El estar y el ser en «La banalidad» (1989) de José Luis Pardo

Del año 1989

I

….Estoy solo, completamente solo junto al mar y en esta habitación. Si hay algunas personas en este lugar, no se preocupan por mí, y yo no me preocupo por ellas. Vivimos en la mutua indiferencia. Ellos son cosas para mí, yo soy una cosa para ellos. No nos interferimos ni nos consolamos… El tampoco se ocupa de mi soledad, no entiendo su lengua, ignoro la letra de sus canciones insensatas. Sobre todo, no hablo….Cuando cae la noche, quiero mirar por la ventana a las casas de al lado y la ilusión diurna de vecindad se disipa, no aparece ninguna luz. Son las casas de nadie y nadie habita en ellas. Esta es una parte de mi vida completamente al margen de mi biografía. Tengo que conectar rápidamente mis aparatos audiovisuales para ser yo durante un tiempo el que vigile al mundo, en busca de un poco de calor humano.

«Para ser yo…»: así el acto de percibir es la piedra angular del yo; y en el arrancarse a discernir el mundo presentado mediáticamente, nos imponemos de alguna manera en el poder agentivo que somos_en tanto yo sociorracionalizado; quien puede entrar en comunión, pudiéramos decir, en tanto cuerpo singular embutido, no obstante, en la coraza -o armadura- sociofisiológica que la pertenencia homeostática al grupo cultural nos brinda.

Nuestra racionalidad como constructo en todos los casos cultural, es, por tanto, un traje_fisioantropológico en el que nos cobijamos, pero que existe gracias a nuestra vivencia homeostática; traje personalísimo que nos forjamos cada uno a lo largo de nuestra vida y como periplo sensorial homeostático. Pero como del estar sensoriometabólico se construye el ser ontológico individual y socializado, el proceso puede tener lugar de manera casi completamente virtual, pues lo moral-racional humano tiene que remitir a la existencia corporal individual mas no transcurre necesariamente respecto de un plano físico real, sino que es de carácter más metabólico y neuroquímico: la zozobra moral con la que brega el sujeto homeostático, como fenómeno fisiológico, antecede siempre cualquier acto posterior; de hecho la fisiología puede existir-existe ya- con derecho propio e independiente de los acontecimientos en última instancia interpersonales

He aquí el planteamiento que subyace al conjunto de los textos de este blog, que la antropología sedentaria ha podido desarrollarse porque ha explotado el lado sensoriometabólico y neuroquímico de la experiencia humana para poder elevarse por encima del espacio social corporal y solo proxémico.

Percibir, por tanto, como sujeto homeostático perteneciente (y por tanto culturalizado) es volver uno a afirmarse en su propio ser cultural; es pasar, una vez más, del estar singular desamparado al ser ontológico. Para eso estamos, para eso vertemos el estar idiosincrático nuevamente en el molde colectivo de lo que al final resulta ser la misma voz interna nuestra mediatizada por la existencia colectiva de los otros: el ser que somos cada uno siendo uno de ellos, esto es, de los nuestros.

He aquí el porqué de la sociorracionalidad y el porqué del yo socializado: porque la supervivencia evolutiva concierne siempre al grupo; y que es el grupo que ha de apropiarse de alguna manera de la vivencia homeostática y sensoriometabólica del individuo a través de la misma racionalidad como constructo cultural.

Pero este bucle incesante en el que vivimos, entre el estar singular y el ser sociorracional se convierte en nuestra intimidad misma, en el sentido más profundo de nuestra propia subjetividad. De esta manera, nos reconforta ser nosotros mismos, pues llevamos todo una vida estando para ser, sintiéndonos para ser, y percibiendo para ser; y, en general, experimentándonos en nuestras propias vivencias emotivas para ser, que es decir, para ser el yo perteneciente y socializado que a ratos nos reconocemos como tal, aunque, claro está, nunca podemos estar del todo seguros de nuestra propia pertenencia y puesto que necesariamente y por razones técnicas, hemos de seguir estando como cuerpos singulares singularmente desamparados; que si no, la misma racionalidad no tendría por qué existir.

He aquí el periplo funcional central de la posibilidad sedentaria que consiste en la íntima cuestión de nuestra propia pertenencia, ilusoria por imperativo estructural, y de la que no podemos nunca confiarnos del todo puesto que la posibilidad humana de lo moral depende precisamente de esta duda que en nosotros nos genera nuestra propia realidad sensoriocoroporal singular, este «estar» enajenado “in corpore” que, no obstante, es requisito inexorable para poder «ser».

 

II

El estar y los rituales

Los rituales y atrezzo religiosos, aunque sea uno de lo más ateo, son una cosa que se regala al_cuerpo, para el disfrute fisiocorpóreo que la cultura católico-española, por ejemplo, valora tanto. Los rituales se regalan al estar, que parece agradecerlos, hasta posiblemente precisarlos; o al menos eso desde la óptica mía de sujeto homeostático originalmente de una experiencia cultural que no tiene de forma explícita el estar (o sea, respecto la experiencia cultural en mi caso en inglés).

El estar se prende de los rituales porque se trata de un ámbito que fundamenta el razonamiento racional-cultural del ser ontológico, pero que no es razonador en sí mismo. Luego, la repetición es un instrumento de auto-organización del que se sirve el estar para apoyarse; mientras que la mente consciente y hermenéutica tiende a rechazar el sentido ritual, si bien el ser humano que suele gustar de los rituales, y de la rutina en general, no sopesa a menudo ni de forma intensa, a través del pensamiento focalizado (de alto coste energético), el porqué real y razonado de dicho goce.

