El poder semiótico de los relatos para cuerpos singulares desamparados

Publicado originalmente en el año 1964

Es que los relatos facultan la imposición humana, sean éstos fantásticos o empíricos, pues solo tienen sentido pasando por el tamiz de lo sociorracional y consabido: en el caso de los relatos fantásticos-espirituales porque no pueden contradecirse; y en referencia a lo empírico, porque se simplifica el campo de lo verificable y se somete a una sociorracionalidad técnica de una comunidad docta especializada.

Pero en ambos casos queda recortada la experiencia misma para que de ello pueda servirse el grupo; y en ambos casos se trata igualmente de convenciones regidas por un colectivo, de constructos culturales que se hacen funcionales precisamente porque limiten definiendo lo consabido.

Es decir, tanto en un caso como en el otro quedan grandes territorios periféricos más allá del espacio sociorracional que permanecen impermeables, por lo general, al pensamiento conceptuado humano (puesto que la esencia de lo racional implica siempre un estrechamiento vivencial de lo perceptible).

Pero del territorio siempre renovado de lo desconocido e incógnito que aparece al albur de cada nueva reconstitución de lo real, también nos auxiliamos frente a lo inmóvil. En cuanto la viabilidad sedentaria, lo consabido de esta forma establecido crea un marco también de carácter metabólico -respecto el pensamiento mismo y la autocomprensión sociomoral del individuo- que sería el locus efectivo de la integración fisioantropológica, proceso o quehacer base de lo sedentario, tal y como nosotros proponemos.

Pero esta definición como demarcación fisiosemiótica de naturaleza socionormativa (pues que de ello depende lo sociorracional) supone asimismo facultar tanto la transgresión, en uno u otro grado, como también la posibilidad de ir intelectual y epistémicamente más allá de lo culturalmente consabido, siendo ambas cosas fuerzas en verdad imprescindibles para, en última instancia, auxiliar la inmovilidad sedentaria.

Pero los relatos, sean estos más -o bien menos- sustanciados por la realidad empírica (o al revés, más fantásticos que empíricos), siempre que adquieran relevancia y normatividad colectivas, son el medio efectivo de lo sociorracional y aquello que, sobre el locus de la pertenencia  sociohomeostática, queda a disposición del individuo como medio de su integración al colectivo a través de su propio yo racional y socio-identitario.

E imprescindible para que los relatos puedan servir en este sentido estructural a los grupos humanos es que 1): no puedan fácilmente contradecirse; y 2) que mantengan cierta relación con la autoridad de lo empíricamente observable y medible. Pues a partir de estos dos puntos o coordinadas, se puede clasificar todo tipo de lógica, tanto de naturaleza espiritual y mítica, como la axiológica, como asimismo la técnico-científica. Aunque a todos nosotros nos convendría recordar que cada uno de estas clases de relatos se relacionan de manera directa -aun en el caso de los relatos científicos- con cómo se relacionan lo cuerpos copertenecientes entre sí y frente a la inmovilidad sedentaria.

¡La viabilidad tempoestructural de lo sedentario se basa en ello!

Y es que la función primordial de lo epistémico en general, que para los grupos humanos antropológicos originales servía como una especie de traje (o armadura) metabólico en el que embutir el cuerpo singular culturalmente perteneciente, no pierde completamente dicha función ni en cuanto a las verdades de carácter más técnico (respecto, por ejemplo, la química o la física). Pues precisamente al grupo y su continuación en tiempo siempre ha servido -sirve aun- «la verdad».

Porque precisamente en la verdad, una vez que un colectivo identitario, cultural o técnico-profesional la determina y se acaba adhiriendo a ella, caben, por fin, todos los cuerpos presentes sobre el mismo locus de pertenencia: por eso sería, pienso, el por qué vivmos en la zozobra permanente, como cuerpos singulares desamparados, por saber obsesivamente y en todo momento cuál sea.

Y es que no habría nada más fisiológicamente espantosa para el cuerpo humano que el conocimiento visceral de nuestra propia defenestración potencial respecto del grupo, eso que implica el desconocer, ignorar o equivocarnos y mal interpretar, lo verdadero.

Que la verdad es siempre, en ultima instancia, un constructo colectivo que, al definir limitando lo real, permite avanzar al grupo en su integridad como tal, entregando al individuo un medio de ejercitar su propia violencia (metabólica) como imposición personal vital, sin que se resquebraje la unión entre los muchos; que es también decir -inversamente- que es el grupo que se sirve del ímpetu vital por perdurar que solo conoce el cuerpo singular desamparado.

