-Porque la cognición individual en realidad se basa en -se sujeta por- el colectivo antropológico de pertenencia, siendo por ello lícito entender la racionalidad más cortical frente a lo límbico como estratagema evolutiva de incorporar al seno del grupo antropológico la imposición vital más tenaz (incluso feroz) que solo conoce la singularidad corporal.
-De tal forma que lo sacro a partir un significado probablemente solo mítico, es la única manera que tenemos de relacionarnos vivencialmente, es decir, de forma correlativa que es el modo cognitivo por defecto homeostático, siendo el racioncinio causal puro y duro algo que probablmente debamos considerar, en realidad, auxiliar respecto el predominio del cererbo automático sobre el tiempo sedentario.
-Esta circunstancia hace inasumible para nuestra consciencia individual el hecho de que dependamos como seres racionales, éticos y ciertamente benevolentes (al menos sobre un plano endogrupal) de la violencia y el sentido que para nosotros le es inherente a ella.
-La comprensión mítica del mundo es, por tanto, una forma racional de vincularnos con lo existente de modo para nosotros aún correlativo; una forma que rehuye una complejidad mayor de relaciones causales más trabajosas, lo que puede concebirse como una manera de reforzarnos en nuestro propio hábitat socio-homeostático, y sin que tengamos que salir digamos al espacio exterior irrespirable que supone una comprensión auténticamente técnica del tiempo humano.
La sociedad del riesgoulrichbeckiana es un ejemplo de una relación “mitológica” con nuestra vivencia de lo real, puesto que las amenazas potenciales a las que vivimos expuestas, y según nuestra sociedad de pertenencia se nos ha hecho entender como reales, tienen más importancia en tanto el efecto límbico que en nosotros logran que respecto de que sean reales o no, o hasta en qué medida sean o no ciertas: nuestro modus operandi cognitivo depende de este tipo de amenaza y su impronta en nosotros subcortical porque es a través los embistes externos que se reconstituye lo sociorracional (es decir, el sentido mismo que vertebra nuestro yo con los nuestros y que hay que ejercitar de manera continua según la calidad emergente o incoativa de nuestra propia consciencia autobiográfica).
-Es decir, la banalidad supone, a la larga, un problema antropológico-estrctural en tanto que los individuos dejan de vivenciar su propia definición moral como algo susceptible de cambiar y también de perderse si uno no puede -o no está dispuesto a- asumir la carga de aforntar la realidad social y humana de la que dependemos: el arte, los medios estéticos de comunicación (de carácter informativo o de cualquier tipo) o la simple interacción personal -junto con otros muchos tipos de espacios miméticos- siempre han acompañado la experiencia sedentaria como vías de regreso límbico, hacia una pasajera reintegración fisiocognitiva luego de asumir la necesaria condena fragmentaria a la que estamos sometidos en tanto sujetos cognitivos de pleno raciocinio y por mor de una viabilidad sedentario en el tiempo colectivo.
Es decir, la experiencia estética (entendida en su sentido más amplio posible y de cáracter sensoriometabólico) supone una forma mimética (esto es, sin consecuencias morales y sociopolíticas inmediatas) de reintroducir la interpelación moral individual, para que volvamos a cumplir con cierto mandato socio-homeostático al que nos obliga la psique humana y nuestro yo socializado. O bien, la otra opción, que también se da universalmente en las culturas más espacialmente arraigadas, es alguna forma de ligereza que depende a su vez de alguna clase de acelerado ensismismamiento, aunque parecería intutivo suponer que las culturas, por lo general, combinan las dos cosas según un principio universal de economía energética.
-Pero precisamente en este sentido de ahorro energético, viene muy bien nuestro conocimiento más visceral (es decir, de carácter más límbico que cortical) de las cosas, que depende más de un modus operandi probablmente más correlativo que trabajosamente causal. Y parecería necesaria, por tanto, abordar lo ritual en la antropología universal desde esta óptica estructural de ahorro sistémico en el tiempo. Y parecería que nuestra cognición, que se aferra a lo novedoso de forma incesante para poder precisamente fundar una nueva estabilidad de cara al futuro, transcurre sin cesar en ciclos de novedad y suscesiva acostumbramiento (para acto seguido volver a embeberse de nuevos estímulos).
-Lo que nos llevaría, probablemente, a tener que convenirnos en aceptar un modo mitológico como el vínculo por defecto que establecemos en tanto cuerpos con el mundo, tanto espacial como sobre todo humano, pues no hay forma de asimilar viencialmente el hecho complejo de que yo sea vosotros sino a través de una cognición socio-homeostática correlativa que solo puntualmente se apoya en una focalización cortical más causal (que sería decir asimismo que hasta los seculares -e incluso los ateos- precisamos de cierto misterio muti-individual y no directamente asumbile por el pensamiento analítico).
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Tema a desarrollar mejor: la racionalidad más cortical (y más causal, por tanto) puede entenderse en relación con lo gregario: si la digamos cuna cognitiva nuestra es lo límbico, lo correlativo y la fuerza opaca de la pertenencia sociohomeostática, propongamos el sentido técnico de la racionalidad más cortical como el de alienar -momentáneamente- al sujeto sociohomeostático de su propia esencia gregaria y de manera que las tendencias inherentes en nosotros hacia el amparo que son los nuestros quedan contrarrestadas por una feroz pulsión individual a destacar, distinguir e individualizarse frente a nuestros propios compañeros homeostáticos. Pues así se está facultando en realidad una defensa mayor de lo gregario a través de la puntual movilización de la furia de todo cuerpo individual por perseverar; una movilización de emergencia que es bienvenida también por los excesos en los que también suele incurrir puesto que todo tipo de zozobra y dolor sobrevenidos, creados y de cualquier manera padecidos o bien contemplados, quedan en el acto reabsorbidos como el alimento metabolico más precioso que tiene los contextos sedentarios a su propia disposición estructural y que es también el abono mismo de un posible sentido moral de las cosas y de nosotros mismos.
El susodicho credo científico (cromático) que no es tal sino corporal
Pues un credo de este tipo es posible a partir, en realidad, de la experiencia simplemente corporal: porque nuestra delimitación física la evolución la convirtió en baza a partir de la capacidad cognitiva de postular una explicación respecto a lo que no se puede ni confirmar ni contradecir. Y sería por tanto lícito pensar que ocupamos de siempre un credo digamos existencial respecto al mundo más allá de este momento presente y respecto a lo poco que ahora mismo puedo ver, tocar, prensar o de otra manera controlar; lo que, en realidad, no es mucho pues lo grueso de lo que soy no se encuentra aquí conmigo y de forma in corpore, sino que me debo mucho más a una suerte de “comunidad” o mundo imaginados que tienen que ver con mis recuerdos, con lo que doy por cierto y real (de tal manera que no tengo por qué azorarme respecto de si estaré o no equivocado) y con lo cómodo que me encuentro con todas esas imágenes, creencias y convicciones; una comodidad en la que puedo delegar la autoridad real de mi comprensión del mundo que deviene en una suerte de seguridad que solo puntualmente, al albur de cualquier contingencia inesperada y más o menos extrema, entra en crisis obligándome a un gasto repentino (pero significativo) de energía metabólico-cognitiva en un nuevo afán por volver a entender -racionalizar- las cosas.
