
Que los cuerpos reales necesarios para el espectáculo socio-homeostático del sino existencial-moral del individuo sean solo una minúscula fracción numérica de los beneficiados metabólicos últimos, en su conjunto y como agregados demográficos, en verdad apesadumbra. Es decir, se trata de algo que, desde una perspectiva energética sistémica, no hay más remedio que entender como altamente eficiente un sentido (oprobiosamente) técnico y del cual, desde una óptica de gestión antropológica (y para quien le competa, ojo) no se puede desentender.
Y sería que, como la unicidad colectiva real y identitaria respecto de un grupo cultural y antropológico determinado tiene lugar a través del ser (a partir de un estar homeostático anterior); y como que va por delante y de alguna manera por separada la vivencia del cuerpo subcortical y pre consciente, sería pues ese ámbito que se relacionaría de forma mucho más directa y menos mediatizada, con el espectáculo del sino individual ajeno (el cual, como ahora sabemos mucho mejor por medio de nuevos instrumentos epistémicos como las neuoronas espejo, es para nosotros una viviencia fisiológicamente compartida, o al menos en un sentido mimético y no físicamente corporal).
Y sería asimismo que para una nueva al mismo tiempo que continua reconstitución del ser sociorracional, es necesario de forma inexorable que vaya surgiendo a intervalos (pero al mismo tiempo que de forma permanente) espectáculos fisiometabólicamente relevantes (o sea, moralmente significativos) para nuestros cuerpos en tanto los sujetos homeostáticos que somos cada uno y cada una. Porque el ser en su carácter incoativo constituye una nueva definición de nosotros mismos, lo que solo es posible ante nuevas zozobras que a intervalos pero también de forma permanente, nos fuerzan una y otra vez a saber quiénes somos cada uno en un sentido moral a partir de nuestra propia respuesta emotiva ante las cosas: o así al menos parecería que saboreamos mejor la vida y el trauma vivificador y gozoso que es el ser nosotros mismos nuevamente.
Para esto sirve, por ejemplo, el flujo mediático e incluso publicitario (además de otras fuentes de vivificación sensoriometabólica de distintos grados de relevancia moral, como son los deportes e incluso la política como espectáculo en este sentido). Pero conviene seguramente entender de esta misma manera la religión en su origen respecto la experiencia sedentaria. Pues si se desmenuza bien, se percibe la creación de entornos de tipo sobre todo metabólico que invitan a los súbditos-feligreses a participar del periplo y gran adventura metabólica que supone la disonancia del yo socializado sedentario, frente a cualquier credo semiótico-conceptual: que todos los credos ofrecen un pleanteamiento racional (en tanto que lógica) al que se tiene que adherir uno como pueda, pero que jamás será de forma totalmente obediente puesto que la signularidad física es una forma de insuperable disonancia que se convierte en verdadero peso moral y homeostático con el que tenemos que acarrear como indiviudos socialmente integrados.
Las religiones sedentarias también acomodan la naturaleza bipartita de nuestra coginión a través de los contextos rituales, pues como arugmentamos, el cuepro va como por separado, pero tiene que tener su espacio para ejercitarse en su propia vivencia y como independiente de esa otra parte de nostoros que es nuestra experimentación del yo (el ser). Lo ritual (sea religioso o no) es una forma más de sentido no razonado ni directamente intelectual sino que se articula a través sobre todo de la repetición y nos entronca con nuestro origen, en realidad, mamífero y respecto a la vida animal social.
Y es que parece que el espectáculo que son los padecimentos ajenos, como el sino del yo socializado y potencialmente el nuestro mismo, vivifica de alguna manera este proceso subcortical pero del que depende nuestra propio equilibrio cognitivo (respecto al origen mismo de nuestra propia racionalidad como viviencia del yo que aparece siempre como en este sentido enajenado de alguna manera de una vivencia corporal subcortical y anterior).
O decir que el ser hay que evocarlo, de alguna manera, y de forma constantemente repetida, pues somos -parece ser que por razones cognitivas inherentes- en buena medida de forma revulsiva frente a nuestra propia repuesta emotivo-moral y homeostática ante las cosas. De ahí que todo orden racional antropológico (cualquiera, el que sea), pero sobre todo los sedentarios, dependa del espectáculo moralmente (o sea, corporalmente) significativo que son los demás y lo que les pasa (pues desde la sensorialidad del cuerpo que contempla, no se difierencia la experiencia ajena tanto de la propia que cuando se piensa desde el ser racional).
Aunque el sentido evolutivo de esto está aquí cristalino; que es asimismo el sentido del porqué del propio yo social y psiquíco: como dispostivo que supone la centralización de la homeostasis indiviudal al seno mismo del grupo antropológico frente al mundo exogrupal (todo aquello que se entiende exterior, cultural y racionalmente ajeno).
¿Visión espiritual y religiosa, o cuestión en realidad sociofisiológica que justifica y explica, en última instancia, la necesidad esturctural de la conciencia humana?