Aunque puede darse el caso de que la constitución de nuevas verdades como indagaciones nos lleve al callejón sin salida de una verdad constatada que desborda el marco socio-homeostático de lo antropológico en sí (esto que sería una forma de entender la cognición humana como, en realidad, un dispositivo a disposición del grupo que aquí hemos intentado esbozar); porque implicase, por ejemplo, la imposibilidad de la especie de continurar en el tiempo, o algo así de gordo o parecida envergadura.

Pero en ese caso, entonces, la verdad se convertiría -por necesidad- en mentira; la luz la habríamos de oscurecer y la palabra la tendríamos que derivar hacia otros asuntos. O sea, se trataría de otra de esas paradojas, que por otra parte no son nada nuevas, que requieren que falsifiquemos (ficcionalicemos) lo real para el verdadero bien colectivo.

Es decir, la verdad (ética) estaría en silenciar la verdad en sí, evitando que el colectivo tuviera que regirse por ella (y puesto que eso, precisamente, sería imposible); que es decir también que la verdad ética constituiría asmismo la verdadera salida pragmática.

Pero, con todo, dicho caso hipotético no dejaría de seguir una lógica aplastante, lo que nos llevaría a tener que valorar la vida en su vertiente much más metabólica, como el tiempo fisiológico colectivo en sí pero disasociándola del sentido racional que pudiera tener (es decir, que en tal caso no tendría ninguno más alla del tiempo en sí mismo).

Aunque lo sedentario no puede erigirse solamente sobre el solpsismo, claro está.

La verdad como orden semiótico sería, entonces, simplemente, un pretexto para seguir adelante en la vivencia sobre todo metabólica del tiempo humano colectivo, auxiliándonos -posiblemente- en la idea solo postulada (pero con indicios muy serios de su realidad) de un ente regidor a cargo de la gestión terráquea de esto que estamos viviendo que nadie entiende, salvo quizá, por el hecho bastante constatado de cierta ausencia, precisamente, de sentido.

Porque eso, de poder aferrarnos a ello como una idea factible aunque no confirmada, permitiría que pudieramos convertir el no saber en una forma de esperanza, aunque mínima (pues la asunción de dicha convicción implicaría dar por sentado una agencia técnica ajena e indpendiente, y por tanto imprevisible, que muy probablmente se afanaría en esconder sus verdaderas intenciones respecto el desenlace del presente, o siquiera respecto la naturaleza técnica del problema que lo condiciona).

O cabe seguir como estamos y sin enterarnos de mucho, que eso también.

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Más ejercicios teóricos sobre el estar frente al ser: «La creación del patriarcado» (1986) de Gerda Lener

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Ejercicio 1

1)La vivificación sociometabólica dentro de un contexto más inmóvil, junto con el traslado de la aglutinación socio-homeostática de lo sociorracional a un contexto sedentario (es decir, de lo corporal y proxémico hacia la experienica más sensoriometabólica que física, eso que faculta precisamente el desarrollo simbólico y semiótico).

2)La necesidad estructural del desarrollo semiótico pues amplía los espacios de vivificación metabólica de una forma que rebasa la corporeidad directa: es, por lo general, incruento y una forma de lujo puesto que eleva el sentido humano por encima de la materialidad, de tal manera que podría decirse que la vida no se constriñe tanto al agotamiento físico como sí es el caso cuando se reduce a un entorno inmediato sólo espacial.

3)Y esto es acorde con la violencia como imposición humana sobre las circunstancias (que a su vez está condicionada por nuestra naturaleza homeostática y por tanto hedonista): y poder imponerse uno respecto a sus circunstancias puede entenderse como la consecución de confort en todas sus manifestaciones.

4)Respecto la experiencia sedentaria de las antropologías asentadas sobre la agricultura intensiva, el imponerse el colectivo social sobre sus propias circunstancias se refiere al dolor y el trauma experimentados ante los padecimentos de nuestros congéneres copertencientes. Dicha sozobra se hace suportable precisamente porque queda sometida a una explicación sociorracional no necesariamente empírica.

Así es que puede hipotetizarse una situación en que el sostenmiento de los contextos sedentarios inciales que, por lo visto, se basaba en buena medida sobre los conflictos intergrupales de tipo físico básicamente entre hombres, se transcionaría hacia un plano smbólico abstracto y no corporal por razones antropológico-estucturales. Pero el que fueran los varones los que retuvieron su dominio en uno y otro ámbito parecería, por tanto, de esperar.

Pues el poder nombrar, y así imponerse sobre las cosas a través del lenguaje, es una forma de imposición igual o mi parecida a la furia que alimenta la violencia real, salvo que no conlleva de forma inmediata a la zozobra que sienten los seres humanos ante el espectáculo las aflicciones y padecimientos corporales de nuestros congéneres (justo aquello que convierte el desarrollo semiótico-simbólico en algo imprescindible para la experiencia antropológicamente asentada, en tanto que se trata de un contexto que parecería tolerar mucho menos el sufrimiento presenciado endogrupal).

