Tema de la venganza como causalidad insoportable (sobre todo para el grupo). De manera que este proceso girardiano de desviación (que está presente en las observaciones sobre el mundo animal de Konrad Lorenz también) y descrito en La violencia y lo sacro (1972) como recurso propiciatorio, tiene el efecto de convertir lo causal en correlativo que es el plano propio de la vivencia fisiológica nuestra, y lo que en el contexto de los grupos humanos supone favorecer una lógica estructural más profunda y de la que toda causalidad sociorracional es, en realidad, apéndice subalterno.
Porque postulamos que la intersubjetividad solo se convierte en tal gracias a su carácter necesariamente más causal (es decir, comprensible por tanto para todos), pero su función estructural es, sin embargo, el de garantizar y asegurar el plano correlativo de la vivencia socio-homeostática colectiva en su continuidad en el tiempo: por esta razón toda ontología vista desde esta perspectiva más profunda deviene por lo tanto en mera contingencia, si bien retiene como ontología su propia coherencia sociorracional y simbólica aunque de forma crípticamente escindida de lo realmente sustancial, es decir, la vivencia metabólica en sí misma independientemente de cómo se procese posterior y sociorracionalmente sobre un plano cultural y semiótico cualquiera.
Y sería de esta manera que llegaríamos una u otra vez a situaciones en las que tener razón en un sentido analítico y culturalmente racional no fuera, en realidad, certero por cuanto no relevante en un sentido más profundo y por tanto de carácter erróneo, si bien no explícitamente entendido como tal, pero sí con frecuencia intuido. Ejemplo clásico de esto sería el heliocentrismo frente a una visión geocéntrica; oposición o dicotomía que cabe entender como en cierto sentido inválida por cuanto solo de forma analítica nos relacionamos con el primero (como punto clave y de arranque respecto al constructo abstracto -pero empírico sin duda- del concepto de sistema solar y todo de lo que de ello se sigue), mientras que nuestros cuerpos y el entorno correlativo (y homeostático) del que dependen no puede dejar de vivenciar dicha relación de forma siempre visceralmente geocéntrica y pese a la aparente sinsentido intersubjetivo que supone.
En términos renegirardianos, entonces, la necesidad de una víctima propiciatoria ha de ser necesariamente de caracter propiciatorio, esto es, una persona, animal, objeto o idea (finalmente mitológica, que es evidentemente la mejor opción ) cuya destrucción a favor del colectivo no suponga la necesidad por parte de nadie de un acto vengativo sucesivo. A favor del grupo porque rompe precisamente la lógica causal al tiempo que permite la imposción humana ritualista y como espectáculo del que nos beneficiamos todos los pertenecientes de la muy infame unanimidad violenta a la que, por otra parte, nuestros cuerpos no pueden resistirse (pero nuestro mente como voluntad, sí). Y como todos ya sabemos, el mejor chivo expiatorio que hay son los cuerpos culturalmente ajenos, justamente porque el espectáculo de su desprecio y maltrato suele tener consecuencias morales diferentes, atenuadas o ausentes del todo dentro del contexto de nuestra propia pertenencia cutural.
He aquí, pues, otro buen argumento (ya clásico) de que el bienestar colectivo se basa, en realidad, en una garantía del espacio fisiológico correlativo que la causalidad más firme puede destruir, y de la que los grupos humanos, a veces, tienen que blindarse. Naturalmente, esto empezó a contemplarse a través de narrativas mitológicas, ¿pues cómo entender analíticamente que a veces la razón es enemiga de la cohesión en el tiempo del grupo, y que como conocimiento esta idea compleja se sale del plano correlativo y no es, entonces, muy útil para la vida física y social? Y de hecho aún a día de hoy seguimos relacionándonos de forma elíptica con este tipo de complejidades (que vemos, precisamente como paradojas cuando quizá no sean exactamente eso sino un reflejo de una lógica compleja que atañe a otro plano por encima del directamente socio-homeostático).
¿La gran prueba de la supremacía antropológica de lo correlativo sobre la causalidad?
Porque la causalidad en su modo más firme es producto posterior de un plano correlativo múltiple anterior al que solo podemos aproximarnos por medio de un arduo esfuerzo analítico; si bien, en ningún caso cabe vivenciar la causalidad de forma socio-homeostática puesto que es el mundo humano analítico y ontológico que, alimentándose de lo correlativo anterior, se sale acto seguido del plano corporal-antropológico. Y es que al locus socio-homeostático propio de los cuerpos antropólogos, siempre ha de tornar el logos culturalmente determinado (cualquier que sea), pues es ley de vida que impone ni más ni menos que la cognición humana. Hasta para los mejores y más prestigios científicos. ¿Dónde si no gastarse tan alegremente sus duramente ganados y acaso escasos sueldos?
Evidentemente, la Sociedad de riesgo se refuerza a partir de esta división (pero que es también un continuo) entre estos dos modos cognitivos distintos. Y es dentro, por una parte, del reino de lo racional y consabido (señorío, en última instancia, de la razón técnica, de la ciencia y del mismísimo yo socializado de cada cual) en el que somos -porque nos proyectamos hacia el futuro apoyados, cabe decir, por una intersubjetividad individual a la vez que estandarizada. Mientras que en la periferia (que lo es porque menos consciente, más límbico y previo casi del todo al lenguaje) siguen estando nuestros cuepros bajo el regímen correlativo y menos racionalmente articulado del Cerebro automático, si bien no estoy hablando de ningún desplazamiento físico sino metabólico, acaso también decir neuroquímico, etc.
