Camus espartano frente a la vacuidad neurológica

Imagen de Alberto Camus probablemente de los años 40 del siglo pasado

Explica de qué manera la idea del absurdo de Camus encaja en la paradoja de la experiencia neurobiológica humana que se sirve de la racionalidad en tanto pretexto para un ejercicio en realidad fisiológico-vital y hacia su propia tonificación en el tiempo de una generación asimismo propia.

Pudiera ser que resulta necesario en la vida del yo civilizado un elemento un tanto espartano, como una forma de disciplina existencial que sirviera quizá como apaño (al menos funcional) respecto una configuración base antropológica nuestra que no tiene resolución lógica. Y esto puesto que la lógica nuestra es de origen preconsciente (por cuanto brota de un locus en realidad colectivo), a partir de un sustrato fisiológico-sensorial que, para sostenerse en el tiempo colectivo, ha tenido que autoimponerse un orden sociorracional, es decir un logos siempre culturalmente determinado y del que se vale todo individuo perteneciente, en el decurso de su propia diacronía vital, electro-neuroquímica y memorística, para forjar su asimismo propia e intransferible personalidad singular.

Y así podemos atisbar indicios en nuestra propia experiencia, de vez en cuando y de manera frecuentemente tenue, a cerca de la racionalidad como pretexto a disposición simplemente de nuestra materia e ímpetu fisiológico-vitales, porque su verdadero origen antropológico-evolutivo pareciera ser eso mismo. La individualidad como tenacidad que esboza Camus, que es en realidad una voluntad de ciega resistencia a esta misma paradoja, pudiera ser, por tanto, la respuesta fisiológicamente certera, nada absurda, finalmente.

Remontando el sendero de la racionalidad humana, se pierde ésta en su origen, que es la neurofisiología nada más que individual que supone no otra cosa que la desolación desamparada de la singularidad física ante el mundo. Pero eso, claro está, no se puede saber en el sentido corriente de este concepto, sino que es una verdad ciertamente neurofisiológica y visceral que solo puede llegar a sintetizarse alguna vez como idea en el otro; la otra persona que es ella en sí la necesidad en realidad nuestra, de que seamos en el sentido social (o sea, en un sentido también tanto racional como moral): esto, creo recordar, es el otro pilar del pensamiento de Camus, que es algo así como el imperativo nuestro que son las vidas de los otros.

Pero a nuestra razón singular le desborda esta críptica facticidad colectiva como el complejo y no inmediatamente explicable origen de la misma; una complejidad que si bien la podemos contempolar como reflexión de cáracter intelectual, no la podemos vivenciar de forma directa.

Y deviene así en una suerte de ángulo muerto sin resolución ante el que solo cabe el empeño tenaz de proseguir con todo proyecto vital en curso, y sin que convenga -seguramente- que desistamos en permenacer, contra viento y marea como si dijéramos, afectivamente abiertos a nuestros congéneres (por alguna razón que las más de las veces solo intuimos como verdadera llave de nuestra propia integridad vital, o algo así).

La otra opción, que no necesariamente dicotómica sino quizás solo complementaria, sería la de apoyarse en una metafísica divina, como de hecho sería la solución que la antropología agrourbana ha ofrecido históricamente por defecto. Porque los grupos humanos solo se paparetan a través del logos y a partir de una nuerobiología probablemente sociohomeostática (más pre consciente que consciente), dando lugar a que la dinámica sedentaria nos fuerce a vivir dependientes de unas ideas -las que sean que tengan sentido colectivo-. Todo ello para seguir por el camino técnico pero no evidente del tiempo sedentario cuyo sentido último es, en realidad, su propia continuidad respecto de una sucesiva generación siempre por llegar (que sería equivalente a entender que lo más importante del ahora y de todo presente no es sino el futuro).

Afortunadamente, ante esta suerte de abismo de lo efímero, no estás solo: el cuerpo humano, dentro de todo los contextos sociohomeostáticos históricos univerales, siempre nos ha hecho gravitar hacia el otro aunque no hayamos sido conscientes sino quizá solo espiritualmente de ello. Y siempre lo has «sabido» aunque tú cultura probablemente no te lo ha explicitado nunca de manera directa (porque se trata ante todo de nuestra viviencia del tiempo colectivo y generacional y solo secundariamente de su contemplación).

