Nuestra aversión a la historia en «El mito del eterno retorno» (algunas esquemas)

Obra publicada originalmente en el año 1949

I

Si somos homeostáticos, entonces somos hedonistas.

Sí hedonistas, entonces nuestro ímpetu vital base sería la consecución del confort.

Si nos impele o espolea la consecución de confort, avengámosnos a reconocer que vivimos en la violencia de nuestra propia imposición vital.

Si eso es cierto, se establece una equivalencia entre confort y el poder de conseguirlo.

Y así, el poder deviene en una forma de confort en sí mismo.

Si todo esto es cierto, la conciencia y raciocinio humanos pueden concebirse como dispositivo que contrarresta nuestra violencia base como autoimposición vital;

Pues no de otra manera hubiera podido hacerse compatible nuestra voluntad homeostática a la vida como imposición vital individual, con la continuidad en el tiempo del grupo antropológico.

II

Pero si nos amparamos en el estar con los nuestros, el ser consciente de nuestra propia individualidad también nos arroja a una condición de orfandad respecto a un cobijo corporal anterior.

Por eso sentimos cierta aversión al ser frente al más límbico estar.

Por eso el salir de nuestro modo cognitivo correlativo a tener que entender causalmente las cosas a través de una focalización cortical prolongada, nos suele abrumar.

Además de nuestro modo cognitivo por defecto correlativo, nos aferramos tambien por las mismas razones a la ritualización (una forma de conocimiento que no precisa de la reflexión focalizada).

Porque al recontituirse el ser (a partir de un estar socio-homeostático anterior), se nos arroja de nuevo a la orfandad del pensamiento analítico; una orfandad de la que la filosofía contemporánea, por ejemplo, aun no ha sabido regresar.

III

Debido a ello, los contextos antropológicos agrourbanos dependen de la experiencia estética. Porque el regreso no es, finalmente, posible en tanto que el sentido técnico evolutivo del ser era (aún lo es), precisamente, hacer frente al estar.

Una función del ser que pudiéramos entender como maniobra de suprema autonomía individual pero como salvagurada colectiva frente al peligro, justamente, de lo gregario; si bien parecería intolerable tener que aceptar el raciocinio humano como, en realidad, complemento accesorio de otra fuerza principal.

Pero nuestra vivencia estética nos protege, finalmente, de esta forma de desamparo que es el raciocinio y en tanto pueda entenderse como factor distorsionador de la psique moderna.

La música, la literatura, los medios audiovisuales y de comunicación, junto con cierto régimen publicitario que funda lo contemporáneo, pueden entenderse como espacios de vivencia estética (a través de la imagen y la vivencia visceral no analítica de la percepción).

Si bien no resuelven el «problema» de lo racional como orfandad, son ellos mismos un mecanismo de regreso que, excepto como objeto de contemplación intelectual-académico, permanece en la perferia consciente de la cultura.

Es decir, del carácter sacro de nuestro vinculo individual con el grupo cultural (de donde procede el porqué original de todo yo individual y socializado) solo puede vivenciarse a través del cuerpo y su estar más apegado; aunque el poder hablar de ello solo ha sido posible a través, originalmente, de las religiones históricas y el pensamiento en general mitológico.

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La titilante relación entre la consciencia humana en su vertiente estructural y el «cerebro automático»

Imagen probablemente publicitaria de una conocida marca de gafas de sol

Emerge la conciencia humana para empujarnos hacia nuevas imposiciones vitales, en princpio correctivas de alguna manera, siendo la focalización más cortical del yo autobiográfico y reflexivo, una fuerza auxiliar que solo se activa cuando los renglones intermedios de la escalera de la consciencia (más propios del “cerebro automático”) quedan desbordados.

-Luego la percepción de una cierta insaciable manía de progresión y avance como espíritu del tiempo sedentario se debe, en realidad, a nuestra condición cognoscente que supone la necesidad del alimento sensorio que aboca a nuevas imposiciones vitales en la consecución de nuevos estados de confort psico-vital y homeostático, como ciclo incesante sociobiológico humano, en realidad, colectivo.

-Para eso paracería que deja asimismo entrever que la focalización superior no es, en realidad tan importante para la cotidianeidad funcional colectiva, si bien sirve para nuevas imposiciones sobre planos epistémicos, como también la participación en dilemas y pugnas intelectual-morales, historigráficas o ideológicas, etc. que el tiempo sedentario no tiene más opción que poner a disposición de los sujetos homeostáticos.

-Pero, en realidad, los espacios epistémicos que son claves para los contextos sedentarios importan en tanto espacios que dan salida a la violencia cognitiva humana, y no porque importe per se el razonamiento humano. Es decir, se llegó a una situación histórico de desarrollo que tuvo que dar salida esa capacidad de violencia (en su vertiente cognitiva) como imposición humana producto, en realidad, de una evolución socio-biológica anterior.

-Aunque también es cierto que esta creación de espacios miméticos y la recreación más simbólica y subliminal de la agresión como espacios de descarga fisiológica (lo típico de toda antropología urbana universal, vamos) forma parte de un desarrollo cultural asimismo ciego en tanto opaco a su mismo propósito; una estabilidad como permanente frenesí dictada, simplemente, por nuestra idiosincrasia cognitiva que históricamente llevó de forma inexorable a un engrandecimiento ético del tiempo humano.

-Pero que, a igual que el dios postulado (el único que hay, de hecho) este ser cultural y éticamente engrandecido propio del logos, no tiene por qué haberse dado y, aun hoy en día, resulta que mantiene solamente una relación de complemento respecto una mecánica socio-homeostática subcortical subyacente más estructuralmente importante.

-La pragmática de la viabilidad sedentaria como reproducción sociohomeostática, sin embargo, está condenada a no solucionar nunca definitivamente el aspecto opaco o crítipico que ocupa su centro funcional real, pues el cererbro automático tiene clara supremacía estructural sobre la focalización racional, y esto es de dificil aprehensión para nosotros, si bien lo podemos contemplar sin duda de forma intelectual y asismismo asumirlo como circunstancia y factor a tener en cuenta.

-Obliga tentativamente, por último, a la consideración de un modelo conceptual titilizante de la antropolgía sedentaria en el tiempo; modelo que entiende el entramado automático de lo estructural (lo grueso agregado del conjunto energético bajo dominio sub y menos consciente) como necesitado y dependiente de contingencias de gran fuerza metabólica y nueroquímica, siguiendo la pauta ya inherente a nosotros como seres vivos cuya homeostasis está neurológicamente mediatizada, pero que, respecto de la experiencia sedentaria, supone servirse de la razón misma como fuente de creación de nuevos estímulos y dilemas; para que haya más fuentes de drama y fascinación, más y menos moralmente relevantes de las que alimentarnos, interpretándolas y definiéndonos en nuestra reacción a ellas de una u otra manera, y enriquiciéndonos, qué duda cabe, a través de nuestra participación en ellas. Pero no porque su contenido intelectual importe exactamente, sino porque el sostenimiento de la inmovilidad sedentaria pide que nos vivifiquemos lo queramos o no, porque nos lo pide el cuerpo, en realidad, antropológico.

-En fin, puede decirse que esa sería la prebenda más gloriosa de la experiencia civilizatoria como opción colectiva frente a una nueva recaída en la violencia física desabrida; esa violencia que la antropología agraria consolidada se reserva típicamente para los cuerpos culturalmente ajenos y exogrupales al constituir otra relación titilante más (aparte de la que vincula el cerebro automático con el logos). Es decir, la que entrelaza lo sedentario con la violencia bélica como, sobre todo, espectro potencial y amenazador cuya temida vuelta da vida a la la política, estímula nuestras finanzas colectivas y nos vertebra como seres morales para visceralmente hacernos saber que, después de todo, hay algo que perder si dejemos al final que todo se desmadre.

Que si no ¿de qué otra manera suportaríamos la paz, un día sí otro también?

Pues ya ves, los grupos humanos nunca han podido mantenerse con solo la banalidad por argamasa. Es decir, la profundidad moral, intelectual y ética, en general, puede entenderse como requisito alguna vez estructural de contrapeso frente, en ultima instancia, a la vacuidad neurológica, de la misma manera que la afectividad hace de contrapeso a la agresión o que nuestra extraña signularidad psíquica basada en la memorística humana lo hace también frente al nihilismo de los sentidos humanos, más allá de los cuales no hay ni ha habido nunca nada, salvo lo que hubiéramos postulado nosotros mismos.

(Qué se le va a hacer)

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Una mecánica cognitiva como eje estructural de la antropología sedentaria y la importancia del tú

Portada discográfica del año 1969

Cuando bajo el asedio de lo real y encontrándonos otra vez unidos de repente al cuerpo propio en riesgo claro y craso, como que volvemos a nacer a la vida y al mayor goce que parecería que conocerse pueda, esto es, el integrarse de nuevo la mente con el cuerpo, el esto que soy en mis pensamientos volitivos con esto que es mi cuerpo.

De tal forma que se esfumina, momentáneamente, el peso mismo de la consciencia y la diferencia base entre si estoy o si soy. En momentos en general de gran vivificación sensoriometabólica en los que se dirime la integridad tanto física o bien moral del sujeto psíquico; en el punto más intenso de la vivencia estética e incluso entablando una conversación distendida con otra persona -o respecto de cualquier otra forma de ocupación intensa de mi propia fisiología- me libero, de alguna manera, del peso del yo socializado y vuelvo (siempre fugazmente) al no-ser de mi propio estar corporal.

(¡Pero respecto de los entornos sedentarios, nuestra forma de experimentar la moralidad, la belleza y el mismo yo puede concebirse como experiencia estética!)

O, dicho de otra manera, prescindo del ser retornado al estar, si bien solo de forma pasajera, pues como evolutivamente (y en mi propia cognición) dependo del grupo cultural -el mío en el que he nacido o bien en otro al que por circunstancias de la vida me haya incorporado posteriormente-, no es posible ninguna renuncia definitiva al ser ni a nuestro yo más reflexivo (¡siendo como es el dispositivo evolutivo por excelencia de la supervivencia de los grupos humanos!1).

Pues a este momento de gran vivificación, tan efímera como regular en su permanente reaparición (de carácter sin duda dopaminérgico o neuroquímico) y que parecería ser, en realidad, el eje de mi propia cognición entre una parte subcortical frente a otra jerarquía superior, consciente y cortical, me noto irremediablemente vinculado a través de mi visceral afición y como intenso gozo que me absorbe y que veo, respecto a los demás, que les sucede otro tanto.

Y es que nos gusta, sin duda, ser nosotros mismos en cada repetición de este momento eje y de transición que involucra raudo la memorística neuro-emotiva de cada uno de toda una trayectoria vital (eso que somos en cuerpo y alma neurológico desde el primer recuerdo hasta del día de hoy), y en la perenne pulsión nuestra hacia la consecución de confort que supone, en última instancia, alguna forma de imposicón sobre nuestro entorno. Poder nuestro de imposición vital sobre todo, en el descernir, en el interpretar y atribuirle un sentido a ese entorno, pues de ello depende, en realidad, la continuidad intersubjetiva del grupo al que pertenencemos (y que es, además, la razón de ser de nuestra propia cognición como individuos).

