Tema de la venganza como causalidad insoportable (sobre todo para el grupo). De manera que este proceso girardiano de desviación (que está presente en las observaciones sobre el mundo animal de Konrad Lorenz también) y descrito en La violencia y lo sacro (1972) como recurso propiciatorio, tiene el efecto de convertir lo causal en correlativo que es el plano propio de la vivencia fisiológica nuestra, y lo que en el contexto de los grupos humanos supone favorecer una lógica estructural más profunda y de la que toda causalidad sociorracional es, en realidad, apéndice subalterno.
Porque postulamos que la intersubjetividad solo se convierte en tal gracias a su carácter necesariamente más causal (es decir, comprensible por tanto para todos), pero su función estructural es, sin embargo, el de garantizar y asegurar el plano correlativo de la vivencia socio-homeostática colectiva en su continuidad en el tiempo: por esta razón toda ontología vista desde esta perspectiva más profunda deviene por lo tanto en mera contingencia, si bien retiene como ontología su propia coherencia sociorracional y simbólica aunque de forma crípticamente escindida de lo realmente sustancial, es decir, la vivencia metabólica en sí misma independientemente de cómo se procese posterior y sociorracionalmente sobre un plano cultural y semiótico cualquiera.
Y sería de esta manera que llegaríamos una u otra vez a situaciones en las que tener razón en un sentido analítico y culturalmente racional no fuera, en realidad, certero por cuanto no relevante en un sentido más profundo y por tanto de carácter erróneo, si bien no explícitamente entendido como tal, pero sí con frecuencia intuido. Ejemplo clásico de esto sería el heliocentrismo frente a una visión geocéntrica; oposición o dicotomía que cabe entender como en cierto sentido inválida por cuanto solo de forma analítica nos relacionamos con el primero (como punto clave y de arranque respecto al constructo abstracto -pero empírico sin duda- del concepto de sistema solar y todo de lo que de ello se sigue), mientras que nuestros cuerpos y el entorno correlativo (y homeostático) del que dependen no puede dejar de vivenciar dicha relación de forma siempre visceralmente geocéntrica y pese a la aparente sinsentido intersubjetivo que supone.
En términos renegirardianos, entonces, la necesidad de una víctima propiciatoria ha de ser necesariamente de caracter propiciatorio, esto es, una persona, animal, objeto o idea (finalmente mitológica, que es evidentemente la mejor opción ) cuya destrucción a favor del colectivo no suponga la necesidad por parte de nadie de un acto vengativo sucesivo. A favor del grupo porque rompe precisamente la lógica causal al tiempo que permite la imposción humana ritualista y como espectáculo del que nos beneficiamos todos los pertenecientes de la muy infame unanimidad violenta a la que, por otra parte, nuestros cuerpos no pueden resistirse (pero nuestro mente como voluntad, sí). Y como todos ya sabemos, el mejor chivo expiatorio que hay son los cuerpos culturalmente ajenos, justamente porque el espectáculo de su desprecio y maltrato suele tener consecuencias morales diferentes, atenuadas o ausentes del todo dentro del contexto de nuestra propia pertenencia cutural.
He aquí, pues, otro buen argumento (ya clásico) de que el bienestar colectivo se basa, en realidad, en una garantía del espacio fisiológico correlativo que la causalidad más firme puede destruir, y de la que los grupos humanos, a veces, tienen que blindarse. Naturalmente, esto empezó a contemplarse a través de narrativas mitológicas, ¿pues cómo entender analíticamente que a veces la razón es enemiga de la cohesión en el tiempo del grupo, y que como conocimiento esta idea compleja se sale del plano correlativo y no es, entonces, muy útil para la vida física y social? Y de hecho aún a día de hoy seguimos relacionándonos de forma elíptica con este tipo de complejidades (que vemos, precisamente como paradojas cuando quizá no sean exactamente eso sino un reflejo de una lógica compleja que atañe a otro plano por encima del directamente socio-homeostático).
¿La gran prueba de la supremacía antropológica de lo correlativo sobre la causalidad?
Porque la causalidad en su modo más firme es producto posterior de un plano correlativo múltiple anterior al que solo podemos aproximarnos por medio de un arduo esfuerzo analítico; si bien, en ningún caso cabe vivenciar la causalidad de forma socio-homeostática puesto que es el mundo humano analítico y ontológico que, alimentándose de lo correlativo anterior, se sale acto seguido del plano corporal-antropológico. Y es que al locus socio-homeostático propio de los cuerpos antropólogos, siempre ha de tornar el logos culturalmente determinado (cualquier que sea), pues es ley de vida que impone ni más ni menos que la cognición humana. Hasta para los mejores y más prestigios científicos. ¿Dónde si no gastarse tan alegremente sus duramente ganados y acaso escasos sueldos?
Evidentemente, la Sociedad de riesgo se refuerza a partir de esta división (pero que es también un continuo) entre estos dos modos cognitivos distintos. Y es dentro, por una parte, del reino de lo racional y consabido (señorío, en última instancia, de la razón técnica, de la ciencia y del mismísimo yo socializado de cada cual) en el que somos -porque nos proyectamos hacia el futuro apoyados, cabe decir, por una intersubjetividad individual a la vez que estandarizada. Mientras que en la periferia (que lo es porque menos consciente, más límbico y previo casi del todo al lenguaje) siguen estando nuestros cuepros bajo el regímen correlativo y menos racionalmente articulado del Cerebro automático, si bien no estoy hablando de ningún desplazamiento físico sino metabólico, acaso también decir neuroquímico, etc.
