Imagen de madre del Sudán con niño pequeño en brazos rodeada de otros niños VERSUS Juan Avilés después del 68 y la deriva terrorista de occidente
La imagen revela (o apunta a) el asunto profundo respecto las antropologías sedentarias: que el problema de su mismo sostenimiento a partir de, simplemente, el alimento que se procura a tráves del cultivo, requiere una tensión moral permanente que sirve para “electrizar” la quietud agraria sobre la que se erige todo; sin esta tensión no puede sostenerse el orden sedentario pues entra en una relación compleja y simbiótica con la inmovilidad colectiva abriendo de esta manera cauces de ejercicio metabólico y vivificador que, en tanto constintuyen espisodios recurrrentes, «alimenta» de esta forma homeostática cierta planicidad existencial de la que no puede carecer el tiempo sedentario. Pero, por el contrario, si se trata de un contexto sedentario que no ha logrado establizarse en el tiempo (donde el alimento, por ejemplo, no está garantizado o ha estallado la guerra) la vivificación socio-homeostática de tipo semiótico-metabólico no resulta ni factible ni necesaria pues es el plano físico, directamente corporal sobre el que se centra el drama existencial.
Pero no puede faltar el «drama» en cualquier caso, pues la posiblidad misma de la quietud sedentaria depende de que el tiempo sedentario se perciba, una y otra vez, como una nueva vuelta a casa; solo así lo tolera nuestro cuerpo originalmente nómada y filogénticamente imbricado con un colectivo humano asimismo móvil. Y si bien no se nos antoja la claridad de tal noción desde nuestra percepción sensoria directa, es, evidentemente, la realidad estructural del tiempo de la especie. Entramos, pues, en la cuestión la violencia homeopática, y el cómo entenderla desde un punto de mira más técnico (si bien no pierde nunca -y esto crucialmente- su impronta en nostros desoladora):
“No porque los hombres hayan inventado la ciencia han dejado de perseguir a las brujas, sino que han inventado la ciencia porque han dejado de perseguirlas.“
René Girard en El chivo expiatorio (1982)
El sentido original de la violencia es la experiencia o bien física o bien la vivencia sensoriometabólica de su contemplación (o la combinación de ambas cosas), pues sobre el plano espacial de los cuerpos -en el locus socio-homeostático de toda antropología- el sentido de la violencia consumada es inconfundible (de hecho, permite, a partir de ese momento, un nuevo contexto comunicativo).
Pero al mismo tiempo, la otra cara de toda violencia fundadora, en tanto percepto colectivo, no deja nunca de ser su misma brutalidad en la figura-objeto, ante todo, del cuerpo humano afligido y, finalmente, inerte.
Es decir, que estas dos vertientes del sentido de la violencia -la de una fáctica imposición de orden que por una parte supone, al mismo tiempo que la zozobra que nos causa la manierista aflicción humana presenciada – constituyen seguramente mucho antes de la consolidación del lenguaje humano, el sentido mismo (potencial y siempre ambivalente) de todo locus antropológico respecto toda pertenencia cultural posible: el decurso de la evolución cultural humana simplemente se iría rigiendo, en unos y otros escenarios históricos reales, por este paradigma en potencia para desplegarse sobre uno u otro extremo, hasta manifestarse de una forma culturalmente determinada, según una geografía y un tiempo histórico también específicos.
Postulamos, por tanto, una constante respecto el sentido humano que es el locus preconsciente y socio-homeostático de la pertenencia (que se rige sin duda por la unanimidad violenta al albur de la voluntad de todo cuerpo singular por perseverar en su integración fisioantropológica particular con el grupo); sentido que, sin embargo, entra en relación oposicional con la vivificación sensoriometabólica de nuestra percepción sobre todo visual y el fuerte componente antropomorfo de la misma. Esto ultimo sería algo así como la base misma de nuestra capacidad de empatizar con nuestros congéneres más inmediatos.
Respecto de una cierta distorsión mitológica habría que entender que el problema de la violencia sincrética heredada de dichas narraciones (porque la violencia representada inquieta sin que se entienda el porqué de su aparición) se resuelve a través del despliegue de un andamiaje moral; de un sistema moral que ya no tolera la ambivalencia entre lo benéfico y lo maléfico sino que impone entre ambos una razonada visión moral y tajantemente diferenciadora.
