Indagaciones sobre la necesidad estructural de lo divino y la violencia absoluta (cromática)

Portada discográfica del año 1994

Será pues la violencia de esta primera aún subyacente coacción con la que todos nosotros acarreamos, como bisagra profunda y pilar de nuestra personalidad propia, la que nos hace gozar, momentánea y como subcorticalmente, con el espectáculo de la resistencia del sujeto homeostático frente a los suyos. Así, cada vez que este espectáculo como imagen nos lo brinda nuestro propio entorno de pertenencia antropológica -enriquecido lo más seguro a través de las neuronas espejo- que es la violencia como tabú más siniestro pero electrizante que podamos conocer, aunque solo sea un instante de lo más dopaminérgicamente intenso (que se desvanece también al instante y ante la realidad de nuestra propia capacidad de razonar y refrenarnos). Y así sería que se reinicia, por decirlo así, nuestro yo moral y sociorracional con cada nueva zozobra que nos causa el espectáculo de la violencia presenciada (en todos sus manifestaciones y respecto todas sus vertientes, tanto de la víctima/objeto como de la de los victimarios). Porque, al parecer, de ello dependen nuestros cuerpos antropológicos y subcorticales, siendo la vida misma desde la perspectiva de nuestra continuidad en el tiempo de nuestra propia pertenencia antropológica, las peripecias corporal-morales de los otros, de los nuestros.

Pero probablemente sea el fondo de la cuestión aquí, en el texto de Benjamín1, el sentido que para el sujeto socio-homeostático tiene la violencia y con el que el Derecho digamos entra en lucha, pero al que al final no puede vencer sin recurrir a un plano divino postulado. Con lo que supone que, de nuevo, estamos hablando, en realidad, de la imposibilidad de tratar nuestra propia complejidad de forma racional puesto que nos debemos como seres sociorracionales a nuestra propia violencia (contradicción de la que surge, dicho sea de paso, la ética, que es la buena noticia a este respecto).

Es decir, en cierto sentido la ética también se basa en una necesaria ceguera respecto la complejidad real de la que estamos hablando; con lo que implícito en la ética es tambien ocultar en alguna medida las cosas por mor de la operatividad de todo, pero particularmente el Derecho. Pues que la moralidad puede entenderse como propia de, en realidad, el locus de toda pertenecia socio-homeostática (ese plano que habitamos como cuerpos sintientes y pre-conscientes a los que la antropología sedentaria obliga a que se relacionen unos con otros), pero que, en cuanto pasemos al logos, la moral toma la forma propia de la ética ahora como reflexión más propia del cortex que de la visceralidad subcortical.

(Y así se diría -o me parece a mí- que va primero el locus antes que el logos, pues precisamente este es una especie de re-configuración o re-ligación de aquél, solo que abre al individuo perteneciente nuevos espacios para su propio ejercicio de imposición vital ahora incruenta, es decir, de caracter simbólico y más fisiológico, electro y neuroquímico que directamente corporal)

La ambivalencia de la violencia es pues el primer punto de necesaria comprensión: la violencia como imposición humana que da vida tanto como la puede quitar; es tanto una forma de curación como de veneno (el Pharmakon); y puede tambien transubstanciarse en vivencias más sensorio-metabólicas (electro y neuroquímicas) que fisicamente cruentas. Pero como fuente omnipresente de sentido alternativo potencial respecto de toda estabilidad antropológica ya consabida, constituye un verdadero socio nuestro en la sombra o entre bastidores, con el que estamos obligados a tratar de una u otra manera lo queramos o no.

Resumiendo: la gran contradicción del Derecho es que la violencia que lo respalda no es absoluta sino solo legitimadora frente siempre a cualquier otra fuente de violencia humana (también de carácter solamente legitimador) con la que puede rivalizar. Y la antropología sedentaria histórica, por lo tanto, no ha tenido más remedio que recurrir al plano absoluto -al menos como metafísica- de lo divino como fundamento último de nuestra propia coherencia como sociedades. O eso siempre que nos refrenemos de cuestionar la importancia en este sentido técnico-estructural de algun tipo de fe (ya que, como aquí vemos, la racionalidad humana no alcanza en última instancia).

