«Hard Science», pero de verdad

Para C. Wright Mills en beneficio y provecho generales

Ciencia de riesgo: Quizá sea el “efecto Oppenheimer” causado por la película de Christopher Nolan, que nos ha recordado a millones de espectadores los efectos devastadores que puede tener una investigación científica. O quizá todo venga de mucho más atrás, de la historia machacona de la criatura que se escapa de las manos de su creador, que podemos rastrear hasta el “Frankenstein”de Mary Shelley y que Hollywood ha ordeñado hasta la náusea. Quizá no sea más que el miedo atávico a lo desconocido que nos viene puesto de serie desde la noche de los tiempos, cuando éramos ratas huyendo de las fauces de los tiranosaurios

Javier Sampedro, El País 20sep23

Ejemplo interesante de complejidad como sistema en el tiempo pues la sociorracionalidad como eje de los grupos antropológicos y en tanto embudo respecto la vivencia homeostática de los individuos, es dispositivo imperativo para la permanencia colectiva al tiempo que supone una amenaza a la misma a partir de los contextos sedentarios.

Por ello resulta que puede concebirse en la misma línea paradójica que la de la violencia (que da vida en tanto imposición vital tanto como la quita); o el origen etimológico de fármaco que puede referirse tanto a un veneno como a una cura (en la forma de pharmakós). Es decir, se trata de una ambivalencia técnica que permite rangos de operatividad según las circunstancias fácticas en las que se desarrolla la experiencia colectiva, en donde las cosas se amoldan según el ímpetu vital en una u otra dirección.

Total, que una vez que se entienda esta plasticidad de los sistemas antropológicos como quizá el principal garantía y salvaguarda del tiempo existencial de la especie, cae por su propio peso que el progreso definitivo humano no empezaría sino a partir del momento en que los seres humanos pudieran gestionar su propia experiencia antropológica (y terráquea) desde una óptica regidora externa a su propia experiencia homeostática como organismos vivos. Y solo eso pudiera considerarse el progreso definitivo, puesto que antes de eso quedamos sujetos por una evolución filogénica que, en vista del posterior desarrollo tecnológico-material histórico, no puede calificarse sino de “defectiva”.

Y en función de la bipartición base de la cognición humana (entre una parte homeostática y prerreflexiva, sujeta por el sistema nervioso y neuroquímico, frente a la vivencia focalizada de la subjetividad consciente del yo), se replicaría a nivel antropológico-estructural a través de una división entre una entidad gestora regente reubicada de forma extra o supra homeostática, ahora frente al espacio fisiocorpóreo humano universal y terráqueo.

Si bien, en tanto que la experiencia humana corporal ha de considerarse el locus de pertenencia colectiva, no se tendría más remedio que seguir gestionado las «células» del tejido antropológico planetario en forma de ámbitos lingüístico-culturales distintos y, en principio, geográficamenete diferenciados. De manera que no tendrían de qué apurarse, quiero decir, nuestros amiguetes patrióticos y nacionalizantes de todas las partes posibles enfrentadas, como siempre y universalmente, entre sí.

Pero la verdad es que el sujeto homeostático sociorracional entraría en pánico si tuviéramos que aceptar algo así como real (o siquiera lógica e históricamente plausible).

¡Imagínese!

Aunque bien mirado se trataría de una condición impuesta por nuestra forma de cognición. De hecho, argumentamos aquí en las páginas de este blog que el dispositivo histórico que es Jesus Cristo, si se concibe desde una óptica antroestructural, logra en realidad resolver el problema de la conciencia humana y nuestra incapacidad última de abrazar el sentido auténticamente empírico de la experiencia humana; ese sentido que obliga a entendernos como objetos de planos y fuerzas tempo-estructurales que reducen a una quimera la vivencia de nuestra propia subjetividad.

Pues el Cristo de la Pasión se nos presenta como objeto humano inmolado con quién nosotros, sin embargo, nos hemos de relacionar (según las ideas y prácticas católicas al uso) a través de la comunión por medio de nuestra ingesta -metafórica o mimética- del cuerpo y sangre de Cristo. Es decir, se nos pide que de una forma agentiva y como sujetos accedamos de nuestra propia volición a consumir el objeto ofrendado.

Pero he aquí que el sentido en realidad más profundo de la comunión -y creo que a todos se nos barrunta ya con cristalina claridad a estas alturas (o quizás desde siempre)- no trata de la consagración de ningún acto o voluntad nuestro sino del hecho para nosotros un tanto elíptico y de difícil si no imposible asunción, que en el alimento que de una u otra forma y circunstancias seamos nosotros para los demás, está el sentido verdadero (empírico en tanto estructural) de toda pertenencia antropológica.

Pero a ver cómo te dicen eso a las claras, y luego pedir que te vuelvas al tajo de proseguir con la vida, sin más.

O al menos esta tesis la defiendo yo: que una concepción neuroantropológica que hoy día puede ya divisarse gracias a los adelantos recientes (desde los años 90, diría yo) respecto nuestro conocimiento del cerebro que permitiría, en efecto, considerar como ámbitos diferenciados la socio-homeostasis frente al la racionalidad como constructo fisiológico-cultural específico, ya subyace a la narrativa de los Evangelios (siguiendo específicamente el argumento de Rene Girard que entiende el Cristo de La Pasión como el punto humanizador más importante de la historia en tanto que supone un modelo de elevación de la psique humana por encima de las estructuras persecutorias inherentes a nuestra mente “tribal”)*.

