La opacidad antropológica revisada (pero no revelada)

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Respecto de los seres vivos con sistema nervioso, todo agrupamiento vital constituye una realidad más fisiológica que corporal, puesto que los grupos vivientes de las especies se asientan en su unicidad colectiva sobre la singularidad física de cada individuo perteneciente: todo orden, entidad o identidad compartidos, por tanto, se consolidan de la única manera que esto es anatómicamente concebible, esto es, a través de la vivificación sensorio-homeostática individual, rebasando en buena medida lo estrictamente corpóreo.

Y en tanto esto es así, en las raíces técnicas de los grupos humanos se vuelve perentorio concebir un dispositivo socio-homeostático por medio del cual los grupos parapetan el cuerpo humano, embutiéndolo, como si dijéramos, en un traje culturalmente definido y de forja dopaminérgica a través, en lo esencial y más primario, de la coacción socio-moral que acarrea sobre su propio organismo todo individuo perteneciente.

De tal manera que toda identidad individual (cultural y socializada) conlleva necesariamente un elemento fundacional de opacidad, y puesto que la vivificación socio-homeostática individual, si bien contribuye a la emergencia del yo socio-racional (como ese ámbito psíquico de naturaleza íntima e interna a nosotros que muy posiblemente pudiera entenderse como recurso dopaminérgico de lo más significativo), también oculta, reubicando a un plano críptico el punto de inicio corporal de cada uno de nosotros. Pues como insumo de una anterioridad corporal y preconsciente hemos de entender el yo racional en su calidad emergida a partir del armazón neurológico y socio-homeostático que sostiene el grupo, frente a la experiencia vivencial real e histórica del mismo.

Y en la medida que podemos participar de los resortes dopaminérgicos y socio-cognitivos que es el ser que nos ofrece nuestra propia antropología cultural, somos también y en el mismo momento, ese cuerpo-sostén postergado y enmudecido de un estar anterior que espera, a partir de entonces, estímulos nuevos que abocarán tambien, sucesivamente, a futuras reconstituciones socio-homeostáticas.

Distintos tipos de opacidad

Cualquier aserto que se haga respecto cualquier objeto o fenómeno que no puede comprobarse (porque el hacerlo queda más allá de la posibilidad humana inmediata), puede adquerir, sin embargo, una utilidad estrctural de la mayor importancia: al extenderse colectivamente la autoridad socialmente legitimada de dichos asertos, el hecho de que no puedan contradecirse abrirá un espacio dopaminérgico de la coacción psíquica individual en donde los individuos pertenecientes podemos ejercitar cierto poder íntimo respecto, en realidad, nuestra propia experiencia sonsorio-emotiva. Pues en función del conjunto de los asertos que constituyen lo culturalmente consabido según lo cual nos hemos de regir y medir en tanto sujetos sociales pertencientes, en todo momento podemos o bien volcarnos en nuestras emociones, o bien rechazarlas en nuestro afán vital por no incurrir el oprobio de los otros; y podemos también empeñarnos en ignorar nuestras emociones o cabe, por supuesto, la opción del disimulo. Pero, crucialmente, es la calidad opaca y no sujeta a la contradicción respecto de toda lógica cultural lo que estabiliza y, en alguna medida, protege la interacción cultural y comunicativa humana respecto un determinado locus socio-homeostático culturalmente particular, al mantener y resaltar la importancia estructural del perspectivismo fisiológico de cada uno.

A partir de nuestra limitación-definición corporal y amparados por lo ambiguo y lo no definitivamente defindo de toda realidad cultural, tenemos a nuestra disposición la oportunidad sobre todo metabólica -dopaminérgica- de definirnos moralmente en tanto cuerpos pertencientes. De tal manera que el libre aldedrío humano, bien escrutinado y entendido en su vertiente socio-fisiológica, deviene en recurso basal de los grupos humanos (máxime los sedentarios), frente a lo socialmente consabido y dóxico.