Pero perecería indiscutible cierta sensación de integración en el goce como vivencia que no precise de una explicación racional focalizada (o que incluso se resiste a ella).

Cuestión del ser y estar religados a través de la narrativa

Pues el relato hace compatible, de nuevo, el estar con el ser, si bien nunca -o apenas nunca para la mayoría de las personas- resulta intelectualmente comprensible sino solo de forma o manera_<<mitológica>>. Pues toda narrativa más o menos antropológica tiene esta misma función tácita, la de la religación del estar con el ser, si bien esto se entiende por, simplemente, la <<razón>> o <<lógica>> cultural de autoridad; es decir simple y llanamente, la verdad.

De forma que podríamos decir que la verdad en tanto que producto socio-homeostático, siempre elude de alguna manera la cognición humana, puesto que una vez se establece, en el mismo momento de entenderse como tal en un sentido ontológico-cultural, la verdad queda separada nuevamente del siguiente estar (puesto que todo ser sociorracional reconstituido implica, se erige sobre, un estar anterior; que es decir el ser y el estar nunca son simultáneos sino seceunciales, y se excluyen mutuamente).

Es decir, toda narrativa que produce el ser ontológico acaba convirtiéndose en una forma de imposición sobre el estar puesto que el ser supone en cierto sentido una decodificación posterior de algo que existe de hecho, si bien ha de ficcionalizarse en algún grado en aras de la continuidad del colectivo.

Y si bien el funcionamiento base de la cultura sedentaria tiende por razones estructurales hacia la supremacía del ser sobre el estar como modus operandi estándar, existe siempre el riesgo -ya comentado aquí en más de una ocasión- de que la voluntad de imposición metafísica estrangule el estar (lo que significaría, no hace falta decir, la imposibilidad de todo futuro ser). El desmadre, por ejemplo, que supuso la experiencia histórica y mundial de la vida de Hitler sería un ejemplo, entre otros.

Por tanto se hace necesario preguntarse por qué es tan necesario el ser ontológico y sociorracional si ya existe una doxa esencial a partir del estar colectivo. Evidentemente, la respuesta está en una mayor complejidad colectiva y, particularmente respecto la complejidad <<sociofisiológica>> que supone la paulatina consolidación de la antropología dependiente de la agricultura intensiva.

Es decir, la cultura simbólica universal, tanto la del lenguaje natural como de las matemáticas, no solo coincide con la antropología sedentaria sino que surge a causa de ella, en tanto que el desarrollo semiótico permite la ampliación de espacios miméticos (no físicamente cruentos) que, sin embargo, acojen la violencia individual de imposición metabólica, auxiliando así de esta forma estructural una sociofisiología humana originalmente nómada. Y proponemos la noción de que, de no poder acomodar la voluntad de imposición individual, el dolor experimentado y ante el prójimo presenciado, haría insostenible toda comunidad que no dispusiera todavía del recurso colectivo de ponerse, como grupo, en marcha.

Un ejemplo de un espacio mimético más metabólico que físicamente cruento que habilite el desarrollo semiótico sería la aparición de los dioses antropomorfos y la tendencia paulatina hacia el monoteísmo en uno u otro grado (conjuntamente con distintos códigos morales y jurídico-divinos). Pues en contextos colectivos sedentarios regidos por tales narrativas, la violencia interpersonal -y la zozobra colectiva que acarrea- queda reducida a su mínima expresión en tanto que la furia de la violencia física puede ahora y a grandes rasgos convertirse en violencia “moral”, de carácter ante todo íntimo y como intensa agitación fisiológica a través de la vivencia individual de la vergüenza o la culpa.

Parece evidente que no habría otra manera de que las comunidades más sedentarias no se destruyeran desde dentro sino canalizando de esta manera la anomia vital del individuo a través de su sometimiento a sistemas morales abstractas, a cambio de su individualidad sociorracional (el mismo ser) y el periplo como dilema ya existencial de su pertenencia identitaria (siempre incompleta y necesariamente imposible, pues el estar sensoriocorporal y prerreflexivo permanece).

Pero no viéndose constreñidos por los límites de lo sedentario ni atados de ninguna manera a los campos sembrados, para los grupos nómadas, ante las disrupciones importantes de cualquier índole pero sobre todo respecto al dolor en los padecimientos colectivos, existe el recurso al desplazamiento físico colectivo. Es decir, de eso que nosotros entendemos como cultura, no tienen los grupos nómadas necesidad, o no al menos con la misma intensidad que los grupos sedentarios.

III

El ser como producción sociohomeostática a partir del estar

La relación entre el estar y el ser es de carácter incoativo y esto presupone entender la antropología sedentaria en sí misma como una mecánica incoativa, un estar agregado que se hace ser sociocultural y ontológico. De manera que puede decirse que el estar fundamenta el ser ontológico, pero no que el poder político sojuzque completamente el estar, pues la singularidad anatómica y fisiológica permanece como en sí misma una constante inexorable. De tal manera que el Estar fisiocorpóreo y prerreflexivo se erige en el centro críptico del tiempo sociohomeostático y que se sirve del Ser ontológico y sociorracional para perseverar en el tiempo sedentario colectivo (lo que implica que todo lo que entendemos que es, según una óptica semiótica normativa racional y razonable, se convierte en vector, de generación a generación, del Estar).

La estabilidad sedentaria se sujetaría por este bombeo que es la aglutinación sociohomeostática (la incorporación fisionantropológca y sociorracional) que depende del “alimento” sensoriometabólico incesante. O la misma voz interna y consciente de usted, si lo ubicamos en su vertiente estructural, puede concebirse como contenedor-vector respecto de su carga en realidad más importante y preciosa a nivel evolutivo, esto es, el Estar.

