En Plaza Ciudad de Viena, número 9 (Moncloa-Aravaca) cuando Santiago Abascal era aún buena persona

Entre marzo del año 2003 y primavera quizá del 2007, acudía 4 ó 5 veces por semana al edificio-torre central de Plaza Ciudad de Viena, Madrid (para un asunto personal pero bastante intenso, un día sí y prácticamente otro también, con pausa únicamente en el mes de agosto y una semana en navidades). Y como encajaba muy bien con el horario de mi trabajo que me dejaba inactivo a partir de las nueve del mañana hasta medio día y por la tarde, solía desayunar antes de subir a eso de la 9:30 en el bar que en aquellos tiempos había en la planta baja.

Y así fue que al entrar un día me encuentro al otro lado del redil circular de aquella barra con la ensimismada y como algo apagada figura -pulcramente trajeada y encorbatada, eso sí- de un exalumno que unos años antes había entablado conmigo cierta relación personal (cosa que con frecuencia ocurriría en el contexto de mi actividad de entonces). De tal manera que sabía muy bien, y hasta había llegado a congraciarme con al menos su persona, que era falangista declarado de los que aún se identificaban en aquellos tiempos con Blas Piñar, consideraba al mismo Partido Popular como una caterva de traidores, y no sé si al rey Juan Carlos también.

Aunque este hecho personal que él atemperaba en algo por razones profesionales, pero que había querido que yo supiera y que, además, yo aceptara en pos de, simplemente, la formalidad personal entre nosotros, no había impedido que llegara a estimarlo como persona, por el sufrimiento personal que me relataba sobre su divorcio (¡enfatizando la angustia y zozobra tambien de su esposa!) y en sus muy agudas observaciones sobre su propio sector industrial (petrolero) y los siempre presentes entresijos de la corrupción que relataba cuando de estaciones de servicios se trataba. En cuanto a la consecución de licencias municipales me trazó un auténtico catálogo de las idiosincrasias regionales y hasta provinciales en España que, según una u otra zona, eran más deshonestos y duros de pelar y las que lo eran menos—aquellos tiempos eran, además, los de un tal Villanueva y el gran escándalo entonces aún reciente aquel de trucar los surtidores de toda su cadena estaciones de servicio de la que él o su familia eran propietarios).

Un tipo elegante en el vestir, en los modales y en el trato afable y divertido con la gente; era buena persona, quiero decir, eso que solemos decir todos nosotros en algún momento respecto a alguien, sin profundizar. Pero aquella mañana le percibí entonces como algo mayor para los poco más de cincuenta años que calculaba que entonces tendría, y también como entumecido de cara grisácea con sutiles pero profundas ojeras y, en general, no muy animado que digamos. De hecho, no me reconoció pese a estar casi en frente suyo y pese también de haber coincidido hacía relativamente poco-quizá había sido solo el año anterior- en algún Vips del barrio de Salamanca, donde, con otra fisiología más vivaz, me había apretado efusivamente la mano, llegando casi a abrazarme.

Pero bien: ya para entonces me había acostumbrado a los encuentros con conocidos del pasado que se presentaba en el ahora como prematuramente envejecidos, con una ligera hinchazón de sus facciones, apagados de vitalidad y faltos muchas veces de una memoria clara de su conexión anterior conmigo. Y la verdad, ya para entonces entendía que eso no era el tema más importante sobre el que articulaba mi vida entonces (y también hasta el día de hoy): no son los individuos en los que he de centrarme sino en los contextos del que dependen al mismo tiempo que contribuyen a mantener, como ya me había ocurrido (y que ocurriría con frecuencia después) con algunas otras personas en este sentido atrezo.

Es decir, ya intuía -lo que ahora me consta- que mis recuerdos personales, toda mi vida efectiva pretérita no era -ni es ahora- más que un sostén sobre el que puede seguir funcionando mi cognición y en su vertiente memorística (pues no hay, por lo visto, sujeto cognitivo sin memoria), lo que, además, me ayuda a mantener y cultivar, afortunadamente, mi sentido del humor ante las cosas.

Y porque apremia, me han hecho saber de infinidad de maneras y momentos, el tiempo colectivo, de tal manera que su urgencia como imposición es también necesariamente la mía frente el decurso los días y la perspectiva de futuro.