Porque, como ya sabemos, así anda el juego de la antropología agraria, qué se le va a hacer. Y juego en el que siempre gana la casa al final (si acaso sea necesario recordárselo).
Argumento que la evolución humana se ha detenido puesto que quedan más restringidas las fuerzas de selección natural puede rebatirse, según al autor a partir de los siguientes puntos:
-Las fuerzas de selección natural no son -o pueden no ser- el único motor de la evolución de las especies
-No parecería ser suficiente argumento el que los unos nos cuidemos de los otros en la experiencia civilizada
Los nativos de la isla de Naru:
Presenta el autor de forma un tanto sibilina -en tanto imagen que suelta pero sin comentario explícito- el tema de la diabetes en las poblaciones en realidad actuales respecto a la sociedad contemporánea del consumo. Y es que la medicina no entiende de forma concluyente el porqué del aumento de dicha enfermedad que se ha dado en los últimos 40 o 50 años en el mundo industrializado; esto es, que el autor cita a un caso etnográfico para, en realidad, intentar apoyar una tesis parecida respecto al mundo industrializado (y respecto a la cual no se tiene aun hoy en día explicación concluyente alguna).
Pero se trata de una suerte de yuxtaposición temática que, sin embargo, no se explicita en el artículo, lo que se convierte en un problema al suponer (porque, evidentemente hay que aceptar sin ambages la clara solidez intelectual del autor) que de este hecho (respecto la diabetes actual en la sociedad de consumo y el que no se tenga una comprensión cabal por parte de la comunidad científica), está Sampedro evidentemente enterado.
La reducción dental cuando la dieta de cazadores/recolectores se fue sustituyendo por la emergente agricultura a inicios de la revolución neolítica:
Esto es, lo primero fue inventar la agricultura, lo segundo evolucionar hacia la reducción de los dientes; pero en un tiempo y en un contexto donde los que no llevaran dicha mutación quedarían progresivamente eliminados gracias, simplemente, a la muerte entendida en un sentido darwinista, respecto un tiempo todavía no consolidado y en el que los agrícolos acabarían por dominar en un sentido simplemente numérico (y no necesariamente imperial ni invasor).
La tolerancia a la lactosa en la edad adulta
Pero de nuevo, este cambio no puede iniciarse como proceso sino en coincidencia con la desaparición gradual de los otros; que es esta desaparición de los otros lo que hace que sea dominante -y al fin definitivo como cambio evolutivo- la aparición “mutante” original; de forma que se puede decir que la muerte es el vector y agente real de todo el proceso. Pero, posiblemente, hoy el hecho de que existen personas que sean aun intolerantes en este sentido, puede reflejar el carácter no culminado del cambio, por lo que dicho rasgo no desaparece del todo dentro de las poblaciones humanas actuales precisamente por eso: porque no le damos, así como así, rienda suelta a la muerte en las sociedades humanas, sobre todo agrícolas.
Porque este embate que supone la aniquilación frente a la que toda forma de vida o especie ha de forjarse biológicamente y, frecuentemente como grupo (según la especie), nosotros los seres humanos lo convertimos en un ente simbólico, según cualquier semiótica grupal/cultural que surja; y puesto que impera de tal forma en nuestra vida finalmente cognitiva, inexorablemente ha de aparecer en nuestra propia imposición cognitiva. De hecho, puede fundamentarse en esto la tesis de que es la vida sedentaria, que impone la agricultura, que ha de sujetarse como antropología en esta posibilidad de recrear más fisiológicamente que física, la sociobiología original de los grupos nómadas. Es decir, que la fuerza anquiladora de la ameneza soberana que es clave respecto de la consolidación y permanencia del grupo físico original y que, por ello, ha condicionado de forma indeleble la sociofisiología humana, necesariamente ha de poder replicarse sensoriometabólicamente y como representación en respuesta al problema de limitación del desplazamiento físico inherente a la vida agrícola.
Así y no de otra forma es como la antropología sedentaria acaba por acomodar nuestra naturaleza fisiológica -sociofisiológica- filogenéticamente evolucionada a partir de grupos humanos originales que vivían probablemente mucho más en el desplazamiento físico (esto es, en el andar mismo). Pero es esta condición original que la experiencia sedentaria -o sea, la cultural a secas- ha de recrear en la vivificación sensoriometabólica más fisiológica que estrictamente corporal.
Así en general y de forma universal, puede afirmarse que la cultura humana tal y como la entendemos a partir de la neolítica parte de la tendencia de los grupos humanos a apropiarse de su propia experiencia sensoriometabólica, puesto que la permanencia ante todo fisiológica del colectivo (y dado que no hay amalgamamiento anatómico posible): dicha tendencia que es sin duda también orginal y que desemboca ni más ni menos en la vida ritual de los seres humanos, es donde se asirá la antropología agrícola para afianzarse en tanto cultura tal y como hoy conocemos este término.
Pero, evidentemente, nada de esto tendría sentido si pudieramos continuar adaptándonos filiogénticamente al nuevo contexto metábolico que supone la antropología agraria. Mientras tanto, a falta de otro planteamiento que no sea el de una vaga esperanza en un futuro evolutivo no muy claro, seguimos obligados a considerar a la cultura en general, pero en particular la religion, como un complemento de entrenemiento, más o menos serio (a la vez que más o menos opcional), pero sin ninguna noción lógica determinante respecto la causa y función reales.