Es decir, la re-ligación de las religiones históricas a partir de las antropologías sedentarias no serían más que versiones culturalmente determinadas de un credo ya operativo anterior y que nace, en realidad, de la corporeidad humana en conjunción con el carácter emergente o incoativo de nuestra cognición, pues puede entenderse que, sobre todo respecto toda experiencia colectiva, no somos nunca sino lo que seremos; es decir, somos por razones cognitivas en el realizarnos a través de nuestros cuerpos ya que, evidentemente, constatamos en nuestra propia limitación-delimitación física que siempre hay un más allá que no somos nosotros ni que podemos nunca abarcar físicamente.
Si bien para explicar esta situación, nos vale cualquier postulación divina o espiritual que logre cierto reconocimiento normativo de tal manera que exista efectivamente como opción mitológica en la que poder apoyarnos en nuestra tarea antropológica (máxime respecto a lo sedentario) de ser nosotros mismos y en nuestra particular realización fisiosemiótica individual pero que va necesariamente enmarcada por un contexto cultual determinado. Pues ahí han estado siempre dichas opciones mitológicas, en todas las tradiciones sedentarias, esperando que como sujetos homostáticos dispongamos nosotros de ellas en uno u otro grado.
Pero, de alguna manera, las ideas son también siempre una cosa auxiliar respecto al hecho corporal en sí. Y como no sé lo que hay más allá de lo que puedo ver en este instante ni lo que, para esto que es mi cuerpo, vendrá en los instantes futuros que están por llegar (pues no tengo por qué dudar seriamente de que dichos instantes futuros llegarán de una u ortra manera, al menos por ahora), no tengo tampoco por qué renunciar a la esperanza, pese a todo.
De hecho, las sociedades de conusmo dependen precisamente de una planicidad corporal-emotiva que, por lo general (es decir, respecto a un plano agregado) no se azora con grandes cuestiones ideológicas de ninguna o poca profundidad, pues nuestro digamos aparato límbico-volutivo tiene que estar a disposición de una cierta mecánica publicitaria y apsiracional, lo que asegura, en última instancia, el fluir del tiempo financiero agregado. Es decir, parecería que las ideas pueden muy bien cultivarse en tanto que campos y ámbitos más o menos opcionales del que podemos más o menos optar dentro de las antropologías de consumo, mas ya no son estructuralmente necesarias a la manera que podían haberlo sido antes del anvenimiento contemporáneo de lo posmoderno, cuyo rasgo quizá definitorio sea precisamente el de que toda idea, credo o convicción no es más que una opción personal y mientras no surta efectos dañinos para nadie.
Ejemplo histórico de un credo “corporal” aún actual
Pero ya sabemos que, debido a la naturaleza de nuestra cognición, la experiencia colectiva humana no puede articularse en torno a lo banal, si bien las sociedades de consumo dependen en el tiempo de una estabilidad base que tiende desde luego a hacia ella. Pero, como ya hemos argumentado, la corrección en este sentido es posible a través de espacios miméticos que incorporan una vivencia sensoriometabólica de la violencia (la infernal ratio, entre otros) que efectivamente permiten el ejercicio y continuidad de nuestra propia seriedad moral como individuos, puesto que el estado filogénticamente evolucionado de nuestra cognición era -lo sigue siendo- clave para la articulación de los grupos humanos antropológicos (de lo que, por ende, depende aún la psique humana) .
La sociedad del riesgo es un concepto que se asocia con el sociólogo Ulrich Beck a partir de su obra del mismo título de los años 80 del siglo XX y corresponde, a grandes rasgos, con una mecáncia credística que se basa, sobre todo, en la limitación-delimitación corporal, pues más allá de lo que podemos ver y sensorialmente comprobar, se abre un mundo imaginario de lo más fascinante y vivificador, tanto por cierta complejidad conceptual que requiere para servirnos de ella individualmente, como respecto a la tensión -hasta ansiedad, a veces pavor- que permite que vivenciemos librándonos, transitoriamente, de las ataduras reales con la que la antropología agrourbana somete a nuestros cuerpos.
Es asimismo necesario recordar que uno de los puntos de apoyo estructural más importantes respecto de la cultura sedentaria no es tanto el contenido de las ideas ni su constancia empírica, sino el hecho mismo de que, tanto si son espirituales o bien científicos, no puedan contradecirse de forma directa. Es decir, el uso en realidad correlativa que hacemos de las ideas consabidas, para definirnos uno u otro sentido, en última instancia frente a nuestros compañeros homeostáticos, tiene como meta primaria la consecución de nuestro propio confort psicofisiológico. Y si bien somos capaces de manejar un razonamiento causal mucho más pesado, el transcurso de nuestra existencia tiene lugar probablemente mucho más en la ligereza de las correlaciones (que nos permiten vivenciar nuestra entidad corporal de manera directa y en relación al mundo social que nos rodea y del que dependemos) que en un pensamiento cortical-analítico mucho más trabajoso.
De manera que afirmamos que el tiempo sedentario consta de una mecánica colectiva que se fundamenta en el cerebro/cuerpo automático (CA) debido a una mayor eficiencia energética (de carácter más límbico que cortical y que, por tanto, funciona en base a una cognición humana más correlativa que causal ); una mecánica en el tiempo que se apoya, en realidad de forma auxiliar, en una cognición más epistémica que, cultivando nuestra fascinación y curiosidad, ejerece un efecto titilante respecto el componente tempo-estructural más importante que es ellocus, ese lugar originalmente espacial en donde los cuerpos se almacenan -visto en su escala agregda y como diacronía- en el tiempo normalmente apacible, solo puntualmente alterado, de lo cotidiano un día sí otro también.
Es decir ¿sería necesario que el cambio climático fuera cierto para poder rentabilizar la idea desde el punto de vista del tiempo sedentario? En el mismo sentido, ¿es necesario que existan realmente y hasta el grado de realidad que se les suele atribuir el narco y las diferentes mafias locales/interacionales ? Pero respecto estos dos conceptos generales, por ejemplo, parece fácil comprobar que, en el furor de nuestra vivencia correlativa del presente inmediato, lo que parecía primar sobre todo es la tensión que nos acometa a partir de nuestra reflexión sobre estos temas y debido al hecho de que se nos incoa a aceptar su realidad a partir de su naturaleza, en principio, de noticias y no como elementos de ficción (debido, además, a que existen indicios, en principio, muy claros que sí que captamos).
