
Problemas walterbenajminianos en relación con la violencia, el derecho y la justicia
Será pues la violencia de esta primera aún subyacente coacción con la que todos nosotros acarreamos, como bisagra profunda y pilar de nuestra personalidad propia, la que nos hace gozar, momentánea y como subcorticalmente, con el espectáculo de la resistencia del sujeto homeostático frente a los suyos. Así, cada vez que este espectáculo como imagen nos lo brinda nuestro propio entorno de pertenencia antropológica -enriquecido lo más seguro a través de las neuronas espejo- que es la violencia como tabú más siniestro pero electrizante que podamos conocer, aunque solo sea un instante de lo más dopaminérgicamente intenso (que se desvanece también al instante y ante la realidad de nuestra propia capacidad de razonar y refrenarnos). Y así sería que se reinicia, por decirlo así, nuestro yo moral y sociorracional con cada nueva zozobra que nos causa el espectáculo de la violencia presenciada (en todos sus manifestaciones y respecto todas sus vertientes, tanto de la víctima/objeto como de la de los victimarios). Porque, al parecer, de ello dependen nuestros cuerpos antropológicos y subcorticales, siendo la vida misma desde la perspectiva de nuestra continuidad en el tiempo de nuestra propia pertenencia antropológica, las peripecias corporal-morales de los otros, de los nuestros.
Pero probablemente sea el fondo de la cuestión aquí, en el texto de Benjamín1, el sentido que para el sujeto socio-homeostático tiene la violencia y con el que el Derecho digamos entra en lucha, pero al que al final no puede vencer sin recurrir a un plano divino postulado. Con lo que supone que, de nuevo, estamos hablando, en realidad, de la imposibilidad de tratar nuestra propia complejidad de forma racional puesto que nos debemos como seres sociorracionales a nuestra propia violencia (contradicción de la que surge, dicho sea de paso, la ética, que es la buena noticia a este respecto).
Es decir, en cierto sentido la ética también se basa en una necesaria ceguera respecto la complejidad real de la que estamos hablando; con lo que implícito en la ética es tambien ocultar en alguna medida las cosas por mor de la operatividad de todo, pero particularmente el Derecho. Pues que la moralidad puede entenderse como propia de, en realidad, el locus de toda pertenecia socio-homeostática (ese plano que habitamos como cuerpos sintientes y pre-conscientes a los que la antropología sedentaria obliga a que se relacionen unos con otros), pero que, en cuanto pasemos al logos, la moral toma la forma propia de la ética ahora como reflexión más propia del cortex que de la visceralidad subcortical.
(Y así se diría -o me parece a mí- que va primero el locus antes que el logos, pues precisamente este es una especie de re-configuración o re-ligación de aquél, solo que abre al individuo perteneciente nuevos espacios para su propio ejercicio de imposición vital ahora incruenta, es decir, de caracter simbólico y más fisiológico, electro y neuroquímico que directamente corporal)
La ambivalencia de la violencia es pues el primer punto de necesaria comprensión: la violencia como imposición humana que da vida tanto como la puede quitar; es tanto una forma de curación como de veneno (el Pharmakon); y puede tambien transubstanciarse en vivencias más sensorio-metabólicas (electro y neuroquímicas) que fisicamente cruentas. Pero como fuente omnipresente de sentido alternativo potencial respecto de toda estabilidad antropológica ya consabida, constituye un verdadero socio nuestro en la sombra o entre bastidores, con el que estamos obligados a tratar de una u otra manera lo queramos o no.
Resumiendo: la gran contradicción del Derecho es que la violencia que lo respalda no es absoluta sino solo legitimadora frente siempre a cualquier otra fuente de violencia humana (también de carácter solamente legitimador) con la que puede rivalizar. Y la antropología sedentaria histórica, por lo tanto, no ha tenido más remedio que recurrir al plano absoluto -al menos como metafísica- de lo divino como fundamento último de nuestra propia coherencia como sociedades. O eso siempre que nos refrenemos de cuestionar la importancia en este sentido técnico-estructural de algun tipo de fe (ya que, como aquí vemos, la racionalidad humana no alcanza en última instancia).
Si bien las religiones (cualquiera de ellas que históricamente hubieran surgido en auxilio de toda antropología agraria) crean espacios culturales que pueden entenderse -paradójicamente- como más racionales en tanto que imponen lógicas no sujetas a contradicción que permiten depués un desarrollo intelectual-conceptual. De hecho, se puede hablar de una cierta seguridad epistémica que, en términos históricos (insisto, respecto de cualquier experiencia cultural dependiente de la agricultura), que sería el mayor prebenda de las divinidades antropomorfas, esa maravilla universal respecto de la calidad humana -´humanizada´- de lo humano que es el logos y en cualquiera de sus formas históricas culturalmente determinadas.