Pero claro, dicha visión constituye una imposición racional-moral que no tiene la capacidad de sobreponerse a la emotividad de su epoca histórica (pues, naturalmente, el fuelle de la razón siempre es la homeostasis sensoriometabólica, esto es, la pulsión de nuestro hedonismo simplemente vital). No obstante, sí que hay una lógica anterior desapercibda que, además, no podemos facilmente abordar (el mecanismo expiatorio de la violencia colectiva cuya comprensión, evidentemente, desborda la psique individual). Y en lugar de esto, reorganizamos el orden -ahora moral- que habitamos imponiendo nuestra propia posibilidad de confort homeostático, sin que por ello haya que renunciar, muy particularmente, a lo sedentario.
Mientras tanto, permanacen por debajo de nuestra experiencia consciente las estructuras filogenéticamente evolucionadas que hubieran garantizado la incorporación socio-homeostática del individuo desamparado en el decurso temporal del universal colectivo cultural.
He aquí lo sagrado: la reconciliación de los perseguidores vitales (que persiguen perseverar simplemente en el tiempo) pero cuya autocomprensión les desborda, pues se trata ante todo de una forma de amparo en lo colectivo de la singularidad corporal particular. Pero ¿cómo entender que yo soy ellos? No se puede desde la óptica individual, no nos lo admite nuestra forma de cognición. Lo sagrado es lo opaco para nuestra inteligencia, puesto que la inconsciente persecutoria debe considerarse elemento dóxico que subyace a la cultura misma y su posterior epistemología.
Es decir, en mi afán vital por perseverar como sujeto pertenciente, «no sé Señor bien lo que hago», ni tampoco suelo poder expresarme, pues la necesidad en la que vivo, en este sentido, elude por lo general el lenguaje.
Solo los grupos culturales tienen epistemologías precisamente porque dependen de ellas para su propia permanencia colectiva. Pero aun así, la posibilidad de abordar el problema de la «unicidad colectiva» desde el escrutinio racional requiere de metáforas por nosotros asumibles conforme a nuestro hedonismo homeostático inherente ya que, fuera de un contexto científico de lo más espartano (y aun así a duras penas), no se puede digerir la idea de que seamos nosotros, en los vericuetos de nuestra propia longevidad como sino moral y socializado, el alimento sensoriometabólico a disposición de los demás. Pues no nos relacionamos con facilidad con una obligada autoimagen reducida a una pieza insignificante respecto de estructuras colectivas temporales mayores donde radica el sentido último de las cosas.
De manera que siempre rechazaremos autoimagenes se pretenden precepetivas de, por ejemplo, campos de trigo que necesitan cosecharse, o de malas hierbas que haya que arrancar; y siempre nos inquietarán (de ahí la ambivalente solemnidad como impronta que nos dejan) las filas de tumbas de cualquier cementerio de cualquier credo que parecería antojarnos gran tela de hilos humanos entretejidos y al que, tarde o temprano y con más alivio que pesar finalmente, volveremos a incorporarnos a nuestro propio fallecimiento.
Pero, en cambio, la metáfora cristiana del pan y el vino que hace las veces del tejido corporal y la sangre de Cristo, no nos aspavienta tanto como la realidad estuctural que esconde: que en la violenta cosificación del Cristo de la Pasión nos auxiliamos, aunque pasajeramente, en la agentividad de nuestra percepción respecto del cuerpo ofrendado; cuando la verdad mucho menos abordable para nostros y de la que realmente nos refugiamos en la contemplación de la agonía sustitutoria de Cristo, es la condición críptica y estrcutural de nosotros mismos como alimento de los otros.
El sujeto racional parecería tener una preferencia natural por concebirse, siempre que pueda, como agente de sus propios actos; mientras que el tener que concebirnos a nosotros mismos como objetos insignificantes a merced de fuerzas mayores y ajenas, nos parece atroz. Y con gran ferocidad solemos rechazar siguiera la idea, optando por otras lógicas que evitan tener que acceptarlo, salvo cuando es ante una fuerza causal que admitimos (“dios”); o cuando cabe, inversamente, entender nuestra aceptación de ello como, en realidad, un poder personal a nuestra disposición (el poder, que no cobardía, en refrenarnos, por ejemplo, ante la agresión ajena).