Y, sin embargo, lo cierto es que no tenemos forma empírica directa de aprehender causalmente una realidad estructural y compleja que desborda nuestras posibilidades personales; y a efectos antropológicos, no tenemos más remedio que fiarnos de -o sea tener fe en– la autoridad de las instituciones culturales, especialmente respecto a la ciencia ya que solo los expertos, o los más entusiastas aficionados a la astronomía o la física por ejemplo, pueden saber de forma mucha más fehacinente que la tierra gire realmente al rededor del sol, pues esa no es la realidad que vivenciamos los seres humanos de forma correlativa a partir de nuestra corporiedad sensoria.
Y es preferible tener fe en este sentido antropológico, además, (respecto al heliocentrismo, el cambio climático o el narco, pero tambien en cuanto a muchos otros asuntos) que sumirnos en ningún azoramiento existenicial permanante respecto al mundo que habitan nuestros cuerpos: sería del todo insoportable, lo que impediría, además, al funcionamiento de la socidad de consumo.
Hablamos, entonces, de una fe no explícita en un sentido dogmático, a diferencia de otros tipos de dispositivos religiosos, pues su piedra angular problamente sea, en realidad, la estabilidad sociopolítica en sí que precisa de una suerte de atrezo conceptual que nos sirve de marco referencial, pero en el que no hay que pensar mucho una vez que lo hayamos internalizado como los sujetos homeostáticos pertencientes que somos todos respecto de una u otra mecánica antropológica.
Pues todo marco semtiótico culturalmente determinado es ante todo sostén para la interacción sociohomeostática sedentaria; y su razón técnica, la proyección metabólica de los individuos respecto a una u otra meta por ellos establecida o de otra manera impuesta. Es decir, todo plano semiótico existe también para olvidarse en el estrépito de nuestro afán personal por una valencia moral jamás culminada respecto a los nuestros y bajo el yugo de nuestra propia imposición vital. La racionalidad, vista frente a este marco y en el tiempo, adquiere un carácter pasajero y como giratorio, en tanto que por mor de la operatividad de un todo social, tiene que volver a reconstituirse en el individuo una y otra vez, si bien lo que realmente prima parecería ser nuestra vivificación metabólica en sí y de por sí.
Luego, ¿sería la (socio)racionalidad simple pretexto que rige en todos nosotros por cuanto sujetos socializados, pero cuyo función estructural es, en realidad, asegurar la vivencia sensoriometabólica individual al mayor nivel de intensidad potencial, pero sin que se descomponga el locus homeostático del grupo antropológico original?
Desde la atalaya teórica del conjunto de estas reflexiones, ese sería el panoroma que se visulumbra, sin duda.
La sociedad de riesgo como dispositivo antropológico se fundamenta en la idea del avance tecnológico como fuente no explícita de estabilidad en el tiempo sedentario, pues nuestros cuerpos ocupan esta seguridad que el futuro nos brinda; un futuro, además, que se palpa a cada momento en los objetos y productos que manejamos y en las imagenes culturales con las que nos comulgamos sin que haga falta racionalizarse por medio de ningún dógma. Y esto parecería facilitar en mucho el paso posmoderno hacia un uso más recreativo de la esfera epistémica, respecto al menos las humanidades en general, mientras que las ciencias naturales, como apartadas de alguna manera de la vida socio-homeostática común y en tanto método, siguen imperturbables su marcha hacia adelante (como el pilar quizá más importante del que se sustenta el tiempo la sociedad de consumo, no digo que no).
Pero como el cuerpo se encuentra de esta manera a buen recaudo por medio de la noción cultural del progreso y el crecieniente bienestar material mímimo que al menos históricamente ha sido el beneficio más importante de la organización antropológica consumista, parece evidente que la otrora necesaria seguridad existencial religiosa también pasó, por lo general, a figurar como una opción posmoderna más, entre muchas otras, (aunque sin que llegara a desparecer por completo, todo hay que decirlo)1.
Y esta seguridad ontológica mayor que, partiendo en realidad de la coporeidad, excluye la necesidad de ninguna explicación cosmogónica causal de peso (aparte de cualquier virguería teórica astrofísica y cuántica actual), permite que nos instalemos nuevamente en la vigorizada ligeraza de lo correlativo; ahí donde la forma primaria de la libertad humana campa a sus anchas, es decir, esa libertad que es nuestra viviencia homeostática más plena y que solo posteriormente se abre a inhibirse (es decir, a «sociorracionalizarse»).
Ahora bien, para “salvarnos” como seres morales y que hemos de seguir siéndo por razones, en realidad, estructurales y en tanto que la psique de cada uno sigue aún dependiente del grupo, la sociedad de riesgo se vale de ideas de cierta profundidad conceptual cuya importancia última es poder rentabilizar metabólicamente nuestra anticipación de los acontecimientos futuros, sean estos reales o no (sino lo que impera es su viabiliad lógica sujeta, además, por la imposibilidad última de confirmar de manera directa la realidad empírica respecto a dichas lógicas). Se trata, como ya señalamos, de una función titilante del ámbito espistémico que redunda ahora en claros beneficios límbicos respecto del CA y el locus sociohomeostático sedentario.
Así, la bipartición de la cognición humana se manifiesta ahora en un tiempo antropológico también bipartita: por un lado, un tiempo colectivo corporal de almacenamiento en la inmovilidad macro y agregada como parte inherente a lo sedentario; por otro, una vivificación de carácter homeopático y también epistémico (ya que se basa en ideas) que permite alejar la amenaza mayor respecto de la estabilidad sedentaria que es la banalidad, pues la psique humana existe para lo moralmente relevante, a ello nos debemos como individuos porque homeostáticos (si bien sobre otro plano económico la banalidad es en cierto grado positiva si se entiende como algo que faculta la estabilidad).
La individualidad ha sido siempre un punto de interseccion entre estas dos vertientes esturcturales (o decir que lo estructural no puede dejar de amoldarse según la bipartición base sobre la que se asienta la cognicion individual). En este sentido, la SdR es dispostivo particularmente posmoderno: porque se asienta sobre la idea ritualizada del progreso técnico que entendemos hubiera surgido historicamente de la Ilustración; porque esta idea funciona como apoyo ritual respecto al tiempo sedentario, pese a tratrase de una idea, pues permite no azorarse respecto a qué es el mundo o el tiempo humano; porque el progreso es movimiento hacia el futuro (al menos existencial) y no precisa de más explicación, y eso hace que sea menos importante el pensamiento religioso explícito.
