Patrias metabólicas(5): el poder de la religión

Portada dicográfica del año 1977

Si es teóricamente viable que la religión procede, en realidad, de la cuestión estructural de una socio-fisiología de los grupos humanos originalmente nómada que tiene que adaptarse luego a la agricultura en el neolítico, el poder de los dioses antropomorfos sería precisamente de tipo metabólico, en tanto espacio virtual habilitado para continuar digamos la otrora física travesía que hubiera quedado interrumpida por la aparición-consolidación de la antropología agraria. El poder de la religión sería, por tanto, su efecto vivificador respecto el plano sedentario colectivo e inmóvil; poder que realiza el trasbordo o transferencia de una violencia corporal real a un plano moral y fisiológico en base a la mecánica socio-homeostática de la pertenencia identitaria del individuo al grupo cultural, y en pos de la convivencia y preservación, en ultima instancia, de los cuerpos físicos.

Esta capacidad supone, asimismo, cierta sustanciación moral de la psique humana1 autocoacción psíquica de Norberto Elías pues se trata de un requisito técnico, en realidad estructural, que el individuo socializado acarrea con mayor peso moral respecto a su propia imagen social (una capacidad ampliada y mucho más práctica de la culpa, por ejemplo) para crear un mundo no físico (inicialmente) que, sin embargo, retiene una poderosa impronta homeostática para el sujeto social, respecto de sus expectativas de seguir o no dentro de la pertenencia colectiva, según una u otra conducta personal que adopte. Y con ello la violencia física queda, por lo general, reservada para el plano exogrupal permaneciendo en la mente del sujeto socializado como un imaginario de un severo acatamiento metabólico que solo, por lo general, barrunta una futura violencia como tensión que, en última instancia, nos sirve a todos nosotros para, así mortificándonos por adelantado, perseverar socialmente y de forma si acaso emocionalmente violenta, pero sin que nos abismemos apenas nunca en la violencia real y físicamente cruenta (¡si bien, el temor a que eso ocurra es preciso desde una óptica estructural que no nos lo quitemos del cuerpo nunca!).

Pero sobre todo, nos proporciona una espacio para nuestra propia imposición personal y “violenta”, en tanto que vivimos nuestra propia autodefinición moral (frente siempre a nuestras pulsiones emotivas y sub-corticales) como el mayor “gozo” vital que podemos conocer que es el de ser nosotros mismos, una y otra vez a lo largo de nuestra trayectoria personal y hacia la paulatina consumación de nuestra bisoñez.

Y estructuralmente, el poder de lo religioso es pues hacer colectivamente sostenible nuestra relación con la violencia al viritualizarla como dispositivo y espacio metabólicos (más de naturaleza moral que directamente corporal): o también pudiera entenderse como un aprovechamiento de la experiencia fisiológica (la emotividad y la homeostasis como plano sensorio -respecto al mundo real y también a las imágenes mentales en general-) frente tanto a la corporalidad como también a las ideas. Es decir, la relación mente y cuerpo se amplia ahora a una tercera categoría que podíamos entender como metabólica (fisiológica y acaso electro y neuroquímica; que ni es totalmente corporal ni exclusivamente conceptual) como hilo del que la antropología sedentaria dependiente de la agricultura no tiene más remedio que tirar y progresivamente desarrollar.

Y sería preciso, acaso como paradoja, reconocer la importancia del dolor respecto a los más cotidianamente allegados, pues la inmovilidad sedentaria obliga mucho más a la interacción social (¿de qué otro sitio puede agenciarse material metabólica sino a través de las estructuras semióticas compartidas que posibilitan a la vez que se alimentan de la comunicación interpersonal?). Y, frente a las imágenes y los conceptos que percibimos que son relevantes y que nos pesan de alguna manera respecto de nuestra propia pertenencia social, se erige el dolor, aflicción y sufrimiento ajenos y que vemos que acometen a  nuestros congéneres más próximos, como centinela regidora alternativa; como también eje sin duda metabólico de nuestro yo social que se ve puesto a prueba a través los infortunios ajenos (de todo tipo, respecto la violencia humana, los catástrofes naturales o la zozobra simplemente emocial del individuo afligido): porque de alguna manera lo que vemos como el sino vital de los otros, es también inexorablemente el nuestro en potencia.

