos hemos de abrazar a nuestra propia violencia, puesto que da vida como imposición humana, pero excluirla de nuestro trato con los demás, y dado el gran poder que tiene de causar destrucción, dolor y afligimiento; que el poder acercarnos a ella pero sin destruir ni afligir a los otros, redunda en una mayor tolerancia hacia los demás lo que, finalmente y de forma especular, eleva la categoría moral y humano de, simplemente, el yo psíquico. Pues parece insoslayable relaciónar el hecho de que es el cristianismo de occidente lo que daría alas a la aparición histórica del individualidad contemporánea, cuyo origen se remontaría a finales de la edad media europea y lo que se considera, a partir del Renacimiento-Ilustración, producto asismismo occidental, inicialmente.
De manera que no parece retener tanta relevancia el hecho de Cristo, en comparación con el más histórico Jesús, sea una patraña tal y como lo explica con gran contundencia intelectual Fernando Bermejo Rubio. Porque una constante que sí que une la figura más históricamente plausible de Jesús (mesiánico guerrero, antirromano y apocalíptico) con Cristo en tanto cósmico y adulterado «príncipe de la paz», sería esta relación permanente con la violencia: en un caso de tipo corporal sobre un plan físico-político compuesto de espacios rurales desérticos articulados por centros urbanos de poder político-militar y financiero (ocupados, además, por el Imperio romano); y un segundo históricamente posterior mucho más urbano y bajo un monopolio explícito y tajante de la violencia solo de parte exclusiva del estado romano. Pero subsiste la violencia como dosificación homeopática, en este segundo contexto, de la única forma posible, esto es, por medio de cierta violencia “moral” y en la vivificación estética.
Se trata de una forma práctica de «llavarnos con nostoros» la violencia en forma de imágenes, pero sin que sea estructuralmente necesaria -o que lo sea menos con menos frecuencia- la violencia real, pues ya está operando culturalmente como un acervo de imagenes catárticas que nos obligan de forma constante a «encararnos» con la violencia en forma de sufrimiento humano: he aquí la gran «jugada» del cristianismo pues se vale de una fisiología de las imágenes (mentales sobre todo, pero tambien de caracter plástico) para alimentar vivificando la permanente reconstitucion de lo sociorracional.
Aunque, claro está, respecto del problema del sostenimiento sedentario, nunca ha sido sufciente pero sí muy importante para la elevación psíquico-ética de los seres humanos. De hecho, ha sido siempre necesario abrir, de nuevo y constantemente (como atestigua la historia contemporánea), espacios periféricos de violencia más encrudecida -las perenne experiencias coloniales que, bien mirado, enhebran la historia universal humana-; si bien, con la llegada de la imprenta, los grabados, la imagen fotográfica y el fotoperiodismo, se ha podido rentablizar de forma mucho más eficiente, desde una óptica sistémica, la violencia homeopática para que sensoriometabolicamente surta su efecto nuevamente vivificador.
Y sobre esta base de mortificación sensoria, y en conjunción con el aserto dogmático cristiano de nuestra «contaminación» inherente por el pecado (justo aquello de lo que nos salva la muerte de Cristo, según la lógica cristiana ), se establece una posicion epistémica impermeable a la refutación lógica pero que, con con el tiempo, ha permitido el desarrollo cultural-intelectual particularmente occidental, ese que, en ultima instancia, hubiera de desembocar allá por los primeros años del siglo XVI en los origenes de la ciencia contemporánea. Pero que dicha evoulción cultural-humana se basara en unos precpetos no sujetos a refutación no quita ni realidad ni valor a ese mismo desarrollo cultural. Y, además y como argumentamos, la fuerza más potente del cristianismo es la relación visceral y plástica que establece con la aflicción humana a través de la vivencia sensoriometabólica de su contemplación: esta vivificacion metabólica es para el sujeto homeostático perteneciente un verdadero alimento moral que nos obliga a humanizarnos de nuevo y una y otra vez, pues tal es el efecto que tiene sobre nostoros presenciar el sufrimiento y afliccion de nuestros congéneres.
Pero, respecto de la cuestión de en qué medida se debe la elevación ética occidental, pese a todo, al cristinaismo, no cabe sino entender que ha sido en mucho, y cuya alcaración racional nos pesa en tanto obligacion intelectual. Pues siempre ha estado presente el cristianismo sobre el plano histórico-político contemporáneo como al menos un disponible ideal no violento al que aspirar; también parecería dificil concebir la aparición histórica de algo así como los derechos humanos sin haber pasado primero por las antropologías cristianas.
Y, sin embargo, nunca ha sido suficiente lo que obliga a escutinar otros fenónemos compañeros de lo sedentario (como la ocupacion colonial, el terrorismo, la guerrera misma o cierta sublimación estética de la violencia) de una manera similar, esto es, como fuerzas de, en realidad, de reconstitiución sociorracional a través, revulsivamente, de la zozobra metabólica de la violencia y padecimientos humanos contemplados. Y, parece asimimso lógico y previsible, que la religión en general (y con su innegable importanica epistémica) fuera con el tiempo reduciéndose como fuerza cultural, puesto que con el desarrollo técnologo de comunicacion ya no resulta necesario enhebrar dogmas conceptuales de credo con opotrunidades ritualistas de vivificación sensoriometabólica de función mortificadora, pues los cuaces de “información” ya nos hacen entrega de este tipo de zozobra como, en realidad, un estructuralmente necesario alimento sensoriometabólico:
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1Término que utiliza Marvin Harris en los capítulos títulados “Mesías” y “El secreto del Príncipe de la paz” en su libro Vacas, cerdos, guerras y brujas. Los enigams de la cultura (1975). Pues a falta de otras formas institucionales de vivificación metabólica al servicio del sostenimiento sedentario, el contexto histórico de la Judea ocupada por los romanos acabaría dependiendo -o de esta manera al menos podría entenderse- de la intermitente (pero asimismo constante) aparición de guerrilleros mesiánicos davídicos que, parapetándose en las zonas rurales, desérticas y menos densamente pobladas, llevaban a cabo compañas de liberación regiomesiánica contra la ocupación romana. Pero desde la óptica del poder romano y sus aliados de la élite judía urbana, dichos rebeldes solo podían calficarse de «subversivos» a los que había que crucificar de la forma más públicamente ostensible posible (eso que constituye el hipotetizado orgien histórico más plausble de Jesús el hombre). Pero un «estilo de vida» así, viviendo en los margénes del orden romano y contituyendo sin duda al mismo tiempo una presencia política de gran atracción para la población civil judía en general, acabaría acarreando sobre sí buena parte del peso del orden antropológco, a lomos de esta fuente intermitente -pero también constante- de fecunda zozobra política (que a la población judía seguramente atemorrizaba al mismo tiempo que les electizaba, frente como siempre a una cotidianidad agraria, báscamente monótana, esencialmente inmóvil).