Extrapolando al plano histórico: esta misma facticidad hedonista porque homeostática que subyace a todo lo humano en todo tiempo y lugar antropológico, no puede dejar de condicionar el decurso de la historia de la civilización. En primero lugar, porque dicha bipartición como eje y continuo cognitivo, no puede definitivamente superarse nunca: jamás puede el estar subcortical reflexionar sobre su propia existencia sin pasar a mediarse nuevamente por el ser (si bien, justo en los momentos de nuestra mayor zozobra, euforia o aflicción emotivas, parecería que se aproximan de alguna manera el uno al otro).

Es decir, el estar neural, después sociohomeostático y que luego deviene en el ser culturalmente racional e individual de cada cual, no puede salirse de los límites de la homeostasis biológica (ni de la individual y ni de su otra vertiente socio-biológica). De ahí el caracter emergente y escalado de la consciencia humana en su atadura inexorable (necesariamente por siempre) a un cuerpo vivo que se vincula, al menos de forma fisiológico-semiótica, como integrante con un colectivo alguna vez antropológico.

En segundo lugar: es este callejón sin salida de la cognición como mécanica sociohomeostática nuestra que, a partir de la antropología agraria, ha dado alas a la creación de la cultura tal y como la conocemos (es decir, la sedentaria). Porque en la euforia de ser nosotros mismos, en la manera aquí esbozada, se necesita una fuente incesante de estímulos frente a los que hemos de reaccionar y definirnos una y otra vez (de forma, de hecho, incesante a lo largo de toda vida individual).

Estímulos de los que después se vale nuestra propia homeostasis emotiva y memorísitica para implusarnos a nuevas imposiciones vitales, tanto físicas, socioafectivas como también simbólicas, empero sin que quitemos ojo nunca (probablmente de forma más inconsciente que razonada) de las consecuencias por nostros anticipadas respecto a nuestras propias acciones y conducta frente a los otros, es decir, a los nuestros, quienes, como nebuloso tribunal imaginario, dominan nuestra psique a través de cierta jurisdicción homeostática, subcortical y emotiva (es decir, no del todo consciente para nosotros) que parecería que les compete.

Pues la sal de la vida es en verdad la tarea sisifósica de sobrellevar nuestra propia disonancia homeostático-emotiva más íntima, frente a los cuaces ya consabidos que despliega toda cultura por medio de su normatividad ontológica y sociorracional, pero internalizada por cada uno de nosotros como individuos: entender el paso del estar al ser como escalera sociohomeostática que va por grados de lo subcortical hacia la la personalidad propia, sería una manera de concebir la digamos fontanería neural y homeostático-memorística que subyace a los grupos humanos.

Ahora bien, es dificil, acaso imposible, para nosotros aprehender el hecho de que nuestra propia voz interna de conciencia pertenece y se debe revulsivamente más bien a ellos, al grupo cultural que son los nuestros y frente a los cuales nos hemos forjado, a lo largo de la vida, nuestro yo en primer lugar neurológico o neural, depués racional y socializado. Pues como un a veces incomprehensible bozal que de alguna manera sentimos que nos sujeta puede conebirse el ser; que percibimos a veces como estorbo tanto como fuente, en otros momentos, de gran seguridad existencial.

Pero, si el sostenimiento de lo sedentario depende de este mecanismo identitario emergente que pone al centro de su propia estabilidad tempo-estructural la disonancia individual, para que nos dispongamos nuevamente a nuestra propia imposición vital, la posibilidad de la violencia en su distintas formas (la física pero también una brutalidad en general vivenciada por todos) es evidente y que debe embridarse por el bien, en primer lugar, del colectivo, pues no es viable -ni siquiera concebible-, la experiencia antropológica sedentaria si campa a sus anchas la violencia más desaforada.

Porque el propósito de la emergencia cognitiva -su lógica tempo-estructural- es el de disponer al individuo, a través de su propia homeostasis emotiva, a nuevas imposiciones vitales; pulsiones apenas inmediatamente comprendidas por el individuo que, además, no deben incurrir en un anticpado riesgo moral para el individuo (lo que aboca a su vez a una mayor tensión homeostática); de tal manera que puede entenderse el tiempo antropológico en su carácter incoativo, perennemente obligado a hacerse en vez de simplemente estar, lo que añade al decurso del tiempo sedentario un aspecto de ciega e inexplicable progresión, en tanto que, trantándose de, en realidad, un ambito subcortical y propio más bien del cerebro automático (factor clave en la eficiencia energética de los grupos humanos), quedamos como culturas y sociedades a espaldas de la posibilidad misma de aprehender lo que continúa siendo un proceso y una realidad colectivos, crípticamente ubicados al centro del tiempo cultural (proceso y realidad cuya pragmática y aplicación colectivas han de seguir funcionando de esta manera opaca debido a la naturaleza de nuestra cognición, si bien admite desde luego la contemplación intelectual).

La cultura, como argumentamos en el conjunto de estos textos, es el producto de este impasse todavía original, pues con la creacion de espacios miméticos2 ampliados gracias al despegue de nuevos ámbitos semióticos (el lenguaje escrito, sistemas numéricos, nuevos instrumentos simbólicos como el dinero, etc.) se está inaugarando asismismo nuevos espacios de imposición individual, en el que es posible compatibilizar la violencia inherente a la cognición humana (en su pulsión ciega por efectivamente emeger) con una necesaria planicidad sedentaria cuyo reloj regidor es, en realidad, el tiempo vegital en el decurso cíclico de una siembra a otra cosecha sucesiva, que es también el tiempo de la digestión y el engorde de los animales.

Pero como nuestra conciencia está abocada por mandato biológico y socio-homeostático a emerger, queda inexorablemente marcado por ello el entramado energético de la antropología sedentaria. Y gracias al desarrollo histórico de espacios miméticos metabólicos incruentos, podemos seguir imponiéndonos según dicho mandato y su imperiosa emergencia (pues del yo racional y socializado depende, como argumentamos, la continuidad en el tiempo del grupo), empero derivando la violencia más cruenta hacia ámbitos metabólicos que incluyen la vivificiación moral, el dolor y la con-dolencia frente a las aflicciones ajenas, la experiencia estética -entendida en su extensión más amplia-, además de todas las posibilidades ritualistas a través de marcos religiosos y político-económicos, junto con los nuevos horizontes epistémicos por donde acabamos auxliándonos de alguna manera en forma del progreso cultural que es, en realidad, una respuesta estructural frente al problema que supone la antropología sedentaria.

(Porque, evidentmente, la experiencia nómada, aunque se articula como grupo humano antropológico de esta misma manera a través de la cognición individual, tiene a su disposción más o menos permanente el desplazamiento físico, lo que sugiere que el desarrollo simbólico intensificado propio de lo sedentario se da como respuesta compensatoria respecto a una limitación física nueva surgida históricamente).

Y para que podamos seguir aguantando lo que evidentemente se convierte como quien no quiera la cosa en una forma de orden que solo remotamente se relaciona, por lo general, con las penalidades más traumáticas de la existencia física original y aun potencial, acabamos asumiendo una posición insidiosamente reverencial respecto de la violencia bélica, pues lo que como sociedades sedentarias particulares hemos logrado extirpar cada parte de entre su propia experiencia colectiva (porque el dolor y la zozobra que causa la violencia entre los nuestros tiene su baremo de tolerancia bastante bajo) parecería que la necesistamos subliminar de alguna manera, ubicando la violencia en su forma más directa en el otro culturalmente ajeno. Y así, siempre acechante, la guerra como posibilidad nos infunde una gran tensión que solo se nos hace llevadero volcándonos nuevamente en nuestros quehaceres coditianos, para empeñarnos en proseguir en lo nuestro con renovado vigor sabiendo -de forma más visceral que razonada- que, efectivamente, hay algo que perder si se desmadran de verdad las cosas3

Si bien pudiera parecer esta situacion un tanto roma o abtusa desde el rigor del analisis analítico, reflexionando sobre su vertiente estuctural, no cabe sino abrazarla como una “solución” histórica de gran importancia respecto de la evoloución de la cultura, pues parecería que como arranca a partir del problema, en realidad, de nuestra condición cognoscente. Y apunta, por tanto, a la idea de que la antropología sedentaria no tiene más remedio que descorporizarse en el sentido de sostenerse mayormente sobre espacios más metabólicos-semióticos que físicos: puede decirse, quizás, que desde siempre la antropología urbana remite a la experiencia corporal más que incurrir en la vivencia real de la misma (esto de la cultura como simulacro baudrillardano que se comprende ahora como necesidad, en realidad, técnica que no solo en tanto crítica cultural del capitalismo).

¿Es entnonces el ser humano una hueca maquina nueral sometida a las contengencias con las que se topa y cuya respuesta es en clave, en realidad, colectiva pese a que apenas podemos aprehender esta veritiente multiple de nuestra propia cognición individual? En tanto dispostivo evolutivo pudiera precisamente acertar esta parcial descripción, pues como bien puede afirmarse respecto del conocimiento actual de las nuerociencias, la base de la congición y conciencia humanas como entramado socio-homeostática es, justamente, la vacuidad neurológica, pues más allá de la sensorialidad individual, no hay ni nunca ha habido nada (salvo lo que los seres humanos hubieran postulado, según uno u otro logos cultural históricamente determinado, ellos mismos).

Sugerimos nosotros, entonces, que es la memorística individual humana la fuerza de contrapeso estructural que, como quilla, centra de alguna manera el tiempo antropológico al convertir nuestro desarrollo memorístico individual a lo largo de nuestra niñez y juventud, en una experiencia extrañamente única si se la contrasta con el funcionamiento tempo-estrctural de la antropología. Si bien la lógica parecería clara, pues no hay mayor fuerza de imposicón vital que el cuerpo singular que brega por su propia preservación: de hecho, los grupos humanos, a través de nuestro yo socializado y moral, se apropian de alguna manera de este ímpetu (violencia) vital inherente a nuestra experiencia corporal singular, mas no buscan suprimirlo en ningún caso.

Y este aspecto verdaderamente excepcional de cada cual, en cuanto a la ideosincrasia que es todo cuerpo singular en el decurso de su propio ontogenia vital, resulta ser un vector de una necesaria anomia que refuerza y hace aun más resistente toda identidad cultural colectiva.

Y así, la resiliencia de los grupos se fundamenta en la autonomía de los individuos porque es eso que alimenta y hace posible una necesaria homogenización, esa combinación que aboca, en última instancia, en la conversión de un locus socio-homeostático colectivo en el logos cognitivo individual.

Pues por eso, en este sentido estructural, eres tan importante.

De tal manera que, lo más firme que hay sobre el horizonte vital de todos nosotros es, sigue siendo, el otro; es decir, la alteridad que son los demás y en su calidad precisamente enigmática, esa joya esturctural sobre la que se atricula el engranje del tiempo antropológico que es la personalidad del otro y del que, como posiblidad que tanto anhelamos como tambien rehuimos -pues somos ambivalentes por naturaleza-, depende el hecho de que nostoros también tengamos la nuestra propia.

