Esbozo estructural del saber como gasto energético en su función performativa y en relación con la estabilidad colectiva
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Delimitaciones cromáticas(otra vez)
-Que los grupos humanos se articulan sociorracionalmente es algo por nosotros argumentado; es decir, el yo homeostático se racionaliza a través de su sometimiento al grupo de dependencia.
-La racionalidad, que en última instancia solo proviene de una experiencia colectiva y cultural, constituye la herramienta principal a disposición del sujeto homeostático para acarrear con su propia disonancia sensoriometabólica, en tanto que la única salida a nuestro propia indiosincrasia fisiológica, electro-neuroquímica y hasta memorística, es una nueva reconstitución del ser sociorracional.
-Así, un estar homeostático sujeto a las contingencias de su propia existencia sensorio-emotiva, pero ligado asimismo por el locus colectivo de una pertenencia identitaria determinada, vuelve nuevamente al cobijo de su propia (socio)racionalidad consciente y como una nueva vivencia del yo, ahora capacitado para la reflexión que es la gran prebenda que ofrece el sometimiento socio-homeostático y cultural.
-La seguridad epistémica consiste en una definición semiótica base a partir del cual la racionalidad culturalmente vigente queda a disposición de los sujetos homeostáticos: es cuestión de seguridad colectiva el que esta herramienta semiótico-cognitiva exista en forma de postulaciones mitológicas (sobre espacios no sujetos a contradicción), en forma de sistemáticas categoriales como recurso al que todo sujeto social puede recurrir para dar sentido a sus propia vivencia personal y siempre parcialmente idiosincrática; además de una amplia gama de símbolos culturalmente particulares (incluyendo el lenguaje mismo) con los que podemos cada uno definirnos en nuestra misma imposición vital y como distinción frente a los nuestros.
-Pues como argumentamos, lo sociorracional tiene el propósito último de acomodar la violencia como imposición individual al seno mismo endogrupal. De tal manera, el persectivismo que fundamenta la homeostasis singular deviene, a través de su emergencia sociorracional, en el poder individual de la reflexión, lo que nutre la experiencia colectiva a través de discrepancia y las pugnas (en principio no violentas) entre unos y otros: puede así entenderse el yo socializado en tanto agente vivificador del tiempo colectivo, lo que tiene una importancia crucial respecto la antropología sedentaria (en tanto que dependiente en mucho mayor grado de espacios precisamente epistémicos, es decir más metabólicos que físicos y de pugna y conflicto incruentos).
-Asismismo la seguridad colectiva en este sentido consisiste en el mantenimeinto de estas herramientas cognitivo-metabólicas que quedan bajo la guardia de algun tipo de autoridad en este sentido cuyo papel es velar por la continua actualización y reforzamiento del orden ya existente al mismo tiempo que siempre cambiante, puesto que está a permanentemente disposición de una nueva quinta socio-homeostática que lo irá ajustando en algún grado a las contingencias de su propio tiempo generacional.
–chamán, advino, vidente, sacerdote, filósofo, intelectual o institucion científica… serían algunos nombres con los que designar históricamente esta autoridad.
-Y como todo fenómeno biológico, la cuestión del gasto energético agregado (respecto el conjunto demográfico de cualquier antropología ) es definititoria en cuanto al paradigama finalmente operativo, lo que obligaría a tomar en cuenta una dimensión energética resepcto al acontecer colectivo en general, pero teniendo en cuenta los vericuetos particulares de una experiencia histórica colectiva determinada.
-Y como atestiguan los mitos griegos de la caja de pandora o el de Ícaro (como asimsmo las mitologías amerindias que estudiara Levi-Strauss que mantienen férreamente separadas las categorías de seres naturales de la de los sobrenaturales1), subyace a la estabilidad epistémica (y a la experiencia consciente misma) el terror de excederse en nuestro propio conocimiento del mundo que supondría, como espectro que acecha, el dejar atrás en el mismo momento al grupo cultural de amparo que son los nuestros.
-Es decir, una parte de la seguridad espistémica respecto de los grupos humanos es una necesaria delimitación de lo real (según cualquier constructo lógico culturalmente particular), al mismo tiempo que debrá existir una ambiguedad que en ningún caso debe desvanecerse completamente ( y según el dictado de nuestra cognición emergente o incoativa que se alimenta en el descernir mismo de las cosas), si bien hemos de vivir -paradójicamente- en el empeño por superar los límites que percibimos que nos definen, como cosa posiblemente inherente a la condición humana (qué se le va hacer, habrá que ir teniendo en cuenta un poco más la complejidad estrctural de las cosas como culturas).
-Y es que en la zozobra de lo novedoso y el descubrimiento, se requiere un nuevo esfuerzo energético-cognitivo por asimiliar un sentido nuevo o de alguna manera alterado como es propio del tiempo de toda generación sucesiva; si bien este esfuerzo vivifica a los sujetos homeostático (y por ende a los contextos sedentarios en general) como pocos acontocimientos pueden y pese a su coste, obliga a la gestión precismanente de los límites de lo conocido/desconcido debido a su importancia en este sentido energético estructural.
-Es asimismo cierto que con cada revelación nueva (tanto en un sentido religioso-espiritual o simplemente tecnológico) que supone alterar el paradigma operativo de esta relación entre el sujeto homeostático, el saber y el colectivo antropológico, deberán surgir nuevas formas de ambigüedad y velamiento en tanto que la funcion performativa del saber debe entenderse como una constante en realidad de los grupos humanos que, como fenomeno relativo, no se sujeta nunca por absolutos a la vez que, debido a nuestra cognición emergente, habrá de alimentarse de forma permanente en pos de la funcionalidad del tiempo sedentario.
-Si bien es de suponer que las nuevas formas de ambigüedad aparecerán por sí mismas y respecto de cualquier experiencia histórica, cualquiera que se propusiera gestionar la antropología sedentaria (debido a su de facto competenencia en este sentido, claro está), no tendría más remedio que inventarse –o de otra manera asegurar– nuevas formas de misterio, tal es la importancia del (no)saber y su función performativa respecto a la experiencia antropológica, máxime la sedentaria.
Y que desde hace mucho no es ningún secreto que de las ficciones viven en verdad las sociedades humanas; que es lo mismo que decir que no solo del pan viven las personas. Después de todo, ¿qué importancia puede tener para cada uno de nosotros no saber de primera persona y de forma absolutamente fehaciente que el hombre haya estado o no en luna, por ejemplo?
(Como que casi parece evidente que sí que tiene una importancia crucial, sobre todo como imagen sobre horizonte colectivo más que la veracidad del hecho en sí…)
Es decir, en tanto brutal penetración de un campo conceptual, esta experiencia lectura emana una visceral experimentación de un poder cognitivo de imposición del que, precisamente como lectores, disfrutamos como lo que posiblemente nos ha ocurrido siempre con el poderío analítico de cualquier escritor de enjundia que nos haya causado el mismo tipo de impronta. Aunque también se nota una falta de autoría subjetiva e idiosincrasia individual, lo que de entrada me ha causado cierta inquietud pues asusta esta fuerza razonadora (apisonadora) que de forma clara se percibe que no funciona con ningún tipo de reparo moral ni aparente vergüenza ni cautela al decir las cosas (o al enumerar y al alistar los puntos conceptuales que vienen al caso) como sí que inevitablemente someten a todo sujeto homeostático corporal que se pone a expresarse por escrito.
Aunque este no es el tema central que me interesa, pues la lectura de estos resúmenes resulta también densa y monótona; sensación de cierto hastío que me pareció que se aumentaba a medida que echaba en falta el aspecto humano (las vacilaciones, las cautelas y la necesidad de matizar lo que se acaba de decir por un pudor profesional y académico, etc.) Pero también me di cuenta, en su momento, de que, si existen estos resúmenes en internet, podría ser que no tengo por qué comprar los libros ni esperar a que aparezcan en las bibliotecas. Pero no sé qué serían las consecuencias últimas de esto, lo que tambien inquieta, claro.
De lo que sí necesito hablar:
Si la metafísica fue siempre (y lo sigue siendo) una forma de poder humano de imposición sobre la realidad que se construye a partir de asertos no sujetos en principio a la posibilidad de contradecirse; asertos que, con el tiempo, se refuerzan a través de una normatividad colectiva adquirida que a su vez aumenta cierta fuerza de coacción respecto a la posición individual socio-homeostática y perteneciente, entonces hemos de afrontar la cuestión de la coherencia pues que desde un punto de vista antropológica no importa tanto el qué se postula ni hasta qué punto sea cierto o real sino que lo que resulta más significativa es esta realidad performativa que efectúa el saber en sí.
Pero si esto es cierto y, por fin, la cultura puede abierta y ya popularmente abordar este asunto, sí que importa con qué fin último se esgrime esta digamos arma antropológica que es toda metafísca. Porque la seguridad existencial que los grupos humanos se procuran a través de sus propios credos metafísico-antropológicos (o sus “mitológicas”) que en tanto ideas que se anunan con la misma coaccion de la pertenecia homeostática, acaba por codiciar de alguna manera una cierta encarnación en el mundo real y corpóreo (típicamente en cómo obligamos, a partir de entonces, según nuestros propios asertos colectivos, a la gente a hacer una u otra cosa con su cuerpos físicos y socializados; y esto también típicamente respecto a aquellos cuerpos culturalmente ajenos con los que sí cabe que nos desfoguemos de una manera y en un grado que sería inaceptable respecto a nuestros propios compañeros homeostáticos).
