Es descriptivamente cierto que la cognición humana a partir de nuestra experiencia corporal muestra la función performativa de ubicar al centro del seno colectivo la homeostasis individual en tanto todo ser socializado se encuentra trenzando electro y neuroquímicamente (de forma principalmente subcortical y como cuerpo perteneciente) con lo moralmente consabido del grupo cultural. Esto quiere decir que el drama de nuestra propia disonancia como cuerpos singulares que se amparan, sin embargo, en la unión de los nuestros, funciona a partir del conjunto de nuestras respuestas sensoriometabolicas y pulsiones más íntimas (homeostáticas), tanto en la necesidad de protegernos a través de la conformidad como también en el alzarnos en algún grado de rebeldía y transgresión: en cierto sentido, todos estos fenómenos fisiológicos, electro y neuroquímicos de nuestra propia intimidad se desarrollan de alguna manera en función siempre de los otros.
Una disonancia vital que es nuestra verdadera condición de ser y que, aunque vivimos obligados a una fisiología de su superación a través de la coherencia sociorracional (del grupo cultural de pertenencia que corresponda, que se artricula en función de su racionalidad particular, donde sí que caben todos los cuerpos físicos), es, desde una óptica compleja, una especie de punto de fuga que está evolutivamente configurado para no superarse nunca: pues los grupos humanos dependen, precisamente, de la tensión a la que obligan los contextos antropológicos pero cuya lógica estructural extra o suprahomeostática desborda, en realidad, nuestro raciocinio: tensión en y de por sí que no debe resolverse nunca desde una óptica agregada y temporal (pero que va renovándose, eso sí, a partir de la bisoñez de toda generación nueva).
El porqué de la consciencia resulta entenderse a partir de la conversión de la limitación física humana en baza ventajosa para la supervivencia colectiva (es decir, evolutivamente hablando, la única supervivencia que hay). Pues a partir de la limitación-delimitación física, requisito por otra parte obligatorio para poder acceder a la pertencia socio-homeostática (pues nuestro cuerpo es precisamente eso que apostamos cada uno), la conciencia-razón humana permite postular verdades de función claramente performativa en el sentido aquí desarrollado a partir de espacios abstractos no sujetos a la contradicción lógica: es decir, en esos espacios no materiales que después adquieren carácter normativo común, caben todos los cuerpos pertenecientes; pertenencia que a partir de la imbricación electro y neuroquímica, de carácter seguramente en gran medida subcortical, permite recrear de forma virtual el locus –ahora moral y sociorracional—de la pertenencia identitaria y cultural.
De esta manera decimos que los grupos brindan a los sujetos homeostáticos contextos de sentido ya culturalmente configurado para que estos se inserten, sobre todo físicamente, en el tiempo, en realidad colectivo, de su propio decurso vital singular. Así que diríamos que nos valemos cada uno de la coerción que en cierto sentido supone el sentido antropológico de los nuestros, para entrar a jugar el periplo de nuestra propia individualidad, pues que a cambio de dicha coerción nos abre lo real para nuestro mayor gozo vital y socio-homeostático a partir, sobre todo, de un motor moral que tenemos -que nos hemos incorporado—al centro de nuestra misma personalidad socializada.
De tal forma que pudiera etender mi propia vivencia consciente del yo como, en realidad, un requisito estructural que impone nuestra comprensión moral de nosotros mismos como insturmentalización de la homeostasis biológica con el fin de crear una especie de virtualidad moral paralela, de alguna manera, al plano físico colectivo y corporal. La consciencia entendida en tanto que función, es aquello que blinda los cuerpos pertenecientes frente al mundo exogrupal; y como se basa en la homeostasis individual, supone asismismo el traslado -o incorporación– de la mayor capacidad de imposición vital que solo puede conocer un cuerpo singular desamparado, al seno virtual (electro y neuro-metabólico) del grupo cultural.
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Anotaciones posteriores
(24sep25) La consciencia sería el aparato o dispositivo que: 1)Aparece como producto del ascenso límbico-cortical que es la piedra angular de la psique y, por extensón, de toda pragmática antropológica real; 2)Funciona para virtualizar el plano homeostático cultural, esto es, convertir un locus homeostático de la pertencia identitario-cultural de carácter físico y estrictamente proxémico en un entorno neuroquímico mucho menos dependiente de ninguna condición directamente física; de este segundo punto, por ejemplo, se ha valido sin duda la experiencia agrourbana histórica para estabilizarse en el tiempo, si bien esto sería patrimonio operatvio, en realidad, de todo grupo humano que hubiera existido nunca y a partir de unos antecedentes orginalmente del mundo animal.
Sirve como plataforma lógica que permite articular un modo epistémico de relacionarnos con el mundo (importancia máxima respecto lo sedentario). ¿Por qué más exactamente es útil?
Uniformiza la función performativa de lo verdadero quedando a disposición de todo sujeto homeostático.
Uniformidad como definición de mayor estabilidad dado que no es fácil manipularlo porque permanece como arcano cultural y en tanto idea abstracta.
Uniformidad que supone asimismo una determinada definición energética agregada.
Al quedar a disposición homeostática de un colectivo abre asimismo espacios de discrepancia, disconformidad y transgresión no inmediatamente cruentos.
Prepara y fomenta una deriva mimética de la cultura al reconfigurar nuestra relación con la violencia haciendo que la violencia cruenta se troque en una violencia más metabólica que física.
Permite que la disonancia entre el estar y el ser que subyace a nuestra cognición se ponga al servicio del sostenimiento de los contextos sedentarios en la forma de violencia mimética, particularmente como dispositivo moral (pues sí, la moralidad puede convertirse en una forma de violencia mimética o homeopática).
Una lógica causal de poder se representa especularmente sobre el horizonte cultural, lo que requiere cierta habilidad intelectual-conceptual puesto que se trata de un plano abstracto que solo existe como ideación lógica (en un sentido evidentemente formal y no empírico) que, no obstante, obliga al individuo a entenderse a sí mismo a través de cierta reflexión moral-intelectual.
Compárense contextos sociales donde no están a disposición de los sujetos homeostáticos conceptos de rección y control divinos, o que solo lo están de forma poco desarrollada y sin grandes implicaciones sociales perceptibles.
Como ocurre con toda mitológica, un modelo antropomorfo de divinidad sirve en última instancia para la inserción corporal individual en lo real, si bien en el contexto de las religiones sedentarias, al tratarse de marcos ya más urbanos, el espacio abstracto para la imposición lógica individual (e incruenta, en principio) que abren las religiones sedentarias debe entenderse como exgido por -y no solo circunstancial a- la experiencia antropológica dependiente de la agricultura.
En este sentido sería lícito especular que la inserción corporal en lo real propia de la experiencia sedentaria y urbana se serviría de una rigidez moral-intelectual mucho mayor que la inserción mitológica nómada y menos asentada, puesto que la diferencia entre ambos tipos se da como respuesta al horizonte socio-corporal (siendo el de las antropologías pre-agrarias mucho más extenso que en las agrarias).
De manera que el uso mucho más funcional de la lógica epistémica al que se ven abocados los contextos sedentarios sirve, en realidad, para tensar los contextos socio-homeostáticos con el beneficio añadido de uno necesario incremento psíquico (por razones estructurales) pero cuyo propósito técnico sigue siendo, en realidad, la vivificación sensoriometabólica en sí misma, puesto que es en esta tensión más metabólica que corporal en que los contextos sedentarios se sostienen al compensarse de esta manera por el recorte y encierro físicos que supone la consolidación histórica argrario-urbana.
Cabría, entonces, pensar que cualquier idea que remitiera a una fuerza causal explicativa, sea divina y antropomorfa o bien cualquier concepto que hubiera adquirido una relevancia social de alguna manera normativa o relevante para todo sujeto homeostático, brindaría la posibilidad de amparo existencial para el individuo y dado que parecería innata a nosotros la tendencia cognitiva de buscar, o bien adscirbir, causalidad como orden respecto al mundo natural.
Pero la figura divina antropomorfa sería particularmente útil como modelo moral cuya relevancia nos puede interpelar directamente en tanto cuerpos físicos; mientras que las ideas simplemente abstractas (como el cambio climático, por ejemplo) requieren de un mayor grado de razonamiento, y son, por ello, más trabajosos respecto su implementación y práctica socio-homeostática.
Pero la verdad es que, tanto un caso como el otro, la disonancia que entre el estar y el ser que fundamenta nuestra cognición, puede igualmente aprovecharse en aras del sostenimiento del colectivo, y muy particularmente respecto del problema técnico de lo sedentario: lo semiótico en general es aquello que como referencia socio-homeostática obligada, nos llama a despertarnos nuevamente a la vivencia metabolica y moral del yo, que por eso y como exigencia socio-homeostática colectiva -esto es, estructural- posemos un sentido del yo y personalidad propia (o al menos así cabe asverarlo como hipótesis).
Un aspecto crucial de la seguridad humana puede ser en cualquier momento determinado según las circunstancias, el no enterarse de algunas cosas; como un derecho humano para que las cosas sigan veladas a hasta cierto punto, pues el desvelamiento es modo de inserción socio-homeostática en lo real, lo que implica que, seguido de todo momento de la revelación, habrá de darse una nueva reconfiguración del “misterio”.