Parecería, por tanto, lógico que la violencia varonil se aferrase a su propia supremecía que ya ejerecía dentro de culturas bélicodependientes; y que al albur de la transición entre las primeras teogonías mestopotámicas de la diosa madre hacia el monoteísmo del dios-padre único, no cabría otro desarrollo sino el de la continuación del dominio masculino, ahora sobre un plano abstracto que efectivamente, tal como argumenta la autora, hubiera de revertir -simbólicamente y como narrativa- el poder femenino de reproducción biológica en un poder y posesión del hombre.1

Por ejemplo, en el libro de Génesis es de una parte del hombre de donde nace la mujer (de la costilla de Adán) a quién se renombra “Eva”, en tanto que el único poder real y varonil de la creación es la quimera que supone el del lenguaje cuya consecuenia más inmediata, no obstante, es el arrumbamiento y cierta mixtifiación de la experiencia corporal (si bien esto último debe considerarse una constante como dirección en la cultura humana).

De tal manera que podemos entender la resolución del problema de la violencia endogrupal frente al contexto sedentario en forma de cierta alianza con ella, que no eliminación; en tanto que, gracias a la ampliación de espacios metabólicos incruentos, sujetos precisamente por un desarrollo semiótico cada vez más elaborado, rentabilzamos como grupos el espectáculo de la violencia y el padecimiento ajeno: pues tal es nuestra dependencia original como colectivos en la imposición humana, lo que ha abocado a la única solución histórica posible y respecto la experiencia sedentaria: la de hacer la presencia de la violencia cada vez más de carácter homeopático, en tanto experiencia metabólica que rebasa para la mayor parte de las personas y la mayoría de las veces, el plano corporal en sí.

Se trataría de otra forma de alimento como sustento del que es bien dificil hablar siendo normalmente solo posible desde un enfoque metafórico-religioso o “espiritual”. Si bien para algunos se entende mejor como una mécanica de los grupos humanos, especialmente los sedentarios.

1 Para otro ejemplo etnográfico de la apropiación masculina sobre un plano simbólico de algún aspecto de la biología femenina, véase Godelier, Maurice La producción de Grandes hombres: Poder y dominación masculina entre los Baruya de Nueva Guinea (1982)

Ejercicio 2

sociedad de clases

sistemas simbólicos de comunicación e interactuación humana

los dioses antropomorfos

el patriarcado

el monoteísmo

violencia homeopática

la violencia ideológica

La sociedad de clases supone un argumento a favor de la socio-homeostasis y la sociorracionalidad como dispositivos de aglutinación de los grupos humanos frente a la inmovilidad sedentaria, pues que constituye ella misma una forma de ampliación de espacios metabólicos no cruentos. Es decir, las diferencias sociales como que van en paralelo con la ampliación de espacios metabólicos en forma de sistemas simbólicos y los contextos no físicos que facultan.

Pero el experimientar individual de las diferencias sociales cae dentro de la categoría de dispositivos metabólicos de caracter moral, pues la normalidad sedentaria acabaría por depender no de la violencia física sino de la autocoacción písquica en el individuo socialmente integrado. Y a favor de la viabilidad sedentaria en el tiempo, puede decirse que el gran periplo del sujeto homeostático es la disonancia que todos sentimos internamente respecto una imagen de lo que deberíamos ser por una parte, frente a lo que sentimos que somos, lo que nos obliga a forcejar de forma permamente con un mundo de imágenes mentales de gran potencia emotiva, poniendo a disposción íntima de todos nosotros cierto espacio de poder personal, tanto en el conformarnos como en el transgredir (en uno u otro grado); si bien, solo de forma excepcional trasciende dicha agitación metabólica de la intimidad cognitiva y neuroquímica del inidividuo al plano de los actos públicamente constatados.

Pero pese a su calidad no directmente corporal, esta vivificación en principio íntima no deja de consitituir una forma de vivencia como conusmación del tiempo metabólico humano, máxime cuando se contempla desde una ópitca estructural y agregada. Puede asimismo concebirse como secreto motor del comportamiento humano basado en la interactuación social, la real y tambien la virtual.

El sistema de integracción fisioantropolgica más importante parece ser el de las creencias religiosas postuladas, originalmente, sobre un plano abstracto y no sujeto a la posibilidad de contradicción; postulaciones que van adquiriendo una normatividad colectiva de obligada referencia para todo sujeto homeostático perteneciente, hasta el punto de que la experiencia sobre todo metabólica (respecto la vivificación fisiológica y neuroquímica) del colectivo en sí, acaba esctructurándose en torno a dicha semiótica normativizada.

