Algunos apuntes sobre capítulos uno y dos de «Tierra arrasada» (2023) de Alfredo González Ruibal

.

Capítulo 1

Antes de la Guerra. Violencia colectiva en el Paleolítico y el Neolítico

….Matar nunca ha sido la norma entre los humanos, más bien lo contrario, así que en todo caso la selección natural habría actuado a favor de las personas que no asesinan por cualquier motivo...

…De manera que con los datos disponibles no se puede afirmar que en le Paleolítico hubiese guerra. Sí hubo violencia.

Asunto importante de la mayor capacidad simbólica de los seres humanos y su capacidad, por tanto, de cooperar entre sí.

Mayores niveles de pensamiento simbólico implican también un mayor desarrollo de la identidad colectiva. Y pocas cosas causarán tantos muertos a lo largo de la historia como la noción de pertenencia a un determinado grupo.

Por fin: una lógica clara respecto al individuo como algo exigido por un grupo o colectivo. Pero una mayor identidad colectiva es, a su vez, una forma de presión redoblada sobre la individualidad socializada y particularmente su carácter socio-racional, socio-moral, lo que con el tiempo y desde una óptica diacrónica, conducirá inexorablemente a una elevación epistémico-ética sobre todo a partir la necesidad sedentaria de las religiones antropomorfas.

Porque la violencia es alimento: no hay más remedio que entender esto así, y luego entender la importancia de controlarla como ha sido siempre el equilibrio al centro de la cultura sedentaria tal y como esta la describe, por ejemplo, René Girard1(como, por ejemplo, en su manejo del Pharmakos y la ambivalencia entre curar/envenenar respecto de la violencia expiatoria que pudiera concebirse precisamente como «tratamiento» de ciertas dolencias estructurales inherentes a lo sedentario).

Las heridas de proyectiles comienzan a ser frecuentes en el MESOLÍTICO, el periodo de los últimos cazadores-recolectores que se desarrolló entre 15.000 y 5.000 años.

La sedentarización, además, suele traer consigo un mayor sentido de la territorialidad y de identidad de grupo: disminución de recursos—menos espacios habitables—más sedentarización—mayor territorialidad: bases para la violencia estaban servidas.

Y se podía continuar con estas implicaciones lógicamente encadenadas:

-mayor urgencia de espacios metabólicos no físicos

(ante el dolor y la aflicción humanos demasiado abrumadores aumentados, además, por lo inmóvil sedentario)

-necesidad de desarrollo semiótico mayor, particularmente en la forma de credos antropomorfos que requieren moralmente del sujeto homeostático y perteneciente.

-finalmente, un mayor desarrollo epistémico y racional-ético.

Nos encontramos, por otra parte, ante un análisis que estabece la comparación entre cazador-recolectores y lo sedentario que apunta hacia las diferencias en términos de fisiología o «metabolismo» entre ambos.

Las fechas son importantes, porque si a inicios del Neolítico las huellas de violencia pueden referirse a conflictos entre agricultores y cazadores, en fases más avanzadas ya solo pueden relacionarse con enfrentamientos entre distintas comunidades agrícolas.

Pero con todo, con los datos que disponemos en este momento se puede afirmar que la violencia entre agricultores y cazadores debió de ser anecdótica en comparación con la que desplegaron los agricultores unos a otros medio milenio más tarde, cuando ya no quedaba un solo mesolítico a la vista.

El valor del cuerpo humano en tanto atrezo y como «alimento» fisiológico sobre un plano visual: como medio de expresión política de supremacía (a través de su sometimiento y, en ultima instancia, destrucción), porque no hay nada tan significativo para el ojo humano que la figura antropomorfa. De manera que a medida que se fuera estableciendo la inmovilidad antropológica este tipo de «representaciones» a través de la escenificación de los cuerpos (pues se trata sin duda de un recurso estructural siempre «a mano» de alguna manera) adquiriría mayor importancia como, en realidad, un medio de locomoción in situ a través de vivencias más metabólicas que físicamente cruentas; si bien no se puede dar uno sin el otro, el potencial númerico en términos de espectadores que no solo participantes sería, desde siempre, estrcturalmente relevante en todo tiempo antropológico.