Scooby-Doo 1
Contemplación desde la óptica del sujeto-homeostático y corporal naturalmente espoleado según su propia biología a volcarse en la función performativa de la “verdad” como desvelamiento.
Scooby-Doo 2
Que esta configuración socio-biológica y estructural deviene, según su diacronía y concebida como agregado demográfico humano, en un modelo de consumación del tiempo sedentario colectivo, lo que implica que no se puede desvelar sin más sino que todo desvelamiento (función performativa de lo verdadero que se realice) ha de dar paso a nuevos enigmas por razones estructurales condicionadas por la cognición humana y su vertiente bipartita y socio-homoeostática.
La alegoría platónica de la caverna
Como la alegoría platónica de la caverna 1) y, también, en su versión más compleja 2): pues que la mecánica sedentaria depende de que la gente viva encadenada en su gran mayoría (y debido a nuestra cognición todo nosotros, en realidad y en algún grado). Frente al empeño moral de la liberación del sujeto pensante y elite social (que parecería ser la manera en que abordamos por primera vez como escolares esta alegoría), la segunda idea estructural y utilitaria está ya en Platón -pues que hay que controlar las imágenes, en eso consiste precisamente la política—aunque no se suele incluir este matiz cuando se hace referencia al tema.Y el drama que nos consumiera a cada uno respecto nuestra indignación personal y moral ante una injusticia percibida, palidece en importancia respecto el plano en última instancia más compleja que es el tiempo colectivo en agregado como sistema.
Una sociobiología del saber:
-el saber es un proceso de inserción en lo real del cuerpo socio-homeostático.
-La función performativa del saber supone para el individuo el amparo existencial respecto de un grupo de pertenencia
-El no saber y no poder discernir lo verdadero, se vive con la mayor intensidad para el individuo pues solo por medio del lo “verdadero” se procura el confort de la pertenencia: este drama del discernimiento parecería sostener la trayectoria cognitiva-vital de las personas.
-Pero el llegar a discernir lo real y verdadero que se vive como visceral asunto -para el cuerpo- de vida y muerte, es solo una contingencia sucesiva que ha de ir seguida por otra reconfiguración de lo no discernible y el “misterio”.
-la necesidad de saber espolea el drama del ser, siempre que no se acabe por saberlo todo, pues el grupo solo permanece en tanto unificados todos sus miembros por la presentación, a partir de la percepción somatosensoria nuestra, de la ambigüedad de lo real.
El grupo depende del misterio (que, a partir de la limitación corporal, no es difícil encontrar); luego de crucial importancia es la gestión precisamente de lo enigmático. Y, por tanto, desde una óptica estructural que parte de la socio-biología de los grupos humanos, el no saber es más importante que el saber; y el desarrollo técnico-científico tiene una importancia antropológica de valor muy por encima de lo que dice y cree saber realmente.
Inserción en lo real como problema climático:
Ejemplo del no saber que, no obstante, asienta la base para un nuevo marco socio-financiero. Es decir, se reconoce que no se entiende completamente una cosa, pero que posea suficiente enjundia de realidad como para invertir dinero y esfuerzo públicos en ello: ¿cuánto más impacto tendría que tener para que lo entendiéramos como lo real? Y, sin embargo, obligados estamos a contemplarlo también como un dispositivo que se ha creado o seleccionado frente a otras opciones por las que se hubiera podido decantar.
Adicionalmente: como idea presentada (porque siempre sigue siendo eso sin que importe, inicialmente, su grado real o de falsedad), uno puede acogerse a ella también en distintos grados de “fe”, negándola en su totalidad o dudando de ella solo parcialmente; e incluso cabe entender la realidad de su impacto sobre la gente, pero no por ello dejar de entender su carácter de patraña pues su mayor grado de realidad es en lo que vemos que hace con el cuerpo humano, pero no tanto respecto la idea que se supone que es (de lo que incluso cabe suponer que es totalmente falso pero, aun así, tener un respeto muy real por la consecuencias sobre el bienestar de la gente al mismo tiempo que podemos dudar, e incluso descreer, del tema como tema precisamente científico, pues que tiene una mayor importancia en realidad estructural y fisioantropológica que científica -o que la misma ciencia como práctica tiene en sí una mayor importancia estructural que científica, mayor importancia como actividad sostenedora de lo sedentario que el saber real de las cosas-).
Pero como idea presentada tiene asimismo una utilidad metabólica en tanto oportunidad de definición socio-moral y «opróbica» para el individuo perteneciente. Es decir, debido precisamente al carácter ambiguo de, en realidad, todo conocimiento humano que no puede comprobarse sensorialmente en el momento de todo presente vivenciado, siempre cabe no creer del todo lo que se nos presenta como la «verdad», puesto que la verdad es ante todo instrumento que tiene a su disposición el cuerpo perteneciente para así poder envolverse en el traje fisioantroplógico de la identidad cultural y colectiva; y esto no en el suprimir la anomia de su idiosincrasia como ser vivo, sino poniéndola al centro de su relación con el grupo a través de la intimidad homeostática del organismo propio.
En este sentido, la verdad es, ante todo, dispositivo de supervivencia que el grupo pone a disposición del individuo; pero como lo que le interesa al colectivo en su propia mecánica en el tiempo es la furia con que el individuo se defiende de su propia aniquilación individual en tanto cuerpo vulnerable, no procede suprimir la anomia individual sino explotarla a favor de cierta plasticidad colectiva frente a una gran variedad de contingencias futuras potenciales: precisamente por eso la verdad es también una opción individual frente a la que existe siempre cierto margen de aceptación, respecto de uno u otro grado de conformidad o rechazo, o la combinación personalísima e íntima, en cada caso, de ambos.
Y esto nos pone en la tesitura de entender la libertad humana (además de la “verdad”) en su vertiente estructural y tempoantropológica: que la permanencia colectiva y cultural depende precisamente de la idiosincrasia homeostática de cada cual, pues solo a partir de ella brota la enjundia vital como voluntad a la vida de cada uno, eso que incrementa sin duda las posibilidades en última instancia colectivas y de generación en generación de la permanencia antropológica.
Es decir, si no tienes cuerpo, o no te interesa tu propia entidad física, no sirves al colectivo y no tienes, por tanto, necesidad de lo verdadero. La sociohomeostasis obliga al individuo a su propia y constante autodefinición moral (ante todo como autoimagen «opróbica») siendo la verdad un instrumento auxiliar a nuestra disposición a fin de orientarnos y saber un poco más con quién nos jugamos los cuartos. Pero el sentido, tanto de la verdad como de libertad sensorio-homeostática y metabólica humana, tiene más que ver con el tiempo colectivo en su vertiente diacrónica.
Y es que los grupos humanos no tienen, por razón de la propia vacuidad neurológica que los sustenta en su vertiente estructural, más opción que infundir un peso moral a nuestra existencia como individuos, pues así lo reclama, precisamente, la calidad efímera que subyace a lo humano. En nuestro auxilio acude, justamente en este punto, el pensamiento mágico entendido como la capacidad de postular conceptos lógicos que no pueden contradecirse que, sin embargo, nos permiten ampararnos todos los cuerpos singulares bajo el manto al menos metabólico de la semiótica simbólico-conceptual y moral de todo locus antropológico particular de la pertenencia de toda cultura cualquiera y universal.
Y así, llega un momento en la contemplación de esta mecánica al entender la importancia de un corpus de creencias no fácil ni inmediatamente refutables, cuando hemos de tomar conciencia de la gravedad disruptiva que tiene el acto de conocer desentrañado aspectos de la realidad de los que, a partir de entonces, no se podrán ignorar ni eludir; un desvelamiento cuyo corolario lógico sería, entonces, entender que las creencias compartidas respecto de qué es la realidad, en vista de su papel de base al menos formal de lógica (que permiten, por tanto, sucesivos razonamientos y posicionamientos morales a disposición de los individuos), deberán rebasarse solo con la mayor cautela, y cuando menos entenderlas la mayoría de las veces -probablemente- como opciones de autodefinición personal disponibles o no, según le dé a cada uno, pero que de ninguna manera minarán inmediatamente de forma estructuralmente traumática la base de la estabilidad sedentaria.
Es decir, el no saber impone nuestra propia delimitación como sociedades; y cuando adquirimos esta noción estructural del amparo que constituyen las creencias de un colectivo, esto es, viéndolas por lo que técnicamente son y la función que realizan y no tanto respecto de su grado de realidad demostrable, utilizamos a partir de entonces el término ficciones para referirnos a una verdad por encima de lo empíricamente mensurable y de mayor importancia, desde luego, que sería algo así como la promesa de la continuidad colectiva en su propio futuro (por ello necesariamente sin culminar en concreción presente).
¿Qué “realidad” podría tener más importancia que ésa?
Pero el caso es que además de la estabilidad funcional que brindan las ideas, creencias y ficciones colectivas, los grupos humanos se alimentan de sucesos de enjundia moral, pues es por medio de las vivencias y respuestas metabólicas individuales que los grupos se articulan, se mantienen y se desarrollan en el tiempo. Puede entenderse la moralidad humana en su vertiente tempo-estructural y antropológica como estrategia evolutiva de acorazamiento colectivo a través ni más ni menos que de la cognición humana: y en este sentido el gran fuelle del tiempo sedentario es la vivencia metabólica de la moralidad en el que nos arropamos todo individuo perteneciente.