Una forma de “biopoder” en tanto que el poder político-existencial incide sobre el estar sociohomeostático preconsciente de camino hacia el ser cultural como imposición ontológica; un cacarieado biopoder tan sinestro resulta que desde el origen de lo urbano -desde, en realidad, el origen de los grupos humanos- ha existido en tanto forma de procesar todo estar singular para la producción cultural del ser ontológico necesariamente colectivo.

Es decir, el poder político acaba por incidir de alguna manera en este proceso subyacente pues que la sostenibilidad de lo sedentario se erige en la cuestión estructural principal y más importante, que existe independientmente de todo modelo político histórico determinado. Pero los regímenes políticos históricamente conocidos acaban valiéndose (más por inercia que de forma razonada, claro está) del Estar socio-homeostático y preconsciente, mas no tienen la capacidad de control completo respecto del mismo.

El Ser (“ontológico”, “sociorracional”) siempre se ha ofrecido al Estar sociohomeostático individual para que este haga con ello a su antojo, en tanto viviencia vital de nuestro propio yo y el poder que nos atañe de ser nostros mismos respecto a nuestro propio grupo identitario; si bien la presión seguramente evolutiva de la pertenencia que experimenta el invididuo (la pulsión moral de generalmente todo individuo ante la anticipación de su propia defenestración in corpore frente a lo suyos) obliga a formas normalmente pragmáticas (incruentas y solo de cáracter sensoriometabólico) de protesta, abnegación y rebeldía ante nuestros compañeros sociorracionales y co-pertencientes.

En tanto que la manía y el odio personales e intragrupales obligan a nuevas formas de lo sociorracional, puede decirse que son constructivos para la viviencia continuamente renovada del tiempo antropológico generacional (del Ser). Otra cuestión para otro enfoque de análisis ligeramente distinto es el odio intergrupal, si bien la principal función de lo sedentario, en tanto su viabilidad sostenida, es dar salida al hedonismo homeostático humano -a la violencia humana en su sentido simplemente vital- para así incorporalo a la continua reproducción del Ser.

Probablmente deba decirse, al fin, que los regímenes políticos históricamente conocidos se perfeccionan de alguna manera en el arte de aprovechar el Estar frente al Ser (a través del control ferréo y socrático-platónico de las imágenes, por ejemplo que aborda Pardo), mas no han podido nunca soslayar el hecho hedonista de nuestra condición biológica que obliga a entendernos como criaturas homeostáticas que, en cuanto tales, entendemos visceralmente el poder en general como la capacidad de procurar el confort ante nuestra propia emotividad somatosensoría y neuroquímica.

De manera que, de forma un tanto ilusoria, el Ser se ofrece culturalmente a todo Estar individual; de ahí que sea tan imperativa la libertad ante todo como vivencia del yo, pues que fundamenta nuestra misma cognición y sostiene, en tanto forma repitida una y otra vez de bisoñez individual, el fluir sucesivo de las generaciones.

Y la experiencia del yo es eso, la vivencia de nuestro poder personal de nuestra propia autoimposición, de ser nostoros mismos frente a los demás.

Es decir, una parte implícita del poder que entendemos político, por razones ahora biológicas ha de concebirse bajo los rótulos de “seducción” o “apetencia” -o con el appeal del inglés- respecto del individuo inmerso en el periplo intímo de su propio yo socio-homeostático.

Pero decimos “arte” porque esto de incidir en el estar para intentar controlar el ser nunca se ha hecho metódo exactamente técnico -y mucho menos en los terminos aquí planteados-, si bien la visión de Pardo respecto del hecho de que todo régimen comunicacional se basa sobre una sofística anterior, cosa que saca (y desarrolla) a partir de Socrates, apunta a que tampoco se trata de nigún secreto para la ciencias políticas y humanistas en general.

Pero yo estoy hablando ahora, y en las paginas de este blogue, de una técnica mucho más exacta que humanista.

IV

El autor entiende la sociedad audiovisual como esa experiencia colectiva a la que se le ha perdonado, de alguna manera, la tarea de una mayor focalización cognitiva; de ahí, precisamente, el título del ensayo. Pero en ningún momento se constata la mención de ninguna causa última propuesta, ni la posibilidad de remitir todo a un plano lógico mayor y más amplio (¿en qué pudiera haber consistido dicho plano mayor hipotético, a finales de los años 80 del siglo pasado, salvo la idea, por ejemplo, de la abducción alienígena planetaria, o algo así?).

Y, sin embargo, inexorable es establacer subrayando el hecho de que, a nivel metabólico agregado, la banalidad supone una forma de ahorro energético que, en tanto recurso estructural, permite asignar cuotas de energería a otros menesteres no aparentes (para nosotros, quiero decir). Que la focalización cognitiva individual cuesta caro, precisamente porque depende, lo más seguro, de una emotividad tambien mayor; mientras que el rebajar la vivencia de nuestras emociones, se está reduciendo la necesidad de la focalización. Y dado que un estar rebajado sigue siendo un Estar que, a nivel agregado, demográfico -y terrícola- implica la producción de un Ser ontológico más eficiente que requiere menos coste en términos energéticos.

Pero aquí, en este punto, deja de tener, me parece a mí, sentido esta reflexión, pues que rebasamos la línea de la utilidad colectiva para adentrarnos en una oscuridad “técnica” probablmente innecesaria. Y como aquí defendemos el estar, nos resistimos a que nos arrastre el ser ontológico y sus melífulas promesas analíticas; dulce manjar, sin duda, pero que tienden a minar, de nuevo, el Estar.