2Del inglés the rain-on-your-roof effect, proverbialmenete entendido como la gran facilidad que tienen las personas para conciliar el sueño cuando está lloviendo. Y esto por el hecho de que nuestras percepción sensoria (o sea, el cuerpo) está como entregada al recordatorio permanente de su propio amparo; una realidad percibida que no puede sino reconfortarnos, si bien no se trata de ninguna idea, noción o concepto sino acaso una «vivencia cognitiva» que no llega a formularse intellectualmente.
Pero el sentido de la violencia aunque la violencia física real se suprime o se limita y se transubstancia en experiencia más metabólica que corporal -como es tendencia sin duda obligatoria respecto los contextos sedentarios-, no se desvance por completo en ningun caso, pues la llevamos en el cuerpo como quien dice, en tanto parecería que no hay nada más serio -esto es, más relevante y significativo- para el sujeto homeóstico que la violencia, sobre todo cuando irrumpe dentro del mismo grupo de pertenecia, y puesto que la continuidad del tiempo colectivo depende, precisamente, de cómo nos relacionamos como grupo o sociedad con la violencia. Y dado que, además, como todo yo socializado es para incorporarse al colectivo, mi propia desaparición como individuo -o bien, el sobrevivir yo y que desaparecen todos los demás-, son dos vertientes, en realidad, de una misma aniquilación.
Por esta razón las antropologías sedentarias -universalmente- parecen incorporar auténticas instituiones miméticas (entendidas a lo Norberto Elias), siendo la más importante las religiones formales (que a grandes rasgos combinan la vivificación metabólica y fisiológico-estética con horizontes conceptuales y verdaderamente epistémicos). Pero, además, resulta históricamente necesario habilitar espacios de una violencia controlada que ritualizan o convierten en juego, finalmente no físicamente cruenta, la imposición humana de unos frente a -y sobre- otros: evidentmente, la relación entre rituales religiosos y espectaculos artísticos o deportivos es fácil establecer, siempre que se tenga en cuenta la ya argumentada importancia histórica de las religiones (en tanto habilitación de espacios epistémicos, cosa de la que carece lo deportivo). Es asimismo evidente que la experiencia simplemente estética -en cuanto instituciones artísticas consabidas- recrea una misma experiencia metabólica que, como la vida misma, invita al espectador-lector a definirse nuevamente como sujeto homeostático socializado–y esto como recreación o simulacro casi indéntico a la interactuación real humana.
Esta forma de desdoblamiento de la vivencia moral humana, respecto inicialmente un plano corporal real que atañe a multilples personas in corpore, frente a unas vivencias que, en tanto programadas culturalmente de alguna manera, acentúan la vivencia metabólica al mismo tiempo que reducen las consecuencias corporales, ocupa algo así como la centralidad de la experiencia sedentaria. De tal forma que la imposicón humana que espolean simplmente los procesos homeostáticos que nos rigen individualmente -aún bajo el necesario dominio de un orden político-sedentario impuesto que se alza en adelante como única violencia légitima-, la podemos seguir gozando en todo nuestro ímpetu hedionista y vital, pero ahora atados al cordel secreto que nos ciñe por dentro y que es el yo moral sujeto sociohomeostáticamente por los otros.
Y por tanto no solo es útil en este sentido la transgresión en mayor y menor medida de lo consabido (porque el desafiarlo es habilitarlo para que nuevamente se imponga y se refuerce), sino que toda transgresión observada como espectáculo es asimimso metabólicamente útil en tanto sustancia nutritiva -en ese sentido esctructural- que, fugazmente, pone en entredicho el orden racional-cultural, lo que supone asimismo una oportundidad de un nuevo fortalecimiento. Pues solo así por medio de esta función dionisíaca de nuestra exposición a la vivificación metabólica, una y otra vez, puede requerirse e incoativamente sustanciarse, nuevamente, la razón humana en su vertiente cultural.
En este sentido todo infortunio personal acecido; todo catastrofe natural, y todo acto violento que se comete; todo padecimiento, pérdida, enfermidad o zozobra; o bien a veces tambien todo acto generoso, heróico y de compasión para con los otros, en tanto circuntancias que muestran la figura humana que se esfuerza por perseverar en uno u otro sentido y contexto, y de las que se llega a tener constancia pública, se convierten tambien en espectáculos exempla a cuyo vicario efecto no dejamos nunca de ser suceptibles: pues nuestra condición de sujetos homeostáticos respecto a los otros nos obliga a la contemplación de todo sino vital y social ajeno como, en realidad, algo potencialmente nuestro también.