Porque, como ya sabemos, así anda el juego de la antropología agraria, qué se le va a hacer. Y juego en el que siempre gana la casa al final (si acaso sea necesario recordárselo).
Crear lo trascendente a través del sacrificio, pero ¿por qué es tan importante lo trascendente?
También que la vacuidad neurológica utiliza la violencia para rellenarse del sentido de la violencia misma (que el cuerpo humano la entiende y por tanto puede buscarse como forma de amparo gozoso de autoimposción para el cuerpo socio-homeostático).
Pero el dolor como consecuencia que padecemos y que testimoniamos en la brutalidad que irrumpe sobre el espacio colectivo de nuestra propia pertenencia, hace que rehuyamos la violencia.
Y así nace la cultura tal y como nosotros la entendemos, o sea, la sedentaria.
Pero al sentido de la violencia no se renuncia sino que la reconvertimos en vivencias miméticas (inicialmente incruentas) y dada la fuerza disruptiva que es el dolor padecido, pero cada vez más también el que presenciamos en el prójimo.
Y es la zozobra-dolor de los otros que presenciamos y que nos exige una reacción visceral y autoafirmadora en tanto los sujetos socio-homeostáticos dependientes que somos, iría alimentando continuamente el yo moral y socializado de cada uno, para así apuntalar el tiempo sedentario generacional.
La violencia es, pues, cada vez más de carácter metabólico (y neuroquímico), que transcurre en la vivencia íntima del sujeto socio-homeostático; y que va poco a poco inclinado la balanza proporcional respecto una violencia moral frente a la corporalmente cruenta y real, a favor cada vez más de aquélla.
Surgen, entonces, lógicas en la forma de postulaciones no susceptibles de refutarse –ficciones– que se articulan a través de narrativas respecto de lo que en realidad es una cierta mecánica antropológica y socio-homeostática universalmente subyacente: dichas narrativas pueden ser de cualquier tipo siempre que sean sociomoralmente relevantes para todo individuo socializado.
Junto con alguna forma de narrativa se proliferarán también múltiples formas de contextos ritualizados que, precisamente porque implican la participación física, suponen una forma de amparo e integración antropológicos que requiere menos de, y como con cierto alivio respecto a, las conceptualizaciones culturalmente consabidas (pues que solo con el mayor esfuerzo energético busca el cuerpo auxiliarse en nuestra otra parte más racional).
Ocurre entonces cierta sublimación de la violencia, pues ya no tiene cabida en el contexto sedentario endogrupal la brutalidad más descarnada, sino solo en forma más fisiometabólica que corporal de los espacios miméticos. Por ello y por lo general, la violencia letal tiende a ubicarse allende las consecuencias morales para con nuestros propios compañeros homeostáticos.
Entonces, cual sirena ambivalente que atrae al mismo tiempo que atemoriza, la beligerancia entre grupos, feligreses y naciones nos llamará al retorno a nuestra propia matriz patriótico-vital (o al menos así se nos empuja en el cultivo no explicito de ese sentimiento); eso, la mayor parte del tiempo, como barrunto a temer pero que pocas veces acaba materializándose (corporizándose); y nunca para la inmensa mayoría estadística (punto clave en la que apuntalar la complacencia base de la sociedad de consumo, ojo).
Pero tal es la fuerza de atracción-repulsión que ejerce la guerra sobre la antropología sedentaria, por razones estructurales y socio-cognitivas, puede decirse sin ningún género de duda que, aunque usted no haya hecho ni hará nunca el servicio militar, hemos nacido todos ya incorporados a filas.
Es decir, parece poco discutible que se trata una cierta preconfiguración sociobiólógica cuya lógica evolutiva es cristalina, que es -sería- la de extirpar la brutalidad más corporal e inmisericorde del endogrupo propio de pertenencia, reorganizando nuestra relación con la violencia de tal manera que se hace dependiente, de ahí en adelante, de los grupos humanos rivales. Y lo que no se puede hacer en el grupo propio, bajo el anatema más severo (como amenaza directamente letal o su equivalente que es la expulsión, bien física o bien moral), el individuo sí que puede embeberse de su propia furia homicida respecto todo cuerpo culturalmente ajeno como víctima, tanto en forma de enemigo combatiente como tambien respecto a cualquier civil, como se constata en el repaso más somero de la historia universal humana.
Y parecería asimismo evidente que la experiencia sedentaria a partir de la agricultura intensiva se hubiera hecho dependente tambien como sistema en el tiempo de una violencia entre grupos y territorios diferentes. Son innumerables los estudios etnográficos modernos que atestiguan este hecho incluso respecto de sociedades sedentarias pre y semi-agrarios1 ; por otra parte y respecto la consolidación de los Estados europeos modernos, el libro de Charles Tilly2 es condundente en este mismo sentido.
Y esto puede entenderse, al mismo tiempo, como un paso más en el mismo camino cultural hacia lo mimético (en el sentido norbertoeliasiano del término), en tanto que se produjo (se sigue produciendo aún) una tendencia hacia la sublimación de la violencia, desde el neolítico y a través de los milenios.3 Esto es, de la misma manera que la viabilidad sedentaria endogrupal se sostiene sobre esta tendencia a reconvertir la violencia corporal en vivencias metabólicas y neuroquímicas (como por ejemplo, la moralidad misma como mala conciencia y la vivencia individual de la culpa, etc.), también se valen los contextos sedentarios complejos compuesto de múltiples grupos humanos diferentes, de la sublimación de la guerra, el combate y el pillaje frente a sus enemigos (o mejor socios, desde una óptica sistémica en el tiempo antropológico). Pues se está efectuando a fin de cuentas la misma operación reduccionista de la ratio entre cuerpos humanos físicos consumidos (o sea, las bajas reales en el conflicto) y los beneficiaros sensoriometabólicos últimos de cada una de las partes en pugna.