Pero hay que tener cuidado en no dejarse llevar por la violencia desabrida, pues puede argumentarse que es el sentido de las cosas más visceralmente afin a nuestra propia experiencia corporal como dependientes soiciohomeostáticos. Y, vista así, la violencia sería la mecánica casi por defecto del equilibrio del sostenmiento sedentario, y ante la ausencia de otras propuestas culturales (y el vacío histórico que se disponen a llenar, precisamente, las religiones sedentarias de forma universal al menos sobre un plano en principio endogrupal).

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Es decir, las religiones sedentarias suponen la integración fisiológica de los individuos al crear entornos semiótico-rituales de los que nos valemos, al tiempo que abren y amplían el espacio metabólico que implica todo logos culturalmente determinado. Y es este último aspecto lo que diferencia los contextos sedentarios dependiente de la agricultura intensiva de la antropología no o menos espacialmente arraigada; y no porque la agricultura coincidiera en el tiempo con las religiones sedentarias, sino que como pragmática en el tiempo colectivo lo sedentario no sería posible sin el espacio auxiliar, más metabólico que físico, que supone la religión como formalización institucional.

La vacuidad neurológica (segunda parte)

Una relación de rentabilización entre la memorística1 humana, la vacuidad neurológica y el afecto como fascinación motivadora que subyace a la interacción humana no violenta (que por eso hace como de contrapeso frente al sentido de la violencia física desabrida entre grupos).

O sea, un paso más respecto de una misma rentabilzación de la vacuidad neurológica, esto de que debido al aspecto difuso o insustancial de nuestra cognición (que termina abruptamente en los sentidos corporales), nos rellenamos a través de la interacción social, lo que requiere que tengamos una memorística emotiva altamente desarrollada respecto a nuestro propio cuerpo y es aquello que nos fascina tanto de los demás; el mismo factor desconocido que está al fondo de todo ser humano con que nos topamos (con su singularidad precisamente memorística a partir de su propio trayectoria neuro-vital como cuerpo perteneciente), y que, es en realidad, la clave para descifrar el “secreto” propio que llevamos nosotros respecto de quiénes somos en realidad como personas, lo que solo se averigüa interactuando con los demás. Luego este factor desconocido que son los otros, ejerce asimismo un efecto titilante respecto el ánimo vital nuestro, como esa susurrada promesa de conocimiento nuevo que está en todo porvenir humano, es decir, social.

Porque, además, enlaza bien con el texto inmediatamente anterior en la serie, La titilante relación entre la consciencia humana en su vertiente esctructural y el «cerebro automático», en tanto que se trata de otro dispositivo más de tipo titilante2, como gran promesa/miedo que visceralmente supone para nosotros interactuar con otros seres humanos; interacción que podemos tanto codiciar como rehuir, o ambas cosas al mismo tiempo, pero que parece que, por lo general, agradecemos una vez que nos volvamos a la vida, por decirlo de alguna manera, en la renovada compañía de otros.

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1 Manejo el término como sustantivo en tanto que los sustantivos terminados en –a parecen admitir más fácil y freceuntemente esta transformación de adjetivo a sustantivo más o menos abstracto: en el caso por ejemplo de sistemático que puede utlizarse -ahora sí según la RAE- como sustantivo en femenino (una sistemática) con el sentido de ‘una taxonomía’.

2  Otros dispostivos de mismo tipo: el locus/logos; la paz/la guerra; el orden social/la violencia desatada (o sea, el “contrato social”); mecanismo de la tesis central de Ulrich Beck en La sociedad del riesgo.

El sostenimiento sedentario como fuerza en principio humanizadora

El sostenimiento sedentario a partir del sujeto homeostático-cognitivo imerso en el brete de sobrellevar su propia disonancia emotiva y memorística frente a los suyos, obliga a una deriva evolutiva humanizadora que intentamos sustanciar por medio de los siguientes puntos argumentales que postulamos inherentes a la antropología agraria:

-Precisa de la moralización/benevolizacion del espacio endogrupal.