Evidentemente, como dispositivo antropológico el calentamiento global que como concepto requiere de una mínima comprensión logico-abstracta no tiene -no puede tener nunca- parangón alguno como ficción antropológica: cumple todos los requisitos en tanto que existe en la realidad en forma al menos de datos mensurables cuyo causa última, sin embargo, queda fuera de nuestro conocimiento definitivo; por ello abre la posibilidad de cierto espacio marginal de perspectiva individual; parece tener, en todo caso, un efecto directo sobre la las vidas de las personas, y, al menos como idea, pone en tela de juicio la continuidad potencial de la vida sobre el planeta.
O sea, una ficción en toda regla que se apoya en la vacuidad neurológica de los seres humanos alzándose como suporte de un espacio al menos colectivo al que, como individuos, podemos hasta cierto punto dejar de tomar en cuenta (como respecto cualquier idea, precisamente por ser incorpóreo), y que al mismo tiempo nos hace gozar de la duda en este mismo sentido, pues tiene pinta de ser lo más serio que nunca hubiera acontecido en la historia del planeta, o algo así.
Entonces ¿qué sentido podría tener saber realmente de qué se trata y perder en el mismo momento en el beneficio estructural y antropológico de la duda como ficción viva? Pues estos son tiempos de amor al prójimo a través de las ficciones y seguimos, como siempre y pese a todo, ante la tarea de insertarnos sociofisiológicamente en lo real, esto es, en el ser mismo físico-espacial, siempre que tengamos cada uno cuerpo propio.
Las patrañas colectivas siempre han sido fuerza garante del ser sociorracional (frente al estar como problema complejo y estructural y más bien diacrónico). Y hoy como siempre, en nuestros días las tenemos que seguir desentrañando como la vida misma, siguiendo la misma pauta, por ejemplo, que la del propio Scooby:
Programa televisivo que data en su primera versión del año 1969
Pero otra cosa sería acarrear con un sentido estrctural mayor que se encuentra más a allá de las peripecias homeostáticas de cada cual como individuo y sujeto social. Pero tampoco es que se recomiende eso con excesivo entusiasmo, dicha sea la verdad (aunque un sentido así existe tanto como la opción de servirse uno de alguna manera de él).
Que los cuerpos reales necesarios para el espectáculo socio-homeostático del sino existencial-moral del individuo sean solo una minúscula fracción numérica de los beneficiados metabólicos últimos, en su conjunto y como agregados demográficos, en verdad apesadumbra. Es decir, se trata de algo que, desde una perspectiva energética sistémica, no hay más remedio que entender como altamente eficiente un sentido (oprobiosamente) técnico y del cual, desde una óptica de gestión antropológica (y para quien le competa, ojo) no se puede desentender.
Y sería que, como la unicidad colectiva real y identitaria respecto de un grupo cultural y antropológico determinado tiene lugar a través del ser (a partir de un estar homeostático anterior); y como que va por delante y de alguna manera por separada la vivencia del cuerpo subcortical y pre consciente, sería pues ese ámbito que se relacionaría de forma mucho más directa y menos mediatizada, con el espectáculo del sino individual ajeno (el cual, como ahora sabemos mucho mejor por medio de nuevos instrumentos epistémicos como las neuoronas espejo, es para nosotros una viviencia fisiológicamente compartida, o al menos en un sentido mimético y no físicamente corporal).
Y sería asimismo que para una nueva al mismo tiempo que continua reconstitución del ser sociorracional, es necesario de forma inexorable que vaya surgiendo a intervalos (pero al mismo tiempo que de forma permanente) espectáculos fisiometabólicamente relevantes (o sea, moralmente significativos) para nuestros cuerpos en tanto los sujetos homeostáticos que somos cada uno y cada una. Porque el ser en su carácter incoativo constituye una nueva definición de nosotros mismos, lo que solo es posible ante nuevas zozobras que a intervalos pero también de forma permanente, nos fuerzan una y otra vez a saber quiénes somos cada uno en un sentido moral a partir de nuestra propia respuesta emotiva ante las cosas: o así al menos parecería que saboreamos mejor la vida y el trauma vivificador y gozoso que es el ser nosotros mismos nuevamente.
Para esto sirve, por ejemplo, el flujo mediático e incluso publicitario (además de otras fuentes de vivificación sensoriometabólica de distintos grados de relevancia moral, como son los deportes e incluso la política como espectáculo en este sentido). Pero conviene seguramente entender de esta misma manera la religión en su origen respecto la experiencia sedentaria. Pues si se desmenuza bien, se percibe la creación de entornos de tipo sobre todo metabólico que invitan a los súbditos-feligreses a participar del periplo y gran adventura metabólica que supone la disonancia del yo socializado sedentario, frente a cualquier credo semiótico-conceptual: que todos los credos ofrecen un pleanteamiento racional (en tanto que lógica) al que se tiene que adherir uno como pueda, pero que jamás será de forma totalmente obediente puesto que la signularidad física es una forma de insuperable disonancia que se convierte en verdadero peso moral y homeostático con el que tenemos que acarrear como indiviudos socialmente integrados.
Las religiones sedentarias también acomodan la naturaleza bipartita de nuestra coginión a través de los contextos rituales, pues como arugmentamos, el cuepro va como por separado, pero tiene que tener su espacio para ejercitarse en su propia vivencia y como independiente de esa otra parte de nostoros que es nuestra experimentación del yo (el ser). Lo ritual (sea religioso o no) es una forma más de sentido no razonado ni directamente intelectual sino que se articula a través sobre todo de la repetición y nos entronca con nuestro origen, en realidad, mamífero y respecto a la vida animal social.
Y es que parece que el espectáculo que son los padecimentos ajenos, como el sino del yo socializado y potencialmente el nuestro mismo, vivifica de alguna manera este proceso subcortical pero del que depende nuestra propio equilibrio cognitivo (respecto al origen mismo de nuestra propia racionalidad como viviencia del yo que aparece siempre como en este sentido enajenado de alguna manera de una vivencia corporal subcortical y anterior).
O decir que el ser hay que evocarlo, de alguna manera, y de forma constantemente repetida, pues somos -parece ser que por razones cognitivas inherentes- en buena medida de forma revulsiva frente a nuestra propia repuesta emotivo-moral y homeostática ante las cosas. De ahí que todo orden racional antropológico (cualquiera, el que sea), pero sobre todo los sedentarios, dependa del espectáculo moralmente (o sea, corporalmente) significativo que son los demás y lo que les pasa (pues desde la sensorialidad del cuerpo que contempla, no se difierencia la experiencia ajena tanto de la propia que cuando se piensa desde el ser racional).
Aunque el sentido evolutivo de esto está aquí cristalino; que es asimismo el sentido del porqué del propio yo social y psiquíco: como dispostivo que supone la centralización de la homeostasis indiviudal al seno mismo del grupo antropológico frente al mundo exogrupal (todo aquello que se entiende exterior, cultural y racionalmente ajeno).
¿Visión espiritual y religiosa, o cuestión en realidad sociofisiológica que justifica y explica, en última instancia, la necesidad esturctural de la conciencia humana?
Es decir, los grupos dependen de la moralización -racionalización de la existencia a la que poder aferrarnos como cuerpos singulares socio-homeostaticos: el así llamado «pensamiento salvaje» siempre empieza con una sistemática consistente en unas categorías que se imponen sobre la realidad que sirven como punto de partida funcional (solo incialmente empírico) sobre el que puede articularse el grupo a través de una elaboración epistémica ulterior necesariamente imaginaria, puesto que se busca ofrecer, precisamente, un espacio no físco donde sí que cabe todo cuerpo físico espacialmente presente sobre el locus de una pertenencia cultural determinada; es decir, se busca justamente rebasar el espacio físico gracias al poder de imposición cognitiva humana sobre espacios abstactos no suejtos a la contradicción.
Sería que funciona la religión como imposición postulada de una lógica no susceptible de contradecirse justamente porque no es real, en tanto que su propósito es abrir un espacio de relevancia moral y homeostática más allá, precisamente, del encierro corporal que fundamenta la vida humana.
Es decir, argumentamos la existencia de la cognición-conciencia humana como evolutivamente necesaria debido al poder de imposición cognitiva que facilita, para así arroparse fisiometabólicamente los grupos humanos. Un estar socio-homeostático que, en el decurso de las generacioniones y a través de los milenios, crea y se apropia tácticamente del ser mediante una conjugación de la violencia, el dolor y afecto que se aprovechan de forma icónica –o sea, virtural y no directamente corporal– a través de las imágenes de nuestra propia vivencia sonsoria, sobre todo visual.
Porque con el «ser» puede crearse una protección metafísica con el que proteger el «estar» socio-homeostática, lo que tiene el efecto ultimo de convertir la limitación-definición físca en una baza evolutiva en sí misma.
Y Diós: ¿puede argumentarse, entonces, que es también empíricamente necesario que exista, como esgrime como su gran contraargumento el ateísmo organizado frente a la religión (esto es, que no es necesario que exista)? La existencia de Diós no, pero sí la religión –cualquiera, la que sea– pues indistinto es el origen tanto de la razón como el de la religión; que la razón es para re-ligar el estar a partir del ser sociorracional.