De hecho, somos desde siempre propensos a construir nuestros propias lógicas que facilitan la posibilidad de vernos más como agentes (hasta incluso culpables) de nuestras propias desgracias que no como víctimas indefensas. De manera que en el comer nosotros agentivamente de los metafóricos cuerpo y sangre de Cristo, estamos en realidad participando de la lógica estructural de grupos humanos; de una operatividad lógica que, en su vertiente temporal se articula sobre el ser humano objeto, pues el fin de la vida es el único fin real que hay (salvo postulando cualquier lógica alternativa divina que, necesariamente, ha de extraerse de toda posibilidad de contradicción).
Y, con todo, el servicio que nos presta el Jesus de la Pasión es, en realdad, el punto de embarque de la razón humana, pues es el Cristo de la pasión quien nos reta, en realidad, respecto a nuestra propia autocomprension como seres sociales que, sin embargo, dependemos colectivamente en cierto grado de la violencia: la luz es, por tanto, en el sentido de cómo compatibilizar estas dos vertientes de la evolución de la especie. En nuestro agentivo comer metafórico del cuerpo y sangre de Cristo, entramos en comunión, en realidad, con nuestra condición antropológica de objetos socio-homeostáticos a disposición de los demás.
Pero, una vez superado el escollo de nuestro visceral rechazo a una imaginería denigrante y objetizadora, se trata de la posibilidad, metafóricamente facultada, para el uso de la razón; porque gracias a este adamiaje concepetual y de credo, nos «empoderamos» para salirnos de la orbita tribal de nuestra socio-homeostasis más primaria y menos reflexiva: y por el trampantojo que, en cierto sentido, supone la ofrenda de Cristo -que vivimos aparentemente como sujeto agentes consumidores, se está creando un mecanismo elíptico de acpetación de nuestra propia condicion de insumo ajeno, y de la unica manera que esto nos es suportable (esto es, a través de nuestra voluntad como acto de comunión).
Porque, francamente, sería una p*tada que no desaría a nadie el tener que vivir en el concimiento racional de lo que temporestructuralmente somos en realidad. Y que la vida espartana implícita a partir de una comprensión más técnica de las cosas, no es para todo el mundo desde luego.
Dibujado por H. Melville (1824-1894) La destrucción de Acán y sus hijos
I
Mecanismos mitológicos lo son porque eluden la explicitación lógica de las cosas: ¿Por qué?
1)Por el sincretismo respecto de un presente colectivo al que le asusta la violencia que era el sentido mismo anterior.
2)Aún así, el presente necesita retener el sentido de esa violencia, pero atemperando la impronta que provoca.
3) Porque no se puede aceptar -causa escándalo y nos inquieta en última instancia- que sea la violencia aquello que fundamenta el sentido colectivo.
4) Que en salirse El Cristo de la Pasión del bucle mitológico -al explicitar el hecho de que es el objeto humano sacrificial colectivo pero sin que lo merezca (sino que él mismo se presta a ello por el bien de todos al mismo tiempo que obligado por el Padre)-, es necesario también entender que supone al mismo tiempo una racionalización del problema-dilema de la violencia: que la violencia funda sentido colectivo, pero eso resulta al final intolerable para los grupos sedentarios y mucho menos para la vida urbana.
5) El que sea la religión (en el sentido superficial que entendemos este concepto) lo que permite el uso de la razón humana, puede parecer un hecho paradójico, pero es, bien mirado, solo de forma aparente.
6)La Razón en su vertiente antropológica (porque solo puede proveerla al individuo un grupo cultural específico) debe asimismo entenderse como también de origen «religioso», pero en un sentido ahora no espiritual sino más bien técnico-estructural.
7)La Razón y Religión son los agentes catalizadores de la apertura epistémica de la cultura frente al problema técnico que supone la antropología agraria.