Los irlandeses en Australia y la marca mundial de cáncer de piel
Entendido por el autor como un ejemplo clásico de (no)adaptación (o sea, respecto unos pobladores humanos no autóctonos que presentan rasgos filogenéticamente evolucionados en otra geografía original, cuyos descendientes son -o pueden ser- no del todo aptos para el clima nuevo), no puede sostenerse, sin embargo como argumento a favor de que la evolución y sus fuerzas de selección sigan imperando sobre la vida humana; más bien resulta ser un punto argumental en el sentido exactamente contrario: la estabilidad antropológica en dicho continente, evidentemente, deriva hoy día del poder socioeconómico del sociedad originalmente blanca, frente a las gentes aborígenes más filiogénticamente adaptados -o sea, físicamente- al clima.
Es decir, claramente lo social ha parado, ralentizado casi por completo y ha hecho enmudecer el plano biológico de la evolución darwinista, y esto a pesar de (¿o en parte debida a?) las altas índices de cáncer de piel y la industria médico-financiera que históricamente ha surgido en respuesta. Y esto no solo en Australia, claro está. Pero hablar de la evolución humana como algo todavía operativo en las sociedades de hoy tiene algunos peligros, y el primero de todo es que no parece exactamente cierto que la evolución biológica siga funcionado, al menos al mismo nivel que antes de la agricultura.
Piensa, por ejemplo, en la analogía con el lenguaje humano como idiomas históricos particulares que pasan siempre por largos periodos de gran ebullición evolutiva (en el plano fonético, sintáctico y también semántico), hasta que aparecen las fuerzas de corrección normativa que fueron siempre paralela con el afianzamiento cada vez más de, por ejemplo, los estados contemporáneos europeos: puede decirse, en este sentido, que la lengua de cada uno de los estados actuales europeas sigue ciertamente en evolución como dipositivos antrpológicos de integración fisiológico-metabólica individual, mas no sería razonable esperar cambios sustanciales en lenguaje, ni siquiera a medio plazo, puesto que existe la necesidad técnica de que la idioma siga siendo algo que se estandariza por mor del funcionamiento socioeconomico de toda sociedad en el tiempo. Esto es, existen, por tanto, multiples instituciones y convenciones que velan precisamente por el mantenimiento de esta condición estandar (respecto al lenguaje pero tambien a muchas otras formas de estandarización) y sin la cual no perseveraríamos como sociedades.
De manera que pienso que es crucial entender que, sin duda, la evolución se ha ralentizado casi por completo; pero ni en el artículo que aquí se está comentado ni sobre el horizonte intelectual-cultural actual existe una visión que matiza este problema, como sin duda merece, por mor siquiera del mínimo rigor intelectual. Y en verdad el mismo texto de Sampedro deja patente, de forma indirecta (si bien divertida) que no está esto del todo claro (de hecho, no pondría mi dinero es ese platillo es la posición exacta del autor, aunque se trata, claro está, de una columna periodística de solo unos cuantos párafos de extensión máxima).
Y, sin embargo, la labor intelectual de pensadores de la talla de Elias Cannetti, Norberto Elias, Konrad Lorenz, Edgar Morin, o el mismísmo Noam Chomsky en el campo de la lingüística (entre muchos otros), se basa en la tácita suposición de que la cultura de cualquier momento presente, en tanto mecánica antropológca, se sirve de unas estructuras sociofisiológicas y cognitivas, filiogénticamente evolucionadas a partir de grupos humanos anteriores para sujetarse en su propia sincronía vital y colectiva. Pero afirmar que la evolución humana, en tanto fuerzas de selección natural, sigue articulando la experiencia humana civilizada, es entrar en flagrante contradicción con lo que consituye seguramente una de las cumbres del pensamiento respecto la complejidad real de nuestra propia condición existencial: la estabilidad de la civilización de base agraria radica en el hecho precisamente de que no cambie en su fundamento biológico, para poder así trasladar, por decirlo así, el drama de su propia existencia a un ambito mucho más fisiológico (en tanto semiótico y de representación) que corporal.
Y es que el problema en verdad importante con dar por sentado que seguimos evolucionado (pero sin pensar más el asunto y las matizaciones que requiere) impide que la gente entendamos y valoremos lo que en realidad supone la sociedad humana, sobre todo después de la agricultura. Porque parece acertado, en un sentido técnico, entender que los seres humanos en tanto seres sociales y socioafectivos, no toleramos presenciar el sufrimiento físico ni el intenso afligimiento siquiera emocional de los nuestros, esto es, respecto al otro perteneciente en tanto compañero afín de grupo.
De hecho, es en un sentido técnico que descirbe René Girard la ambivalencia que supone para nosotros la violencia en tanto dependemos de ella en nuestra propia imposición biologico-existencial por una parte, mientras que no lo toleramos en el seno de nuestro propio grupo de dependencia (evidentemente porque, al desmadrarse la violencia -al contagiarse unos a otros-, pone en riesgo la continuación del grupo mismo): el procedimiento asimismo técnico a seguir, universalmente, es la de externalizarla a través, originalmente, de la victima propiciatoria cuya selección originalmente arbitraria se sale incluso de toda lógica, salvo la de canalizar la violencia fuera del grupo propio (o sea el verdadero fin técnico que la etnografía apenas nunca ha entendido respecto los ritos sacrificales1).
Se trata, en efecto, de otra tendencia que acaba por situar el trauma de nuestra propia ambivalencia en el centro críptico de los grupos culturales. Ambivalencia que, como argumento, se complica debido a la calidad inconexa de nuestra propia cognición y su entramado neurológico. Y parece claro que, al menos en algún tiempo, el alimento real de los grupos -de la cultura misma- a menudo es la violencia externalizada e intergrupal, en tanto que es lo que permite reforzar cada grupo internamente.