-Tiende a intrumentalizar el afecto, el con-dolencia y la belleza en tanto que fuerzas metabólicas que rivalizan con, se contraponen a, la agresión y violencia físicas.

-Precisa de un despegue semiótico para poder ampliar espacios de vivificación sensoriometabólica que no tienen por qué trascender al plano corporal de forma indmediata.

-Proceso general de transformar la agresión y la violencia física en espacios miméticos incruentos.

-Tiende como sistema a extirpar la violencia física cruenta de entre los cuerpos pertencientes, para proyectarla de forma exogrupal en los cuerpos culturales ajenos.

-Proporciona recreando espacios más metabólicos que corporales de violencia como imposición humana incruenta (sobre un horizonte epistémico, ideológico, cientifico-técnico, etc.)

-Debido a la importancia estrctural del cerebro automático, la violencia física y bélica, al hacerse cada vez más remota respecto al menos el espacio endogrupal, adquiere un poder sugestivo de gran intensidad como contraste al orden metabólico sedentario cotidiano, un día sí y otro también. Y como espectro temido a la vez que adorado en cierta manera visceral y pre-consciente (por su poder metabólico y vivificador que tiene sobre nuestro oraganismo sociohomeostático), nos arropamos en la excitación de su temido regreso, como razón y causa no explícitas (pero visceralmente reales, sin duda) por la que nos aferramos a toda costa al orden consabido y sus imperativos morales colectivos.

-Tiende la antropología agraria a una recreación menos cruenta de la violencia como una forma de control de la misma, en tanto que el vínculo que con ella muestra nuestra cognición sociohomeostática pareciera precisar de cierto alimento catártico como reafirmación del sujeto moral y socializado, o al menos parece que los contextos sedentarios y urbanos solo así han podido sostenerse históricamente en el tiempo.

-Por último, la memorística individual que articula la personalidad a través del vínculo con el cuerpo propio, introduce la imprevisiblidad y algo a descurbir respecto de la interacción en general humana, lo que puede entenderse como fuerza de contrapeso respecto de la vacuidad neurológica sobre la que se erige el edificio mayor cognitivo-antropológico del tiempo sedentario: parecería que quedamos encandilados por la perspectiva (algo que tanto atrae como aspavienta) del concocimiento del otro y en tanto un visceralmente comprendido remedio al nihilismo – a la nada- que por razones, en realidad técnicas y operativas, podemos sentir en algún momento que nos envuelve como los seres difusos que, desde una óptica nuerocientifica en verdad somos.
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(13dic25) La relación entre los hombres y las mujeres puede entenderse como, en realidad, el vinculo que nos une culturalmente con la violencia física desabrida, pues mientras las lógicas culturales efectivas (endogrupales) se alejan de la de la violencia bélica quedamos, sin embargo, encandiladas como sociedades por el regreso del sentido inherente a la violencia, como gran temor a anticipar y hasta solemnizar de forma cultural. Como sentido disponible, entonces, se puede entender el sometimiento masculino -en cualquiera de sus formas o grados-, lo que la cultura en su conjunto puede acabar explotando oportunísticamente pues siempre está históricamente ahí y debido a las diferencias físicas y fisiológicas entre los sexos. Y es eso lo que convertiría el femenismo organizado quizás en un necesidad en realidad permanente respecto a la antropología sedentaria, y no un fenómeno decisorio definitivo.

La titilante relación entre la consciencia humana en su vertiente estructural y el «cerebro automático»

Imagen probablemente publicitaria de una conocida marca de gafas de sol

Emerge la conciencia humana para empujarnos hacia nuevas imposiciones vitales, en princpio correctivas de alguna manera, siendo la focalización más cortical del yo autobiográfico y reflexivo, una fuerza auxiliar que solo se activa cuando los renglones intermedios de la escalera de la consciencia (más propios del “cerebro automático”) quedan desbordados.