Evidentemente, estamos hablando de una funcion que tienen los medios de comuncación a partir de comienzos del siglo XIX, si no antes. De tal forma que si no hay -por lo general- sacrificios humanos como espectáculo público dentro de la experiencia sedentaria propiamente civilizada y contemporánea, una de las razones (pero no la más importante) es que los medios de comunicación realizan esa misma función: la de acercarnos homeostáticamente a la violencia; es decir, a través de la vivencia metabólica y vicaria mas no de una manera directamente física; o eso al menos respecto el gran numero de seres humanos que componen, por ejemplo, las audiencias televisivas y periodísticas en general–aunque, inexorablemente, alguien tiene que padecerla propiamente in corpore, para que así cobre valor -es decir, sentido– sensoriometabólico para los demás (pues así de susceptibles somos moralmente respecto a, simplemente, la figura humana y sus aflicciones)–. Sin embargo, la comparación numérica entre, digamos, los participantes corporales directos y los milliones de espectadores sensoriometabólicos repartidos potencialmente por todo el planeta que gozan de esta seriedad moral coregrafiada ante nosotros, no admite duda respecto a la importancia estructural-antropológica que está en juego.
La otra razón por la que no sigue habiendo sacrificios humanos es el hecho de que la viabiliad estructural de lo sedentario, que se basa en una obligada y aumentada interactuación humana, acaba profundizando la psique en su vertiente cultural como parte de un proceso de verdadera elevación espiritual-ética que parece ser heredad exclusiva de los procesos civilizatorios y la urbanización asimismo implícta en ellos. Es decir, la violencia cruenta respecto entornos sociales inmediatos se hace cada vez menos tolerable por cuanto la impronta dolorosa que conlleva su contemplación en extremo sobrepasa el limíte de la viabilidad urbana y su dependencia estrctural en la comunicación entre personas. Por otra parte, los contextos sedentarios son deudores de la monopolización de la violencia por parte de un única fuente de legitimidad política (o bien, una limitada rivalidad respecto la misma), lo que obliga cada vez más a un control -y hasta una adminstracion– respecto otros fenómenos violentos no autorizados o de alguna manera no provistas.
El dolor que nos puede provocar la contemplación del sufrimiento y aflicciones humanos es ambivalente, siendo a un mismo tiempo una forma de alimento sensoriometabólico reforzante de lo racional en sí, a la vez que supone un pontencial fuerza de anomia en sus forma más extremada. Así, es el dolor que alimenta la razón recobrada que busca, por tanto, reconstituirse preferiblmente sobre sostenes semióticos cada vez más desarrollados para, así, solayar los confrontanción directa entre los cuerpos: así se podría entender una mecánica fisioantropológica de lo sedentario que, como constante, se ha mantenido a lo largo de los milenios -y a través de algunas regresiones pasajeras- hasta el día de hoy, y pese a los cambios tecnológicos (o, en realidad, sirviéndose de ellos).
Como si de dos turbinas gigantes se tratara, en la imagen que encabeza este texto parecería que todas las hoy imaginarias hileras de edificios que en su día hubieran llegado hasta la cima de la colina al fondo de la imagen, como conjunto arquitectónico-humano, dependiera para avanzar en su propio tiempo colectivo de la propulsión mimética del anfiteatro-coliseo (respecto eso dos “tubos de escape” del primer plano de la imagen) donde se representaba y se recreaba, en algún que otro grado de intensidad, una violencia, tanto moral-artísitca como también respecto un manierista imposición de la figura humana sobre otra (o frente a algun toro u otro bestia). Todo esto, además, añadido a la presencia de esa otra institución mimética sedentaria por excelencia que apenas se atisba en esta imagen, que son los credos divinos formales y antropomorfos.
Es decir, el motor del tiempo sedentario que es la vivencia metabólica (dependiente a su vez de un desarrollo semiótico cada vez más elabroado) para que, digamos, todo siga girando sobre sí, de manera estancionaria al mismo tiempo en permanente avance en este sentido virtual que no corporal. Que de tener esta imagen una explicación fisioarquitectónica y estructural-antropológica, pienso que sería ésta, y teniendo en cuenta que fuera y más allá de su encuadre, siempre están -como en contraposisción- los campos a sembrar, recolectar o roturar en cuya quietud vegital se sigue sujetando, en realidad, todo el tinglado:
Las diferencias jerárquicas dentro de los grupos, tanto antropológicos como los que constituyen muchos mamíferos (quizás respecto a algunas otras especies) son, aparte de su característica omnipresente en todo estudio del comportamiento de los seres vivos sociales, cruciales para la creación de la materia homeostática en el individuo que, a nivel sociofisiológico del conjunto, deviene en la articulación fáctica colectiva frente al entorno natural y exogrupal. Pero, particularmente para nosotros las diferencias sociales tienen el efecto de reconducir la violencia de nuestra misma imposición vital por perseverar en tanto cuerpos singulares, a un plano moral, más metabólico que físico que existe ante todo en nuestra propia intimidad psíquica y, generalmente, previa a cualquier acto individual que pudiera entenderse como colectivamente -o sea, moralmente– relevante por los demás.
Ese entorno erigido sobre la experiencia más sensoriometabólica y homeostática que física, que Norberto Elias entendía como espacio mimético, solo toma forma a raíz de la autocoacción psíquica a la que se ve forzado el sujeto socializado por la configuración de su propio grupo de pertenencia: pues solo en tanto nosotros (y hasta cierto grado también los primates) tengamos que inhibirnos respecto nuestros propios impulsos vitales y ante las consecuencias que ya por experiencia social previa sabemos que nos esperan si nos excedemos en uno u otro sentido frente a lo consabido; solo cuando nos anticipa inequívoca la incompatibilidad de nuestras pulsiones singulares y la posibilidad de continuar amparados por el entorno humano próximo del que dependemos, entonces es cuando nosotros tomamos plena conciencia de nuestro yo moral que, en su concepción más funcional, solo se habilita en realidad a partir de los demás, pues son el verdadero porqué de mi propia (socio)racionalidad que, en ausencia de ellos, pierde su razón de ser.