Pero si no se entiende sobre qué exactamente se asientan las sociedades humanas agrícolas orginales, y por su puesto las todavía de hoy, se comprende menos la verdadera importancia de lo humano en sí. O respecto aquello que puedan significar algo así como los derechos humanos, e incluso la sociedad de consumo.
¡Aunque hay que reconocer que nos cuesta abrazar la violencia y la muerte como nuestro socio princpial desde siempre, cuando todo ritual y comprensión mitológica ha ido siempre encaminado -en algún grado- a externalizar y reificar la violencia en otro ser vivo, objeto o concpeto!
Y así debe ser, sin duda.
Pero existe tambien la posibilidad de sobrellevar esta especie de condición imposible nuestra, forcejando con ella como una disciplina quizá, o algo así, y dado que no se puede de hecho superar.
Que el saber, en este sentido, puede ser una forma de resistir, siempre que no pierdas el juicio en el esfuerzo.
El lenguaje no como objeto de intelección sino en tanto instrumento de acción y poder: El poder de la propia autorrealización como yo socializado, y el de la integración fisioantropológica; autorrealización que puede entenderse como la efectiva acomodación del ímpetu vital individual –la «violencia» — a la condición necesaria en gran parte mimética de lo sociorracional, siendo la competencia sociolingüística (tanto la gramatical como toda competencia dóxica “suprasegmental” de cualquier tipo) requisito probablemente imprescindible para la consecución de dicha adaptación. Se trataría de una acomodación a nivel estructural que el individuo, sin embargo, experimenta como el poder y fuerza viva de su propia imposición vital.
El hablar es, en realidad, el ejercicio individual de una competencia social: Además de la lengua materna, cierto valor simbólico colectivo está también a disposición del sujeto homeostático quien se esfuerza en manejarlo para existir socialmente como un yo (apropiándose de lo lingüístico-sociorracional) a través de su propia voz, precisamente porque es comprendido por los demás, como también lo utilizará para distinguirse de ellos. De manera que la homogenización necesaria para la comunicación en tanto semiótica compartida, se contrarresta por medio de la distinción estilística de la personalidad propia.
¿Qué son los bienes simbólicos de Bourdieu? Te permiten realizarte en tu propia proyección fisiosemiótica; existen tanto como imposición como también una forma de poder personal al servicio del sujeto homeostático en su lucha o brete biológico-existencial por la consecución de confort socio-homeostático. Se trata de una forma para todos de sometimiento fisiocorpóreo a cambio de poder ser de forma socialmente consabida y, por ello, aceptable a ojos de los demás. Los bienes simbólicos son un horizonte semiótico culturalmente particular a disposición del sujeto homeostático en la apropiación creativa de su propia identidad socio-racional.
La cuestión estilística según Bourdieu: La diferencia o variación que presenta la producción lingüística individual como características distintivas respecto de la norma se debe a que los hablantes son sujetos que sólo existen en relación con otros sujetos perceptores. De tal manera que la lengua, vista desde una óptica antropóloga, es también, en parte, un idiolecto en tanto que cada individuo la amolda de alguna manera estilística, respecto de una idiosincrasia que permanece -necesariamente- sin prejuicio de que se le sigue comprendiendo por la comunidad. Esto puesto que la adquisición de lengua constituye en términos estructurales un proceso de acomodación fisio-metabólica que, precisamente por eso, equiparará al individuo integrado con la posibilidad de cierto ejercicio incruento de la violencia vital de cada uno. La distinción como concepto de Bourdieu refleja esta necesidad de parte del individuo de distinguirse en la apropiación de su propio yo socio-cultural respecto de los suyos y en tanto su propia autoafirmación e imposición vitales; es decir, en su propia violencia por ser y para quien ha de pertenecer homogeneizándose, al mismo tiempo que se resiste a su singular anulación y dado que, evolutivamente hablando, los grupos humanos perseveran en base a la furia vital que solo conoce el cuerpo singular y desamparado.
La necesidad estructural del desamparo individual: Pues es la clave de la continuidad en el tiempo de la mecánica de los grupos humanos y dado que estos, en cuanto a su decurso evolutivo, no han podido nunca renunciar a la mayor potencia violenta de la que solo es capaz de producir el individuo corpóreo singular; una violencia, por tanto, que no puede desparecer de la experiencia colectiva, sino que ésta ha de acomodarla a través de la canalización mimética y por medio de elementos filogenéticamente evolucionados de los que se vale el decurso original sociobiológico humano como pueden ser, entre otros, los siguientes:
El desamparo físico singular
La capacidad de sentir miedo al rechazo por parte de nuestros propios congéneres como amenaza anticipada que siente el individuo respecto a su grupo de pertenencia.
La capacidad filogenéticamente evolucionada de sentir asco
La capacidad filogenéticamente evolucionada de sentir vergüenza.
La rivalidad endogrupal entre individuos pertenecientes.
El establecimiento de jerarquías con subgrupos, facciones (o, más tarde, castas).
La introducción del afecto entre los subgrupos (entre quintas etarias o de sexo, y otros tipos de comadrería, y respecto de la aparición en la evolución sociobiológica humana de la figura y función paternas.
El uso estratégico-estructural del dolor (propio y ajeno) a partir de la capacidad empática individual.