II
Breve análisis renegirardiano de la representación persecutoria en la imagen titulada Acán y la destrucción de sus hijos:
-el peso institucional colectivo se alínea claramente en contraposicón respecto a Acán y los suyos
-Se establece una dictomía visual entre los familiares “malos” o desgraciados de Acán (primer plano) frente a esos otros parientes “buenos” de los que están a salvos moralmente que están al fondo y detrás de -y como parapetados por- las figuras de autoridad político-espiritual que ocupan el centro visual.
-como una distorsión mitológica, sin embargo, debe considerarse las dos figuras masculinas tiradores de piedras (primer plano, a la derecha), a quienes se nos presentan como realizando el oficio de verdugos designados, cuando se trata, en realidad y sobre un plano críptico y anterior de alguna manera al lenguaje, de la inmolación a pedradas -pero necesariamente colectiva- de Acán y todos los suyos.
-De tal manera que se insinua cierta tensión entre las dos mitades de la escena, respecto de una parte transgresora, culpable – verdaderamente infecta- frente a otra fortalecida, blanqueada e incluso soberbia en su supremecía moral. Si bien en el mismo momento de su constatación, se nos insinúan asimismo los atisbos inciales de una posible injusticia.
-Porque de gran impronta en nostros es el efecto estético de la serie de rostros antropomorfos de las figuras animales postradas, yuxtapuestas y como entremezcladas con los familiares condenados; una impronta como atisbo de excesiva crueldad que, sin embargo, elude toda formalización conceptual.
-Es decir, de forma aún prerreflexiva nos resulta visceralmente repulsiva (o tal es la magnitud del horror que percibmos) la idea estéticamente sugestionada y aun no formulada racionalemnte de la pérdida de tantos seres vivos; y que, en tanto hecho enmudecido, dicha zozobra y acuciante malestar homeostático que en nosotros surge, sirve de fuelle al engrandecimiento de la figura Yawhé y su representación terrenal polítco-militar (la figura acusadora de Josué, junto a lo que parece una autoridad religiosa): pues en tiempos de guerra y tribulación, la supervivencia del grupo depende de nuestra poder de imposición, cueste lo que cueste, y aun en el caso extremo de solo una fisiología de autoafirmación (que sigue siendo fisiológicamente real y vivificadora a efectos inmediatos al menos respecto la integridad del grupo en el tiempo).
-La ambivalencia de este asunto queda visualmente planteada por el reparto de ciertas figuras de negro, empezando en el primer plano izquierdo por un chivo negro, subiendo por un familiar arrodillado que llora y que lleva vestimenta de color negro; y llegando el mismo asorado Acán que también se nos presenta vestido de negro. Y, finalmente, en el centro del cuadro a mano derecha de la figura religiosa, está un individuo no identificado, pero con aspecto de autoridad que parece actuar a la sombra de alguna manera del escenario público (pues parece que susurra al oído a la figura junto a él) que también está arropado de negro. Esto de tal manera que, aun sin explicitarlo, se está reflejando la complejidad de este negro asunto y la respuesta -desde luego imperfecta- de las instituciones humanas (pues tanto la víctima como el victimario instucional se manchan de alguna manera).
-En su conjunto, la escena constituye un ejemplo claro (típico en su fondo idéntico respecto a cualquier otra) de la representación persecutoria y del asesinato colectivo estudiado por René Girard en, particularmente, La violencia y lo sagrado (1972) y El chivo expiatorio (1982).
III
Acán como sustrato sensorio-emotivo pero no ligústicamente expresado sobre el que se erigirá el dispositivo catártico de la Pasión de Cristo:
Pues la Pasión es una forma narrativa de comprensión de lo que en la historia anterior queda mudo, puesto que se trata de la zozobra dolorosa que, sin embargo, no puede acceder al plano conceptual del lenguaje. Y es que hay zozobra en el dolor vivido ante algunas cosas; esta ambivalencia que tiene siempre para nosotros la figura humana o antropomorfa manierista en su aflicción, pues pese a cualquier lógica colectivamente imperante -respecto, por ejemplo, los sacrificios aztecas; o considérese la pena capital aún parcialmente en vigor en algún estado norteamericano- siempre se encuentra presente, estructuralmente y respecto al menos algunas personas, una fuerza sensoriometabólica de dolor, pena y misericordia.