Pues el sentido de nuestro propio yo viene a cambio, de alguna manera, del sometimiento homeostático en que como individuos pertencientes vivimos y respecto a nuestros congéneres: el msimo sentido de libre albedrío individual puede entenderse, en este contexto, como consecuencia en realidad de nuestra pertenencia al colectivo; que es nuestra pertenencia al grupo aquello que, precisamente, nos pone en la tesitura socio-moral de ser nosotros mismos respecto la jamás superable contradicción de nuestra propia singularidad fisiocorpórea (nuestro estar) frente al único ser posible que es nuestro yo consciente necesariamente socio-racional.

Pues ambos, el estar y el ser, son co-dependientas al mismo tiempo que son mutuamente excluyentes entre sí: ésta es la ecisión que ocupa, en realidad, la centralidad de la experiencia cultural y sobre la que se sujeta la antropología de los grupos humanos, y muy particularmente las expriencias más sedentarias. Hablamos, claro está, de la ecisión entre el sistema nervioso-cerebral y neuroquímico frente al cuerpo: esta escisión que al mismo tiempo produce nuestra forma particular de cognición y todo yo consciente.

Pero para la creacion de espacios de gran vivificación metabólica incurentas (esto es, los que facultan precisamente la posibilidad de la autocoacción psíquica individual), han de existir postulaciones conceptuales no sujetas a la posibilidad de contradicción de tipo divino que legitiman el desarrollo semiótico, concretamente, respecto la aparición histórica de los primeros códigos penales. Pues, como en el caso del código de Hammurabi (1750 a.C.), una vez que la violencia física queda sometida como recurso a un único agente y actor político, pueden extenderse los espacios metabólicos de autocoacción moral solo si van acompañado de una ideología religiosa de omnipotencia abstracta, pero cuyo representante en la tierra sea, naturalmente, el monarca de turno que se ha impuesto sobre todos los demás actores políticos-violentos: El monoteísmo parecería particularmente lógico como desarrollo uniformizador (frente a estadios anteriores de múltiples dioses) en paralelo, precisamente, con la necesaria uniformización de la violencia política respecto los primeros ciudad-estados agrarios.

Según la autora, puede seguirse la consolidación del patriarcado a partir del punto en que el orden social empezara a basarse semióticamente en una divinidad abstracta cada vez más masculino (en detrimiento de los relatos originalmente femeninos de la diosa-madre); que es también establecer una cierta equivalencia entre la masculinzación de la divinidad y su caractér, en tanto postulación abstracta, incorpóreo. Pues que solo en lo conceptual puede la cultura superar lo físico-espacial.

Pero al tener que postular sobre espacios abstractos de omnipotencia divina -que progresivamente se hacen cada vez más masculinos-, se acentuá este proceso de obviar la experiencia corporal que es inherente a la cultura misma (empezando con los grupos antropológicos orginalmente nómadas): de tal forma que no solo se convierte la experiencia femenina en una suerte de “doble vida” que no ha tenido históricamente voz propia, sino que la experiencia corporal y emotiva en general tambien se opaca de alguna manera, puesto que todo ser cultural depende en su mismo origen de someter y desplazar, de alguna manera, el estar.

Pero el cuerpo y la parte somatosensoria de nuestra cognición sigue por su camino, como si dijéramos, de manera que la progresiva racionalización del espacio cultural no incide de ninguna manera sobre lo que parecería filogénticamente ya consolidado. Y eso implica que la atemperación general que conlleva la experiencia sedentaria parecería necesitada de ampliar los espacios miméticos a disposicion de los sujetos homeostáticos precisamente para suplir, por medio del aumento de la viviencia sensoriometabólica, lo que otrora hubiera defenido la mecánica original de los grupos humanos y su integeración a través de la reconstitución sociorracional.

La violencia homeopática se convierte, por tanto, en apoyo auxiliar de los contextos sedentarios en tanto que proporciona fuertes estímulos que soslayan, de alguna manera, las consecuencias morales-corporales de la violenica: los rituales religiosos, el deporte (o combate) como espectáculo, la experiencia estética y los medios de comunicación (entre otros) se convierten en vías de llegada de experiencias catárticas que alimentan la reconstitución sociorracional; o como una centralidad que constituye la racionalidad cultural respecto de una experiencia colectiva histórica determinda que, sin embargo, depende de una perferia de anomia sensoria que actúa como el mismo porqué de lo social nuevamente renovado.