Pero si es a través de las mitologías, metanarrativas o una epistemología en principio “racional” y empírica que nos insertamos coporalmente en el mundo real, cultural y geográficamente determinado que nos ha tocado en suerte como sujetos antropológicos, se hace imperioso abrazar el carácter utilitario y de constructo que es toda identidad individual en su vertiente cultural: no sería, entonces, cuestión de tener razón o no como grupo cultural y antropológico, sino de qué consecuencias tiene dicho corpus semiótico del que se sirven los cuerpos pertenecientes de un grupo humano determinado para con los demás grupos. Ya que funcionan las creencias antroplógicas de un grupo determinado (de todo grupo determinado universal) precisamente porque no son físicamente reales, pues solo así caben realmente todo cuerpo perteneciente; una unicidad colectiva que se establece a través de una pertenencia homeostática, electro y neuroquímica que fundamenta nuestra propia cognición individual como sujetos morales, y que aleja y arrumba, transitoriamente, nuestra condición corporal: de ahí, precisamente, dicha codicia insaciable que parecen que tienen los credos antropológicos por realizarse sobre un plano real de la interacción social (que por otra parte, para eso existen, claro está) y esto, en su peor y más feroz manifestación, a través de los cuerpos culturalmente ajenos y no pertenecientes.
Pero aquí no voy a ponerme a repasar los grandes ejemplos históricos de grupos culturales que, no viéndose obligados a frenarse en su propio ímpetu vital colectivo, se hubieran excedido alguna vez atrozmente en su propio delirio existencial que es, como argumentos, una forma de entender las identidades culturales -particularmente como manifestaciones nacionalistas- que se vuelen destructivos no porque se asientan sobre ficciones (pues que todos ellos comparten esta misma calidad de patraña, dicho con la mayor consideración, eso sí, hacia nuestra condición de cautivos socio-homeostáticos que somos cada uno y una respecto de una experiencia cultural determinada correspondiente), sino por la escala de daño y destrucción, sobre todo a terceros culturales, que conllevaran dicho excesos.
Aunque yo podía sacar a colación un buena ristra, pues que hay muchos; y unos cuantos particulamente relevantes (y alguno incluso más de lo que usted muy probablmente pudiera imaginarse nunca). Dejo, entonces, una nota a pie de pagina como referencia a un episodio concreto de exceso en este sentido que es verdademente fascinante, pero como sigue hoy día vivo y palpitante (a igual que algunos otros, tambien), prefería recomendar una lectura especifica -en forma de resúmen IA o no, usted verá-, para así poder perder un poco menos de tiempo y energía, que de ambos ando -andamos- escasos, la verdad.1
La pregunta más importante: ¿qué quiere usted hacer con la metafísica de la que depende?
Puesto que con alguna metafísica se tendrá usted que servir para poder participar en la viviencia cotidiana de su propio entorno sedentario. Es decir, los contextos sedentarios no funcionan si no es posible deferir la urgencia vital e impostiva de los cuerpos singulares, remitiendo todo a un plano abstracto a la vez que moralmente relevante. Y aunque normalmente dicha metafísica es algo que la sociedad pone de alguna manera a nuestra disposción desde que somos niños, siempre cabe (a medida que nos vamos madurando como individuos se hace cada vez más patente) relacionarnos de una u otra manera y grado con lo consabido de nuestros respectivos grupos y sociedades. Porque, despues de todo, la metafísica antropológica existe y se refuerza en el tiempo paraque usted pueda sobrellevar mejor su propia disonancia fisiologíco-emotiva como singularidad vivente y en tanto cuerpo diferido -transitoriamente explusado– respecto al corpus ontológico de su propio ser cultural. Y en este sentido es su misma racionalidad que, para funcionar como funciona, ha de emerger de un estar preconsciente (subcortical) anterior que, en el mismo momento, se enajena momentánemente de su origen corpórea.
Es decir, evolutivamente hablando, la consciencia humana, porque solo cabe entenderla respecto un grupo humano, surge precisamanente para crear esta poderosa alucinanción o delirio que es la experiencia subjetiva del yo (un yo que está agudamente sensible -incluso cabe decir vulnerable– a sus propios compañeros homeostáticos) En tanto que se entiende la consciencia como un dispostivo para, en esencia, compatibilizar la permanencia del grupo con el mayor nivel de violencia y resiliencia individual (pues que por eso se sitúa -como argumentamos- al centro de todo colectivo antropológioco la homeostasis individual), cabe preguntarse de qué otra manera hubierado sobrevivido la especie a su propia violencia, lo que apunta a una comprensión de caracter revulsivo -e incluso simbiótico- de la relación entre la violencia y el dolor-afecto por una parte, y la racionalidad, la elevación ética de lo humano y la belleza, por otra.
Una lógica que hoy en día se pone a disposición de las personas (a nivel verdaderamente terráqueo y desde, en realidad, principios la década de los 70, o incluso un poco antes) es el calentamiento global, esto de que debido a la presencia de las sociedades humanas (sobre todo las industrializadas, claro), la temperatura del planeta no dejará de subir hasta amenazar existencialmente dichas sociedades, o sea, la especie en sí. Pero lo de estar a disposción de las personas quiere decir que todo sujeto homeostático puede posicionarse moralmente de una u otra manera frente a esta información, según nos dé la intimidad homeostática de cada cual, pues tal es la importancia de la vivificación sensoriometabólica individual respecto del sostenmiento de las antropologías agrarias debido a la calidad emergente o incoativa de nuestra cognición; todo eso que en otra parte y como amateur -o sea, “por amor” sin duda- he intentado formular a través de los textos de este blog.
Y es que se trata de un ejemplo de un uso metafísico (antropológico) de unos ideas sustancialmente abstractas, solo parcialmente sustanciadas, que están más allá de poder confirmarse ni definativamente rebatirse, y de los que los sujetos homeostáticos (usuarios antropológicos) nos valemos para, sobre todo, ser nosotros mismos como precisamente nuestra propia autoimposicion en la consecución del confort existencial de mayor gozo íntimo que conoce el yo socializado (que efectivamente vivimos como también la mayor libertad); eso que supone una nueva asunción de nuestra disonancia corporal-emotiva (aquello que visceramente nos sabemos que somos) frente a los demás y lo consabido cultural que en nuestra percepción psíquica, a ratos, los entreteje a todos ellos virtual y agonalmente en nuestra contra (si bien en otros momentos tambien buscaremos en ellos el amparo de la pertencia al grupo, claro).
O también: toda metafísca antropológica es una coacción sobre el sujeto homeostático que acaba por brindarle -paradójicamente- una forma de poder personal que todos percibimos como de lo más decisorio y que canaliza nuestra propia emotividad homeostática hacia una respuesta de tipo conformista, transgresor, o una combinación íntima de ambos (y la consiguiente disimulación tentativa, frente a los otros y como cautela). La complejidad vuelve a surgir, entonces, cuando hemos de concebir el plano homoestático de nuestra fisiología emotiva y neuroquímica (en tanto el solipsimo o quale que es) como en sí mismo una pieza solo individual y fragementaria respecto de un sentido estructural allende los limites de nuestro propio racioncinio que no por ninguna razón ni divina ni mística siempre nos elude, sino porque abarca la intimidad homeostatica de billiones de otros seres humanos.
Querio decir que la comprensión de usted de sí mismo y del mundo es homeostático, y no suprahomeostático, en tanto que su cognición es en este sentido solo singularmente corporal y no de otra manera.
El color de lo que hago yo
Necesario es aclarar aquí que yo no soy negacionista respecto del cambio climatíco: entiendo que es real en tanto que la ciencia no tiene más opción que afrontar cierta cantidad de datos empíricos mensurables que se han registrado y que como tal -esto es, como datos observados- hay que reconocer su realidad. Pero también percibo que no existe una comprensión cientifica cabal de las causas, sino solo unos indicios -empíricos, ciertamente- que, sin embargo, no permiten determinar exactamente a qué se debe, si bien el argumento (en buena medida sustanciada) de que la presencia humana no puede dejar de influir en el clima está muy razonado, no parece considerarse, a fecha de hoy, del todo concluyente.
Quiero decir, que hago mío este argumento al mismo tiempo que dudo de su consistencia real y lógica: lo hago mío porque veo una cierta funcionalidad que tiene para con las sociedades respecto de su prolongada estabilidad en el tiempo que necesitan canalizar nuevos flujos de inversión; lo acepeto porque veo que tiene una parte empírica firme que, además, no se puede, de momento, contradecir. Pero lo acepto sobre todo por las consecuencias que veo que tiene el fenómeno para con los seres humanos y sus condiciones de vida y bienestar (o sea, no hay nada como el sufrimiento propio y ajeno contemplado para certificar una realidad humana y la importancia que tiene, sean las que sean, en ultima instancia, las causas originales, ¿no?).
La otra parte aparentemente escéptica de mi posicion vital se debe a que yo adscribo otro sentido respecto al mundo que me ha tocado habitar a partir de las ultimas trienta años del siglo pasado hasta la fecha, pues como individuo y usuario antropológico que ha de valerse de ideas abstractas (máxime respecto de los conetextos agrarios), tal es el poder que mi misimísma cognición me brinda en tanto, simplemente, ser humano y usuario antrpológico.
Digo, entonces, que acepto la idea del calentimento global como una proposición antropológica, y hasta nueva orden.
Y así admito (como estrategia la comprendo y apoyo) la lógica del calentamiento climático, pero en función de lo que yo entiendo como al asunto subyacente a la historia humana a partir de la SGM. Es decir, el fin y sentido técnicos respecto la gestión de un problema planetario constituye el estrato último de una lógica antropológica que no tiene más remedio que rentablizar los grados inferiores del saber y la actividad científica, los cuáles aunque sustanciándose en lo empíricamente real, no atestiguan ni representan la situacion real y técnica de la condición humana actual (pero claro, esto se hace aun más dificil de asumir para nosotros porque no solemos pensar en el sentido, en realidad, antropológico y estrcutrual que tiene la actividad cientifica antes, por encima y al margen de lo que la misma ciencia cree saber.)
Y reafirmo lo que ya manifesté en otro texto anterior: desde siempre han tenido la actividad cientifica y la producción de tecnología un papel y función mucho más antropologicos (‘esturcturales’) más allá de lo que hubiera considerado real o no esa misma ciencia, según uno u otro momento histórico, pues su coherencia real y constante (y no necesariamente empírica) ha sido siempre en relación con la economía y la educación, y respecto de aquello que hace la gente con sus cuerpos dentro de contextos generalmente cada vez más urbanos (donde eso que hacemos precisamente con el cuerpo ha de homogenizarse en aras de un tiempo sedentario ordenado estable).