Pues en la Pasión cristiana, se trata de la habilitación antropológica de la posibilidad epistémica de dar voz a lo que antes no lo tenía pero que estaba presente como una respuesta fisiológica y socio-homeostática preconceptual posible en muchos individuos (y por tanto estructuralmente real pero de efecto enmudecido, solo constatado en la imaginería cultural y no articulado lingüísticamente).
22 Josué entonces envió mensajeros, los cuales fueron corriendo a la tienda; y he aquí estaba escondido en su tienda, y el dinero debajo de ello. 23 Y tomándolo de en medio de la tienda, lo trajeron a Josué y a todos los hijos de Israel, y lo pusieron delante de Jehová. 24 Entonces Josué, y todo Israel con él, tomaron a Acán hijo de Zera, el dinero, el manto, el lingote de oro, sus hijos, sus hijas, sus bueyes, sus asnos, sus ovejas, su tienda y todo cuanto tenía, y lo llevaron todo al valle de Acor. 25 Y le dijo Josué: ¿Por qué nos has turbado? Túrbete Jehová en este día. Y todos los israelitas los apedrearon, y los quemaron después de apedrearlos. 26 Y levantaron sobre él un gran montón de piedras, que permanece hasta hoy. Y Jehová se volvió del ardor de su ira. Y por esto aquel lugar se llama el Valle de Acor,[a] hasta hoy.
El libro de Josué, Cápt. 7
acor en hebreo: “tribulación”, “molestia”, “aflicción”
Aunque probablemente surge para nosotros la ambivalencia a partir de las imágenes de los familiares y sus animales -nombrados uno a uno- que nos provoca una impronta de pesar (a partir de nuestra propia unión con los nuestros); este pesar que presta valor y fuerza a la ira destructiva de Yahvé; que cimienta de alguna manera la figura divina en nuestra propia vivificación moral, porque las imágenes de colectivos de seres vivos consumidos son de carácter intrínsecamente moral; que nos atañen fisiológicamente en nuestra propia corporeidad; y las tiendas como objeto que también remite, al percibir nuestro, a los cuerpos de los seres humanos que se hubiesen cobijado alguna vez bajo ellas.
De hecho, puede decirse que nuestra vivencia de la pena que nos causan las vidas inmoladas que, sin embargo, no conceptualizamos, contribuye al mismo ímpetu divino y su exigencia sin matices de obediencia por nuestra parte; como una artimaña de cierta duplicidad propiciatoria, pues la imposición de Yahvé instumentaliza de alguna manera nuestra respuesta empática ante algo ajeno que sirve para, en realidad, profundizar en el misterio opaco de quien es lo que es, pero necesariamente sin más opción reveladora.
Pero queda finalmente en nuestra memoria lectora la imagen de las piedras como único atisbo racional posible (pero que tampoco puede explicitarse jamás); una piedra como imagen para cada uno de los cuerpos quebrados, pero que igualmente remiten a todos los victimarios que, tanto en un caso como en el otro, somos todos nosotros. O ese sería el recorrido socio-homeostático de nuestra vivencia perceptora, sin más salida racional que el mismo Yahvé.
Pero el caso es que en el universo semiótico del antiguo testamento no existe ninguún andamio conceptual para intentar desvelar el fondo del asunto que nuestra natural disposición a conmovernos con la vivencia de las aflicciones contempladas de los demás. Y tal es la fuerza de dicha vivencia que de forma contundente se trasluce en la imaginería plástica del libro de Josué, pero sin que sea posible contemplación intelectual alguna. Como si de alguna manera nos quedásemos extrañamente pillados entre la ira de Yahavé y el dolor por la pérdida de vidas humanas y antropomorfas (en la ristra de imagenes de figuras y rostros animales también inmolados); un pesar y una zozobra que, sin embargo, no podemos formular ni expresar en palabras.
