Salirse de los ciclos de olvido (carta a Ángelo)

(Referencia sin intención comercial)

 

Así puede situarse y explicarse uno en el mundo, diciéndose que la vida pasa, que somos demasiado pequeños para reaccionar ante cada injusticia, ante cada matanza que consideremos indigna. Porque somos muy poca cosa de uno en uno y hasta en grupo y qué podíamos hacer sino no hacer nada, más allá de compadecernos y querer saber y querer mirar hasta que el dolor fuera tan insoportable que ya no pudiéramos saber ni mirar porque bastaba con bajar el dedo sobre la pantalla del teléfono para dejar de hacerlo y la tentación era fuerte: la tentación era vivir. Qué podrá importar el presente en el futuro y quién podrá juzgar nuestras impotencias. Eso podremos decirnos, cuando todo pase: que ya pasó, que hicimos lo que pudimos. Que al menos quisimos saber. Que seguirá pasando el calendario y todo lo que hoy nos revuelve y nos indigna acabará siendo el olvido de los que vengan, que otros olvidos traerán.

José Luis Sastre “Nada importa, todo pasa” en El País 1nov23

 

¿Es acertada la importancia que, inexorablemente, haya que depositar en “los del futuro”? La condición metabólica de poder olvidar y el necesitar anhelante de la desmemoria -gracias a las vivencias anteriores metabólicas y socio-homeostáticas de su misma adquisición- parecerían lo verdaderamente importante, sin que importe mucho la especificidad singular; que siga el tiempo biológico de la especie, y todo lo demás que no pese tanto, <<por Dios>>.

Aunque irrita sobremanera el carácter ahuecado, por tanto, de la vida que esta idea implica pues que nuestra esencia más preciada e inherente a nosotros (el valor mismo de la vida), resulta que está extrínsecamente en los otros que están aún por llegar.

¿Debe existir la voz humana por encima de estos ciclos metabólicos del olvido? Pues parto de la comprensión técnica (que he argumentado como tal y eso tal como he podido) de su existencia, pero la pregunta más interesante, me parece, es de que si debe, pues ¿no supone eso también un dejar de ser humano en tanto que todo lo humano lo es precisamente porque tiene lugar dentro del marco socio-homeostático de la viabilidad antropológica?

Entonces, bien puede haber algo más allá de una cultura en concreto (esto ya se ha de entender como perfectamente plausible hoy en día, o bien desde hace en realidad siempre, pues los vericuetos de muchos millones de existencias han atestiguado, una y otra vez, el hecho del mestizaje en múltiples formas y grados). Pero no puede haber nada más allá de la cultura entendida como el locus socio-homeostático de la personalidad humana. Un más allá respecto de una cultura determinada sí, pero no existe un más allá del contexto socio-metabólico y antropológico del que depende la fisiología humana terráquea. Si bien, puede interponerse distancia entre la visceralidad (el estar) y el ser racional y agentivo.

He aquí mi planteamiento del tema suprahomeostático en dos grados o formas:

-como metedología intelectual que logra zafarse de la emotividad rectora de lo homeostático (en tanto técnica aprendida, perfeccionada a través del desarrollo del pensamiento abstracto-científico, o bien a resultas de, simplemente la maduración personal).

-en su forma extrema de poder incidir en la homeostasis ajena, individualmente y respecto también grupos, hasta en su extensión demográfica. Y el espacio que de ello resulta incluye la extrapolación del cuerpo físico rector (y asimismo como grupo) de entre las contingencias socio-homeostáticas del nivel cultural y antropológicamente operativos.

Puede entenderse, respecto este segundo modo de relación suprahomeostática, como una aplicación sagaz de la comprensión del tiempo antropológico (desde una óptica teórica, quiero decir) como una división entre el estar sociohomeostático y el ser sociorracional y culturalmente particular que, en su vertiente macro, estructural y terráquea, ha de conceptuarse como la pulsación del tiempo humano mismo a través de la integración fisioantropológica de la conciencia individual (eso que, a grandes rasgos, entendemos por medio de las ideas de Daniel Kahneman, pero extrapoladas, a modo de ejercicio teórico, a su nivel más demografícamente extendida y como diacronía en el tiempo).