Pero, ¿suele hablar la ciencia contemporanea de sí misma con siquiera una mínima introspección en este sentido?
Hasta nueva orden
Desde una perspectiva antropológica ¿qué es el saber y para qué sirve? Pienso que si se va a formular algun tipo de opinión intelectual sobre todo esto, se debería tener una respuesta a esta última pregunta. Mientras tanto, estoy atento a cómo se desenvuelven las cosas, pues que acarreo con el conocimiento de problema surgido del pasado, pero no tengo la certeza fehaciente de nada respecto al futuro, aunque me consta que alquién sí que lo está gestionado.
(¡Fíjese todo lo que puedo hacer con una metafísica!)
Y la ambiguedad del presente, que entiendo que es necesario, lo uso asimismo a mi favor a partir del sentido del que me sirvo para perseverar, pues la esperanza tanto personal como a mayor nivel “espiritual”, puede muy bien depender del no saber (sobre todo en vista de la complejidad actual en la que se encuentran la cosas). Es decir, cierta ignorancia aquí es una estrategia porque protege y por eso la asumo como parte de una misma propuesta al que respondo.
Y así, a dicha proposición respondo yo (pues que ciertamente caben otras respuestas, sin duda) con una metafísica ahora mía que, sin embargo, ha de tener en cuenta un contexto mayor y estructural ajeno a mí; ahí donde está en realidad -donde siempre ha estado por encima de la homeostasis y la neurología intimas de cada cual- el sentido de las cosas. Es decir, me refiero a la gravidez moral que atraen inevitablemente hacia sí los fenómenos que implican mayores números, masas y agregados humanos.
Mi humanidad esta en mi vivencia corporal que, sin embargo, no puede darse sin imbricarse homeostática y neurofisiológicamente con un grupo cultural, lo que me permite entender que tengo mi humanidad particular e íntimo porque está al servicio como modus antropológco de la existencia de ellos. Que a mí me toca aguantar -y gozar vitalmente como pueda de la vida tal y como se me presenta- sabiendo que el peso de las cosas tiene, en realidad, que ver con una transición generacional (y no precisamente ahora sino desde siempre); que no es que nada importe ya en el mundo, sino que su seriedad está allende toda entidad fisiológico-corporal singular, pero veo también que las caraterísicas del mundo que sí que puedo contemplar, remiten claramente ella.
Y porque precisamente lo entiendo como proposición (una digamos proposición cromática del color que usted ya sabe) solo me preocupo, en principio, por me respuesta a la misma, es decir, el cómo me conduzco frente al mundo que veo y las pocas personas con las que me relaciono. Que es decir también que me amparo en este conocimiento a distancia de la graved del momento historico, que gestionan otros (porque, evidentemente, un sentido de las cosas siempre ha reconfortado a los seres humanos y por eso los grupos humanos se lo fabrican, claro), al mismo tiempo que me refuerzo de alguna manera en la levedad real -que me parece que se ve bien a las claras- del mundo actual (en el que a hay que convivir con la circunstancia de una repuesta moral colectiva ahora mucho más tenue que históricamente se daba, o a mí me lo parece).
Pero el sentido ultimo de las cosas a mí no me falta, lo que me abre la posibilidad de reconfortarme en lo inmediato y la peripecie de un día sí y otro tambien. En eso creo que consiste el juego propuesto, pues se trata de una existencia cuya principal valor como fundamento son los otros y sobre ese plano agregado de billiones de seres humanos como yo.
¿A que suena como otra forma más de “espiritualidad” que subyace inevitablemente a todas las religiones de alguna que otra manifestación, en tanto que se trata, en ultima instancia, de integrar lo individual en lo colectivo, respecto de aquella vieja bipartición de caracter simbiótico que proviene, en realiad, de la cognición humana?
Pues, claro: es una metafísica como otra cualquiera (a ver sí mostramos un poco más respeto por las metafísicas y el pensamiento mágico pues que nos debemos como especie a ellos). Y tambien en tanto metafísica, entiendo que, respecto de esta proposición, nadie tiene por qué darse por interpelado si ve las cosas de otra manera (pero aun así podría encontrarse en la posición alguna vez de descreer de ella y rechazarla, para poscionarse -momentáneamente- de otra manera, lo que sigue siendo un efecto metabólico positivo en términos de un sostenimiento sedentario, etc.)
O sea, que tambien así me vale.
Percibir e imponer un sentido a las cosas es el verdadero don humano de los humanos, porque articula fieramente el grupo (funcion performativa de lo racional y de lo “verdadero”, etc.). Pero tambien de gran importancia es el estímulo que para nosotros supone reaccionar al sentido que proponen y manejan otros, para nuestro mayor gozo metabólico de tener que tomar una u otra postura intelectual-moral respecto del mismo (y así compartirlo o descreer y rechazarlo): como ven, en ese justo momento está listo para rodar la rueda politica de los contextos sedentarios urbanos que no tiene más remedio que inyectarse sus propios estimulantes en forma de pugnas y conflictos incruentos, entre otras formas de vivificación más metabólica que corporales, etc.)
Para concluir: una metafísica que es, puede ser, para el individuo una forma de autoimposición sobre el mundo como un poder que nos asiste (y una vivencia de lo más intenso e inconfundible en el ser nosotros mismos); pero no deja de ser una metafísica, es decir, un sentido que, aunque está basado en alguna forma de observación inicial, no es más que un aserto abstracto que no puede tampoco contradecirse (tambien como toda creencia formal “espiritual”, claro). Quiero decir que por ello no es necesario que ni la IA ni la (C)IA me vengan a patear el culo de un una manera u otra, porque la metafísica como poder no tiene por qué rivalizar con el suyo (evidentemente).
¿Estamos?
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1La invención del pueblo judío. Shlomo Sand, del año 2008
Dama en su chaise longue, de François Boucher, 1743. El estilo artístico rococó reflejaba el ideal de confort de la aristocracia del Ancien Régime. (Imagen y subtexto de Wikipedia en su entrada en español para “confort”)
Debido a que el ser sociorracional supone la expulsión de un estar corporal y sensoriometabolico anterior, todo contexto antropologico está abocado a buscar y crear vías de reintegración para el sujeto homeostático. Y, en general, puede etenderse “integración” como lo mismo que “función performativa de la verdad”, como asimismo “de lo racional”: es decir, el sentido de las cosas se asienta, como argumentamos, sobre una expulsion (esto como parte inherente de nuestra cognición) puesto que en lo real y verídico donde sí caben todos los cuerpos se ha de entender como una necesaria distorsion -deflexión- del plano físico, de manera que el amparo del grupo se debe al carácter fisiológico (electro y neuroquímico) de la unión identitararia y, precisamente, a que no es de ninguna manera anatómica. Pero el sentido de las cosas no tiene por qué ser solo conceptual sino que también existe como condición física y en tanto ritual que se consagra (por el hecho de su repeticion previa en el tiempo y por cualquier legitimación socio-normativa) y al que el cuerpo socio-homeostático puede aferrarse en pos de una nueva consecucción pasajera de confort: las rutinas, los rituales y ritos realizan una misma función performtiva de reintegración, pero a nivel corporal (diríamos que prerracional o homeostático) que, sin embargo, no vivmos de forma exactamente intelectual o epistémica. Y por eso hemos de entender su aspecto también opaco en un sentido que elude el pensamiento en princpio conceputal pero no deja de ser una forma de conocimiento. O sea, eso quiere decir la opaciadad proxémica, pues que lo sacro1 es siempre ese punto en que la razón epistémica (el ser) se ve superado por la complejidad de su propia advenimiento como fenómeno neurológico, cuando ya no entiende en forma de pensamiento, al mismo tiempo que disfruta, sin embargo, de una nueva consecucción de una solidez vital nuevamente percebida/conseguida, y que entiendemos perfecta y completamente, pese a todo.
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El término sacrolo empleo para resumir el punto de unión entre lo uno y lo múltiple como también suprema forma de opacidad racional, en tanto que nuestra propia razón-consciencia ya procede (por medio de este plano socio-homeostático y subcortical que postulo) de lo multiple, pues en la función performativa de la conciencia individual al menos respecto su vertiente cultural, se logra acorazar el grupo cultural a través de la homeostasis individual de cada uno. Pero esto no se puede vivenciar de manera compleja y multidimenisional, sino solo cabe contemplarlo intelectualmente y a través de momentos puntuales de nuestra propia autorreflexión sobre lo vivenciando. En este sentido digo que se puede entender y superar de alguna manera la religión y las mitológicas, pero no cabe zafarse de esta circunstancia que ocupa la centralidad, en realidad, de nuestra cognición: eso quiere decir “lo sacro”. Luego, inversamente, es necesario entender las religiones (y toda mitológica aun en sus manifestaciones actuales) en tanto respuesta desde luego evolutiva (socio-biológica) y en su probable calidad técnicamente inexorable. Decir “sacro” sería tambien equivalente a algo así como decir “misterio”, pero dicho ahora sin sorna (en referencia a cómo suele usarse en la dogma católica) sino porque desde el punto de vista de nuestra vivencia de la razón humana como sujeto homeostático, resulta algo inaprensible.
En qué consiste el tiempo socio-homeostático sedentario:
Adscripción o descodificación de sentido socio-racional respecto la vivencia sensorio-homeostática individual: la disonancia base individual (soy en tanto que percibo/siento, pero también depende mi supervivencia, aun respecto de un plano simplemente social, de qué significa y el sentido de eso que percibe mi cuerpo).
La función performativa de la «verdad»: Acarreo con la disonancia y el mantenimiento de sentido a partir de la vivencia corporal de mi propio yo (frente, lógicamente, a todo lo culturalmente consabido). De manera que como individuo he de determinar, a partir de mis percepciones en general, qué es lo real y cómo descodificarlo porque ello supone volver de nuevo a cobijarme bajo el manto protector de los míos, es decir, valiéndome de la racionalidad misma de mi propia experiencia antropológica colectiva y cultural. Aprehender y comprender las cosas es, pues, una de las formas de confort existencial más potentes que conocemos y parecería que ese sería el porqué más pragmático del racioncinio humano, porque convierte el yo en una práctica antropológica de la intersubjetividad en beneficio, en última instancia, de los cuerpos físicos y de la continuada cohesión del grupo cultural-dentitario.