Pero otro valor más profundo y estructuralmente más importante del otro -de la alteridad- es como socio interactivo que solo puede darse, claro está, en un contexto no violento (no directamente ni demasiado). Con lo que, siguiendo a Girard, resulta necesario entender la falsa trascendencia inherente a la violencia como argamasa cultural, pues supone algo así como un continuo retorno a lo anterior y a la espera de nuevas irrupciones violentas que, necesariamente, crean contextos colectivos fundados, una vez más, sobre víctimas propiciatorias.2 Sin embargo, el carácter en realidad colectivo de nuestra propia cognición individual parcería dejarnos maniatados, de alguna manera, sobre el plano cultural de toda sociedad en el tiempo de las sucesivas generaciones.

Capítulo 2

El alba de la guerra en Europa

Pero este momento la violencia colectiva se volvió más intensa, letal y cotidiana…

Paradójicamente, su aparición viene de la mano de un declive en la violencia aniquiladora, que disminuye en la segunda mitad del tercer milenio

Mecanismos de encauzar la violencia (sin acabar con ella) para que no sucediera como a lo que les pasó a los neolíticos y particularmente la LBK.

A partir de la Edad de Cobre son ya evidentes las diferencias sociales y la existencia de unos jefes que se autodefinen como guerreros.

…en este periodo aparecen nueva identidad asociada principalmente a los varones: se entrenan para el combate, dedican parte de su tiempo a luchar y desarrollan practicas sociales y ritos relacionados exclusivamente con el ejercicio de la violencia colectiva (pero aún no hay ejércitos propiamente, que coinciden con la aparición de los estados).

Y la guerra se vuelve bella: una forma de sublimación que lleva enviando gente al matadero desde hace cinco mil años.

La experiencia estética de la guerra de la que estoy hablando es también una experiencia sensorial: la guerra se convierte en una experiencia estética total (inmersiva): junto con las armas aparecen instrumentos de muscia que partiticipan del teatro de la violencia: los cuernos de guerra no tienen origen medieval sino prehistórico

Pues el aburrimiento y la monotonía apesadumbran: ser exclusivamente agricultor tiene una vertiente fisiológicamente insoportable (o respecto de cualquier rutina vital sedentario) y como mínimo tendría que existir sobre el horizonte socio-existencial la guerra como en cierto sentido la sal de la vida, como algo de lo más serio y moralmente integrador para sociedades cada vez más agobiadas por lo inmóvil y frente al cual las personas podrán gozar del periplo de su propia definición sociomoral. O al menos la tentación estructural de que se estableciera una relación simbiótica de esta naturaleza entre la estabilidad sedentaria y la guerra, sería probablmente intensa.

Se trataría de una relación muy parecida a la que tenemos actualmente como sociedades con el deporte (además del hecho de que la guerra como espectáculo moral «alimentario» sigue surtiendo, como siempre, su vicario efecto estucturalmente auxiliar). Aunque, en realidad, pudieran entenderse los credos antropomorfas en su consustancialidad con las antropologías agrarias como dispostivos vivificadores en este mismo sentido, pues involucran moralmente -es decir, metabólicamente- al sujeto homeostático brindándole el periplo y «aventura» centrales de su propia existencia, esto es, su propia autoimagen socio-moral y «opróbica» cuyo cuidado y manentimiento constituye, a lo largo de nuestras vidas, nuestra actividad sociometabólica posiblemente más importante.

Parecería, sin embargo, que no basta con solo bregar con nuestra propia autoimagen sociomoral, sino que precisamos -parece ser- de viviencias vicararias aún más intensas para, en ultima instancia, suportar lo sedentario (es decir, que la misma historia social humana -incluso la contemporánea- no deja nunca de apuntar a nuestra calidad no autóctona de nuestra propia condición antropológica en tanto habitantes más bien instalados respecto lo sedentario, que no nativos). Pero la solución, como argumentamos, radicaría en el uso estructural de los espacios sensoriometabólicos que, desde los inicios mamíferos de los grupos hominoides, constituyen un ámbito inmaterial que, aunque pende de la experiencia corporal tambien la rebasa de alguna manera a través de, simplemente, la comnuicación interactiva entre individuos.