-Luego la percepción de una cierta insaciable manía de progresión y avance como espíritu del tiempo sedentario se debe, en realidad, a nuestra condición cognoscente que supone la necesidad del alimento sensorio que aboca a nuevas imposiciones vitales en la consecución de nuevos estados de confort psico-vital y homeostático, como ciclo incesante sociobiológico humano, en realidad, colectivo.

-Para eso paracería que deja asimismo entrever que la focalización superior no es, en realidad tan importante para la cotidianeidad funcional colectiva, si bien sirve para nuevas imposiciones sobre planos epistémicos, como también la participación en dilemas y pugnas intelectual-morales, historigráficas o ideológicas, etc. que el tiempo sedentario no tiene más opción que poner a disposición de los sujetos homeostáticos.

-Pero, en realidad, los espacios epistémicos que son claves para los contextos sedentarios importan en tanto espacios que dan salida a la violencia cognitiva humana, y no porque importe per se el razonamiento humano. Es decir, se llegó a una situación histórico de desarrollo que tuvo que dar salida esa capacidad de violencia (en su vertiente cognitiva) como imposición humana producto, en realidad, de una evolución socio-biológica anterior.

-Aunque también es cierto que esta creación de espacios miméticos y la recreación más simbólica y subliminal de la agresión como espacios de descarga fisiológica (lo típico de toda antropología urbana universal, vamos) forma parte de un desarrollo cultural asimismo ciego en tanto opaco a su mismo propósito; una estabilidad como permanente frenesí dictada, simplemente, por nuestra idiosincrasia cognitiva que históricamente llevó de forma inexorable a un engrandecimiento ético del tiempo humano.

-Pero que, a igual que el dios postulado (el único que hay, de hecho) este ser cultural y éticamente engrandecido propio del logos, no tiene por qué haberse dado y, aun hoy en día, resulta que mantiene solamente una relación de complemento respecto una mecánica socio-homeostática subcortical subyacente más estructuralmente importante.

-La pragmática de la viabilidad sedentaria como reproducción sociohomeostática, sin embargo, está condenada a no solucionar nunca definitivamente el aspecto opaco o crítipico que ocupa su centro funcional real, pues el cererbro automático tiene clara supremacía estructural sobre la focalización racional, y esto es de dificil aprehensión para nosotros, si bien lo podemos contemplar sin duda de forma intelectual y asismismo asumirlo como circunstancia y factor a tener en cuenta.

-Obliga tentativamente, por último, a la consideración de un modelo conceptual titilizante de la antropolgía sedentaria en el tiempo; modelo que entiende el entramado automático de lo estructural (lo grueso agregado del conjunto energético bajo dominio sub y menos consciente) como necesitado y dependiente de contingencias de gran fuerza metabólica y nueroquímica, siguiendo la pauta ya inherente a nosotros como seres vivos cuya homeostasis está neurológicamente mediatizada, pero que, respecto de la experiencia sedentaria, supone servirse de la razón misma como fuente de creación de nuevos estímulos y dilemas; para que haya más fuentes de drama y fascinación, más y menos moralmente relevantes de las que alimentarnos, interpretándolas y definiéndonos en nuestra reacción a ellas de una u otra manera, y enriquiciéndonos, qué duda cabe, a través de nuestra participación en ellas. Pero no porque su contenido intelectual importe exactamente, sino porque el sostenimiento de la inmovilidad sedentaria pide que nos vivifiquemos lo queramos o no, porque nos lo pide el cuerpo, en realidad, antropológico.

-En fin, puede decirse que esa sería la prebenda más gloriosa de la experiencia civilizatoria como opción colectiva frente a una nueva recaída en la violencia física desabrida; esa violencia que la antropología agraria consolidada se reserva típicamente para los cuerpos culturalmente ajenos y exogrupales al constituir otra relación titilante más (aparte de la que vincula el cerebro automático con el logos). Es decir, la que entrelaza lo sedentario con la violencia bélica como, sobre todo, espectro potencial y amenazador cuya temida vuelta da vida a la la política, estímula nuestras finanzas colectivas y nos vertebra como seres morales para visceralmente hacernos saber que, después de todo, hay algo que perder si dejemos al final que todo se desmadre.

