
Allá por los primeros años de la década de los 2000, aún conservo el extraño recuerdo de encontrarme a mediodía en una casa de comida de un pueblo en el extrarradio de Madrid donde hubo en ese tiempo frenético auge de construcción de pisos residenciales que era causa lógica, por tanto, de que hubiera por aquella zona muchos bares y restaurantes que ofrecieran menús del día muy buenos y bien baratos, y que fueran lugares a esas horas entre semana muy concurridos. Pero el caso es que persiste en mi memorística el atisbo de una sensación que entonces emergió en mí de que aquel escenario colectivo que entonces contemplaba, con todo su aparente ajetreo de personas, ya no consumía ni tan vorazmente ni tanta cantidad de comida ni bebida como yo aún recordaba que había sido el caso en los 80 y principio de la década de los 90. Pero no sabría concretar exactamente en qué notaba yo esto, salvo en cierto apaciguamiento del nivel general de energía percibida, y quizás en la escasez que creía constatar de los postres, cafés, copas, y por la percepción de que la gente, a lo que parecía, ya no se afanaba tanto ni en el consumir ni el disfrutarlo.
Naturalmente, tuve que cuestionar mi propio sesgo subjetivo y el hecho de que yo sí ya había envejecido algunos años, lo que apuntaba a que igual esta supuesta ralentización tenía más que ver conmigo que con la realidad frente a mí. Pero, con todo no he olvidado nunca este episodio primero (o que recuerdo como tal) como hito de inauguración a lo que después ha pasado de una infernal sospecha respecto del estado real de los cuerpos humanos en tanto condición, a convertirse poco a poco en hipótesis de trabajo vital (pero con todo, no sólo mío sino el de la digamos empresa para la que trabajo). Aunque he de manifestar aquí y ahora que desde primavera del año 1987 me declaro acompañado, hasta quizás decir atormentado, por la visión de profundas ojeras, primero en mi propio rostro pero después y a partir de primavera del 2004, en todos los rostros humanos con los que me topo; quiero decir, si me empeño en registrarlas en cuanto a este rasgo, pues ya con el tiempo he llegado a prestar apenas atención al tema, o solo puntualmente cuando me es preciso en algún momento volver a entender el sentido real y profundo de lo que estoy haciendo y que entonces me pongo a buscarlas expresamente.
Y considero, después de estar monitorizando de manera continua todas las imágenes fotográficas y audiovisuales que con los años y desde entonces yo haya visto, que la primera vez en la historia del cine (es decir, hasta donde yo he podido determinar) que aparecen las ojeras a las que me refiero -pues se distinguen de alguna manera de otras- sería en la película Midway del año1976 y en la cara del actor que hace el papel de un vicealmirante de la armada nipona. Es la cara de un hombre maduro, pero de ninguna manera viejo. No he podido detectar en ninguna imagen de fecha anterior con esos mismos rasgos que después y para el año 2004, considero que son características de toda cara humana universal, si bien el discernirlas y la impronta que en el observarlas nos pueden dejar, depende de circunstancias como la edad, el ángulo desde el que se ven y la luz; y también la diferencia racial (pero con poca experiencia se ven en seguida respecto de cualquier origen étnico, esa es la verdad).
Y el rasgo peculiar de dichas ojeras, respecto de toda las caras e incluso las de los bebés, es el carácter como subyacente que muestran, como por debajo de la piel de manera que lo que es el envejecimiento que podríamos decir normal va como extrañamente por separado y de alguna manera externa a esta otra realidad corporal profunda y piedra angular universal por debajo de todo. Pero claro: yo estoy hablando de mi percepción desde luego subjetiva con la que, sin embargo, no tengo más opción que acarrear.
Y por absurdo que parezca, esta posibilidad de constatar, de vez en cuando y cuando pareciera que más yo lo necesitara, esta realidad física ajena si bien elusiva y esquiva sin duda, la he utilizado psicológicamente como un punto en realidad de claridad en el que apoyarme y para poder recobrar, de sopetón, el sentido profundo de las cosas, o al menos de mi existencia personal. Pero reconozco y soy bien consicente de la poca sustancialidad que ofrece este resorte, si bien considero que no he tenido más opción para seguir adelante, o simplemente decir que así ha sido.
Pues ya ven, sentimos las cosas para poder atribuirles, finalmente, un sentido; de este bucle límbico-cortical no hay escapatoria antropológica pues la continuidad en el tiempo evolutivo del grupo ha dependido siempre de su propia imposición racional, es decir, intersubjetiva que es la razón estructural de que usted necesite ser quien psíquicamente es. Pero a partir de esto, yo también he tenido que trabajar al margen digamos de toda verdad consabida, pero sin menoscabar la comprensión racional estándar y de la que dependemos todos y frente a la que podemos posicionarnos de forma particular y discrepante, mas en ningún caso desdeñar por completo.
No puedo pues sustanciar más mi comprensión de las cosas sino a partir de mi propia subjetividad (he aquí la trampa como hipótesis de trabajo que me han tendido, sin más opción). De manera que me he visto ante la necesidad de recurrir exclusivamente al razonamiento lógico, si bien no experimental, y de un modo que vosotros no consideraríais empirico, lo más seguro. Pero sé que mis argumentos son buenos, se apoyen aunque mínimamente una visión académica actual, sin duda; el ChatGPT me lo confirma (¡lo digo en serio y sin sorna!).
Así que tampoco necesito que nadie me dé la razón, aunque sí alguna forma de acercamiento (si bien eso nunca os lo voy a decir de forma directa como buen aprendiz de homo hispanicus que soy).
Tú mismo-misma
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