Es decir, los grupos dependen de la moralización -racionalización de la existencia a la que poder aferrarnos como cuerpos singulares socio-homeostaticos: el así llamado «pensamiento salvaje» siempre empieza con una sistemática consistente en unas categorías que se imponen sobre la realidad que sirven como punto de partida funcional (solo incialmente empírico) sobre el que puede articularse el grupo a través de una elaboración epistémica ulterior necesariamente imaginaria, puesto que se busca ofrecer, precisamente, un espacio no físco donde sí que cabe todo cuerpo físico espacialmente presente sobre el locus de una pertenencia cultural determinada; es decir, se busca justamente rebasar el espacio físico gracias al poder de imposición cognitiva humana sobre espacios abstactos no suejtos a la contradicción.
Sería que funciona la religión como imposición postulada de una lógica no susceptible de contradecirse justamente porque no es real, en tanto que su propósito es abrir un espacio de relevancia moral y homeostática más allá, precisamente, del encierro corporal que fundamenta la vida humana.
Es decir, argumentamos la existencia de la cognición-conciencia humana como evolutivamente necesaria debido al poder de imposición cognitiva que facilita, para así arroparse fisiometabólicamente los grupos humanos. Un estar socio-homeostático que, en el decurso de las generacioniones y a través de los milenios, crea y se apropia tácticamente del ser mediante una conjugación de la violencia, el dolor y afecto que se aprovechan de forma icónica –o sea, virtural y no directamente corporal– a través de las imágenes de nuestra propia vivencia sonsoria, sobre todo visual.
Porque con el «ser» puede crearse una protección metafísica con el que proteger el «estar» socio-homeostática, lo que tiene el efecto ultimo de convertir la limitación-definición físca en una baza evolutiva en sí misma.
Y Diós: ¿puede argumentarse, entonces, que es también empíricamente necesario que exista, como esgrime como su gran contraargumento el ateísmo organizado frente a la religión (esto es, que no es necesario que exista)? La existencia de Diós no, pero sí la religión –cualquiera, la que sea– pues indistinto es el origen tanto de la razón como el de la religión; que la razón es para re-ligar el estar a partir del ser sociorracional.
Somos racionales para religarnos; y estamos evolutivamente para ampararnos en el ser. El estar socio-homeostático se sirve del ser sociorracional, lo que aboca a entender que el sentido del ser solo puede ser en última instancia el estar (lo que obliga pesarosamente a entender el valor de la vida depositada, en ultima instancia, en el futuro mismo).
Por otra parte y respecto particularmente las experiencia sedentaria, la necesidad de atribuir sentido a los acontecimientos de la vida (para así poder guarecerse el colectivo en su propia armadura racional y cosmogónica) constitye ya una mecánica de creación de sentido, no en ninguna descodificación culturalmente particular, sino en que el hecho de que lo que ocurre y se contempla sobre el escenario público respecto del drama moral de la vida y muerte, tanto corporal como social y político de los individuos, ocupa en el producirse inmediato y en su representación ritual, mediática o reproducción estética, la centralidad socio-homeostática de la cognición de todos nosotros.
Y porque esto es filogénticamente inexorable, una y otra vez, no es del todo cierto que la vida sea unos breves momentos de furia vociferante de un actor sobre un escenario sin significado alguno (parafraseando a Shakesperar con perdón), sino que ese drama como espectáculo es una fuerza socio-homeostática embriagadora que imbrica ella misma a todos nosotros de forma electro y neuroquímica y como nueva evocación a la vida misma como vivencia de nuestro yo moral (para asumir, lógicamente, su propio lugar endogrupal).
Es decir, el hecho de vivir prendados de la necesidad visceral de sentido que canalice nuestra respuesta emotiva ante la tragedia ajena para poder encajar la artibulación sobre un plano colectivo y social, es ya en sí mismo una forma de sentido antes de llegar a adscribirlo de forma sociorracional. Y desde esta óptica ninguna muerte, padecimiento o desgracia ajena que se contemple de cualquier manera colectiva puede decirse que haya sido en vano, sino que se trataría de una forma de siembra visceral respecto de un futuro sentido moral culturalmente definido. Concebirlo, en fin, como una forma de alimento colectivo (metafóricamente como el pan y el vino, por ejemplo) no sería nada descabellado, aunque valdrían muchas otras metáforas como imágenes semióticas, claro está.
Y quizá sea bueno recordar que un canbalismo icónico como consumo sensoriometabólico, es siempre mejor que el real; eso que, de hecho, es el trazado que ha dibujado la historia universal humana yendo siempre de lo corporal hacia lo mimético.
Aunque con alguna imagen o metáfora va usted a tener que hacerse al final. Porque le será siempre imposible asumir su propia condición compleja y estructural de objeto de consumo a beneficio de los demás: solo le quedará enmascarar este hecho y el esconderse del mismo en las imágenes que jamás se explicitan de forma intelectual.
A usted no le queda otra porque la cultura tampoco ha tenido nunca más opción que esa (cualquiera, la que sea o que hubiera sido).
Pero guárdese de hacer pagar a otros la angustia de usted y el servirse usted de los cuerpos culturalmente ajenos para la consecución de su propio confort existencial: en eso sí que tiene usted alternativas.
A ver si las sabe encontrar.
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