Si bien las religiones (cualquiera de ellas que históricamente hubieran surgido en auxilio de toda antropología agraria) crean espacios culturales que pueden entenderse -paradójicamente- como más racionales en tanto que imponen lógicas no sujetas a contradicción que permiten depués un desarrollo intelectual-conceptual. De hecho, se puede hablar de una cierta seguridad epistémica que, en términos históricos (insisto, respecto de cualquier experiencia cultural dependiente de la agricultura), que sería el mayor prebenda de las divinidades antropomorfas, esa maravilla universal respecto de la calidad humana -´humanizada´- de lo humano que es el logos y en cualquiera de sus formas históricas culturalmente determinadas.

Violencias walterbenajminianas:


La violencia fundadora se refiere, en realidad, al sentido geométrico de imposición sobre el espacio material-corporal; sentido que debemos entender como innato a nosotros mismos como mamíferos y por nuestra condición corpórea: la violencia impone, para todos aquellos que se encuentran socio-homeostáticamente presentes, respecto de cualquier locus antropológico de pertenencia un orden evidente e inmediatamente comprensible para todos; sentido que debe de ser en buena medida subcortical o que no precisa aún de ninguna reflexión cognitiva superior.

La violencia conservadora, sin embargo, socava la fundadora al defenderse de otras violencias hostiles. Corrompe, entonces y hasta cierto punto, la idea de justicia (pero justicia sin poder coercitivo corporal real, tampoco tiene sentido). El Estado y su perogativa coercitva (único actor sistémico legitimado para el uso de la fuerza) queda respaldado por el Derecho; pero el uso de la violencia por parte del Estado pone en tela de juicio, de alguna manera, su misma legitimidad como actor violento al incurrir en la incoherencia propia de toda violencia no absoluta, la de que su legitimidad, se disfrace como se disfrace, es siempre en última instancia solo fáctica.

La violencia arbitraria tiene el problema de que, en realidad, nunca es abitraria sino que es siempre fuente de un nuevo sentido potencial, aun cuando no se justifique ni pueda arrogarse legitimidad alguna; porque si al final logra imponerse, ya será fácticamente su propia legitimación en su misma imposición. También la violencia nunca es arbitraria porque al ojo humano (es decir, respecto de todo individuo corporal que solo cognitiva y metabólicamente se ampara en la pertenencia homeostática respecto de los suyos), queda por sistema absorbido por el espectáculo moral más relevante que pueda darse, ese que es la violencia contemplada entre unos y otros; la que es ejericida por unos sobre otros; o tambien una violencia que se empeñan otros en resistir. Y es que en rigor, la biología socio-homeostática nuestra, al parecer, hace que jamás pueda decirse que sea totalmente abritraria nunca la violencia entre seres humanos (en la que participamos o la que simplemente presenciamos). De ahí su extrema peligrosidad, además, como fuerza de disrupción social y colectiva.

La violencia divina
Es una forma de violencia absoluta puesto que funciona por encima del plano corporal y no tiene por qué actuar como espectáculo ya que sirve sobre todo para razonar (en eso está su verdadera fuerza). Se requiere que se postule y que adquiera normatividad socio-cultural. Pero su efectivadad última -o al menos como históricamente se ha conocido- radica precisamente en el hecho de que no es real y por tanto abarca el plano físico de manera absoluta (pero como una metafísica, claro).


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1 Para una crítica de la violencia (“Zur Kritik der Gewalt”) del año 1921

La seguridad epistémica: a partir de un plano divino se garantiza una mayor benevolencia respecto del tiempo sedentario porque está libre de la inconsistencia que sí que limita la racionalidad socio-homeostática de primer plano: su legitimidad reside no en sus fines sino en su misma existencia (el “soy lo que soy” veterotestamentario, pero entendido constructivamente y, ahora, sin sorna). Es decir, ningún poder humano puede imponerse sin tener que legitimarse (a no ser que sea fácticamente capaz en este sentido): esta es la clave respecto la diferencia entre la violencia del Derecho y la violencia divina. Y puesto que los asertos que se amparan en lo divino no pueden contradecirse, se crea un marco de orden que se presta a la conducción, ahora sí racional, por parte de los sujetos culturales; marco que no puede facilmente alterarse ni socavarse (puesto que los preceptos base que no pueden refutrase de ninguna manera se convierten en una forma de estabilidad).