Y porque esta idea supone la ocupación esturctural de la corporeidad humana en el tiempo: en la enseñanza, en los ambitos laborales que crea la ciencia, o que directa e indirectamente existen gracias a la tecnología; en todas las profesiones que surgen a partir de la misma interacción humana que se estabiliza de alguna manera en el tiempo gracias a la tecnología: todo eso sin la necesidad real de entenderlo, pues el cuerpo simplemte ocupa un tiempo antroplógico que ya no necesita conocerse epistémicamente: ya no es necesario. Y para “inocularse” contra la banalidad, utilizamos la experiencia estética (en el sentido más amplio que entendemos por el término “violencia homeopática”) y a través de la vivificiación epistémica que permite, precisamente, la SdR.
Por lo que se puede hablar del cuerpo y su ocupación de este territorio eje que se refuerza en su propia limitación física (y respecto de un más allá que ya no es preciso -al menos en tiempos de estabilidad y que son a grandes rasgos la mayor parte del tiempo- preguntarse demasiado) como la auténica “espiritualidad” de lo posmoderno. Y lo cierto es que no deja de ser una forma de esperanza que es el cuerpo en sí mismo.
Pero aún mejor sí te dicen, ahora, que en verdad existe un control real y suprahomeostático del tiempo humano de parte de un grupo o entidad que no comparte el mismo plano homeostático que nosotros (que luego no tiene para nosotros sentido “moral” puesto que no hay relación física multidireccional posible, sino solo de un sentido rector hacia el usuario): pues nos seguimos beneficiando de esta forma de esperanza corporal que ahora sabemos efectivamente amparada de una manera nueva, para nosotros insólita, lo que nos permite entender que, visto lo visto, es mejor no saber el futuro pero nos reconforta el hecho de que alguién sí lo sabe, lo que crea aun más margen para una muy positiva incertidumbre resepcto al mismo.
Es decir, ahora no tiene por qué no existir el futuro, pues no podemos saber cuál es el estado real de la condición humana actual en tanto que, en efecto, es asunto ahora de otros.
Y probablemente sea suficientie, quiero decir, que te parezca probable a partir de la limitación de tu propia experiencia personal, y no que estés del todo convencido o convencida: pues aquí intentamos vender una dispostivo credístico (no lo olvides) que como tal- y porque nunca se vaya probablemente a confirmar- no tiene por qué interferir demasiado con el disfrute correlativo de la vida de cuada cual.
Hasta que los cuerpos aguanten claro está.
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1 Pero ¿por qué sigue atrayendo la sustancia digamos cosmogónica de las religiones formales frente a la insustancialidad posmoderna (como aquí la definimos)? Pues porque el origen de la psique individual es, en realidad, un colectivo que nos obliga a acarrear con un yo socializado según uno u otro patrón sociohomeostático antropológico y generacional histórico. De manera que como por debajo de la línea de la flotación de nuestra propia experiencia racional individual, subsiste la causalidad evolutiva original que son los otros, los nuestros. Pero no sería una nostalgia en realidad personal a través de ninguna memorística individual sino probablemente una natural deriva de nuestros organismos hacia el amparo del grupo. La religión como actividad y proyecto vital personal, supone la consumada visceralidad de una clara sustancia fundante para el individuo a la que se accede, sin embargo, a través un necesario pretexto conceptual y hasta cierto punto dogmático siendo el fin buscado, sin embgaro, una nueva correlatividad a disfrutar a partir de una seguridad existencial (es decir, corporal) acompañado; un credo tradicional cuya sustancia supone precisamente un modo epistémico por medio del que relacionarse con la realidad, y no solo una vivencia pasajeramente colectiva de euforia como pueden entenderse, por ejemplo, los espectáculos deportivos y por lo que estos pudieran tener de credo, culto o religión. Es decir, el fútbol no tiene ni implica una episteme determinada ni nos la puede aportar por sí solo. Y, sin embargo, todos entendemos visceralmente la necesidad de volver de alguna manera a casa, al amparo y resguardo frente a la orfandad existencial que paracería conllevar la individualidad como fragmentación psíquica racional: pero las religiones, al tener que entenderse mitológicamente, ofrecen una vía de enriquecimiento integrador respecto de la totalidad cognitiva nuestra que incluye, precisamente, el razonamiento lógico (es decir, lógica en un sentido formal que no empírico, pues la cuestión aquí no es la realidad en sí sino el cómo la vivenciamos).
Si somos homeostáticos, entonces somos hedonistas.
Sí hedonistas, entonces nuestro ímpetu vital base sería la consecución del confort.
Si nos impele o espolea la consecución de confort, avengámosnos a reconocer que vivimos en la violencia de nuestra propia imposición vital.
Si eso es cierto, se establece una equivalencia entre confort y el poder de conseguirlo.
Y así, el poder deviene en una forma de confort en sí mismo.
Si todo esto es cierto, la conciencia y raciocinio humanos pueden concebirse como dispositivo que contrarresta nuestra violencia base como autoimposición vital;
Pues no de otra manera hubiera podido hacerse compatible nuestra voluntad homeostática a la vida como imposición vital individual, con la continuidad en el tiempo del grupo antropológico.
II
Pero si nos amparamos en el estar con los nuestros, el ser consciente de nuestra propia individualidad también nos arroja a una condición de orfandad respecto a un cobijo corporal anterior.
Por eso sentimos cierta aversión al ser frente al más límbico estar.
Por eso el salir de nuestro modo cognitivo correlativo a tener que entender causalmente las cosas a través de una focalización cortical prolongada, nos suele abrumar.
Además de nuestro modo cognitivo por defecto correlativo, nos aferramos tambien por las mismas razones a la ritualización (una forma de conocimiento que no precisa de la reflexión focalizada).
Porque al recontituirse el ser (a partir de un estar socio-homeostático anterior), se nos arroja de nuevo a la orfandad del pensamiento analítico; una orfandad de la que la filosofía contemporánea, por ejemplo, aun no ha sabido regresar.
III
Debido a ello, los contextos antropológicos agrourbanos dependen de la experiencia estética. Porque el regreso no es, finalmente, posible en tanto que el sentido técnico evolutivo del ser era (aún lo es), precisamente, hacer frente al estar.
Una función del ser que pudiéramos entender como maniobra de suprema autonomía individual pero como salvagurada colectiva frente al peligro, justamente, de lo gregario; si bien parecería intolerable tener que aceptar el raciocinio humano como, en realidad, complemento accesorio de otra fuerza principal.
Pero nuestra vivencia estética nos protege, finalmente, de esta forma de desamparo que es el raciocinio y en tanto pueda entenderse como factor distorsionador de la psique moderna.
La música, la literatura, los medios audiovisuales y de comunicación, junto con cierto régimen publicitario que funda lo contemporáneo, pueden entenderse como espacios de vivencia estética (a través de la imagen y la vivencia visceral no analítica de la percepción).
Si bien no resuelven el «problema» de lo racional como orfandad, son ellos mismos un mecanismo de regreso que, excepto como objeto de contemplación intelectual-académico, permanece en la perferia consciente de la cultura.