Se sigue de ello, como corolario, que cualquier cambio sobrevenido respecto del saber cultural consabido (todo aquello que un grupo antropológico considera que es) implica la necesidad asimismo crucial de reorganizar los espacios morales y dopaminérgicos que los cuerpos han de poder valerse, dentro de la consumación longeva de la vida simplemente orgánica. Porque en un sentido técnico y dado que el ser racional es, en realidad, algo así como la metamorfosis colectivo de un estar singular anterior y preconsciente, el pa(c)to colectivo y cultural sobre el que se asienta la experiencia sociorracional lo paga, en efecto, la corporalidad nuestra, aquello que por mor de la funcionaliad del grupo, ha de permancer en la perifieria del claro del bosque que consituye (es decir metafóricamente) el yo socializado.

Y fíjese si no es opaco el asunto, y hasta un tanto desagradable, que la expresión en español (por lo visto también en portugués) pagar el pato esconde trás una imaginería como infantil lo que remite, en realidad, a algo profundamente inquietante para nosotros como son los conceptos de chivo expiatorio, vícitma propiciatoria o el matiz de odio particularmente siniestro que denota el vocablo oprobio (aparte de la expresión más suave de pagano). Pues es sobre una exclusión, o bien una aprendida autocoacción en el individuo, lo que consitituye toda unanimidad cultural en cualquier sentido: desde una óptica cognitiva parecería que nuestra propia consciencia en tanto sujeto socio-homeostático, es también otro elemento más, simplemente, de dicha unanimidad cultural y antropológica (lo que incluye, naturalmente, una creativa rebeldía personal potencial en cualquier sentido).

Pero, sin embargo, los grupos humanos se equipan de espacios dopaminérgicos auxiliares a partir de esta suerte de volencia fundadora para, precisamente, sobrellevar la exclusión original (que es, al mismo tiempo, punto de arranque moral nuestro). Los mitos deben considerarse (como así lo hace René Girard2) una continuación de una misma trayectoria constante respecto de la evolución cultural humana: lo propiciatorio puede, en efecto, atemperarse en tanto necesidad de cuerpos ajenos y sustitutorios convirtiéndose en una proyección de naturaleza narrativa (o sea que también dopaminérgica) que rebasa, por fin, lo exclusivamente corporal. Y es que puede argumentarse que este uso del lenguaje humano en sí -y previo incluso a la agricultura- en tanto dispositivo de deflexión o evasión del encontronazo entre los cuerpos pertenecientes del mismo grupo cultural, constituye en sí mismo la maniobra más importante de rentabilizar la paradoja de la racionalidad humana, que solo existe en tanto en cuanto se apoya sobre un espacio críptico de los cuerpos pre-conscientes y respecto del cual nuestro ser racional es, en realidad, un apéndice.

Que es decir que la ecisión que constituye nuestra propia consciencia emergida (a partir de un armazón neurológico y somatosensorio que se queda de alguna manera y momentáneamente rezagado en aras de su imbricación socio-homeostática), obligará a todo tiempo cultural posterior a replicar este patrón bipartido base. En este sentido, la religión formal sedentaria crea espacios dopaminérgicos a partir de la opacidad conceptual (a diferencias de las antropologías dependientes en mayor grado de lo directamente proxémico): porque consustanciales a la antropología agraria plena, los credos formales se apoyan, como tendencia histórica objetiva, en el lenguaje escrito. Y a igual que cualquier otro espacio colectivo, los asertos lógicos de lo consabido -pero cuya autoridad última permanence ahora en los textos sagrados y su interpretación- no pueden alterarase fácilmente, lo que actúa para salvaguardar la estabilidad base fisioantroplógica.

Y pudiera ser particularmente importante la antropomorfización de las divinidades (frente a las fuerzas mágicas “paganas”) que coincide, por lo visto, con la consolidación de la antropología agraria (debido muy posiblemente a que se vuelven estructuralmente imperiosos modelos corporales de acción humana, como espacios dopaminérgicos auxiliares por cuyos cuaces logran los contextos sedentarios acomodar un dispostivo socio-homeostático surgido evolutivamente a partir del nomadismo: particulamente importante en este sentido sería la paulatina consolidación histórica de formas espirituales tendentes, o al menos parcialmente, al monoteísmo).