Y, entonces, ¿qué haces?

Pues que me callo un rato.

Vale.

El pensamiento mágico para qué

Película del año 2005

Para saber a qué ateneros y a dónde meternos corporalmente puesto que el sentido humano en general sirve en origen para salvaguardar el cuerpo singular y desamparado frente al medio natural y exogrupal. De ahí la avidez nuestra de sentido y también nuestra necesidad de imponerlo nosotros mismos y como sea. Y, en este mismo sentido, la «verdad» no deja nunca de ser cuestión crítica para todo sujeto homeostático pues es la clave que abre, de nuevo, la puerta al amparo ofrecido por colectivo en tanto lo verídico solo es tal si puede entenderse sociorracionalmente, según toda semiótica culturalmente determinada, respecto cualquier locus de pertenencia antropológica históricamente -o sea, físicamente– efectiva.

Pero, desgraciadamente, la violencia es una forma de imponer sentido porque después de su imposición como resolución, empieza un nuevo tiempo digamos antropológico que se ha de entender muchas veces de forma icónica, sobre un plano colectivo, pues todos somos visualmente sensibles al espectáculo de la imposición humana, y mucho más respecto a la violencia física cuyo sentido nos es visceral e inmediatamente cognoscible.

Tan emparejada está la violencia con el sentido humano que la política desde siempre y respecto los contextos antropológicos sedentarios, gira en torno a qué persona o grupo ejerce de hecho (que luego será legítimamente) la violencia única del poder consolidado. Es decir, la historia política humana puede entenderse como la evolución de cómo tratar esta condición nuestra y su recorrido histórico a través de distintas propuestas de rección estructural (a través de caudillos, reyes, empedradores-dioses antropomorfos, consejos colectivos y, en última instancia, la democracia), pues se trata de una constante de evidente carácter filogenético que no solo permanece sino que determina en buena medida el orden de lo sedentario, o respecto al menos los límites del mismo.

Y es de notar que existe un claro conflicto entre la violencia y la necesidad después de explicarla y justificarla, normalmente a través de cualquier narrativa mitológica. Aunque esto, precisamente, es imposible, de tal manera que hasta el día hoy queda pendiente la resolución irresoluble de la siguiente paradoja: que el hecho de nuestra racionalidad (y en última instancia nuestra posibilidad ética que de ella surge) dependa y se nutra de la violencia, imposibilitará de por siempre aproximarnos racionalmente a la fuente de nuestra propia racionalidad. Es decir, no hay más opción que servirnos de lo mítico y una comprensión no explícita (o sea, críptica) de lo que estructuralmente somos en realidad, puesto que, simplemente, nuestra cognición no lo permite (si bien existe el planteamiento estructural suprahomeostático ya comentado, el que aquí y de momento, prescindiremos de repetir).

El así llamado pensamiento mágico y como imposición sobre espacios conceptuales no susceptibles de contradicción funciona también colectivamente, pues cualquier aserto que hagamos que no pueda contradecirse, podrá adquirir con el tiempo carácter colectivamente normativo. Pero la ventaja del pensamiento es que es eso, pensamiento, y que puede compartirse sustituyendo en cierta manera la violencia corporal; o mejor decir, relacionándose de otra manera con ella, puesto que sigue imperando la violencia del desamparo de nuestro propio cuerpo que nos sigue espoleando a arroparnos socio-racionalmente en la normativa existencial-fisioconceptual del grupo.

Nuestra apertura y participación sensorio-emotivas respecto de los relatos que atañen en general a los seres humanos, está también espoleada por el desamparo físico que supone nuestra propia singularidad corporal que se vuelca en este tipo de vivificación sensorio-metabólica ante dicha urgencia de amparo: ¿de qué otra manera pueden constituirse los grupos humanos sino a través de la vivencia sensorio-estética y como fuelle en última instancia , precisamente, de aquello que puede, por no constituirse in corpore, acoger todos los cuerpos pertenecientes?

El hacer aseveraciones sobre lo que no puede contradecirse es pues una forma de imposición humana no corporal ni directamente violenta que tiene evidentes beneficios colectivos potenciales: los demás no tienen por qué rechazarlas en tanto dichas afirmaciones quedan más allá de toda forma de comprobación, sino que por mor de la pertenencia (y la urgencia para con nuestro propio cuerpo) tenemos la opción de prestarnos a ellas también sin caer necesariamente en la incoherencia (¡pues que la lógica de nuestra propia autoconservación físico-existencial a través de la pertenencia al medio social es cristalina, sin duda, y, además, irreprochable, en principio!). Y coherente según la misma lógica es también el abstenerse de abrazar cualquier aserto que en nuestro fuer interno no nos convence del todo, por lo que sea, pues que el disimulo con el fin de que no nos rechacen los nuestros es el pan nuestro de que día, como si dijéramos, para todo yo socializado.

Y todos vamos rebasando nuestra propia bisoñez en la vida para saber que, al final, no pasa nada que disimulemos nuestras propias respuestas emocionales ante las cosas que percibimos, sobre todo de forma pública; es más, se supone que es lo que tenemos precisamente que aprehender a hacer, ¡por mucho que prediquen constantemente la más absoluta honradez y ejemplaridad!

(No estoy defendiendo la falta de honradez entre individuos, ¡ojo!)

Debido a la presión estructural de lo sedentario, sin embargo, se vuelve imperativo el desarrollo y expansión de espacios fisiológicos no físicos que son posibles a través la creación y mantenimiento un plano semiótico que se asienta precisamente sobre preceptos abstractos no sujetos a la posibilidad de contradicción: la epistemología como ámbito estructuralmente clave de lo sedentario no sería posible sin esta fortificación inicial sobre postulaciones no empíricas. En este sentido, por lo tanto, hay que entender el pensamiento mágico como clave en la supervivencia humana por cuanto permite incorporar la imposición fisiológica incruenta del individuo dentro la viabilidad colectiva y antropológica.