Asunción de pugnas vitales de distinto grado e intensidad frente a otros.
Fisiología de una superación: vivir esforzándonos contra algún aspecto de nuestra propia individualidad (disonancia) como fuente de tensión.
Autodefinición frente al contexto cultural heredado existente (asumir o rechazar lo que siempre puede entenderse como una propuesta que se brinda al sujeto todo momento histórico determinado).
La infernal ratio: vivificación moral y también empática a través del espectáculo del sino corporal-moral ajeno (puesto que como interpelación respecto nuestra propia pertenencia, nuestros cuerpos están inexorablemente comprometidos con el drama corporal-moral ajeno).
Proyección fisiosemiótica y su corolario de régimen corporal agregado «en suspensión» en tanto estandarización del gasto energético agregado debido al predominio de procesos subcorticales sobre la focalización cognitiva. Es decir, el definirse el individuo en su propia proyección personal existencial-profesional, se está creando con contexto energético ordenado y, por tanto, de por sí tendente hacia la eficiencia energética y su condición susceptible de gestionarse en este sentido.
Tiempo libre y liminal: tanto en un sentido de vivificación sensoriometabólica y de rutina física (deporte, ir de compras, etc.) como respecto de una «vivificación epistémica» que sería punto distintivo de la experiencia sedentaria que faculta esta posibilidad a partir del desarrollo del ser (epistémico).
Vida afectiva: la alteridad como quizá el porqué evolutivo más profundo de la propia vacuidad neurológica; característica que obliga sin cesar a los contextos sendentarios a sujetarse, en realidad, por la interacción y las relaciones socio-afectivas entre los sujetos homeostáticos, incluyendo en su forma más extrema y antagónica (si bien presente tambien de forma peramanente) la violencia.
La bisoñez y su superación: En tanto que el motor de la experiencia humana en su vertiente diacrónica -que es su sentido por otra parte más objetivo- es el decurso, en realidad, de las generaciones sucesivas, se constata el establecimiento de cierto equilibro y reparto energéticos entre los jóvenes frente a los mayores; que se reafirma, por otra parte, en la transición entre juventud y la madurez-senectud y los correspondientes cambios digamos homeostáticos, transición o cambio que puede observarse por otra parte como propio de la condición en realidad de mamífero. Dicho cambio respecto los seres humanos incluye cierta superación parcial por parte de los mayores de la fuerza de los procesos homeostáticos que se traduce en una mayor tendencia a la reflexión más cogntivamente focalizada, mientras que la juventud continúa aún más sujeto por la imposción homeostática y -probablemente diríamos- subcortical (junto, claro está, con la diferencia en general enrgética correspondiente a cada una de las partes).
La memorística individual y sensocorporal cuya constante reconstrucción cognitiva a lo largo de toda vida singular, debe de ser quizá la gran ocupación metabólica del tiempo indiviudal. Sería, por otra parte, la piedra angular la mecánica sociohomeostática de los grupos humanos desde siempre, por cuanto nuestra ideosincrasia como seres corporales en nuestra propia ontogenia singular e intransferible, constituye un contrapeso estructural frente a la vacuidad neurológica, lo que permite que vivamos fascinados por el otro -si bien de forma ambivalente aunque intensísima-, y como razón de ser de nuestra propia personalidad como exigencia también estructural.
Es descriptivamente cierto que la cognición humana a partir de nuestra experiencia corporal muestra la función performativa de ubicar al centro del seno colectivo la homeostasis individual en tanto todo ser socializado se encuentra trenzando electro y neuroquímicamente (de forma principalmente subcortical y como cuerpo perteneciente) con lo moralmente consabido del grupo cultural. Esto quiere decir que el drama de nuestra propia disonancia como cuerpos singulares que se amparan, sin embargo, en la unión de los nuestros, funciona a partir del conjunto de nuestras respuestas sensoriometabolicas y pulsiones más íntimas (homeostáticas), tanto en la necesidad de protegernos a través de la conformidad como también en el alzarnos en algún grado de rebeldía y transgresión: en cierto sentido, todos estos fenómenos fisiológicos, electro y neuroquímicos de nuestra propia intimidad se desarrollan de alguna manera en función siempre de los otros.
Una disonancia vital que es nuestra verdadera condición de ser y que, aunque vivimos obligados a una fisiología de su superación a través de la coherencia sociorracional (del grupo cultural de pertenencia que corresponda, que se artricula en función de su racionalidad particular, donde sí que caben todos los cuerpos físicos), es, desde una óptica compleja, una especie de punto de fuga que está evolutivamente configurado para no superarse nunca: pues los grupos humanos dependen, precisamente, de la tensión a la que obligan los contextos antropológicos pero cuya lógica estructural extra o suprahomeostática desborda, en realidad, nuestro raciocinio: tensión en y de por sí que no debe resolverse nunca desde una óptica agregada y temporal (pero que va renovándose, eso sí, a partir de la bisoñez de toda generación nueva).
El porqué de la consciencia resulta entenderse a partir de la conversión de la limitación física humana en baza ventajosa para la supervivencia colectiva (es decir, evolutivamente hablando, la única supervivencia que hay). Pues a partir de la limitación-delimitación física, requisito por otra parte obligatorio para poder acceder a la pertencia socio-homeostática (pues nuestro cuerpo es precisamente eso que apostamos cada uno), la conciencia-razón humana permite postular verdades de función claramente performativa en el sentido aquí desarrollado a partir de espacios abstractos no sujetos a la contradicción lógica: es decir, en esos espacios no materiales que después adquieren carácter normativo común, caben todos los cuerpos pertenecientes; pertenencia que a partir de la imbricación electro y neuroquímica, de carácter seguramente en gran medida subcortical, permite recrear de forma virtual el locus –ahora moral y sociorracional—de la pertenencia identitaria y cultural.
De esta manera decimos que los grupos brindan a los sujetos homeostáticos contextos de sentido ya culturalmente configurado para que estos se inserten, sobre todo físicamente, en el tiempo, en realidad colectivo, de su propio decurso vital singular. Así que diríamos que nos valemos cada uno de la coerción que en cierto sentido supone el sentido antropológico de los nuestros, para entrar a jugar el periplo de nuestra propia individualidad, pues que a cambio de dicha coerción nos abre lo real para nuestro mayor gozo vital y socio-homeostático a partir, sobre todo, de un motor moral que tenemos -que nos hemos incorporado—al centro de nuestra misma personalidad socializada.
De tal forma que pudiera etender mi propia vivencia consciente del yo como, en realidad, un requisito estructural que impone nuestra comprensión moral de nosotros mismos como insturmentalización de la homeostasis biológica con el fin de crear una especie de virtualidad moral paralela, de alguna manera, al plano físico colectivo y corporal. La consciencia entendida en tanto que función, es aquello que blinda los cuerpos pertenecientes frente al mundo exogrupal; y como se basa en la homeostasis individual, supone asismismo el traslado -o incorporación– de la mayor capacidad de imposición vital que solo puede conocer un cuerpo singular desamparado, al seno virtual (electro y neuro-metabólico) del grupo cultural.
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Anotaciones posteriores
(24sep25) La consciencia sería el aparato o dispositivo que: 1)Aparece como producto del ascenso límbico-cortical que es la piedra angular de la psique y, por extensón, de toda pragmática antropológica real; 2)Funciona para virtualizar el plano homeostático cultural, esto es, convertir un locus homeostático de la pertencia identitario-cultural de carácter físico y estrictamente proxémico en un entorno neuroquímico mucho menos dependiente de ninguna condición directamente física; de este segundo punto, por ejemplo, se ha valido sin duda la experiencia agrourbana histórica para estabilizarse en el tiempo, si bien esto sería patrimonio operatvio, en realidad, de todo grupo humano que hubiera existido nunca y a partir de unos antecedentes orginalmente del mundo animal.
Sirve como plataforma lógica que permite articular un modo epistémico de relacionarnos con el mundo (importancia máxima respecto lo sedentario). ¿Por qué más exactamente es útil?
Uniformiza la función performativa de lo verdadero quedando a disposición de todo sujeto homeostático.
Uniformidad como definición de mayor estabilidad dado que no es fácil manipularlo porque permanece como arcano cultural y en tanto idea abstracta.
Uniformidad que supone asimismo una determinada definición energética agregada.
Al quedar a disposición homeostática de un colectivo abre asimismo espacios de discrepancia, disconformidad y transgresión no inmediatamente cruentos.
Prepara y fomenta una deriva mimética de la cultura al reconfigurar nuestra relación con la violencia haciendo que la violencia cruenta se troque en una violencia más metabólica que física.
Permite que la disonancia entre el estar y el ser que subyace a nuestra cognición se ponga al servicio del sostenimiento de los contextos sedentarios en la forma de violencia mimética, particularmente como dispositivo moral (pues sí, la moralidad puede convertirse en una forma de violencia mimética o homeopática).
Una lógica causal de poder se representa especularmente sobre el horizonte cultural, lo que requiere cierta habilidad intelectual-conceptual puesto que se trata de un plano abstracto que solo existe como ideación lógica (en un sentido evidentemente formal y no empírico) que, no obstante, obliga al individuo a entenderse a sí mismo a través de cierta reflexión moral-intelectual.
Compárense contextos sociales donde no están a disposición de los sujetos homeostáticos conceptos de rección y control divinos, o que solo lo están de forma poco desarrollada y sin grandes implicaciones sociales perceptibles.
Como ocurre con toda mitológica, un modelo antropomorfo de divinidad sirve en última instancia para la inserción corporal individual en lo real, si bien en el contexto de las religiones sedentarias, al tratarse de marcos ya más urbanos, el espacio abstracto para la imposición lógica individual (e incruenta, en principio) que abren las religiones sedentarias debe entenderse como exgido por -y no solo circunstancial a- la experiencia antropológica dependiente de la agricultura.