Violencias walterbenajminianas:
La violencia fundadora
La conservadora
La arbitraria
La divina
La violencia fundadora se refiere, en realidad, al sentido geométrico de imposición sobre el espacio material-corporal; sentido que debemos entender como innato a nosotros mismos como mamíferos y por nuestra condición corpórea: la violencia impone, para todos aquellos que se encuentran socio-homeostáticamente presentes, respecto de cualquier locus antropológico de pertenencia un orden evidente e inmediatamente comprensible para todos; sentido que debe de ser en buena medida subcortical o que no precisa aún de ninguna reflexión cognitiva superior.
La violencia conservadora, sin embargo, socava la fundadora al defenderse de otras violencias hostiles. Corrompe, entonces y hasta cierto punto, la idea de justicia (pero justicia sin poder coercitivo corporal real, tampoco tiene sentido). El Estado y su perogativa coercitva (único actor sistémico legitimado para el uso de la fuerza) queda respaldado por el Derecho; pero el uso de la violencia por parte del Estado pone en tela de juicio, de alguna manera, su misma legitimidad como actor violento al incurrir en la incoherencia propia de toda violencia no absoluta, la de que su legitimidad, se disfrace como se disfrace, es siempre en última instancia solo fáctica.
La violencia arbitraria tiene el problema de que, en realidad, nunca es abitraria sino que es siempre fuente de un nuevo sentido potencial, aun cuando no se justifique ni pueda arrogarse legitimidad alguna; porque si al final logra imponerse, ya será fácticamente su propia legitimación en su misma imposición. También la violencia nunca es arbitraria porque al ojo humano (es decir, respecto de todo individuo corporal que solo cognitiva y metabólicamente se ampara en la pertenencia homeostática respecto de los suyos), queda por sistema absorbido por el espectáculo moral más relevante que pueda darse, ese que es la violencia contemplada entre unos y otros; la que es ejericida por unos sobre otros; o tambien una violencia que se empeñan otros en resistir. Y es que en rigor, la biología socio-homeostática nuestra, al parecer, hace que jamás pueda decirse que sea totalmente abritraria nunca la violencia entre seres humanos (en la que participamos o la que simplemente presenciamos). De ahí su extrema peligrosidad, además, como fuerza de disrupción social y colectiva.
La violencia divina
Es una forma de violencia absoluta puesto que funciona por encima del plano corporal y no tiene por qué actuar como espectáculo ya que sirve sobre todo para razonar (en eso está su verdadera fuerza). Se requiere que se postule y que adquiera normatividad socio-cultural. Pero su efectivadad última -o al menos como históricamente se ha conocido- radica precisamente en el hecho de que no es real y por tanto abarca el plano físico de manera absoluta (pero como una metafísica, claro).
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1 Para una crítica de la violencia (“Zur Kritik der Gewalt”) del año 1921
Otras entradas no walterbenjaminianas:
La seguridad epistémica: a partir de un plano divino se garantiza una mayor benevolencia respecto del tiempo sedentario porque está libre de la inconsistencia que sí que limita la racionalidad socio-homeostática de primer plano: su legitimidad reside no en sus fines sino en su misma existencia (el “soy lo que soy” veterotestamentario, pero entendido constructivamente y, ahora, sin sorna). Es decir, ningún poder humano puede imponerse sin tener que legitimarse (a no ser que sea fácticamente capaz en este sentido): esta es la clave respecto la diferencia entre la violencia del Derecho y la violencia divina. Y puesto que los asertos que se amparan en lo divino no pueden contradecirse, se crea un marco de orden que se presta a la conducción, ahora sí racional, por parte de los sujetos culturales; marco que no puede facilmente alterarse ni socavarse (puesto que los preceptos base que no pueden refutrase de ninguna manera se convierten en una forma de estabilidad).
La violencia divina, para imponerse, ha de ser absoluta de la manera en que, efectivamente, lo puede ser toda metafísica si cuenta con el resplado normativo. Pero ninguna monarquía absoluta histórica (ni ningún otro régimen político conocido) ha manejado una violencia absoluta más allá de la metafísica: la única comparable es la que permiten realizar las armas atómicas, si bien la dificultad de controlar este tipo poder lo sitúa en otra categoría, pues solo ha podido existir realmente como ecosistema de poder basado en la destrucción mútua. Y, total, como tampoco puede usarse así como así el armamento atómico, puede decirse que se convirtió de forma como enrevesada en una metafísica, en realidad y sobre todo, como imagen.