Que si no ¿de qué otra manera suportaríamos la paz, un día sí otro también?

Pues ya ves, los grupos humanos nunca han podido mantenerse con solo la banalidad por argamasa. Es decir, la profundidad moral, intelectual y ética, en general, puede entenderse como requisito alguna vez estructural de contrapeso frente, en ultima instancia, a la vacuidad neurológica, de la misma manera que la afectividad hace de contrapeso a la agresión o que nuestra extraña signularidad psíquica basada en la memorística humana lo hace también frente al nihilismo de los sentidos humanos, más allá de los cuales no hay ni ha habido nunca nada, salvo lo que hubiéramos postulado nosotros mismos.

(Qué se le va a hacer)

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Una mecánica cognitiva como eje estructural de la antropología sedentaria y la importancia del tú

Portada discográfica del año 1969

Cuando bajo el asedio de lo real y encontrándonos otra vez unidos de repente al cuerpo propio en riesgo claro y craso, como que volvemos a nacer a la vida y al mayor goce que parecería que conocerse pueda, esto es, el integrarse de nuevo la mente con el cuerpo, el esto que soy en mis pensamientos volitivos con esto que es mi cuerpo.

De tal forma que se esfumina, momentáneamente, el peso mismo de la consciencia y la diferencia base entre si estoy o si soy. En momentos en general de gran vivificación sensoriometabólica en los que se dirime la integridad tanto física o bien moral del sujeto psíquico; en el punto más intenso de la vivencia estética e incluso entablando una conversación distendida con otra persona -o respecto de cualquier otra forma de ocupación intensa de mi propia fisiología- me libero, de alguna manera, del peso del yo socializado y vuelvo (siempre fugazmente) al no-ser de mi propio estar corporal.

(¡Pero respecto de los entornos sedentarios, nuestra forma de experimentar la moralidad, la belleza y el mismo yo puede concebirse como experiencia estética!)

O, dicho de otra manera, prescindo del ser retornado al estar, si bien solo de forma pasajera, pues como evolutivamente (y en mi propia cognición) dependo del grupo cultural -el mío en el que he nacido o bien en otro al que por circunstancias de la vida me haya incorporado posteriormente-, no es posible ninguna renuncia definitiva al ser ni a nuestro yo más reflexivo (¡siendo como es el dispositivo evolutivo por excelencia de la supervivencia de los grupos humanos!1).

Pues a este momento de gran vivificación, tan efímera como regular en su permanente reaparición (de carácter sin duda dopaminérgico o neuroquímico) y que parecería ser, en realidad, el eje de mi propia cognición entre una parte subcortical frente a otra jerarquía superior, consciente y cortical, me noto irremediablemente vinculado a través de mi visceral afición y como intenso gozo que me absorbe y que veo, respecto a los demás, que les sucede otro tanto.

Y es que nos gusta, sin duda, ser nosotros mismos en cada repetición de este momento eje y de transición que involucra raudo la memorística neuro-emotiva de cada uno de toda una trayectoria vital (eso que somos en cuerpo y alma neurológico desde el primer recuerdo hasta del día de hoy), y en la perenne pulsión nuestra hacia la consecución de confort que supone, en última instancia, alguna forma de imposicón sobre nuestro entorno. Poder nuestro de imposición vital sobre todo, en el descernir, en el interpretar y atribuirle un sentido a ese entorno, pues de ello depende, en realidad, la continuidad intersubjetiva del grupo al que pertenencemos (y que es, además, la razón de ser de nuestra propia cognición como individuos).

Extrapolando al plano histórico: esta misma facticidad hedonista porque homeostática que subyace a todo lo humano en todo tiempo y lugar antropológico, no puede dejar de condicionar el decurso de la historia de la civilización. En primero lugar, porque dicha bipartición como eje y continuo cognitivo, no puede definitivamente superarse nunca: jamás puede el estar subcortical reflexionar sobre su propia existencia sin pasar a mediarse nuevamente por el ser (si bien, justo en los momentos de nuestra mayor zozobra, euforia o aflicción emotivas, parecería que se aproximan de alguna manera el uno al otro).

