Espacio público 14

Portada discográfica del año 1990

-Te permite contemplar la idea de un control sobre el mundo y las cosas.

-Permite, por tanto, construir un auténtico entendimiento de lo real y respecto de uno mismo frente al mundo, pero más allá de nuestra vivencia solo visceral y emotiva.

-Te permite, ahora de forma mucho más apremiante y sentido, preguntar por el sino colectivo, por la condición de los demás que es la base real de una visión moral y que las circunstancias actuales (sin poder remitir a ningun otro plano regidor) nos niegan.

-Permite, crucialmente, entender que efectivamente hay un sentido mayor impuesto sobre las cosas y que, por tanto, hemos de reconocer que no estamos en posesión de un conocimiento cabal de la situación planetaria sino que eso es el asunto y última incumbencia de otros.

-Y deviene en insoslayable la convicción de que no sabemos de forma fehaciente que no exista futuro alguno; que sería solo una convicción subjetiva el aceptar eso puesto que no sabemos realmente lo que está pasando pero que existe un elemento o grupo regidor que sí lo sabe.

-Y la duda de no saber inequívocamente que uno no tenga futuro, es un futuro; y es una forma de esperanza (mínima, pero suficiente).

La vida puede aún vivirse como un acto de voluntad vital y amoroso, y no solo en la espera de que se termine: que al afrontar el peso real de las cosas, surge entonces con enjundia la levedad ahora como volición moral individual culturalmente disponible. Porque nuestro bregar con la vida es el sentido ultimo de la misma, y todo ahora vuelve a asentarse sobre una base de decisión personal posible, pues hay, en efecto, una postura moral superior que sería la de vivir a favor de la vida como futuro abierto: el optimismo, ahí en cualquier recoveco en que puede hallarse, es un imperativo moral que, sin embargo, solo puede contemplarse a através de una mayor comprensión estructual de nuestro presente.

Pero de tomarse el zumo o no, depende de usted.

(como siempre)

Los peligros del desvelamiento en «Congreso de futurología» (1971) de Stanislaw Lem

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Que al descorrer la cortina respecto de lo real, en la crisis que resulta, estalla la violencia mimética1; pues ante el amparo que supone la cultura sedentaria y el acolchonamiento protector que es el desarrollo semiótico y del que el orden cultural depende, se esfuma cualquier asidero al que podemos aferrarnos salvo la violencia en sí misma.

Porque en las pugnas, cualquiera que sea su origen y objeto, se impone un sentido a partir del locus espacial que comparten los cuerpos, de tal forma que se hace prescindible hasta el sentido epistémico. Es decir, no hace falta imponer ningun sentido razonado más allá del significado de la lucha corporal en sí (significado que resulta, por otra parte, cristalino para todos en el simple dominar del uno y en el caer vencido del otro; aunque claro está que se trata de una patética reducción de las posibilidades de significación humana, eso sí).

A partir la página 1702 en la que el mando fáctico del mundo en la novela retratado (que encarna el personaje intelectual-mafioso de Symington) procede a comunicar el estado real de las cosas, no cabe después otra opción para el protagonista de la novela, Tichy, que entrar en encarnizada lucha cuerpo a cuerpo con el mandamás; más que nada porque, simplemente, no hay otra cosa que hacer. También es cierto que el autor busca terminar ya con la trama del relato, aunque eso no quita que se trate, en realidad, de un hecho clave para la cognición humana en tanto sostén de los grupos humanos: que la violencia es el vector más inmediato que tienen los grupos de imbuir sentido a su propia existencia; y que por medio de la lucha logran al mismo tiempo su propia unicidad “colectiva” que supone asimismo la integración fisioantropológica individual.

Aunque, naturalmente, este recurso a la violencia se vuelve cada vez menos compatible con la antropología sedentaria y el desarrollo semiótico-cultural. De hecho, los contextos sedentarios logran hacerse viables en el tiempo precisamente cuando la violencia pasa del plano corporal a convertirse, para la mayoría de las personas la mayor parte del tiempo, en una vivencia más sensorio-metabólica que corporal. Es decir, que la violencia, al reducirse por lo general a un espacio más fisiológico que corporal (a través de los rituales, la representcion artística, lo deportivo como espectáculo y los medios de comunicación), adquiere una función homeopática respecto al tiempo colectivo sedentario.