La culpa
La distinción de Bourdieu refleja la contradicción al centro de grupo social animal: Pues el mismo Konrad Lorenz lo registra en su famoso libro sobre la agresión como una constante de las especies sociales: la violencia individual ha de reconducirse, de alguna manera, hacia la creación de sentido estructural (colectivo, el único sentido que hay, en última instancia), poniendo al centro de la resiliencia de los muchos la furia vital de cada uno de los individuos. Parecería lógica entender la distinción de Bourdieu como exactamente eso, una estrategia de atemperar la violencia, pero dando salida a la misma, pues el sentido arquitectónico de la mecánica de la pertenencia antropológica retiene como su misma piedra angular al individuo singular desamparado.
¿Cómo se manifiesta esta constante en el resto de las facetas de la cultura? Puede considerarse la base de la idea mimética de Norberto Elías.1 También puede descodificarse desde la misma óptica el pensamiento expiatorio de Rene Girard2: son ambos estrategias para reconducir la violencia individual pero dando salida a la misma; atemperándola en algunos casos, o reduciendo su extensión potencial, pero sin eliminarla completamente pues que la violencia -en su sentido más amplio y vital e en tanto imposición individual- es el motor real todo lo humano, incluso de nuestra benevolencia (pues puede entenderse ésta como nuestra capacidad de experimentar el dolor como una solución más para seguir haciendo la violencia individual compatible que la continuidad en el tiempo del grupo; y, lamentablemente, si debido a causas evolutivas te vedan finalmente la violencia dentro tu propio grupo, la buscamos fuera en las víctimas que nos son culturalmente ajenas, como evidencia la historia y la también toda actualidad humana).
El ruido y la furia del actor sobre el escenario que sí significa algo: Pues que en esta metáfora shakesperiana (que no aparece en la obra de Bourdieu, por cierto) ya se vislumbra un sentido relacional respecto de una audiencia -un contexto socio-generacional potencialmente en su entera extensión cuantitativa- que ya sabemos está afectivamente involucrada en lo que ve (pues que en el espectáculo social se están jugando los espectadores, en realidad, nuestra propia corporeidad, o así al menos resuenan en nosotros las desgracias/hazañas ajenas de las que somos testigos o de las que nos enteramos por otros medios). Pero, ¿qué es esto sino un entramado de producción de sentido que contradice el nihilismo de la cita original de ese particular paisaje de la obra de Macbeth (aunque eso no quita, claro, que tengamos que morir igual al final como los seres mortales que somos).
Denotación versus connotación en Bourdieu: De nuevo, es necesario entender la imposición distintiva en su plano estructural en el que este poder de connotación individual (como espacio individual de imposición estilística frente a la denotación normativa de la competencia lingüística estándar) resiste de alguna manera a la fuerza homogeneizadora que constituye la base del orden racional-cultural. Y por René Girard ya sabemos cuán violentos nos pone la indiferenciación como amenaza anticipada; pero, de nuevo, estamos ante una paradoja estructural similar a la del orden mitológico apolíneo-dionisíaco, en tanto que una parte resiste a la otra, pero con el efecto en principio contraintuitivo de reforzar la otra parte (y, por ende, el conjunto como sistema complejo).
La producción y recepción del lenguaje común por locutores que ocupan posiciones diferentes en el espacio social: He aquí la premisa base de la visión de Bourdieu respecto de la lengua, lo que obliga a incorporar una noción sociológica a la lingüística, si esta pretende abarcar el objeto último de su escrutinio, es decir, al sujeto lingüístico como hablante que es, antes que nada, un sujeto homeostático que ocupa física y corporalmente un mismo locus de pertenencia homeostáticaque, a su vez, se subdivide en diferentes grupos, facciones o clases. El sentido humano, pues, se funda en la singularidad corporal de cada uno que la evolución sociobiológica no ha obviado en tanto que grupos que preservan en el tiempo, sino que los grupos antropológicos han podido perseverar homogeneizándose precisamente porque refuerzan, a cada paso, la centralidad de la autoafirmación e imposición individuales.
La importancia de los bienes simbólicos en su vertiente estructural: La mecánica sociolingüística que esboza Bourdieu supone la efectiva reubicación del ímpetu homeostático individual respecto de un plano corporal real y doliente que se traslada al seno del grupo antropológico y cultural propio. De tal manera que la emotividad individual de cada uno tiene una salida real a través del lenguaje y el recurso al acervo simbólico común: puede ahora el individuo ejercitarse en su propio poder para hacerse entender por los demás; por transmitir su sentir personal a sus compañeros; y también por distinguirse de múltiples formas y artimañas originales y creativas; todo esto de una forma ahora incruenta, en principio, y que aboca a un estímulo cada vez más vivaz sobre el plano social endogrupal, lo cual supone cierta autonomía fáctica respecto al entorno, pues el centro de la vivencia antropológica es, efectivamente, la interactuación social en sí misma; y esto hace que la cohesión del grupo dependa más de las contingencias socio-afectivas que vayan sugiriendo entre los actores sociales que cualquier elemento externo al grupo, si bien en cualquier momento, y debido a la gravedad de las amenazas externas, puede revertirse el orden colectiva a un modo más evolutivamente arcaico que supone una dependencia estructural directa en la amenaza externa.