O sea, ante la paradoja de que sea el dolor y sufrimiento humano lo que de alguna manera nos espolea respecto nuestra propia humanidad como individuos socializados, y de que ese dolor, aflicción y zozobra no puedan desaparecer del escenario social como verdadero alimento metabólico para los habitantes sedentarios, no tenemos más opción que aceptar y acarrear con ello. Es decir que abordar el asunto de forma racional implica aceptar una ciertamente insidiosa complejidad (y complicidad) entre la violencia y el dolor, en tanto son las dos caras de nuestra propia elevación humana (no como especie viva sino según la otra acepción en castellano de lo humano). O sea, la racionalidad es algo así como un puente entre ambos, que no los anula sino que hace que se compatibalicen de alguna manera entre sí, y en tanto lo racional se comprenda como patrimonio, en realidad, del colectivo cultural al que usted, como usuario antropológico, tiene todo derecho a usar (o particpar de ella, sería mejor decir).

¿O nunca se le ha ocurrido la noción de que usted es racional debido en realidad a los otros y cuya presencia le es, por alguna razón poca clara (pero intensísima, sin duda) tan perentoria, tanto físcamente como en forma de imágenes (que son igualmente relevantes considerándolas desde el punto de vista de la homeostasis)? Y es que el propósito evolutivo de nuestra propio yo es poder ser y realizarnos en función de los demás: aunque esto suena sospechosamente a “espiritualidad” pues religión y lo racional coinciden sobre este punto, en que ambos dos constituyen un vínculo entre el individuo singular y la realidad o “verdad” evolutiva que son los grupos humanos culturales.

Y ambos son, por tanto, dispositivos de amparo fisioexistencial para cuerpos singulares vulnerables que, en el pertenecer, se abren a la vida en tanto orden o regimen antropológico (cualquiera, el que sea) por medio de nuestra imbricación neurofisiológica y homeostática con lo colectivamente consabido (respecto de una experiencia cultural determinada cualquiera, la que sea de que hayamos dependido en la niñez respectiva de cada uno y una).

La religión re-liga el ser otra vez con el estar, pero lo racional es incapaz de volver a unirlos puesto que el ser es un apéndice de un estar siempre anterior. En este sentido las religiones incluyen vivencias rituales cuyo sentido no es intelectual sino, en realidad, de caracter corporal-emotivo y estético: por eso lo racional ha sido en la práctica histórica de las sociedades sedentarias tan dependiente de los espacios artísticos y deportivos, siendo ambos formas de sentido no razonado.

Nunca ha podido lo racional bastarse por sí mismo respecto a las sociedades históricas y su sostenimiento antropológico.

El ser cuando se aisla del su propio estar y cuando el espacio lógico de al menos una explicación cosmogónica se le escatima, no tiene más opción que servirse de la vivificación sensoriometabólica para así poder seguir ejercitándose en el yo social que nos obliga a cada uno de nostoros: pero eso no se entiende de forma racional sino estética (de cárcter electro y neuroquímica).

El ser en este sentido es huerfáno inconsicente de su propia orfandad. Y la religión, desde esta óptica, se puede apreciar, por fin, en su función estrctural y técnica respecto de la antropología sedetaria partiendo de la cognición nuestra y la escisión entre cuerpo y cerebro-sistema nerviosa sobre la que se basa.

El sacrificio trascendente entendido a lo Konrad Lorenz como estructura moral filogenéticamente evolucionada (1)

Imagen de la época de la Segunda guerra mundial

Crear lo trascendente a través del sacrificio, pero ¿por qué es tan importante lo trascendente?

También que la vacuidad neurológica utiliza la violencia para rellenarse del sentido de la violencia misma (que el cuerpo humano la entiende y por tanto puede buscarse como forma de amparo gozoso de autoimposción para el cuerpo socio-homeostático).