La pugilística nietizcheana (el problema de Socrates) que desemboca en la violencia ideológica que, como tiene una base en lo espistémico, no tiene siempre por qué materializarse sobre un plano corporal con daños y víctimas personales para actuar como una fuerza vivificadora (pero sí que es importante que amenace con ello). Porque el “problema” en cuestón (o así lo interpretamos nosotros) no era Socrates sino las cirunstancias históricas a las que se enfrentaba: porque muy lógicamente puede suponerse que la naturaleza de la experiencia social, respecto de una Grecia urbana más evolcionada, fue haciéndose cada vez menos dependiente en su viabildad en el tiempo de la guerra; pero la violencia ideológica -aquella que no desborde su propia naturaleza abstracta y conceputal- es una forma de “violencia” y “agresividad” (más metabólica que corporal) que sí que se compatibilza facilmente con la experiencia sedentaria y urbana (aunque siempre interesa que permanezca el poso de una vaga ameneza solo barruntada de violencia potencial).

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Comprensión de lo ritual en términos de ahorro energético que aprovecha la memorística humana en su vertiente corporal para “excusar” el ser humano de tareas cognitivas causales demasiado árduas. Es decir, lo familiar una vez que llegue a serlo crea seguridad y confort límbicos en el sujeto lo que vuelve a colocar todo en un entorno correlativo, librando el organismo para nuevas contingencias causales sobrevenidas.

Ejercicio 3

Se percibe una curiosa conexión con la figura y función -según Nietzsche1– de Sócrates por una parte, y la democracia por otra: pues es sintomático de este cambio hacia una mayor independencia individual (frente a las estructuras familiares y de clan) que se diera en la antigua Grecia la creación de contextos de pugna no física de tipo dialéctico, tanto de carácter filosófico-epistémico como respecto la democracia misma; que ambos pueden entenderse como una forma de descoporiezar el conflicto civil convirtiéndolo en actividad sostenedora de lo sedentario (que vivifica en tanto antagonismo ideológico pero sin pasar, inicialmente, a un plano de violencia física): o sea, tal como N analiza a Sócrates como una necesidad que tenía Atenas de una forma de pugilismo no corporal sino dialéctico que fascinara a la juventud, lo mismo puede pensarse de la democracia, esto es en relación en ambos casos con la viabilidad sedentaria, pues que se están facultando espacios no físicos (o sea, de carácter mimético) para la vivificación metabólica y emotiva que, en un principio, se limitan a un plano exclusivmanente lingüísitco-simbólico.

1En el capítulo “El problema de Sócrates” en El ocaso de los ídolos o cómo filosofar a martillazos.

Ejercicio 4

Postulamos la dependencia de los contextos sedentarios en la guerra de una manera u otra; y esto debe de ser el anverso y el reverso de la realidad patriarcal: que si puede decirse que la sociedad occidental (entre otras, ¿o todas?) es patriarcal, también debe decirse que son sociedades dependientes de la guerra; que si las dos cosas van juntas históricamente (guerra y el patriarcado), también comparten una misma relacion con el presente: si patricarcal, entonces también bélico-dependiente. En todo caso, la dependencia de la experiencia sedentaria en la guerra como realidad histórica es evidente; y la dependencia estructural en la guerra es asimismo un refuerzo permanente de las dinámicas patriarcales.

De manera que, tanto nuestra dependencia como sociedades en la violencia junto con la experiencia vital femenina, se convierten en realidades crípticas que eluden de alguna manera su expresión y exámen racionales puesto que parecería que nuestra propia cognición (esto es, la posibilidad misma de lo racional) es producto ontológico construido (en tanto el ser) a partir de un plano socio-homeostático anterior (el estar). Luego, se hace extremadamente dificil volver a contemplar, desde el ser racional y socionormativo, el antecedente prerreflexivo que es su mismo fundamento: de ahí que defendamos que se puede muy bien abordar racionalmente todo (con esfuerzo y determinación) mas no se puede superar lo sagrado, entendido esto en un sentido que se pretende técnico respecto de toda consciencia individual que es, en realidad, producto y apéndice de la experiencia histórico-cultural de un colectivo.

Aunque dicha dificultad de circunspección psicofisiológica para desde el ser volver a analizar nuestro propio estar socio-homeostático resulta árdua, no es del todo imposible, si bien la cultura universal no puede, en este aspecto concretamente, depender de una suerte de quehacer metabólico cuya práctica sea solo para disciplinados espartanos con gran arrojo de voluntad, sino que, como su misma etimología lo indica, la cultura desde siempre ha puenteado la laguna enter el estar homeostático y el ser sociorracional a traves de su re-ligamiento ritual y empistémico, esto es, por medio de la religión.