Somos racionales para religarnos; y estamos evolutivamente para ampararnos en el ser. El estar socio-homeostático se sirve del ser sociorracional, lo que aboca a entender que el sentido del ser solo puede ser en última instancia el estar (lo que obliga pesarosamente a entender el valor de la vida depositada, en ultima instancia, en el futuro mismo).
Por otra parte y respecto particularmente las experiencia sedentaria, la necesidad de atribuir sentido a los acontecimientos de la vida (para así poder guarecerse el colectivo en su propia armadura racional y cosmogónica) constitye ya una mecánica de creación de sentido, no en ninguna descodificación culturalmente particular, sino en que el hecho de que lo que ocurre y se contempla sobre el escenario público respecto del drama moral de la vida y muerte, tanto corporal como social y político de los individuos, ocupa en el producirse inmediato y en su representación ritual, mediática o reproducción estética, la centralidad socio-homeostática de la cognición de todos nosotros.
Y porque esto es filogénticamente inexorable, una y otra vez, no es del todo cierto que la vida sea unos breves momentos de furia vociferante de un actor sobre un escenario sin significado alguno (parafraseando a Shakesperar con perdón), sino que ese drama como espectáculo es una fuerza socio-homeostática embriagadora que imbrica ella misma a todos nosotros de forma electro y neuroquímica y como nueva evocación a la vida misma como vivencia de nuestro yo moral (para asumir, lógicamente, su propio lugar endogrupal).
Es decir, el hecho de vivir prendados de la necesidad visceral de sentido que canalice nuestra respuesta emotiva ante la tragedia ajena para poder encajar la artibulación sobre un plano colectivo y social, es ya en sí mismo una forma de sentido antes de llegar a adscribirlo de forma sociorracional. Y desde esta óptica ninguna muerte, padecimiento o desgracia ajena que se contemple de cualquier manera colectiva puede decirse que haya sido en vano, sino que se trataría de una forma de siembra visceral respecto de un futuro sentido moral culturalmente definido. Concebirlo, en fin, como una forma de alimento colectivo (metafóricamente como el pan y el vino, por ejemplo) no sería nada descabellado, aunque valdrían muchas otras metáforas como imágenes semióticas, claro está.
Y quizá sea bueno recordar que un canbalismo icónico como consumo sensoriometabólico, es siempre mejor que el real; eso que, de hecho, es el trazado que ha dibujado la historia universal humana yendo siempre de lo corporal hacia lo mimético.
Aunque con alguna imagen o metáfora va usted a tener que hacerse al final. Porque le será siempre imposible asumir su propia condición compleja y estructural de objeto de consumo a beneficio de los demás: solo le quedará enmascarar este hecho y el esconderse del mismo en las imágenes que jamás se explicitan de forma intelectual.
A usted no le queda otra porque la cultura tampoco ha tenido nunca más opción que esa (cualquiera, la que sea o que hubiera sido).
Pero guárdese de hacer pagar a otros la angustia de usted y el servirse usted de los cuerpos culturalmente ajenos para la consecución de su propio confort existencial: en eso sí que tiene usted alternativas.
Si es teóricamente viable que la religión procede, en realidad, de la cuestión estructural de una socio-fisiología de los grupos humanos originalmente nómada que tiene que adaptarse luego a la agricultura en el neolítico, el poder de los dioses antropomorfos sería precisamente de tipo metabólico, en tanto espacio virtual habilitado para continuar digamos la otrora física travesía que hubiera quedado interrumpida por la aparición-consolidación de la antropología agraria. El poder de la religión sería, por tanto, su efecto vivificador respecto el plano sedentario colectivo e inmóvil; poder que realiza el trasbordo o transferencia de una violencia corporal real a un plano moral y fisiológico en base a la mecánica socio-homeostática de la pertenencia identitaria del individuo al grupo cultural, y en pos de la convivencia y preservación, en ultima instancia, de los cuerpos físicos.
Esta capacidad supone, asimismo, cierta sustanciación moral de la psique humana1 autocoacción psíquica de Norberto Elías pues se trata de un requisito técnico, en realidad estructural, que el individuo socializado acarrea con mayor peso moral respecto a su propia imagen social (una capacidad ampliada y mucho más práctica de la culpa, por ejemplo) para crear un mundo no físico (inicialmente) que, sin embargo, retiene una poderosa impronta homeostática para el sujeto social, respecto de sus expectativas de seguir o no dentro de la pertenencia colectiva, según una u otra conducta personal que adopte. Y con ello la violencia física queda, por lo general, reservada para el plano exogrupal permaneciendo en la mente del sujeto socializado como un imaginario de un severo acatamiento metabólico que solo, por lo general, barrunta una futura violencia como tensión que, en última instancia, nos sirve a todos nosotros para, así mortificándonos por adelantado, perseverar socialmente y de forma si acaso emocionalmente violenta, pero sin que nos abismemos apenas nunca en la violencia real y físicamente cruenta (¡si bien, el temor a que eso ocurra es preciso desde una óptica estructural que no nos lo quitemos del cuerpo nunca!).
Pero sobre todo, nos proporciona una espacio para nuestra propia imposición personal y “violenta”, en tanto que vivimos nuestra propia autodefinición moral (frente siempre a nuestras pulsiones emotivas y sub-corticales) como el mayor “gozo” vital que podemos conocer que es el de ser nosotros mismos, una y otra vez a lo largo de nuestra trayectoria personal y hacia la paulatina consumación de nuestra bisoñez.
Y estructuralmente, el poder de lo religioso es pues hacer colectivamente sostenible nuestra relación con la violencia al viritualizarla como dispositivo y espacio metabólicos (más de naturaleza moral que directamente corporal): o también pudiera entenderse como un aprovechamiento de la experiencia fisiológica (la emotividad y la homeostasis como plano sensorio -respecto al mundo real y también a las imágenes mentales en general-) frente tanto a la corporalidad como también a las ideas. Es decir, la relación mente y cuerpo se amplia ahora a una tercera categoría que podíamos entender como metabólica (fisiológica y acaso electro y neuroquímica; que ni es totalmente corporal ni exclusivamente conceptual) como hilo del que la antropología sedentaria dependiente de la agricultura no tiene más remedio que tirar y progresivamente desarrollar.
Y sería preciso, acaso como paradoja, reconocer la importancia del dolor respecto a los más cotidianamente allegados, pues la inmovilidad sedentaria obliga mucho más a la interacción social (¿de qué otro sitio puede agenciarse material metabólica sino a través de las estructuras semióticas compartidas que posibilitan a la vez que se alimentan de la comunicación interpersonal?). Y, frente a las imágenes y los conceptos que percibimos que son relevantes y que nos pesan de alguna manera respecto de nuestra propia pertenencia social, se erige el dolor, aflicción y sufrimiento ajenos y que vemos que acometen a nuestros congéneres más próximos, como centinela regidora alternativa; como también eje sin duda metabólico de nuestro yo social que se ve puesto a prueba a través los infortunios ajenos (de todo tipo, respecto la violencia humana, los catástrofes naturales o la zozobra simplemente emocial del individuo afligido): porque de alguna manera lo que vemos como el sino vital de los otros, es también inexorablemente el nuestro en potencia.
O sea, ante la paradoja de que sea el dolor y sufrimiento humano lo que de alguna manera nos espolea respecto nuestra propia humanidad como individuos socializados, y de que ese dolor, aflicción y zozobra no puedan desaparecer del escenario social como verdadero alimento metabólico para los habitantes sedentarios, no tenemos más opción que aceptar y acarrear con ello. Es decir que abordar el asunto de forma racional implica aceptar una ciertamente insidiosa complejidad (y complicidad) entre la violencia y el dolor, en tanto son las dos caras de nuestra propia elevación humana (no como especie viva sino según la otra acepción en castellano de lo humano). O sea, la racionalidad es algo así como un puente entre ambos, que no los anula sino que hace que se compatibalicen de alguna manera entre sí, y en tanto lo racional se comprenda como patrimonio, en realidad, del colectivo cultural al que usted, como usuario antropológico, tiene todo derecho a usar (o particpar de ella, sería mejor decir).
¿O nunca se le ha ocurrido la noción de que usted es racional debido en realidad a los otros y cuya presencia le es, por alguna razón poca clara (pero intensísima, sin duda) tan perentoria, tanto físcamente como en forma de imágenes (que son igualmente relevantes considerándolas desde el punto de vista de la homeostasis)? Y es que el propósito evolutivo de nuestra propio yo es poder ser y realizarnos en función de los demás: aunque esto suena sospechosamente a “espiritualidad” pues religión y lo racional coinciden sobre este punto, en que ambos dos constituyen un vínculo entre el individuo singular y la realidad o “verdad” evolutiva que son los grupos humanos culturales.
Y ambos son, por tanto, dispositivos de amparo fisioexistencial para cuerpos singulares vulnerables que, en el pertenecer, se abren a la vida en tanto orden o regimen antropológico (cualquiera, el que sea) por medio de nuestra imbricación neurofisiológica y homeostática con lo colectivamente consabido (respecto de una experiencia cultural determinada cualquiera, la que sea de que hayamos dependido en la niñez respectiva de cada uno y una).