Es decir, del carácter sacro de nuestro vinculo individual con el grupo cultural (de donde procede el porqué original de todo yo individual y socializado) solo puede vivenciarse a través del cuerpo y su estar más apegado; aunque el poder hablar de ello solo ha sido posible a través, originalmente, de las religiones históricas y el pensamiento en general mitológico.
En tanto condicionado por, producto de, el contexto antropológico, el logos puede contemplarse -tentativamente- como propio más bien de la experiencia agrourbana, pero no de forma coincidente sino en tanto respuesta necesaria a dicho modus vivendi. Argumentamos, por lo tanto, que la experiencia nómada retiene la experiencia socio-homeostática física primaria (el locus) como dinámica más importante, mientras que la experiencia sedentaria, por distintas razones, no puede depender de forma tempoestrctural del locus y por causas estrcucturales tiene que desarrollar ellogos, puesto que todos los grupos humanos, tanto los nómadas como los que se arraigan más, se articulan a través de la cognición individual.
Papel del cerebro automático: Como en ambos marcos antropológicos el CA constituye el elemento regidor, la pérdida del entorno socio-homeostático nómada del desplazamiento colectivo mucho más constante, ha de compensarse de forma virtual y por medio de mayor desarrollo semiótico de los contextos sedentarios. De tal manera que el yo sedentario se convierte en una fuerza animadora del entorno socio-homeostático ahora postergado de alguna manera; conlleva el corolario del tiempo generacional de todo presente como sala de espera respecto de la siguiente (en cuanto la función de atrezo que supone toda generación del presente para la siguiente).
Papel de la memorísitica individual: El de ancla frente el carácter difuso del tiempo generacional debido a nuestra naturaleza cognitiva y al hecho de que la articulación de los grupos humanos culturales e identitarios se realiza a través de la psique individual. Pero sería esta singularidad intransferible de cada individuo que nos hace extrañamente únicos en nuestro desarrollo neurobiológico vital frente a cualquier otro ser humano, lo que parecería hacer posible y técnicamente viable que la especie humana hubiera sobrevivido por medio sobre todo de la calidad vacua -por tanto elástica, poderosamente maleable- de nuestra homeostasis y cognición mediatizadas neurológica y neuroquímicamente por, en realidad, el grupo propio de pertenencia.
Sentido que a la vida le da la muerte: Quíza justamente por eso tiene tanto valor, de forma revulsiva, la condición mortal nuestra. Es decir, dicha calidad individual única que le presta la propia trayectoria nuerovital a todo ser humano es, puede entenderse como, en realidad, una forma compleja de rentabilizar nuestra finitud (mientras el que seas importante en tu singularidad por otra razón que no sea lo estructural, eso depende como siempre del otro, es decir, de llegar a conectar de alguna manera con los demás, lo que se entiende también de una lógica evidente respecto de una especie que solo sobrevive por cuanto se hubiera articulado histórica y evolutivamente en grupos y a través de la comunicación social). Pero el que cada persona con la que por primera vez te topas sea un mundo desconocido, no deja de ser un punto vivificador de gran fascinanción para nosotros a futuro, que inyecta cierta bienvenida tensión en las cosas cotidianas y a medida que avanzamos por la vida en anticipación de uno u otro tipo experiencias por venir.
Imagen de Alberto Camus probablemente de los años 40 del siglo pasado
Explica de qué manera la idea del absurdo de Camus encaja en la paradoja de la experiencia neurobiológica humana que se sirve de la racionalidad en tanto pretexto para un ejercicio en realidad fisiológico-vital y hacia su propia tonificaciónen el tiempo de una generación asimismo propia.
Pudiera ser que resulta necesario en la vida del yo civilizado un elemento un tanto espartano, como una forma de disciplina existencial que sirviera quizá como apaño (al menos funcional) respecto una configuración base antropológica nuestra que no tiene resolución lógica. Y esto puesto que la lógica nuestra es de origen preconsciente (por cuanto brota de un locus en realidad colectivo), a partir de un sustrato fisiológico-sensorial que, para sostenerse en el tiempo colectivo, ha tenido que autoimponerse un orden sociorracional, es decir un logos siempre culturalmente determinado y del que se vale todo individuo perteneciente, en el decurso de su propia diacronía vital, electro-neuroquímica y memorística, para forjar su asimismo propia e intransferible personalidad singular.
Y así podemos atisbar indicios en nuestra propia experiencia, de vez en cuando y de manera frecuentemente tenue, a cerca de la racionalidad como pretexto a disposición simplemente de nuestra materia e ímpetu fisiológico-vitales, porque su verdadero origen antropológico-evolutivo pareciera ser eso mismo. La individualidad como tenacidad que esboza Camus, que es en realidad una voluntad de ciega resistencia a esta misma paradoja, pudiera ser, por tanto, la respuesta fisiológicamente certera, nada absurda, finalmente.
Remontando el sendero de la racionalidad humana, se pierde ésta en su origen, que es la neurofisiología nada más que individual que supone no otra cosa que la desolación desamparada de la singularidad física ante el mundo. Pero eso, claro está, no se puede saber en el sentido corriente de este concepto, sino que es una verdad ciertamente neurofisiológica y visceral que solo puede llegar a sintetizarse alguna vez como idea en el otro; la otra persona que es ella en sí la necesidad en realidad nuestra, de que seamos en el sentido social(o sea, en un sentido también tanto racional como moral): esto, creo recordar, es el otro pilar del pensamiento de Camus, que es algo así como el imperativo nuestro que son las vidas de los otros.
Pero a nuestra razón singular le desborda esta críptica facticidad colectiva como el complejo y no inmediatamente explicable origen de la misma; una complejidad que si bien la podemos contempolar como reflexión de cáracter intelectual, no la podemos vivenciar de forma directa.
Y deviene así en una suerte de ángulo muerto sin resolución ante el que solo cabe el empeño tenaz de proseguir con todo proyecto vital en curso, y sin que convenga -seguramente- que desistamos en permenacer, contra viento y marea como si dijéramos, afectivamente abiertos a nuestros congéneres (por alguna razón que las más de las veces solo intuimos como verdadera llave de nuestra propia integridad vital, o algo así).
La otra opción, que no necesariamente dicotómica sino quizás solo complementaria, sería la de apoyarse en una metafísica divina, como de hecho sería la solución que la antropología agrourbana ha ofrecido históricamente por defecto. Porque los grupos humanos solo se paparetan a través del logos y a partir de una nuerobiología probablemente sociohomeostática (más pre consciente que consciente), dando lugar a que la dinámica sedentaria nos fuerce a vivir dependientes de unas ideas -las que sean que tengan sentido colectivo-. Todo ello para seguir por el camino técnico pero no evidente del tiempo sedentario cuyo sentido último es, en realidad, su propia continuidad respecto de una sucesiva generación siempre por llegar (que sería equivalente a entender que lo más importante del ahora y de todo presente no es sino el futuro).
