
I
Mecanismos mitológicos lo son porque eluden la explicitación lógica de las cosas: ¿Por qué?
1)Por el sincretismo respecto de un presente colectivo al que le asusta la violencia que era el sentido mismo anterior.
2)Aún así, el presente necesita retener el sentido de esa violencia, pero atemperando la impronta que provoca.
3) Porque no se puede aceptar -causa escándalo y nos inquieta en última instancia- que sea la violencia aquello que fundamenta el sentido colectivo.
4) Que en salirse El Cristo de la Pasión del bucle mitológico -al explicitar el hecho de que es el objeto humano sacrificial colectivo pero sin que lo merezca (sino que él mismo se presta a ello por el bien de todos al mismo tiempo que obligado por el Padre)-, es necesario también entender que supone al mismo tiempo una racionalización del problema-dilema de la violencia: que la violencia funda sentido colectivo, pero eso resulta al final intolerable para los grupos sedentarios y mucho menos para la vida urbana.
5) El que sea la religión (en el sentido superficial que entendemos este concepto) lo que permite el uso de la razón humana, puede parecer un hecho paradójico, pero es, bien mirado, solo de forma aparente.
6)La Razón en su vertiente antropológica (porque solo puede proveerla al individuo un grupo cultural específico) debe asimismo entenderse como también de origen «religioso», pero en un sentido ahora no espiritual sino más bien técnico-estructural.
7)La Razón y Religión son los agentes catalizadores de la apertura epistémica de la cultura frente al problema técnico que supone la antropología agraria.
II
Breve análisis renegirardiano de la representación persecutoria en la imagen titulada Acán y la destrucción de sus hijos:
-el peso institucional colectivo se alínea claramente en contraposicón respecto a Acán y los suyos
-Se establece una dictomía visual entre los familiares “malos” o desgraciados de Acán (primer plano) frente a esos otros parientes “buenos” de los que están a salvos moralmente que están al fondo y detrás de -y como parapetados por- las figuras de autoridad político-espiritual que ocupan el centro visual.
-como una distorsión mitológica, sin embargo, debe considerarse las dos figuras masculinas tiradores de piedras (primer plano, a la derecha), a quienes se nos presentan como realizando el oficio de verdugos designados, cuando se trata, en realidad y sobre un plano críptico y anterior de alguna manera al lenguaje, de la inmolación a pedradas -pero necesariamente colectiva- de Acán y todos los suyos.
-De tal manera que se insinua cierta tensión entre las dos mitades de la escena, respecto de una parte transgresora, culpable – verdaderamente infecta- frente a otra fortalecida, blanqueada e incluso soberbia en su supremecía moral. Si bien en el mismo momento de su constatación, se nos insinúan asimismo los atisbos inciales de una posible injusticia.
-Porque de gran impronta en nostros es el efecto estético de la serie de rostros antropomorfos de las figuras animales postradas, yuxtapuestas y como entremezcladas con los familiares condenados; una impronta como atisbo de excesiva crueldad que, sin embargo, elude toda formalización conceptual.
-Es decir, de forma aún prerreflexiva nos resulta visceralmente repulsiva (o tal es la magnitud del horror que percibmos) la idea estéticamente sugestionada y aun no formulada racionalemnte de la pérdida de tantos seres vivos; y que, en tanto hecho enmudecido, dicha zozobra y acuciante malestar homeostático que en nosotros surge, sirve de fuelle al engrandecimiento de la figura Yawhé y su representación terrenal polítco-militar (la figura acusadora de Josué, junto a lo que parece una autoridad religiosa): pues en tiempos de guerra y tribulación, la supervivencia del grupo depende de nuestra poder de imposición, cueste lo que cueste, y aun en el caso extremo de solo una fisiología de autoafirmación (que sigue siendo fisiológicamente real y vivificadora a efectos inmediatos al menos respecto la integridad del grupo en el tiempo).