Y es que la cuestión fáctica más importante dentro de la antropología sedentaria es qué hacer con el cuerpo expulsado (en tanto un estar individual postergado a favor del ser sociorracional emergido): evidentemente, la obligación de vivir de alguna manera de la obra vital de cada uno (como labor, trabajo o quehacer personales) constituye también un hecho consustancial a la antropología agaria de caráctar para nostoros bastante impenetrable en tanto que solo estucturalmente parecería tener su fudamento lógico de ser. Es decir, el porqué del trabajo, al menos desde la óptica de la antropología agraria no parece poder resumirse en una cuestión de superviviencia simplemente existencial, sino que resulta evidente que, como sistema humano en el tiempo, lo sedentario no se sostendría sin una dedicación plena por parte de cada persona a una actividad que solo parcialmente cumple con una necesidad de tipo económica: el qué puede ser cualquier otro factor real en ese sentido es cuestion para nosotros, evidemente, opaca.

Pero tanto en un caso como en el otro, respecto al nomadismo como la antropología agraria, el elemento opaco (críptico es otra forma de decirlo) es la singularidad corporal de cada uno que la funcionalidad colectiva y dopaminérgica subordina, si bien los contextos sedentarios han de valerse de la ampliación del espacio semiótico (a través de una mayor complejidad ritual respecto a lo proxémico, o bien a través del lenguaje finalmente escrito). Esto es, el mayor desarollo semiótico-simbólico es asimismo la ampliación potencial de espacios dopaminérgicos de los que depende la experiencia humana sedentaria.

Es decir, la religión ahonda la fundación epistémica de la experiencia humana al poder trasladar la vida moral y dopaminérgica a un espacio que, si bien parte del cuerpo humano, rebasa casi por completo el plano corporal y proxémico. Sin embargo, dicho cauce epistémico, de forma paradójica, va minando la necesaria opacidad sobre la que se asientan los grupos humanos en tanto dispositivos -tanto nómadas como sedentarios- que crean espacios de integración individual (la reconstitución misma del yo socializado). O sea, una vez que se abra la caja de la episteme (o la de Pandora, si se quiere; pero lo mismo da, en realidad, Prometeo que Ícaro, entre seguramente muchos otros y otras), entramos en otro dispostivo estructural histórico, el que opone el descubrimiento en todo sentido (espiritual, filosófiico, pero sobre todo tecnológico, evidentemente) a la estabilidad cultural y dóxica ya consabida: cabe incluso postular este dispostivo como el juego estructural más importante de las antropologías sedentarias basadas en el texto escrito, pues a través de la tragedia (por cuanto incesantemente repetida) de esta oposición dicatómica entre episteme y doxa, queda efectivamente establecido uno de los quehaceres sedentarios recurrentes de mayor rendimiento digamos dopaminérgico, en tanto el suprema dilema moral humano, el que trata de acarrear sobre nuestros hombros racionales el problema de la capacidad autodestructiva de la cultura en sí; una cultura que, a través del tiempo de su propia evolución social y dóxica, logra engendrar un saber epistémico que, sin embargo, supone acto seguido la ameneza potencialmente mortal y definitiva para con la misma matriz cultural y dóxica orginal.

El positivismo como opacidad

El positivismo cultural (a partir de digamos del siglo XIX) reordena su dependencia no tanto en asertos mitológicos sino en la calidad hipotética de toda posición científica en sí. Pero el que toda verdad haya de demostrarse, implica que la cultura contemporánea y positivista se asentará sobre una nueva forma de opacidad, no mitológica sino de tipo técnico por cuanto tentativa hasta nuevos descubrimientos.