Pero el dolor como consecuencia que padecemos y que testimoniamos en la brutalidad que irrumpe sobre el espacio colectivo de nuestra propia pertenencia, hace que rehuyamos la violencia.

Y así nace la cultura tal y como nosotros la entendemos, o sea, la sedentaria.

Pero al sentido de la violencia no se renuncia sino que la reconvertimos en vivencias miméticas (inicialmente incruentas) y dada la fuerza disruptiva que es el dolor padecido, pero cada vez más también el que presenciamos en el prójimo.

Y es la zozobra-dolor de los otros que presenciamos y que nos exige una reacción visceral y autoafirmadora en tanto los sujetos socio-homeostáticos dependientes que somos, iría alimentando continuamente el yo moral y socializado de cada uno, para así apuntalar el tiempo sedentario generacional.

La violencia es, pues, cada vez más de carácter metabólico (y neuroquímico), que transcurre en la vivencia íntima del sujeto socio-homeostático; y que va poco a poco inclinado la balanza proporcional respecto una violencia moral frente a la corporalmente cruenta y real, a favor cada vez más de aquélla.

Surgen, entonces, lógicas en la forma de postulaciones no susceptibles de refutarse –ficciones– que se articulan a través de narrativas respecto de lo que en realidad es una cierta mecánica antropológica y socio-homeostática universalmente subyacente: dichas narrativas pueden ser de cualquier tipo siempre que sean sociomoralmente relevantes para todo individuo socializado.

Junto con alguna forma de narrativa se proliferarán también múltiples formas de contextos ritualizados que, precisamente porque implican la participación física, suponen una forma de amparo e integración antropológicos que requiere menos de, y como con cierto alivio respecto a, las conceptualizaciones culturalmente consabidas (pues que solo con el mayor esfuerzo energético busca el cuerpo auxiliarse en nuestra otra parte más racional).

Ocurre entonces cierta sublimación de la violencia, pues ya no tiene cabida en el contexto sedentario endogrupal la brutalidad más descarnada, sino solo en forma más fisiometabólica que corporal de los espacios miméticos. Por ello y por lo general, la violencia letal tiende a ubicarse allende las consecuencias morales para con nuestros propios compañeros homeostáticos.

Entonces, cual sirena ambivalente que atrae al mismo tiempo que atemoriza, la beligerancia entre grupos, feligreses y naciones nos llamará al retorno a nuestra propia matriz patriótico-vital (o al menos así se nos empuja en el cultivo no explicito de ese sentimiento); eso, la mayor parte del tiempo, como barrunto a temer pero que pocas veces acaba materializándose (corporizándose); y nunca para la inmensa mayoría estadística (punto clave en la que apuntalar la complacencia base de la sociedad de consumo, ojo).

Pero tal es la fuerza de atracción-repulsión que ejerce la guerra sobre la antropología sedentaria, por razones estructurales y socio-cognitivas, puede decirse sin ningún género de duda que, aunque usted no haya hecho ni hará nunca el servicio militar, hemos nacido todos ya incorporados a filas.

Es decir, parece poco discutible que se trata una cierta preconfiguración sociobiólógica cuya lógica evolutiva es cristalina, que es -sería- la de extirpar la brutalidad más corporal e inmisericorde del endogrupo propio de pertenencia, reorganizando nuestra relación con la violencia de tal manera que se hace dependiente, de ahí en adelante, de los grupos humanos rivales. Y lo que no se puede hacer en el grupo propio, bajo el anatema más severo (como amenaza directamente letal o su equivalente que es la expulsión, bien física o bien moral), el individuo sí que puede embeberse de su propia furia homicida respecto todo cuerpo culturalmente ajeno como víctima, tanto en forma de enemigo combatiente como tambien respecto a cualquier civil, como se constata en el repaso más somero de la historia universal humana.