Pues pudiendo hablar de esta manera, tal como lo permite el español (en oposición desde luego al simple to be del inglés), dirémos que es el ser racional y agentivo que, al reconstituirse a partir del estar sociohomeostático anterior, se convierte en rector delegado de éste; pero en el ascender performativo del individuo hacia una dimensión estructural antropológica, el estar que se hace ser implica una posición regidora del gestor frente a la de los multiples usuarios: se trataría de la proyección estructural y terráquea de manera esencialmente idéntica a como, respecto la cognición humana individual, el ser se apodera, (en cierto sentido falsamente), del estar prerreflexivo anterior y socio-homeostático.

Pero no es que el cuerpo físico rector se vuelva inmaterial (especulo, pues nada sé sobre su base técnica real más allá de una posible noción novedosa y no exactamente inaudita de la explotación de la luz que emite el mismo planeta Tierra) sino que se produce una ralentización que no interrupción completa respecto los lazos socio-homeostáticos, elevando, por así decirlo, la posición rectora física por encima del locus mismo de la incorporación socio-homeostática individual.

Es decir, un grado de control y capacidad de incidir en la homeostasis ajena pone a distancia el cuerpo propio respecto el fluir sociohomeostático colectivo: las cosas te siguen afectando, pero de forma mucho menos inmediato; no vives con la misma inseguridad material (ya que el confort en este sentido te lo puedas proporcionar a través de los procesos fisioeconómicos que tú mismo diriges); y no teniendo, por lo visto, rival, no hay discusión respecto a la naturaleza absoluta de tu dominio sobre el tiempo humano.

Pero entonces surge al momento la urgencia de entender el problema de posición y respecto de qué vas hacer a partir de ella, y el problema moral que supone el tener que tener una respuesta propia a este cuestión; es decir, respecto al problema que es tu responsabilidad a partir de ubicarte de esta manera y al convertirte en Milller.

Y otro problema aún: el tener que aceptar -todos nosotros- que esta forma de efectiva tutela suprahomeostática de la humanidad está sin ninguna duda justificada desde la lógica de la supervivencia de la especie y la continuidad del tiempo humano, pues supone poner la posibilidad fisiológica humana a salvo, a partir de entonces, al menos de sí misma.

Es decir, has blindado el estar frente a los embates homicidas del todo ser histórico contingente y nacionalista particular que, de ahí en adelante, osara convertirse en actor estructural a través de los cuerpos culturalmente ajenos. Y todo drama de este tipo se convierte ya en cálculo tuyo respecto a las exigencias que ahora han de entenderse como de sostenimiento, a partir de unas antropologías sedentarias obligadas a simular su propia naturaleza cultural inherente a la que no pueden renunciar, pero sin entrar tampoco en conocimiento del estado real de tutela efectiva que constituye su propio tiempo colectivo.

Problema que es también obligar, entonces, a cierto ejercicio de complejidad contemplativa que sería necesario para aproximarse de forma racional a esta nueva concepción de condición humana y poder abrazarse a ella como concepto, y eso suponiendo que la obra humana de nuestra propia autocomprensión racional sea realmente en nuestro beneficio (cosa que yo desde luego doy por supuesto).

¿O va a ser mejor que sigamos serviéndonos de las metafísicas humanas ya existentes, pues la vacuidad de las cosas nunca se ha podido llenar realmente sino solo ocultar o arrumbar, prudentemente, de la razón, un poco y mientras sea posible, a la espera de la siguiente generación.

¿Lo dejamos, entonces, en manos de Dios, como siempre se ha dicho y hecho, como básicamente se sigue haciendo a día de hoy?

Va a ser eso, me parece.

Además, el porqué histórico de las religiones sedentarias debe de ser eso mismo, el que la cognición humana, escindida como está entre el estar y el ser, no tiene otra manera de sujetarse sino a través del mito. Si bien eso constituye, en realidad, un dispostivo de continuidad el el tiempo del grupo y no una prueba de la existencia de ninguna divinidad ni antropomorfa ni estuctural.

Pero de elevarse una entidad humana rectora, de la manera que he comentado aquí (y en otros textos) ¿no tendría que seguir relacionándose con nosotros por el mismo dispostivo re-ligante que es, por otra parte, autóctono, de una u otra manera y manifestación, a la experiencia humana sobre el planeta?