Aunque, a efectos prácticos, esto introduce un mecanismo en esencia crediticio (en tanto credo positivista que hemos de sostener como seres hoy en día racionales, si bien no tenemos forma real de saber a partir de la confirmación real de casi nada de lo que nos rodea y a lo que damos por empíricamente sentado). En este sentido, se entiende el dispostivo que describe muy claramente Ulrich Beck en La sociedad del reisgo (1986), cuyo mecanismo central se basa en un necesario conocimiento técnico mínimo por parte del sujeto homeostático (respecto cualquier enfermedad, proceso climatológico, accidente industrial o mal social endémico que como sociedad nos acechan); porque, sin el concocimiento mínimo que se tiene que aprender (que por lo general ha sido interesante e intelectualmente nutritivo, sin duda) el recurso dopaminérgico en forma de un miedo barruntado -y en apariencia racional- que ofrece este dispostivo, no puede aprovecharse estructualmente.

Aunque, claro, habría que preguntarse hasta dónde llega en el arbol ascendente de la ciencia esta forma de tratamiento, en realidad, antropológica de la información: porque sea lo que sea el valor cientifícamente comprobado de los datos, se trata en primer lugar de una cuestion (otra vez) de un orden sedentario que se estabiliza, en realidad, sobre los límites de su propio ímpetu epistémico. Es decir, de nuevo vemos que nos auxiliamos como estructuras antropologicas en un cierto grado de opacidad respecto a estas cuestiones, pues solo a partir de entonces tienen garantizados en el tiempo de su propia estabilidad multiples contextos industrial-financieros (y los entornos académicos-escolares y humanos que de ellos, a su vez, depende la sociedad consumista en general).

Pero, claro, el tema de qué es cientificamente real resulta que es en sí misma, hoy en día, en asunto en realidad opaco, pues mientras que se nos informa de ciertos avances parecen que infatigables de la ciencia y la tecnología, las cuestiones colectivamente más importantes están como protegidas por la política misma en tanto posiciones más bien ideológicas que uno puede apoyar o no (lo del cambio climático, por ejemplo); o sea, de nuevo la opacidad de facto de las cosas, al actuar como una forma de estabilidad, nos permite ejercitarnos en nuestra propia vitalidad dopamingérgica (y esto furiosamente, si nos da por ahí) sin que sea necesario que nos preocupemos apenas mínimamente por las conscuencias de nuestras propias emociones (porque social y políticamente no las hay, en efecto).

(O va a ser mejor quizá que no nos preguntemos nada en este sentido: déjese opaco pues)

Respecto del posmodernismo

Es evidente que se trata, simplemente, de una nueva ampliación histórica de la opacidad, en tanto que la otrora dura racionalidad de ataño se ha vuelto blanda, lo que abre (esto inicialmente de forma muy postiva para todos) múltiples espacios dopaminérgicos de contemplación ética e intelectual de gran valor sobre todo estructural y en tanto recurso metabólico, frente a lo sedentario. Y siempre que lo posmoderno pueda retener este aspecto auxiliar de su propia razón de ser y como contraposción crítica a lo moderno, permanecerá dentro de su propia relevancia intelectual y académica. Pero en caso de quedarse arrumbado en el ímpetu de solo su propia vivificación metabólica e impositiva, sigue proporcionado, no obstante, una gran utilidad en tanto cauce colectivo y respecto de agregados económicos y financieros de los que, en tanto contribuyen a garantizar el bienestar material de las sociedades consumidoras actuales, dependemos todos nosotros (aunque otra cuestión aparte es el valor último intelctual).

Estadios antropológicos según qué tipo de relación con lo opaco:

Opacidad proxémica (ritualista)

Opacidad mitológica

Opacidad positivista

(Opacidad actual)

“El misterio aun no resuelto de estos nuevos tiempos”3

Es decir, los nuestros de hoy en día, que para seguir constituyendo un contexto estable de proyección dopaminérgica íntima, han de seguir, cueste lo cueste, opacos en justamente este punto. Que es también decir que la opacidad apoya la proyección dopaminérgica, que es lo estructuralmente importante respecto de las antropologías sedentarias, sea como sea que se configure dicha opacidad (es decir, según cualquier momento cultural específico y respecto cualesquiera lógicas postuladas y consabidas).