En este sentido sería lícito especular que la inserción corporal en lo real propia de la experiencia sedentaria y urbana se serviría de una rigidez moral-intelectual mucho mayor que la inserción mitológica nómada y menos asentada, puesto que la diferencia entre ambos tipos se da como respuesta al horizonte socio-corporal (siendo el de las antropologías pre-agrarias mucho más extenso que en las agrarias).
De manera que el uso mucho más funcional de la lógica epistémica al que se ven abocados los contextos sedentarios sirve, en realidad, para tensar los contextos socio-homeostáticos con el beneficio añadido de uno necesario incremento psíquico (por razones estructurales) pero cuyo propósito técnico sigue siendo, en realidad, la vivificación sensoriometabólica en sí misma, puesto que es en esta tensión más metabólica que corporal en que los contextos sedentarios se sostienen al compensarse de esta manera por el recorte y encierro físicos que supone la consolidación histórica argrario-urbana.
Cabría, entonces, pensar que cualquier idea que remitiera a una fuerza causal explicativa, sea divina y antropomorfa o bien cualquier concepto que hubiera adquirido una relevancia social de alguna manera normativa o relevante para todo sujeto homeostático, brindaría la posibilidad de amparo existencial para el individuo y dado que parecería innata a nosotros la tendencia cognitiva de buscar, o bien adscirbir, causalidad como orden respecto al mundo natural.
Pero la figura divina antropomorfa sería particularmente útil como modelo moral cuya relevancia nos puede interpelar directamente en tanto cuerpos físicos; mientras que las ideas simplemente abstractas (como el cambio climático, por ejemplo) requieren de un mayor grado de razonamiento, y son, por ello, más trabajosos respecto su implementación y práctica socio-homeostática.
Pero la verdad es que, tanto un caso como el otro, la disonancia que entre el estar y el ser que fundamenta nuestra cognición, puede igualmente aprovecharse en aras del sostenimiento del colectivo, y muy particularmente respecto del problema técnico de lo sedentario: lo semiótico en general es aquello que como referencia socio-homeostática obligada, nos llama a despertarnos nuevamente a la vivencia metabolica y moral del yo, que por eso y como exigencia socio-homeostática colectiva -esto es, estructural- posemos un sentido del yo y personalidad propia (o al menos así cabe asverarlo como hipótesis).
Un aspecto crucial de la seguridad humana puede ser en cualquier momento determinado según las circunstancias, el no enterarse de algunas cosas; como un derecho humano para que las cosas sigan veladas a hasta cierto punto, pues el desvelamiento es modo de inserción socio-homeostática en lo real, lo que implica que, seguido de todo momento de la revelación, habrá de darse una nueva reconfiguración del “misterio”.
Scooby-Doo 1
Contemplación desde la óptica del sujeto-homeostático y corporal naturalmente espoleado según su propia biología a volcarse en la función performativa de la “verdad” como desvelamiento.
Scooby-Doo 2
Que esta configuración socio-biológica y estructural deviene, según su diacronía y concebida como agregado demográfico humano, en un modelo de consumación del tiempo sedentario colectivo, lo que implica que no se puede desvelar sin más sino que todo desvelamiento (función performativa de lo verdadero que se realice) ha de dar paso a nuevos enigmas por razones estructurales condicionadas por la cognición humana y su vertiente bipartita y socio-homoeostática.
La alegoría platónica de la caverna
Como la alegoría platónica de la caverna 1) y, también, en su versión más compleja 2): pues que la mecánica sedentaria depende de que la gente viva encadenada en su gran mayoría (y debido a nuestra cognición todo nosotros, en realidad y en algún grado). Frente al empeño moral de la liberación del sujeto pensante y elite social (que parecería ser la manera en que abordamos por primera vez como escolares esta alegoría), la segunda idea estructural y utilitaria está ya en Platón -pues que hay que controlar las imágenes, en eso consiste precisamente la política—aunque no se suele incluir este matiz cuando se hace referencia al tema.Y el drama que nos consumiera a cada uno respecto nuestra indignación personal y moral ante una injusticia percibida, palidece en importancia respecto el plano en última instancia más compleja que es el tiempo colectivo en agregado como sistema.
Una sociobiología del saber:
-el saber es un proceso de inserción en lo real del cuerpo socio-homeostático.
-La función performativa del saber supone para el individuo el amparo existencial respecto de un grupo de pertenencia
-El no saber y no poder discernir lo verdadero, se vive con la mayor intensidad para el individuo pues solo por medio del lo “verdadero” se procura el confort de la pertenencia: este drama del discernimiento parecería sostener la trayectoria cognitiva-vital de las personas.
-Pero el llegar a discernir lo real y verdadero que se vive como visceral asunto -para el cuerpo- de vida y muerte, es solo una contingencia sucesiva que ha de ir seguida por otra reconfiguración de lo no discernible y el “misterio”.
-la necesidad de saber espolea el drama del ser, siempre que no se acabe por saberlo todo, pues el grupo solo permanece en tanto unificados todos sus miembros por la presentación, a partir de la percepción somatosensoria nuestra, de la ambigüedad de lo real.
El grupo depende del misterio (que, a partir de la limitación corporal, no es difícil encontrar); luego de crucial importancia es la gestión precisamente de lo enigmático. Y, por tanto, desde una óptica estructural que parte de la socio-biología de los grupos humanos, el no saber es más importante que el saber; y el desarrollo técnico-científico tiene una importancia antropológica de valor muy por encima de lo que dice y cree saber realmente.
Inserción en lo real como problema climático:
Ejemplo del no saber que, no obstante, asienta la base para un nuevo marco socio-financiero. Es decir, se reconoce que no se entiende completamente una cosa, pero que posea suficiente enjundia de realidad como para invertir dinero y esfuerzo públicos en ello: ¿cuánto más impacto tendría que tener para que lo entendiéramos como lo real? Y, sin embargo, obligados estamos a contemplarlo también como un dispositivo que se ha creado o seleccionado frente a otras opciones por las que se hubiera podido decantar.
Adicionalmente: como idea presentada (porque siempre sigue siendo eso sin que importe, inicialmente, su grado real o de falsedad), uno puede acogerse a ella también en distintos grados de “fe”, negándola en su totalidad o dudando de ella solo parcialmente; e incluso cabe entender la realidad de su impacto sobre la gente, pero no por ello dejar de entender su carácter de patraña pues su mayor grado de realidad es en lo que vemos que hace con el cuerpo humano, pero no tanto respecto la idea que se supone que es (de lo que incluso cabe suponer que es totalmente falso pero, aun así, tener un respeto muy real por la consecuencias sobre el bienestar de la gente al mismo tiempo que podemos dudar, e incluso descreer, del tema como tema precisamente científico, pues que tiene una mayor importancia en realidad estructural y fisioantropológica que científica -o que la misma ciencia como práctica tiene en sí una mayor importancia estructural que científica, mayor importancia como actividad sostenedora de lo sedentario que el saber real de las cosas-).
Pero como idea presentada tiene asimismo una utilidad metabólica en tanto oportunidad de definición socio-moral y «opróbica» para el individuo perteneciente. Es decir, debido precisamente al carácter ambiguo de, en realidad, todo conocimiento humano que no puede comprobarse sensorialmente en el momento de todo presente vivenciado, siempre cabe no creer del todo lo que se nos presenta como la «verdad», puesto que la verdad es ante todo instrumento que tiene a su disposición el cuerpo perteneciente para así poder envolverse en el traje fisioantroplógico de la identidad cultural y colectiva; y esto no en el suprimir la anomia de su idiosincrasia como ser vivo, sino poniéndola al centro de su relación con el grupo a través de la intimidad homeostática del organismo propio.
En este sentido, la verdad es, ante todo, dispositivo de supervivencia que el grupo pone a disposición del individuo; pero como lo que le interesa al colectivo en su propia mecánica en el tiempo es la furia con que el individuo se defiende de su propia aniquilación individual en tanto cuerpo vulnerable, no procede suprimir la anomia individual sino explotarla a favor de cierta plasticidad colectiva frente a una gran variedad de contingencias futuras potenciales: precisamente por eso la verdad es también una opción individual frente a la que existe siempre cierto margen de aceptación, respecto de uno u otro grado de conformidad o rechazo, o la combinación personalísima e íntima, en cada caso, de ambos.
Y esto nos pone en la tesitura de entender la libertad humana (además de la “verdad”) en su vertiente estructural y tempoantropológica: que la permanencia colectiva y cultural depende precisamente de la idiosincrasia homeostática de cada cual, pues solo a partir de ella brota la enjundia vital como voluntad a la vida de cada uno, eso que incrementa sin duda las posibilidades en última instancia colectivas y de generación en generación de la permanencia antropológica.
Es decir, si no tienes cuerpo, o no te interesa tu propia entidad física, no sirves al colectivo y no tienes, por tanto, necesidad de lo verdadero. La sociohomeostasis obliga al individuo a su propia y constante autodefinición moral (ante todo como autoimagen «opróbica») siendo la verdad un instrumento auxiliar a nuestra disposición a fin de orientarnos y saber un poco más con quién nos jugamos los cuartos. Pero el sentido, tanto de la verdad como de libertad sensorio-homeostática y metabólica humana, tiene más que ver con el tiempo colectivo en su vertiente diacrónica.
Y es que los grupos humanos no tienen, por razón de la propia vacuidad neurológica que los sustenta en su vertiente estructural, más opción que infundir un peso moral a nuestra existencia como individuos, pues así lo reclama, precisamente, la calidad efímera que subyace a lo humano. En nuestro auxilio acude, justamente en este punto, el pensamiento mágico entendido como la capacidad de postular conceptos lógicos que no pueden contradecirse que, sin embargo, nos permiten ampararnos todos los cuerpos singulares bajo el manto al menos metabólico de la semiótica simbólico-conceptual y moral de todo locus antropológico particular de la pertenencia de toda cultura cualquiera y universal.