Es decir, el estar neural, después sociohomeostático y que luego deviene en el ser culturalmente racional e individual de cada cual, no puede salirse de los límites de la homeostasis biológica (ni de la individual y ni de su otra vertiente socio-biológica). De ahí el caracter emergente y escalado de la consciencia humana en su atadura inexorable (necesariamente por siempre) a un cuerpo vivo que se vincula, al menos de forma fisiológico-semiótica, como integrante con un colectivo alguna vez antropológico.

En segundo lugar: es este callejón sin salida de la cognición como mécanica sociohomeostática nuestra que, a partir de la antropología agraria, ha dado alas a la creación de la cultura tal y como la conocemos (es decir, la sedentaria). Porque en la euforia de ser nosotros mismos, en la manera aquí esbozada, se necesita una fuente incesante de estímulos frente a los que hemos de reaccionar y definirnos una y otra vez (de forma, de hecho, incesante a lo largo de toda vida individual).

Estímulos de los que después se vale nuestra propia homeostasis emotiva y memorísitica para implusarnos a nuevas imposiciones vitales, tanto físicas, socioafectivas como también simbólicas, empero sin que quitemos ojo nunca (probablmente de forma más inconsciente que razonada) de las consecuencias por nostros anticipadas respecto a nuestras propias acciones y conducta frente a los otros, es decir, a los nuestros, quienes, como nebuloso tribunal imaginario, dominan nuestra psique a través de cierta jurisdicción homeostática, subcortical y emotiva (es decir, no del todo consciente para nosotros) que parecería que les compete.

Pues la sal de la vida es en verdad la tarea sisifósica de sobrellevar nuestra propia disonancia homeostático-emotiva más íntima, frente a los cuaces ya consabidos que despliega toda cultura por medio de su normatividad ontológica y sociorracional, pero internalizada por cada uno de nosotros como individuos: entender el paso del estar al ser como escalera sociohomeostática que va por grados de lo subcortical hacia la la personalidad propia, sería una manera de concebir la digamos fontanería neural y homeostático-memorística que subyace a los grupos humanos.

Ahora bien, es dificil, acaso imposible, para nosotros aprehender el hecho de que nuestra propia voz interna de conciencia pertenece y se debe revulsivamente más bien a ellos, al grupo cultural que son los nuestros y frente a los cuales nos hemos forjado, a lo largo de la vida, nuestro yo en primer lugar neurológico o neural, depués racional y socializado. Pues como un a veces incomprehensible bozal que de alguna manera sentimos que nos sujeta puede conebirse el ser; que percibimos a veces como estorbo tanto como fuente, en otros momentos, de gran seguridad existencial.

Pero, si el sostenimiento de lo sedentario depende de este mecanismo identitario emergente que pone al centro de su propia estabilidad tempo-estructural la disonancia individual, para que nos dispongamos nuevamente a nuestra propia imposición vital, la posibilidad de la violencia en su distintas formas (la física pero también una brutalidad en general vivenciada por todos) es evidente y que debe embridarse por el bien, en primer lugar, del colectivo, pues no es viable -ni siquiera concebible-, la experiencia antropológica sedentaria si campa a sus anchas la violencia más desaforada.

Porque el propósito de la emergencia cognitiva -su lógica tempo-estructural- es el de disponer al individuo, a través de su propia homeostasis emotiva, a nuevas imposiciones vitales; pulsiones apenas inmediatamente comprendidas por el individuo que, además, no deben incurrir en un anticpado riesgo moral para el individuo (lo que aboca a su vez a una mayor tensión homeostática); de tal manera que puede entenderse el tiempo antropológico en su carácter incoativo, perennemente obligado a hacerse en vez de simplemente estar, lo que añade al decurso del tiempo sedentario un aspecto de ciega e inexplicable progresión, en tanto que, trantándose de, en realidad, un ambito subcortical y propio más bien del cerebro automático (factor clave en la eficiencia energética de los grupos humanos), quedamos como culturas y sociedades a espaldas de la posibilidad misma de aprehender lo que continúa siendo un proceso y una realidad colectivos, crípticamente ubicados al centro del tiempo cultural (proceso y realidad cuya pragmática y aplicación colectivas han de seguir funcionando de esta manera opaca debido a la naturaleza de nuestra cognición, si bien admite desde luego la contemplación intelectual).

