“No porque los hombres hayan inventado la ciencia han dejado de perseguir a las brujas, sino que han inventado la ciencia porque han dejado de perseguirlas.“
René Girard en El chivo expiatorio (1982)

El sentido original de la violencia es la experiencia o bien física o bien la vivencia sensoriometabólica de su contemplación (o la combinación de ambas cosas), pues sobre el plano espacial de los cuerpos -en el locus socio-homeostático de toda antropología- el sentido de la violencia consumada es inconfundible (de hecho, permite, a partir de ese momento, un nuevo contexto comunicativo).
Pero al mismo tiempo, la otra cara de toda violencia fundadora, en tanto percepto colectivo, no deja nunca de ser su misma brutalidad en la figura-objeto, ante todo, del cuerpo humano afligido y, finalmente, inerte.
Es decir, que estas dos vertientes del sentido de la violencia -la de una fáctica imposición de orden que por una parte supone, al mismo tiempo que la zozobra que nos causa la manierista aflicción humana presenciada – constituyen seguramente mucho antes de la consolidación del lenguaje humano, el sentido mismo (potencial y siempre ambivalente) de todo locus antropológico respecto toda pertenencia cultural posible: el decurso de la evolución cultural humana simplemente se iría rigiendo, en unos y otros escenarios históricos reales, por este paradigma en potencia para desplegarse sobre uno u otro extremo, hasta manifestarse de una forma culturalmente determinada, según una geografía y un tiempo histórico también específicos.
Postulamos, por tanto, una constante respecto el sentido humano que es el locus preconsciente y socio-homeostático de la pertenencia (que se rige sin duda por la unanimidad violenta al albur de la voluntad de todo cuerpo singular por perseverar en su integración fisioantropológica particular con el grupo); sentido que, sin embargo, entra en relación oposicional con la vivificación sensoriometabólica de nuestra percepción sobre todo visual y el fuerte componente antropomorfo de la misma. Esto ultimo sería algo así como la base misma de nuestra capacidad de empatizar con nuestros congéneres más inmediatos.
Respecto de una cierta distorsión mitológica habría que entender que el problema de la violencia sincrética heredada de dichas narraciones (porque la violencia representada inquieta sin que se entienda el porqué de su aparición) se resuelve a través del despliegue de un andamiaje moral; de un sistema moral que ya no tolera la ambivalencia entre lo benéfico y lo maléfico sino que impone entre ambos una razonada visión moral y tajantemente diferenciadora.
Pero claro, dicha visión constituye una imposición racional-moral que no tiene la capacidad de sobreponerse a la emotividad de su epoca histórica (pues, naturalmente, el fuelle de la razón siempre es la homeostasis sensoriometabólica, esto es, la pulsión de nuestro hedonismo simplemente vital). No obstante, sí que hay una lógica anterior desapercibda que, además, no podemos facilmente abordar (el mecanismo expiatorio de la violencia colectiva cuya comprensión, evidentemente, desborda la psique individual). Y en lugar de esto, reorganizamos el orden -ahora moral- que habitamos imponiendo nuestra propia posibilidad de confort homeostático, sin que por ello haya que renunciar, muy particularmente, a lo sedentario.
Mientras tanto, permanacen por debajo de nuestra experiencia consciente las estructuras filogenéticamente evolucionadas que hubieran garantizado la incorporación socio-homeostática del individuo desamparado en el decurso temporal del universal colectivo cultural.
He aquí lo sagrado: la reconciliación de los perseguidores vitales (que persiguen perseverar simplemente en el tiempo) pero cuya autocomprensión les desborda, pues se trata ante todo de una forma de amparo en lo colectivo de la singularidad corporal particular. Pero ¿cómo entender que yo soy ellos? No se puede desde la óptica individual, no nos lo admite nuestra forma de cognición. Lo sagrado es lo opaco para nuestra inteligencia, puesto que la inconsciente persecutoria debe considerarse elemento dóxico que subyace a la cultura misma y su posterior epistemología.
Es decir, en mi afán vital por perseverar como sujeto pertenciente, «no sé Señor bien lo que hago», ni tampoco suelo poder expresarme, pues la necesidad en la que vivo, en este sentido, elude por lo general el lenguaje.