A grandes rasgos, por lo tanto, puede considerarse la materia metabólica (es decir, la vivencia senorial, homeostática además de neuroquímica) con la que brega el individuo social en su afán jamás colmado de la pertenencia, como el dispostivo que, más que suprimir la violencia vital de los indiviudos por perseverar, la transforma y la traslada a un plano en esencia viritual, postergando al menos transitoriamente la violencia física cruenta; no otra, aseveramos, sería la mecánica original y aun subyacente la la moralidad humana que pone al centro de la realidad social la misma homeostasis individual.
Es decir, solo soy un individuo consciente en tanto dependa de un colectivo al que me someto a cambio del amparo existencial que ofrecen ante la indefensión de mi propia singularidad corporal; que es mi cuerpo que se vale de los procesos homeostáticos que en él rigen para habilitarme metabólicamente como parte de la unicidad singular de los nuestros, de la que, no obstante, pende evolutivamente mi propia continuidad vital in corpore y pese a su (no tan) evidente calidad de constructo socio-metabólico colectivo.
Pero que el sentido de la coacción originalmente física respecto, por ejemplo, las hembras alfa a las que los demás primates pertenecientes no se pueden acercar so pena de la respuesta ultra agresiva del número uno macho, no debe engañarnos respecto al fondo del asunto: que la coacción como violencia en general (tanto en el mundo animal como en el humano) tiene un sentido propio de lumínica claridad para todos, puesto que en el asunto nos jugamos, sencillamente, la integridad física de cada uno. Precisamente porque esto es así, no desaparece nunca del orden antropológico la posibilidad de revertir, una vez más, a la instrumentalización de la violencia en forma de pendencias, pugnas y, en última instancia, la guerra, como formato o configuración low cost de la viabilidad sedentaria.
Es decir, lo que lleva implícito la violencia es la posibilidad de ese punto cero inamovible (porque en el consumarse no existe ya rival alguno) sobre el que puede, por fin, empezar a erigirse, en el caso nuestro, la cultura: porque la pertenencia, y por ende la continuidad del grupo en sí, se refuerza a partir de espacios metabólicos no físicamente cruentos en los que sí tiene cabida la emotividad biológico-homeostática de los individuos sin que se resquebraje el conjunto, y canalizando al mismo tiempo la mayor capacidad de agresión en el individuo, en general, hacia el plano exogrupal.
La misma sociobiología de los mamíferos en general, incluyendo a los seres humanos, lleva ya incorporado una mecánica de este tipo, salvo con la puntualización que en nuestro caso ha conducido a la aparición de la conciencia (sea lo que al final ha de ser eso que está, por lo visto, pendiente todavía de una mayor aclaración). Pues una forma de concebir lo sedentario frente a la historia humana todavía no dependiente de la agricultura es la de una ampliación mayor de esta original pauta de derivar lo físicamente cruento hacía vivencias más metabólicas que está ya en la fisiología animal no humana (temas de Konrad Lorenz). Es en este sentido que las diferencias jerarquícas dentro de un mismo grupo -o sociedad-(que es sin duda otro universal cultural humano) pueden concebirse positivamente como un punto cero inamovible y frente al cual todo individuo no tiene más opción que acatar o, puntalmente, soslayar o hasta directamente transgredir en uno u otro grado (pues incluso en el mundo animal el organismo homeostático no está condicionado de ninguna manera a reaccionar siempre de la misma idéntica forma pudiendo incidir múltiples factores); pero, en cualquier caso, las temidas consecuencias y la anticipación psíquica respecto a ellas ante las diferentes posibilidades de conducta personal, devienen en ni más ni menos que el fundamento de nuestro yo moral.
Lo que sería algo así como el crítpico motor virtual o secreta bomba de calor del tiempo sedentario en sí, y que estaría al centro de la viviencia metabólica y nueroquímica de cada uno de nosotros. Percáctese, por otra parte, de la cuestión del gasto energético metabólico que suybace -bajo una aparienca más fija y como estancionaria- a la posibilidad sedentaria y que se infiere de lo hasta aquí argumentado.
(Salpimientar y guardar para más tarde)
(La mística de la feminidad, 1963, Betty Friedan)
Si este tema parece volver a aparecer, como argumenta la autora, podría tratarse de una circunstancia biológica (o socio-biológica) que continuamente ha de «corregirse» culturalmente. Pero esto lo convierte en el largo plazo como utilidad a diposición de los contextos sedentarios que pueden sujetarse, de vez en cuando y generacionalmente, por un mismo «quehacer» estructural puesto que, precisamente, no puede definitivamente «corregirse» nunca. De manera que para desarrollar esta idea hay que empezar por el principio que sería la elaboración teórica de las dinámicas sociorracionales de los grupos humanos (primero nómadas, después sedentarios); dinámicas de las que depende después la individualidad socializada para que los individuos puedan interactuar dentro del colectivo incorporando su propia vivencia emotiva y homeostática, pero sin incurrir en ninguna consecuencia físicamente cruenta (aunque sí amenazar con ello de forma constante dentro de dispositivos de carácter en última instancia mimético y simulado).
Apuntes rápidos
-la cultura realiza el acomodo sedentario de una socio-fisiología anterior a través del desarrollo semiótico (es decir, por medio de sistemas semántico-simbólicos como la religión, el dinero, el lenguaje escrito, etc.) que permite la creación, desarrollo y mantenimiento de espacios miméticos, más fisiológicos que corporales.