Afortunadamente, ante esta suerte de abismo de lo efímero, no estás solo: el cuerpo humano, dentro de todo los contextos sociohomeostáticos históricos univerales, siempre nos ha hecho gravitar hacia el otro aunque no hayamos sido conscientes sino quizá solo espiritualmente de ello. Y siempre lo has «sabido» aunque tú cultura probablemente no te lo ha explicitado nunca de manera directa (porque se trata ante todo de nuestra viviencia del tiempo colectivo y generacional y solo secundariamente de su contemplación).
Pero hay que tener cuidado en no dejarse llevar por la violencia desabrida, pues puede argumentarse que es el sentido de las cosas más visceralmente afin a nuestra propia experiencia corporal como dependientes soiciohomeostáticos. Y, vista así, la violencia sería la mecánica casi por defecto del equilibrio del sostenmiento sedentario, y ante la ausencia de otras propuestas culturales (y el vacío histórico que se disponen a llenar, precisamente, las religiones sedentarias de forma universal al menos sobre un plano en principio endogrupal).
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Es decir, las religiones sedentarias suponen la integración fisiológica de los individuos al crear entornos semiótico-rituales de los que nos valemos, al tiempo que abren y amplían el espacio metabólico que implica todo logos culturalmente determinado. Y es este último aspecto lo que diferencia los contextos sedentarios dependiente de la agricultura intensiva de la antropología no o menos espacialmente arraigada; y no porque la agricultura coincidiera en el tiempo con las religiones sedentarias, sino que como pragmática en el tiempo colectivo lo sedentario no sería posible sin el espacio auxiliar, más metabólico que físico, que supone la religión como formalización institucional.
Una relación de rentabilización entre la memorística1 humana, la vacuidad neurológica y el afecto como fascinación motivadora que subyace a la interacción humana no violenta (que por eso hace como de contrapeso frente al sentido de la violencia física desabrida entre grupos).
O sea, un paso más respecto de una misma rentabilzación de la vacuidad neurológica, esto de que debido al aspecto difuso o insustancial de nuestra cognición (que termina abruptamente en los sentidos corporales), nos rellenamos a través de la interacción social, lo que requiere que tengamos una memorística emotiva altamente desarrollada respecto a nuestro propio cuerpo y es aquello que nos fascina tanto de los demás; el mismo factor desconocido que está al fondo de todo ser humano con que nos topamos (con su singularidad precisamente memorística a partir de su propio trayectoria neuro-vital como cuerpo perteneciente), y que, es en realidad, la clave para descifrar el “secreto” propio que llevamos nosotros respecto de quiénes somos en realidad como personas, lo que solo se averigüa interactuando con los demás. Luego este factor desconocido que son los otros, ejerce asimismo un efecto titilante respecto el ánimo vital nuestro, como esa susurrada promesa de conocimiento nuevo que está en todo porvenir humano, es decir, social.
Porque, además, enlaza bien con el texto inmediatamente anterior en la serie, La titilante relación entre la consciencia humana en su vertiente esctructural y el «cerebro automático», en tanto que se trata de otro dispositivo más de tipo titilante2, como gran promesa/miedo que visceralmente supone para nosotros interactuar con otros seres humanos; interacción que podemos tanto codiciar como rehuir, o ambas cosas al mismo tiempo, pero que parece que, por lo general, agradecemos una vez que nos volvamos a la vida, por decirlo de alguna manera, en la renovada compañía de otros.
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1 Manejo el término como sustantivo en tanto que los sustantivos terminados en –a parecen admitir más fácil y freceuntemente esta transformación de adjetivo a sustantivo más o menos abstracto: en el caso por ejemplo de sistemático que puede utlizarse -ahora sí según la RAE- como sustantivo en femenino (una sistemática) con el sentido de ‘una taxonomía’.
2 Otros dispostivos de mismo tipo: el locus/logos; la paz/la guerra; el orden social/la violencia desatada (o sea, el “contrato social”); mecanismo de la tesis central de Ulrich Beck en La sociedad del riesgo.
1.Sentido y trascendencia técnicos: La continuidad en el tiempo de las sucesivas generaciones –y punto. Circunstancia críptica por antonomasia respecto de la cultura.
2. La utilidad estructural de la racionalidad individual: También una condición críptica que fundamenta la cultura: específicamente el hecho inasumible desde la óptica de nuestra racionalidad de que el grado empírico último de aquello que entendemos por real no sea tan importante como la utilidad tempo-estructural de la creencia en sí. De hecho, puede argumentarse que, respecto de la experiencia sedentaria, el logos ha devenido en fuerza titilante respecto la parte en realidad más importante de viabilidad sedentaria que es el locus sociohomeostático en conjunción con el cerebro automático (CA).
3. La opacidad que supone el fondo sociohomeostático subintencional de nuestro propio yo, que durante los siglos modernos ha servido para fundamentar la filosofía occidental y como el objeto último pero no evidente de su contemplación, nos aboca a cierta condición de orfandad existencial contra la que la cultura (incluyendo la filosofía, pero también antes que ella, la religion) se ha afanado con el mayor vigor en resistir rellenando el vacío con multiples metafísicas propuestas y de las cuáles, no obstante su carácter no empíricamente contrastado (o más bien gracias a ello en tanto postulaciones más allá de la contradicción), han resultado de gran utilidad humana, como puede ser la obra en general de Freud (además de las religiones históricas, claro está). Si bien esta soterrada pulsión que se manifiesta en muchos ámbitos y planos culturales por volver de alguna manera una suerte de jardin o matriz de nuestra propia reintegración -que se localiza o bien en el pasado o en su variante futuro como paraíso prometido-; o bien una propuesta ideológica de una futura integridad colectiva anunciada y hacia la que afanarse políticamente, pueden ahora concebirse como corolario más bien estrctural de nuestra propia naturaleza cognitiva y en su vertiente emergente y socio-homeostática.
4. Nuestra condición homeostática nos arroja a la imposición propia como la consecución de confort: Condición que remite a lo estructural-complejo que se establece entre las distintas partes; un proceso tempo-estructural que opera sobre un orden no material sino semiótico-afectivo del que se valen los individuos para su propia inserción socio-existencial. Pues solo así en nuestra autoimposición vital como poder, puede emerger el sujeto socializado. Pero claro, no se tiene por qué tener una idea intelectual claro de qué es lo que se está realmente haciendo y a favor realmente de quién, sino que vivenciamos primero el poder que nos faculta el marco antropológico, después puede surgir un examen más reflexivo y meditado respecto de una complejidad mayor de la que dependemos. O quizá no, pues tampoco tenemos por qué necesariamente ponderar nada, aunque le ha ido históricamente muy bien a la antropología sedentaria y agrourbana que exista esta tensión entre eso que el cerebro digamos automático nos ha abocado a habitar como contexto vital compartido, y la otra parte de nuestra cognición que más tarde puede pensar hasta cierto punto sobre ello (lo que de nuevo apoya un modelo titilante de comprensión del logos y el ámbito epistémico que fundamenta, frente al CA y el locus sociohomeostátio y límbico como piedra angular estructural del tiempo sedentario).