Y parecería asimismo evidente que la experiencia sedentaria a partir de la agricultura intensiva se hubiera hecho dependente tambien como sistema en el tiempo de una violencia entre grupos y territorios diferentes. Son innumerables los estudios etnográficos modernos que atestiguan este hecho incluso respecto de sociedades sedentarias pre y semi-agrarios1 ; por otra parte y respecto la consolidación de los Estados europeos modernos, el libro de Charles Tilly2 es condundente en este mismo sentido.

Y esto puede entenderse, al mismo tiempo, como un paso más en el mismo camino cultural hacia lo mimético (en el sentido norbertoeliasiano del término), en tanto que se produjo (se sigue produciendo aún) una tendencia hacia la sublimación de la violencia, desde el neolítico y a través de los milenios.3 Esto es, de la misma manera que la viabilidad sedentaria endogrupal se sostiene sobre esta tendencia a reconvertir la violencia corporal en vivencias metabólicas y neuroquímicas (como por ejemplo, la moralidad misma como mala conciencia y la vivencia individual de la culpa, etc.), también se valen los contextos sedentarios complejos compuesto de múltiples grupos humanos diferentes, de la sublimación de la guerra, el combate y el pillaje frente a sus enemigos (o mejor socios, desde una óptica sistémica en el tiempo antropológico). Pues se está efectuando a fin de cuentas la misma operación reduccionista de la ratio entre cuerpos humanos físicos consumidos (o sea, las bajas reales en el conflicto) y los beneficiaros sensoriometabólicos últimos de cada una de las partes en pugna.

Porque, como ya sabemos, cuanto más fisiológica y neuroquímica que sea nuestra relación con la violencia (a través de vivencias estéticas de su contemplación como espectáculo y representación; de su ritualización y culto respecto de objetos de poder -las armas de cualquier tipo y época- como atrezo), menos cuerpos humanos reales harán falta para alimentar el motor real del sedentario, que sería algo así como sobre todo la amenaza barruntada del retorno de la violencia pero que, sin embargo, pocas veces, o solo puntalmente, se acaba materializando.

Es decir, la fundamental complacencia existencial que implica, por ejemplo, la sociedad de consumo, depende de cultivar esta suerte de ilusión de la que parece que inexorablemente dependemos en nuestra propia sociobiología; el espejismo de una violencia que probablemente no tendría por qué existir hoy desde un punto de vista ético e incluso tecnológico, pero a la que nuestra propia cognición socio-homeostática parece subsumida sin remedio (o al menos así lo parece señalar la historia humana universal hasta hoy).

Apunta asimismo en esta misma dirección el paralelismo histórico entre la emergencia y popularización de los nuevos medios de comunicación (a partir de la imprenta, tanto respecto la letra empresa como imágenes, pasando por el desarrollo del periodismo escrito y fotográfico, la telegrafía y telefonía, el cine mudo, hasta la radiofonía e inicios de la televisión) y la aparición moderna de las naciones y los movimientos nacionalistas que -a escala finalmente global- las acabaron consolidando. Y es que la expansión de los marcos miméticos a través de la comunicación deterimina así también mundialmente una misma o parecida relación con la violencia, esto es, a través un mismo patrón de de organización socio-homeostática que se sujeta como sociedad en contraposición a la violencia extrema de la guerra, sobre todo como amenaza que acecha y que solo puntualmente se materializa.

Y aunque esto no quiere decir que la especie humana esté condenada a padecer, una y otra vez, su propia genética en detrimento de sus posibilidades culturales de rebasar su propia configuración evolutiva (que de esto también tenemos larga tradición), sí que quiere decir que si no se entiende cómo nos relacionamos con la violencia en tanto sociedades sedentarias, no se podrá entender el tema central que, en realidad, ocupa el centro críptico de nuestro presente (y sin prejuicio de que otros ya lo hayan entendido y asumido como supuesto técnico al que hay que dar necesariamente por sentado).

Quiero decir que posiblemente tenga alguna importancia en algún momento que se entienda, aunque de esto, a decir verdad, no tengo yo garantía firme alguna.