-la cultura brota de la biología, pero también la contrapone de muchas maneras: toda definición antropológica (cultural o psíquica y de personalidad) supone cierto esfuerzo en alguna medida y grado contra nuestra propia naturaleza biológica (de la misma manera que la definición de una especie es también resistir de alguna manera la misma evolución, hasta equilibrarse darwinísticamente como especie).
-Pero como la cultura sedentaria (¿o es qué toda cultura en última instancia y en el sentido que utilizamos el término solo puede ser sedentaria?) tiene que sostenerse frente a la inmovilidad sedentaria, esta «actividad» estructural de ir en contra de la biología deviene en quehacer de sostenimiento estructural, puesto que como argumentamos explícitamente, el contexto sedentario ralentiza aun más la fuerza de la selección natural en comparación las antropologías nómadas anteriores.
-De esta manera puede ofrecerse una explicación del hecho de que el feminismo aparece de forma recurrente a través de la historia en tanto que es a través de la cultura que se dirime una configuración biológica dimorfa entre los sexos. Y siguiendo la idea de Marcel Muass y los espacios corporales que culturalmente requieren que el sujeto se esfuerce en contra de su propia naturaleza y pulsiones, 1 la pugna entre los sexos se convierte en algo útil respecto el problema sedentario de su propio sostenmiento más metabólico que físico y cruentemente corporal, y puesto que dicha pugna conduce a convenciones e instituciones culturales cada vez menos violentas y de gran capacidad vivificadora.
Requisitos argumentales:
Un repaso histórico de este tipo “recurrencias” resepcto de distintas sociedades históricas y respecto experiencias de civilización sedentaria más desarrolladas en las que, como de repente, la figura de la mujer adquiere mayor independencia, dignidad y autoridad: la poetisa griega clásica Safo; la cultural cortesana medieval (frente a la cultura anterior feudal)…etc.
Otras «recurrencias»
El terror político y el terrorismo2: también son unos acompañantes constantes de la historia sedentaria, puesto que, a diferencia de la guerra desatada, ambos buscan sostener sometiendo al rival; o obligandole a que acepte negociar, pero no su destrucción total. Pues por su caracter ante todo psicológico basado en sobre todo en la ameneza a través una violencia -limitada- y mortificadora publicamente contemplada, se presta facilmente, en realidad, al sostenimiento metabólico (como gran fuerza revulsiva y absorbente) de lo inmovil sedentario en sí.
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1Mauss, Marcel Sociología y antropología. Ed. Tecnos, Madrid 1979
2Gonzalez Calleja, Eduardo El laboratorio del miedo. Una historia general del terrorismo, de los sicarios a Al Qa´ida , 2013
La razón del más fuerte es, en efecto, una forma de lógica de gran utilidad estructural; supone algo así como el sentido de la violencia misma que solo se matiza en contraposición a un rival o oponente. Pero el problema, claro está, es que este tipo de sentido es muy útil para ordenar los contextos sedentarios en el tiempo. Y, por tanto, entiéndase como un modo operativo siempre potencialmente presente respecto las socidedades agrarias y por muy paradójico que parezca.
Constituye la violencia una forma de tentación permanente precisamente por su simpleza y a causa de nuestro vínculo original con ella en tanto imposición viviente (o sea, la violencia en su concepción más vital). Pero los contextos sedentarios, si bien siguen susceptibles a la lógica de la violencia (porque es parte inherente de nuestra propia naturaleza socio-homeostática y en tanto grupos), entra en otra dinámica respecto al dolor mismo, pues la calidad analgésica del desplazamiento nómada que se pierde para la antropología agraria se sustituye a través del movimiento o locomoción metabólico que postulamos como la clave de lo inmóvil antropológico; porque el dolor ante la aflicción humana presenciada colectivamente tiene papel estructural básico para la permanencia de los grupos socio-homeostáticos. Porque para todo sujeto perteneciente lo que tiene mayor valor, muchas veces sin que lo entendamos de forma explícita es, en realidad, el grupo mismo sin el cual no tendría sentido siquiera nuestra propia individualidad en tanto dispositivo socio-cognitivo (pues el yo socializado sirve, precisamente, para socializarse; ese es el sentido funcional del mismo). De tal manera que el morir yo o bien la desaparición de todos vosotros vienen a constituir dos caras de la misma moneda, y dos vertientes, desde una óptica funcional, de una misma aniquilación.
De ahí que sea el espectáculo del dolor y aflicción humanos un punto sensible para la viabilidad sedentaria y dada la carga de seriedad fisiológica que implica para la permanencia en el tiempo del grupo. Y la respuesta histórica ha sido el desarrollo y afianzamiento de espacios metabólicos de gran potencia vivificadora que proporcionan experiencias analgésicas en tanto salidas fisiológicas de descarga para los sujetos que, de alguna manera, impiden que el grupo se disgregue debido a la zozobra interna.
El desarrollo y afianzamiento del sujeto no solo perteneciente sino moral y capaz de sentir culpa, si bien debió de estar presente respecto estadios evolucionarios nómadas anteriores, se vuelve estructuralmente ineludible para los contextos sedentarios. Y parecería la experiencia religiosa universal, en tanto modo formalizado y antropomorfo de espiritualidad que se relaciona teóricamente solo con los asentamientos agrarios, apunta a esta misma noción, pues la carga moral con la que todo sujeto homeostático perteneciente ha de acarrear crea, en efecto, el contexto para sustituir toda violencia en principio directamente corporal, por una violencia moral al centro mismo de la personalidad socializada de cada uno ante nuestra íntima y nunca culminada lucha por la pertenencia al grupo: no parecería otra forma de acoger, respecto un locus colectivo más o menos inmóvil, a todos los cuerpos presentes sino a través del aprovechamiento de este aspecto de nuestra naturaleza socio-dependiente más profunda.