Entonces, se puede hablar hoy en día de una ampliación de lo opaco dado que los recursos dopaminérgicos ya no son los mismos. Pero unos recursos dopaminérgicos disminuidos implican contextos de tipo evidentemente más aferentes: porque lo aferente parece implicar una mayor estandarización del espacio dopaminérgico en general, lo que sugiere (parece) un menor gasto respecto a un recurso dopaminérgico agregado ya de por sí menguado…

Pero ¿puede hablarse de unos recursos dopaminérgicos menguantes y el hecho lógico a que conllevaría, esto de tener que racionar por criterio técnico el gasto agregado metabólico en general humano? ¿Habríamos de entender como superior de alguna manera el carácter eferente de la cultura humana (en tanto creación impostiva humana) frente a su base estable y dóxica, pero que debido a la susodicha -e hipotética- carestía dopaminérgica no tiene actualmente otro modus operandi posible? Y ¿a qué causas reales pudiera deberse tal carestía…?

(O ¿va a ser mejor que no nos preguntemos nada en este sentido?…Permanézcase opaco pues)

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1 https://www.blogdosarafa.com.br/

2 La violencia y lo sagrado (1972)

3“Señores y criadas” Elvira Lindo. El País, 9jul22

Horizontes dopaminérgicos de lo sedentario

1966

Aproximación «fisioantropológica» a la religión en los contextos sedentarios

Que a través de la postulación lógica y conceptual sobre espacios abstractos no susceptibles de contradicción, se crea la posibilidad de:

1) el juego sociohomeostático del yo social sedentario

2)la proyección dopaminérgico-semiótica individual

3) ser como dilema moral y gran periplo dopaminégrico personal de lo sedentario.

Esa sería una visión mecánica y estructural de la religión respecto los contextos sedentarios: un instrumento de estructurar, en realidad, la vida metabólica en tanto diferida respecto al plano proxémico inmediato, salvo eso de las víctimas alterizadas, claro está. Es decir, hemos de entender el coste humano que tiene la creación de vivencias dopaminégricas para la gran mayoría de sujetos socio-homeostáticos co-pertenecientes, o al menos a la hora de toda contemplación antropológica estructural.

Las religiones facultan, asimismo, otra dimensión intergrupal de tensión de violencia barruntada y su también temida escalada potencial: podría ser esta capacidad de vigorizar rivalidades entre grupos aquello precisamente que sutituye en el mundo contemporáneo el deporte mundial y televisada, si bien se comprende que en un mundo anterior a al siglo XIX (en el que se comenzó a consolidar el ámbito deportivo, tanto como actividad como también espectáculo) esta posibilidad de espacios miméticos alternativos al menos parcialmente comparables con la religión no era posible (el agrumento esgrimido: que la expansión y mejora de la tecnología de comunicación, tanto conceptual como estética, es lo que hizo posible dicha evolución).

Originalmente estructurada sobre espacios abstractos no susceptibles de contradicción, la religión puede concebirse como un dispositivo de vivificación metabólica que, precisamente, hace compatibles distintas formas de vivificación metabólica y de violencia física con la planiciedad sendentaria, convirtiéndolas ellas mismas en fuerza de sostentemineto sedentario. Pues en nombre precisamente de lo sagarado, cabe la violencia más atroz, tanto en términos de ejecuciones públicas como respecto de otros procesos de externalización de la agresión (respeto, por ejemplo, a otros grupos religiosos como atesta, por ejemplo, la historia del antisemitismo en Europa).

En religiones fuertemente identitarias (las cívicas o nacionales) encontramos institucionalizados ritos de expulsión que consolidan, por medio de la alterización desidentificación de algún miembro (humano u animal), un consenso social recobrado justamente gracias al uso de la violencia colectiva.

