La vacuidad neurológica: una ocurrencia teórica (primera parte)

La función performativa de la lógica y de la «verdad» (la función performativa de la razón humana y de la individualidad sociorracional, quizás de la consciencia misma) es la de acorazar el cuerpo humano singular a través de un traje sociohomeostático del grupo cultural, de tal  manera que la emotividad y violencia humanas (como imposición humana en respuesta a nuestra propia vivencia sociohomeostática), quedan subsumidas a la peripecia existencial colectiva. Y como esto solo se logra a través de cuerpo singular, todo el entramado se basa tanto en la homogeneización fisiológica y neuroquímica como también sobre la pulsión distintiva de todo individuo perteneciente frente a los suyos. Pues que solo tiene sentido lo homogéneo revulsivamente frente a una presencia permanente de una anomia de lo dispar, individual e idiosincrático que somos cada uno de nosotros para los demás.

Esta es la gran baza al que el estar sociohomeostático puede recurrir que se basa, precisamente, en la vacuidad que supone un sistema nervioso que mediatiza los procesos homeostáticos corporales. Y es, en realidad, el cuerpo el centro de todo y que ha logrado, a través de la vivencia sociohomeostática la creación misma del ser antropológico como, ante todo, una forma de acolchonamiento fisiológico del estar corporal.

Esta circunstancia adquiere, como argumentamos, gran importancia frente a los contextos sedentarios propia de las antropologías dependientes de la agricultura intensiva. Es decir, la cultura tal y como nosotros la entendemos precisa de la apertura de grandes espacios metabólicos no directamente físicos que se articulan a través del desarrollo también aumentado de estructuras semióticas (como el uso de lenguajes humanos y sistemas numéricos que se registran por escrito). De manera que pueden concebirse los entornos sedentarios como la acomodación, por medio de cauces neurofisiológicos y electrometabólicos, de una sociobiología humana originalmente dependente en mucho mayor grado del andar mismo: el artificio digamos de empalme entre ambos contextos (de la antropología nómada a la sedentaria) es la cultura misma tendente en general hacia un distanciamiento de la dureza de la experiencia solo física. Una tendencia que, si bien está presente en el dilema original de la unicidad colectiva de los grupos humanos -que se articulan a través de la homeostasis electrofisiológica individual, desplazando transitoriamente el cuerpo físico de cada cual-, es la antropología sedentaria que no tiene más remedio que ir aún más lejos por el camino de una virtualidad que en la práctica humana del tiempo sedentario remite a la experiencia física un mucho mayor medida que participe de la vivencia real de la misma.

Ser a partir del estar (o un estar para ser)

Un estar sociohomeostático que se arropa en el ser antropológico culturalmente específico, sería, en efecto, el aporte de mayor consecuencia evolutiva de la vacuidad neurológica; una plasticidad de tipo cerebral que se puede aplicar también a la cognición en general y respecto particularmente su vertiente sociobiológica que incluye -y permite entender en su sentido técnico- la calidad incoativa de nuestra cognición. Y así puede vislumbrarse nítidamente el contexto de la susodicha “performatividad” de lo verdadero en tanto que todo grupo humano particular, frente a sus propias circunstancias físicas y en el tiempo generacional de su propia tradición, precisa de un eje sociorracional tambien de lo más específico (según todas sus particularidades que, sin embargo, se emparentan de alguna manera con las de cualquier otro grupo humano dado que se parte de una experiencia corporal fundamental similiar) al que poder aferrarse todo sujeto homeostático perteneciente: el propósito del mismísimo yo socializado sería rentabilizar de esta manera la singularidad fisiológico-corporal de cada uno para su incoporación cognitivo-identitaria respecto del grupo cultural (es decir, a través de nuestra misma vivencia racional del yo). Y eso supone ubicar al seno del grupo evolutivo el ímpetu más íntimo de todos nosotros por perseverar, tanto sobre un plano físico –in corpore– como respecto de nuestra supervivencia civil y social a través de nuestra lucha icónico-moral con la disonancia que supone nuestra vivencia de la intimitad emotiva de cada uno frente a lo consabido cultural (y ese coro potencialmente iracundo que son los otros y que a veces se alza amenazante, como imagen mental o quizás de forma neurlógicamente impentrable, pero que como fuerza mortificante se apodera visceralmente y en un instante, de nuestros cuerpos).

La funcion performativa de la «verdad», si bien tiene que tener en cuenta lo real en alguna medida, no debe entenderse como algo necesariamente empírico, pues se trata en realidad de una forma de imposición del grupo (en su integridad y permanencia en el tiempo) sobre su propia realidad. De tal manera que puede decirse que los grupos humanos, en su origen y como patrimonio socio-cognitivo que aun es el nuestro, no pueden permitirse no tener razón respecto de su comprension del mundo y de ellos mismos. Tal es la importancia sobre un plano evolutivo de esta función performativa de la racionalidad humana (quizá decir tambien la misma consciencia).

Pero como ya dijimos, esta continua reconstitución del ser racional sujeto a la definición como límite de su propia cultura, no funcionaría como mecánica si no retuviera en su mismo centro operativo la anomia que supone la indosincrasia homeostática individual1. Y solo podemos acceder a esta digamos elasticidad racional e identitaria del grupo si no cesa nunca el ímpetu vital de cada uno por la consecucción de su propio -e intransferible- confort homeostático: la vacuidad neurológica, precisamente, permite que la experiencia corporal se desoble de alguna manera como vivencia sensoriometabólica (el ser) que tranistoriamente solo remite a la experiencia corporal porque (de forma momentánea) la ha superado.

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1Una ideosincrasia homeostática que habría que entender también en conjunción con la memorística humana; y ambos de forma compleja frente a la vacuidad neurológica. Serían estos dos pilares, la vacuidad neuro y electrofisiológica por una parte, y por otra la singularidad homoestática-memorística, sobre los que se asienta la mecánica de los grupos humanos (mecánica que, a través de la conciencia humana, puede entenderse como dispostivo de gestión de la violencia como imposición humana a favor del vector evolutivo principal que es el grupo antropológico).