Sopesesándolo detenidamente, el razonmiento lógico nos lleva de cabeza (nunca mejor dicho) a esa conclusión: no hay otra manera de relacionarnos con la realidad diacrónica del tiempo de la especie, debido a nuestra congnición y su dependencia, en realdiad, de un colectivo socio-homeostático pese a la singularidad física aparente de cada uno.

Pero el cómo se relaciona cada uno con esta cuestión (la de la efectiva tutela suprahomeostática en la que vivimos) será probablmente cosa, hasta cierto punto, de cada uno en nuestra propia subjetividad individual. Aunque eso no tiene relevancia alguna respecto el hecho moral de que usted probablmente también deba saber de ello como noción que deba existir sobre su horizonte vital para poder relacionarse y definirise usted de una u otra manera frente ello (y negándolo necesariamente en alguna medida, pues dificulta el funcionamiento de las sociedades).

Pero es esa para mí certeza moral con la que acarreo yo.

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Salidas homeopáticas a la violencia en «El crisantemo y la espada» (1946) de Ruth Benedict

(Ueno Hikoma) grupo de académicos samuráis. Nagasaki, 1864

El régimen iconográfico del período Edo (1603-1868)

El uso de las espadas como símbolo de clase es un ejemplo interesante de violencia homeopática en tanto vivificación sensoriometabólica, pues se trata de una referencia visual constante a un plano de imágenes violentas (en la percepción colectiva) que apenas nunca se materializa; que los objetos como attrezzo son ellos mismo vehículo de esta forma de vivifificación sociomoral estrictamente metabólica.

Y eso parecería lógico dado que la violencia real fue reduciéndose cada vez más respecto a dicho período histórico, lo que a su vez se prestó a una vibrante actividad mercantil y artística, siendo importante para un contexto sedentario de estas caractérsticas el acceso a vivencias de violencia metabólica -pero que no directamente corporales- de función solo catártica o homeopática.

Es decir, se establece ahora un equilibrio entre la vivencia de la violencia y la viabilidad sedentaria; y que el desarrollo humano y cultural se sirve ahora de la violencia metabólica, la explota para su propia viabilidad, pero que la violencia ya no somete tanto -ni tan complemente- el contexto económico-cultural.

Se trata de la subordinación de la viabilidad sedentaria a una recurrente exposición de la violencia que refuerza -que no la debilita- dicha estabilidad, a modo de las peleas de gallo que estudiara Geertz1.

Y se podía decir que era la iconografía samurái que servía de permanente recordatorio, sobre el escenario social y cotidiano, de una violencia potencial y como “cósmica”, es decir, no sujeto a ninguna parte particular sino que subyace a todo; como un juego parecido a los gallos de Bali y los clanes locales, siendo que hay una parte de los componentes sociales que sí está legitimada en su uso de la violencia, pero esta violencia potencial, en realidad, pertenece a todos, que ese es el problema profundo que tanto pavor da al sujeto homeostático y perteneciente. Luego, ante este temor atávico que nos habita a todos, puede decirse que toda sociedad se basa en una suerte de “contrato social” aunque sea solo en la forma de este temor visceral y profundo y aunque no se haya conceptualizado ningún acuerdo razonado en este sentido.

Y cada vez que vuelve a hacer acto de presencia la violencia homeopática (en tanto intensa vivencia fisiometabólica como percepción del encontronazo entre seres humanos y los padecimientos ajenos, o la alusión estética a los mismos), dicho pacto vuelve a quedar sellado, y el lugar de cada uno nuevamente comprensible y visceralmente justificado.

Las diferencias sociales son claves pues sin ellas todo sería caos, dolor y muerte: en ellas como sujetos homeostáticos nos refugiamos, pese también a sus evidentes injusticias. Pero toda experiencia cultural organiza a su manera la violencia, si bien en todos los casos el orden social se debe precisamente a esa violencia; que la cognición humana busca la sociorracionalidad revulsivamente en contra de, pero al mismo tiempo alimentado por, la amenaza de la reaparición de la violencia física desabrida.

De manera que el orden social, universalmente y en todos los casos, logra equilibrarse en el tiempo en el punto en que convierte la violencia metabólica y no cruenta en su propio refuerzo. Y lo que sella esta suerte de contrato del orden sedentario no explícito es, simplemente, la circunstancia de tener un cuerpo físico, siendo el único amparo posible el grupo de pertenencia (y por extensión la sociedad en su conjunto y el orden tácito de las clases sobre el que se asienta).