-La ambivalencia de este asunto queda visualmente planteada por el reparto de ciertas figuras de negro, empezando en el primer plano izquierdo por un chivo negro, subiendo por un familiar arrodillado que llora y que lleva vestimenta de color negro; y llegando el mismo asorado Acán que también se nos presenta vestido de negro. Y, finalmente, en el centro del cuadro a mano derecha de la figura religiosa, está un individuo no identificado, pero con aspecto de autoridad que parece actuar a la sombra de alguna manera del escenario público (pues parece que susurra al oído a la figura junto a él) que también está arropado de negro. Esto de tal manera que, aun sin explicitarlo, se está reflejando la complejidad de este negro asunto y la respuesta -desde luego imperfecta- de las instituciones humanas (pues tanto la víctima como el victimario instucional se manchan de alguna manera).
-En su conjunto, la escena constituye un ejemplo claro (típico en su fondo idéntico respecto a cualquier otra) de la representación persecutoria y del asesinato colectivo estudiado por René Girard en, particularmente, La violencia y lo sagrado (1972) y El chivo expiatorio (1982).
III
Acán como sustrato sensorio-emotivo pero no ligústicamente expresado sobre el que se erigirá el dispositivo catártico de la Pasión de Cristo:
Pues la Pasión es una forma narrativa de comprensión de lo que en la historia anterior queda mudo, puesto que se trata de la zozobra dolorosa que, sin embargo, no puede acceder al plano conceptual del lenguaje. Y es que hay zozobra en el dolor vivido ante algunas cosas; esta ambivalencia que tiene siempre para nosotros la figura humana o antropomorfa manierista en su aflicción, pues pese a cualquier lógica colectivamente imperante -respecto, por ejemplo, los sacrificios aztecas; o considérese la pena capital aún parcialmente en vigor en algún estado norteamericano- siempre se encuentra presente, estructuralmente y respecto al menos algunas personas, una fuerza sensoriometabólica de dolor, pena y misericordia.
Pues en la Pasión cristiana, se trata de la habilitación antropológica de la posibilidad epistémica de dar voz a lo que antes no lo tenía pero que estaba presente como una respuesta fisiológica y socio-homeostática preconceptual posible en muchos individuos (y por tanto estructuralmente real pero de efecto enmudecido, solo constatado en la imaginería cultural y no articulado lingüísticamente).
22 Josué entonces envió mensajeros, los cuales fueron corriendo a la tienda; y he aquí estaba escondido en su tienda, y el dinero debajo de ello. 23 Y tomándolo de en medio de la tienda, lo trajeron a Josué y a todos los hijos de Israel, y lo pusieron delante de Jehová. 24 Entonces Josué, y todo Israel con él, tomaron a Acán hijo de Zera, el dinero, el manto, el lingote de oro, sus hijos, sus hijas, sus bueyes, sus asnos, sus ovejas, su tienda y todo cuanto tenía, y lo llevaron todo al valle de Acor. 25 Y le dijo Josué: ¿Por qué nos has turbado? Túrbete Jehová en este día. Y todos los israelitas los apedrearon, y los quemaron después de apedrearlos. 26 Y levantaron sobre él un gran montón de piedras, que permanece hasta hoy. Y Jehová se volvió del ardor de su ira. Y por esto aquel lugar se llama el Valle de Acor,[a] hasta hoy.
El libro de Josué, Cápt. 7
acor en hebreo: “tribulación”, “molestia”, “aflicción”
Aunque probablemente surge para nosotros la ambivalencia a partir de las imágenes de los familiares y sus animales -nombrados uno a uno- que nos provoca una impronta de pesar (a partir de nuestra propia unión con los nuestros); este pesar que presta valor y fuerza a la ira destructiva de Yahvé; que cimienta de alguna manera la figura divina en nuestra propia vivificación moral, porque las imágenes de colectivos de seres vivos consumidos son de carácter intrínsecamente moral; que nos atañen fisiológicamente en nuestra propia corporeidad; y las tiendas como objeto que también remite, al percibir nuestro, a los cuerpos de los seres humanos que se hubiesen cobijado alguna vez bajo ellas.
De hecho, puede decirse que nuestra vivencia de la pena que nos causan las vidas inmoladas que, sin embargo, no conceptualizamos, contribuye al mismo ímpetu divino y su exigencia sin matices de obediencia por nuestra parte; como una artimaña de cierta duplicidad propiciatoria, pues la imposición de Yahvé instumentaliza de alguna manera nuestra respuesta empática ante algo ajeno que sirve para, en realidad, profundizar en el misterio opaco de quien es lo que es, pero necesariamente sin más opción reveladora.