Aunque tampoco puede el Cristo de la Pasión afrontar «técnicamente» la cuestión. Es decir, los Evangelios proporcionan una lógica (una racionalidad) postulada que tiene el efecto de, en palabaras de René Girard, “poner un poco más espacio entre nostoros y las estructuras persecutorias” que habitan nuestra psique.
Si bien esta racionalización postulada que se basa en la fe y al hecho de que no está sujeto a la posibilidad de contradicción, volverá a hacerse mito en la metáfora del cuerpo y la sangre de Cristo como alimento nuestro, puesto que la cognición humana (la nuestra y aún a día de hoy) solo muy trabajosamente, y apenas entonces, puede concebir la violencia como fundamento de los grupos humano y, por extensón, algo central respecto nuestra psique. Y aunque seamos capaces de esta contemplación intelectual y abstracta, jamás nos libraremos de su poder de impronta sobre esa parte sensorio-emotiva y prerreflexiva nuestra.
Pero constitutiría una forma de esperanza el poder contar algún día con una institucionalidad humana que sí tuviera en cuenta nuestra relación real con la violencia y se eforzase en salvaguardarnos en este sentido: para que pudiéramos efectivamente consumar la oportunidad fisiológica que, en cuanto vida que nos toca a cada uno, nos asiste de facto, pero sin que peligre la especie ni tampoco la vida sobre el planeta.
IV
Otro ejemplo:
Achebe en Todo se desmorona (1958): novela «antropológica» o etnográfica que incluye el tema del temor que frecuentemente tiene los grupos antropológicos históricos a los gemelos (por lo cual los suelen matar o abandonar siendo bebés para que desaparezcan). Pero en la citada novela hay un personaje que pronto se va a cristianizar, que ya se duele de este práctica: es decir, se trata de un elemento corrector que se encuentra en la vivencia sensoriometabólica de al menos algunos individuos quienes, tácitamente, cuestionan una práctica social por el dolor que realmente causa, más allá del sentido dóxico sobre el que se establece el grupo.
Y está capacidad individual e intransferible de condolernos ante la aflicción y padecimiento ajenos, en tanto que de plumazo puede poner en entredicho lo consabido, debe concebirse como una forma de perenne esperanza para, en realidad, el conjunto en sí cultural y antropológico.
Nuestra tesis base al respecto, muchas veces repetida a lo largo de estos textos, es que la sociorracionalidad que se nutre de la emotividad sensoria y homeostática de los individuos, queda al mismo tiempo sujeta por el poder corrector de esa misma emotividad, pues es imprescindible que la vivificación sensorio-homeostática, como cordel directo entre nuestra corporeidad y el entorno inmediato, sea capaz de borrar al instante, en caso de necesidad, toda complaciencia culturalmente consabida. De esta manera la supervivencia cultural, en tanto traje fisioantropológico en el que nos embutimos, acaba por convertir las contingencias (sobre todo las más serias o extremas) en una forma de refuerzo, en ultima instancia, del orden fisiológico-racional ya establecido; un orden que, dada la magnitud de cualquier acontecimiento, tiene la capacidad de asimlarlo y adaptarse.
...De esta manera, la máscara cumple con sus dos aspectos esenciales: ocultar mientras muestra.
El desdoblamiento saca a relucir la farsa existencial en la que el ser humano lleva inmerso desde la noche de los tiempos; una farsa que ha ido creciendo a través de los siglos y que llega hasta el otro día, cuando la máscara deja de tener valor, cuando alcanza su inutilidad y el mundo nos avisa de que algo grave va a ocurrirnos. Una señal que hay que aprender a interpretar en su totalidad.
Tal vez sea esta una de las razones por la que la vida nos ha obligado a llevar mascarilla, a ocultar parte de nuestro rostro y así volver otra vez a desdoblarnos en un juego atávico que nos lleva a recuperar nuestra autoconciencia perdida. En su obra “Las máscaras de Dios” (Atalanta), el mitólogo Joseph Campbell considera las distintas religiones como las diferentes máscaras con las que se cubren los arquetipos comunes.
Una vez despojada de su máscara, de su significante, el arquetipo pierde significado. Con estas cosas, el empleo de la mascarilla no solo nos protege de una pandemia, sino que también nos ayuda a recuperar el significado perdido de los símbolos que construyen nuestro relato racional.