5. Gozamos de la vida emotivo-cognitiva más correlativa que razonada: De la que no implica tanto la focalización cognitiva cortical -o no con tanta intensidad (hasta volverse, precisamente, una forma de pesadez). Es decir, así se entiende el desarrollo histórico de los contextos colectivos que dan la impresión de haberse hecho “sin pensar” y como a lo loco, cuando la realidad es que la reflexión como razonamiento más sustancial -es decir, de carácter causal y menos correlativo- siempre va rezagado, aparece más tarde y se convierte en una fuente de estímulo que, en realidad, ayuda a reafirmar al Cerbero Automático en su papel estructural diríamos que regidor respecto del tiempo sedentario colectivo.
6. De nuevo todo se articula, a igual que en las antropologías nómadas, en torno al cuerpo: Si bien lo sedentario depende de lo instersubjetivo (lo sociorracional y semiótico) y que los seres humanos acaben proyectándose según las normas sociorracionales de su sociedad, pero con una focalización cognitiva normativa y minimizada, como siempre. Es decir, vuelve a dominar la experiencia corporal y no reflexiva a través del CA (cerebro/cuerpo automático) mientras que lo verdaderamente epistémico se convierte una fuerza en realidad animadora de lo sedentario y como cauce de imposción humana más metabólica -estética, conceptual y a través de la representación- que físicamente cruenta. Y la siguente inferencia: toda generación presente deviene en sala de espera respecto al avenimiento de la siguiente; un modelo antropológico diríamos geriátrico como forma oculta del tiempo sedentario y frente al cual es necesario no resignarse ni tener -lo más seguro- conocimienento pleno de ello, aunque, evidentemente, el nivel primario socio-homeostático en que transcurre nuestra vivencia del tiempo no suele dejarnos ni tiempo ni acceso a este tipo de estado contemplativo (como ventaja, precisamente, que nos obsequia la opacidad inherente a nuestra vivencia del yo, esta vez a favor nuestro).
7. Los ritos que aún nos sustentan: Porque como aquí vamos esbozando, es el cuerpo automático (que no cerebro) que consituye el eje real del tiempo sedentario; y esta opacidad al centro de nuestra mecánica cognitiva solo se hace sostenible para los grupos humanos a través del sentido corporal-visceral de las cosas. Mientras que la otrora arma evolutiva por excelencia que es el raciocinio (el logos) adquiere dentro de los contextos agrourbanos una función en realidad complementaria y vivificadora, frente a la piedra angular del tiempo sedentario que es -ha sido siempre- el cuerpo y ese locus socio-homeostático culturalmente particular del que en cada caso el cuerpo individual depende.
8. También conocido como modelo caer-en-el-espejo1: Pues esta tajante separación, por circunstancias tempo-estrcturales y debido al carácter bipartita de nuestra experiencia cognitiva, hace que importe mucho más a partir de un criterioagregado y tempoestrctural el atrezo semiótico-cultural que nos acompaña y del que nos valemos como sujetos homeostáticos, que la vivencia misma de nuestro experiencia corporal y el cómo realmente nos encontramos anímicamente. Y puesto que lo que sientes y el ánimo que como por debajo y en la periferia de tu experiencia consciente te pueda pesar no tiene fácil ni acaso posible explicación intersubjetiva (de forma que la entiendan los otros), puede que más valga no perturbar al resto y que ejercites tus dotes de deferencia para con los demás renunciando tú a intentar incidir demasiado en el cómo ven ellos su propio mundo. O quizá logres algún equilibrio particular en este sentido y con lo tuyos, no digo que no, pero tiene toda la pinta de ser algo inexorable a un nivel antropológico y como marco agregado cultural.
1 De un verso del poema Central Parkde Octavio Paz
9. Solo como sujetos aceptamos nuestra condición estructural de objetos: Pero este hecho tampoco nos lo pueden poner demasiado a la vista, o no al menos como algo definitivo, pues de tener que contemplarse racionalmente y como algo a tener en cuenta, surgiría rauda la repuesta de nuestra propia y violenta imposición en sentido contrario (lo que reafirma, finalmente, la validez de la afirmación orginal, claro está). De hecho, toda viabilidad sedentaria, al menos respecto algunos de los fundamentos de su propio orden temporal, depende de que los sujetos homeostáticos vivencien el hecho de su esencial conformidad funcional con lo normativo y consabido a través del autoperecibido poder de su propia reafirmación existencial (pero nunca porque se me obligue o porque me lo digas tú). En este sentido, el mecanismo crisitiano de la comunión basado en la interpelación moral del sujeto quién ha de dar el paso por él o ella misma hacia la ingesta (en apariencia de forma agentiva, cómo no), en realidad, facilita el paso existencial más profundo (a la vez que profundamente desagradable) de nuestra propia encarnación, a su debido momento, en alimento a disposición de los demás y al de la siguiente generación –siguiendo ni más ni menos que el mismo modelo que es Cristo. Y esto acorde con el simple hecho de nuestra condición mortal y escatológica, si uno se lo piensa detendidamente. Aunque en eso, justamente, estaría la clave, en no pensárselo demasiado.
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Respecto a un sustrato aún más profundo:
El críptico vínculo con la violencia como motor de nuestra propia elevación psíquica, ética o «benevolización».
Homo Demens: La estrategia evolutiva de la alimentación sensoria-moral y corporalmente relevante en sí y de por sí, más allá de cualquier otra consideración o medida (una tendenica de la especie hacia la desmesura sensorio-emotiva) y puesto que se convierte en cualesquiera circunstancias en fuerza de gran potenencia de imposición al mismo tiempo que fecunda argamasa frente a la que revulsivamente puede ir definiéndose la cultura según los límites que la ella misma logra autoimponerse. Reflexión que sigue el hilo argumental de Edgar Morin en El paradigma perdido, que puede resumirse en la idea de que Homo sapiens es sapiens porque es demens. Porque la racionalidad como espacio intersubjetivo se hace revulsivamente y en respuesta a el azoramiento de los individuos y frente a las contingencias, de tal manera que puede entenderse la hibris, la desmesura, la locura, además de todo infortunio propio y ajeno y la violencia en general, como alimento para nuevas reconstituciones del ser (frente al estar); nuevas reconstituciones que al mismo tiempo son permanentes y puesto que la cognición humana en tanto de carácter emergente -esto es, que va necesariamente de lo límbico a lo cortical- no tiene más opción que aferrarse estrucuturalmente al estímulo en sí.