La cultura, como argumentamos en el conjunto de estos textos, es el producto de este impasse todavía original, pues con la creacion de espacios miméticos2 ampliados gracias al despegue de nuevos ámbitos semióticos (el lenguaje escrito, sistemas numéricos, nuevos instrumentos simbólicos como el dinero, etc.) se está inaugarando asismismo nuevos espacios de imposición individual, en el que es posible compatibilizar la violencia inherente a la cognición humana (en su pulsión ciega por efectivamente emeger) con una necesaria planicidad sedentaria cuyo reloj regidor es, en realidad, el tiempo vegital en el decurso cíclico de una siembra a otra cosecha sucesiva, que es también el tiempo de la digestión y el engorde de los animales.

Pero como nuestra conciencia está abocada por mandato biológico y socio-homeostático a emerger, queda inexorablemente marcado por ello el entramado energético de la antropología sedentaria. Y gracias al desarrollo histórico de espacios miméticos metabólicos incruentos, podemos seguir imponiéndonos según dicho mandato y su imperiosa emergencia (pues del yo racional y socializado depende, como argumentamos, la continuidad en el tiempo del grupo), empero derivando la violencia más cruenta hacia ámbitos metabólicos que incluyen la vivificiación moral, el dolor y la con-dolencia frente a las aflicciones ajenas, la experiencia estética -entendida en su extensión más amplia-, además de todas las posibilidades ritualistas a través de marcos religiosos y político-económicos, junto con los nuevos horizontes epistémicos por donde acabamos auxliándonos de alguna manera en forma del progreso cultural que es, en realidad, una respuesta estructural frente al problema que supone la antropología sedentaria.

(Porque, evidentmente, la experiencia nómada, aunque se articula como grupo humano antropológico de esta misma manera a través de la cognición individual, tiene a su disposción más o menos permanente el desplazamiento físico, lo que sugiere que el desarrollo simbólico intensificado propio de lo sedentario se da como respuesta compensatoria respecto a una limitación física nueva surgida históricamente).

Y para que podamos seguir aguantando lo que evidentemente se convierte como quien no quiera la cosa en una forma de orden que solo remotamente se relaciona, por lo general, con las penalidades más traumáticas de la existencia física original y aun potencial, acabamos asumiendo una posición insidiosamente reverencial respecto de la violencia bélica, pues lo que como sociedades sedentarias particulares hemos logrado extirpar cada parte de entre su propia experiencia colectiva (porque el dolor y la zozobra que causa la violencia entre los nuestros tiene su baremo de tolerancia bastante bajo) parecería que la necesistamos subliminar de alguna manera, ubicando la violencia en su forma más directa en el otro culturalmente ajeno. Y así, siempre acechante, la guerra como posibilidad nos infunde una gran tensión que solo se nos hace llevadero volcándonos nuevamente en nuestros quehaceres coditianos, para empeñarnos en proseguir en lo nuestro con renovado vigor sabiendo -de forma más visceral que razonada- que, efectivamente, hay algo que perder si se desmadran de verdad las cosas3

Si bien pudiera parecer esta situacion un tanto roma o abtusa desde el rigor del analisis analítico, reflexionando sobre su vertiente estuctural, no cabe sino abrazarla como una “solución” histórica de gran importancia respecto de la evoloución de la cultura, pues parecería que como arranca a partir del problema, en realidad, de nuestra condición cognoscente. Y apunta, por tanto, a la idea de que la antropología sedentaria no tiene más remedio que descorporizarse en el sentido de sostenerse mayormente sobre espacios más metabólicos-semióticos que físicos: puede decirse, quizás, que desde siempre la antropología urbana remite a la experiencia corporal más que incurrir en la vivencia real de la misma (esto de la cultura como simulacro baudrillardano que se comprende ahora como necesidad, en realidad, técnica que no solo en tanto crítica cultural del capitalismo).