La violencia divina, para imponerse, ha de ser absoluta de la manera en que, efectivamente, lo puede ser toda metafísica si cuenta con el resplado normativo. Pero ninguna monarquía absoluta histórica (ni ningún otro régimen político conocido) ha manejado una violencia absoluta más allá de la metafísica: la única comparable es la que permiten realizar las armas atómicas, si bien la dificultad de controlar este tipo poder lo sitúa en otra categoría, pues solo ha podido existir realmente como ecosistema de poder basado en la destrucción mútua. Y, total, como tampoco puede usarse así como así el armamento atómico, puede decirse que se convirtió de forma como enrevesada en una metafísica, en realidad y sobre todo, como imagen.


Necesidad por parte de la antropología urbana no solo del Derecho sino de la justicia entendida como dispensada por una divinidad (todopoderosa), ya que no sería suficiente solo con el Derecho debido a su vínculo real con la violencia solo legitimadora. Por eso la importancia de un dios de forma humana (por nuestra concepción del poder a través de la anatomía humana) al mismo tiempo que incorpóreo, pues es crucial que no sea físicamente real puesto que su función es superar el plano corporal que no puede rebasar, precisamente, el Derecho.

Y la violencia de las antropologías sedentarias mesopotámicas históricas precisarían de esta manera de una violencia divina (a través de un ente cósmico y todopoderoso postulado, pero a imagen y semejanza del poder corporal que es como entendemos la violencia): es decir, de modo inverso a la violencia real, la todopoderosa nivela y permite una suerte de racionalización que arraigue y permanezca culturalmente abocando a un cierta regulación de la violencia entre las partes; con lo que se establece, respecto de la violencia divina una correspondente justicia tambien divina (frente a la de los hombres) que, al menos de forma aspiracional, brinda el apoyo de una mayor racionalidad (por cuanto coherente, pese a su carácter metafísico) que coloca sobre el horizonte cultural al menos la posibilidad como esperanza de una benevolencia superior frente a las digamos miserias humanas inherentes a todo orden socio-político (incluyendo el problem ya comentado inherente a los sistemas judiciales).

Una mayor benevolencia del plano divino porque es más prístinamente racional: es decir, no esconde su violencia sino que la ejerce como su mismo existir, su misma presencia. De hecho, también así funciona la bomba atómica como base de un ecosistema de estabilidad política; y a igual que el plano divino, la guerra fría era de alguna manera más racional debido a que se ubicaba abiertamente en la destrucción mútua y planetaria total—o al menos como imagen e idea.

Puesto que la racionalidad de la que nos valemos como grupos humanos tiene tal vínculo que la violencia como imposición, de existir una violencia absoluta que estuviera mundialmente operativa en estos momentos (o incluso desde hace unos 6 o 7 décadas) y como sistema de gestión efectiva de nuestra condición planetaria, no sería nada extraño que no se conociera de forma pública, puesto que, como aquí hemos visto, la violencia tiende a fundar contextos de sentido finalmente racionales, pero que no es racional en sí misma; fundados, quiero decir, a parte de una necesaria ventaja tecnólógica que, evidenemente, sería preciso, en su caso, para cualquier fática imposición terráquea universal (o sea, no la meramente metafísica).

Es decir, es y ha sido históricamente necesario beneficiarnos como sociedades sedenetarias de nuestra especial relación con la violencia como imposición humana, mas no vivir en ninguna contemplación específica ni demasiado explícita respecto a ella; ya que nuestra cognición, al parecer, se entiende mejor como un mecanismo elíptico, que produce sentido sociorracional pero en realidad solo de forma un tanto transitorio por cuanto performativo (respecto, en realidad, del problema del integridad del colectivo antropológico), para después disolverse en un nuevo estar (para, a su vez, preparar un ser sucesivo).