Franciso Diez de Velasco La historia de las religiones: métodos y perspectivas (2005)

La unanimidad violenta de René Girard1 (parecido también al término de Norberto Elias congruencia colectiva2) puede concebirse como una forma de estadarización o normativización fáctica, esto es, lo mismo que permite el funcionamiento sociorracional a partir de la vacuidad neurológica, y dado que todo sentido humano posible procede originalmente de una fuente en todo caso propiciatoria. De manera que, más que los actos colectivos de violencia en masa, importa más concebir la percepción en masa respecto un mismo evento contemplado o vivido cuya impronta homeostática cae dentro de un rango de posibilidades de interpretación bastante similares, sin bien no exactemente idénticas para todo individuo.

Porque es la zozobra extrema en este sentido sensorio-homeostatico lo que ingnaura un tiempo nuevo de sentido y espacio colectivos; un sentido siempre pasajero, forjado ex nihilo como si dijéramos, estableciendo como colorario la idea de que estamos siempre abiertos (aunque no nos lo parece) a la experiencia sensorio-metabólica inmediata que nos une a toda realidad espacial y humana directa:

De ahí el tema del sincretismo respecto a un eterno presente fisiológico que no puede desentenderse de lo que le rodea pese al hecho de que habitamos culturalmente un imaginario incorporeo y conceptual.

De ahí el dicho de que se acostumbra uno a todo (esto es, todo experiencia nueva pierde su novedad porque seguimos de nuevo abiertos, en realidad, a otras experiencias y por muy horrenda que sea la experiencia a la que nos hayamos acostumbrado);

De ahí la importanica estructural del aburrimiento que nos fuerza a la búsqueda -y creación por nostoros mismos- de nuevos estímulos.

De ahí también lo de Goebbels, que de repetir una cosa tantas veces, nos cuesta no aceptar su veracidad al menos en tanto impronta sensoriometabólica.

De ahí también la necesidad de una “cosmética” cultural que implica volver a ejercitar metabólicamente algún hito cultural que se considera identitario (porque el sentido de las cosas “se gasta” y se desvance).

O sea: que el sentido que aquí estamos viendo es, en realidad, una estructuración de la experiencia sensorio-metabólica, que lo es todo sin duda respecto a la viabilidad sedentaria y “civilizada”.

Y es que la vacuidad neurológica nos aboca a formas propiciatorias de sentido colectivo a través de la violencia (lo que, en efecto, constituye la gran solución cristiana al problema que se esconde detrás de las imágenes de la figura humana crucificada: esto es, la violencia como alimento colectivo). Pero que, una vez constituido lo colectivo, no desaparece la violencia sino que se externaliza: en forma de actos ritualistas colectivamente comprensibles; en el conflicto frente a grupos ajenos, o en la proyección mítico-religiosa como narrativa (siendo esto último la solución sedentaria más importante, claro está).

Porque para los colectivos antropológicos, la vivificación metabólica siempre ha de redundar al final en una forma de sentido: que para eso están los grupos, y por esa vía es cómo se sustentan en tanto colectivos. Y al mismo tiempo parecería, paradójicamente, que no se puede perder jamás (esta mécanica universal de los grupos humanos no lo permite) una relación nuevamente adánica del cuerpo sensorio-homeostático y pre-consciente con la realidad circundante (aquello que precisamente prepara nuevas reconstituciones sociorracionales en el tiempo).

Y, además, se trata de un sentido nunca definitivamente culminado sino que hay que volver a reconstituirlo una y otra vez a través del locus socio-homeostático de la pertenencia, frente al espacio y el tiempo históricos. O así es como hasta aquí hemos llegado como anthropos, a través de esta especie de pulsación incesante del tiempo humano colectivo, de todo colectivo humano históricamente particular.

“Condenados a percibir” estamos pues el grupo -la vida biológica misma- depende de ello.

Pero un dispositivo estructural así se entiende que logra sostener el contexto antropológico más inmóvil de lo sedentario acogiendo y controlando (administrando, dosificando, en cierto sentido) la violencia en sí, tanto corporal como la visual (puesto que lo proxémico es a la vez una forma de mass media original en tanto espectáculo colectivo). De manera que la locomoción digamos metabólica de lo sedentario, en la zozobra moral y la proyección dopaminérgica del yo moral y socializado, deviene en una versión reconfigurada (oximorónica) de un nomadismo ahora estacionario (resolviendo al mismo tiempo el problema central y críptico de antropología agraria: nuestra naturaleza socio-homeostática evolucionada originalmente a partir una experienca social y colectiva nómada).