Algunos ejemplos claros de dispostivos históricos en este sentido religantes son el Dionisio griego, la transición veterotestamentaria entre Abel-Caín-Set o el mismo Jesus Cristo.

Ejercicio 5

No son las religiones que derivan hacia la violencia ideológica, sino la condición en general sedentaria que supone el ímpetu propulsor detrás de la religión misma; pues inicialmente la violencia intergrupal sirve inexorablemente como imposición de sentido estructural respecto los contextos antropólogos (en el sentido aquí defendido de que siempre puede tentar el uso de la violencia como modo primario de orden que se vuelve a asentar cuando fallan otras formas de orden institucional).

Pero la experiencia sedentaria no se hace viable en el tiempo frente a grandes disrupciones colectivas y el espectro generalizado de zozobra y padecimientos corporales contemplados: los sujetos homeostáticos precisan, por lo tanto, de espacios rituales epistémicamente apoyados para su propia vivificación senoriometabólica que se limiten, en principio, a un ámbito simbólico-semiótico incruento. Aunque se acaba estableciendo una misma dependencia en la vivificación sensoriometabólicamente violenta (esa misma relación de siempre que tenemos como grupos con la imposción humana), su paradigma de actuación es ahora de carcáter fisiológico-neuroquímico que solo exepcionalmente (en estado precisamente de crisis) trasciende al plano político-moral de los cuerpos físicos.

Es decir, que es la religión lo que faculta grandes espacios miméticos para los sujetos homeostáticos para el ejercicio metabólico de su propia, nunca culminada, integración fisiológica y nueroquímica al grupo de dependencia; y es la religión como dispostivo que soluciona, de alguna manera, el problema de la violencia endogrupal al brindar, además de espacios rituales (al que nos aferramos como cuerpos físicos), el amparo en ultima instancia de más importancia que es al abrazo epistémico y sociorracional en el que nos envolemos como sujetos homeostáticos y en tanto creyentes.

Surge, no obstante, cierto escollo respecto de la fuente más profunda de estabilildad y orden sedentarios que puede entenderse como el dolor mismo, pues si la sociorracionalidad debe entenderse como respuesta a la anomia de la singularidad física y homeostático-emotiva de cada uno, el alimento último metabólico a nuestra disposición viene ser el espectáculo del padecimiento y aflicción ajenos.

Pero una vez que históricamente la religión haya extirpado la violencia física de entre los sujetos co-pertenecientes de cualquier grupo cultural, surge cierta opotrunidad metabólica (sin duda de gran intensidad) en forma de la violencia exogrupal, pues la contención dentro del grupo propio de la violencia puede decirse que se compensa, de alguna manera, a través de la belicosidad intergrupal (que produce el efecto insidioso de reforzar la unión interna sociorracional de cada una de las partes para sí, al tiempo que incurre en la paradójica -e intelectualmente bufonesca- denigración de la humanidad exogrupal ajena). Sin embargo, es necesario reconocer que una relación a través de la simbiosis bélica de este tipo constituye algo así como el modo estándar de sostenimiento sedentario a lo largo de la historia universal humana.

(Por si usted no lo supiera ya)

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«Hard Science», pero de verdad

Para C. Wright Mills en beneficio y provecho generales

Ciencia de riesgo: Quizá sea el “efecto Oppenheimer” causado por la película de Christopher Nolan, que nos ha recordado a millones de espectadores los efectos devastadores que puede tener una investigación científica. O quizá todo venga de mucho más atrás, de la historia machacona de la criatura que se escapa de las manos de su creador, que podemos rastrear hasta el “Frankenstein”de Mary Shelley y que Hollywood ha ordeñado hasta la náusea. Quizá no sea más que el miedo atávico a lo desconocido que nos viene puesto de serie desde la noche de los tiempos, cuando éramos ratas huyendo de las fauces de los tiranosaurios

Javier Sampedro, El País 20sep23

Ejemplo interesante de complejidad como sistema en el tiempo pues la sociorracionalidad como eje de los grupos antropológicos y en tanto embudo respecto la vivencia homeostática de los individuos, es dispositivo imperativo para la permanencia colectiva al tiempo que supone una amenaza a la misma a partir de los contextos sedentarios.

Por ello resulta que puede concebirse en la misma línea paradójica que la de la violencia (que da vida en tanto imposición vital tanto como la quita); o el origen etimológico de fármaco que puede referirse tanto a un veneno como a una cura (en la forma de pharmakós). Es decir, se trata de una ambivalencia técnica que permite rangos de operatividad según las circunstancias fácticas en las que se desarrolla la experiencia colectiva, en donde las cosas se amoldan según el ímpetu vital en una u otra dirección.