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1Desarrolla [en otro momento] un argumento sucinto para apoyar la afirmación de que la consciencia individual en su forma más autobiográfica y reflexiva es el dispostivo evolutivo más importante de la supervivencia de la especie.

2 Término utlizado con la acepción que emplea Norberto Elias para el mismo término, respecto de espacios de una violencia metabólica tendente a reducir, controlar o subliminar la violencia directamente corporal; espacios que la cultura sedentaria, en la visión de dicho autor, está obligada a facultar y poner a disposición de las personas.

3 Tesis central resumida de La sociedad del riesgo (1986), de Ulrich Beck.

Ejercicios suprahomeostáticos y el juego de la ironía dramática (nivel avanzado)

Película del año 1962

De tener que concebir tú mundo como regido suprahomeostáticamente por otros (aunque solo fuera a modo de ejercicio teórico), no te quedaría otra que considerar que todo lo que ves que configura la estabilidad colectiva (los adelantos tecnológicos, los miedos colectivos específicos respecto de todo presente histórico; toda la índole de posibles aspiraciones personales que pueda la gente cultivar respecto también el mismo presente, y hasta aquello en que pasan la mayor parte de su tiempo metabólico -activo y también de ocio-, etc.) existen de forma ya prevista por dicha entidad supra-homeostática rectora. El porqué esto es así se debe a la forma en que está configurada nuestra cognición y por cómo dicha configuración determina y estructura el tiempo sedentario.

Resumiendo: La naturaleza emergente de la cognición que se basa, a su vez, en la vacuidad neurológica obliga a entender el tiempo humano como dividido entre un estar sociohomeostático y subcortical y el ser sociorracional, cognitivamente focalizado: como es la propia percepción -la vivificación sensorimetabólica- la que alimenta de alguna manera esta estructura «generativa» o incoativa (para reconsitituir el mismo ser), no cabe sino entender todo futuro estar por medio de un ser ya previsto anteriormente.

Es decir, si postulamos un control efectivamente homeostática que a modo de ejercicio hipotético ejerciéramos nosotros mismos, utilizaríamos cualquier momento presente (el estar) para llegar al siguiente ser según uno u otro punto de nuestro propio criterio agentivo y estratégico. O sea, que como el ser es, en realidad y pese a las apariencias, un dispositivo evolutivo para arribar a un nuevo estar socio-homeostática (es decir, para asegurar en el tiempo simplemente el estar colectivo), no quedaría otra que saber a dónde nos dirigimos como agente rector y respecto la antropología terráquea como objeto de nuestra dirigencia.

(He aquí la pregunta de fondo pero que dejo a la curiosidad del individuo y su propias inferencias; vamos, que no te lo voy a decir yo)

Pero lo que es seguro es que, de entrar en una relación de este tipo con la antropología terráquea como sistema humano en el tiempo, sería necesario concebir el tiempo futuro en términos de energía total disponible; energía que, aunque se supone abundante, no sería en ningún caso ilimitada, máxime si fuera preciso enfrentar contingencias críticas (respecto, por ejemplo, una infección bacteriológica sistémica que de forma permanente restara energía al proceso metabólico humano global, un día sí y otro también). El tiempo en sí se vuelve, pues, una proyección en realidad energética de parte nuestra (es decir, nosotros como hipotético rector de todo esto y siguiendo con el jueguecito aquí propuesto). Y, por supuesto, no sería posible eludir el tema de una necesaria eficiencia técnica respecto una tasa global de consumo metabólico; una eficiciencia que necesariamente se basaría (probablamente, digo yo) en el contexto electromagnético terrestre en su conjunto y el criterior formado, a partir de ahí, respecto de cómo utilizar dicha energía durante las decadas venideras, respecto de qué escala demográfica a mantener, en qué estado (variable en algún grado) de bienestar y en cuanto a cómo ocupar -en términos amplios- el tiempo biológico humano según qué modo de definición antroplógica (eficiencia que se vuelve aun más crucial si se complica la cosa por el hecho de que, en términos energeticos, se tratase de un contexto decreciente).

Tema del grado posible de esa agencia pues que no es lo mismo una agencia absoluta que solo la económico-política típicamente concebida al uso conspiranoico. Es decir, solo tiene sentido esta reflexión en el caso de imaginarse una rección esturctural verderamente supra-homeostática; es decir absoluta en tanto que implica -como su mismo nombre parece sugerir- un cierto control molecular-celular (es decir respecto de una extensión técnica que abarcaría mucho más que solo el mercado, sino la biosefera terráquea en sí y, por ende, todo lo que exista y todo proceso que se desarrolle en ella). Y cae por su propio peso, por otra parte, que de haber alcanzado históricamente una tecnología de esta envergadura, ¿qué sentido hubiera tenido hacerla de concocimiento público?

De tal manera que en el caso de siquiera la más mínima sospecha que pudieras tener en este sentido, respecto de una posible fuerza dirigente que opere sobre tu mundo según cualquier chorrada conspiranoica al uso que te haya llamada la atención en las redes -pero también respecto quizá tus propias inferencias a partir del evidente sinsentido del mundo desde, especialmente, el año 2001-, recuerda que no sería viable siquiera en tanto fantasía de ciencia ni política ficción, sin postular tu propio contexto generacional como producto de una agencia planificadora y rectora anterior; y eso quienquiera que fueras y hasta los mismísimos Bill Gates, Zuckerburg o Elyon Musk (que por la relevancia estructural de estos individuos, por ejemplo, y frente a billones de usuarios económico-antropológicos a lo largo de estas ultimas décadas y repartidos en grandes grupos demográficos geolocalizados, mucho más).

¡Un poco de deferencia por lo complejo, amiguetes!

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Indagaciones sobre la necesidad estructural de lo divino y la violencia absoluta (cromática)

Portada discográfica del año 1994

Será pues la violencia de esta primera aún subyacente coacción con la que todos nosotros acarreamos, como bisagra profunda y pilar de nuestra personalidad propia, la que nos hace gozar, momentánea y como subcorticalmente, con el espectáculo de la resistencia del sujeto homeostático frente a los suyos. Así, cada vez que este espectáculo como imagen nos lo brinda nuestro propio entorno de pertenencia antropológica -enriquecido lo más seguro a través de las neuronas espejo- que es la violencia como tabú más siniestro pero electrizante que podamos conocer, aunque solo sea un instante de lo más dopaminérgicamente intenso (que se desvanece también al instante y ante la realidad de nuestra propia capacidad de razonar y refrenarnos). Y así sería que se reinicia, por decirlo así, nuestro yo moral y sociorracional con cada nueva zozobra que nos causa el espectáculo de la violencia presenciada (en todos sus manifestaciones y respecto todas sus vertientes, tanto de la víctima/objeto como de la de los victimarios). Porque, al parecer, de ello dependen nuestros cuerpos antropológicos y subcorticales, siendo la vida misma desde la perspectiva de nuestra continuidad en el tiempo de nuestra propia pertenencia antropológica, las peripecias corporal-morales de los otros, de los nuestros.

Pero probablemente sea el fondo de la cuestión aquí, en el texto de Benjamín1, el sentido que para el sujeto socio-homeostático tiene la violencia y con el que el Derecho digamos entra en lucha, pero al que al final no puede vencer sin recurrir a un plano divino postulado. Con lo que supone que, de nuevo, estamos hablando, en realidad, de la imposibilidad de tratar nuestra propia complejidad de forma racional puesto que nos debemos como seres sociorracionales a nuestra propia violencia (contradicción de la que surge, dicho sea de paso, la ética, que es la buena noticia a este respecto).

Es decir, en cierto sentido la ética también se basa en una necesaria ceguera respecto la complejidad real de la que estamos hablando; con lo que implícito en la ética es tambien ocultar en alguna medida las cosas por mor de la operatividad de todo, pero particularmente el Derecho. Pues que la moralidad puede entenderse como propia de, en realidad, el locus de toda pertenecia socio-homeostática (ese plano que habitamos como cuerpos sintientes y pre-conscientes a los que la antropología sedentaria obliga a que se relacionen unos con otros), pero que, en cuanto pasemos al logos, la moral toma la forma propia de la ética ahora como reflexión más propia del cortex que de la visceralidad subcortical.

(Y así se diría -o me parece a mí- que va primero el locus antes que el logos, pues precisamente este es una especie de re-configuración o re-ligación de aquél, solo que abre al individuo perteneciente nuevos espacios para su propio ejercicio de imposición vital ahora incruenta, es decir, de caracter simbólico y más fisiológico, electro y neuroquímico que directamente corporal)

La ambivalencia de la violencia es pues el primer punto de necesaria comprensión: la violencia como imposición humana que da vida tanto como la puede quitar; es tanto una forma de curación como de veneno (el Pharmakon); y puede tambien transubstanciarse en vivencias más sensorio-metabólicas (electro y neuroquímicas) que fisicamente cruentas. Pero como fuente omnipresente de sentido alternativo potencial respecto de toda estabilidad antropológica ya consabida, constituye un verdadero socio nuestro en la sombra o entre bastidores, con el que estamos obligados a tratar de una u otra manera lo queramos o no.

Resumiendo: la gran contradicción del Derecho es que la violencia que lo respalda no es absoluta sino solo legitimadora frente siempre a cualquier otra fuente de violencia humana (también de carácter solamente legitimador) con la que puede rivalizar. Y la antropología sedentaria histórica, por lo tanto, no ha tenido más remedio que recurrir al plano absoluto -al menos como metafísica- de lo divino como fundamento último de nuestra propia coherencia como sociedades. O eso siempre que nos refrenemos de cuestionar la importancia en este sentido técnico-estructural de algun tipo de fe (ya que, como aquí vemos, la racionalidad humana no alcanza en última instancia).

Si bien las religiones (cualquiera de ellas que históricamente hubieran surgido en auxilio de toda antropología agraria) crean espacios culturales que pueden entenderse -paradójicamente- como más racionales en tanto que imponen lógicas no sujetas a contradicción que permiten depués un desarrollo intelectual-conceptual. De hecho, se puede hablar de una cierta seguridad epistémica que, en términos históricos (insisto, respecto de cualquier experiencia cultural dependiente de la agricultura), que sería el mayor prebenda de las divinidades antropomorfas, esa maravilla universal respecto de la calidad humana -´humanizada´- de lo humano que es el logos y en cualquiera de sus formas históricas culturalmente determinadas.

Violencias walterbenajminianas:


La violencia fundadora se refiere, en realidad, al sentido geométrico de imposición sobre el espacio material-corporal; sentido que debemos entender como innato a nosotros mismos como mamíferos y por nuestra condición corpórea: la violencia impone, para todos aquellos que se encuentran socio-homeostáticamente presentes, respecto de cualquier locus antropológico de pertenencia un orden evidente e inmediatamente comprensible para todos; sentido que debe de ser en buena medida subcortical o que no precisa aún de ninguna reflexión cognitiva superior.