Montero Gles, en El Pais, marzo del 2021
Que el «totalitarismo psicológico o de personalidad» (Sennet), o la «des-sublimación», y la «unidimensionalización» (ambos términos de Marcuse) pueden volver a recorrer inversamente el mismo camino por donde hubieran surgido; y la nueva densificación bien puede explicarse de esta forma narrativa o etnográfica a lo Campbell (que remite, seguramente y al final a Jung y sus arquetipos), ha de considerarse igualmente como una forma de des-intelctualización: una manera de regresión de un ámbito sociorracional estéril (que es lo que les ocurre, según el dilema de Spengler1, a toda sociorracionalidad que se aleje demasiado de su propia origen sensorio-emocional y corpóreo) que languidece, cayendo otra vez y por necesidad en una nueva tensión fisiológica nuevamente no intelectualizada.
Aunque existe también la posibilidad de describir esto siguiendo a Ortega y Gasset en lo que llamó el titubeo fatal2 en referencia al efecto sensorial que sobre nosotros tienen las figuras antropomorfas, pues parecen alternarse a nuestro modo de ver de forma constante entre una ilusión humana creíble para nosotros, por una parte -a ratos-, frente a la convicción visceral también por nosotros padecida de su calidad claramente engañosa. Y según Ortega, serían nuestra naturaleza más sensoria y no mediatizada por la cognición intelectual (esto que es, al decir del autor, patrimonio de todos, pero preferido sobre todo por el vulgo) el factor decisivo que explica nuestro gusto -verdadero deleite-por el juego sensorio de los muñecos, los maniquíes y las figuras de cera (que son, en la tradición hispanocatólica, por ejemplo, típicamente religiosos) o, en general y por extensión, las máscaras.
Pero la fuerza real de esta posibilidad de titilación sensoriometabólica a la que es susceptible el sujeto perceptor, la constituye la referencia directa sonsorio-moral (respecto de la calidad antropomorfa, sobre todo la cara), pues surte en nosotros el perenne efecto de una interpelación también moral en tanto los individuos pertenecientes que somos y quienes vivimos, además, en la también perpetua angustia de nuestra propia defenestración anticipada (porque, evidentemente, como corporeidades singularmente físicas, singularmente emocionales, no pertenecemos ni perteneceremos jamás de forma completa).
Mientras tanto nos abastecemos de esta gran ilusión que incorpora para sí la antropología sedentaria a su misma centralidad tempo-estructural que es la duda permanente, nunca del todo aclarada definitivamente, de que si somos en realidad uno de los nuestros o no. Pero como habrán tenido lugar de comprobar a lo largo de una vida cualquiera, el poder anulador de esta duda (porque es una fuerza en verdad fisiológica independiente e interior a nosotros) es -o puede llegar a ser- asombrosamente analgésico y hasta sedante en relación con las circunstancias reales que nos rodean.
Esto quiere decir asimismo que la «re-densificación» de la pisque antropológica supone una fisiología de nuevo desbocada, o al menos no tan sujeta a ninguna conceptualización de valencia socioopróbica; que a su vez quiere decir también que la des-sublimación marcusiana original supone también una merma fisiológica en tanto que predomina la valencia socioopróbica y elquedirán -como fondo real y universal de toda doxa-, lo que surte el efecto final de petrificar la experiencia fisiológica (como solera central y articuladora de aquella experiencia antropológica que se entiende como, en general y en todas partes que se dé, puritana).
¡Bienvenida sea pues la vuelta tonificante y vivificadora de la ambigüedad!
(Al menos eso)
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1 Que la civilización no puede ir por mucho tiempo más allá de, enajenado resepcto a, su propia fisología corpórea primaria y subyacente: el sino por tanto natural de toda civilización según Spengler y los ejemplos históricos que trae a colación, es la pérdida se su propia digamos fogosidad vital -como si de un organismo vivo se tratara- debido a esta contradicción inherente al mismo desarrollo cultural sedentario. En La decadencia de Occidente (1918), tomo II, cáp. 3, sección titulada “Alma de la cuidad”.