A partir de ese punto de estabilidad colectiva y cultural consolidada, nos ejercitamos, por así decir, en la vivencia metabólica de la violencia, pero no la padecemos respecto a un plano coporal de la pertenencia puesto que la antropología agraria ya no precisa de las pugnas físcamente cruentas entre individuos o grupos en tanto que el sentido que articulan universalmente las experiencias sendentarias, a través del desarrollo semiótico, es de carácter ahora epsitémico que se construye a través de razonamientos formales que se asientan, a su vez, sobre postulaciones (orginalmente de caracter “religioso”) que, crucialmente, no quedan susceptibles de contradecirse.

Y entonces, y aun hoy para nosotros, la normalidad antropológica se basa, en parte, sobre la tensión de una violencia solo barruntada, pero que muy pocas veces se materializa como tal. Y cuando así ocurrre, es inevitable que se convierta en una vivencia fisiológica ofrendada como alimento-espectáculo a la estabilidad estctuctural colectiva, pues no dependemos sino solo fisiológicamente del sentido inherente a la violencia (que nos lo pide el cuerpo, o algo así) mas no en tanto forma de integracion fisioantropológica: porque es a través de todo yo socializado y, por tanto, sociorracional, que pasamos de un estar homeostático y prerreflexivo, al ser cultural y identitario.

Y es que parecería que, dado que todo lo colectivo se articula sobre la homeostasis, no cabe obviar el cuerpo humano individual, si bien esto es exactamente lo que hace la cultura en tanto que se erige, a su vez, sobre la unicidad colectiva en forma de cierto patrón psíquico cultralmente uniforme (pero que en ningún caso elimina la necesaria variedad genética ni de la de las distintas personalidades y rasgos individuales).

Porque nuestra singularidad física, al menos aparentemente y desde la óptica de nuestra sensorialidad exclusivamente individual, pareciera que siente un visceral rechazo al hecho normalmente oculto de que la cultura -lo que verdadermente cuenta y tiene importancia en el tiempo evolutivo- se constituye de una gran red de distintos tipos de relaciones simbióitcas y, en general, lo que podría llamarse reciprocidad.

Y parece claro que no toleramos la visceral confrontación con nuestra propia pequeñez e insignificancia frente al percibido funcionamiento del mundo y todo proceso que percibimos que nos arrebata, de un plumazo, la existencial prentensión nuestra de ser el sujeto real de nuestros propios actos y circunstancias: nos disgusta y nos cuesta horrores aceptar el papel de objeto (de hecho, apenas nunca lo acabamos aceptando así como así, sino que buscamos argumentos que nos permitan retener cierta agentividad respecto del mundo, incluso si es a través de una culpabilidad autoasumida falsamente o de alguna manera distorsionada, o, en última instancia, en el poder volutivo que vivimos-percibimos en la acpetación final).

Es decir, cuando queda relegada a un segundo plano la reciporcidad de la experiencia social y cotidiana (eso de lo que realmanente dependemos como cuerpos singulares sólo fisiológicamente imbricados en unidades culturales), puede decirse que marcha bien la sociedad, pues seguimos disponiendo de la autonmía real de nuestra singularidad viviente. Pero -y siguiendo René Girard en El chivo expiatorio– cuando la reciprocidad se hace demasiado evidente (porque ha desparecido la posibilidad de toda convención frente a una realidad repentinamente comprendida como monstruosa y conocida por todos), entra raudo en funcionamiento la reciprocidad negativa, esto es, la violencia en sí como la vía más inmediata de volver a poner orden sobre el locus de la pertenencia colectiva:

…Somos los esclavos de un estado de cosas; estamos arrinconados. Jugamos con las cartas que el destino de la sociedad nos puso en las manos. Aportamos la tranquilidad, la armonía y el alivio de la única forma duradera. Mantenemos en equilibrio lo que sin nosotros se hundiría en la agonía general del país. Somos el último Atlas de este mundo. Se trata de que si ya tiene que morir, por lo menos no sufra. Si no es posible cambiar la verdad, es preciso disimularla; tal es el último compromiso humanitario, la última obligación humana.” [pág.171]

Y es que el panamora existencial descrito por el mandamás Symington no deja espacio, en última instancia, a la diferenciación entre individuos, pues en eso se basa la cultura sedentaria que se hace viable en tanto faculte cuaces de diferenciación individual frente a la tendencia homogenizadora de toda sociorracionalidad antropológica; pero cuando el marco instrumental de sentido racional como constructo fisiosemiótico colectivo se tambalea y se cae, lo vivimos como una forma de súbito desamparo aniquilador que tiende a agudizar ferozmente nuestra necesidad de imposición vital, dónde sea y respecto de la circunstancias y los individuos con que nos topemos.