La religión re-liga el ser otra vez con el estar, pero lo racional es incapaz de volver a unirlos puesto que el ser es un apéndice de un estar siempre anterior. En este sentido las religiones incluyen vivencias rituales cuyo sentido no es intelectual sino, en realidad, de caracter corporal-emotivo y estético: por eso lo racional ha sido en la práctica histórica de las sociedades sedentarias tan dependiente de los espacios artísticos y deportivos, siendo ambos formas de sentido no razonado.
Nunca ha podido lo racional bastarse por sí mismo respecto a las sociedades históricas y su sostenimiento antropológico.
El ser cuando se aisla del su propio estar y cuando el espacio lógico de al menos una explicación cosmogónica se le escatima, no tiene más opción que servirse de la vivificación sensoriometabólica para así poder seguir ejercitándose en el yo social que nos obliga a cada uno de nostoros: pero eso no se entiende de forma racional sino estética (de cárcter electro y neuroquímica).
El ser en este sentido es huerfáno inconsicente de su propia orfandad. Y la religión, desde esta óptica, se puede apreciar, por fin, en su función estrctural y técnica respecto de la antropología sedetaria partiendo de la cognición nuestra y la escisión entre cuerpo y cerebro-sistema nerviosa sobre la que se basa.
-Debido al carácter incoativo de la cognición humana
-Debido a la estrategia evolutiva de poner al centro de la unicidad cultural la homeostasis individual
-Debido al sentido que posee para los seres humanos la violencia (pues de la violencia primaria que es la coerción socio-homeostática, nace el sujeto racional capaz a su vez de su propia imposición lógica y sociorracional).
-Pero el dolor y la zozobra que nos provocan los padecimientos de nuestros congéneres espolean y renuevan nuestra necesidad de lo racional en tanto que un sentido de las cosas ayuda acomodar al seno colectivo los infortunios de la vida.
-El discernimiento de lo real y verdadero, puesto que vincula al individuo con su grupo de pertenencia cultural a través de la vivencia metabólica de una semiótica compartida, se convierte en una actividad y proceso individuales de importancia en realidad sistémica.
-De tal manera que puede atribuirse un carácter pulsacional a nuestra concepción del tiempo sedentario agregado; que por tanto depende del estímulo en general como alimento estrctural (lo que para el individiuo supone su continua pero también intermitente paso neurometabólico del estar al ser).
–la lucha por la vida, por tanto, se convierte en el brete metabólico vital e íntimo de parte de todo yo socializado por la pertenencia y el prestigio, lo que da lugar a la política como lucha, inicialmente incruenta.
REQUISITOS
-concentración de la violencia de parte de un solo agente legítimo
-fuentes varias de violencia homeopática y de cáracter icónico
De manera que la violencia que lo funda todo ha de ir cambiando la naturaleza de su relación con el colectivo: cúmulo de la civilización es pues la autocoacción psíquica (término de Norberto Elías) donde la violencia se convierte en la tensión metabólica de nuestra propia inhibición y dominio emocionales respecto las consecuencias sociales de cualquier transgresión de lógica cultural y socio-normativa.
Con lo que la violencia más corporal y cruenta, al convertirse en espectáculo (y al desarrollarse culturalmente como espacio mimético), fuerza a una nueva reconstitución de lo sociorracional.
La bisoñez
¿Los jóvenes (los que les queda amplia bisoñez) están mientras que a los que les queda menos bisoñez les llamamos “viejos” o mayores porque ellos son más que cabe decir que estén…?
Pues sí que es incuestionable que el eje del tiempo sedentario es la bisoñez perpetuamente menguante como al mismo tiempo en permanente crecimiento, es decir, siempre que llegan nuevas hornadas de cuerpos socio-homeostáticos. De manera que un modelo para entender la cognición humana asentada sobre la escisión entre el estar y el ser –que es también la que hay entre el cerebro subcortical y la corteza; o la que existe entre lo prerreflexivo y el pensamiento, como también la diferencia entre lo sensoriometabólico y el pensamiento racional– sería también modelo intelectual a aplicar al tiempo antropológico generacional.
Pues el decurso fatal / funerario de todo lo vivo es lo que al final acaba ocupando el centro críptico de la experiencia humana; que sería por lo general -o normalmente- algo tan críptico como los procesos subcorticales del funcionamiento cerebral. Y parecería por necesidad que adjetivos calificativos como críptica, extra racional, mitológica y acaso solo ritualista o estética, serían los que definen nuestra forma limitada de relacionarnos con la muerte y la apenas asumible autoconcepción nuestra como objetos a consumirse -o gastarse- uno de tras de otro (a veces a puñados) en el pequeño espacio de tiempo que es nuestra vida particular.
Pero fíjese en el problema o paradoja (deliciosa ironía, dirían algunos) de tener que humanizar por razones básicamente estructurales de la especie (en el servirse estructural del dolor y el afecto para sustanciar precisamente la vida misma grupal), para dotarnos finalmente de una conciencia que, no obstante, tiene que esconderse de alguna manera de la verdad última de su propia vivencia vital que, estructuralmente sería, la de tener que concebirnos a nosotros mismos como un yo en realidad sitial que se entiende como ente sujeto en su propia agencia vital, pero que es, estructuralmente una forma de alimento para el tiempo colectivo en sí.
Tema de «rentabilizar» la muerte respecto un plano socio-icónico y subcortical:
Esto que es, por otra parte, la trabazón más profunda del cristianismo que convierte la consumación violenta del individuo singular y sacrificado por la comunidad, en dispositivo en esencia iconográfico, con la consecuente alteración o ajuste de la ratio de víctimas corporales reales/beneficiados sensoriometabólicos, siempre a favor a de estos últimos quienes, en el decurso histórico y tecnológico humano, se convirtieran en número verdaderamente masivo. Aunque, debido al problema en realidad cognitivo y nuestra incapacidad (neurológicamente impenetrable, lo más seguro) de pensar más allá de nuestros propios procesos homeostáticos, el sentido final que transmite dicho dispositivo cristiano es, en realidad, nuestra propia conversión de sujeto agente y ferozmente moral (que toma por su propia volición decisoria la comunión católica), en objeto consumido a favor de los demás siguiendo el modelo que viene a ser el mismo Jesús de la Pasión.
Si bien se trata de un dispositivo históricamente particular (pero de un impacto sin parangón en la historia que merece entenderse como tal) como respuesta, sin embargo, cabe concebirse en tanto modus vivendi innato a los grupos humanos y fuertemente condicionado por nuestra evolución filogenética: es decir, esta forma de rentabilizar la mortalidad individual está operativa en los grupos humanos a partir de su misma evolución socio-biológica siendo el cristianismo una manifestación revulsiva históricamente específica respecto a esta constante subyacente.
Es decir, toda experiencia sedentaria antropológica no tiene más remedio que espectaculizar la violencia a través asimismo de cierta espectacularización del sino moral individual, eso que vemos que sucede a los demás (según unos y otros circuntancias, causas y grados diferentes de culpa o responsibilidad, tanto reales como imaginarias); eso que entendemos culturalmente que constituye un universo posible respecto de nuestra propia consumación vital-moral, para que en la tensión de la duda misma, vamos esforzándonos a lo largo de nuestras vidas según aquella autoimagen íntima con la que no tenemos más remedio que acarrear en tanto yo socializado que se sabe susceptible a que los demás nos enjuicien.
Porque las antropologías sedentarias son contextos que podíamos decir que están en efervesencia metabólica, por cuanto descargan el peso temporal-estructual de su funcionamiento sistémico en los procesos electrometabólicos implicados en la comunicación humana, en la vivificación senorioestética y respecto de aquella congnición nuestra tan energéticamente cara que es la focalización racional y reflexiva (costes energéticos todos relacionados con nuestra vivencia más intensa del yo que puede ser, por ejemplo, la de la culpa).
Y, por tanto, deben entenderse como antropologías “caras” en extremo y en términos engergeticos sistémicos. Así la violencia homeopática, por ejemplo, puede entenderse como otra estrategia evolutiva más que -como todas ellas- está sujeta a la circunstancia de una energía no ilimitada que ha de racionar o racionalizarse para así lograr lo que parece un imperativo y constante técnicos suyacentes: eso de poder incorporar al seno del grupo la violencia homeostática y vital de unos seres humanos fisiocognitivamente imbricados entre sí, pero quienes por razones simplemente sociobiológicos, no pueden renunciar a la violencia sin más.
Aunque se trataría de una efervesencia eletrometabólica cuyo coste energético pudiera atenuarse por medio de derivar el tiempo humano, en lo que se pueda, hacia una condición de movimiento y actividad más físicos -por un tiempo limitado y de forma repartida demográficamente y según uno y otro huso horario-, puesto que bien puede ser necesario entender las diferencias en eficiencia energética entre la focalización cognitiva cortical junto con la viveza emotiva que esto implica, y un tiempo humano agregado consistente de forma mucho más predominante en una rutina física, un día sí y otro también, que solo auxiliar y puntualmente requiera de nuestra atención racional y cognitivamente focalizada (de gasto, como decimos, mucho más signifcativo).