Así es que después de los asertos (aquellos que logren vigencia colectiva y socio-homeostática, pero sin que sean necesariamente «ciertos»), empezará la política propiamente dicha; la autoritaria en tanto que el poder dominante y físicamente fáctico se explica y se legitima a través una narrativa interesada, como respecto de los contextos más democráticos que se establecen mucho mas sobre la pugna entre narrativas distintas y de alguna manera discrepantes o contrapuestas.

Aunque en cualquiera de los dos modos el tiempo sedentario se va consumiendo sujeto por una cierta ordenada planicidad que solo puntualmente (aunque de forma cíclica constante en el tiempo) se revoluciona a partir de nuevas y sucesivas contingencias provenientes de:

  • 1)la irrefrenable emotividad y hibris humanas (y, en general, todos los fenómenos preconscientes y «subcorticales»;
  • 2)los padecimientos que sufrimos y los que presenciamos respecto de los nuestros;
  • 3) los conflictos interpersonales y los que irrumpen entre distintos grupos sociales (¡que por eso existen universalmente las jerarquías sociales, por cierto!);
  • 4): la guerra, como polo extremo en relación con esto último.
  • Y, finalmente, 5): los conflictos que surgen a partir de nuevos asertos «mágicos» y la tensión que suelen causar respecto a lo consabido.

Pero pensándolo bien, la diferencia entre una mecánica antropológica de tipo autoritario y otra de estilo democrático, probablemente consista en el grado de corporeidad implicada por cada uno de los sistemas. Porque, como argumentamos, el vínculo humano con la violencia en su sentido más vital es de tal importancia que las antropologías históricas -evidentemente- no han podido prescindir de ella, sino que la han acomodado a su mismo centro estructural atenuándola siempre en alguna medida. De manera que en eso radicaría la diferencia entre los dos sistemas respecto de cómo organizan la violencia a través de dispositivos más y menos incruentos y de carácter mimético (esto es, que por constituir contextos más sensoriometabólicos que directamente corporales): todo grupo humano –y hasta los de otros especies–derivan la violencia hacia espacios más fisiológicos y neuroquímicos que físicos en aras de la unicidad colectiva y su continuidad en el tiempo; pero respecto las antropologías sedentarias este proceso se intensifica de tal manera que no tiene más remedio que sujetarse en la opacidad de lo asertos no sujetos a la contradicción, pues como no pueden incidir directamente de ninguna manera sobre el plano público-moral de los cuerpos pertenecientes, toda relevancia o autoridad semiótica que puedan llegar a ostentar dichos asertos solo será, inicialmente, de forma «sensoriometabólica». Es decir, que serán instrumentos a disposición socio-homeostática de los cuerpos pertenecientes respecto de un determinado locus de pertenencia identitaria y cultural, para que cada cual se defina según nuestro propio brete homeostático más íntimo, para conformarnos con el contexto colectivo que en cualquier momento puntual más amparo corporal nos prometa, o bien para transgredir alternativamente y de forma normalmente pasajera (pues que la violencia como voluntad de vida es en nosotros mismos también solo parcialmente refrenable siendo necesario que nos desfoguemos sobre planos fisiológicos sin consecuencias morales inmediatas o al menos respecto nuestro propios compañeros homeostáticos).

De tal manera que podía aventurarse la hipótesis que la racionalidad humana debe entenderse como una estrategia evolutiva para acorazar, a través de la fisiología humana y su vinculación socio-homeostática, los cuerpos pertenecientes respecto universalmente de cualquier locus antropológico de pertenencia que se dé y que se hubiera dado. Y así, se entendería que la racionalidad sirve precisamente para postular lógicas que permiten a los demás cuerpos guarecerse en la unicidad colectiva de una experiencia metabólica y neuroquímica en buena medida común o de alguna manera y (en principio) estándar, contando, claro está, con que ellos también comprenden dicha lógica, dado que el poder del pensamiento mágico como postulación depende y es producto de la capacidad cognitiva de manejar (comprendiendo y postulando) la lógica.

Aunque esto nos obliga a ponernos digamos delante del espejo de la especie y considerar la deuda que tenemos con la violencia. Pues si seguimos a modo de ejercicio la historia de la consciencia humana como hipotética fuerza revulsiva respecto de la violencia; fuerza como respuesta que crece, se desarrolla y evoluciona precisamente para no prescindir de la violencia sino para incorporarla de forma cada vez más sofisticada al grupo mismo, verdaderamente asombra pensar en una diacronía evolutiva de violencia, generación tras cientos de generaciones, necesaria como para naciera la conciencia humana.

Y así se haría necesario entender que la racionalidad acaba siendo una alternativa al sentido inherente a la violencia humana; y que la racionalidad permite al grupo, al final, una mayor capacidad de gestión de su propia violencia frente al medio, incluyendo, lamentablemente (pero sobre todo) a otros grupos humanos ajenos.

Los sistemas políticos autoritarios representan pues evoluciones importantes de organización colectivo al mismo tiempo que suponen un desarrollo humano truncado que no puede soltar amarras, en un sentido estructural, con los cuerpos ajenos (políticos, culturales, raciales, ect). El sistema autoritario cual criatura infantil aferrado a su chupete, solo se entiende a través la literalidad de los cuerpos sometidos; el de estilo más democrático muestra una mayor seguridad y autoconfianza en este sentido.