Sin duda el problema histórico tiene que ver con el hecho de que no se puede racionalizar fácilmente este asunto, pues la cognición humana no puede entender la violencia como fuelle real de nuestra propia elevación cultural y, en ultima instancia, la piedra angular de la misma bondad humana. Pero como esto no cabe intelectualizarse sino que se efectúa una y otra vez por medio de la visceralidad fisiológica y neuroquímica, regresa sin cesar también la violencia física (parece ser universalmente y en todos los casos).

Respecto particularmente el periodo Edo en la historia de Japón, podemos trazar paralelismos con otros ámbitos culturales históricos que hubieran logrado una viabilidad homeopática muy parecida, a través, por ejemplo, de aquella figura del cuerpo humano inmolado en forma de T, con los brazos clavados en cada extremo del travesaño y los pies también clavados abajo, uno posiblemente sobre otro. La presencia iconográfica sobre el horizonte cultural de una imagen parecida surte el mismo efecto homeopático que la vivencia violenta percibida (por medio de cualesquiera tradiciones o dispostivos estéticos culturales), si bien hay matices diferentes en cada caso particular, sin duda.

La configuración de los grupos sociales del período Edo (también conocido como el período de <<paz armada>>), tal y como la autora los resume en los capítulos tres y cuatro del libro, incluye a una clase samurái que se ve reducida a una función militar no combatiente y más bien icónica, puesto que tenían prohibido el trabajo directo al mismo tiempo que guardaba el rigor del honor guerrero como código moral y toda su perafernalia ritual y estética. Pero este periodo de la historia del Japón, famoso por sus manifestaciones estéticas y refinamiento artístico, en parte propulsado por los propios samuráis que no tenía otra salida vital que el refinamiento cultural y el ponerse al servicio administrativo y gestor de los nobles locales correspondientes (los daimos), no se alejaba nunca completamente de la violencia, pues los samurái figuraban (literalmente en un sentido de coreografía) sobre el escenario social como una especie ellos mismos de utilería dramática en tanto referencia permanente a la voluntad humana de violenta imposición física, pero sin traducirse apenas nunca de forma estructualmente relevante en actos reales de agresión física.

Sólo con la tensión creada a través de la exhibición pública constante de estos personajes y sus espadas, quedaban nuevamente enaltecidas para todos las ventajas del orden social, tal y como está y pese a todas sus injusticias. O eso al menos por un tiempo, hasta un próximo recordatorio vivificador (aunque, repetimos, se trataría de una cognición visceral y no de conocimiento exactamente intelectual).

O, alternativamente, cabe esperar hasta el advento de las sociedades mediáticas contemporáneas (con la fotografía, el cine, la radio, la televisión junto con el espectáculo deportivo profesional más toda la pesca cibernética después.) Pues a falta de eso, el periodo Edo de la historia del Japón se ve que se las apañó de otra manera y como pudo, si bien el arte teatral y plástico de la misma época iba satisfaciendo las necesidades miméticas2 de dicha antropología de forma admirable, como es habitual, por otra parte, respecto la experiencia sedentaria en general.

Aunque, como no se ha racionalizado nunca (ni la vamos a hacer, al parecer), la violencia homeopática como aquí desarrollamos el concepto -que resuelve miméticamente nuestra dependencia de la violencia- debe considerarse un parche pues siempre vuelve la violencia cruenta (véase la solución suprahomeostática que ya tratamos en otro lugar).

Evidentemente, el caso Japonés y el militarismo histórico surgido a partir de la posterior Reforma Meiji sería un ejemplo claro, entre otros, de una evolución estructural que se hubiera degenerado respecto a punto de equilibrio anterior. Y es que por muy oximorónico que parezca, la antropología sedentaria depende de una relación estrecha con la violencia (sensoriometabólica y incruenta), pero suporta muy mal la guerra abierta y a gran escala.

(Con perdón por esta ultima perogrullada final)

1 1972 Juego profundo: notas sobre la riña de gallos balinesa

2 Término mimético aquí empleado según la acepción con la que lo maneja Norberto Elias.