La sublimación de la violencia es también la de la comunidad.

Tema crucial para apoyar concepto del sostenimiento sedentario, pues la violencia como imagen y coreografía junto a la impronta sociomoral que implica la visión del cuerpo humano, y muy particularmente, el rostro, es un recurso que se encuentra a mano y de fácil consecución para vivificar la percepción humana como vivencia metabólica y, por tanto, alimentar la mecánica socio-homeostática de los grupos antropológicos. Las armas de guerra y las partes del cuerpo -máxime las cabezas y calaveras o también las manos- son objetos electrizantes para el ojo humano precisamente porque, para el cuerpo perteneciente, implican una impronta sociohomeostática importante. Es decir, somos muy sensibles, como cuerpos desamparados que instintivamente buscamos el amparo colectivo, a dichos objetos puesto que remiten a un plano y proceso que fundamenta nuestra propia racionalidad-conciencia como sujetos frente al grupo de pertenencia.

Porque las armas letales -junto con los instrumentos en general-, pero también las manos como asimismo el rostro humano (o antropomorfo), son objetos que denotan la violencia potencial de la agencia moral humana: en tanto referentes simbólicos remiten a la imposición nuestra como poder vital que nos asiste como seres vivos. Y, por tanto, dichos objetos no pueden dejar de ejercer sobre nuestra percepción una bruta fascinación sensoriometabólica que después solo los contextos culturales y su marco moral específico (junto con el temple personal de cada uno, claro está) pueden moldear en uno u otro sentido colectivo y semiótico definido.

Puntos al que es susceptible el ojo socio-homeostático humano

-Series de objetos que pueden verse de forma antropomorfa

-cuerpos humanos/cuerpos que interactúan

-Las manos

-Cabezas, calaveras

-Rostros

-hombre/mujer

-niños/ancianos

-Posturas corporales de dominio y sumisión

-cuerpos redondos o angulosos

-tamaños de domino o de sumisión

Evidencia de gusto por la mutiliación del enemigo (Diodoro Sículo cuando habla de la toma de Selinuente por las cartagineses en 409 a. C.): cortar cabezas y manos de los enemigos y ensartarlas en lanzas y estacas o colgárselas de la cintura.

huesos y armas de los enemigos fueron a parar en capillas domésticas o espacios de reunión de familias o fratrías de guerreros

El “mechandizing” de Las Edades del Metal y los primeros souvenirs:

Explica estos primeros souvenirs en tanto que no son logotipos sino que remiten a imágenes mentales de gran impronta para nosotros como sujetos homeostáticos: que en eso radica el valor de dichos objetos, además de las narrativas del grupo particular que respecto a ellos puedan existir. Es decir, nuestra identidad como seres sociales -y también en buena medida racionales- se debe a la violencia (tanto la que realizamos como la que percibimos) pues es eso que alimenta la mecánica sociorracional del grupo antropológico en un sentido u otro según, precisamente la tradición históricamente concreta del grupo.

Aunque en todo caso la sublimación de la violencia sería un paso hacia un control cultural de la misma pues se está entrando -como dice el mismo autor- en un terreno cada vez más estético (y mejor la representanción del combate y una recreación de la tensión previa a través de las vivencia estética de su simbología y referentes, que no la hendidura real de los cuerpos). Y, como defendemos, esto sería algo que se encuentra inherente a la dínamica sedentaria pues el dolor que provoca la aflicción humana contemplada, al no poder absorberse en el andar mismo, fustiga la creación y ensachamiento culturales de espacios miméticos para el ejercicio de la emotividad e imposicion humanas sin que se resquebraje el orden sedentario.