De tal manera que se amplia y se refuerza dentro de la experiencia sedentaria cierto bucle entre el dolor y la angustia experimentados / presenciados, por una parte, y la comprensión moral-racional colectivamente consabida al que nos hemos de aferrar por mor de la permanencia en el tiempo del grupo. Es decir, no solo nos beneficiamos en un sentido humano de nuestros propios padecimientos colectivamente contemplados, sino que dependemos para el refuerzo de nuestra visión sociorracional-moral del mundo -y de nosotros mismos- de que no nos veamos privados nunca de futuros episodios de sufrimiento, zozobra y aturdimiento en algún grado y medida.
Naturalmente emerge una cierta elevación humana a través de la cultura que, aquí se ve, debe entenderse consustancial a la posibilidad antropológica de lo sedentario. Pues se va entrando en una situación en la que se vuelven estructuralmente imperiosos nuevos espacios no físicos (de carácter, por ejemplo, epistémico y ético) que no pueden darse dentro de las antropologías menos afincadas, simplemente porque, respecto a un mundo humano no arraigado en la agricultura, dichos espacios de locomoción más metabólica (y neuroquímica) que corporal, no son funcionalmente imperativos.
Sin embargo, el recurso de nuevo a la violencia -y por tanto a una verdadera regresión técnica- como sentido estructural, permanece al acecho. Y surge, con esto, la cuestión comparativa de niveles de gasto metabólico agregados respecto una antropología sedentaria estable, frente a otra que se abisma en el conflicto bélico directo y sostenido. Pero como parece claro que -y siguiendo cierta hipóteiss de «tejido caro» que es el cerebro humano evolutivo- debe considerarse la focalización de la conciencia humana (o sea, el racionio en su acepción más literal) como quizá el estado metabólico más «costoso» de la experiencia humana en sí, todo indicaría, paradójicamente, que serían los contextos sedentarios que se articulasen en torno a la violencia bélica las más «económicas» en términos de gasto metabólico agregado (si bien, puestas en relieve respecto las antropologías más dependientes de la cognición, pudieran parecer una auténtica pérdida de tiempo).
Depende, en última instancia, de las circunstancias y de lo que quiera y pueda hacerse ante las mismas.
…Existe una medida adecuada y óptima de nivel de autoestima para la salud mental de los seres humanos que sería deseable que todos alcanzásemos. La autoestima puede formar parte del empoderamiento, pero no definirlo por completo.
El empoderamiento no es tampoco un proceso individual. La mayoría de las veces que se alude a personas empoderadas se hace referencia a actitudes singulares. No obstante, el verdadero empoderamiento se refiere a procesos colectivos y no puede ser explicado por conductas exclusivamente personales.
Sarah Berbel Sánchez “Demasiado empoderadas” El País 8mar23
¿Y eso por qué será?
Pues porque la individualidad como patrón psíquico que vamos forjando-adquiriendo a lo largo de la vida, pero sobre todo como proceso de formación vital, es para formar parte funcional de un grupo: es decir, la personalidad nunca completamente culminada es siempre una solución individualísima al problema antropológico central, el de la unicidad colectiva frente al mundo exogrupal que evolucionariamente nos hubiera llevado en volandas a través de los milenios. Porque la pertenencia socio-racional (es decir el patrón mismo de nuestros propios procesos cognitivos) es la efectiva incorporación fisioantropológica de lo corporalmente singular, pues solo fisiológicamente -y acaso como fenómeno también neuroquímico- pueden constituirse los colectivos humanos socio-racionales e identitarios.
Porque el ímpetu individual dentro de contextos sedentarios solo puede ser en última instancia de naturaleza moral, mimética y no físicamente cruenta; así se ha hecho estable la antropología agraria al incorporar espacios de violencia y enjundia metabólicas que se sobreponen al plano socio-corporal. Pero para que eso pueda funcionar, tiene que estar a disposición de los sujetos homeostáticos un plano conceptual y epistémico por medio del cual podemos regir nuestra propia vivencia emotiva y socio-homeostática. Naturalmente, se trataría de un corpus consabido de nociones morales en alguna medida y grado conceptualizadas (que esto es esencial puesto que de dichas ideas puede participar todo cuerpo perteneciente) que solo un grupo más o menos antropológico puede proporcionar.
Porque solo sobre el relieve colectivo de relevancia socio-homeostática para el individuo, puede éste querer definirse en uno u otro sentido siempre en principio visceral para el individuo: es esta lucha por la definición moral individual frente a su propio grupo (y después en oposición a otros) lo que miméticamente canaliza la otrora violencia corporal cruenta; proceso mimético y de simulación consustancial a la posibilidad misma de la experiencia sedentaria porque, en esencia, nos permite relacionarnos de otra manera con la violencia, no extirpándola de entre nosotros, sino acotándola un ámbito mucho más metabólica que cruentamente corporal.
No necesita, pues, la vida de ningún contenido determinado -ascetismo o cultura- para tener valor y sentido. No menos que la justicia, que la belleza o que la beatitud, la vida vale por sí misma…Esta suficiencia de lo vital en el orbe de las valoraciones la liberta del servilismo en que erróneamente se la mantenía, de suerte que sólo puesto al servicio de otra cosa parecía estimable el vivir.
Ortega y Gasset «El tema de nuestro tiempo» (1923)
Aunque sí que precisa de un sentido y un plano epistémico la antropología sedentaria:
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-Implica una vulnerabilidad extrema del ser humano respecto a los estimulos sensoriales puesto que se activa un proceso evolutivo interno de violento ímpetu por recobrar el sentido de las cosas, y con ello el amparo corporal nuevamente consolidado que supone lo sociorracional (es decir, del grupo); proceso al que está sometido el individuo y con pocas opciones, en principio, de control. Por lo que se entiende claramente la utilidad, por otra parte, que se deriva (o puede derivarse) del aislamiento del individuo con fines de incidir de alguna manera en la personalidad socializada, además de otras técnicas de incidir en la personalidad racional a través de lo sensorial.