Pues bien, el tema entonces, en aquel momento, no era quién era o hubiera sido para mí esta persona ni cómo estaba (que forzosamente no debía de ser positivo en ningún caso), sino el sentido que tenía su presencia en ese lugar. Y en esto al menos fui rápido, pues recordé al momento que este tipo solía mencionar gestiones que de vez en cuando tenía que hacer en alguna oficina de la asociación de servicios de estación de Madrid, o algo así, pero cuya dirección yo no tenía por qué haber sabido nunca. Aunque ya me había percatado, al haber frecuentado casi a diario este bar y la arriba mencionada plaza, que eso explicaría su presencia, que dicha oficina se ubicaba efectivamente en aquella misma plaza.

Habría seguramente que decir que almacené el recuerdo de aquella mañana de alguna forma para un uso posterior mucho más preciso: el de asociar este perfil de Falganista-buena persona con el concepto de fuel; una gasolina de la que, con el tiempo, se haría dependiente la política española, pero mucho antes una política verdaderamente mundial como artimaña de lo que parece un esfuerzo por dilatar el tiempo narrativo un poco más dentro de un contexto energéticamente menguante…

Quiero decir que este atar cabos a partir de recuerdos que dan forma luego a una comprensión estructural, se me impuso, en este caso particular, mucho más tarde. Pero el hecho de vivenciar memorias personales a partir de las que se va hilando una idea, una narrativa y un sentido final que yo he de colegir por mi mismo (o así al menos percibo esta experiencia) si bien supone mi implicación personal, moral y afectiva de lo más intensa, no quiere decir que sea exactamente algo mío que yo haya forjado enteramente por mismo.

Pues la verdad es que todo este asunto en general nunca ha sido en realidad un problema mío sino vuestro; y a etas alturas creo que solo muy une a ello el deber, o algo así.

(Probablemente también el amor, aunque yo no utilizaría esa palabra)

Pero no llegué a decirle nada aquella mañana, como ha ocurrido con muchas otras personas (en realidad y hasta cierto punto, con todas las personas que conozco aún o haya conocido nunca), pues es en el silencio donde se encuentra la única ecuanimidad posible en esto que es mi nueva actividad vital, una actividad que había sido en realidad desde hacía muchas décadas antes (antes incluso de nacer yo) la mía sin que fuera necesaria mi concienciación sino desde noviembre del 2002 (y con una comprensión ya cromática más cabal a partir de febrero de 2004).

Aunque tampoco debo pensar mucho e innecesariamente en ello, la verdad. Pues aún hay trabajo por hacer y no se me permite distraer en lo esencial de este hecho base y fundamental y que es algo así como el sentido real (pero críptico) del presente de la especie.

(Avanti es lo que suelo decir a mi mismo llegado a este punto, y con escupitajo mental luego al suelo)

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Girard Bank revisado

Banco ya desaparecido de Filadelfia, EEUU

Tema de la venganza como causalidad insoportable (sobre todo para el grupo). De manera que este proceso girardiano de desviación (que está presente en las observaciones sobre el mundo animal de Konrad Lorenz también) y descrito en La violencia y lo sacro (1972) como recurso propiciatorio, tiene el efecto de convertir lo causal en correlativo que es el plano propio de la vivencia fisiológica nuestra, y lo que en el contexto de los grupos humanos supone favorecer una lógica estructural más profunda y de la que toda causalidad sociorracional es, en realidad, apéndice subalterno.

Porque postulamos que la intersubjetividad solo se convierte en tal gracias a su carácter necesariamente más causal (es decir, comprensible por tanto para todos), pero su función estructural es, sin embargo, el de garantizar y asegurar el plano correlativo de la vivencia socio-homeostática colectiva en su continuidad en el tiempo: por esta razón toda ontología vista desde esta perspectiva más profunda deviene por lo tanto en mera contingencia, si bien retiene como ontología su propia coherencia sociorracional y simbólica aunque de forma crípticamente escindida de lo realmente sustancial, es decir, la vivencia metabólica en sí misma independientemente de cómo se procese posterior y sociorracionalmente sobre un plano cultural y semiótico cualquiera.