Juguemos pues a esto de entender las regliones sedentarias como dispositivos que incorporan la violencia, controlándola y también poniéndola a disposición del sujeto socio-homeostático pertenciente; que es decir que en ningún caso se anula la violencia (o sus formas sustitutorias) por completo: de la misma manera, pero que a nivel más alto de elaboración que hacen universalmente los grupos humanos respeto a su propia experiencia sensorio-homeostática, si bien en el caso de las religiones sedentarias se requiere un desarrollo semiótico mayor.

Porque el gran logro de las relgiones formales sedentarios es, naturalmente, su capacidad de transformar la violencia más corporalmente cruenta en experiencias dopaminérgicas de zozobra moral generalmente internas al individuo perteneciente, si bien los contextos sedentarios así regidos no se desprenden nunca por completo de la escaldada violenta; aunque sí logran que se subordine a la estabilidad sedentaria a la manera sobre todo de una fuente de barruntada tensión (o sea, de nuevo se trata de una salida técnica de carácter dopaminérgico más que corporal que remite a una violencia normalmente solo potencial).

Pero todo proceso de secularizión histórica de la religión sustituyéndola por la vivificación homeostática a través de medios visuales y audiovisuales (incluyendo, crucialmente, la música, siguiendo las ideas de Norbero Elias sobre espacios miméticos3), solo puede ser parcial en tanto que la posibilidad de violencia extrema (que solo proporcionan las epistemologías religioso-ideológicas) alcanza precisiamente tal grado de intensidad para el sujeto socio-homeostático perteneciente que no puede en ningún caso renunciarse desde la óptica de la viabilidad antropológica sedentaria. Es decir, las imágenes, si bien ejercen sobre nosotros un efecto evolvente (de impronta homeostática a veces intensa), no conducen en sí mismas al nivel de vivificación quizás más alta que sí tiene la violencia cuando se ejerce “políticamente” y por razones ideológicas (incluyendo toda violencia nacionalista pretendidamente “justificada”).

O así podría contestarse la hipotética pregunta respecto a por qué no han desaparecido completamente las religiones y ante el desarrollo cultural y tecnológico. Y en tanto respuesta hemos de contemplar el poder de la episteme, qué es exactamente y qué supone su importancia real para la sostenibilidad estructural-antropológica de lo inmóvil sedentario. Porque inherente a la religión surge también esta posibilidad epistemológica humana, según sea cualquiera de los credos históricamente conocidos: yo al menos necesitaría saber con más detalle cuál es la relación entre ambas.

Postulamos pues una respuesta homeostática en tanto que la intensidad de vivificación metabólica que la episteme pone a disposición del sujeto socio-homeostático sedentario deviene en bien técnico que tienen dichos contextos para una suerte de auto administración de la experiencia metabólica; pero esto a un nivel y en una intensidad mucho más extremos que la imágenes en sí y sin ninguna articulación finalmente conceptual.

Y cabe asimismo entender la guerra como también un cauce dopaminérgico del más alto grado de intensidad (debido a su ligazón con la ideología) al que tampoco puede renunciar la experiencia sedentaria: la violencia real en que, obviamente, se basa como evento surgido es en cierta manera (y sobre todo respecto tipos “convencionales” de guerra y respecto del terrorismo contemporáneo) un tanto secundario a la gran fuerza mundialmente envolvente que constituye a nivel fisiológico-semiótico y en tanto violencia contemplada de inegable impronta homeostática (y, por ello, moral).

Pues no hay más remedio que entender bien esta especie de geometría de los cuerpos en el espacio antropológico, y particualrmente en el hecho de que un foco de violencia entre un número determinado de seres humanos puede tener, sin embargo, consecuencias dopaminérgicos exponenciales, a través de todo tipo de medio de representación estético-comunicativa dirigida al gran publico que lo presencia (o al menos por un tiempo, claro está). 