-Esto se tendría que explicar mejor: que la necesidad de quehaceres consustanciales a la vida agraria implica disgregar de alguna manera la experiencia más colectiva; porque en el tiempo de dedicación laboral no se está “de forma antropológica” sino que puede entenderse como un no-lugar que se extrapola de alguna manera del entorno socio-corporal y fisiológico.
-Probablemente implica un gran gasto metabólico que está implícito, en realidad, en la noción misma del sostenimiento de lo sedentario; que lo sedentario habrá de considerarse en términos metabólicos como probablemnente más «caro» que las antopologías nomadas, máxime respecto la extensión demográfica potencial mayor de los contextos sedentarios, puesto que parecería que lo sedentario se sirve en mucho mayor medida de lo epistémico como espacios simbólicos-conceptuales (mientras que esto se reduce en las antroplogías de grupos menos afincados debido al mayor disponibilidad directa del plano socio-corporal y proxémico); es decir, puede entenderse que el gasto metabólico mayor probablemente sea la focalización cogntiva del razonamiento mismo como conciencia, de la que se hace estructuralmente dependente, parece, lo sedentario.
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…¿Por qué han acabado las mujeres tragadas por una imagen de dependencia pasiva que ellas mismas quieren que sean los hombres los que toman las decisiones, incluso en casa?
La frenética ilusión de la unidad puede impregnar de contenido espiritual el aburrimiento de la rutina doméstica, la necesidad de un movimiento religioso que compense la falta de identidad, revela lo mucho que han perdido las mujeres y lo vacía que está esta imagen.
De La mística de la femenidad, de Betty Friedan del año 1963
Siguiendo el argumento de carácter semiótico de Friedan en la obra citada -en tanto son las imágenes de las que nos valemos como seres anhelantes para así proyectarnos en nuestro propia autoimagen a realizar-, vemos una tácita pugna entre las limitaciones fisico-espaciales (la rutina del mantenimiento del hogar y el cuidado de los niños y marido que somete a las amas de casa en el planteamiento de Friedan) y un plano abstracto de imágenes que como recurso les asiste a los habitantes corpóreos auxilando de alguna manera la inmovilidad fáctica material (la denuncia misma que hace la autora en cuanto una mística de creación publicitaria, mediática y psiquiátrica para hacer efectivamente viable en el tiempo esta suerte de cautividad en la que vivía el ama de casa norteamericana de la década de 1950). Pero, sin embargo, cabe escrutinar estucturalmente toda forma de religión respecto una posible función auxiliadora para con la mecánica sedentaria y su sostenimiento más metabólico que en realidad corporal, pues desde siempre, como agrumentamos, ha sido el plano espiritual no material postulado por los mismos seres humanos lo que ha proporcionado un cauce metabólico alternativo al mundo material en sí; pero un cauce como espacio que permite finalmente dar orden firme e incialmente no violento la cotidianeidad multicorporal de los contextos antropológicos dependientes de la agricultura.
De manera que entendemos la Religión por un entramado semiótico-conceptual y suporte estético que está a disposción de los sujetos homeostáticos pertenecientes, asistiendoles en su propia ejercio de poder de autodefinición moral, pero ante todo como un plano metabólico íntimo que no tiene por qué trascender, en principio, respecto los actos pública y coporalmente constatados.
Pero en el decurso histórico y al emerger más ámbitos semióticos-estéticos se tiende más hacia lo secular; y lo epistémico, que se debe a la religión en origen, también empieza a separarse de lo religioso (Sócrates, por ejemplo, o Galileo): porque un mayor desarrollo de sentido a través del desarrollo semiótico supone un aumento de espacios metabólicos no físicamente cruentas (ni apenas físicos en un sentido corporal de movimiento). En esto consistiría el paso entre grupos nómadas y los sedentarios, estando estos últimos obligados a acentuar la importancia del sentido sociorracional humano para crear mayores espacios metabólicos que los grupos nómadas, los cuales, al tener a su disposición el desplazamiento físico más colectivo, no se encuentran presionados en el mismo grado hacia el desarrollo semiótico.
«MOVIMIENTO» RELIGIOSO
Expresión que alude a las noción diferencial entre contextos sedentarios frente a los nómadas; que los primeros, a diferencia de los segundos, han de incorporar un «movimiento» metabólico para auxiliarse estructuralmente frente a lo inmóvil sedentario. Las religiones funcionan con conceptos y imágenes (aunque sean mentales y efecto de la producción linguísitica); la posibilidad de escribir estos relatos parecería particularmente importante para la viabilidad sedentaria, aunque el origen de esto es anterior; pero se está combinando conceptos e imágenes que se imbrican con la socio-fisiología humana: naturalmente, cuando empiezan a haber imaginarios culturales más amplios (sobre otros sostenes técnicos como la pintura, los grabados, la fotografía y el cine -después, la radio y la televisión), parecería lógico que decayera la fuerza de la religión dado que su origen es, parcialmente, en la posibilidad de utilizar imaginarios colectivos como régimen metabólico o que lo faciliten: pues se tiene que sostener, sin remedio, lo sedentario.
LO SEDENTARIO
Un régimen metabólico que se articula sobre todo en base a imaginarios colectivos de relevancia moral (o «opróbica») para los sujetos homeostáticos pertenecientes; que asimismo recurre a un plano epistémico más desarrollado para abrir aun más territorios metabólicos sobre los que sostenerse, pero rebasando inicialmente la materialidad física.
Movimiento religioso
…espiritual
…artístico
…académico
…literario
…político
…popular
…social, colectivo, sindical, populista, romántico etc.