Total, que una vez que se entienda esta plasticidad de los sistemas antropológicos como quizá el principal garantía y salvaguarda del tiempo existencial de la especie, cae por su propio peso que el progreso definitivo humano no empezaría sino a partir del momento en que los seres humanos pudieran gestionar su propia experiencia antropológica (y terráquea) desde una óptica regidora externa a su propia experiencia homeostática como organismos vivos. Y solo eso pudiera considerarse el progreso definitivo, puesto que antes de eso quedamos sujetos por una evolución filogénica que, en vista del posterior desarrollo tecnológico-material histórico, no puede calificarse sino de “defectiva”.

Y en función de la bipartición base de la cognición humana (entre una parte homeostática y prerreflexiva, sujeta por el sistema nervioso y neuroquímico, frente a la vivencia focalizada de la subjetividad consciente del yo), se replicaría a nivel antropológico-estructural a través de una división entre una entidad gestora regente reubicada de forma extra o supra homeostática, ahora frente al espacio fisiocorpóreo humano universal y terráqueo.

Si bien, en tanto que la experiencia humana corporal ha de considerarse el locus de pertenencia colectiva, no se tendría más remedio que seguir gestionado las «células» del tejido antropológico planetario en forma de ámbitos lingüístico-culturales distintos y, en principio, geográficamenete diferenciados. De manera que no tendrían de qué apurarse, quiero decir, nuestros amiguetes patrióticos y nacionalizantes de todas las partes posibles enfrentadas, como siempre y universalmente, entre sí.

Pero la verdad es que el sujeto homeostático sociorracional entraría en pánico si tuviéramos que aceptar algo así como real (o siquiera lógica e históricamente plausible).

¡Imagínese!

Aunque bien mirado se trataría de una condición impuesta por nuestra forma de cognición. De hecho, argumentamos aquí en las páginas de este blog que el dispositivo histórico que es Jesus Cristo, si se concibe desde una óptica antroestructural, logra en realidad resolver el problema de la conciencia humana y nuestra incapacidad última de abrazar el sentido auténticamente empírico de la experiencia humana; ese sentido que obliga a entendernos como objetos de planos y fuerzas tempo-estructurales que reducen a una quimera la vivencia de nuestra propia subjetividad.

Pues el Cristo de la Pasión se nos presenta como objeto humano inmolado con quién nosotros, sin embargo, nos hemos de relacionar (según las ideas y prácticas católicas al uso) a través de la comunión por medio de nuestra ingesta -metafórica o mimética- del cuerpo y sangre de Cristo. Es decir, se nos pide que de una forma agentiva y como sujetos accedamos de nuestra propia volición a consumir el objeto ofrendado.

Pero he aquí que el sentido en realidad más profundo de la comunión -y creo que a todos se nos barrunta ya con cristalina claridad a estas alturas (o quizás desde siempre)- no trata de la consagración de ningún acto o voluntad nuestro sino del hecho para nosotros un tanto elíptico y de difícil si no imposible asunción, que en el alimento que de una u otra forma y circunstancias seamos nosotros para los demás, está el sentido verdadero (empírico en tanto estructural) de toda pertenencia antropológica.

Pero a ver cómo te dicen eso a las claras, y luego pedir que te vuelvas al tajo de proseguir con la vida, sin más.

O al menos esta tesis la defiendo yo: que una concepción neuroantropológica que hoy día puede ya divisarse gracias a los adelantos recientes (desde los años 90, diría yo) respecto nuestro conocimiento del cerebro que permitiría, en efecto, considerar como ámbitos diferenciados la socio-homeostasis frente al la racionalidad como constructo fisiológico-cultural específico, ya subyace a la narrativa de los Evangelios (siguiendo específicamente el argumento de Rene Girard que entiende el Cristo de La Pasión como el punto humanizador más importante de la historia en tanto que supone un modelo de elevación de la psique humana por encima de las estructuras persecutorias inherentes a nuestra mente “tribal”)*.

Aunque, claro está, se entiende que el poder real del Evangelio solo se realiza en función de la creencia sostenida por el individuo en el Dios padre, pues evidentemente el mensaje tiene que apoyarse -como todo relato teogónico prescriptivo- en la imposibilidad empírica de contradicción. O así desde siempre las culturas humanas han bregado con el dilema de nuestra cognición a través de relatos que fundamentan todo entorno racional y formalmente lógico sobre la premisa base de un poder sobrenatural tanto inciador como legitimador (que legitima precisamente porque inicia) más allá de toda posibilidad de contradecirse.