Violencias absolutas
Necesidad por parte de la antropología urbana no solo del Derecho sino de la justicia entendida como dispensada por una divinidad (todopoderosa), ya que no sería suficiente solo con el Derecho debido a su vínculo real con la violencia solo legitimadora. Por eso la importancia de un dios de forma humana (por nuestra concepción del poder a través de la anatomía humana) al mismo tiempo que incorpóreo, pues es crucial que no sea físicamente real puesto que su función es superar el plano corporal que no puede rebasar, precisamente, el Derecho.
Y la violencia de las antropologías sedentarias mesopotámicas históricas precisarían de esta manera de una violencia divina (a través de un ente cósmico y todopoderoso postulado, pero a imagen y semejanza del poder corporal que es como entendemos la violencia): es decir, de modo inverso a la violencia real, la todopoderosa nivela y permite una suerte de racionalización que arraigue y permanezca culturalmente abocando a un cierta regulación de la violencia entre las partes; con lo que se establece, respecto de la violencia divina una correspondente justicia tambien divina (frente a la de los hombres) que, al menos de forma aspiracional, brinda el apoyo de una mayor racionalidad (por cuanto coherente, pese a su carácter metafísico) que coloca sobre el horizonte cultural al menos la posibilidad como esperanza de una benevolencia superior frente a las digamos miserias humanas inherentes a todo orden socio-político (incluyendo el problem ya comentado inherente a los sistemas judiciales).
Una mayor benevolencia del plano divino porque es más prístinamente racional: es decir, no esconde su violencia sino que la ejerce como su mismo existir, su misma presencia. De hecho, también así funciona la bomba atómica como base de un ecosistema de estabilidad política; y a igual que el plano divino, la guerra fría era de alguna manera más racional debido a que se ubicaba abiertamente en la destrucción mútua y planetaria total—o al menos como imagen e idea.
¿Se ha conocido o se conoce otra clase de violencia absoluta?
Puesto que la racionalidad de la que nos valemos como grupos humanos tiene tal vínculo que la violencia como imposición, de existir una violencia absoluta que estuviera mundialmente operativa en estos momentos (o incluso desde hace unos 6 o 7 décadas) y como sistema de gestión efectiva de nuestra condición planetaria, no sería nada extraño que no se conociera de forma pública, puesto que, como aquí hemos visto, la violencia tiende a fundar contextos de sentido finalmente racionales, pero que no es racional en sí misma; fundados, quiero decir, a parte de una necesaria ventaja tecnólógica que, evidenemente, sería preciso, en su caso, para cualquier fática imposición terráquea universal (o sea, no la meramente metafísica).
Es decir, es y ha sido históricamente necesario beneficiarnos como sociedades sedenetarias de nuestra especial relación con la violencia como imposición humana, mas no vivir en ninguna contemplación específica ni demasiado explícita respecto a ella; ya que nuestra cognición, al parecer, se entiende mejor como un mecanismo elíptico, que produce sentido sociorracional pero en realidad solo de forma un tanto transitorio por cuanto performativo (respecto, en realidad, del problema del integridad del colectivo antropológico), para después disolverse en un nuevo estar (para, a su vez, preparar un ser sucesivo).
Cosas de nuestra cognición concebida a partir de, simplemente, las neurociencias actuales…
Puede incluso proponerse la ética humana, tal y como la conocemos, como también producto de dicha condición o calidad elíptica de nuestra cognición que, precisamente porque nos distanciamos en el ser de toda visceralidad corporal-subcortical del estar, resulta necesario importar, como si dijéramos, la ética como concepto que solo remotamente se relaciona que su huella emotiva original (que se queda digamos en el estar). Y, sin embargo, y por continuar este ejercicio solo hipotético, de poder hablar de una rección ya absoluta del espacio socio-homeostático terráqueo en sí, se abriría un nuevo espacio ético tambien suprahomeostática, respecto de una entidad rectora agentiva que operaría sobre un objeto-sistema humano antropológico (como fundamento técnico y sentido último del mismo y en tanto gestor del tiempo colectivo).
Y para quienes les pueda interesar y a los que les pueda servir como apoyo existencial (para eso que siempre han servido las posiciones metafísicas fortalecidas frente a lo real), se ofrece lo que sería, en efecto, una nueva seguridad epistémica ante esta intolerable irracioanalidad técnica -y programada- del mundo actual.
O sea, hay un sentido si uno se empeña en buscarlo. Pero a diferencia de las violencias absolutas divinas al uso histórico, esta es absolutamente real…
(Tú mismo/misma)
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