Y lo que posibilita esta ampliación del espacio metabólico incruento es el paulatino ahondamiento epistémico-moral de nuestra psique. Es decir, parece de obligado reconocimiento el hecho de que es la posibilidad de síntesis intelectual que incopora la misma cultura universal eso que, en un principio, permite humanizarnos al posibilitar que nos resistamos a nuestra propia naturaleza. Pero la posesión y manejo de este tipo de poder cognitivo solo lo proporciona un grupo humano cultural; es decir, como individuos aportamos la ideosincrasia de nuestro propio organismo que, no obstante, solo se consagra en el ser a través del sentido que le presta el grupo colectivo, eso que seguramente querrán decir cuando se habla de lo «espiritual» (pues indudablemete las religiones concircunstanciales a la consolidación de la antropología agraria han contribuido a fundar lo epistémico y la universal posibilidad humana del autoanálisis filosófico).

Y podemos seguir deduciendo algunas conclusiones tentativas ulteriores: que sería la “belleza” de la guerra lo que podría entenderse como también una continuada exposición estética al dolor, siendo ambos partes de un mismo proceso de evolución “sensorio-ética”; que el porqué de lo epistémico sería precisamente en respuesta al dolor como vivencia social. Y que en consecuencia surge, como una forma de auxilio, la posibilidad que ofrece lo sedentario del ejericio de la imposición humana (o sea, la violencia) ahora sobre un plano semiótico, por medio del raciocinio lingüístico, y en tanto incurento, de forma facilmente asumible para el orden colectivo sedentario.

También las representaciones de la época: con los huesos mismos o esculturas (oppidum de Entremont, Francia, siglo III a. C.) Más tarde estas esculturas fueron sustituidas por cráneos de verdad como parte de lo que pudo ser un derrocamiento del elite anterior, pues las esculturas fueron destruidas y utilizadas para pavimentar otras cosas.

El santuario Ribemont-sur-Ancre: tres siglos antes de la fundación de la ciudad romana había sido un escenario de rituales de victoria en los cuales se ofrecieron a los dioses los cadáveres de cientos de enemigos.

Saltándonos siglos de evolución cultural (lo que llevaría a adentrarnos en los siguientes capítulos del libro), anticipamos el tema para nosotros central de esta contemplacion histórico-política: que los estados (siguiendo algunos los argumentos Charles Tilly3) son una forma perfeccionada de compatibilizar la antropología sedentaria con la guerra; es decir, no se trata de que el Estado suponga una distorsión impositiva sobre la naturaleza humana, sino su importancia como solución -o quizá mejor decir «apaño»- respecto de la misma. Porque la guerra, evidentemente, no desaparece nunca, lo que nos obliga a entender su relación real con la experiencia sedentaria. Y entender dicha relación como simbiótica sería un punto de partida interesante respecto el problema la violencia inherente a la condición sociocognitiva de nuestra psique.

En el caso de Europa, disponmeos de pruebas que apuntan a formas de organización social y de ideología de tipo patricarcal a partir del Calcolítico, entre el cuarto y terccer milenios a. C.

…No hay duda de que se trata del enterramiento de una persona de estatus para la cual su identidad guerrera era lo más importante. A sus pies se encontró el esqueleto de una mujer sin apenas ajuar: una lezna de cobre y tres pequeños adornos. Todo apunta a que fue sacrificada a la muerte de sus señor, una radiografía del patriarcado en su versión más extrema….

Es cierto que, por lo general, la dominacion de la mujer no se manifestó de forma tan extrema. La subyugación más común fue la simbólica: las mujeres desaparecen al mismo tiempo que aparece la guerra.

….Mientras los hombres ganan poder e individualidad, las mujeres quedan relegadas a su funcion reproductiva y doméstica. Su cultura material es la del hogar, las relaciones y los cuidados: cerámica de cocina, molinos, útiles de tejido. La política, la individualidad y la guerra son cosas de hombres.

Origen del patriarcado

Si la sublimación de la violencia se debe en gran medida al problema del sostenimiento de las antropologías agrarias, tiene el efecto estructural de dividir la experienica sedentaria en dos grandes ambitos diferentes. División que se constata entre una parte colectiva que vive de manera directa la actividad guerrera, y otra que subsiste aún más arraigada a la tierra y sujeta a los ciclos agrarios. Y aunque ambos dependen de los cultivos, solo este segundo componente agricultor se identifica con ellos, a través, sobre todo, del pensamiento religioso (si bien esto no quiere decir que los guerreros no necesiten la religión, sí que apunta a una cierta autonomía existencial mayor puesto que los guerreros ocupan un locus de sentido mucho más corporal que los otros cuyo suporte vital parecería imbricarse mucho más con el pensamiento y rituales «espirituales» que rebasan en alguna medida el plano físico).