Y lo que las culturas humanas históricas (cualquiera de ellas) suelen razonar a partir de alguna culpa o fallo moral que se atribuye como causa del hecho de que los seres humanos hemos de trabajar para sostenernos en el tiempo sedentario -una narrativa con una impronta siempre adomonitoria pero de efecto protector, en ultima instancia, en tanto que el sentido de las cosas siempre nos reconforta-, puede abordarse, sin embargo, desde su otra vertiente a partir de una eficiencia energética en el tiempo agregado de una nueva generación socio-homeostática, respecto a un locus de pertenencia limitado y geograficamente delimitado.
No es ningún secreto para los hablantes del español que todo entra por los ojos; y aquí también cabe una hipótesis de eficiencia energética, pues el sentido moral de las cosas -a partir de la imbricación socio-homeostática del individuo con el grupo- podemos efectivamente trasladarlo a un plano casi exclusivamente viritual e incorpóreo (aunque sí de caracter electro y neurquímico).
De manera que la experiencia sedentaria se dirmiría entre los diferentes costes energéticos que se dan entre la actividad física, y la electro y neuroquímica; nuestra vivencia emotiva y la de nuestra focalización cognitiva más anlítica, y respecto agregados generacionales en el tiempo.
(Es decir, esto a partir de una óptica suprahomeostática del tiempo humano y para quien le competa asumirla).
La experiencia humana ha de moralizarse porque así se mantienen íntegros los grupos humanos antropológicos.
Se vuelve necesaria por razones estructurales la racionalidad (quizá también decir la misma consciencia humana) en tanto permite convertir en patrón culturalmente particular la relación homeostática entre el individuo y los suyos pertenecientes.
Gracias a lo sociorracional se brinda al individuo una suerte de contexto de disonancia pictometabólica en la que transcurrirá su propia trayectoria vital más íntima.
De tal manera que la lucha por la vida, que es propia, en realidad, del grupo humano (es decir, en términos evolutivos), pasa a ser una lucha metabólica -más electro y nueroquímica que física– por la permanencia del sujeto homeostático perteneciente, frente a los suyos.
La moralidad como parte de lo sociorracional sería algo así como una doxa que, en el establecerse, permite en el mismo momento una individualidad epistémica que solo se entiende producto de una pertenencia homeostática anterior: o así es cómo entendemos que se relaciona el estar con el ser (relación que es particularmente relevante respecto al sostenimiento sedentario).
(Porque puede decirse que es en buena medida en la episteme -el ser– que se apoyan los contextos antropológicos dependientes de la agricultura intensiva)
Y la moral permite infundir sentido a la muerte misma; que es decir también que, entendida la muerte de forma moral, resulta útil al grupo humano (se codifique culturalmente como se codifique los poremenores históricamente contingentes de dicho sentido).
Y la solemnidad de todo sacrificio (que desde cualquier argumento lógico-cultural se puede enaltecer, claro está) convierte en culturalmente funcional el hecho simple y desnudo de la mortalidad humana.
Porque el horror de lo anodino es el más serio de todos los espantos. Y los grupos humanos no tienen más remedio que moralizar, esto es, imponer un sentido a lo que, visto fuera de cualquier óptica antropológica particular, no lo tiene.
Espanta lo anodino porque no sirve al colectivo: no puede utilizarse para vivificar e imbricar a los sujetos homeostáticos porque lo anodino no obliga a que tengamos juicio alguno (porque la posibilidad racional-moral arranca de nuestra condición disonante, como sujetos homeostáticos frente a lo consabido que ya conocemos como tal y en tanto el yo socializado que somos cada uno y cada una).
Porque lo anodino no emociona, y si no nos emocionamos -en el contexto socio-biológico del grupo de pertenencia- no se requiere nuevamente de lo moral-racional; lo que a su vez dificulta la mecánica del grupo antropológica y la necesidad que tiene de reforzarse como su misma pulsación colectiva y vital.
Aunque también lo anodino, como implica un gasto metabólico y sociometabólico menor, sirve funcionalmente (estructuralmente) como apoyo a los sucesivos periodos de agitación y verdadera aglutinación cultural identitaria.
Si bien es asimismo cierto que, en el ir rebasando la bisoñez individual de cada uno, vamos discerniendo de alguna manera, precisamente, entre lo verdaderamente significativo, por una parte, y lo anodino por otra. Pero con la edad parecería que apreciamos la importancia de lo anodino, contra el que hay que protegerse (máxime en cuanto a los grupos y la sociedad), al mismo tiempo que se aprende a estimarlo en mucho más.
Pues lo anodino, que no sirve para reforzar el grupo, sí que puede a veces requilibrar el espacio vital de las personas porque se sale, precisamente, del peso de la mecánica moral y socio-homeostática de los grupos antropológicos.
De tal manera que, respecto algunos contextos antropológicos más avanzados (y no hay más opción que calificarlos así) lo anodino sirve para quitar hierro al asunto de los requisitos de lo sedentario para con la cognición bipartita humana. Es decir, no todas las culturas se encuentran cómodas simplemente con el estar; y que el ser tribal –que es el origen sin duda evolutiva de nuestra experiencia subjetiva—puede atenuarse y distenderse de alguna manera, si una cultura particular hubiera tendido la suerte y buena fortuna de una tradición que cultivase de una u otra manera lo anodino (aunque los contextos antropológicos pueden, con el tiempo, variar su coordinadas paradigmáticas en una u otra dirección, por supuesto; y también que lo anodino se vuelve estructuralmente importante para toda mecánica cultural y aunque sea solo en tanto fuerza revolucionadora que al sembrarse, asegurará futuras reconstituciones sociorracionales).
Aunque también cabe pensar que el contrario de lo anodino es la violencia, pues que la violencia en cualquiera forma de imposición humana que se presente para el espectador participante y socio-homeostático, se nos devuelve al sentido primario de los cuerpos enfrentados a su propia aniquilación (y también entre sí). Pero, en cierto sentido, la violencia, sobre todo en cuanto teatro mundi social y homeostático, es más fácil de entender y -lo más seguro- de menos coste, en ultilma instancia, energético agregado.
Pero la violencia presenciada siempre esconde un trasfondo de dolor, zozobra y miedo que, como fuerza potencialmente independiente de la lógica cultural transitoriamente consabida, puede acabar minando todo presente cultural momentáneamente legitimado según una u otra semiótica intersubjetiva (cualquiera, la que sea).
(Por eso los ejércitos actuales “avanzados” –aquí sí dicho con ironía–ya no permiten de ninguna manera el conocimiento de sus operaciones a través de imágenes que expliciten la destrucción de cuerpos humanos azorados, sean los suyos propios o los de los enemigos, puesto que ante el horror demasiado gráfico del combate, se desvanece rápidamente toda estructura lógica impuesta que los diferenciara unos de otros, pues que el cuerpo nuestro se hace digamos visceralmente cargo de la realidad percibida por sí mismo.)
Aunque esto es lo bueno (es un decir) que tiene la violencia presenciada, en tanto que la respuesta emocionalmente extrema que en nosotros provoca (porque, para el cuerpo socio-homeostático y pertenciente no hay nada más signficativo), es un nuevo exhorto a que la comprendamos y la podamos atribuir algun tipo de sentido que sirva, precisamente, al grupo para poder mantenerse cohesionado y pese a la anomia emocional y fisiológica que ha estallado en todos los individuos furiosamente alterados en su ideosincrasia metabólica más íntima.
El dolor y la zozobra presenciados-padecidos reclaman en el mismo momento que pueda adscribrise un sentido al que aferrarnos, por el amor de diós o del colectivo cultural mismo (términos que desde una perspectiva temporal-estructural y antroplógico, son esencialmente equivalentes, esto es, el dios postulado y el toda unicidad múltiple que es el grupo humano antropológico).
Pero lo anodino se extrapola de esta relación tripartita entre violencia-dolor/zozobra y sentido socio-racional: podría decirse que es incluso una forma de reposo respecto a la misma. Aunque primero está la violencia -la imposición humana en un sentido amplio-; después surge lo anodino con su valor estrctural a futuro de fértil reposo.
Y es que las generaciones humanas vienen al mundo preparándose para la imposición, en su momento, de su propio sentido vital: o así puede concebirse el desarrollo psicológico de los niños quienes, apostando su propia entidad corporal se la juegan sobre el tablero social de la pertenecia socio-homeostática, respecto de uno u otro locus antropológco determinado cualquiera (el que sea).
(Será que en este punto empieza también nuestra experiencia y relación con lo anodino).
Aunque puede decirse también que no hay nada más anodino que una generación humana, colocada en su lugar detrás de la siguiente; que gran tarea toca a todos nosotros (en uno u otro grado) en el negociar alguna forma de aceptación, en algún momento, de este hecho (lo que por el otro lado requiere de nosotros asismismo la aceptación de que lo verdaderamente sustantiva nuestra condición sea el cáracter de ficción que descrubimos en su fondo).
Pues algún respeto por lo anodino convendrá tener cuando entendemos y nos cae encima el peso granítico de que todo lo sea–que lo ha sido siempre desde la óptica del decurso del tiempo de la especie-; y también al mismo tiempo que los grupos humanos se fortifican, precisamente, sobre el solemne cenotafio de una furiosa negación del mismo.
Y es que nuestra particular relación con lo anodino es crucial para que podamos existir como sociedades, aunque tampoco solemos aceptar facilmente las paradojas en general (verdaderamente, nos sientan fatal).