Solo los grupos culturales tienen epistemologías precisamente porque dependen de ellas para su propia permanencia colectiva. Pero aun así, la posibilidad de abordar el problema de la «unicidad colectiva» desde el escrutinio racional requiere de metáforas por nosotros asumibles conforme a nuestro hedonismo homeostático inherente ya que, fuera de un contexto científico de lo más espartano (y aun así a duras penas), no se puede digerir la idea de que seamos nosotros, en los vericuetos de nuestra propia longevidad como sino moral y socializado, el alimento sensoriometabólico a disposición de los demás. Pues no nos relacionamos con facilidad con una obligada autoimagen reducida a una pieza insignificante respecto de estructuras colectivas temporales mayores donde radica el sentido último de las cosas.
De manera que siempre rechazaremos autoimagenes se pretenden precepetivas de, por ejemplo, campos de trigo que necesitan cosecharse, o de malas hierbas que haya que arrancar; y siempre nos inquietarán (de ahí la ambivalente solemnidad como impronta que nos dejan) las filas de tumbas de cualquier cementerio de cualquier credo que parecería antojarnos gran tela de hilos humanos entretejidos y al que, tarde o temprano y con más alivio que pesar finalmente, volveremos a incorporarnos a nuestro propio fallecimiento.
Pero, en cambio, la metáfora cristiana del pan y el vino que hace las veces del tejido corporal y la sangre de Cristo, no nos aspavienta tanto como la realidad estuctural que esconde: que en la violenta cosificación del Cristo de la Pasión nos auxiliamos, aunque pasajeramente, en la agentividad de nuestra percepción respecto del cuerpo ofrendado; cuando la verdad mucho menos abordable para nostros y de la que realmente nos refugiamos en la contemplación de la agonía sustitutoria de Cristo, es la condición críptica y estrcutural de nosotros mismos como alimento de los otros.
El sujeto racional parecería tener una preferencia natural por concebirse, siempre que pueda, como agente de sus propios actos; mientras que el tener que concebirnos a nosotros mismos como objetos insignificantes a merced de fuerzas mayores y ajenas, nos parece atroz. Y con gran ferocidad solemos rechazar siguiera la idea, optando por otras lógicas que evitan tener que acceptarlo, salvo cuando es ante una fuerza causal que admitimos (“dios”); o cuando cabe, inversamente, entender nuestra aceptación de ello como, en realidad, un poder personal a nuestra disposición (el poder, que no cobardía, en refrenarnos, por ejemplo, ante la agresión ajena).
De hecho, somos desde siempre propensos a construir nuestros propias lógicas que facilitan la posibilidad de vernos más como agentes (hasta incluso culpables) de nuestras propias desgracias que no como víctimas indefensas. De manera que en el comer nosotros agentivamente de los metafóricos cuerpo y sangre de Cristo, estamos en realidad participando de la lógica estructural de grupos humanos; de una operatividad lógica que, en su vertiente temporal se articula sobre el ser humano objeto, pues el fin de la vida es el único fin real que hay (salvo postulando cualquier lógica alternativa divina que, necesariamente, ha de extraerse de toda posibilidad de contradicción).
Y, con todo, el servicio que nos presta el Jesus de la Pasión es, en realdad, el punto de embarque de la razón humana, pues es el Cristo de la pasión quien nos reta, en realidad, respecto a nuestra propia autocomprension como seres sociales que, sin embargo, dependemos colectivamente en cierto grado de la violencia: la luz es, por tanto, en el sentido de cómo compatibilizar estas dos vertientes de la evolución de la especie. En nuestro agentivo comer metafórico del cuerpo y sangre de Cristo, entramos en comunión, en realidad, con nuestra condición antropológica de objetos socio-homeostáticos a disposición de los demás.
Pero, una vez superado el escollo de nuestro visceral rechazo a una imaginería denigrante y objetizadora, se trata de la posibilidad, metafóricamente facultada, para el uso de la razón; porque gracias a este adamiaje concepetual y de credo, nos «empoderamos» para salirnos de la orbita tribal de nuestra socio-homeostasis más primaria y menos reflexiva: y por el trampantojo que, en cierto sentido, supone la ofrenda de Cristo -que vivimos aparentemente como sujeto agentes consumidores, se está creando un mecanismo elíptico de acpetación de nuestra propia condicion de insumo ajeno, y de la unica manera que esto nos es suportable (esto es, a través de nuestra voluntad como acto de comunión).
Porque, francamente, sería una p*tada que no desaría a nadie el tener que vivir en el concimiento racional de lo que temporestructuralmente somos en realidad. Y que la vida espartana implícita a partir de una comprensión más técnica de las cosas, no es para todo el mundo desde luego.