La diacronía antropológica en este aspecto bipartita: Pues que el proceso general de homogenización que supone toda cultura se sujeta en la fuerza contraria del poder individual de la distinción, creándose entre ambos elementos una simbiosis compleja en que la unión entre las partes es su continuamente reforzada separación. Porque la violencia de la autoafirmación individual homeostática es la constante principal de la homogenización identitaria, lo que obliga a que, según avanza ésta, nuevos contextos de definición y diferenciación individual hayan de aparecer: la experiencia humana grupal muestra a las claras cómo, por ejemplo, los bienes simbólicos son el instrumento primario y universalmente presente para esta función técnica, esto es, la de crear espacios para la imposición individual -en toda su “violencia” simbólica de autoafirmación, autodefinición y distinción-que, además de incruentos (en principio) alimentan a su vez el teatro socio-homeostático que es la vida pública y mediática para sucesivas respuestas metabólicas de parte de múltiples sujetos homeostáticos cuya propia corporeidad individual está icónicamente maridada con la zozobra y padecimientos ajenos contemplados (las neuronas espejo). He aquí el patrón base del tiempo humano colectivo, en realidad, existencial, en tanto que la voz consciente individual solo se experimenta de forma solipsista, cuando en realidad está sometida como engranaje al decurso colectivo en sí. Pero todo ser cultural e identitario que logre establecerse en el tiempo, estará necesitado acto seguido de nuevos y futuros estares; es decir, todo orden precisará de nuevos desordenes, y todo funcionalidad colectiva y social establecida solo perdurará en base a nuevas disensiones y nuevas fuentes de conflicto (en principio y necesariamente, incruentas).
Bourdieu no tenía recurso argumental a los conceptos neurológicos actuales. De tal manera, y siguiendo el hilo de los puntos anteriores, podemos conjeturar que los seres humanos somos una especie de capacidad simbólica precisamente debido a la posibilidad de compaginar la violencia individual como ímpetu y voluntad a la vida, con la continuada permanencia del grupo. Porque la imposición simbólica (una vez que se adquiere sociocorporalmente como competencia individual) sirve la doble función de facultar al individuo un espacio incruento de su propio poder de imposición a través de la expresión y construcción de sentido sociorracional, al mismo tiempo que como estímulo contribuye nuevamente al alimento digamos socio-homeostático colectivo en el tiempo. Pero incluso para Bourdieu esta mecánica que se basa en el cuerpo singular que se pone en la picota coercitiva colectiva de la pertenencia cultural (lo que él denomina el habitus y que para nosotros es el locus de la pertenencia homeostática), probablemente deba entenderse como más inconsciente que racional-consciente; o lo que hoy podría hacerse entender por medio del concepto de sistemas emergentes, respecto de fenómenos que hoy se dirían subcorticales (en oposición a todo lo que transcurre propiamente en el córtex cerebral).
La violencia humana se convierte en la producción «furiosa» de sentido: Pues que si la verdad tiene una función performativa que a cada uno de nosotros nos ubica al instante -y como por arte de magia- al centro del amparo colectivo, arropándonos en lo consabido y en una seguridad existencial que desde siempre ha tenido lo real entendido desde las coordinadas de cualquier experiencia cultural histórica, la política también aparece (también por arte de magia) al albor de cualquier discrepancia y diferencia de opinión que acontezca. Y así, la política para Bourdieu arranca de toda doxa que llega a cuestionarse, o que siquiera se llega a descodificar explícita y racionalmente, puesto que el conocimiento mismo se vive también como amenaza a la seguridad colectiva. Porque la mente humana solo es pensante a partir de una experiencia colectiva que nos faculta para ser socialmente (precisamente porque nos fuerza a pertenecer diferenciándonos), pero que vive como trauma el retrotraerse al origen de la unicidad múltiple sobre la que en verdad se asienta nuestra cognición: particularmente provocador resulta esto para la mente conservadora (o para una parte de todos nosotros) que rehúye la sensación de terror que inicialmente puede causar en nosotros el tener que dejar de dar por sentado algunas “verdades” que hasta entonces se hubieran considerado ciertas (hasta tal punto de ni siquiera haberlas tenido explícitamente en cuenta nunca). Pero es asimismo cierto que toda transgresión en este sentido cognitivo no deja nunca de fascinarnos por la seriedad profunda y socio-homeostática ( se diría hasta subcortical) que en nosotros remite.
Lo real como un “estado de la lucha de las clasificaciones”: Y como la verdad faculta la ubicación del cuerpo individual de cada uno al centro del amparo y seguridad colectivos, el no poseerla y el luchar, diente con garra, por imponerla, se vuelven fenómenos en realidad antropológico-estructurales respecto la experiencia sedentaria; experiencia para la que importa la ciencia, por ejemplo, no tanto en términos de lo que sabe o deja de saber, sino en tanto que proceso de ocupación temporal-existencial que tiene un significado inherentemente humano a partir de la configuración socio-homeostática de los grupos humanos (pues, hasta cierto punto, es tema en realidad secundario el desarrollo tecnológico a que conduce el avance científico cuando se piensa en la potencial en agregado de tejido economico -de producción, comercialización y educativo- que esta pecularidad filogenticamente evolucianda de nuestra cognición faculta a servicio del sostenimiento sedentario). Y en este sentido, política, religión y ciencia pasan todos a entenderse como grandes artefactos digamos miméticos de los que los grupos humanos -después las sociedades- nos hemos valido para dar sucesivos pasos más en la misma dirección de nuestro propio devenir, esto es, en la de reorganizar la violencia humana para poder seguir siendo nosotros en el tiempo sedentario. Pues por medio de nuestra imposición más fisiológica que físicamente cruenta sobre representaciónes simbólicas del mundo (que, no obstante, nos involucran moral y icónicamente como sujetos homeostáicos pertenecientes filogenticamente capacitados para condolernos, además, con el espectáculo ajeno), hemos podido montarnos digamos a lomos de nuestra propia hibris como especie para seguir la trayectoria de acomodo de nuestra propia violencia hasta el punto de requerir la conciencia y la razón humanas como instrumentos en este sentido de autogestión y autonomía necesarios para la continuidad temporal de la especie (o así al menos sería nuestra propuesta).