Pero queda finalmente en nuestra memoria lectora la imagen de las piedras como único atisbo racional posible (pero que tampoco puede explicitarse jamás); una piedra como imagen para cada uno de los cuerpos quebrados, pero que igualmente remiten a todos los victimarios que, tanto en un caso como en el otro, somos todos nosotros. O ese sería el recorrido socio-homeostático de nuestra vivencia perceptora, sin más salida racional que el mismo Yahvé.
Pero el caso es que en el universo semiótico del antiguo testamento no existe ninguún andamio conceptual para intentar desvelar el fondo del asunto que nuestra natural disposición a conmovernos con la vivencia de las aflicciones contempladas de los demás. Y tal es la fuerza de dicha vivencia que de forma contundente se trasluce en la imaginería plástica del libro de Josué, pero sin que sea posible contemplación intelectual alguna. Como si de alguna manera nos quedásemos extrañamente pillados entre la ira de Yahavé y el dolor por la pérdida de vidas humanas y antropomorfas (en la ristra de imagenes de figuras y rostros animales también inmolados); un pesar y una zozobra que, sin embargo, no podemos formular ni expresar en palabras.
Aunque tampoco puede el Cristo de la Pasión afrontar «técnicamente» la cuestión. Es decir, los Evangelios proporcionan una lógica (una racionalidad) postulada que tiene el efecto de, en palabaras de René Girard, “poner un poco más espacio entre nostoros y las estructuras persecutorias” que habitan nuestra psique.
Si bien esta racionalización postulada que se basa en la fe y al hecho de que no está sujeto a la posibilidad de contradicción, volverá a hacerse mito en la metáfora del cuerpo y la sangre de Cristo como alimento nuestro, puesto que la cognición humana (la nuestra y aún a día de hoy) solo muy trabajosamente, y apenas entonces, puede concebir la violencia como fundamento de los grupos humano y, por extensón, algo central respecto nuestra psique. Y aunque seamos capaces de esta contemplación intelectual y abstracta, jamás nos libraremos de su poder de impronta sobre esa parte sensorio-emotiva y prerreflexiva nuestra.
Pero constitutiría una forma de esperanza el poder contar algún día con una institucionalidad humana que sí tuviera en cuenta nuestra relación real con la violencia y se eforzase en salvaguardarnos en este sentido: para que pudiéramos efectivamente consumar la oportunidad fisiológica que, en cuanto vida que nos toca a cada uno, nos asiste de facto, pero sin que peligre la especie ni tampoco la vida sobre el planeta.
IV
Otro ejemplo:
Achebe en Todo se desmorona (1958): novela «antropológica» o etnográfica que incluye el tema del temor que frecuentemente tiene los grupos antropológicos históricos a los gemelos (por lo cual los suelen matar o abandonar siendo bebés para que desaparezcan). Pero en la citada novela hay un personaje que pronto se va a cristianizar, que ya se duele de este práctica: es decir, se trata de un elemento corrector que se encuentra en la vivencia sensoriometabólica de al menos algunos individuos quienes, tácitamente, cuestionan una práctica social por el dolor que realmente causa, más allá del sentido dóxico sobre el que se establece el grupo.
Y está capacidad individual e intransferible de condolernos ante la aflicción y padecimiento ajenos, en tanto que de plumazo puede poner en entredicho lo consabido, debe concebirse como una forma de perenne esperanza para, en realidad, el conjunto en sí cultural y antropológico.
Nuestra tesis base al respecto, muchas veces repetida a lo largo de estos textos, es que la sociorracionalidad que se nutre de la emotividad sensoria y homeostática de los individuos, queda al mismo tiempo sujeta por el poder corrector de esa misma emotividad, pues es imprescindible que la vivificación sensorio-homeostática, como cordel directo entre nuestra corporeidad y el entorno inmediato, sea capaz de borrar al instante, en caso de necesidad, toda complaciencia culturalmente consabida. De esta manera la supervivencia cultural, en tanto traje fisioantropológico en el que nos embutimos, acaba por convertir las contingencias (sobre todo las más serias o extremas) en una forma de refuerzo, en ultima instancia, del orden fisiológico-racional ya establecido; un orden que, dada la magnitud de cualquier acontecimiento, tiene la capacidad de asimlarlo y adaptarse.