Pero digo yo que sí, que la tiene y que la tendrá. Y de esa convicción me valgo yo, un día sí y otro también.

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1 Marvin Harris Vacas, cerdos, guerras y brujas: los enigmas de la cultura (1974); Ximena Chavés Balderas Sacrificio humano y tratamientos postsacrificiales en el Templo Mayor de Tenochititlan (2017); Jared Diamond Armas, gérmenes y acero. Breve historia de la humanidad en los últimos 13 mil años (1998); Farabee, William Curtis The Central Caribs (1924); Godelier, Maurice La producción de Grandes hombres: Poder y dominación masculina entre los Baruya de Nueva Guinea (1982), son algunos más a mano que puedo mencionar.

2 Coercion, Capital, and European States, AD 990-1992 (1990).

3 González Rubial, Alfredo Tierra arrasada. Un viaje por la violencia del Paleoítico al siglo XXI (2023)

(II)

Concepto y fisiología de sacrificio

Parecería históricamente como la comprensión óptima de las muertes ajenas; es decir, se trata de una aproximación a la mecánica real de lo sedentario que convierte la generación ya presente en atrezzo del siguiente, pues cada generación ha de vivir el solipsismo de su propio ímpetu vital y el decurso de su propia bisoñez. La idea del sacrificio como combustible viene muy bien para codificar esto como concepto. Aunque sacrificio también implica cierta urgencia o solemnidad moral, cosa que se entiende de gran importancia porque se tiene que ahuyentar a toda costa caer estructuralmente en lo anodino. La idea de sacrificio facilita en su carácter grave y solmene lo que estructuralmente es, en realidad, algo anodino desde un punto de vista del tiempo colectivo más allá de una generación. Pero es también concepto extremo; y esto puede explicar el porqué de traspasar esta idea a una ritualidad práctica (que por tanto no necesita pensarse explícitamente) que nos evita la amargura de rumiar la destrucción y perdida de nuestros congéneres (ellos y su suerte que, subcorticalmente, nos importa más que a nosotros mismos…)

Tambien esto explicaría la diferencia entre la violencia endo y exogrupal.

Un himno védico a la diosa tierra:

Atharvaveda XII

….13. La tierra en que ellos (los sacerdotes) acotan el ara (vedi), y, dedicados a toda obra (sagrada), practican el sacrificio,en la que, frente al sacrificio, están colocados los postes sacrificiales, erguidos y brillantes, ¡que esta tierra nos haga prosperar, prosperando ella misma!

14. Al que nos odia, oh tierra, al que nos combate, al que se nos muestra enemigo con su ánimo y con sus armas, ¡somételo a nosotros, anticipando con obras (nuestros deseos)!

Es curioso cómo la decimotercera sutra introduce la idea fuerte de sacrificio (si bien se entiende en términos de objetos, quizá animales, pero en ningún caso seres humanos) es seguida por una referencia a los grupos ajenos, los que no somos nosotros. Y ahí sí que es lícito matar y herir; y todo esto puede entenderse como una natural -aunque paradójica- evolución a partir de esta escisión original que hace que rehuyamos el dolor ajeno de los nuestros (porque amenaza con disgregar el grupo), pero que gravitamos hacia él precisamente respecto a los grupos ajenos—porque surte el efecto de reforzar nuestro propio grupo y respecto al menos los contextos más sedentarios en tanto que empieza a surgir el problema de que, para mantener la viabilidad colectiva original hay que buscar fuentes diferentes y culturalmente ajenas de dolor y zozobra: un dolor ajeno que ahora nos es lícito «disfrutar» precisamente porque nuestra cognición depende de una vivificación subcortical que, sin embargo, no podemos permitir de forma endogrupal puesto que atenta contra nuestra propia unicidad colectiva. Y la guerra se convierte -o que era desde siempre respecto la experiencia sedentaria-una forma de solemne y sagrado entretenimiento debido a cómo funciona nuestra cognición.