Y así, llega un momento en la contemplación de esta mecánica al entender la importancia de un corpus de creencias no fácil ni inmediatamente refutables, cuando hemos de tomar conciencia de la gravedad disruptiva que tiene el acto de conocer desentrañado aspectos de la realidad de los que, a partir de entonces, no se podrán ignorar ni eludir; un desvelamiento cuyo corolario lógico sería, entonces, entender que las creencias compartidas respecto de qué es la realidad, en vista de su papel de base al menos formal de lógica (que permiten, por tanto, sucesivos razonamientos y posicionamientos morales a disposición de los individuos), deberán rebasarse solo con la mayor cautela, y cuando menos entenderlas la mayoría de las veces -probablemente- como opciones de autodefinición personal disponibles o no, según le dé a cada uno, pero que de ninguna manera minarán inmediatamente de forma estructuralmente traumática la base de la estabilidad sedentaria.
Es decir, el no saber impone nuestra propia delimitación como sociedades; y cuando adquirimos esta noción estructural del amparo que constituyen las creencias de un colectivo, esto es, viéndolas por lo que técnicamente son y la función que realizan y no tanto respecto de su grado de realidad demostrable, utilizamos a partir de entonces el término ficciones para referirnos a una verdad por encima de lo empíricamente mensurable y de mayor importancia, desde luego, que sería algo así como la promesa de la continuidad colectiva en su propio futuro (por ello necesariamente sin culminar en concreción presente).
¿Qué “realidad” podría tener más importancia que ésa?
Pero el caso es que además de la estabilidad funcional que brindan las ideas, creencias y ficciones colectivas, los grupos humanos se alimentan de sucesos de enjundia moral, pues es por medio de las vivencias y respuestas metabólicas individuales que los grupos se articulan, se mantienen y se desarrollan en el tiempo. Puede entenderse la moralidad humana en su vertiente tempo-estructural y antropológica como estrategia evolutiva de acorazamiento colectivo a través ni más ni menos que de la cognición humana: y en este sentido el gran fuelle del tiempo sedentario es la vivencia metabólica de la moralidad en el que nos arropamos todo individuo perteneciente.
Evidentemente, como dispositivo antropológico el calentamiento global que como concepto requiere de una mínima comprensión logico-abstracta no tiene -no puede tener nunca- parangón alguno como ficción antropológica: cumple todos los requisitos en tanto que existe en la realidad en forma al menos de datos mensurables cuyo causa última, sin embargo, queda fuera de nuestro conocimiento definitivo; por ello abre la posibilidad de cierto espacio marginal de perspectiva individual; parece tener, en todo caso, un efecto directo sobre la las vidas de las personas, y, al menos como idea, pone en tela de juicio la continuidad potencial de la vida sobre el planeta.
O sea, una ficción en toda regla que se apoya en la vacuidad neurológica de los seres humanos alzándose como suporte de un espacio al menos colectivo al que, como individuos, podemos hasta cierto punto dejar de tomar en cuenta (como respecto cualquier idea, precisamente por ser incorpóreo), y que al mismo tiempo nos hace gozar de la duda en este mismo sentido, pues tiene pinta de ser lo más serio que nunca hubiera acontecido en la historia del planeta, o algo así.
Entonces ¿qué sentido podría tener saber realmente de qué se trata y perder en el mismo momento en el beneficio estructural y antropológico de la duda como ficción viva? Pues estos son tiempos de amor al prójimo a través de las ficciones y seguimos, como siempre y pese a todo, ante la tarea de insertarnos sociofisiológicamente en lo real, esto es, en el ser mismo físico-espacial, siempre que tengamos cada uno cuerpo propio.
Las patrañas colectivas siempre han sido fuerza garante del ser sociorracional (frente al estar como problema complejo y estructural y más bien diacrónico). Y hoy como siempre, en nuestros días las tenemos que seguir desentrañando como la vida misma, siguiendo la misma pauta, por ejemplo, que la del propio Scooby:
Programa televisivo que data en su primera versión del año 1969
Pero otra cosa sería acarrear con un sentido estrctural mayor que se encuentra más a allá de las peripecias homeostáticas de cada cual como individuo y sujeto social. Pero tampoco es que se recomiende eso con excesivo entusiasmo, dicha sea la verdad (aunque un sentido así existe tanto como la opción de servirse uno de alguna manera de él).
Que los cuerpos reales necesarios para el espectáculo socio-homeostático del sino existencial-moral del individuo sean solo una minúscula fracción numérica de los beneficiados metabólicos últimos, en su conjunto y como agregados demográficos, en verdad apesadumbra. Es decir, se trata de algo que, desde una perspectiva energética sistémica, no hay más remedio que entender como altamente eficiente un sentido (oprobiosamente) técnico y del cual, desde una óptica de gestión antropológica (y para quien le competa, ojo) no se puede desentender.
Y sería que, como la unicidad colectiva real y identitaria respecto de un grupo cultural y antropológico determinado tiene lugar a través del ser (a partir de un estar homeostático anterior); y como que va por delante y de alguna manera por separada la vivencia del cuerpo subcortical y pre consciente, sería pues ese ámbito que se relacionaría de forma mucho más directa y menos mediatizada, con el espectáculo del sino individual ajeno (el cual, como ahora sabemos mucho mejor por medio de nuevos instrumentos epistémicos como las neuoronas espejo, es para nosotros una viviencia fisiológicamente compartida, o al menos en un sentido mimético y no físicamente corporal).
Y sería asimismo que para una nueva al mismo tiempo que continua reconstitución del ser sociorracional, es necesario de forma inexorable que vaya surgiendo a intervalos (pero al mismo tiempo que de forma permanente) espectáculos fisiometabólicamente relevantes (o sea, moralmente significativos) para nuestros cuerpos en tanto los sujetos homeostáticos que somos cada uno y cada una. Porque el ser en su carácter incoativo constituye una nueva definición de nosotros mismos, lo que solo es posible ante nuevas zozobras que a intervalos pero también de forma permanente, nos fuerzan una y otra vez a saber quiénes somos cada uno en un sentido moral a partir de nuestra propia respuesta emotiva ante las cosas: o así al menos parecería que saboreamos mejor la vida y el trauma vivificador y gozoso que es el ser nosotros mismos nuevamente.
Para esto sirve, por ejemplo, el flujo mediático e incluso publicitario (además de otras fuentes de vivificación sensoriometabólica de distintos grados de relevancia moral, como son los deportes e incluso la política como espectáculo en este sentido). Pero conviene seguramente entender de esta misma manera la religión en su origen respecto la experiencia sedentaria. Pues si se desmenuza bien, se percibe la creación de entornos de tipo sobre todo metabólico que invitan a los súbditos-feligreses a participar del periplo y gran adventura metabólica que supone la disonancia del yo socializado sedentario, frente a cualquier credo semiótico-conceptual: que todos los credos ofrecen un pleanteamiento racional (en tanto que lógica) al que se tiene que adherir uno como pueda, pero que jamás será de forma totalmente obediente puesto que la signularidad física es una forma de insuperable disonancia que se convierte en verdadero peso moral y homeostático con el que tenemos que acarrear como indiviudos socialmente integrados.
Las religiones sedentarias también acomodan la naturaleza bipartita de nuestra coginión a través de los contextos rituales, pues como arugmentamos, el cuepro va como por separado, pero tiene que tener su espacio para ejercitarse en su propia vivencia y como independiente de esa otra parte de nostoros que es nuestra experimentación del yo (el ser). Lo ritual (sea religioso o no) es una forma más de sentido no razonado ni directamente intelectual sino que se articula a través sobre todo de la repetición y nos entronca con nuestro origen, en realidad, mamífero y respecto a la vida animal social.
Y es que parece que el espectáculo que son los padecimentos ajenos, como el sino del yo socializado y potencialmente el nuestro mismo, vivifica de alguna manera este proceso subcortical pero del que depende nuestra propio equilibrio cognitivo (respecto al origen mismo de nuestra propia racionalidad como viviencia del yo que aparece siempre como en este sentido enajenado de alguna manera de una vivencia corporal subcortical y anterior).
O decir que el ser hay que evocarlo, de alguna manera, y de forma constantemente repetida, pues somos -parece ser que por razones cognitivas inherentes- en buena medida de forma revulsiva frente a nuestra propia repuesta emotivo-moral y homeostática ante las cosas. De ahí que todo orden racional antropológico (cualquiera, el que sea), pero sobre todo los sedentarios, dependa del espectáculo moralmente (o sea, corporalmente) significativo que son los demás y lo que les pasa (pues desde la sensorialidad del cuerpo que contempla, no se difierencia la experiencia ajena tanto de la propia que cuando se piensa desde el ser racional).
Aunque el sentido evolutivo de esto está aquí cristalino; que es asimismo el sentido del porqué del propio yo social y psiquíco: como dispostivo que supone la centralización de la homeostasis indiviudal al seno mismo del grupo antropológico frente al mundo exogrupal (todo aquello que se entiende exterior, cultural y racionalmente ajeno).
¿Visión espiritual y religiosa, o cuestión en realidad sociofisiológica que justifica y explica, en última instancia, la necesidad esturctural de la conciencia humana?
Es decir, los grupos dependen de la moralización -racionalización de la existencia a la que poder aferrarnos como cuerpos singulares socio-homeostaticos: el así llamado «pensamiento salvaje» siempre empieza con una sistemática consistente en unas categorías que se imponen sobre la realidad que sirven como punto de partida funcional (solo incialmente empírico) sobre el que puede articularse el grupo a través de una elaboración epistémica ulterior necesariamente imaginaria, puesto que se busca ofrecer, precisamente, un espacio no físco donde sí que cabe todo cuerpo físico espacialmente presente sobre el locus de una pertenencia cultural determinada; es decir, se busca justamente rebasar el espacio físico gracias al poder de imposición cognitiva humana sobre espacios abstactos no suejtos a la contradicción.
Sería que funciona la religión como imposición postulada de una lógica no susceptible de contradecirse justamente porque no es real, en tanto que su propósito es abrir un espacio de relevancia moral y homeostática más allá, precisamente, del encierro corporal que fundamenta la vida humana.