La violencia conservadora, sin embargo, socava la fundadora al defenderse de otras violencias hostiles. Corrompe, entonces y hasta cierto punto, la idea de justicia (pero justicia sin poder coercitivo corporal real, tampoco tiene sentido). El Estado y su perogativa coercitva (único actor sistémico legitimado para el uso de la fuerza) queda respaldado por el Derecho; pero el uso de la violencia por parte del Estado pone en tela de juicio, de alguna manera, su misma legitimidad como actor violento al incurrir en la incoherencia propia de toda violencia no absoluta, la de que su legitimidad, se disfrace como se disfrace, es siempre en última instancia solo fáctica.

La violencia arbitraria tiene el problema de que, en realidad, nunca es abitraria sino que es siempre fuente de un nuevo sentido potencial, aun cuando no se justifique ni pueda arrogarse legitimidad alguna; porque si al final logra imponerse, ya será fácticamente su propia legitimación en su misma imposición. También la violencia nunca es arbitraria porque al ojo humano (es decir, respecto de todo individuo corporal que solo cognitiva y metabólicamente se ampara en la pertenencia homeostática respecto de los suyos), queda por sistema absorbido por el espectáculo moral más relevante que pueda darse, ese que es la violencia contemplada entre unos y otros; la que es ejericida por unos sobre otros; o tambien una violencia que se empeñan otros en resistir. Y es que en rigor, la biología socio-homeostática nuestra, al parecer, hace que jamás pueda decirse que sea totalmente abritraria nunca la violencia entre seres humanos (en la que participamos o la que simplemente presenciamos). De ahí su extrema peligrosidad, además, como fuerza de disrupción social y colectiva.

La violencia divina
Es una forma de violencia absoluta puesto que funciona por encima del plano corporal y no tiene por qué actuar como espectáculo ya que sirve sobre todo para razonar (en eso está su verdadera fuerza). Se requiere que se postule y que adquiera normatividad socio-cultural. Pero su efectivadad última -o al menos como históricamente se ha conocido- radica precisamente en el hecho de que no es real y por tanto abarca el plano físico de manera absoluta (pero como una metafísica, claro).


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1 Para una crítica de la violencia (“Zur Kritik der Gewalt”) del año 1921

La seguridad epistémica: a partir de un plano divino se garantiza una mayor benevolencia respecto del tiempo sedentario porque está libre de la inconsistencia que sí que limita la racionalidad socio-homeostática de primer plano: su legitimidad reside no en sus fines sino en su misma existencia (el “soy lo que soy” veterotestamentario, pero entendido constructivamente y, ahora, sin sorna). Es decir, ningún poder humano puede imponerse sin tener que legitimarse (a no ser que sea fácticamente capaz en este sentido): esta es la clave respecto la diferencia entre la violencia del Derecho y la violencia divina. Y puesto que los asertos que se amparan en lo divino no pueden contradecirse, se crea un marco de orden que se presta a la conducción, ahora sí racional, por parte de los sujetos culturales; marco que no puede facilmente alterarse ni socavarse (puesto que los preceptos base que no pueden refutrase de ninguna manera se convierten en una forma de estabilidad).


La violencia divina, para imponerse, ha de ser absoluta de la manera en que, efectivamente, lo puede ser toda metafísica si cuenta con el resplado normativo. Pero ninguna monarquía absoluta histórica (ni ningún otro régimen político conocido) ha manejado una violencia absoluta más allá de la metafísica: la única comparable es la que permiten realizar las armas atómicas, si bien la dificultad de controlar este tipo poder lo sitúa en otra categoría, pues solo ha podido existir realmente como ecosistema de poder basado en la destrucción mútua. Y, total, como tampoco puede usarse así como así el armamento atómico, puede decirse que se convirtió de forma como enrevesada en una metafísica, en realidad y sobre todo, como imagen.


Necesidad por parte de la antropología urbana no solo del Derecho sino de la justicia entendida como dispensada por una divinidad (todopoderosa), ya que no sería suficiente solo con el Derecho debido a su vínculo real con la violencia solo legitimadora. Por eso la importancia de un dios de forma humana (por nuestra concepción del poder a través de la anatomía humana) al mismo tiempo que incorpóreo, pues es crucial que no sea físicamente real puesto que su función es superar el plano corporal que no puede rebasar, precisamente, el Derecho.

Y la violencia de las antropologías sedentarias mesopotámicas históricas precisarían de esta manera de una violencia divina (a través de un ente cósmico y todopoderoso postulado, pero a imagen y semejanza del poder corporal que es como entendemos la violencia): es decir, de modo inverso a la violencia real, la todopoderosa nivela y permite una suerte de racionalización que arraigue y permanezca culturalmente abocando a un cierta regulación de la violencia entre las partes; con lo que se establece, respecto de la violencia divina una correspondente justicia tambien divina (frente a la de los hombres) que, al menos de forma aspiracional, brinda el apoyo de una mayor racionalidad (por cuanto coherente, pese a su carácter metafísico) que coloca sobre el horizonte cultural al menos la posibilidad como esperanza de una benevolencia superior frente a las digamos miserias humanas inherentes a todo orden socio-político (incluyendo el problem ya comentado inherente a los sistemas judiciales).

Una mayor benevolencia del plano divino porque es más prístinamente racional: es decir, no esconde su violencia sino que la ejerce como su mismo existir, su misma presencia. De hecho, también así funciona la bomba atómica como base de un ecosistema de estabilidad política; y a igual que el plano divino, la guerra fría era de alguna manera más racional debido a que se ubicaba abiertamente en la destrucción mútua y planetaria total—o al menos como imagen e idea.

Puesto que la racionalidad de la que nos valemos como grupos humanos tiene tal vínculo que la violencia como imposición, de existir una violencia absoluta que estuviera mundialmente operativa en estos momentos (o incluso desde hace unos 6 o 7 décadas) y como sistema de gestión efectiva de nuestra condición planetaria, no sería nada extraño que no se conociera de forma pública, puesto que, como aquí hemos visto, la violencia tiende a fundar contextos de sentido finalmente racionales, pero que no es racional en sí misma; fundados, quiero decir, a parte de una necesaria ventaja tecnólógica que, evidenemente, sería preciso, en su caso, para cualquier fática imposición terráquea universal (o sea, no la meramente metafísica).

Es decir, es y ha sido históricamente necesario beneficiarnos como sociedades sedenetarias de nuestra especial relación con la violencia como imposición humana, mas no vivir en ninguna contemplación específica ni demasiado explícita respecto a ella; ya que nuestra cognición, al parecer, se entiende mejor como un mecanismo elíptico, que produce sentido sociorracional pero en realidad solo de forma un tanto transitorio por cuanto performativo (respecto, en realidad, del problema del integridad del colectivo antropológico), para después disolverse en un nuevo estar (para, a su vez, preparar un ser sucesivo).

Cosas de nuestra cognición concebida a partir de, simplemente, las neurociencias actuales…

Puede incluso proponerse la ética humana, tal y como la conocemos, como también producto de dicha condición o calidad elíptica de nuestra cognición que, precisamente porque nos distanciamos en el ser de toda visceralidad corporal-subcortical del estar, resulta necesario importar, como si dijéramos, la ética como concepto que solo remotamente se relaciona que su huella emotiva original (que se queda digamos en el estar). Y, sin embargo, y por continuar este ejercicio solo hipotético, de poder hablar de una rección ya absoluta del espacio socio-homeostático terráqueo en sí, se abriría un nuevo espacio ético tambien suprahomeostática, respecto de una entidad rectora agentiva que operaría sobre un objeto-sistema humano antropológico (como fundamento técnico y sentido último del mismo y en tanto gestor del tiempo colectivo).

Y para quienes les pueda interesar y a los que les pueda servir como apoyo existencial (para eso que siempre han servido las posiciones metafísicas fortalecidas frente a lo real), se ofrece lo que sería, en efecto, una nueva seguridad epistémica ante esta intolerable irracioanalidad técnica -y programada- del mundo actual.

O sea, hay un sentido si uno se empeña en buscarlo. Pero a diferencia de las violencias absolutas divinas al uso histórico, esta es absolutamente real…

(Tú mismo/misma)

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Más ejercicios musolinianos:“Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”…

Novela del año 1961

Debido a la naturaleza incoativa de la cognición nuestra (también se puede decir emergente), el orden racional como fundamento cultural de la mismísima estabilidad socio-homeostática ha de alimentarse del sustento base que es la anomia y la calidad no discernible inicial de las cosas que percibimos: es decir, nuestra atávica relación con la violencia como imposición vital y personal está en el fondo mismo de nuestra forma de relacionarnos con lo real; y es que, como individuos, también precisamos de contextos en los que hemos de imponer, como sea, un sentido respecto de las cosas y los eventos que se producen ante nosotros: se diría que el cuerpo, de alguna manera, nos obliga a ello como el sentido funcional y performativo de lo racional y en su trayectoria permanente del estar hacia el amparo, en realidad colectivo, que supone el ser (y que de hecho se refleja, respecto del idioma español, de manera clara en la oposicion entre estos dos verbos que se refieren a diferentes vertientes de la viviencia humana, la homeostática y electro-nueroquimica individual, por una parte, frente a la consolidacion semiótico-identitaria que es el ser).

Pero, de la misma manera que podemos entender que el ser se alimenta en realidad del estar, decir que no existe nada fuera del estado es cegarse a la verdadera complejidad del tiempo humano y su carácter socio-homeostático. Y es también entender que, al extirpar toda anomia interna (que era de hecho el modus operandi histórico tanto de Musolini como de Hilter, como también lo fue del militarismo japonés de la misma época) se pasa a entrar en una relación de dependencia en la violencia exogrupal, con todo el riesgo colectivo que esto supuso históricamente (y cuyas consecuencias siguen imperando, si bien de forma no públicamente explícita, sobre la antropología sedentaria universal hasta hoy en día).

Y así como las sociedades históricas esclavistas (la Grecia antigua, Roma o también la Europa del XVIII hasta cierto punto) que vaciaron de todo valor social el trabajo manual, los fascismos históricos se hacen en realidad subalternas respecto de la violencia corporal, belicista y necesariamente exogrupal. Como contraste, decimos que las democracias liberales -desde sus orígenes pero sobre todo a partir de la finalización de la SGM-, se hacen estrcturalmente dependientes de la anomia incruenta que son las opiniones personales y en su vertiente colectiva como grupos sociales o partidos políticos movilizados. De manera que podemos hablar de un avance estructural que de esta manera pasa de la violencia belicista exogrupal a vincularse de manera homeopática con una violencia tanto moral como de carácter mucho más epistémico (basada en ultima instancia en ideas y el perspectivismo a lo que se le invita al individuo a poscionarse de una u otra manera).

Y si bien la violencia bélica no desparece del todo, sí que se hace (se hizo históricamente) mucho más remota respecto de formas ahora metabólicas de la vivencia de la imposción humana, a través de contextos morales-epistémicos puestos a disposición de los individuos y gracias, también, a un flujo constante de, sobre todo y para la inmensa mayoría demográfica, imágenes corporalmente (o sea, moralmente) relevantes de brutalidad, sufrimiento y zozobra de nuestros prójimos, pero cuyo realidad corporal, a partir de solo unos pocas personas, pudo -puede aún- virtualizarse de forma demográficamente masiva.