Y, concretamente, es importante llevarse bien con estas cirucunstancias y así poder resistir un poco mejor nuestra infernal tendencia a suplir con los cuerpos culturalmente ajenos el delirio sociorracional e identiario que, por consitiuir un colectivo homeostático, nos separa en realidad de nuestra propia experiencia corporal (pues en eso consiste la reconstitución del ser sociorracional de todo grupo humano frente, como siempre, al estar).
1.Porque el poder de descernimiento individual e íntimo es el eje vital, en realidad, de los grupos; porque vivimos en la fisiología de nuestra propia cognición incoativa que nos lleva de todo nuevo estar, otra vez al ser.
2.Los individuos se amparan in corpore valiéndose de una semiótica sociorracional colectiva, de tal manera que nuestra racionalidad como seres socializados, que constituye nuestra efectiva integración antropológica, ha de articularse por un parámetro definido que, si bien puede rebasarse en tanto expectativa posible, no puede excederse sin más, como atestiguan las múltiples leyendas admonitorias que aparecen en muchas culturas (pero cuya función bien pudiera entenderse no como una prohibición sino una forma enrevesada de, en realidad, estimular el avance mismo en cuanto tensión creada de efecto fascinador para los sujetos homeostáticos).
3.El control y delimitación epistemológicos, por tanto, regulan de esta manera, y en parte, el plano socio-metabólico del locus de pertenencia sedentaria culturalmente particular, para que los sujetos homeostáticos podamos apropiarnos de una y otra idealización culturalmente disponible y proyectarnos de alguna manera en nuestro propio ser (en el anhelo de imponernos según una u otra imagen idealizada colectiva); al mismo tiempo que vivimos como encandilados por la idea de un mas allá transgresor como territorio efectivamente sobrehumano, y respecto del cual siempre se ha podido afirmar cualquier cosa divina, pero donde, de vez en cuando -y mucho más respecto al mundo contemporáneo- el hombre también pisa tentativamente dando pequeños pero certeros pasos, en la forma de tecnología.
4.Pero ante el límite del conocimiento y de lo consabido, podemos nosotros también atrevernos a ir más allá, pues que plasmar nuevos asertos a partir nuestras propias deducciones es algo así como la quintaesencia de la libertad humana y la fuerza vital ciertamente ilusoria de todo yo: es decir, abierto y todavía por hacer se nos ha de parecer el horizonte vital que delante nuestra tenemos, aunque no lo esté realmente, pues solo en la apertura a futuro se gusta el vivir como vida.
5.Se concebiría, por tanto, la custodia efectiva del desvelamiento como en sí mismo un dispositivo de eficiencia en realidad energética. De manera que lo que está disponible sobre el horizonte epistémico-cultural de los sujetos homeostáticos supone asimismo la definición paradigmática y potencial de un gasto metabólico agregado proyectado, según un criterio regidor y respecto a un futuro necesariamente previsto, frente a -y en función de- futuras necesidades energéticas también anticipadas.
6.De la misma manera, eso requería entender la propia ciencia en su vertiente tempo-estructural como de valor y función mucho más importantes en tanto que actividad antropológico-estructural que por lo que definitivamente creyera saber (sin prejuicio de que la tecnología producida incide directamente en la cuestión del gasto metabólico agregado, lo que sin duda ubica la ciencia-tecnología al centro mismo de esta mecánica antropológica como sistema proyectado a futuro).
7.Y lo que damos por real como cohabitantes antropológicos, define en buena medida lo que después haremos con nuestros cuerpos, más allá del bucle base del estar que se hace ser y sobre el que se erige el tiempo sedentario. Pues con la “verdad”, en tanto asumida como tal por el colectivo (siempre con cierta margen de interpretación personal, claro está) se abren a los sujetos homeostáticos todas las opciones vital-existenciales por las que el sistema en su conjunto se sujetará en el tiempo de una nueva generación.
8.Y es que en la tarea vital del discernimiento de lo verdadero, tanto respecto una realidad más objetiva como en cuanto una honradez emocional íntima, caben todos los cuerpos pertenecientes (esto es, todos los que estén presentes de una u otra forma sobre el locus de pertenencia de las sociedades contemporáneas de consumo); e incluso desde una óptica rigorosamente técnico-estructural respecto la experiencia sedentaria, para eso están los cuerpos, y para eso sirve la vivencia en su raíz homeostática de todo estar susceptible de hacerse ser.
9.Es decir, la “verdad” jamás es empírica de forma absoluta, sino que su sentido es, ante todo, estructural y respecto el tiempo mismo antropológico que necesariamente ha de facultar espacios de imposición personal y autorrealización metabólica a disposición de los sujetos homeostáticos pertenecientes.
10.Pero de nuevo y desde una óptica estrictamente técnica, respecto un tiempo humano que se concibe en su conjunto y a partir del agregado metabólico que conforma, puede valer tanto una “verdad” como cualquier otra, siempre que resuelve la cuestión del sostenimiento respecto un determinado locus de pertenencia homeostática y cultural (otra cosa sería, naturalmente, la calidad humana última respecto de una y otra experiencia antropológica, tema que, como está subordinado también a la eficiencia energética –como la biología misma, ojo– puede ajustarse).
11.Porque sin esta “verdad” en este sentido sitial que ocupa en lugar de referencia y de obligatoria relevancia para todos nosotros, no cabría ninguna perspectiva homeostática individual, ni haría falta, en cierto sentido, que fuéramos sujetos sociales pues el sentido del yo como opción vital, íntima e intransferible, ya no sería necesario. Aunque tampoco funcionaría la experiencia sedentaria, pues en tal supuesto solo quedaría la opción del volver al desplazamiento trashumante o recolector que subsume todo a un transitar casi totalmente corporal y que excluye una parte importante de la interacción social que sí es estructuralmente necesaria para sostener la antropología sedentaria.
12. Porque en la experiencia nómada y cazador-recolectora, sobre el sentido de las cosas predomina la vivencia directamente corporal, mientras que en los contextos sedentarios lo sociorracional tiende hacia la experiencia más sensoriometabólica de forma predominante sobre la interactuación corporal cruenta. Ciertamente, los grupos humanos culturales, sean nómadas o sedentarios (como asimismo todas las especias vivas “sociales”) se articulan por medio de una interactuación como vivencia probablemente de carácter más fisiológico (léase electro y neuroquímico), que netamente corporal; en cambio, la antropología dependiente de la agricultura intensiva verdaderamente se sujeta como sistema en el tiempo por este tipo de vivencia mimética1 e inicialmente incruenta.
1 Con el sentido que maneja Norberto Elias este término como una recreación incruenta del mundo natural o social (frente a la otra acepción léxica que es la de imitación).
13. De manera que el exhorto de Pablo a los filipenses, aquello de que se abrazaran a todo lo que fuera para ellos “lo verdadero” (y por tanto lo más virtuoso), habría de considerarse asunto basal de toda antropología sedentaria, planteado como fuera que se hubiera entendido universalmente, según una u otra tradición cultural cualquiera que se hubiera dado -o se diere- en el tiempo de la especie: pues ante la verdad consabida de los nuestros se abre la posibilidad del yo en tanto necesidad estructural del disenso, el perspectivismo y la anomia frente a lo homogéneo. Porque solo así pueden los grupos humanos ubicar en su mismo seno mecánico la homeostasis individual.
14.De manera que la verdad acomoda a los cuerpos al seno del colectivo socializando -que es decir también racionalizando– la vivencia del yo de cada uno, al mismo tiempo que abre la posibilidad al ejercicio por parte del individuo de una “violencia” homeostática, la de nuestra propia imposición moral frente a la disonancia que siempre será nuestra idiosincrasia corporal-emotiva singular e íntima: pues esa es la función colectiva de lo racional, ese saber consabido que, trasladando todo a un plano moral y de carácter mimético (sentido norbertoelisiano), nos permite seguir luchando por la vida, como si dijéramos, pero ahora como sujeto social que arriesga en todo momento quedar defenestrado de entre los suyos; una tensada lucha ahora metabólica, sobre todo en la forma de la disonancia que supone la experiencia emotivo-corporal singular de cada uno ante unos ideales colectivos culturalmente particulares (los cuales, en caso de desconocerlos, no prestarlos la debida relevancia o abiertamente transgredirlos, supone nuestra fática exclusión – “muerte”- social).
15.Pero, en el momento en que la susodicha lucha por la vida individual se conceptualice como brete individual por mantenerse dentro del grupo de pertenencia y por granjear la aprobación y prestigio por parte de los suyos; y que se entienda lucha reconvertida ahora en vivencias metabólicas (íntimas, electro y neuroquímicas) que ocurren generalmente antes o de alguna manera al margen de los actos físicos e interpersonales, entonces podremos entender la política desde su vertiente estructural como, en realidad fuerza e instrumento del sostenimiento de los contextos antropológicos sedentarios: es decir, de la homeostasis humana que se somete al imperativo colectivo y sociorracional de la pertenencia antropológica, abriéndose con ello el espacio mimético del yo socializado (racional y moral), nace la política como juego en primer lugar metabólico por discernir, defender e imponer, “lo verdadero”.