¡O sea, la guerra sería -y sin ánimo de banalizar- algo así como el wisky esocés de 12 años en términos de posibles experiencias dopaminérgicos que nos andan acechando, en realidad sosteniendo!

Es decir, como las diferencias de jerarquía social que constituyen la joya real y escondida del tiempo agregado sedentario (que todo clase de experiencia antropológica observada o siquiera imaginable las tiene que tener y puesto que el individuo frente a ellas puede ejercitar el poder que supone la violencia de su propia autocoacción psíquica más íntima), el tiempo sedentario precisa de la episteme también en cuanto capacidad en principio esencialmente dopaminérgica (por tanto sobre un plano simbólico-semiótico) de gran vivificación sensoriometabólica; y esto incluiría la ultra violenta proyección agentiva humana de la violencia ideológica (o sea, el matar por razones intelectuales o ideológicos además de las causes fisiológicas primarias), de indudable valor estructural y de carácter operativo (admás de -o precisamente en- su vertiente espectacular y como alimento metabólico en forma de imágenes, tanto visuales o escritas como comunicación mediática).

Evidentemente, habría que entender asimismo la ciencia en tanto cauce dopaminérgico de imposición humana como otra forma más de violencia no directamente corporal, pero de consecuencias enormemente positivos; cuace o espacio dopaminérgico que no solo coincide históricamente con experiencas sedentrias estables sino que probablemente debe concebirse la indagación intellectual en general como pilar de sostenmiento respecto a dichos contextos.

Aunque sin duda todo esto del precio a pagar de la estabilidad sedentaria sea desde el punto de vista de la ética arraigada finalmente en el cuerpo humano, una gran montaña de mierda, en tanto que existe un coste humano inherente al sostenimiento sedentario que no se puede seperar tampoco de nuestra condición mortal y “escatológica”, y de lo que, por otra parte, resulta poco práctico siquiera hablar (esa es la verdad).

Así que abracémosnos en la ética para nuestro consuelo existencial más profundo y que sea la indignación moral (de sustancia tambien dopaminégrica, sin duda) nuestra verdadera manta frente a la intemperie de esta visión “meta-antropológica” y la mécanica de los grupos humanos.

Se diría incluso que para eso está a nuestra disposcion estructural el cuace dopaminérgico de la indignación moral y la posibilidad ética a que conduce. Y es en la vivificación metabólica y dopaminérgica más fisiológica que cruentemente corporal, donde nos hemos amparado culturalmente desde siempre (si bien esto no lo entendemos ni lo decimos de forma explícita).

¡Pero en cuanto a lo de una visión meta-antropológica, alguien tiene que acarrear con ella; eso sí que ya lo está viendo usted!

Y si, por otra parte, hubiera algo de la visión esobozada aquí y en el conjunto de estos textos que no le agradara respecto la propia naturaleza de usted, en realidad ferozmente gregaria (¡en la profundidad de su misma entidad sensorio-homeostática y preconsciente!) ¿por qué no intenta usted superarse de una vez, o al menos vivir en la tensión de ello como empeño vital?

El camino de la ética es entender que el regalo que es la vida tiene en su forma civilizada y desde siempre un coste real humano. Y debe ser usted consciente en este sentido sistémico del auxilio antropológico que nos brindan las imagénes en tanto nos permiten posterger la inmediatez corporal gracias a la vivencia homeostática -y dopaminérgica- del sentido moral humano. Es decir, probablemente nos convendría a todos nosotros que usted esto lo tuviera más presente, de alguna manera más accesible, a partir del pensamiento racional de usted. ¿Por qué no defender la civilización como merece y según la importancia técnica que tiene?

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1 La violencia y lo sagrado, 1972

2 Teoría del símbolo, 1991

3 El proceso de civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México, FCE, 1988. Continuación de la misma idea en: Deporte y ocio en el proceso de la civilización, México, FCE, 1992, con Eric Dunning.