Aunque claro está que todos tienen que comer y no hay, presumbiblemte, nadie que no se adhiera a los dogmas más o menos vigentes culturalmente. Pero es la violencia misma -para unos mucho más cruenta, mientras que algo más deferida y contemplada para los otros- lo que alimenta al conjunto en tanto que la limitación y condición reales de nuestros cuerpos frente a la inmovilidad sedentaria quedan emasacradas detrás de la viviencia metabólica y electrizada de la zozobra moral que siempre supone para nostros la irrupción, sobre la esecena social, de la violencia interpersonal o grupal.

Es decir, de nuevo hemos de interrogarnos respecto de esta simbiosis que parece establecerse entre la funcionalidad sedentaria y la guerra. Porque parece que esta unión tripartita entre violencia, dolor, y la racionalidad religiosa, tiene el efecto evidente de eclipsar a la figura humana feminina: una masculindad viril e impostiva pasaría a ocupar el centro del imaginario cultural sometiendo al mismo tiempo todo sentido existencial del conjunto.

Coincide en el mismo punto histórico -además de la generalizaciñon por todo la zona del actual Europa del uso cultural del alcohol y la consolidción de una elite transgrupal de guerreros- la existencia (que se constata a través de los restos arqueólogos), de mujeres guerreras, pertenecientes también a las aristocracias combatientes. Pues como argumentamos, la impronta en nosotros de la figura humana afanándose en su misma imposición vital, debe de considerarse algo así como un patrimonio fisiológico-metabólico universal en torno al cual se hubieran articulado las antropologías agrarias a lo largo de los milenios y hasta el día de hoy.

Porque en la vivencia estética del poder de imposición humana, va resultando cada vez más estructuralmente útil la vivencia sensorio homeostática en sí misma. Una experiencia que, a partir de solo unos pocos cuerpos, puede extenderse como impronta homeostática abarcando muchas más personas en tanto tetigos, espectadores y, finalmente, como audiencias televisivas contemporáneas:

Iga Swiatek

Y parece que desde el comienzo de lo sedentario, a pesar de la violencia corporal (pero también gracias a ella), la realidad estética como alimento sensorio-homeostática se revela como clave para el proceso civilizatorio que ha sido la historia cultural humana y que hoy en día seguimos siendo. Y es que la violencia que es vida, también provoca enajenación, pérdida y dolor. Pero el dolor nos aboca precisamente a otro tipo de imposición, la racional y epistémica: que del dolor nace la necesidad colectiva del sentido, y aparecen las religiones sedentarias para consolidar este misma mecánica, pero siempre auxiliados por los espacios sensoriometabólicos incruentos y electrizados.

Y para reforzar -el volver a reconstituir- lo racional, se hace preciso nuestra periódica exposición a nuevas zozobras sensorias como respuesta sobre todo «socio-homeostática» ante las contigencias que involucran a nuestros congeneres: el temple moral de cada uno de nostoros no se sostendría sin nuevas dosis o «alimento» metabólicos.

A partir de nuestra cognición socio-homoeostática orginal y evolutiva, parecería que la experiencia sedentaria no hubiera tendido otra manera de abrirse camino sino a través de este empleo técnico y estructural del drama humano corporal; y esto necesariamente a la vista de todos aunque de forma críptica, pues la racionalidad, con mucha razón, lo rehuye y prefiere –debería preferir– saber poco o más bien nada. De tal manera que vivimos fascinados por una profundidad solo baruntada cuya utilidad ultima probablemente depende de que nunca se nos revele de forma definitiva.

Pero, en cualquier caso, que viva el arte; que de eso hemos vivido (sobrevivido) como especie histórica hasta ahora, y aunque a usted, que seguramente trabaja y paga sus facturas, jamás se le haya ocurrido pensar eso como algo positivo ( eso del “vivir del arte”).