16. Naturalmente, dicha posibilidad exige una cada vez más limitada extensión de la violencia física como proceso que sustenta la historia humana a partir del neolítico, en tanto que la violencia legitima va quedando reducida, al final, a una única fuente que, al menos respecto del interior de una sociedad determinada: de esta manera se entenderá que toda mecánica política (esencial, como decimos, respecto del sostenimiento sedentario) solo se consolida en su forma no violenta paralelamente con otras fuentes de violencia homeopática (eso que es la vivificación metabólica y catártica a partir, sobre todo, del espectáculo de la violencia en el seno de la sociedad propia, pero de forma que los beneficiados sonsoriometabólicos sobrepasen -siempre masivamente- a los relativamente pocos cuerpos protagonistas/víctimas necesarios para dichos «espectáculos»).
17.Como regresión estructural habría que entender asimismo el estallido abierto de los conflictos bélicos, pues el gran papel de la violencia respecto de la experiencia sedentaria, desde siempre, ha sido su paulatina virtualización en forma sobre todo de espacios miméticos, junto con su transformación en fuerza metabólica de amenaza anticipada como tensión; fuerza que fuera sustituyendo progresiva y universalmente las estructuras anteriores dependientes en mucho mayor grado del choque corporal directo.
18.Pues hacer la violencia virtual y de carácter homeopático para así montar el teatro mundi moral sobre el que se ha asentado en realidad desde siempre las antropologías dependientes de la agricultura extensiva, es el peaje estructuralmente óptimo que puede pagarse a este socio e invitado de piedra nuestra que es la violencia, como constante que nos acompaña a las sociedades sedentarias y su fantasmal promesa de un nuevo orden potencial, esto es, en caso de necesidad, o así parece que como secretamente la vemos, como en última instancia, una forma de insidiosa esperanza que crípticamente y a espaldas de nuestra propia racionalidad, nos sostiene.
19.Y sirve la “verdad” como aserto que todos entendemos como real y plausible que se parapeta tras la imposibilidad de contradicción (pues que alcanza su mayor funcionalidad sistémica justamente en el hecho de que nadie puede definitivamente descartarla), para que los contextos sedentarios puedan alimentarse de la tensión metabólica y vivificadora de los riesgos existenciales que cualquier verdad cultural como cosmogonía, divina o no (o hasta “científica”) postulan como al menos potenciales.
20.Pero para entender los riesgos futuros y poder gozar de la vivencia de la tensión que crean, es necesario aferrarse a lógicas culturales y epistémicas determinadas que sean al menos plausibles. Pero el que sean ciertas o no, ocupa lugar secundario respecto a la función más importante de dichas lógicas, esa de vivificar los contextos sedentarios a partir de una moderada pero sostenida tensión creada respecto de todo futuro necesariamente incierto y ante el cual cada persona vive el periplo de definirse un uno u otro sentido.
21.Porque para sostenerse en el tiempo, lo sedentario requiere de la anomia que supone la vivencia corporal de cada uno de nosotros; anomia que, ante los demás y el imperativo que son ellos para que cada uno de nosotros nos sociorracionalicemos, solo puede existir en función de una inicial indefinición de las cosas. Porque es la indefinición lo que nos espolea al ser, haciendo brotar a su vez y por doquier, una renovada anomia que somos cada uno para los demás.
Nuestra sociedad trafica con cuerpos humanos todo el tiempo, en los niveles más pacíficos y admisibles y también en los más monstruosos. Y todas las aberraciones sexuales, toda la explotación de los cuerpos (que está a la orden del día en todas las esferas físicas y virtuales de la experiencia humana) son una consecuencia inherente a una sociedad donde los ciudadanos hemos renunciado, sin pactarlo y muchas veces sin saberlo, al derecho sobre el gobierno de sus cuerpos….Nuria Labari “Quién prostituye nuestro cuerpo” en El País 6abr24
Aquí se trata de un tema técnico que los seres humanos preferimos abordar desde una óptica moral pues esa es nuestra forma de fortalecer, en realidad, el hecho evolutivo más importante que es el colectivo al que pertenecemos de forma socio-homeostática y del que dependemos y sin el cual no tendría razón de ser nuestra propia individualidad cognitiva. Es decir, el concepto del biopoder (foucualtiano, agambiano, o hasta hitleriano, etc.) encubre una confusión entre la necesidad técnico-estructural de sostener la experiencia sedentaria frente a lo que probablemente haya de entenderse como un sesgo cognitivo humano, esto que es nuestra tendencia (innata y desde siempre según el trabajo de Piaget, por ejemplo) a imponer una interpretación causal-moral sobre el mundo por nosotros percibido.
Evidentemente, el fin práctico de la moral, el porqué el individuo no tiene más opción que imbricarse fisiocorporalmente con ella, tiene que ver con la continuidad en el tiempo del grupo. Concretamente, porque es la posibilidad de lo moral (que se basa en el miedo individual de quedar expulsado del grupo; la capacidad de sentir, por ello, vergüenza; la posibilidad de sentir afecto por los más allegados –aunque no sean familiares—lo que permite «rentabilizar» de alguna manera el dolor y en la amenaza anticipada por el individuo de la pérdida de afecto) lo que supone la fáctica acomodación de la emotividad individual al entorno y sentido colectivos, mas no la supresión de la misma.
Frente a ello, la experiencia sedentaria no tiene más remedio que seguir cierta pauta impuesta por esta configuración socio-fisiológica y homeostática ya evolucionada anteriormente a la consolidación definitiva de la antropología dependiente de la agricultura intensiva. Y clave en este sentido son los quehaceres fisioantropológicos a los que estamos obligados a asumir como habitantes de lo sedentario. Particularmente importante es el tiempo corporal consagrado al trabajo que puede entenderse desde su aspecto de engranaje estructural respecto de, en realidad, un problema tempo-espacial que surge a partir del dilema de múltiples individuos existencialmente congregados sobre un mismo locus de pertenencia socio-homeostática y respecto del cual ninguno de ellos tiene la intención de abandonar.
O sea, puede entenderse el trabajo como también una forma de asignación y racionamiento del tiempo corporal; como también al final una cierta deferencia para con los otros que supone la definición propia del tiempo profesional-corporal (algo así como que en el definirme yo, contribuyo a crear y mantener un marco a futuro en el que otros pueden a su vez definirse, a favor de la siguiente generación, y sucesivamente).
O que todo régimen antropológico se basa en un sistema de horarios partidos – repartidos- entre distintas formas de consumo del tiempo humano concedido de alguna manera a unos y a otros, según una generación u otra, y respecto de uno y otro huso horario (y según algunas otras circunstancias, lo más seguro).
Y sería pues consistente con la evolución biológica de la especie (evolución que está bajo digamos la bota opresora de la eficiencia energética en todos los ámbitos de nuestro desarrollo) que el decurso del tiempo colectivo sedentario también se rigiera por una misma fuerza de economía energética, respecto de sus propios limites impuestos por las horas determinadas de un día y otro también; por la extensión máxima de un año terrícola que, en alcanzar su cenit empieza el camino de regreso, y por la inexorable ley de espacio físico que proscribe que donde un objeto que ocupa un espacio determinado, no puede haber simultáneamente otro objeto independiente.
Pero más importante aún: cualquiera que fuera a asumir una relación regidora con dicha especie y su espacio vital (porque fuese evidentemente capacitado técnicamente para ubicarse de facto de esa manera), no tendría más opción que someterse a un mismo criterio de eficiencia energética, además de verse en la necesidad obvia de uniformizar en lo posible el coste metabólico agregado (además de acortar, probablemente, el rango paradigmático), pues el poder estandarizar en la medida de lo posible o técnicamente conveniente el consumo energético metabólico, hace posible una proyección de cuantificación a futuro del tiempo restante respecto del sistema en su conjunto.
Pero particularmente escandaloso en este sentido (en un sentido necesariamente de ultraje moral, pese a todo) es tener que concebir la comunicación y el hecho de que se base en la emotividad humana que, a su vez, es el motor ni más ni menos que de la cultura –particularmente respecto a su vertiente más espontánea y creativa–, como un bien preciado en este mismo sentido metabólico que también habría de racionarse por mor de un equilibrio sistémico solo susceptible de entenderse según un criterio técnico que a nosotros necesariamente se nos escapa (pero a cuyo manejo están obligados, evidentemente, los regidores).
Es decir, el que esta reducción técnica del consumo de energía metabólica agregada terrícola (¿solo humana?) constituya una forma reducida de vida solo aceptable por razones técnicas, no sería en ningún caso cuestión por nosotros abordable, aunque explicaría, eso sí, algunos aspectos del presente planetario actual y, bien mirado, contemporáneo. Pero como convicción o creencia (no puede ser desde nuestra óptica otra cosa, finalmente) me parece de gran utilidad en tanto que se asienta sobre una cierta deferencia al nosotros antropológico y planetario que permite, al fin, entender las dificultades del presente, y su extraña desconexión aparente respecto de algunos aspectos de la historia moderna anterior, como una cosa en sí misma de valor y en tanto solo apariencia (desde luego fea, brutalmente desagradable) que remite a un trasfondo críptico de gran empeño humano en el sentido más elevado de amor al prójimo como nunca se hubiera concebido antes.
(Aunque, con todo, sigue siendo una mierda, claro)