Son sintagmas que parecen apuntar al problema del sostenimiento sedentario en tanto que aluden a una forma de agitación, en todos los casos, que no es físico en el sentido de desplazamiento; se trataría, por tanto, de construcciones un tanto oximorónicas dado que el movimiento en cuestión que nominalmente se denomina como tal, está delimitado precisamente por actividades que buscan la vigorosa proyección metabólica de los participantes como alternativa al desplazamiento literal (cosa que no tiene fácil encaje en la vida agraria y mucho menos respecto a la urbana).
O sea, si no puedes echarte al camino, al monte o al mar, tienes que buscar otra forma de travesía como consumación del tiempo humano, esto es, una travesía o viaje más metabólico (fisiológico-neuroquímico) que literal: he aquí el armazón subyacente a lo posibilidad sedentaria que traza a las claras la necesidad estructural que tiene lo sedentario respecto al desarrollo cultural; no que estas dos cosas sean coincidentes en el tiempo, sino que el desarrollo semiótico como ampliación de espacios metabólicos-morales está estructuralmente exigido por los contextos antropológicos dependientes de la agricultura.
Además, de poder desplazarse físicamente por el camino o el monte, se precisa menos de un sentido de las cosas puesto que, respecto sobre todo el desplazamiento a pie, el cuerpo y por tanto el plano colectivo en sí (caso de estar acompañado) quedan absorbidos por una actividad psicomotora, lo que parecería restar importancia, al menos en el momento preciso de esfuerzo físico, de la comunicación lingüística, o de cualquier forma de interacción humana más allá de lo inmediamente proxémico. Pero en la abducción de la mente consciente a través del ritmo y repetición de la actividad física, caben sin duda todos los cuerpos pertenecientes.
Por el contrario, la antropología sedentaria tienen que procurarse espacios de “movimiento metabólico” que rebase lo espacialmente limitado instrumentalizando la creación y mantenimiento de sentido de una forma mucho más exigente: de necesidad estrctural debe entenderse, por tanto, la relación que tiene lo sedentario con el plano epistémico al contrastarlo con contextos antrpológicos anteriores menos afincados. De manera que podría también decirse que si no puedes echarte al camino, al monte, a la caza o al mar -ni tampoco puedes emprender acciones bélicas hostiles ni defenisivas así como así- tienes además que comunicarte con alguien en última instancia, puesto que el recurso metabólico a estucturas semióticos-conceptuales solo es posible en tanto entramado de interactuación comunicativa a partir de entornos colectivos más estables que caóticos, más pacíficos que violentos.
Pero, obviamente, surge algún paralelismo entre la dependencia nómada del desplazamiento y una dependencia similar que establecen los contextos sedentarios con el trabajo: en ambos casos se trata de una suerte de opacidad estrctural que ocupa absorbiendo de alguna manera el cuerpo, además de la mente en su vertiene pre o no-consciente. De forma que, respecto ambos contextos, se produce una optimización energética en tanto que el cuerpo, como va por libre hasta cierto punto, reduce el gasto metabólico hasta que la mente no consciente se ponga nuevamente en alerta debido a algún estímulo sensorio-neurológico, provocando con ello que la mente racional vuelva a focalizarse como pensamiento consciente.
Es decir, el mayor gasto metabólico ha de suponerse debido a la necesidad de la conciencia misma frente a contigencias sensoriales que, cuando surgen, obligan al organimso a salirse de su modo «piloto automático» y a un gasto metabólico repentinamente significativo. Siguiendo la noción de «cerebro hambriento» de la antroplogía evolutiva y forense, los contextos antropológicos como sistemas energéticos agregados también admitirían un enfoque de optimización y eficiencia técnicas respecto de la energía total disponible.
Y también cabe abordar la comprensión de que la anomia desatada, la inseguridad y los contextos colectivos violentos no permiten el óptimo desarrollo cultural porque la violencia misma se convierte un dispostivo rector de la viabilidad sedentaria, lo que limita, en consecuencia la necesidad de otras formas de optimización estuctural a través del desarrollo semiótico-cultural. Porque los espacios metabólicos de caracter semiótico-mimético más fisiológicos y neuroquímcos que corporales, funcionan auxiliando el plano socio-físico y proxémico de los cuerpos; la violencia, en cambio, tiene un sentido propio en sí misma que obvia cualquier otro, salvo, claro está, el sentido/violencia del rival y oponente.
La diferencia, por otra parte, entre un régimen metabólico que se apoya más en el desarrollo semiótico (la antropología agraria estable) y contextos antropológicos que se hayan abismado en la confrontación bélica abierta, sería un asunto a comprender en términos de desgaste energético agregado. Aunque bien mirado y en vista de nivel de padecimiento humano que implican, no parecería caber otra interpretación de los contextos bélicos sino como formas regresivas de lo sedentario; e incluso como antropologías en realidad nómadas enmascaradas, y dado su tendencia a desprenderse de los espacios metabólico-semióticos a favor de la violencia y destrucción cruentas.
Pero podría darse la situación que los contextos bélicos, como renuncian expresamente a la intercomunicación y todo lo que sobre ella pudiera erigirse culturalmente, fueran más «baratos» en términos matabólicos agregados (máxime cuando se cuenta potencialmente con un número previsiblemente más alto de bajas). E igualmente habría que proponerse la cuestión de un coste en general mayor respecto a la sendatario frente a contextos nómadas. Y también que los contextos sedentarios tenderían a auxiliarse respecto al gasto total energético disponible (puesto que resulta por sí metabólicamente «carísimo») creando cuaces en este sentido de menor desgaste como una rutina cada ves más estandar (de cada vez mayor extensión demográfica) que solo puntualmente se vigoriozarían a partir de contigencias-espectáculos intenso, pero de carácter espóradico: algo así como la televisión y su extensión histórica en número de horas agregadas consumidas, nos iría de perlas en este sentido, por ejemplo.