Después de todo ¿qué otra explicación puede tener la aparición histórica de la consciencia?
El camino críptico de sobrellevar nuestra violencia y el peso de acarrear con la individualidad expiatoria que se nutre, merced al amparo colectivo creado, de la víctima propiciatoria
1 Un plano o locus fisiocorpóreo colectivo no lingüístico, a partir del cual se abre al individuo el espacio de la integración fisioantropológica a través de la cognición socio-homeostática y el propio sentido del yo perteneciente. Se trataría de la antesala del lenguaje humano y que se fundamentaría, sobre todo, en la experiencia sensoriometabólica prerreflexiva (vivencia propia, es de suponer, de la mente inconsciente o del «cerebro automático», tal y como este término se maneja actualmente1Tesis, ideas de Daniel Kahneman, entre otros). Pero dicho plano o locus, en realidad, no es algo que se haya superado evolutivamente sino que permanece por debajo y como en la periferia del experimentar consciente de cada uno.
2 Pero ya con el lenguaje y respecto un plano ahora narrativo, empiezan los problemas: que la violencia necesariamente ha de esfumarse (en sentido del que se usa este término con la pintura), pues la psique que se construye sobre el grupo no admite fácilmente la idea de la violencia como alimento y sostén real colectivo sino como contaminante a temer; es en este sentido (desmenuzado precisamente por René Girard) que las mitologías, entonces, esconden y desdibjuan de alguna manera su dependencia orginal en la victima expiatoria:
Al deificarse a la víctima, pues si bien puede deberse a cierto sentido de culpa, por debajo de la vivificación estética existe una verdadera dependencia en la víctima como alimento, ya que en un primer momento todo ímpetu y unanimidad cultural se debe a ella.
Al atenuarse a través del humor de un dios bromista, no intencional, torpe o «cafre» de aglunas mitologías del mundo.
El desplazamiento semántico del significado de los grupos en las representaciones mitológicas, de hostiles y maléficos que se evolucionan hacia representaciones benévolas y protectoras.
Pero la mente racional necesita aferrarse a la causalidad lógica aparente; no puede desviarse mucho de ahí sino que tiene que afanarse en retenerla. De ahí se explican las distorsiones mitológicas y cierta ambivalencia que surge, pues estas narraciones no pueden encararse con el tema de fondo que es el asesinato colectivo y el hecho -ahora sí aprehendido de forma racional- de que dependemos en nuestra propia congnición de ello.
Surge como recurso narrativo, adicionalmente, una divergencia entre las imágenes y lo que dice el lenguaje. Pues no tenemos más remedio (que así nos exhorta nuestra propio ADN) que perseverar como especie a través de grupos, los cuales para cohesionarse dependen de lógicas (sean empíricas o no) de autoridad colectiva que son de obligada relevancia para todo sujeto homeostático perteneciente. Pero, como argumentamos, la psique humana no suporta tener que abrazarse a la realidad estructural de nuestra propia supervivencia en el tiempo de la especie, ésa de que sea la víctima propiciatoria la fuerza que alimenta la continuidad colectiva: de este hecho, sin duda, nos hemos de esconder sine qua non pues mina la sustancia misma de armazón colectivo de la conviviencia que es la posiblidad de un orden racional y coherente, al menos como referencia y modelo a que aferrarnos todos. Pues tambien es cierto que sin un orden racional operativo, moral y, sobre todo, recíproco, estamos también perdidos como colectivos.
Horror mayor no puede concebirse el sujeto homeostático que racionalizar la idea de que sea su priopio grupo identitario una amenza existencial: ¿cómo entender que la matriz a la que nos debemos “in corpore” se alimentará, tarde o temprano, de nosotros mismos?
Las imágenes, por tanto, sirven para la vivificación sensoriometabólica pero sin incidir necesariamente de forma directa en la opertividad racional colectiva: de hecho, la relación entre ambos es la de una mutua dependencia y, estructuralmente, de una cierta simbiosis en el tiempo en la que es la vivificación metabólica que refuerza alimentando toda lógica cultural consabida. Mientras que es la misma racionalidad colectiva el artefacto y sostén viviente que permite, a su vez, que puedan seguir vivificándose los sujetos sedentarios, sin que perdamos las ventajas del orden socio-cultural (eso que perderíamos si se diera la vivifiación sensoriometabólica pero sin imbricarla con el orden semántico-racional vigente).
Es necesario recordar, sin embargo, que es la vida sensoriometabólica y prerreflexiva de donde procede realmente la posiblidad de lo sociorracional; el control aparente que parece que ejerece estructulamente nuestra racionalidad es solo eso, una apariencia, pues el críptico centro de los grupos humanos constituye el plano socio-homeosático colectivo siendo la racionalidad una apéndice situacional y siempre cambiante de éste. Es decir, la periferia que desde nuestra óptica consciente vemos lo que hay de emotivo, pulsional y estético en el mundo y en nostoros mismos, es, más allá de nuestro poder de comprobación sensoria, el centro estructural antropológico real (por muy contraintuitivo e inaprensible que nos resulte dede nuestro experimentar consciente y racional del yo).
Debido a que es un asunto de vida y muerte para la mente racional el que la violencia intragrupal se comprenda, más allá de toda ambigüedad, como una fuerza maléfica y contaminante (y nunca como benéfica), Girard entiende que, poco a poca, los mitos de experiencias culturales más avanzadas (respecto la evolución de la mitología y cultura griegas) van incorporando una visión moral clara y tendente a lo maniqueo.