Con lo que rogamos, ahora encarecidamente, a que se reconozca la inanidad fascista como pensamiento tempo-estructural que rehúye la complejidad misma, lo que no quita que unos cuantos impulsivos puedan seguir diviritiéndose con su parafernalia de imágenes, y eso siempre que no pase de ahí, claro está, si bien puede -debe- amenazar con ello de forma permanente y al mayor gusto vivificador nuestro, sin duda, como habitantes de lo inmóvil sedentario: pues que la tensión misma de las amenazas solo anticipadas es, tambien desde siempre, recurso vivificador de lo sedenatario.

Debemos asimismo entender -también se ruega aquí que entendamos- la importancia de las imágenes en tanto que crean espacios en los que, por su carácter incorpóreo pero moralmente relevante en un sentido socio-homeostático, caben todos los cuerpos reales de una manera u otra, y respecto de cualquier posición ideológico-epistémica que finalmente adoptemos (que, en realidad, son normalmente solo unas pocas opciones reales pero que vivimos sin duda como nuestra mismísma libertad existencial).

Pero la utilidad de esta forma de vivificiación metabólica a través de la disonancia homeostática individual frente a la sociedad y sus subgrupos (o sea, el motor mismo de la moralidad); la elaboración de contornos epistémicos-conceptuales que sirven precisamente como andamio del perspectivismo individiudal en pugna unos con otros; y el efecto mismo de las imágenes como flujo contante de estímulo socio-homoestático para las personas, todo eso que forma la piedra angular de la posibilidad de lo urbano, depende, en el fondo, de la comunicacion interpersonal dentro de entornos que excluyen, esencialmente, tanto la amenaza de una violencia física desabrida como también la degradación excesiva (en cualquiera de sus vertientes, tanto clascista, sexista, racial o político-económica) del ser humano.

Pero las sociedades esclavistas, junto con los fascismos históricos, acaban siendo sociedades ahuecadas precisamente en este sentido y en cuanto a la calidad de las relaciones interpersonales en su propio seno.1 Y es eso lo que impele a dichas sociedades a sostenerse a través de los cuerpos culturalmente ajenos como objetos, y como solución de lo que es, en realidad, el problema de su propia vacuidad interna. O sea, una situación patológica sin duda que supone en sus mismos fundamentos la puesta en marcha de un dispostivo de naturaleza como mímimo homicida (pero claramente genocida en su culminacion última, una y otra vez, y como atestigua siquiera la más somera revisión de la historia humana).

La experiencia neocolonial europea del siglo XIX y XX tambien puede entenderse de esta misma forma, incorporando parcialmente dicho modus operandi esclavista en el hecho de denigrar en general el objeto humano culturalmente ajeno de conquista (es decir, respecto de un mismo huecamiento del otro, pero de forma solamente exo grupal -exo cultural-). Por ello este tema puede abordarse como fenómeno inherente a la experiencia sedentaria en general por cuanto precisa sostenerse en el tiempo a través la creación de espacios miméticos e incruentos respecto del ambito endogrupal, pero con mayor margen de violencia real respecto de poblaciones culturalmente ajenos: es decir, a la violencia como imposición vital humana hay que darle salido de una manera u otra, si bien dentro de entornos sedentarios esto exclue rebasar ciertos niveles de zozobra y dolor presenciados por medio de la creacion de vías miméticas de vivificicaión más sensoriometabólica, electro y neuroquímica que directamente corporales; aunque, lamentablemte, nuestra capacidad inherente de sentir dolor por el sufrimiento ajeno suele reducirse, incialmente, respecto de los cuerpos culturalmente ajenos.

A modo de conclusión, volvamos al campo especificamcente militar para traer a colación el caso histórico del Pentágono norteamericano: Y pedimos tambien que se constate (por mucho que nos pudiera contrariar) su mayor sofisticación histórica en este sentido que, de forma posiblmenente ilegal (si pudieramos escrutinar el tema en mayor detalle, digo, cosa que no va a poder ser, lo más seguro), se valió, a partir de al menos el año 60 de las imágenes de la cultura popular (en el cine, la televisión y seguramente también a través de la literatura) para promover una cierta agenda «semiótica» que incluía un uso sutil del humor y, hasta cierto punto, una «cariñosa» rediculización de algunos aspectos del ejército, lo que al final invita, de maner mucho más certera, a una posición individual favorable respecto de las instituciones militares (aunque debemos aquí recordar que la propoganda, vertida internamente contra la propia población civil, es algo que creo que está -o hubiera estado alguna vez- tipificado en algun codigo penal o constucional norteámericano).

Es decir, se trataría de una forma de captura (finalmente exitosa) de la misma anomia vital que tanto aborecía -por lo visto- Il Duce, para alimentar de alguna manera unas coordinadas más o menos ideológicas determinadas; una sutil dirigencia de la emotividad y pulsiones indiviudales de las que se han articulado desde siempre los grupos humanos y de las que tambien se alimenta la antropología sedentaria frente al problema de una fisiología socio-homeostática originalmente nómada.

Y, más allá del humor, el dilema de nuestro vínculo que la violencia belicista se pudo vivenciar de alguna manera a través de una exploración moral en la cultura popular de las instituciones castrenses, lo que a partir de la guerra con Korea y la experiencia norteamericana en Vietnam alcanzó un gran nivel estético en algunas series de televisión y mutlitud de películas de guerra (particularmente aquellas que cuestionasen, dentro de ciertos límites, los mismos fundamentos castrenses).

Y, mientras tanto, siguió a todo vapor -como proceso de fondo constante y no siempre advertido- el progreso socio-fisiológico de los grandes agregados demográficos occidentales cada vez más consumistas….

Esto respecto de un imaginario y entorno semiótico sobre todo estadounidense, puesto que la vertiente político-ecómica y militar-tecnológica de EEUU puede decrise que siguió comportándose como sociedad esclavista y ahuecada al precisar siempre de un enemigo externo por medio del cual poder justificarse -se diría existencialmente y en toda su furia vital- lo que llevó a Hispanoamérica, por ejemplo y como objeto imperial norteamericano (entre otros) a pagar un posiblemente lamentable precio en cuanto a su propio desarrollo histórico socio-económico…

Pero aun así llegó a Buenos Aires, por ejemplo, junto, es de suponer, a la mayoría de las capitales hispanoamericanas el mismo -o parecido- catálogo de películas holywoodienses a lo largo de los años 60 y en adelante. De manera que el susodicho soft power norteamericano no era solo de consumo histórico exclusivamente interno (y con perdón por esta última perogrullada).

Evidentmente, el Pentágon se dio cuenta que esto también le venía bien como estrategia de facilitación popular, si bien en el decurso del tiempo esta actitud parece que se modificó a partir de los 80 y a través de los años 90, punto a partir del cual se pasó a entrar en nueva fase de simplificación socio-metabólica.

Qué se le va hacer pues que el tiempo, amigos, corre en nuestra contra.

He ahí la trampa.

(Y hasta hoy)

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1 Pero ¿son más metabólicamente eficientes estas sociedadas ahuecadas, frente a contextos sociales de mayor interconexión comunicativa entre las personas? Eso muy bien puede ser. Y también mejor puede ser no preguntarse nada al respecto ni mucho menos disponerse a contestar la pregunta (pues eso).

Sobre el concepto de «credo científico» y el marco naranja

Portada discográfica originalmente del año 1971

¿Qué pasa con esa “radical desmitificación de lo vivo” en que incurriera Nietzsche según Sanfranski1? ¿Por qué es tan peligrosa la desmitificación? Pues porque es a través de la mitificación que se produce la fase o estrato más importante de la integración fisioantropológica del individuo: lo mítico sirve para la consecución del confort del arraigo existencial mismo, pues al sujeto epistémico se le proporciona una vía de regreso del ser al confort del estar (lo que, por tanto, no puede ser de naturaleza racional o razonada pues eso solo se da en el ser, esto es, después y a partir de, el estar).

Así el confort visceral del saber mítico radica precisamente en su aspecto no analítico: crea algo así como un marco existencial que si bien se puede analizar, su poder efectivo como impronta sobre nosotros es lo que primeramente nos envuelve en el manto protector de sentido se diría corporal y que solo posteriormente podemos desmenuzar como concepto. Con lo que lo mítico se podría también entender como contrapartida equilibradora respecto el horizonte epistémico que la experiencia sedentaria no tiene más remedio que desarrollar.

O sería también decir que lo mítico, en este contexto secundario del ser sedentario y epistémico, entra a formar parte de otra titilante relación más, ahora como vía de regreso del ser al estar socio-homeostático más preconsciente y subcortical. Y así, sería entender el locus, que se sirve evolutivamente del logos para parapetarse frente a lo exogrupal, como la parte jerárquicamente superior que nos insta después y como los desplazados lógicos y racionales que somos en tanto sujetos sociorracionales, a volver al manto protector corporal original que son -desde la urgencia visceral de nuestros cuerpos– los nuestros, es decir, nuestros compañeros homeostáticos orginales e identitarios en donde naciera alguna vez evolutivamente el primer porqué de la necesidad de nuestra propia identidad sociorracional, respecto de un idioma y un sentir culturalmente particular.

Surge el ser (en el sentido que yo lo estoy empleando frente al estar) históricamente para ubicar la homeostasis singular de todo individuo al centro mismo del grupo cultural. Ésta sería la función performativa de lo racional que, aunque se basa en unas dicotomías sensorio-corporales (universales, en principio), solo toma una forma culturalmente específica; es decir, análogamente con el lenguaje, por ejemplo, la misma racionalidad humana también habría que entenderse como artefacto cultural que está de esta misma manera dependiente de una experiencia cultural específica.

Pero el ser supone asimismo una forma de expulsión del cuerpo -transitorio, eso sí- respecto del estar subcortical: el ser es una alienación respecto del cuerpo que sirve como traje sociorracional y electro-neurofisiológico cuyo propósito es amparar el mismo estar; pero dicha alienación protector que es el ser solo lo puede posibilitar un grupo.

El ser -o sea lo racional y la reflexión subjetiva en sí- se inicia en la misma expulsión física que transitoriamente supone el “volverse en sí” y focalizar toda vivencia reflexiva del yo: pues que cuando soy ya no puedo estar en el mismo punto en el tiempo, sino que solo vendrá un nuevo estar allende este momento preciso de mi reflexión. Es decir, el ser debe entenderse como una estrategia evolutiva que somos hoy en día capaces de formular a través de la idea del cerebro automático, aunque la neurología actual no se atreve aún a una contemplación pública de las consecucencias antropológicas y estructurales de su propia visión científica estándar actual sobre este tema.

El ser es, pues, una forma de desmitificación que precisa de lo mítico para volver digamos al cobijo de la integración con el estar (y con la propia complejidad tempo-estructural que fundamenta nuestra propia vivencia contingente del yo). Una desmitificación “radical” del yo sería, por tanto, el seguir adelante intentando negar este hecho de la existencia de lo complejo a partir, precisamente, de la naturaleza bipartita de nuestra cognición y lo que este hecho significa para el tiempo sedentario.