O puede tambien entenderse como un último recurso filogénticamente creado que permite que, ante la catastrofe tentativa que supone la repentina desaparición de todo marco conceptual hasta el momento consabido, pueda volverse a forjar a través de la pugna violenta entre las partes (las que sean, a fin de cuentas) un nuevo sentido que vuelva a imponerse, respecto al locus inmediatmente espacial que habitan los cuerpos, un nuevo orden-sentido como amparo finalmente colectivo al que se ha de incorporar todo sujeto homeostatico pertenenciente (y con eso, vuelto a empezar, que se dice).

Porque sobre el plano estadístico y desde una óptica evolutiva, el futuro está en el grupo, aunque existe siempre la opcion de largarse: como dispostivo de salvamento, cuando se esfuma el marco socio-racional sedentario, es a través de la pugna violenta que se dirime la cuestión y se reconfigura un nuevo sentido funcional y contignente.

Evidentemente, para el personaje Tichy y en la furiosa indignación moral y humanista que lo envuelve al comprender el estado real de las cosas, no queda más opción que matar al mensajero y arremeter contra el capo-dirigente del mundo. Y si bien aquí puede resaltarse, precisamente, la indignación moral como recurso metabólico de lo más preciado de los que disponen las antropologías sedentarias estables, frente a la ausencia repentina de todo marco racional consabido, solo sirve para alimentar el sentido del conflicto corporal directo (el único sentido circunstancialmente disponible).

Y como la novela apura ya su desenlace final, y no disponiendo en este caso de ningúna víctima propiciatoria ajena (esa víctima que, según Girard, siempre ha servido antropológicamente para culminar el sentido de la violencia al fundar, a través de las partes antes enfrentadas, una nueva unanimidad a costa de un tercero; y así, vuelta a empezar, que se dice), se le revela a Tichy el sentido al menos de sus próximos pasos, que son los de defenestrarse (o sea, en el sentido etimológico original de tirarse por la ventana), pero agarrado a la vez al Symington a quien arrastra consigo al vacío.

Claro está que el «sentido» de la violencia lo concebimos nosotros en las paginas de este blog como, en realidad, un dispositivo para situaciones extremas que la antropología sedentaria, en cambio, convierte en espacios miméticos (en el mejor sentido norbertoeliasiano) en los que las pugnas son susceptibles de adquirir otro tipo de trascendencia incruenta y pactada convencionalmente, dentro de contextos antropológicos que se sujetan semiótica y epistemológicamente, que no a través del choque físico. E incluso mejor si se trata de una convención literaria (concretamente en este caso la de la ciencia ficción) que permite la vivificación metabólica de una gran intensidad (a través de la vivencia moral de lo leído, eso que se entiende probablemente como “verdadera” literatura), pero pudiendo retener toda opción vital futura al mantener bien diferenciados el espacio sensoriomoral de la representación artística y fisiológico-estética frente al espacio de los cuerpos reales pertenecientes.

Pues en lo literario (o cinematografico, incluso) cabría que uno volviera a despertarse después de esta suerte de alucinación técnico-apocolíptica (y así, vuelta a empezar, que se dice).

Mejor pues que sea una novela.

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1Aquí se entiende mimético en el sentido que lo maneja René Girard, respecto del deseo violento que suele irrumpir entre personas que revalizan entre sí, se sienten envidia o viven algún otro tipo de antagonismo mutuo o bien de una de las partes; en la obra de Girard es el chivo expiatorio que sirve para teminar con la violencia mimética al crear una unanimidad funcional, lo que culmina -al menos respecto el locus antropológico de los cuerpos pertencientes- el sentido mismo de la violencia. Por otra parte, se diferencia este sentido del término del signficado que suele tener en la obra de Norberto Elias, que se refiere para dicho autor a un espacio o cauce de gran vivificación metabólica de naturaleza tanto física pero sobre todo mental que imita de alguna manera la vida real, pero que en sí misma no tiene conseucencias inmediatemente corporales-morales (la relgión, el deporte o la autocacción psíquica en el individuo son ejemplos de espacios miméticos que menciona el autor y del que, dice, depende la experiencia civilizada).

2Edición de Alianza editorial. Tercera edición de 2014, Madrid.