_____________________________________

1.La violencia y lo sagrado, 1973.

2. Idem

3Coerción, capital y los Estados europeos, 990-1990, 1990

El sostenimiento sedentario en 9 puntos:

Portada discográfica del año 1982

.

1)La sociorracionalidad nómada.

2)Acomodo dispositivo socio-homeostático frente a lo inmóvil.

3)Despegue semiótico

4)Densificación moral del yo (el envolvimiento moral sociohomeostático del cuerpo singular perteneciente).

5) Importancia del dolor y zozobra experimentados ante la violencia y padecimientos ajenos; como factor de refuerzo constante de la racionalidad de un grupo antropólogo particular y el amparo semiótico en el que se envuelve.

6)Hacer/mantener el sentido: sostenimiento sedentario a través de lo epistémico, frente a contextos culturales cada vez menos proxémicos, tendentes cada vez más a lo “virtual”.

7)Elevación socio-ética del individuo a través del razonamiento y su importancia estructural.

8) La tendencia inherente a la cultura humana a alejarse del espacio material y corpóreo (a favor de lo fisiosemiótico), no hace sino intensificarse respecto a la antropología dependiente de la agricultura; y se crea, al fin, cierta dinámica simbiótica entre el dolor experimentado/presenciado, y el porqué de la razón humana, sociocultural.

9)Todo ello obliga, en contrapartida, a una relación más «homeopática» con la violencia (que en parte puede establecerse por vías sensoriometabólicas y espacios miméticos -en el sentido que en este término lo maneja Norberto Elias-).

El «problema esquizofrénico» de la cultura al que alude Girad en El chivo expiatorio (1982) puede resumirse en que, si bien es cierto que es la unanimidad violenta lo que funda todo lo cultural, solo con la posibilidad de apartarnos de ella a través del raciocinio podemos salir del cíclo infernal y mimético1 de la víctima propiciatoria y su posterior sacralización. Es decir, solo así podrán, a la larga, salvarse las sociedades humanas. Pero esta óptica racional tiene que fundarse, a su vez, sobre una cierta recurrente e insoslayable exposición al espectáculo de la violencia y aflicción humanas, porque parecería que somos siempre racionales revulsivamente y en respuesta a la mortificación vivificadora de la anomia experimentada en su sentido más amplio. Es pues paradójico desde el punto de vista del raciocinio que la civilización sedentaria haya tendido desde siempre a alimentarse de la vivencia metabólica contemplativa de la violencia y la aflicción humanas para asegurar su propia viabilidad en el tiempo, y sin que, a primera vista, pueda entenderse muy bien. Cabe pues el calificativo «esquizofrénico» respecto del hecho de que es la vivencia catártica (que típicamente experimentamos a través de los contextos estéticos en su sentido práctico más amplio) lo que prima y hace posible lo racional.

Que es decir también que desde solo el razonamiento no puede franquearse la barrera de nuestra propia individualidad puesto que el raciocinio mismo ha de entenderse, en realidad, como prebenda que solo ofrece el grupo antropológico: nosotros nos valemos de él como dispositivo de nuestra propia imposición vital, en apariencia de lo más singular e íntimo; pero la sociorracionalidad supone, desde su otra vertiente estructural y colectiva, nuestra fáctica integración cultural y antropológica. Luego el sentido último de nuestra propia racionalidad no nos pertenece solo a nosotros sino que se entreteje con la continuación espaciotemporal del grupo evolutivo. De carácter «elíptico» sería, por tanto, otra manera de entender esta complejidad estructural antropológica que es la «sociorracionalidad» en cuyo centro se encuentra la singularidad socio-homeostática. Y, por otra parte, lo espiritual, a partir de la óptica teórica aquí esbozada, y en tanto hecho antropológico complejo, adquiere un matiz extrañamente técnico.

1 El sentido de la mímesis que maneja René Girard en El chivo expiatorio (1982) se diferencia de cómo este mismo término lo emplea Norberto Elias en su obra El proceso de la civilización (1939).