[Correcto ]

-Hombre, que esto reafirma el modelo “Divino” de rección suprahomeostática como si fuese un credo.

[Correcto. Porque su modo operativo lo es, si bien el sujeto puede acarrear perfectamente con el meta conocimiento de este mecanismo (pues eso no obsta a que siga de hecho funcionado como un credo en tanto no se puede ni confirmar ni invalidar, pese a su realidad)]

-O sea, en tanto que el ser, que procede de un estar anterior y que está asimismo inexorablmente obligado a disolverse en el siguiente estar, no puede salirse realmente de este bucle, sería de una lógica cristalina que se encargase del tiempo intergeneracional una entidad que no estuviera sometido de esta manera.

[Correcto: porque al poder distanciarse de todo tipo de relevancia socio-homeostática -esto quiere decir respecto de la consecuencias de los actos propios que ya no se registran públicamente como tales de ninguna manera-, el plano moral (y también ética) en que opera dicha entidad se eleva por encima del espacio socio-homeostático terrícola (es decir, por encima del bien y del mal que, no obstante, siguen desde luego en vigor para los demás); porque en esto radica (pese a toda la asombrosa capacidad técnica que habrá de suponerse) la importancia política del asunto: en que el poder real es fácticamente asumido en su ejercicio más allá de todo tipo de competidor que, en esto caso, no es siquiera concebible.

Es decir, sería (es) una forma de poder inédito en la historia humana en tanto que su rección técnica no admite siquiera voloración, ni mucho menos rivalidad de ninguna clase ni en ningún momento. Por eso el término «rección» probablmente sea el más acertado, irrespecto de lo que unos u otros, ni tu ni yo, opinen ni opinemos. Pues niguna forma humana de gobierno histórico ha podido pasar de esta manera de una administración del poder a un verdadero ejercicio de responsibilidad técnica respecto de la especie y su tiempo (salvo a través de las narrativas mitológicos-relgiososas que aquí, en este asunto, no tienen niguna relevancia en un sentido suprahomeostática; pues tratamos del asunto de un dispostivo “de credo”, pero no de ninguna metafísica espiritual)]

-Pero ¿qué pasa con la libertad humana? ¿Sigo siendo libre o no?

[Te planteo el siguiente ejemplo hipotético: si te fuera otorgada solo una forma de poder sobre otras personas ¿qué elegirías, el poder de leer la mente de otro o el control sobre su misma homeostasis biológica como organismo? En términos estrictamente de dominio, con poder dirigir la homeostasis de los seres humanos no haría falta leer sus pensamientos puesto que el poder incidir sobre su emotividad y neuroquímica significa la capacidad de modelar sus mismos pensamientos antes de que estos aparezcan en la mente consciente del individuo. Y así contesto a tu pregunta: ¿cómo sabrías que no fueran en verdad tuyos tus propios pensamientos? ¿Qué manera habría de entender que no fueran tuyas tus propias emociones, puesto que proceden de tu mismo organismo? Es decir, sigues siendo libre en tu propia vivencia del yo. Y si entiendes la racionalidad siguiendo los planteamientos de la neurociencia actual, ya sabes que tu cerebro automático va -ha ido siempre- a unos pasos por delante de tu mente consciente; o sea, como «logos» nunca has tenido la libertad que siempre hemos dado por sentado sino que la base de la cognición humana, y anclaje a su vez del tiempo antropológico en sí, es, en realidad, el «locus» sociohomeostático de toda pertenencia cultural de donde surge la necesidad primaria de que seamos individuos: pero el que el «logos» sea un complemento evolutivo (harto importante, eso sí) de la experiencia corporal sociohomeostática y no la pieza superior jerárquica de nuestra cognición, no ha tenido nunca como idea la respetabilidad que merece.]

-Pero, ¿qué ocurre ahora que sé -o que me es lícito sospechar, según dices tú- que mis propios pensamientos pueden no ser siempre míos sino que, en realidad, pueden surgir en mí a partir no solo de mi vivencia corporal de la realidad sino a partir de la manipulación de terceros, quienes según tú son otros seres humanos (y, como no tengo forma independiente de comprobarlo, tendré que creerte); con lo que mi emotividad y estado digamos neuroquímico -o sea, eso que me fundamenta como persona después racional y mis posteriores actos respecto a los demás- surgen dentro de mí en función, en realidad, de otros designios en principio ajenos a mí y según un contexto interpersonal mayor que abarca múltiples consciencias humanas?

[Pero ¿cuál es el problema que tienes con eso, pues sigues estando libre en la vivencia de tú propio yo racional, que ahora, además, se ha hecho más conceptualmente complejo pues no debes ignorar lo que ahora se te pone sobre digamos el tapete ya manifiesto de las cosas, que la eminencia de propia experiencia consciente individual es, en realidad, un especie de apéndice de una experiencia multipersonal y sociohomeostática que pone en relación múltiples seres humanos quienes, sin embargo, se vinculan con esta realidad agregada solo a través de la necesaria fragmentación psíquica inherente al logos y a toda personalidad individual. Es decir, solo saliéndote de tu propia óptica racional y memorísitca como persona, podrías acceder al sentido tempoesctructural de tu propia antropología; pero mientras esto no sea posible, solo nos queda como usuarios métodos de aproximación indirecta como las estadísticas o los algoritmos y las IA a que fundamentan, por ejemplo (a parte, además, de los muchos milenios humanos de esfuerzos podríamos decir místicos, en todas las tradiciones y latitudes culturales, por llegar de lo singular a algún tipo de unicidad divina o superior).

Sin embargo, yo pienso que el problema conceptual que tienes -que tenemos todos- puede ser el cómo valoramos la vida, pues la cultura humana universalmente obliga a priorizar la sociorracionalidad de la que dependen los grupos humanos siempre en necesario detrimento (en grados variables, eso sí) de la experiencia sensocorporal y emotiva: de hecho, convendría entender la racionalidad-consciencia humana como producto revulsivo del ímpetu sociohomeostático anterior y cuya función concreta es compatibilizar la violencia humana como imposición vital e individual, con la continuidad en el tiempo del grupo antropológico y cultural. Convendría porque así veríamos la falacia que en verdad subyace al famoso dicho de Descartes, lo del «cogito ergo sum»; y no solo porque ya sabemos según la neurociencia actual que no es cierto, sino por el extremo peligro que supone -que históricamente supuso- en términos de relaciones interculturales, ya que si no entiendo tú idioma puedo inferir, en primera instancia, que no piensas, luego tendría yo la opción de no reconocer tampoco tu existencia (y proceder, acto seguido, a ocupar el territorio que habitas). Es decir, que ya es de obligada referencia y comprensión el carácter emergente de la razón humana (u otras formas de «conciencia» en seres sintientes), lo que impide que sigamos teniendo por verdad que la vida cognitiva sea solo la capacidad de reflexionar, sino que dicha capacidad se monta, en realidad, sobre una escalera ascendente de consciencia en la que aparece un yo neural-corporal y memorística mucho antes que la capacidad autobiográfica de reflexión.]

-Pero ¿soy libre moralmente como individuo o no? Quiero decir, ¿debo seguir comportándome según lo debido, o sea, en la tensión de hacer lo correcto frente a los demás, o es que todo eso ya está decidido o que de alguna manera lo lleva otro que no soy yo?

[Mi consejo es que intentes entender intelectualmente el marco mayor de las cosas tal y como lo estoy esbozando -a modo si acaso de juego propuesto- para luego asumir tu parte de la tarea, sea cual sea eso, pues solo a ti te toca y a nadie más siendo como es tú vida. Aunque evidentemente -y es que no tienes más remedio ahora que asumir esta óptica- la dirección y el sentido de las cosas las decides tú a un grado aún menor que antes hubieras podido entender como real, puesto que la antropología terráquea está efectivamente gestionada como sistema y sobre todo en su vertiente energética agregada; gestión que sigue unos criterios que ni son los tuyos personales ni los conoces con ninguna exactitud cierta, pero cuyo sentido técnico último (de esto sí que puedes estar seguro, amigo Berganza) se refiere a la condición en sí humana planetaria, y no respecto de ningún grupo, cultura, credo o país particular. He aquí, pues, el fundamento moral primario, o un pilar de él, que es esta forma de «verdad cuantitativa» o «por extensión», en tanto que el número de personas que en esta situación están involucradas (o sea, la población mundial en sí) excluye y anula por completo la importancia que pueda tener -a efectos de una aproximación estructural agentiva- un solo individuo, ni este, ni tú ni la otra u otro, ni yo. Es decir, se trata de un plano estructural y suprahomeostático que precisa de un orden en términos de agregados metabólicos humanos y generacionales; respecto de los contextos geopolíticos y consumidores reales que ocupan dichos agregados generacionales cuya dirección vital colectiva se proyecta en un tiempo futuro siempre según una energía asimismo agregada prevista (que procesa y anticipa, naturalmente, todos lo factores contingentes que de alguna manera pudieran influir dicha cantidad total de energía disponible).

-¿Y por que, además, tendría que saber o tener presente todo eso?

[Porque, aparte de basarse en hechos neurocientíficos hoy en día indiscutibles (me refiero el hecho emergente de la conciencia), estas nociones facilitan nuestra comprensión del plano suprahomeostático de gestión antropológica de la que estamos hablando.]

-Vale, pero aun no has demostrado nada de forma fehaciente. Quiero decir que no pruebas en nada de lo que dices (o hayas escrito, por lo que veo) una capacidad técnica real de incidir en la homeostasis de los seres humanos (que, en todo rigor habría que incluir a los seres vivos en general, ¿no?).

[En efecto, seguramente estamos hablando de cierto grado de control respecto la vida terráquea en sí, y dado que todo lo que existe sobre la tierra ocupa un campo lumínico único que se supone se extiende del centro de la tierra hasta las límites de la atmósfera, y que tratándose de luz, puede relacionarse de una u otra manera con todo tipo de molécula o célula (y puesto tanto los unos como los otros dependen en alguna medida de la energía electromagnética); o, quiero puntualizar, este es el esbozo como modelo que me ha servido a mí más o menos desde el año 2011, para poder reflexionar sobre esta vertiente de las cosas, y como solo soy filólogo de formación, no tiene sentido ni en realidad interés para mí, adentrarme a estas alturas en la física (pues tiendo más al pensamiento estructural a través de la lingüísitica, lo que me dispone también a preferir reflexionar sobre la antropología; pero para la química, por ejemplo, soy y siempre he sido, un cero a la izquierda para comprender y poder manejarla como disciplina).