(III)

Coloquios perrunos


Se le revela al sistema mismo su propia oquedad que se asienta sobre una visceralidad socio-homeostática que, aunque acabe sujetándose en la racionalidad respecto a su propia continuidad en el tiempo, llega a un punto en que no tiene más opción que rechazar la racionalidad debido al problema también base de que no puede afrontar su propio origen violento (siendo entonces necesario retroceder quizá de la idea misma, o al menos dejarla en conocimiento mitológico o esto respecto el funcionamiento efectivo del espacio sedentario en sí). Y aquí surge y se afianza el papel de la violencia, particularmente la guerra, pues su sentido sí que puede seguir adelante ya que es tan perenne y será tan eterno como lo puedan ser los cuerpos humanos como especie: precisamente porque el sentido de la violencia lo llevamos inherente a la experiencia física y socio-homeostática; que todos la entendemos a la primera y sin confusiones ni matices, hasta el punto de rivalizar de forma permanente con todo otro sentido humano que se eleva apenas por encima de lo estrictamente dóxico.

Salida: renunciar a saber más, que esto de alguna manera ya forma -formaba- parte de la cultura universal sedentaria; que posiblemente el anatema más severo y universal de no atreverse a sobrepasar lo consabido, si bien se presenta como en realidad una admonición de estímulo, posiblemente tiene, en realidad, una función enrevesada de hacer que sea también aceptable que renunciemos a saber más pero sin que sea necesario razonarlo (puesto que el fondo de nuestra naturaleza impositiva, incoativa, no nos lo permite, a la manera en que la función de Cristo puede también entenderse como una forma proactiva de ser objeto, bajo una, en cierta medida falsa, presentación de nosotros mismos como sujetos activos).

Pero esto aboca a la peor pesadilla heideggeriana posible, que sería un desvelamiento técnico de las cosas que no sólo no fuera capaz de preguntarse por la técnica misma (solución que ofrece Heidegger), sino que tuviera que empeñarse precisamente en seguir ciegamente su actividad desveladora como forma efectiva de no pensar más.

La otra salida: «stop making sense», pero en el sentido que lo esgrimían los Talking Heads, que sería el del posmodernismo cultural pero entendido en un sentido de más peso intelectual, esto es como contrapunto respecto una modernidad firme que nunca puede evanecerse realmente.

Es decir, el posmodernismo cultural entendido desde una óptica antropológica tempo-estructural y en tanto se base precisamente en el cuestionamiento crítico de falsa seguridad positivista (puesto que la razón humana es siempre camino que, al abrirse, se cierra sobre sí), supondrá una solución real al problema central de lo sedentario, y eso cuantas veces las antropologías terrícolas alcancen cierto punto de desarrollo técnico, una y otra vez.

Si bien otro tema aparte es si queda disponible suficiente energía metabólica en uno u otro punto histórico…

Pero, ¿es evidente para cualquier observador de la historia que el posmodernismo cultural posterior a la SGM ha sido diseñado y gestionado por el hombre mismo? ¿Existe la posibilidad de ilustrar con datos este aserto? Es decir, una condición posmoderna tal y como se fue evolucionando la historia después de la SGM no hubiera sido posible sin gestionarla pues que el ímpetu violento que subyace a la cultura (el sentido mismo de la violencia) hubiera vuelto a imponerse (pero entonces, desde esta óptica, la Guerra Fría hubiera sido una falsa escenificación para tapar un problema real más profundo, si bien la lógica nos vale en tanto que fuera, precisamente, la amenaza de destrucción mutua lo que permitió una estabilidad digamos protegida para que pudiera darse el posmodernismo cultural tal y como se conoció).

-Vale, pero la configuración del entramado conceptual sobre el que se basó la Guerra Fría no parece que pueda cuestionarse, pues presta una credibilidad lógica imbatible sobre la que solo cabe emitir opiniones, pero no conocer realmente (o sea, muy bien puede ser que no hay nada que conocer, que fue lo que aparentó ser)…que está –estaría–requetebién protegido el tema profundo, digo.

-Eso es, estimado Berganza, exactamente.

-Y percibo punzante vaho cítrico ¿no te parece?

Vale