Porque, como ya sabemos, cuanto más fisiológica y neuroquímica que sea nuestra relación con la violencia (a través de vivencias estéticas de su contemplación como espectáculo y representación; de su ritualización y culto respecto de objetos de poder -las armas de cualquier tipo y época- como atrezo), menos cuerpos humanos reales harán falta para alimentar el motor real del sedentario, que sería algo así como sobre todo la amenaza barruntada del retorno de la violencia pero que, sin embargo, pocas veces, o solo puntalmente, se acaba materializando.
Es decir, la fundamental complacencia existencial que implica, por ejemplo, la sociedad de consumo, depende de cultivar esta suerte de ilusión de la que parece que inexorablemente dependemos en nuestra propia sociobiología; el espejismo de una violencia que probablemente no tendría por qué existir hoy desde un punto de vista ético e incluso tecnológico, pero a la que nuestra propia cognición socio-homeostática parece subsumida sin remedio (o al menos así lo parece señalar la historia humana universal hasta hoy).
Apunta asimismo en esta misma dirección el paralelismo histórico entre la emergencia y popularización de los nuevos medios de comunicación (a partir de la imprenta, tanto respecto la letra empresa como imágenes, pasando por el desarrollo del periodismo escrito y fotográfico, la telegrafía y telefonía, el cine mudo, hasta la radiofonía e inicios de la televisión) y la aparición moderna de las naciones y los movimientos nacionalistas que -a escala finalmente global- las acabaron consolidando. Y es que la expansión de los marcos miméticos a través de la comunicación deterimina así también mundialmente una misma o parecida relación con la violencia, esto es, a través un mismo patrón de de organización socio-homeostática que se sujeta como sociedad en contraposición a la violencia extrema de la guerra, sobre todo como amenaza que acecha y que solo puntualmente se materializa.
Y aunque esto no quiere decir que la especie humana esté condenada a padecer, una y otra vez, su propia genética en detrimento de sus posibilidades culturales de rebasar su propia configuración evolutiva (que de esto también tenemos larga tradición), sí que quiere decir que si no se entiende cómo nos relacionamos con la violencia en tanto sociedades sedentarias, no se podrá entender el tema central que, en realidad, ocupa el centro críptico de nuestro presente (y sin prejuicio de que otros ya lo hayan entendido y asumido como supuesto técnico al que hay que dar necesariamente por sentado).
Quiero decir que posiblemente tenga alguna importancia en algún momento que se entienda, aunque de esto, a decir verdad, no tengo yo garantía firme alguna.
Pero digo yo que sí, que la tiene y que la tendrá. Y de esa convicción me valgo yo, un día sí y otro también.
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1 Marvin Harris Vacas, cerdos, guerras y brujas: los enigmas de la cultura (1974); Ximena Chavés Balderas Sacrificio humano y tratamientos postsacrificiales en el Templo Mayor de Tenochititlan (2017); Jared Diamond Armas, gérmenes y acero. Breve historia de la humanidad en los últimos 13 mil años (1998); Farabee, William Curtis The Central Caribs (1924); Godelier, Maurice La producción de Grandes hombres: Poder y dominación masculina entre los Baruya de Nueva Guinea (1982), son algunos más a mano que puedo mencionar.
2Coercion, Capital, and European States, AD 990-1992 (1990).
3 González Rubial, Alfredo Tierra arrasada. Un viaje por la violencia del Paleoítico al siglo XXI (2023)
(II)
Concepto y fisiología de sacrificio
Parecería históricamente como la comprensión óptima de las muertes ajenas; es decir, se trata de una aproximación a la mecánica real de lo sedentario que convierte la generación ya presente en atrezzo del siguiente, pues cada generación ha de vivir el solipsismo de su propio ímpetu vital y el decurso de su propia bisoñez. La idea del sacrificio como combustible viene muy bien para codificar esto como concepto. Aunque sacrificio también implica cierta urgencia o solemnidad moral, cosa que se entiende de gran importancia porque se tiene que ahuyentar a toda costa caer estructuralmente en lo anodino. La idea de sacrificio facilita en su carácter grave y solmene lo que estructuralmente es, en realidad, algo anodino desde un punto de vista del tiempo colectivo más allá de una generación. Pero es también concepto extremo; y esto puede explicar el porqué de traspasar esta idea a una ritualidad práctica (que por tanto no necesita pensarse explícitamente) que nos evita la amargura de rumiar la destrucción y perdida de nuestros congéneres (ellos y su suerte que, subcorticalmente, nos importa más que a nosotros mismos…)
Tambien esto explicaría la diferencia entre la violencia endo y exogrupal.
Un himno védico a la diosa tierra:
Atharvaveda XII
….13. La tierra en que ellos (los sacerdotes) acotan el ara (vedi), y, dedicados a toda obra (sagrada), practican el sacrificio,en la que, frente al sacrificio, están colocados los postes sacrificiales, erguidos y brillantes, ¡que esta tierra nos haga prosperar, prosperando ella misma!