Es decir, yo lo concibo de forma sucinta de la siguiente manera: si todo lo que existe sobre el planeta se encuentra inmerso en un campo de luz, y que esa misma luz atraviesa todos los objetos presentes, si controlas ese campo de luz, entonces dispones de la capacidad de incidir de una o otra manera -pero probablemente sobre su misma estructura molecular y metabólica- de todo lo que se encuentra dentro de dicho campo lumínico. Hasta ahí llega mi comprensión técnica, pues entiendo que lo mío es su comprensión moral como sistema de gestión antropológica; que me toca entenderlo, defenderlo pero, sobre todo, contemplarlo a través de los años y en es su estado siempre cambiante y, al parecer, también siempre decreciente. Pero a mí no se me ha admitido nunca en ninguna sala de control. Ni jamás entraría, algo que desde muy al principio se me avisó con mucha claridad (y aunque no siempre creo lo que se me comunique ni las mismas inferencias a que se me lleve, en este punto sí que le doy validez, y en vista a lo que parece ser un posible sentido a más largo plazo de todo eso, o lo que yo al menos entiendo como tal)]

-Vaya marrón que me estas diciendo….y ¿qué se supone que debo hacer con este conocimiento? Me considero, entonces, afortunado de que no hayas logrado aún proporcionar una prueba fehaciente de todo esto que dices, sino que solo ofreces conceptualizaciones (quizá altamente desarrolladas y hasta “fascinantes”, eso sí) pero que de ninguna manera parecerían obligarnos a aceptar una realidad así como la pintas; que como mucho la podíamos entender como plausible desde un punto de vista intelectual -casi artístico-, pero nada más si solo ofreces, en esencia, tú propia experiencia personal, es decir, una vivencia subjetiva que así como la presentas, no pasaría de ahí a un plano verdaderamente intersubjetivo, que ya quisieras tú…

[Mira, Berganza, el orgullo intelectual es cosa seria, sin lugar a dudas, pero puedo asegurarte de que no se trata de lo que yo quisiera o no, sino de abordar una situación verdaderamente compleja -que de hecho no se puede abordar desde la óptica de la racionalidad solo homeostática humana- para al menos posisionarnos ante ella de forma racional: en eso estaría el cargar moralmente con ella, es decir, en el contemplarla de la forma más objetiva posible, ya que es a otros a quiénes les toca direccionar las cosas realmente, según un criterio exclusivamente suyo (pero que con ellos, repito, no compartimos el mismo plano homeostático físico sino acaso solo el ético-intelectual).

Con lo que he de suponer que ves tú claramente que tampoco se trata de un problema de ninguna manera personal, salvo por el hecho de que vivo desde finales de noviembre del año 2002 y hasta hoy en el servicio -fácticamente impuesto pero moral y humanamente compartido- de este problema; en el contemplarlo, en el entenderlo (hasta dónde se me alcance) y en el intentar explicarlo (también en eso según me de o no mi habilidad como escritor). Pero, además, en el asumirlo está de forma inherente el rechazarlo pues me es naturalmente imposible separar totalmente mi condición homeostática como cuerpo del vínculo que me une con los demás. Luego, la pulsión en mí -en todos nosotros- a la vida es también una aversión militante al dolor, la aflicción, la crueldad, abuso y hasta el infortunio de los demás. Y como esto es sin duda un universal de la psique humana (es decir, presente en todas las culturas en una u otra extensión), solo me puedo escudar en una comprensión al menos intelectual de la complejidad real de la condición humana actual (pero seguir por necesidad física también condoliéndome de la suerte del prójimo que es, en realidad como siempre, la mía y la de todos nosotros).

Es decir, solo renuncio a tener que cargar con culpa alguna a nivel agregado y digamos sistémico porque me consta que eso sí que lo llevan otros, según un criterio y contexto que desborda completamente el marco moral mío, o al que corresponde a cualquier otro cuerpo singular co-homeostático. Si bien, me consuelo tambien de otra manera, en tanto que, por todas las razones que ya llevo proponiendo (es decir aquí, pero también en lo que llevo escrito) no creo ya en la violencia se supone mundana y como históricamente inherente a la condición humana: sé que no brota ahora de forma natural como antes pudiera haber sido; que existe como una necesidad técnica que, en parte, se debe al problema del sostenimiento fisiológico-cognitivo de la antropología sedentaria, pero que también sigue unas directrices impuestas por razones digamos «administrativas» cuyo sentido técnico me puedo imaginar e intelectualmente razonar, pero que de ninguna manera aceptaré como el individuo moral que me sé que soy. Es decir, como sé que la violencia hoy en día responde, en realidad, a una necesidad rectora más que a una verdad humana vivida naturalmente, y que se ha extrapolado claramente del otrora vigente contexto histórico (si bien el dolor producido es sin duda el de siempre), no tengo por qué contribuir en lo que a mí se me alcance personalmente como sujeto-agente moral, a esta farsa dolorosa; quiero decir que tengo en mi posesión el poder de no maltratar a nigún ser humano con el que me tope; y el poder también de no dejarme provocar por ningún idiota que ni de la media se entera, pues entiendo que a mí me toca buscar la dignidad humana en las cosas y «adiós y muy buenas», que se dice; porque en el apartarme siento una cierta reverencia debida a la homeostasis ajena, eso que a los otros les motiva -sea lo que sea- y que les hace sentir algo por el que deben definirse de una u otra manera, según su propia personalidad socializada y frente a los demás (y porque no son -ni probablemente tampoco deben ser- conscientes de la complejidad real de la que dependen sus existencias); y que eso, la vivencia de la vida en sí y de por sí, sin grandes aspavientos por el sentido último de la misma- y por muy degradado que pudiera ahora estar ese sentido-, es algo que he tenido que acepetar -de hecho aferrarme a ello cual bote salvavidas personal-, solo en los últimos 20 años de mi vida.

-Y por lo que dices, entonces, ante el comportamiento ajeno habría que suponer la presencia y designios de terceros que cabe entender amoldan la emotividad misma del sujeto en carne y hueso que tengamos delante, con lo que tampoco tendría sentido buscar, por alguna impronta emotiva propia, que el otro se doblegara a nuestros deseos o que de alguna manera hiciéramos que pagara nuestros propias frustraciones personales. ¿Sería eso correcto como inferencia a partir de lo que ya has dicho, amigo Cipión?

[Desde luego con lo que respecta a mis propias improntas emotivas, me niego a hacer pagar a otros mis arrebatos pues me consta que el sentido completo de las cosas no está en nosotros como individuos sino que todos estamos sometidos al problema inherente a nuestra condición contemporánea como especie cuya resolución (si es que hay en última instancia una de carácter positivo) conlleva nuestra mediatización antropológica por este otro ente rector que digo. Ahora bien, tampoco me suelo dejar amendrentar por la interacción personal ya que la sigo necesitando y la disfruto mucho más a medida que me he hecho mayor (y suelo por ello comunicar mucho más directamente a la gente cómo me siento que cuando era más joven); al mismo tiempo que no me permito olvidar nunca por qué vivimos la vida actual que se nos presenta mundialmente en esta especie de antropología del «no-lugar» que reduce las vivencias físicas, atempera hasta apagar las emociones, convierte el sentir de los tiempos actuales en el de una espera y, por ello, prescinde en mucho mayor grado de la coherencia lógica (precisamente porque la coherencia última de las cosas no se ubica sobre nuestro plano socio-homeostático inmediato sino que ataña exclusivamente al ente rector; una coherencia, además que sería demasiado perturbadora para todos si existiera como hecho de obligado reconocimiento público)].

-Quieres decir, entonces, que lo que estás diciendo no es para saberse públicamente: O sea, ¿qué sentido tiene, entonces, que lo digas ni que yo te preste atención?

[Cuánta más posibilidad tengan las personas de entender racionalmente su mundo, más necesidad tendrán de definirse como individuos. Y en el acarrear con las dificultades, o bien en el rechazarlas -y el no querer verlas-, hay que tomar alguna forma de decesión, adoptar una u otra posición, o una personalísima combinación de varias opciones: eso es lo que pretendo exponer aquí como un espacio más de vivificación moral-intelectual a disposición de las personas, para tomar o dejar (y tomar y dejar, pues en cualquier caso, se ha de vivir en la protección de un espacio público abierto a las personas, de maner que, en un principio, el orden que aún siguen aportando las sociedades de consumo y el nivel de confort físico que ofrecen todavía de forma agregada, no debe sacrificarse de ninguna manera por cierto lujo digamos cultural-humanista; lujo que debe acompañar la vida económica mas no puede sustituirla, claro está).

Y con esto te contesto tú pregunta original, Berganza, directamente: no puedo aportar ninguna prueba fehaciente del poder técnico que entiendo que está aquí en juego porque en parte no debe explicitarse debido a la dependencia mítica del que depende nuestra cognición, pues eso precisamente sería corolarario obligado de una naturaleza emergente o «incoativa» de la consciencia humana: como hemos de ascender, de forma repetida y sin cesar, al estado consciente, reflexivo y focalizado, la antropología sedentaria tiene que incorporar, si o si, este espacio a partir de la ambigüedad de todo lo que no está aún definitivamente realizado de ninguna manera. Y un mecanismo de credo científico, que se basa en una lógica causal razonada pero que no esté definitivamente comprobado, acomodaría la cognición humana a su propia dinámica antropológica de la misma manera que antes lo hubieran hecho, a lo largo de la historia de la civilización hasta hoy, las divinidades antropomorfas postuladas.]

-Con la ventanja añadida de que seguirían valiendo los credos religiosos que ya se practican por el ancho mundo.

[Sí, exacto: veo que te has hecho una idea de lo que digo….Pero, mira Berganza, ya hemos hablado mucho y se aproxima el alba, y como somos perros, no arriesguemos la infracción de toda lógica humana que sería que nos vieran hablando así en plena calle. Propongo que, si seguimos con este don del lenguaje, reanudemos la charla próxima noche, ¿te parece?]

Sea así [Cipión] y mira que acudas a este mismo puesto»2.

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1 ¿Cuánta verdad necesita el hombre? Sobre lo pensable y lo vivible. (1990)

2 Palabras finales entre Cipión y Bergnaza en Coloquio de los perros, de las Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes.

La vacuidad neurológica: una ocurrencia teórica (primera parte)

La función performativa de la lógica y de la «verdad» (la función performativa de la razón humana y de la individualidad sociorracional, quizás de la consciencia misma) es la de acorazar el cuerpo humano singular a través de un traje sociohomeostático del grupo cultural, de tal  manera que la emotividad y violencia humanas (como imposición humana en respuesta a nuestra propia vivencia sociohomeostática), quedan subsumidas a la peripecia existencial colectiva. Y como esto solo se logra a través de cuerpo singular, todo el entramado se basa tanto en la homogeneización fisiológica y neuroquímica como también sobre la pulsión distintiva de todo individuo perteneciente frente a los suyos. Pues que solo tiene sentido lo homogéneo revulsivamente frente a una presencia permanente de una anomia de lo dispar, individual e idiosincrático que somos cada uno de nosotros para los demás.

Esta es la gran baza al que el estar sociohomeostático puede recurrir que se basa, precisamente, en la vacuidad que supone un sistema nervioso que mediatiza los procesos homeostáticos corporales. Y es, en realidad, el cuerpo el centro de todo y que ha logrado, a través de la vivencia sociohomeostática la creación misma del ser antropológico como, ante todo, una forma de acolchonamiento fisiológico del estar corporal.