La cultura sedentaria asentada prosigue de la siguiente manera en el tiempo: el temor a la violencia intragrupal fuerza a exigir que se elimine la violencia en las mitiologías y los ritos, y ésta queda sustituida por una novedosa distinción entre dioses y demonios, entre lo benéfico y lo maléfico que antes se confundían más. Y, sin embargo, parecería que respecto nuestra otra parte cognitiva, la del cerebro «automático» y que abarca también lo grueso de nuestra experiencia socio-homeostática, la vivencia de la violencia -máxime como espectáculo- no deja nunca de causar una poderosa impronta en nosotros (de magnitud verdaderamente homeostática) como posiblemente la experiencia interpersonal prerreflxiva humana más significativa, en tanto que sirve de acicate respecto toda definición sociomoral posterior.
De ahí que, una vez establecida culturalmete una necesaria moralidad bipartita, sea la experiencia sensoriometabólica y estética (tanto en forma de imágenes percibidas como las literarios-estéticas) la que, a partir de entonces, irá proveyendo a la experiencia sedentaria y básicamente urbana de la impronta de la violencia, no como experiencia cruenta (para la mayoría de las personas la mayor parte del tiempo), sino eludiendo las consecuencias morales-políticas de la interactuación directamente corporal. Porque, como ya argumentamos, la vivifcacion sensoriometabólica de efectos socio-homeostáticos en el individuo perceptor, por lo general, no tiene por qué trascender necesariamente al ambito de los actos reales entre personas.
La expansión -o despegue- de estos espacios simbólicos/miméticos pero de gran vivificación sensoriomoral y homeostática, supone asimismo el desarrollo cada vez mayor de campos epistémicos, esto es, de ámbitos de avance humano (en tanto moralmente relevantes) de carácter exclusivamente viritual en tanto en cuanto se basan sobre el lenguaje escrito: las religiones formales y antropomorfas consustanciales -universalmente- a la experiencia sedentaria pudieran entenderse como la manifestación histórica de esta bipartición base de nuestra cognición, frente a los obligados límites corporales impuestos por la antropología agraria.
Es decir, las religiones pueden concebirse como dipositivos que, efectivamente, compaginan la vivificación sensorio-homeostática individual (a través, principalmente, de un yo «expiatorio» existencial y permanentemente susceptible de que se le expulse del colectivo), con espacios formalmente lógicos (pero no necesariamente empíricos) que nos brindan oportundidades de nuestro propio ejercicio «violento» incruento en forma de imposiciones cognitivas de expresión creativo-intelectual y conceptual.
Para las antropologías sedentarias las postulaciónes metafóricas (y nuevamente míticas) sirven para mantener esta suerte de simbiosis sobre la que se asiente lo sedentario, donde la racionalidad -desde una óptica estuctural- es pretexto simplemente de la vivificación sensoriometabólica y de la que, a su vez, se acaba reforzando. Pero la posibilidad empistémica (que depende de lo racional) no puede suportar la idea de que nos alimentemos de la violencia en nuestra propia cognición pues el drama socio-homeostático de la mecánica expiatoria pertenece en origen y en todo su ferocidad a ese otro campo cognitivo nuestro de carácter pre-consciente o pre-reflexivo: no se puede afrontar el hecho de que la unanimidad sacrificial quizá sea el resorte “social” más importante que, evolutivamente hablando, hubiera tenido a su disposicion todo grupo humano alguna vez histórico.
Y solo cabe hacerlo mítico, por ejemplo, a través de la alegoría del pan como cuerpo y del vino, la sangre: que es una forma metafórica de hablar, no tanto respecto ninguna etapa anterior de canibalismo sino del hecho expiatorio de los fundamentos de nuestra propia racionalidad: porque la víctima expiatoria somos todos nosotros, o eso parece que como sombra nos acecha interiormente de forma no clara y solo como barruntada: pero la mortificación que nos brinda la agonía del otro perteneciente elude toda comprensión compleja, que por cuanto elíptico -precisamente- nos mortifica.
Y sería, primitivamente, que los relatos requerían una fuerza maléfica extremadamente poderosa para prestar un sentido que escondiera de alguna manera lo que realmente ocurre, más allá de la misma racionalidad de la época, ofreciéndonos una fuente de confort, finalmente, en forma de un sistema moral claro y mucho más inequívoco. Si bien, el confort existencial que brinda un sistema moral racionalizado y simplificador, no equivale a entender algo.
Pues el sentido real de toda consolidación colectiva y cultural ha estado siempre en las imágenes no lingüísticamente descodificadas (y sigue estandolo a día de hoy, claro). Pero llega el Cristo de la Pasión y se apodera de ese sentido y lo convierte (el catarsis) en un motor de nuestra propia humanización. Pero si de imágenes se trata, entonces mucho habrá que sopesarse y comprenderse respecto del arte pictórico, pero también, evidentemente, respecto del cine, la televisión y -crucialmente- el periodismo y los medios de «información».
Porque la estabilidad sedentaria se base en la mente inconsciente del individuo. Y las imágenes nos ejercitan en nuestra propia verdad fisiocorporea y socio-homeostática, pero sin que sea necesario (ni en realidad oportuno) que se concrete racionalmente y a través del lenguaje.
O sea, una forma del infierno en la tierra si se inenta abarcar de desde la racionalidad sin más. Y puede que lo mejor sea perseverar en lo ligero y frívolo y por el amor de dios, o algo así.
¿Para cuándo las implicaciones antroplógicas de la neurología y la psicología cognitiva tal y como se conocen a día de hoy?