14. Al que nos odia, oh tierra, al que nos combate, al que se nos muestra enemigo con su ánimo y con sus armas, ¡somételo a nosotros, anticipando con obras (nuestros deseos)!
Es curioso cómo la decimotercera sutra introduce la idea fuerte de sacrificio (si bien se entiende en términos de objetos, quizá animales, pero en ningún caso seres humanos) es seguida por una referencia a los grupos ajenos, los que no somos nosotros. Y ahí sí que es lícito matar y herir; y todo esto puede entenderse como una natural -aunque paradójica- evolución a partir de esta escisión original que hace que rehuyamos el dolor ajeno de los nuestros (porque amenaza con disgregar el grupo), pero que gravitamos hacia él precisamente respecto a los grupos ajenos—porque surte el efecto de reforzar nuestro propio grupo y respecto al menos los contextos más sedentarios en tanto que empieza a surgir el problema de que, para mantener la viabilidad colectiva original hay que buscar fuentes diferentes y culturalmente ajenas de dolor y zozobra: un dolor ajeno que ahora nos es lícito «disfrutar» precisamente porque nuestra cognición depende de una vivificación subcortical que, sin embargo, no podemos permitir de forma endogrupal puesto que atenta contra nuestra propia unicidad colectiva. Y la guerra se convierte -o que era desde siempre respecto la experiencia sedentaria-una forma de solemne y sagrado entretenimiento debido a cómo funciona nuestra cognición.
(III)
Coloquios perrunos
Se le revela al sistema mismo su propia oquedad que se asienta sobre una visceralidad socio-homeostática que, aunque acabe sujetándose en la racionalidad respecto a su propia continuidad en el tiempo, llega a un punto en que no tiene más opción que rechazar la racionalidad debido al problema también base de que no puede afrontar su propio origen violento (siendo entonces necesario retroceder quizá de la idea misma, o al menos dejarla en conocimiento mitológico o esto respecto el funcionamiento efectivo del espacio sedentario en sí). Y aquí surge y se afianza el papel de la violencia, particularmente la guerra, pues su sentido sí que puede seguir adelante ya que es tan perenne y será tan eterno como lo puedan ser los cuerpos humanos como especie: precisamente porque el sentido de la violencia lo llevamos inherente a la experiencia física y socio-homeostática; que todos la entendemos a la primera y sin confusiones ni matices, hasta el punto de rivalizar de forma permanente con todo otro sentido humano que se eleva apenas por encima de lo estrictamente dóxico.
Salida: renunciar a saber más, que esto de alguna manera ya forma -formaba- parte de la cultura universal sedentaria; que posiblemente el anatema más severo y universal de no atreverse a sobrepasar lo consabido, si bien se presenta como en realidad una admonición de estímulo, posiblemente tiene, en realidad, una función enrevesada de hacer que sea también aceptable que renunciemos a saber más pero sin que sea necesario razonarlo (puesto que el fondo de nuestra naturaleza impositiva, incoativa, no nos lo permite, a la manera en que la función de Cristo puede también entenderse como una forma proactiva de ser objeto, bajo una, en cierta medida falsa, presentación de nosotros mismos como sujetos activos).
Pero esto aboca a la peor pesadilla heideggeriana posible, que sería un desvelamiento técnico de las cosas que no sólo no fuera capaz de preguntarse por la técnica misma (solución que ofrece Heidegger), sino que tuviera que empeñarse precisamente en seguir ciegamente su actividad desveladora como forma efectiva de no pensar más.
La otra salida: «stop making sense», pero en el sentido que lo esgrimían los Talking Heads, que sería el del posmodernismo cultural pero entendido en un sentido de más peso intelectual, esto es como contrapunto respecto una modernidad firme que nunca puede evanecerse realmente.
Es decir, el posmodernismo cultural entendido desde una óptica antropológica tempo-estructural y en tanto se base precisamente en el cuestionamiento crítico de falsa seguridad positivista (puesto que la razón humana es siempre camino que, al abrirse, se cierra sobre sí), supondrá una solución real al problema central de lo sedentario, y eso cuantas veces las antropologías terrícolas alcancen cierto punto de desarrollo técnico, una y otra vez.
Si bien otro tema aparte es si queda disponible suficiente energía metabólica en uno u otro punto histórico…
Pero, ¿es evidente para cualquier observador de la historia que el posmodernismo cultural posterior a la SGM ha sido diseñado y gestionado por el hombre mismo? ¿Existe la posibilidad de ilustrar con datos este aserto? Es decir, una condición posmoderna tal y como se fue evolucionando la historia después de la SGM no hubiera sido posible sin gestionarla pues que el ímpetu violento que subyace a la cultura (el sentido mismo de la violencia) hubiera vuelto a imponerse (pero entonces, desde esta óptica, la Guerra Fría hubiera sido una falsa escenificación para tapar un problema real más profundo, si bien la lógica nos vale en tanto que fuera, precisamente, la amenaza de destrucción mutua lo que permitió una estabilidad digamos protegida para que pudiera darse el posmodernismo cultural tal y como se conoció).
-Vale, pero la configuración del entramado conceptual sobre el que se basó la Guerra Fría no parece que pueda cuestionarse, pues presta una credibilidad lógica imbatible sobre la que solo cabe emitir opiniones, pero no conocer realmente (o sea, muy bien puede ser que no hay nada que conocer, que fue lo que aparentó ser)…que está –estaría–requetebién protegido el tema profundo, digo.