Y sería de esta manera que llegaríamos una u otra vez a situaciones en las que tener razón en un sentido analítico y culturalmente racional no fuera, en realidad, certero por cuanto no relevante en un sentido más profundo y por tanto de carácter erróneo, si bien no explícitamente entendido como tal, pero sí con frecuencia intuido. Ejemplo clásico de esto sería el heliocentrismo frente a una visión geocéntrica; oposición o dicotomía que cabe entender como en cierto sentido inválida por cuanto solo de forma analítica nos relacionamos con el primero (como punto clave y de arranque respecto al constructo abstracto -pero empírico sin duda- del concepto de sistema solar y todo de lo que de ello se sigue), mientras que nuestros cuerpos y el entorno correlativo (y homeostático) del que dependen no puede dejar de vivenciar dicha relación de forma siempre visceralmente geocéntrica y pese a la aparente sinsentido intersubjetivo que supone.

En términos renegirardianos, entonces, la necesidad de una víctima propiciatoria ha de ser necesariamente de caracter propiciatorio, esto es, una persona, animal, objeto o idea (finalmente mitológica, que es evidentemente la mejor opción ) cuya destrucción a favor del colectivo no suponga la necesidad por parte de nadie de un acto vengativo sucesivo. A favor del grupo porque rompe precisamente la lógica causal al tiempo que permite la imposción humana ritualista y como espectáculo del que nos beneficiamos todos los pertenecientes de la muy infame unanimidad violenta a la que, por otra parte, nuestros cuerpos no pueden resistirse (pero nuestro mente como voluntad, sí). Y como todos ya sabemos, el mejor chivo expiatorio que hay son los cuerpos culturalmente ajenos, justamente porque el espectáculo de su desprecio y maltrato suele tener consecuencias morales diferentes, atenuadas o ausentes del todo dentro del contexto de nuestra propia pertenencia cutural.

He aquí, pues, otro buen argumento (ya clásico) de que el bienestar colectivo se basa, en realidad, en una garantía del espacio fisiológico correlativo que la causalidad más firme puede destruir, y de la que los grupos humanos, a veces, tienen que blindarse. Naturalmente, esto empezó a contemplarse a través de narrativas mitológicas, ¿pues cómo entender analíticamente que a veces la razón es enemiga de la cohesión en el tiempo del grupo, y que como conocimiento esta idea compleja se sale del plano correlativo y no es, entonces, muy útil para la vida física y social? Y de hecho aún a día de hoy seguimos relacionándonos de forma elíptica con este tipo de complejidades (que vemos, precisamente como paradojas cuando quizá no sean exactamente eso sino un reflejo de una lógica compleja que atañe a otro plano por encima del directamente socio-homeostático).

¿La gran prueba de la supremacía antropológica de lo correlativo sobre la causalidad?

Porque la causalidad en su modo más firme es producto posterior de un plano correlativo múltiple anterior al que solo podemos aproximarnos por medio de un arduo esfuerzo analítico; si bien, en ningún caso cabe vivenciar la causalidad de forma socio-homeostática puesto que es el mundo humano analítico y ontológico que, alimentándose de lo correlativo anterior, se sale acto seguido del plano corporal-antropológico. Y es que al locus socio-homeostático propio de los cuerpos antropólogos, siempre ha de tornar el logos culturalmente determinado (cualquier que sea), pues es ley de vida que impone ni más ni menos que la cognición humana. Hasta para los mejores y más prestigios científicos. ¿Dónde si no gastarse tan alegremente sus duramente ganados y acaso escasos sueldos?

Evidentemente, la Sociedad de riesgo se refuerza a partir de esta división (pero que es también un continuo) entre estos dos modos cognitivos distintos. Y es dentro, por una parte, del reino de lo racional y consabido (señorío, en última instancia, de la razón técnica, de la ciencia y del mismísimo yo socializado de cada cual) en el que somos -porque nos proyectamos hacia el futuro apoyados, cabe decir, por una intersubjetividad individual a la vez que estandarizada. Mientras que en la periferia (que lo es porque menos consciente, más límbico y previo casi del todo al lenguaje) siguen estando nuestros cuepros bajo el regímen correlativo y menos racionalmente articulado del Cerebro automático, si bien no estoy hablando de ningún desplazamiento físico sino metabólico, acaso también decir neuroquímico, etc.

Porque, como ya sabemos, así anda el juego de la antropología agraria, qué se le va a hacer. Y juego en el que siempre gana la casa al final (si acaso sea necesario recordárselo).