Aunque, claro está, se entiende que el poder real del Evangelio solo se realiza en función de la creencia sostenida por el individuo en el Dios padre, pues evidentemente el mensaje tiene que apoyarse -como todo relato teogónico prescriptivo- en la imposibilidad empírica de contradicción. O así desde siempre las culturas humanas han bregado con el dilema de nuestra cognición a través de relatos que fundamentan todo entorno racional y formalmente lógico sobre la premisa base de un poder sobrenatural tanto inciador como legitimador (que legitima precisamente porque inicia) más allá de toda posibilidad de contradecirse.

Pero como ya sabemos hoy, a través de construcciones semióticas «opróbicamente» relevantes para el sujeto homeostático perteneciente, pueden crearse contextos fisiológicos que constituyen en sí mismos espacios de sentido sociorracional que precisan de explicaciones axiológicas solo en tanto pretexto de su propia vivificación fisiológica, sin que importe demasiado, por lo general, la exactitud empírica de las mismas. Pues es sobre el plano sociohomeostático de los cuerpos agregados donde siempre ha brotado el sentido real del orden sedentario en el tiempo, siendo nuestra comprensión conceptual del mismo (en tanto semióticas en forma de narrativas de cualquier índole) instrumento más bien para articular y preservar espacios fisiológico-metabólicos que solo secundariamente abarcan lo empíricamente real, o lo que más se aproximaría a ello.

En esto el sincretismo es lo mejor que hay, pues una nueva generación se sujeta por la quimera parcial de cualquier tradición cultural previa para ir al grano, digamos, de su propia vivificación metabólica en todo presente antropológico que es, a fin de cuentas, la esencia del tiempo humano. Y desde esta óptica, es el estar colectivo que convierte en accesorio complementario el mismísmo ser cultural (¡aunque esto tampoco puede decirse a las claras!).

Es decir, conviene no olvidar la aplicación digamos estructural que tiene la racionalidad en tanto instrumento del que se sirven los grupos antropólogos para abrir a los individuos pertenecientes la posibilidad de su propia integración fisioantropológica ( esto es, a través de nuestro propio yo racional socializado); y esto se logra no reprimiendo completamente la emotividad individual sino encauzándola para entrar a formar un bucle de tipo simbiótico entre nuestras pulsiones más espontáneas y la sociorracionalidad consabida que colectivamente se exige a todo sujeto homeostático perteneciente.

De tal manera que el conjunto de nuestra experiencia sensorio-homeostática (es decir, de lo percibido en sí y como sensorium) acaba convirtiéndose en una forma de alimento para ulteriores reconstituciones sociorracionales, por mor de la preservación de espacios de vivificación sensoriometabólica a disposición de los sujetos pertenecientes y sin que se llegue a la violencia real (o sea, la no mimética); ni que el sujeto homeostático tenga necesariamente que incurrir en ninguna transgresión socio-opróbica grave (aunque si amenazar con ello pues la transgresión -y su anticpación- constituye una fuerza catalizadora imprescindible para la experiencia sedentaria colectiva).

En resumen, como dicta la escisión entre lo homeostático y la racionalidad consciente (ecisión que nos parte por en medio, como si dijéramos) no podemos nunca alejarnos del todo como operadores racionales agentivos de nuestra condición socio-homeostática de objetos -en ultima instancia, del contexto espaciotemporal y social del que dependemos.

El Cristo de la Pasión, en plabras de Rene Girard, marca un principio de distanciamiento entre estos dos ámbitos de vivencia que nos constituyen, y en tanto que la bondad humana, a partir de Cristo, incluye también cierto elemento de circunspección psicológica y sana sospecha respecto a los motivos homeostáticos y preconscientes que se afanan en nosotros previo a nuestros actos y eludiendo frecuentemente nuestra comprensión racional de los mismos: “Perdónenles Padre, porque no saben lo que hacen“; y las tribulaciones de Pedro, en general, por no negar a su maestro (todo esto parafraseado y con perdón) son algunos de los argumentos bíblicos que esgrime Girard para apoyar la interpretación de Cristo como un dispostivo en realidad psicológico que intencionadamente pretende brindar a los seres humanos la posibilidad de dar un paso atrás respecto a su propia zozobra vital como criaturas socio-homeostáticas (propensas por lo tanto y por razones evolutivas, a la violencia como garante más a mano de un nuevo sentido colectivo).

Pero sin aclararlo en términos modernos ni científicos (evidentemente), queda nuestra naturaleza propiciatoria, a partir de Jesús, en entredicha y cuyo sentido negro se asociará, de ahí en adelante, con el concepto de chivo expiatorio que puede decirse que se inventó, con su sentido totalmente contemporáneo que aun a día de hoy retiene, en el Nuevo Testamento (en tanto que es algo que se ha de superar siquiera como ritual, pero cuyo sentido en el Antiguo Testamento no se cuestionaba aún sino que solo se atemperaba al proscribir, por ejemplo, los sacrificios humanos).

Pues eso: se trata ahora y estas alturas de la historia humana, de una forma mucha más elaborada del mismo amor y bondad como engaño del que afectuara el así referido hijo del hombre, y como gestor último de una misma ofrenda:

Portada discográfica del año 1990

* René Girard en El chivo expiatorio (1982)