El lenguaje no como objeto de intelección sino en tanto instrumento de acción y poder: El poder de la propia autorrealización como yo socializado, y el de la integración fisioantropológica; autorrealización que puede entenderse como la efectiva acomodación del ímpetu vital individual –la «violencia» — a la condición necesaria en gran parte mimética de lo sociorracional, siendo la competencia sociolingüística (tanto la gramatical como toda competencia dóxica “suprasegmental” de cualquier tipo) requisito probablemente imprescindible para la consecución de dicha adaptación. Se trataría de una acomodación a nivel estructural que el individuo, sin embargo, experimenta como el poder y fuerza viva de su propia imposición vital.
El hablar es, en realidad, el ejercicio individual de una competencia social: Además de la lengua materna, cierto valor simbólico colectivo está también a disposición del sujeto homeostático quien se esfuerza en manejarlo para existir socialmente como un yo (apropiándose de lo lingüístico-sociorracional) a través de su propia voz, precisamente porque es comprendido por los demás, como también lo utilizará para distinguirse de ellos. De manera que la homogenización necesaria para la comunicación en tanto semiótica compartida, se contrarresta por medio de la distinción estilística de la personalidad propia.
¿Qué son los bienes simbólicos de Bourdieu? Te permiten realizarte en tu propia proyección fisiosemiótica; existen tanto como imposición como también una forma de poder personal al servicio del sujeto homeostático en su lucha o brete biológico-existencial por la consecución de confort socio-homeostático. Se trata de una forma para todos de sometimiento fisiocorpóreo a cambio de poder ser de forma socialmente consabida y, por ello, aceptable a ojos de los demás. Los bienes simbólicos son un horizonte semiótico culturalmente particular a disposición del sujeto homeostático en la apropiación creativa de su propia identidad socio-racional.
La cuestión estilística según Bourdieu: La diferencia o variación que presenta la producción lingüística individual como características distintivas respecto de la norma se debe a que los hablantes son sujetos que sólo existen en relación con otros sujetos perceptores. De tal manera que la lengua, vista desde una óptica antropóloga, es también, en parte, un idiolecto en tanto que cada individuo la amolda de alguna manera estilística, respecto de una idiosincrasia que permanece -necesariamente- sin prejuicio de que se le sigue comprendiendo por la comunidad. Esto puesto que la adquisición de lengua constituye en términos estructurales un proceso de acomodación fisio-metabólica que, precisamente por eso, equiparará al individuo integrado con la posibilidad de cierto ejercicio incruento de la violencia vital de cada uno. La distinción como concepto de Bourdieu refleja esta necesidad de parte del individuo de distinguirse en la apropiación de su propio yo socio-cultural respecto de los suyos y en tanto su propia autoafirmación e imposición vitales; es decir, en su propia violencia por ser y para quien ha de pertenecer homogeneizándose, al mismo tiempo que se resiste a su singular anulación y dado que, evolutivamente hablando, los grupos humanos perseveran en base a la furia vital que solo conoce el cuerpo singular y desamparado.
La necesidad estructural del desamparo individual: Pues es la clave de la continuidad en el tiempo de la mecánica de los grupos humanos y dado que estos, en cuanto a su decurso evolutivo, no han podido nunca renunciar a la mayor potencia violenta de la que solo es capaz de producir el individuo corpóreo singular; una violencia, por tanto, que no puede desparecer de la experiencia colectiva, sino que ésta ha de acomodarla a través de la canalización mimética y por medio de elementos filogenéticamente evolucionados de los que se vale el decurso original sociobiológico humano como pueden ser, entre otros, los siguientes:
El desamparo físico singular
La capacidad de sentir miedo al rechazo por parte de nuestros propios congéneres como amenaza anticipada que siente el individuo respecto a su grupo de pertenencia.
La capacidad filogenéticamente evolucionada de sentir asco
La capacidad filogenéticamente evolucionada de sentir vergüenza.
La rivalidad endogrupal entre individuos pertenecientes.
El establecimiento de jerarquías con subgrupos, facciones (o, más tarde, castas).
La introducción del afecto entre los subgrupos (entre quintas etarias o de sexo, y otros tipos de comadrería, y respecto de la aparición en la evolución sociobiológica humana de la figura y función paternas.
El uso estratégico-estructural del dolor (propio y ajeno) a partir de la capacidad empática individual.
La culpa
La distinción de Bourdieu refleja la contradicción al centro de grupo social animal: Pues el mismo Konrad Lorenz lo registra en su famoso libro sobre la agresión como una constante de las especies sociales: la violencia individual ha de reconducirse, de alguna manera, hacia la creación de sentido estructural (colectivo, el único sentido que hay, en última instancia), poniendo al centro de la resiliencia de los muchos la furia vital de cada uno de los individuos. Parecería lógica entender la distinción de Bourdieu como exactamente eso, una estrategia de atemperar la violencia, pero dando salida a la misma, pues el sentido arquitectónico de la mecánica de la pertenencia antropológica retiene como su misma piedra angular al individuo singular desamparado.