Cosas de nuestra cognición concebida a partir de, simplemente, las neurociencias actuales…

Puede incluso proponerse la ética humana, tal y como la conocemos, como también producto de dicha condición o calidad elíptica de nuestra cognición que, precisamente porque nos distanciamos en el ser de toda visceralidad corporal-subcortical del estar, resulta necesario importar, como si dijéramos, la ética como concepto que solo remotamente se relaciona que su huella emotiva original (que se queda digamos en el estar). Y, sin embargo, y por continuar este ejercicio solo hipotético, de poder hablar de una rección ya absoluta del espacio socio-homeostático terráqueo en sí, se abriría un nuevo espacio ético tambien suprahomeostática, respecto de una entidad rectora agentiva que operaría sobre un objeto-sistema humano antropológico (como fundamento técnico y sentido último del mismo y en tanto gestor del tiempo colectivo).

Y para quienes les pueda interesar y a los que les pueda servir como apoyo existencial (para eso que siempre han servido las posiciones metafísicas fortalecidas frente a lo real), se ofrece lo que sería, en efecto, una nueva seguridad epistémica ante esta intolerable irracioanalidad técnica -y programada- del mundo actual.

O sea, hay un sentido si uno se empeña en buscarlo. Pero a diferencia de las violencias absolutas divinas al uso histórico, esta es absolutamente real…

(Tú mismo/misma)

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Más ejercicios musolinianos:“Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”…

Novela del año 1961

Debido a la naturaleza incoativa de la cognición nuestra (también se puede decir emergente), el orden racional como fundamento cultural de la mismísima estabilidad socio-homeostática ha de alimentarse del sustento base que es la anomia y la calidad no discernible inicial de las cosas que percibimos: es decir, nuestra atávica relación con la violencia como imposición vital y personal está en el fondo mismo de nuestra forma de relacionarnos con lo real; y es que, como individuos, también precisamos de contextos en los que hemos de imponer, como sea, un sentido respecto de las cosas y los eventos que se producen ante nosotros: se diría que el cuerpo, de alguna manera, nos obliga a ello como el sentido funcional y performativo de lo racional y en su trayectoria permanente del estar hacia el amparo, en realidad colectivo, que supone el ser (y que de hecho se refleja, respecto del idioma español, de manera clara en la oposicion entre estos dos verbos que se refieren a diferentes vertientes de la viviencia humana, la homeostática y electro-nueroquimica individual, por una parte, frente a la consolidacion semiótico-identitaria que es el ser).

Pero, de la misma manera que podemos entender que el ser se alimenta en realidad del estar, decir que no existe nada fuera del estado es cegarse a la verdadera complejidad del tiempo humano y su carácter socio-homeostático. Y es también entender que, al extirpar toda anomia interna (que era de hecho el modus operandi histórico tanto de Musolini como de Hilter, como también lo fue del militarismo japonés de la misma época) se pasa a entrar en una relación de dependencia en la violencia exogrupal, con todo el riesgo colectivo que esto supuso históricamente (y cuyas consecuencias siguen imperando, si bien de forma no públicamente explícita, sobre la antropología sedentaria universal hasta hoy en día).

Y así como las sociedades históricas esclavistas (la Grecia antigua, Roma o también la Europa del XVIII hasta cierto punto) que vaciaron de todo valor social el trabajo manual, los fascismos históricos se hacen en realidad subalternas respecto de la violencia corporal, belicista y necesariamente exogrupal. Como contraste, decimos que las democracias liberales -desde sus orígenes pero sobre todo a partir de la finalización de la SGM-, se hacen estrcturalmente dependientes de la anomia incruenta que son las opiniones personales y en su vertiente colectiva como grupos sociales o partidos políticos movilizados. De manera que podemos hablar de un avance estructural que de esta manera pasa de la violencia belicista exogrupal a vincularse de manera homeopática con una violencia tanto moral como de carácter mucho más epistémico (basada en ultima instancia en ideas y el perspectivismo a lo que se le invita al individuo a poscionarse de una u otra manera).