Pero el asunto es, sigue siendo, que ambos se relacionan de diferente modo con una misma violencia humana, si bien hay otras circunstancias adicionales que habrían de tomarse en cuenta respecto del porqué histórico de uno y otro (o, en realidad, el de todos, desde al menos la década de los 60 del siglo XX).

Pero ésa es otra vertiente de esta historia que dejamos para otro día.

Aunque una cosa sí que está claro: ¡no te olvides, nene/nena, de lo castrense!

Que te puedes evacuar en la madre que lo parió, si así te ves con la urgencia corporal-moral, pero tienes que contar con ello a través de la historia humana como socio-invitado de piedra.

(‘stá claro)

Apuntes comparados sobre Pierre Bourdieu (1982)

Versión en español del año 1985
  1. El lenguaje no como objeto de intelección sino en tanto instrumento de acción y poder: El poder de la propia autorrealización como yo socializado, y el de la integración fisioantropológica; autorrealización que puede entenderse como la efectiva acomodación del ímpetu vital individual –la «violencia» — a la condición necesaria en gran parte mimética de lo sociorracional, siendo la competencia sociolingüística (tanto la gramatical como toda competencia dóxica “suprasegmental” de cualquier tipo) requisito probablemente imprescindible para la consecución de dicha adaptación. Se trataría de una acomodación a nivel estructural que el individuo, sin embargo, experimenta como el poder y fuerza viva de su propia imposición vital.
  2. El hablar es, en realidad, el ejercicio individual de una competencia social: Además de la lengua materna, cierto valor simbólico colectivo está también a disposición del sujeto homeostático quien se esfuerza en manejarlo para existir socialmente como un yo (apropiándose de lo lingüístico-sociorracional) a través de su propia voz, precisamente porque es comprendido por los demás, como también lo utilizará para distinguirse de ellos. De manera que la homogenización necesaria para la comunicación en tanto semiótica compartida, se contrarresta por medio de la distinción estilística de la personalidad propia.
  3. ¿Qué son los bienes simbólicos de Bourdieu? Te permiten realizarte en tu propia proyección fisiosemiótica; existen tanto como imposición como también una forma de poder personal al servicio del sujeto homeostático en su lucha o brete biológico-existencial por la consecución de confort socio-homeostático. Se trata de una forma para todos de sometimiento fisiocorpóreo a cambio de poder ser de forma socialmente consabida y, por ello, aceptable a ojos de los demás. Los bienes simbólicos son un horizonte semiótico culturalmente particular a disposición del sujeto homeostático en la apropiación creativa de su propia identidad socio-racional.
  4. La cuestión estilística según Bourdieu: La diferencia o variación que presenta la producción lingüística individual como características distintivas respecto de la norma se debe a que los hablantes son sujetos que sólo existen en relación con otros sujetos perceptores. De tal manera que la lengua, vista desde una óptica antropóloga, es también, en parte, un idiolecto en tanto que cada individuo la amolda de alguna manera estilística, respecto de una idiosincrasia que permanece -necesariamente- sin prejuicio de que se le sigue comprendiendo por la comunidad. Esto puesto que la adquisición de lengua constituye en términos estructurales un proceso de acomodación fisio-metabólica que, precisamente por eso, equiparará al individuo integrado con la posibilidad de cierto ejercicio incruento de la violencia vital de cada uno. La distinción como concepto de Bourdieu refleja esta necesidad de parte del individuo de distinguirse en la apropiación de su propio yo socio-cultural respecto de los suyos y en tanto su propia autoafirmación e imposición vitales; es decir, en su propia violencia por ser y para quien ha de pertenecer homogeneizándose, al mismo tiempo que se resiste a su singular anulación y dado que, evolutivamente hablando, los grupos humanos perseveran en base a la furia vital que solo conoce el cuerpo singular y desamparado.
  5. La necesidad estructural del desamparo individual: Pues es la clave de la continuidad en el tiempo de la mecánica de los grupos humanos y dado que estos, en cuanto a su decurso evolutivo, no han podido nunca renunciar a la mayor potencia violenta de la que solo es capaz de producir el individuo corpóreo singular; una violencia, por tanto, que no puede desparecer de la experiencia colectiva, sino que ésta ha de acomodarla a través de la canalización mimética y por medio de elementos filogenéticamente evolucionados de los que se vale el decurso original sociobiológico humano como pueden ser, entre otros, los siguientes:
    • El desamparo físico singular
    • La capacidad de sentir miedo al rechazo por parte de nuestros propios congéneres como amenaza anticipada que siente el individuo respecto a su grupo de pertenencia.
    • La capacidad filogenéticamente evolucionada de sentir asco
    • La capacidad filogenéticamente evolucionada de sentir vergüenza.
    • La rivalidad endogrupal entre individuos pertenecientes.
    • El establecimiento de jerarquías con subgrupos, facciones (o, más tarde, castas).
    • La introducción del afecto entre los subgrupos (entre quintas etarias o de sexo, y otros tipos de comadrería, y respecto de la aparición en la evolución sociobiológica humana de la figura y función paternas.
    • El uso estratégico-estructural del dolor (propio y ajeno) a partir de la capacidad empática individual.
    • La culpa
  6. La distinción de Bourdieu refleja la contradicción al centro de grupo social animal: Pues el mismo Konrad Lorenz lo registra en su famoso libro sobre la agresión como una constante de las especies sociales: la violencia individual ha de reconducirse, de alguna manera, hacia la creación de sentido estructural (colectivo, el único sentido que hay, en última instancia), poniendo al centro de la resiliencia de los muchos la furia vital de cada uno de los individuos. Parecería lógica entender la distinción de Bourdieu como exactamente eso, una estrategia de atemperar la violencia, pero dando salida a la misma, pues el sentido arquitectónico de la mecánica de la pertenencia antropológica retiene como su misma piedra angular al individuo singular desamparado.