Es decir, argumentamos la existencia de la cognición-conciencia humana como evolutivamente necesaria debido al poder de imposición cognitiva que facilita, para así arroparse fisiometabólicamente los grupos humanos. Un estar socio-homeostático que, en el decurso de las generacioniones y a través de los milenios, crea y se apropia tácticamente del ser mediante una conjugación de la violencia, el dolor y afecto que se aprovechan de forma icónica –o sea, virtural y no directamente corporal– a través de las imágenes de nuestra propia vivencia sonsoria, sobre todo visual.
Porque con el «ser» puede crearse una protección metafísica con el que proteger el «estar» socio-homeostática, lo que tiene el efecto ultimo de convertir la limitación-definición físca en una baza evolutiva en sí misma.
Y Diós: ¿puede argumentarse, entonces, que es también empíricamente necesario que exista, como esgrime como su gran contraargumento el ateísmo organizado frente a la religión (esto es, que no es necesario que exista)? La existencia de Diós no, pero sí la religión –cualquiera, la que sea– pues indistinto es el origen tanto de la razón como el de la religión; que la razón es para re-ligar el estar a partir del ser sociorracional.
Somos racionales para religarnos; y estamos evolutivamente para ampararnos en el ser. El estar socio-homeostático se sirve del ser sociorracional, lo que aboca a entender que el sentido del ser solo puede ser en última instancia el estar (lo que obliga pesarosamente a entender el valor de la vida depositada, en ultima instancia, en el futuro mismo).
Por otra parte y respecto particularmente las experiencia sedentaria, la necesidad de atribuir sentido a los acontecimientos de la vida (para así poder guarecerse el colectivo en su propia armadura racional y cosmogónica) constitye ya una mecánica de creación de sentido, no en ninguna descodificación culturalmente particular, sino en que el hecho de que lo que ocurre y se contempla sobre el escenario público respecto del drama moral de la vida y muerte, tanto corporal como social y político de los individuos, ocupa en el producirse inmediato y en su representación ritual, mediática o reproducción estética, la centralidad socio-homeostática de la cognición de todos nosotros.
Y porque esto es filogénticamente inexorable, una y otra vez, no es del todo cierto que la vida sea unos breves momentos de furia vociferante de un actor sobre un escenario sin significado alguno (parafraseando a Shakesperar con perdón), sino que ese drama como espectáculo es una fuerza socio-homeostática embriagadora que imbrica ella misma a todos nosotros de forma electro y neuroquímica y como nueva evocación a la vida misma como vivencia de nuestro yo moral (para asumir, lógicamente, su propio lugar endogrupal).
Es decir, el hecho de vivir prendados de la necesidad visceral de sentido que canalice nuestra respuesta emotiva ante la tragedia ajena para poder encajar la artibulación sobre un plano colectivo y social, es ya en sí mismo una forma de sentido antes de llegar a adscribirlo de forma sociorracional. Y desde esta óptica ninguna muerte, padecimiento o desgracia ajena que se contemple de cualquier manera colectiva puede decirse que haya sido en vano, sino que se trataría de una forma de siembra visceral respecto de un futuro sentido moral culturalmente definido. Concebirlo, en fin, como una forma de alimento colectivo (metafóricamente como el pan y el vino, por ejemplo) no sería nada descabellado, aunque valdrían muchas otras metáforas como imágenes semióticas, claro está.
Y quizá sea bueno recordar que un canbalismo icónico como consumo sensoriometabólico, es siempre mejor que el real; eso que, de hecho, es el trazado que ha dibujado la historia universal humana yendo siempre de lo corporal hacia lo mimético.
Aunque con alguna imagen o metáfora va usted a tener que hacerse al final. Porque le será siempre imposible asumir su propia condición compleja y estructural de objeto de consumo a beneficio de los demás: solo le quedará enmascarar este hecho y el esconderse del mismo en las imágenes que jamás se explicitan de forma intelectual.
A usted no le queda otra porque la cultura tampoco ha tenido nunca más opción que esa (cualquiera, la que sea o que hubiera sido).
Pero guárdese de hacer pagar a otros la angustia de usted y el servirse usted de los cuerpos culturalmente ajenos para la consecución de su propio confort existencial: en eso sí que tiene usted alternativas.
Si es teóricamente viable que la religión procede, en realidad, de la cuestión estructural de una socio-fisiología de los grupos humanos originalmente nómada que tiene que adaptarse luego a la agricultura en el neolítico, el poder de los dioses antropomorfos sería precisamente de tipo metabólico, en tanto espacio virtual habilitado para continuar digamos la otrora física travesía que hubiera quedado interrumpida por la aparición-consolidación de la antropología agraria. El poder de la religión sería, por tanto, su efecto vivificador respecto el plano sedentario colectivo e inmóvil; poder que realiza el trasbordo o transferencia de una violencia corporal real a un plano moral y fisiológico en base a la mecánica socio-homeostática de la pertenencia identitaria del individuo al grupo cultural, y en pos de la convivencia y preservación, en ultima instancia, de los cuerpos físicos.
Esta capacidad supone, asimismo, cierta sustanciación moral de la psique humana1 autocoacción psíquica de Norberto Elías pues se trata de un requisito técnico, en realidad estructural, que el individuo socializado acarrea con mayor peso moral respecto a su propia imagen social (una capacidad ampliada y mucho más práctica de la culpa, por ejemplo) para crear un mundo no físico (inicialmente) que, sin embargo, retiene una poderosa impronta homeostática para el sujeto social, respecto de sus expectativas de seguir o no dentro de la pertenencia colectiva, según una u otra conducta personal que adopte. Y con ello la violencia física queda, por lo general, reservada para el plano exogrupal permaneciendo en la mente del sujeto socializado como un imaginario de un severo acatamiento metabólico que solo, por lo general, barrunta una futura violencia como tensión que, en última instancia, nos sirve a todos nosotros para, así mortificándonos por adelantado, perseverar socialmente y de forma si acaso emocionalmente violenta, pero sin que nos abismemos apenas nunca en la violencia real y físicamente cruenta (¡si bien, el temor a que eso ocurra es preciso desde una óptica estructural que no nos lo quitemos del cuerpo nunca!).
Pero sobre todo, nos proporciona una espacio para nuestra propia imposición personal y “violenta”, en tanto que vivimos nuestra propia autodefinición moral (frente siempre a nuestras pulsiones emotivas y sub-corticales) como el mayor “gozo” vital que podemos conocer que es el de ser nosotros mismos, una y otra vez a lo largo de nuestra trayectoria personal y hacia la paulatina consumación de nuestra bisoñez.
Y estructuralmente, el poder de lo religioso es pues hacer colectivamente sostenible nuestra relación con la violencia al viritualizarla como dispositivo y espacio metabólicos (más de naturaleza moral que directamente corporal): o también pudiera entenderse como un aprovechamiento de la experiencia fisiológica (la emotividad y la homeostasis como plano sensorio -respecto al mundo real y también a las imágenes mentales en general-) frente tanto a la corporalidad como también a las ideas. Es decir, la relación mente y cuerpo se amplia ahora a una tercera categoría que podíamos entender como metabólica (fisiológica y acaso electro y neuroquímica; que ni es totalmente corporal ni exclusivamente conceptual) como hilo del que la antropología sedentaria dependiente de la agricultura no tiene más remedio que tirar y progresivamente desarrollar.
Y sería preciso, acaso como paradoja, reconocer la importancia del dolor respecto a los más cotidianamente allegados, pues la inmovilidad sedentaria obliga mucho más a la interacción social (¿de qué otro sitio puede agenciarse material metabólica sino a través de las estructuras semióticas compartidas que posibilitan a la vez que se alimentan de la comunicación interpersonal?). Y, frente a las imágenes y los conceptos que percibimos que son relevantes y que nos pesan de alguna manera respecto de nuestra propia pertenencia social, se erige el dolor, aflicción y sufrimiento ajenos y que vemos que acometen a nuestros congéneres más próximos, como centinela regidora alternativa; como también eje sin duda metabólico de nuestro yo social que se ve puesto a prueba a través los infortunios ajenos (de todo tipo, respecto la violencia humana, los catástrofes naturales o la zozobra simplemente emocial del individuo afligido): porque de alguna manera lo que vemos como el sino vital de los otros, es también inexorablemente el nuestro en potencia.
O sea, ante la paradoja de que sea el dolor y sufrimiento humano lo que de alguna manera nos espolea respecto nuestra propia humanidad como individuos socializados, y de que ese dolor, aflicción y zozobra no puedan desaparecer del escenario social como verdadero alimento metabólico para los habitantes sedentarios, no tenemos más opción que aceptar y acarrear con ello. Es decir que abordar el asunto de forma racional implica aceptar una ciertamente insidiosa complejidad (y complicidad) entre la violencia y el dolor, en tanto son las dos caras de nuestra propia elevación humana (no como especie viva sino según la otra acepción en castellano de lo humano). O sea, la racionalidad es algo así como un puente entre ambos, que no los anula sino que hace que se compatibalicen de alguna manera entre sí, y en tanto lo racional se comprenda como patrimonio, en realidad, del colectivo cultural al que usted, como usuario antropológico, tiene todo derecho a usar (o particpar de ella, sería mejor decir).
¿O nunca se le ha ocurrido la noción de que usted es racional debido en realidad a los otros y cuya presencia le es, por alguna razón poca clara (pero intensísima, sin duda) tan perentoria, tanto físcamente como en forma de imágenes (que son igualmente relevantes considerándolas desde el punto de vista de la homeostasis)? Y es que el propósito evolutivo de nuestra propio yo es poder ser y realizarnos en función de los demás: aunque esto suena sospechosamente a “espiritualidad” pues religión y lo racional coinciden sobre este punto, en que ambos dos constituyen un vínculo entre el individuo singular y la realidad o “verdad” evolutiva que son los grupos humanos culturales.