Y si bien la violencia bélica no desparece del todo, sí que se hace (se hizo históricamente) mucho más remota respecto de formas ahora metabólicas de la vivencia de la imposción humana, a través de contextos morales-epistémicos puestos a disposición de los individuos y gracias, también, a un flujo constante de, sobre todo y para la inmensa mayoría demográfica, imágenes corporalmente (o sea, moralmente) relevantes de brutalidad, sufrimiento y zozobra de nuestros prójimos, pero cuyo realidad corporal, a partir de solo unos pocas personas, pudo -puede aún- virtualizarse de forma demográficamente masiva.

Con lo que rogamos, ahora encarecidamente, a que se reconozca la inanidad fascista como pensamiento tempo-estructural que rehúye la complejidad misma, lo que no quita que unos cuantos impulsivos puedan seguir diviritiéndose con su parafernalia de imágenes, y eso siempre que no pase de ahí, claro está, si bien puede -debe- amenazar con ello de forma permanente y al mayor gusto vivificador nuestro, sin duda, como habitantes de lo inmóvil sedentario: pues que la tensión misma de las amenazas solo anticipadas es, tambien desde siempre, recurso vivificador de lo sedenatario.

Debemos asimismo entender -también se ruega aquí que entendamos- la importancia de las imágenes en tanto que crean espacios en los que, por su carácter incorpóreo pero moralmente relevante en un sentido socio-homeostático, caben todos los cuerpos reales de una manera u otra, y respecto de cualquier posición ideológico-epistémica que finalmente adoptemos (que, en realidad, son normalmente solo unas pocas opciones reales pero que vivimos sin duda como nuestra mismísma libertad existencial).

Pero la utilidad de esta forma de vivificiación metabólica a través de la disonancia homeostática individual frente a la sociedad y sus subgrupos (o sea, el motor mismo de la moralidad); la elaboración de contornos epistémicos-conceptuales que sirven precisamente como andamio del perspectivismo individiudal en pugna unos con otros; y el efecto mismo de las imágenes como flujo contante de estímulo socio-homoestático para las personas, todo eso que forma la piedra angular de la posibilidad de lo urbano, depende, en el fondo, de la comunicacion interpersonal dentro de entornos que excluyen, esencialmente, tanto la amenaza de una violencia física desabrida como también la degradación excesiva (en cualquiera de sus vertientes, tanto clascista, sexista, racial o político-económica) del ser humano.

Pero las sociedades esclavistas, junto con los fascismos históricos, acaban siendo sociedades ahuecadas precisamente en este sentido y en cuanto a la calidad de las relaciones interpersonales en su propio seno.1 Y es eso lo que impele a dichas sociedades a sostenerse a través de los cuerpos culturalmente ajenos como objetos, y como solución de lo que es, en realidad, el problema de su propia vacuidad interna. O sea, una situación patológica sin duda que supone en sus mismos fundamentos la puesta en marcha de un dispostivo de naturaleza como mímimo homicida (pero claramente genocida en su culminacion última, una y otra vez, y como atestigua siquiera la más somera revisión de la historia humana).

La experiencia neocolonial europea del siglo XIX y XX tambien puede entenderse de esta misma forma, incorporando parcialmente dicho modus operandi esclavista en el hecho de denigrar en general el objeto humano culturalmente ajeno de conquista (es decir, respecto de un mismo huecamiento del otro, pero de forma solamente exo grupal -exo cultural-). Por ello este tema puede abordarse como fenómeno inherente a la experiencia sedentaria en general por cuanto precisa sostenerse en el tiempo a través la creación de espacios miméticos e incruentos respecto del ambito endogrupal, pero con mayor margen de violencia real respecto de poblaciones culturalmente ajenos: es decir, a la violencia como imposición vital humana hay que darle salido de una manera u otra, si bien dentro de entornos sedentarios esto exclue rebasar ciertos niveles de zozobra y dolor presenciados por medio de la creacion de vías miméticas de vivificicaión más sensoriometabólica, electro y neuroquímica que directamente corporales; aunque, lamentablemte, nuestra capacidad inherente de sentir dolor por el sufrimiento ajeno suele reducirse, incialmente, respecto de los cuerpos culturalmente ajenos.