  7. ¿Cómo se manifiesta esta constante en el resto de las facetas de la cultura? Puede considerarse la base de la idea mimética de Norberto Elías.1 También puede descodificarse desde la misma óptica el pensamiento expiatorio de Rene Girard2: son ambos estrategias para reconducir la violencia individual pero dando salida a la misma; atemperándola en algunos casos, o reduciendo su extensión potencial, pero sin eliminarla completamente pues que la violencia -en su sentido más amplio y vital e en tanto imposición individual- es el motor real todo lo humano, incluso de nuestra benevolencia (pues puede entenderse ésta como nuestra capacidad de experimentar el dolor como una solución más para seguir haciendo la violencia individual compatible que la continuidad en el tiempo del grupo; y, lamentablemente, si debido a causas evolutivas te vedan finalmente la violencia dentro tu propio grupo, la buscamos fuera en las víctimas que nos son culturalmente ajenas, como evidencia la historia y la también toda actualidad humana).
  8. El ruido y la furia del actor sobre el escenario que significa algo: Pues que en esta metáfora shakesperiana (que no aparece en la obra de Bourdieu, por cierto) ya se vislumbra un sentido relacional respecto de una audiencia -un contexto socio-generacional potencialmente en su entera extensión cuantitativa- que ya sabemos está afectivamente involucrada en lo que ve (pues que en el espectáculo social se están jugando los espectadores, en realidad, nuestra propia corporeidad, o así al menos resuenan en nosotros las desgracias/hazañas ajenas de las que somos testigos o de las que nos enteramos por otros medios). Pero, ¿qué es esto sino un entramado de producción de sentido que contradice el nihilismo de la cita original de ese particular paisaje de la obra de Macbeth (aunque eso no quita, claro, que tengamos que morir igual al final como los seres mortales que somos).
  9. Denotación versus connotación en Bourdieu: De nuevo, es necesario entender la imposición distintiva en su plano estructural en el que este poder de connotación individual (como espacio individual de imposición estilística frente a la denotación normativa de la competencia lingüística estándar) resiste de alguna manera a la fuerza homogeneizadora que constituye la base del orden racional-cultural. Y por René Girard ya sabemos cuán violentos nos pone la indiferenciación como amenaza anticipada; pero, de nuevo, estamos ante una paradoja estructural similar a la del orden mitológico apolíneo-dionisíaco, en tanto que una parte resiste a la otra, pero con el efecto en principio contraintuitivo de reforzar la otra parte (y, por ende, el conjunto como sistema complejo).
  10. La producción y recepción del lenguaje común por locutores que ocupan posiciones diferentes en el espacio social: He aquí la premisa base de la visión de Bourdieu respecto de la lengua, lo que obliga a incorporar una noción sociológica a la lingüística, si esta pretende abarcar el objeto último de su escrutinio, es decir, al sujeto lingüístico como hablante que es, antes que nada, un sujeto homeostático que ocupa física y corporalmente un mismo locus de pertenencia homeostática que, a su vez, se subdivide en diferentes grupos, facciones o clases. El sentido humano, pues, se funda en la singularidad corporal de cada uno que la evolución sociobiológica no ha obviado en tanto que grupos que preservan en el tiempo, sino que los grupos antropológicos han podido perseverar homogeneizándose precisamente porque refuerzan, a cada paso, la centralidad de la autoafirmación e imposición individuales.
  11. La importancia de los bienes simbólicos en su vertiente estructural: La mecánica sociolingüística que esboza Bourdieu supone la efectiva reubicación del ímpetu homeostático individual respecto de un plano corporal real y doliente que se traslada al seno del grupo antropológico y cultural propio. De tal manera que la emotividad individual de cada uno tiene una salida real a través del lenguaje y el recurso al acervo simbólico común: puede ahora el individuo ejercitarse en su propio poder para hacerse entender por los demás; por transmitir su sentir personal a sus compañeros; y también por distinguirse de múltiples formas y artimañas originales y creativas; todo esto de una forma ahora incruenta, en principio, y que aboca a un estímulo cada vez más vivaz sobre el plano social endogrupal, lo cual supone cierta autonomía fáctica respecto al entorno, pues el centro de la vivencia antropológica es, efectivamente, la interactuación social en sí misma; y esto hace que la cohesión del grupo dependa más de las contingencias socio-afectivas que vayan sugiriendo entre los actores sociales que cualquier elemento externo al grupo, si bien en cualquier momento, y debido a la gravedad de las amenazas externas, puede revertirse el orden colectiva a un modo más evolutivamente arcaico que supone una dependencia estructural directa en la amenaza externa.