¿Cómo se manifiesta esta constante en el resto de las facetas de la cultura? Puede considerarse la base de la idea mimética de Norberto Elías.1 También puede descodificarse desde la misma óptica el pensamiento expiatorio de Rene Girard2: son ambos estrategias para reconducir la violencia individual pero dando salida a la misma; atemperándola en algunos casos, o reduciendo su extensión potencial, pero sin eliminarla completamente pues que la violencia -en su sentido más amplio y vital e en tanto imposición individual- es el motor real todo lo humano, incluso de nuestra benevolencia (pues puede entenderse ésta como nuestra capacidad de experimentar el dolor como una solución más para seguir haciendo la violencia individual compatible que la continuidad en el tiempo del grupo; y, lamentablemente, si debido a causas evolutivas te vedan finalmente la violencia dentro tu propio grupo, la buscamos fuera en las víctimas que nos son culturalmente ajenas, como evidencia la historia y la también toda actualidad humana).
El ruido y la furia del actor sobre el escenario que sí significa algo: Pues que en esta metáfora shakesperiana (que no aparece en la obra de Bourdieu, por cierto) ya se vislumbra un sentido relacional respecto de una audiencia -un contexto socio-generacional potencialmente en su entera extensión cuantitativa- que ya sabemos está afectivamente involucrada en lo que ve (pues que en el espectáculo social se están jugando los espectadores, en realidad, nuestra propia corporeidad, o así al menos resuenan en nosotros las desgracias/hazañas ajenas de las que somos testigos o de las que nos enteramos por otros medios). Pero, ¿qué es esto sino un entramado de producción de sentido que contradice el nihilismo de la cita original de ese particular paisaje de la obra de Macbeth (aunque eso no quita, claro, que tengamos que morir igual al final como los seres mortales que somos).
Denotación versus connotación en Bourdieu: De nuevo, es necesario entender la imposición distintiva en su plano estructural en el que este poder de connotación individual (como espacio individual de imposición estilística frente a la denotación normativa de la competencia lingüística estándar) resiste de alguna manera a la fuerza homogeneizadora que constituye la base del orden racional-cultural. Y por René Girard ya sabemos cuán violentos nos pone la indiferenciación como amenaza anticipada; pero, de nuevo, estamos ante una paradoja estructural similar a la del orden mitológico apolíneo-dionisíaco, en tanto que una parte resiste a la otra, pero con el efecto en principio contraintuitivo de reforzar la otra parte (y, por ende, el conjunto como sistema complejo).
La producción y recepción del lenguaje común por locutores que ocupan posiciones diferentes en el espacio social: He aquí la premisa base de la visión de Bourdieu respecto de la lengua, lo que obliga a incorporar una noción sociológica a la lingüística, si esta pretende abarcar el objeto último de su escrutinio, es decir, al sujeto lingüístico como hablante que es, antes que nada, un sujeto homeostático que ocupa física y corporalmente un mismo locus de pertenencia homeostáticaque, a su vez, se subdivide en diferentes grupos, facciones o clases. El sentido humano, pues, se funda en la singularidad corporal de cada uno que la evolución sociobiológica no ha obviado en tanto que grupos que preservan en el tiempo, sino que los grupos antropológicos han podido perseverar homogeneizándose precisamente porque refuerzan, a cada paso, la centralidad de la autoafirmación e imposición individuales.
La importancia de los bienes simbólicos en su vertiente estructural: La mecánica sociolingüística que esboza Bourdieu supone la efectiva reubicación del ímpetu homeostático individual respecto de un plano corporal real y doliente que se traslada al seno del grupo antropológico y cultural propio. De tal manera que la emotividad individual de cada uno tiene una salida real a través del lenguaje y el recurso al acervo simbólico común: puede ahora el individuo ejercitarse en su propio poder para hacerse entender por los demás; por transmitir su sentir personal a sus compañeros; y también por distinguirse de múltiples formas y artimañas originales y creativas; todo esto de una forma ahora incruenta, en principio, y que aboca a un estímulo cada vez más vivaz sobre el plano social endogrupal, lo cual supone cierta autonomía fáctica respecto al entorno, pues el centro de la vivencia antropológica es, efectivamente, la interactuación social en sí misma; y esto hace que la cohesión del grupo dependa más de las contingencias socio-afectivas que vayan sugiriendo entre los actores sociales que cualquier elemento externo al grupo, si bien en cualquier momento, y debido a la gravedad de las amenazas externas, puede revertirse el orden colectiva a un modo más evolutivamente arcaico que supone una dependencia estructural directa en la amenaza externa.
La diacronía antropológica en este aspecto bipartita: Pues que el proceso general de homogenización que supone toda cultura se sujeta en la fuerza contraria del poder individual de la distinción, creándose entre ambos elementos una simbiosis compleja en que la unión entre las partes es su continuamente reforzada separación. Porque la violencia de la autoafirmación individual homeostática es la constante principal de la homogenización identitaria, lo que obliga a que, según avanza ésta, nuevos contextos de definición y diferenciación individual hayan de aparecer: la experiencia humana grupal muestra a las claras cómo, por ejemplo, los bienes simbólicos son el instrumento primario y universalmente presente para esta función técnica, esto es, la de crear espacios para la imposición individual -en toda su “violencia” simbólica de autoafirmación, autodefinición y distinción-que, además de incruentos (en principio) alimentan a su vez el teatro socio-homeostático que es la vida pública y mediática para sucesivas respuestas metabólicas de parte de múltiples sujetos homeostáticos cuya propia corporeidad individual está icónicamente maridada con la zozobra y padecimientos ajenos contemplados (las neuronas espejo). He aquí el patrón base del tiempo humano colectivo, en realidad, existencial, en tanto que la voz consciente individual solo se experimenta de forma solipsista, cuando en realidad está sometida como engranaje al decurso colectivo en sí. Pero todo ser cultural e identitario que logre establecerse en el tiempo, estará necesitado acto seguido de nuevos y futuros estares; es decir, todo orden precisará de nuevos desordenes, y todo funcionalidad colectiva y social establecida solo perdurará en base a nuevas disensiones y nuevas fuentes de conflicto (en principio y necesariamente, incruentas).