A modo de conclusión, volvamos al campo especificamcente militar para traer a colación el caso histórico del Pentágono norteamericano: Y pedimos tambien que se constate (por mucho que nos pudiera contrariar) su mayor sofisticación histórica en este sentido que, de forma posiblmenente ilegal (si pudieramos escrutinar el tema en mayor detalle, digo, cosa que no va a poder ser, lo más seguro), se valió, a partir de al menos el año 60 de las imágenes de la cultura popular (en el cine, la televisión y seguramente también a través de la literatura) para promover una cierta agenda «semiótica» que incluía un uso sutil del humor y, hasta cierto punto, una «cariñosa» rediculización de algunos aspectos del ejército, lo que al final invita, de maner mucho más certera, a una posición individual favorable respecto de las instituciones militares (aunque debemos aquí recordar que la propoganda, vertida internamente contra la propia población civil, es algo que creo que está -o hubiera estado alguna vez- tipificado en algun codigo penal o constucional norteámericano).

Es decir, se trataría de una forma de captura (finalmente exitosa) de la misma anomia vital que tanto aborecía -por lo visto- Il Duce, para alimentar de alguna manera unas coordinadas más o menos ideológicas determinadas; una sutil dirigencia de la emotividad y pulsiones indiviudales de las que se han articulado desde siempre los grupos humanos y de las que tambien se alimenta la antropología sedentaria frente al problema de una fisiología socio-homeostática originalmente nómada.

Y, más allá del humor, el dilema de nuestro vínculo que la violencia belicista se pudo vivenciar de alguna manera a través de una exploración moral en la cultura popular de las instituciones castrenses, lo que a partir de la guerra con Korea y la experiencia norteamericana en Vietnam alcanzó un gran nivel estético en algunas series de televisión y mutlitud de películas de guerra (particularmente aquellas que cuestionasen, dentro de ciertos límites, los mismos fundamentos castrenses).

Y, mientras tanto, siguió a todo vapor -como proceso de fondo constante y no siempre advertido- el progreso socio-fisiológico de los grandes agregados demográficos occidentales cada vez más consumistas….

Esto respecto de un imaginario y entorno semiótico sobre todo estadounidense, puesto que la vertiente político-ecómica y militar-tecnológica de EEUU puede decrise que siguió comportándose como sociedad esclavista y ahuecada al precisar siempre de un enemigo externo por medio del cual poder justificarse -se diría existencialmente y en toda su furia vital- lo que llevó a Hispanoamérica, por ejemplo y como objeto imperial norteamericano (entre otros) a pagar un posiblemente lamentable precio en cuanto a su propio desarrollo histórico socio-económico…

Pero aun así llegó a Buenos Aires, por ejemplo, junto, es de suponer, a la mayoría de las capitales hispanoamericanas el mismo -o parecido- catálogo de películas holywoodienses a lo largo de los años 60 y en adelante. De manera que el susodicho soft power norteamericano no era solo de consumo histórico exclusivamente interno (y con perdón por esta última perogrullada).

Evidentmente, el Pentágon se dio cuenta que esto también le venía bien como estrategia de facilitación popular, si bien en el decurso del tiempo esta actitud parece que se modificó a partir de los 80 y a través de los años 90, punto a partir del cual se pasó a entrar en nueva fase de simplificación socio-metabólica.

Qué se le va hacer pues que el tiempo, amigos, corre en nuestra contra.

He ahí la trampa.

(Y hasta hoy)

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1 Pero ¿son más metabólicamente eficientes estas sociedadas ahuecadas, frente a contextos sociales de mayor interconexión comunicativa entre las personas? Eso muy bien puede ser. Y también mejor puede ser no preguntarse nada al respecto ni mucho menos disponerse a contestar la pregunta (pues eso).