  12. La diacronía antropológica en este aspecto bipartita: Pues que el proceso general de homogenización que supone toda cultura se sujeta en la fuerza contraria del poder individual de la distinción, creándose entre ambos elementos una simbiosis compleja en que la unión entre las partes es su continuamente reforzada separación. Porque la violencia de la autoafirmación individual homeostática es la constante principal de la homogenización identitaria, lo que obliga a que, según avanza ésta, nuevos contextos de definición y diferenciación individual hayan de aparecer: la experiencia humana grupal muestra a las claras cómo, por ejemplo, los bienes simbólicos son el instrumento primario y universalmente presente para esta función técnica, esto es, la de crear espacios para la imposición individual -en toda su “violencia” simbólica de autoafirmación, autodefinición y distinción-que, además de incruentos (en principio) alimentan a su vez el teatro socio-homeostático que es la vida pública y mediática para sucesivas respuestas metabólicas de parte de múltiples sujetos homeostáticos cuya propia corporeidad individual está icónicamente maridada con la zozobra y padecimientos ajenos contemplados (las neuronas espejo). He aquí el patrón base del tiempo humano colectivo, en realidad, existencial, en tanto que la voz consciente individual solo se experimenta de forma solipsista, cuando en realidad está sometida como engranaje al decurso colectivo en sí. Pero todo ser cultural e identitario que logre establecerse en el tiempo, estará necesitado acto seguido de nuevos y futuros estares; es decir, todo orden precisará de nuevos desordenes, y todo funcionalidad colectiva y social establecida solo perdurará en base a nuevas disensiones y nuevas fuentes de conflicto (en principio y necesariamente, incruentas).
  13. Bourdieu no tenía recurso argumental a los conceptos neurológicos actuales. De tal manera, y siguiendo el hilo de los puntos anteriores, podemos conjeturar que los seres humanos somos una especie de capacidad simbólica precisamente debido a la posibilidad de compaginar la violencia individual como ímpetu y voluntad a la vida, con la continuada permanencia del grupo. Porque la imposición simbólica (una vez que se adquiere sociocorporalmente como competencia individual) sirve la doble función de facultar al individuo un espacio incruento de su propio poder de imposición a través de la expresión y construcción de sentido sociorracional, al mismo tiempo que como estímulo contribuye nuevamente al alimento digamos socio-homeostático colectivo en el tiempo. Pero incluso para Bourdieu esta mecánica que se basa en el cuerpo singular que se pone en la picota coercitiva colectiva de la pertenencia cultural (lo que él denomina el habitus y que para nosotros es el locus de la pertenencia homeostática), probablemente deba entenderse como más inconsciente que racional-consciente; o lo que hoy podría hacerse entender por medio del concepto de sistemas emergentes, respecto de fenómenos que hoy se dirían subcorticales (en oposición a todo lo que transcurre propiamente en el córtex cerebral).
  14. La violencia humana se convierte en la producción «furiosa» de sentido: Pues que si la verdad tiene una función performativa que a cada uno de nosotros nos ubica al instante -y como por arte de magia- al centro del amparo colectivo, arropándonos en lo consabido y en una seguridad existencial que desde siempre ha tenido lo real entendido desde las coordinadas de cualquier experiencia cultural histórica, la política también aparece (también por arte de magia) al albor de cualquier discrepancia y diferencia de opinión que acontezca. Y así, la política para Bourdieu arranca de toda doxa que llega a cuestionarse, o que siquiera se llega a descodificar explícita y racionalmente, puesto que el conocimiento mismo se vive también como amenaza a la seguridad colectiva. Porque la mente humana solo es pensante a partir de una experiencia colectiva que nos faculta para ser socialmente (precisamente porque nos fuerza a pertenecer diferenciándonos), pero que vive como trauma el retrotraerse al origen de la unicidad múltiple sobre la que en verdad se asienta nuestra cognición: particularmente provocador resulta esto para la mente conservadora (o para una parte de todos nosotros) que rehúye la sensación de terror que inicialmente puede causar en nosotros el tener que dejar de dar por sentado algunas “verdades” que hasta entonces se hubieran considerado ciertas (hasta tal punto de ni siquiera haberlas tenido explícitamente en cuenta nunca). Pero es asimismo cierto que toda transgresión en este sentido cognitivo no deja nunca de fascinarnos por la seriedad profunda y socio-homeostática ( se diría hasta subcortical) que en nosotros remite.
  15. Lo real como un “estado de la lucha de las clasificaciones”: Y como la verdad faculta la ubicación del cuerpo individual de cada uno al centro del amparo y seguridad colectivos, el no poseerla y el luchar, diente con garra, por imponerla, se vuelven fenómenos en realidad antropológico-estructurales respecto la experiencia sedentaria; experiencia para la que importa la ciencia, por ejemplo, no tanto en términos de lo que sabe o deja de saber, sino en tanto que proceso de ocupación temporal-existencial que tiene un significado inherentemente humano a partir de la configuración socio-homeostática de los grupos humanos (pues, hasta cierto punto, es tema en realidad secundario el desarrollo tecnológico a que conduce el avance científico cuando se piensa en la potencial en agregado de tejido economico -de producción, comercialización y educativo- que esta pecularidad filogenticamente evolucianda de nuestra cognición faculta a servicio del sostenimiento sedentario). Y en este sentido, política, religión y ciencia pasan todos a entenderse como grandes artefactos digamos miméticos de los que los grupos humanos -después las sociedades- nos hemos valido para dar sucesivos pasos más en la misma dirección de nuestro propio devenir, esto es, en la de reorganizar la violencia humana para poder seguir siendo nosotros en el tiempo sedentario. Pues por medio de nuestra imposición más fisiológica que físicamente cruenta sobre representaciónes simbólicas del mundo (que, no obstante, nos involucran moral y icónicamente como sujetos homeostáicos pertenecientes filogenticamente capacitados para condolernos, además, con el espectáculo ajeno), hemos podido montarnos digamos a lomos de nuestra propia hibris como especie para seguir la trayectoria de acomodo de nuestra propia violencia hasta el punto de requerir la conciencia y la razón humanas como instrumentos en este sentido de autogestión y autonomía necesarios para la continuidad temporal de la especie (o así al menos sería nuestra propuesta).

Después de todo ¿qué otra explicación puede tener la aparición histórica de la consciencia?