Bourdieu no tenía recurso argumental a los conceptos neurológicos actuales. De tal manera, y siguiendo el hilo de los puntos anteriores, podemos conjeturar que los seres humanos somos una especie de capacidad simbólica precisamente debido a la posibilidad de compaginar la violencia individual como ímpetu y voluntad a la vida, con la continuada permanencia del grupo. Porque la imposición simbólica (una vez que se adquiere sociocorporalmente como competencia individual) sirve la doble función de facultar al individuo un espacio incruento de su propio poder de imposición a través de la expresión y construcción de sentido sociorracional, al mismo tiempo que como estímulo contribuye nuevamente al alimento digamos socio-homeostático colectivo en el tiempo. Pero incluso para Bourdieu esta mecánica que se basa en el cuerpo singular que se pone en la picota coercitiva colectiva de la pertenencia cultural (lo que él denomina el habitus y que para nosotros es el locus de la pertenencia homeostática), probablemente deba entenderse como más inconsciente que racional-consciente; o lo que hoy podría hacerse entender por medio del concepto de sistemas emergentes, respecto de fenómenos que hoy se dirían subcorticales (en oposición a todo lo que transcurre propiamente en el córtex cerebral).
La violencia humana se convierte en la producción «furiosa» de sentido: Pues que si la verdad tiene una función performativa que a cada uno de nosotros nos ubica al instante -y como por arte de magia- al centro del amparo colectivo, arropándonos en lo consabido y en una seguridad existencial que desde siempre ha tenido lo real entendido desde las coordinadas de cualquier experiencia cultural histórica, la política también aparece (también por arte de magia) al albor de cualquier discrepancia y diferencia de opinión que acontezca. Y así, la política para Bourdieu arranca de toda doxa que llega a cuestionarse, o que siquiera se llega a descodificar explícita y racionalmente, puesto que el conocimiento mismo se vive también como amenaza a la seguridad colectiva. Porque la mente humana solo es pensante a partir de una experiencia colectiva que nos faculta para ser socialmente (precisamente porque nos fuerza a pertenecer diferenciándonos), pero que vive como trauma el retrotraerse al origen de la unicidad múltiple sobre la que en verdad se asienta nuestra cognición: particularmente provocador resulta esto para la mente conservadora (o para una parte de todos nosotros) que rehúye la sensación de terror que inicialmente puede causar en nosotros el tener que dejar de dar por sentado algunas “verdades” que hasta entonces se hubieran considerado ciertas (hasta tal punto de ni siquiera haberlas tenido explícitamente en cuenta nunca). Pero es asimismo cierto que toda transgresión en este sentido cognitivo no deja nunca de fascinarnos por la seriedad profunda y socio-homeostática ( se diría hasta subcortical) que en nosotros remite.
Lo real como un “estado de la lucha de las clasificaciones”: Y como la verdad faculta la ubicación del cuerpo individual de cada uno al centro del amparo y seguridad colectivos, el no poseerla y el luchar, diente con garra, por imponerla, se vuelven fenómenos en realidad antropológico-estructurales respecto la experiencia sedentaria; experiencia para la que importa la ciencia, por ejemplo, no tanto en términos de lo que sabe o deja de saber, sino en tanto que proceso de ocupación temporal-existencial que tiene un significado inherentemente humano a partir de la configuración socio-homeostática de los grupos humanos (pues, hasta cierto punto, es tema en realidad secundario el desarrollo tecnológico a que conduce el avance científico cuando se piensa en la potencial en agregado de tejido economico -de producción, comercialización y educativo- que esta pecularidad filogenticamente evolucianda de nuestra cognición faculta a servicio del sostenimiento sedentario). Y en este sentido, política, religión y ciencia pasan todos a entenderse como grandes artefactos digamos miméticos de los que los grupos humanos -después las sociedades- nos hemos valido para dar sucesivos pasos más en la misma dirección de nuestro propio devenir, esto es, en la de reorganizar la violencia humana para poder seguir siendo nosotros en el tiempo sedentario. Pues por medio de nuestra imposición más fisiológica que físicamente cruenta sobre representaciónes simbólicas del mundo (que, no obstante, nos involucran moral y icónicamente como sujetos homeostáicos pertenecientes filogenticamente capacitados para condolernos, además, con el espectáculo ajeno), hemos podido montarnos digamos a lomos de nuestra propia hibris como especie para seguir la trayectoria de acomodo de nuestra propia violencia hasta el punto de requerir la conciencia y la razón humanas como instrumentos en este sentido de autogestión y autonomía necesarios para la continuidad temporal de la especie (o así al menos sería nuestra propuesta).
Después de todo ¿qué otra explicación puede tener la aparición histórica de la consciencia?
Mujeres urbanas aristocráticas en la ciudad azteca recreada en la película Apocalypto (2006)
Las diferencias jerárquicas dentro de los grupos, tanto antropológicos como los que constituyen muchos mamíferos (quizás respecto a algunas otras especies) son, aparte de su característica omnipresente en todo estudio del comportamiento de los seres vivos sociales, cruciales para la creación de la materia homeostática en el individuo que, a nivel sociofisiológico del conjunto, deviene en la articulación fáctica colectiva frente al entorno natural y exogrupal. Pero, particularmente para nosotros las diferencias sociales tienen el efecto de reconducir la violencia de nuestra misma imposición vital por perseverar en tanto cuerpos singulares, a un plano moral, más metabólico que físico que existe ante todo en nuestra propia intimidad psíquica y, generalmente, previa a cualquier acto individual que pudiera entenderse como colectivamente -o sea, moralmente– relevante para los demás.