Y ambos son, por tanto, dispositivos de amparo fisioexistencial para cuerpos singulares vulnerables que, en el pertenecer, se abren a la vida en tanto orden o regimen antropológico (cualquiera, el que sea) por medio de nuestra imbricación neurofisiológica y homeostática con lo colectivamente consabido (respecto de una experiencia cultural determinada cualquiera, la que sea de que hayamos dependido en la niñez respectiva de cada uno y una).
La religión re-liga el ser otra vez con el estar, pero lo racional es incapaz de volver a unirlos puesto que el ser es un apéndice de un estar siempre anterior. En este sentido las religiones incluyen vivencias rituales cuyo sentido no es intelectual sino, en realidad, de caracter corporal-emotivo y estético: por eso lo racional ha sido en la práctica histórica de las sociedades sedentarias tan dependiente de los espacios artísticos y deportivos, siendo ambos formas de sentido no razonado.
Nunca ha podido lo racional bastarse por sí mismo respecto a las sociedades históricas y su sostenimiento antropológico.
El ser cuando se aisla del su propio estar y cuando el espacio lógico de al menos una explicación cosmogónica se le escatima, no tiene más opción que servirse de la vivificación sensoriometabólica para así poder seguir ejercitándose en el yo social que nos obliga a cada uno de nostoros: pero eso no se entiende de forma racional sino estética (de cárcter electro y neuroquímica).
El ser en este sentido es huerfáno inconsicente de su propia orfandad. Y la religión, desde esta óptica, se puede apreciar, por fin, en su función estrctural y técnica respecto de la antropología sedetaria partiendo de la cognición nuestra y la escisión entre cuerpo y cerebro-sistema nerviosa sobre la que se basa.
La experiencia humana ha de moralizarse porque así se mantienen íntegros los grupos humanos antropológicos.
Se vuelve necesaria por razones estructurales la racionalidad (quizá también decir la misma consciencia humana) en tanto permite convertir en patrón culturalmente particular la relación homeostática entre el individuo y los suyos pertenecientes.
Gracias a lo sociorracional se brinda al individuo una suerte de contexto de disonancia pictometabólica en la que transcurrirá su propia trayectoria vital más íntima.
De tal manera que la lucha por la vida, que es propia, en realidad, del grupo humano (es decir, en términos evolutivos), pasa a ser una lucha metabólica -más electro y nueroquímica que física– por la permanencia del sujeto homeostático perteneciente, frente a los suyos.
La moralidad como parte de lo sociorracional sería algo así como una doxa que, en el establecerse, permite en el mismo momento una individualidad epistémica que solo se entiende producto de una pertenencia homeostática anterior: o así es cómo entendemos que se relaciona el estar con el ser (relación que es particularmente relevante respecto al sostenimiento sedentario).
(Porque puede decirse que es en buena medida en la episteme -el ser– que se apoyan los contextos antropológicos dependientes de la agricultura intensiva)
Y la moral permite infundir sentido a la muerte misma; que es decir también que, entendida la muerte de forma moral, resulta útil al grupo humano (se codifique culturalmente como se codifique los poremenores históricamente contingentes de dicho sentido).
Y la solemnidad de todo sacrificio (que desde cualquier argumento lógico-cultural se puede enaltecer, claro está) convierte en culturalmente funcional el hecho simple y desnudo de la mortalidad humana.
Porque el horror de lo anodino es el más serio de todos los espantos. Y los grupos humanos no tienen más remedio que moralizar, esto es, imponer un sentido a lo que, visto fuera de cualquier óptica antropológica particular, no lo tiene.
Espanta lo anodino porque no sirve al colectivo: no puede utilizarse para vivificar e imbricar a los sujetos homeostáticos porque lo anodino no obliga a que tengamos juicio alguno (porque la posibilidad racional-moral arranca de nuestra condición disonante, como sujetos homeostáticos frente a lo consabido que ya conocemos como tal y en tanto el yo socializado que somos cada uno y cada una).
Porque lo anodino no emociona, y si no nos emocionamos -en el contexto socio-biológico del grupo de pertenencia- no se requiere nuevamente de lo moral-racional; lo que a su vez dificulta la mecánica del grupo antropológica y la necesidad que tiene de reforzarse como su misma pulsación colectiva y vital.
Aunque también lo anodino, como implica un gasto metabólico y sociometabólico menor, sirve funcionalmente (estructuralmente) como apoyo a los sucesivos periodos de agitación y verdadera aglutinación cultural identitaria.
Si bien es asimismo cierto que, en el ir rebasando la bisoñez individual de cada uno, vamos discerniendo de alguna manera, precisamente, entre lo verdaderamente significativo, por una parte, y lo anodino por otra. Pero con la edad parecería que apreciamos la importancia de lo anodino, contra el que hay que protegerse (máxime en cuanto a los grupos y la sociedad), al mismo tiempo que se aprende a estimarlo en mucho más.
Pues lo anodino, que no sirve para reforzar el grupo, sí que puede a veces requilibrar el espacio vital de las personas porque se sale, precisamente, del peso de la mecánica moral y socio-homeostática de los grupos antropológicos.
De tal manera que, respecto algunos contextos antropológicos más avanzados (y no hay más opción que calificarlos así) lo anodino sirve para quitar hierro al asunto de los requisitos de lo sedentario para con la cognición bipartita humana. Es decir, no todas las culturas se encuentran cómodas simplemente con el estar; y que el ser tribal –que es el origen sin duda evolutiva de nuestra experiencia subjetiva—puede atenuarse y distenderse de alguna manera, si una cultura particular hubiera tendido la suerte y buena fortuna de una tradición que cultivase de una u otra manera lo anodino (aunque los contextos antropológicos pueden, con el tiempo, variar su coordinadas paradigmáticas en una u otra dirección, por supuesto; y también que lo anodino se vuelve estructuralmente importante para toda mecánica cultural y aunque sea solo en tanto fuerza revolucionadora que al sembrarse, asegurará futuras reconstituciones sociorracionales).
Aunque también cabe pensar que el contrario de lo anodino es la violencia, pues que la violencia en cualquiera forma de imposición humana que se presente para el espectador participante y socio-homeostático, se nos devuelve al sentido primario de los cuerpos enfrentados a su propia aniquilación (y también entre sí). Pero, en cierto sentido, la violencia, sobre todo en cuanto teatro mundi social y homeostático, es más fácil de entender y -lo más seguro- de menos coste, en ultilma instancia, energético agregado.
Pero la violencia presenciada siempre esconde un trasfondo de dolor, zozobra y miedo que, como fuerza potencialmente independiente de la lógica cultural transitoriamente consabida, puede acabar minando todo presente cultural momentáneamente legitimado según una u otra semiótica intersubjetiva (cualquiera, la que sea).
(Por eso los ejércitos actuales “avanzados” –aquí sí dicho con ironía–ya no permiten de ninguna manera el conocimiento de sus operaciones a través de imágenes que expliciten la destrucción de cuerpos humanos azorados, sean los suyos propios o los de los enemigos, puesto que ante el horror demasiado gráfico del combate, se desvanece rápidamente toda estructura lógica impuesta que los diferenciara unos de otros, pues que el cuerpo nuestro se hace digamos visceralmente cargo de la realidad percibida por sí mismo.)
Aunque esto es lo bueno (es un decir) que tiene la violencia presenciada, en tanto que la respuesta emocionalmente extrema que en nosotros provoca (porque, para el cuerpo socio-homeostático y pertenciente no hay nada más signficativo), es un nuevo exhorto a que la comprendamos y la podamos atribuir algun tipo de sentido que sirva, precisamente, al grupo para poder mantenerse cohesionado y pese a la anomia emocional y fisiológica que ha estallado en todos los individuos furiosamente alterados en su ideosincrasia metabólica más íntima.
El dolor y la zozobra presenciados-padecidos reclaman en el mismo momento que pueda adscribrise un sentido al que aferrarnos, por el amor de diós o del colectivo cultural mismo (términos que desde una perspectiva temporal-estructural y antroplógico, son esencialmente equivalentes, esto es, el dios postulado y el toda unicidad múltiple que es el grupo humano antropológico).
Pero lo anodino se extrapola de esta relación tripartita entre violencia-dolor/zozobra y sentido socio-racional: podría decirse que es incluso una forma de reposo respecto a la misma. Aunque primero está la violencia -la imposición humana en un sentido amplio-; después surge lo anodino con su valor estrctural a futuro de fértil reposo.
Y es que las generaciones humanas vienen al mundo preparándose para la imposición, en su momento, de su propio sentido vital: o así puede concebirse el desarrollo psicológico de los niños quienes, apostando su propia entidad corporal se la juegan sobre el tablero social de la pertenecia socio-homeostática, respecto de uno u otro locus antropológco determinado cualquiera (el que sea).
(Será que en este punto empieza también nuestra experiencia y relación con lo anodino).
Aunque puede decirse también que no hay nada más anodino que una generación humana, colocada en su lugar detrás de la siguiente; que gran tarea toca a todos nosotros (en uno u otro grado) en el negociar alguna forma de aceptación, en algún momento, de este hecho (lo que por el otro lado requiere de nosotros asismismo la aceptación de que lo verdaderamente sustantiva nuestra condición sea el cáracter de ficción que descrubimos en su fondo).
Pues algún respeto por lo anodino convendrá tener cuando entendemos y nos cae encima el peso granítico de que todo lo sea–que lo ha sido siempre desde la óptica del decurso del tiempo de la especie-; y también al mismo tiempo que los grupos humanos se fortifican, precisamente, sobre el solemne cenotafio de una furiosa negación del mismo.
Y es que nuestra particular relación con lo anodino es crucial para que podamos existir como sociedades, aunque tampoco solemos aceptar facilmente las paradojas en general (verdaderamente, nos sientan fatal).
Y, concretamente, es importante llevarse bien con estas cirucunstancias y así poder resistir un poco mejor nuestra infernal tendencia a suplir con los cuerpos culturalmente ajenos el delirio sociorracional e identiario que, por consitiuir un colectivo homeostático, nos separa en realidad de nuestra propia experiencia corporal (pues en eso consiste la reconstitución del ser sociorracional de todo grupo humano frente, como siempre, al estar).