Esta circunstancia adquiere, como argumentamos, gran importancia frente a los contextos sedentarios propia de las antropologías dependientes de la agricultura intensiva. Es decir, la cultura tal y como nosotros la entendemos precisa de la apertura de grandes espacios metabólicos no directamente físicos que se articulan a través del desarrollo también aumentado de estructuras semióticas (como el uso de lenguajes humanos y sistemas numéricos que se registran por escrito). De manera que pueden concebirse los entornos sedentarios como la acomodación, por medio de cauces neurofisiológicos y electrometabólicos, de una sociobiología humana originalmente dependente en mucho mayor grado del andar mismo: el artificio digamos de empalme entre ambos contextos (de la antropología nómada a la sedentaria) es la cultura misma tendente en general hacia un distanciamiento de la dureza de la experiencia solo física. Una tendencia que, si bien está presente en el dilema original de la unicidad colectiva de los grupos humanos -que se articulan a través de la homeostasis electrofisiológica individual, desplazando transitoriamente el cuerpo físico de cada cual-, es la antropología sedentaria que no tiene más remedio que ir aún más lejos por el camino de una virtualidad que en la práctica humana del tiempo sedentario remite a la experiencia física un mucho mayor medida que participe de la vivencia real de la misma.

Ser a partir del estar (o un estar para ser)

Un estar sociohomeostático que se arropa en el ser antropológico culturalmente específico, sería, en efecto, el aporte de mayor consecuencia evolutiva de la vacuidad neurológica; una plasticidad de tipo cerebral que se puede aplicar también a la cognición en general y respecto particularmente su vertiente sociobiológica que incluye -y permite entender en su sentido técnico- la calidad incoativa de nuestra cognición. Y así puede vislumbrarse nítidamente el contexto de la susodicha “performatividad” de lo verdadero en tanto que todo grupo humano particular, frente a sus propias circunstancias físicas y en el tiempo generacional de su propia tradición, precisa de un eje sociorracional tambien de lo más específico (según todas sus particularidades que, sin embargo, se emparentan de alguna manera con las de cualquier otro grupo humano dado que se parte de una experiencia corporal fundamental similiar) al que poder aferrarse todo sujeto homeostático perteneciente: el propósito del mismísimo yo socializado sería rentabilizar de esta manera la singularidad fisiológico-corporal de cada uno para su incoporación cognitivo-identitaria respecto del grupo cultural (es decir, a través de nuestra misma vivencia racional del yo). Y eso supone ubicar al seno del grupo evolutivo el ímpetu más íntimo de todos nosotros por perseverar, tanto sobre un plano físico –in corpore– como respecto de nuestra supervivencia civil y social a través de nuestra lucha icónico-moral con la disonancia que supone nuestra vivencia de la intimitad emotiva de cada uno frente a lo consabido cultural (y ese coro potencialmente iracundo que son los otros y que a veces se alza amenazante, como imagen mental o quizás de forma neurlógicamente impentrable, pero que como fuerza mortificante se apodera visceralmente y en un instante, de nuestros cuerpos).

La funcion performativa de la «verdad», si bien tiene que tener en cuenta lo real en alguna medida, no debe entenderse como algo necesariamente empírico, pues se trata en realidad de una forma de imposición del grupo (en su integridad y permanencia en el tiempo) sobre su propia realidad. De tal manera que puede decirse que los grupos humanos, en su origen y como patrimonio socio-cognitivo que aun es el nuestro, no pueden permitirse no tener razón respecto de su comprension del mundo y de ellos mismos. Tal es la importancia sobre un plano evolutivo de esta función performativa de la racionalidad humana (quizá decir tambien la misma consciencia).

Pero como ya dijimos, esta continua reconstitución del ser racional sujeto a la definición como límite de su propia cultura, no funcionaría como mecánica si no retuviera en su mismo centro operativo la anomia que supone la indosincrasia homeostática individual1. Y solo podemos acceder a esta digamos elasticidad racional e identitaria del grupo si no cesa nunca el ímpetu vital de cada uno por la consecucción de su propio -e intransferible- confort homeostático: la vacuidad neurológica, precisamente, permite que la experiencia corporal se desoble de alguna manera como vivencia sensoriometabólica (el ser) que tranistoriamente solo remite a la experiencia corporal porque (de forma momentánea) la ha superado.

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1Una ideosincrasia homeostática que habría que entender también en conjunción con la memorística humana; y ambos de forma compleja frente a la vacuidad neurológica. Serían estos dos pilares, la vacuidad neuro y electrofisiológica por una parte, y por otra la singularidad homoestática-memorística, sobre los que se asienta la mecánica de los grupos humanos (mecánica que, a través de la conciencia humana, puede entenderse como dispostivo de gestión de la violencia como imposición humana a favor del vector evolutivo principal que es el grupo antropológico).

Qué es la opacidad proxémica y el confort como ahorro energético

Dama en su chaise longue, de François Boucher, 1743. El estilo artístico rococó reflejaba el ideal de confort de la aristocracia del Ancien Régime. (Imagen y subtexto de Wikipedia en su entrada en español para “confort”)

Debido a que el ser sociorracional supone la expulsión de un estar corporal y sensoriometabolico anterior, todo contexto antropologico está abocado a buscar y crear vías de reintegración para el sujeto homeostático. Y, en general, puede etenderse “integración” como lo mismo que “función performativa de la verdad”, como asimismo “de lo racional”: es decir, el sentido de las cosas se asienta, como argumentamos, sobre una expulsion (esto como parte inherente de nuestra cognición) puesto que en lo real y verídico donde sí caben todos los cuerpos se ha de entender como una necesaria distorsion -deflexión- del plano físico, de manera que el amparo del grupo se debe al carácter fisiológico (electro y neuroquímico) de la unión identitararia y, precisamente, a que no es de ninguna manera anatómica. Pero el sentido de las cosas no tiene por qué ser solo conceptual sino que también existe como condición física y en tanto ritual que se consagra (por el hecho de su repeticion previa en el tiempo y por cualquier legitimación socio-normativa) y al que el cuerpo socio-homeostático puede aferrarse en pos de una nueva consecucción pasajera de confort: las rutinas, los rituales y ritos realizan una misma función performtiva de reintegración, pero a nivel corporal (diríamos que prerracional o homeostático) que, sin embargo, no vivmos de forma exactamente intelectual o epistémica. Y por eso hemos de entender su aspecto también opaco en un sentido que elude el pensamiento en princpio conceputal pero no deja de ser una forma de conocimiento. O sea, eso quiere decir la opaciadad proxémica, pues que lo sacro1 es siempre ese punto en que la razón epistémica (el ser) se ve superado por la complejidad de su propia advenimiento como fenómeno neurológico, cuando ya no entiende en forma de pensamiento, al mismo tiempo que disfruta, sin embargo, de una nueva consecucción de una solidez vital nuevamente percebida/conseguida, y que entiendemos perfecta y completamente, pese a todo.

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El término sacro lo empleo para resumir el punto de unión entre lo uno y lo múltiple como también suprema forma de opacidad racional, en tanto que nuestra propia razón-consciencia ya procede (por medio de este plano socio-homeostático y subcortical que postulo) de lo multiple, pues en la función performativa de la conciencia individual al menos respecto su vertiente cultural, se logra acorazar el grupo cultural a través de la homeostasis individual de cada uno. Pero esto no se puede vivenciar de manera compleja y multidimenisional, sino solo cabe contemplarlo intelectualmente y a través de momentos puntuales de nuestra propia autorreflexión sobre lo vivenciando. En este sentido digo que se puede entender y superar de alguna manera la religión y las mitológicas, pero no cabe zafarse de esta circunstancia que ocupa la centralidad, en realidad, de nuestra cognición: eso quiere decir “lo sacro”. Luego, inversamente, es necesario entender las religiones (y toda mitológica aun en sus manifestaciones actuales) en tanto respuesta desde luego evolutiva (socio-biológica) y en su probable calidad técnicamente inexorable. Decir “sacro” sería tambien equivalente a algo así como decir “misterio”, pero dicho ahora sin sorna (en referencia a cómo suele usarse en la dogma católica) sino porque desde el punto de vista de nuestra vivencia de la razón humana como sujeto homeostático, resulta algo inaprensible.

Rentabilizaciones varias y la calidad elíptica de la cultura:

  1. El cuerpo homeostático y subcortical rentabiliza el ser sociorracional para acorazar el estar frente al mundo exogrupal.
  2. Se rentabilizan la muerte e infortunios ajenos para el acorazamiento del estar (a través de la renovada revitalización del ser).
  3. Lo apolíneo acaba por servirse de lo dionisíaco (de forma que aquél termina por rentabilizar a éste).
  4. De la misma manera que el orden homogeneizado y homogeneizante rentabiliza lo dispar, como asimismo la hibris respecto al dolor que a su vez obliga a la construcción-reconstitución de sentido.
  5. El estar socio-homeostático rentabiliza la anomia individual para ubicarla al centro de lo culturalmente particular y sociorracional.
  6. De manera que es el colectivo que explota el arresto vital individual por perdurar que solo posee el ser corpóreo singular.
  7. Y por tanto, puede decirse que es el cuerpo socio-homeostático (sobre el locus de un estar colectivo) que convierte en baza evolutiva la limitación física en sí misma.
  8. Del afecto que crea la compañía humana universal, se aprovecha nuestra agresividad para poder seguir ejercitándose, pero respecto a otros seres por lo general no pertenecientes y exogrupales.
  9. La belleza y la manera en cómo irrumpe en la vida cotidiana (por medio, por ejemplo, de los cantos que un viernes emanan de la mezquita y envuelven el barrio y su mercado…) alivia pasajeramente al sujeto homeostático de la carga de reconstituir, una y otra vez, el sentido sociorracional correspondiente: de forma que aseveramos que éste se aprovecha de aquélla para poder seguir revalorándose.
  10. Y así, resulta lícito concebir la vacuidad neurológica que nos sostiene como aquella fuerza mayor y causal que hace que el otro -la alteridad- se convierta en algo así como la piedra verdaderamente angular de la experiencia antropológica.
  11. Pero la vacuidad neurológica solo logra consolidarse como sistema operativo a través de la ideonsincrasia de la personalidad individual y nuestra memorística singular e intransferible, como aquello que, en el contraponerse a la homogeneización cultural e identitaria, en realidad la permite.
  12. Frente a los confines de lo sedentario, el estar socio-homeostático se aprovecha del poder de imposición cognitiva nuestra para crear nuevos espacios epistémicos (donde seguir ejercitándonos en la violencia como imposición vital, pero de forma inicialmente incruenta).
  13. El estar socio-homeostático se apropia de la violencia para la producción revulsiva de sentido y, en última instancia, para la benevolización de la experiencia humana (en tanto forma óptima potencial de gestión de la violencia).

Pero es muy difícil que la cultura pueda alguna vez llegar a aceptar este hecho, eso de que todo lo mejor que somos y que pudiéramos alguna vez llegar a ser, se debe a nuestro estrecho vínculo con la violencia. De hecho, las culturas no tienen más opción (aún a día de hoy) que relacionarse mitológicamente con este hecho.