Pero como ya sabemos hoy, a través de construcciones semióticas «opróbicamente» relevantes para el sujeto homeostático perteneciente, pueden crearse contextos fisiológicos que constituyen en sí mismos espacios de sentido sociorracional que precisan de explicaciones axiológicas solo en tanto pretexto de su propia vivificación fisiológica, sin que importe demasiado, por lo general, la exactitud empírica de las mismas. Pues es sobre el plano sociohomeostático de los cuerpos agregados donde siempre ha brotado el sentido real del orden sedentario en el tiempo, siendo nuestra comprensión conceptual del mismo (en tanto semióticas en forma de narrativas de cualquier índole) instrumento más bien para articular y preservar espacios fisiológico-metabólicos que solo secundariamente abarcan lo empíricamente real, o lo que más se aproximaría a ello.

En esto el sincretismo es lo mejor que hay, pues una nueva generación se sujeta por la quimera parcial de cualquier tradición cultural previa para ir al grano, digamos, de su propia vivificación metabólica en todo presente antropológico que es, a fin de cuentas, la esencia del tiempo humano. Y desde esta óptica, es el estar colectivo que convierte en accesorio complementario el mismísmo ser cultural (¡aunque esto tampoco puede decirse a las claras!).

Es decir, conviene no olvidar la aplicación digamos estructural que tiene la racionalidad en tanto instrumento del que se sirven los grupos antropólogos para abrir a los individuos pertenecientes la posibilidad de su propia integración fisioantropológica ( esto es, a través de nuestro propio yo racional socializado); y esto se logra no reprimiendo completamente la emotividad individual sino encauzándola para entrar a formar un bucle de tipo simbiótico entre nuestras pulsiones más espontáneas y la sociorracionalidad consabida que colectivamente se exige a todo sujeto homeostático perteneciente.

De tal manera que el conjunto de nuestra experiencia sensorio-homeostática (es decir, de lo percibido en sí y como sensorium) acaba convirtiéndose en una forma de alimento para ulteriores reconstituciones sociorracionales, por mor de la preservación de espacios de vivificación sensoriometabólica a disposición de los sujetos pertenecientes y sin que se llegue a la violencia real (o sea, la no mimética); ni que el sujeto homeostático tenga necesariamente que incurrir en ninguna transgresión socio-opróbica grave (aunque si amenazar con ello pues la transgresión -y su anticpación- constituye una fuerza catalizadora imprescindible para la experiencia sedentaria colectiva).

En resumen, como dicta la escisión entre lo homeostático y la racionalidad consciente (ecisión que nos parte por en medio, como si dijéramos) no podemos nunca alejarnos del todo como operadores racionales agentivos de nuestra condición socio-homeostática de objetos -en ultima instancia, del contexto espaciotemporal y social del que dependemos.

El Cristo de la Pasión, en plabras de Rene Girard, marca un principio de distanciamiento entre estos dos ámbitos de vivencia que nos constituyen, y en tanto que la bondad humana, a partir de Cristo, incluye también cierto elemento de circunspección psicológica y sana sospecha respecto a los motivos homeostáticos y preconscientes que se afanan en nosotros previo a nuestros actos y eludiendo frecuentemente nuestra comprensión racional de los mismos: “Perdónenles Padre, porque no saben lo que hacen“; y las tribulaciones de Pedro, en general, por no negar a su maestro (todo esto parafraseado y con perdón) son algunos de los argumentos bíblicos que esgrime Girard para apoyar la interpretación de Cristo como un dispostivo en realidad psicológico que intencionadamente pretende brindar a los seres humanos la posibilidad de dar un paso atrás respecto a su propia zozobra vital como criaturas socio-homeostáticas (propensas por lo tanto y por razones evolutivas, a la violencia como garante más a mano de un nuevo sentido colectivo).

Pero sin aclararlo en términos modernos ni científicos (evidentemente), queda nuestra naturaleza propiciatoria, a partir de Jesús, en entredicha y cuyo sentido negro se asociará, de ahí en adelante, con el concepto de chivo expiatorio que puede decirse que se inventó, con su sentido totalmente contemporáneo que aun a día de hoy retiene, en el Nuevo Testamento (en tanto que es algo que se ha de superar siquiera como ritual, pero cuyo sentido en el Antiguo Testamento no se cuestionaba aún sino que solo se atemperaba al proscribir, por ejemplo, los sacrificios humanos).

Pues eso: se trata ahora y estas alturas de la historia humana, de una forma mucha más elaborada del mismo amor y bondad como engaño del que afectuara el así referido hijo del hombre, y como gestor último de una misma ofrenda:

Portada discográfica del año 1990

* René Girard en El chivo expiatorio (1982)