Ese entorno erigido sobre la experiencia más sensoriometabólica y homeostática que física, que Norberto Elias entendía como espacio mimético1, solo toma forma a raíz de la autocoacción psíquica a la que se ve forzado el sujeto socializado por la configuración de su propio grupo de pertenencia: pues solo en tanto nosotros (y hasta cierto grado también los primates) tengamos que inhibirnos respecto nuestros propios impulsos vitales y ante las consecuencias que ya por experiencia social previa sabemos que nos esperan si nos excedemos en uno u otro sentido frente a lo consabido; solo cuando nos anticipa inequívoca la incompatibilidad de nuestras pulsiones singulares y la posibilidad de continuar amparados por el entorno humano próximo del que dependemos, entonces es cuando nosotros tomamos plena conciencia de nuestro yo moral que, en su concepción más funcional, solo se habilita en realidad a partir de los demás, pues son el verdadero porqué de mi propia (socio)racionalidad que, en ausencia de ellos, pierde su razón de ser.
A grandes rasgos, por lo tanto, puede considerarse la materia metabólica (es decir, la vivencia senorial, homeostática además de neuroquímica) con la que brega el individuo social en su afán jamás colmado de la pertenencia, como el dispostivo que, más que suprimir la violencia vital de los individuos por perseverar, la transforma y la traslada a un plano en esencia viritual, postergando al menos transitoriamente la violencia física cruenta; no otra, aseveramos, sería la mecánica original y aun subyacente la la moralidad humana que pone al centro de la realidad social la misma homeostasis individual.
Es decir, solo soy un individuo consciente en tanto dependa de un colectivo al que me someto a cambio del amparo existencial que ofrecen ante la indefensión de mi propia singularidad corporal; que es mi cuerpo que se vale de los procesos homeostáticos que en él rigen para habilitarme metabólicamente como parte de la unicidad singular de los nuestros, de la que, no obstante, pende evolutivamente mi propia continuidad vital in corpore y pese a su (no tan) evidente calidad de constructo socio-metabólico colectivo.
Pero que el sentido de la coacción originalmente física respecto, por ejemplo, las hembras alfa a las que los demás primates pertenecientes no se pueden acercar so pena de la respuesta ultra agresiva del número uno macho, no debe engañarnos respecto al fondo del asunto: que la coacción como violencia en general (tanto en el mundo animal como en el humano) tiene un sentido propio de lumínica claridad para todos, puesto que en el asunto nos jugamos, sencillamente, la integridad física de cada uno. Precisamente porque esto es así, no desaparece nunca del orden antropológico la posibilidad de revertir, una vez más, a la instrumentalización de la violencia en forma de pendencias, pugnas y, en última instancia, la guerra, como formato o configuración low cost de la viabilidad sedentaria.
Es decir, lo que lleva implícito la violencia es la posibilidad de ese punto cero inamovible (porque en el consumarse no existe ya rival alguno) sobre el que puede, por fin, empezar a erigirse, en el caso nuestro, la cultura: porque la pertenencia, y por ende la continuidad del grupo en sí, se refuerza a partir de espacios metabólicos no físicamente cruentos en los que sí tiene cabida la emotividad biológico-homeostática de los individuos sin que se resquebraje el conjunto, y canalizando al mismo tiempo la mayor capacidad de agresión en el individuo, en general, hacia el plano exogrupal.
La misma sociobiología de los mamíferos en general, incluyendo a los seres humanos, lleva ya incorporado una mecánica de este tipo, salvo con la puntualización que en nuestro caso ha conducido a la aparición de la conciencia (sea lo que al final ha de ser eso que está, por lo visto, pendiente todavía de una mayor aclaración). Pues una forma de concebir lo sedentario frente a la historia humana todavía no dependiente de la agricultura es la de una ampliación mayor de esta original pauta de derivar lo físicamente cruento hacia vivencias más metabólicas que está ya en la fisiología animal no humana (temas de Konrad Lorenz²). Es en este sentido que las diferencias jerarquícas dentro de un mismo grupo -o sociedad-(que es sin duda otro universal cultural humano) pueden concebirse positivamente como un punto cero inamovible y frente al cual todo individuo no tiene más opción que acatar o, puntalmente, soslayar o hasta directamente transgredir en uno u otro grado (pues incluso en el mundo animal el organismo homeostático no está condicionado de ninguna manera a reaccionar siempre de la misma idéntica forma pudiendo incidir múltiples factores); pero, en cualquier caso, las temidas consecuencias y la anticipación psíquica respecto a ellas ante las diferentes posibilidades de conducta personal, devienen en ni más ni menos que el fundamento de nuestro yo moral.
Lo que sería algo así como el crítpico motor virtual o secreta bomba de calor del tiempo sedentario en sí, y que estaría al centro de la viviencia metabólica y nueroquímica de cada uno de nosotros. Percáctese, por otra parte, de la cuestión del gasto energético metabólico que suybace -bajo una aparienca más fija y como estancionaria- a la posibilidad sedentaria y que se infiere de lo hasta aquí argumentado.