Pues sí, con la parte no verbal del cristianismo -especialmente católico- que busca epatar el meollo moral del sujeto a través la vivencia visceral de la agonía corporal de la Pasión, quedamos repetidamente encarados con el secreto peor guardado de la viabilidad sedentaria que es nuestro “sagrado” vinculo con la violencia; sagrado sobre todo porque no se explica racionalmente, esto de que la vida perdura en la violencia de su misma imposición vital, al mismo tiempo que se precipita por el abismo potencial de la destrucción de nuestros propios compañeros sociohomeostáticos (o sea, violencia “vital” como plenitud de vida al mismo tiempo que de extinción total y definitiva).
Pero con el cristianismo, estamos obligados constantamente a recorrer este mismo continuo entre vida y aniquilación a través del “ejercicio” de abrazar nuevamente al cuerpo. Y no porque te lo expliquen sino a través de una obligada renovación de nuestra condolencia que el sino corporal-moral ajeno, con eso que le pasa al otro que surte en el mismo momento nuestra propia renovación moral en el presenciarlo. Porque eso, como no hay mayor horror posible (la conversión del otro en objeto de la violencia, las más de las veces de parte de terceros, que es el críptico abismo sobre el que se erige la cultura en tanto que supone al mismo tiempo, y como proporcionalmente, nuestra propia anulación como sujetos psíquicos individuales), no puede haber tampoco mayor explicación definitiva que volver terapéuticamente a vivenciarlo, como experiencia que jamás perderá su efecto catártico debido a nuestra idiosincrasia cognitiva y su origen, en realidad, sociohomeostática.
Y así, habiendo el cuerpo vuelto a someterse a la visceral vivencia de su propio sentido estructural (que, como ven, elude en mayor medida nuestra comprensión intelectual y del que es harto difícil, además, escribir), quedamos aliviados de alguna manera de buscar otra fuente de seriedad moral, pues ya partimos de lo más profundo del cuerpo humano en su vertiente en realidad antropológica. Es decir, quedamos ligeros de equipaje, como dijera el poeta, y casi desnudos ante la vida y su punto de horrenda ambivalencia sobre el que se articula todo, y hasta nuestra misma cognición; y nos encontramos ahora y por un tiempo, tendentes mucho más en nuestra percepción a la alegría, pues ya hemos pasado visceralmente por lo peor y hasta cuando toque la siguiente sesión para un nuevo chute revulsivo, como si dijéramos, de ingravidez (allende el espectaculo de una agonía corporal sucesiva que, en cualquier caso, no faltará respecto de cualquier perspectiva humana futura).
Pero, ¿es imprescindible creer en dios para que puedas sentirte bajo el poder y el orden sagrados de tus sentidos y tu propia corporeidad frente a los tuyos? La respuesta, evidentemente, es que no. Y apuesto que ésa es, precisamente, una razón muy importante respecto la importancia histórica del cristianismo en relación con las antropologías agrourbanas de todas las latitudes donde se hubiera arraigado como dispositivo cultural.
El sostenimiento sedentario a partir del sujeto homeostático-cognitivo imerso en el brete de sobrellevar su propia disonancia emotiva y memorística frente a los suyos, obliga a una deriva evolutiva humanizadora que intentamos sustanciar por medio de los siguientes puntos argumentales que postulamos inherentes a la antropología agraria:
-Precisa de la moralización/benevolizacion del espacio endogrupal.
-Tiende a intrumentalizar el afecto, el con-dolencia y la belleza en tanto que fuerzas metabólicas que rivalizan con, se contraponen a, la agresión y violencia físicas.
-Precisa de un despegue semiótico para poder ampliar espacios de vivificación sensoriometabólica que no tienen por qué trascender al plano corporal de forma indmediata.
-Proceso general de transformar la agresión y la violencia física en espacios miméticos incruentos.
-Tiende como sistema a extirpar la violencia física cruenta de entre los cuerpos pertencientes, para proyectarla de forma exogrupal en los cuerpos culturales ajenos.
-Proporciona recreando espacios más metabólicos que corporales de violencia como imposición humana incruenta (sobre un horizonte epistémico, ideológico, cientifico-técnico, etc.)
-Debido a la importancia estrctural del cerebro automático, la violencia física y bélica, al hacerse cada vez más remota respecto al menos el espacio endogrupal, adquiere un poder sugestivo de gran intensidad como contraste al orden metabólico sedentario cotidiano, un día sí y otro también. Y como espectro temido a la vez que adorado en cierta manera visceral y pre-consciente (por su poder metabólico y vivificador que tiene sobre nuestro oraganismo sociohomeostático), nos arropamos en la excitación de su temido regreso, como razón y causa no explícitas (pero visceralmente reales, sin duda) por la que nos aferramos a toda costa al orden consabido y sus imperativos morales colectivos.
-Tiende la antropología agraria a una recreación menos cruenta de la violencia como una forma de control de la misma, en tanto que el vínculo que con ella muestra nuestra cognición sociohomeostática pareciera precisar de cierto alimento catártico como reafirmación del sujeto moral y socializado, o al menos parece que los contextos sedentarios y urbanos solo así han podido sostenerse históricamente en el tiempo.
-Por último, la memorística individual que articula la personalidad a través del vínculo con el cuerpo propio, introduce la imprevisiblidad y algo a descurbir respecto de la interacción en general humana, lo que puede entenderse como fuerza de contrapeso respecto de la vacuidad neurológica sobre la que se erige el edificio mayor cognitivo-antropológico del tiempo sedentario: parecería que quedamos encandilados por la perspectiva (algo que tanto atrae como aspavienta) del concocimiento del otro y en tanto un visceralmente comprendido remedio al nihilismo – a la nada- que por razones, en realidad técnicas y operativas, podemos sentir en algún momento que nos envuelve como los seres difusos que, desde una óptica nuerocientifica en verdad somos. ______________________
(13dic25) La relación entre los hombres y las mujeres puede entenderse como, en realidad, el vinculo que nos une culturalmente con la violencia física desabrida, pues mientras las lógicas culturales efectivas (endogrupales) se alejan de la de la violencia bélica quedamos, sin embargo, encandiladas como sociedades por el regreso del sentido inherente a la violencia, como gran temor a anticipar y hasta solemnizar de forma cultural. Como sentido disponible, entonces, se puede entender el sometimiento masculino -en cualquiera de sus formas o grados-, lo que la cultura en su conjunto puede acabar explotando oportunísticamente pues siempre está históricamente ahí y debido a las diferencias físicas y fisiológicas entre los sexos. Y es eso lo que convertiría el femenismo organizado quizás en un necesidad en realidad permanente respecto a la antropología sedentaria, y no un fenómeno decisorio definitivo.