¿Es entnonces el ser humano una hueca maquina nueral sometida a las contengencias con las que se topa y cuya respuesta es en clave, en realidad, colectiva pese a que apenas podemos aprehender esta veritiente multiple de nuestra propia cognición individual? En tanto dispostivo evolutivo pudiera precisamente acertar esta parcial descripción, pues como bien puede afirmarse respecto del conocimiento actual de las nuerociencias, la base de la congición y conciencia humanas como entramado socio-homeostática es, justamente, la vacuidad neurológica, pues más allá de la sensorialidad individual, no hay ni nunca ha habido nada (salvo lo que los seres humanos hubieran postulado, según uno u otro logos cultural históricamente determinado, ellos mismos).

Sugerimos nosotros, entonces, que es la memorística individual humana la fuerza de contrapeso estructural que, como quilla, centra de alguna manera el tiempo antropológico al convertir nuestro desarrollo memorístico individual a lo largo de nuestra niñez y juventud, en una experiencia extrañamente única si se la contrasta con el funcionamiento tempo-estrctural de la antropología. Si bien la lógica parecería clara, pues no hay mayor fuerza de imposicón vital que el cuerpo singular que brega por su propia preservación: de hecho, los grupos humanos, a través de nuestro yo socializado y moral, se apropian de alguna manera de este ímpetu (violencia) vital inherente a nuestra experiencia corporal singular, mas no buscan suprimirlo en ningún caso.

Y este aspecto verdaderamente excepcional de cada cual, en cuanto a la ideosincrasia que es todo cuerpo singular en el decurso de su propio ontogenia vital, resulta ser un vector de una necesaria anomia que refuerza y hace aun más resistente toda identidad cultural colectiva.

Y así, la resiliencia de los grupos se fundamenta en la autonomía de los individuos porque es eso que alimenta y hace posible una necesaria homogenización, esa combinación que aboca, en última instancia, en la conversión de un locus socio-homeostático colectivo en el logos cognitivo individual.

Pues por eso, en este sentido estructural, eres tan importante.

De tal manera que, lo más firme que hay sobre el horizonte vital de todos nosotros es, sigue siendo, el otro; es decir, la alteridad que son los demás y en su calidad precisamente enigmática, esa joya esturctural sobre la que se atricula el engranje del tiempo antropológico que es la personalidad del otro y del que, como posiblidad que tanto anhelamos como tambien rehuimos -pues somos ambivalentes por naturaleza-, depende el hecho de que nostoros también tengamos la nuestra propia.

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1Desarrolla [en otro momento] un argumento sucinto para apoyar la afirmación de que la consciencia individual en su forma más autobiográfica y reflexiva es el dispostivo evolutivo más importante de la supervivencia de la especie.

2 Término utlizado con la acepción que emplea Norberto Elias para el mismo término, respecto de espacios de una violencia metabólica tendente a reducir, controlar o subliminar la violencia directamente corporal; espacios que la cultura sedentaria, en la visión de dicho autor, está obligada a facultar y poner a disposición de las personas.

3 Tesis central resumida de La sociedad del riesgo (1986), de Ulrich Beck.

La personalidad humana frente a la vacuidad neurológica (Todorov, “La conquista de América: el problema del otro” del año 1992)

1.

La individualidad como joya estructural que hace posible asentar todo el aparato sociohomeostático de los grupos sobre la vacuidad neurológica. Y sin esta pieza como fuente permanente de anomia, no podría funcionar lo sedentario sino solo a través del sentido de la violencia misma (en el someter y en el quedar sometido). De tal manera que pudiera concebirse la personalidad individual humana como un cortafuegos evolutivo que hace de contrapeso precisamente respecto del sentido siempre acechante, siempre impulsivamente tentador de la violencia. Un yo inexorablemente atado al dolor propio y del de los demás y que puede potencialmente reconocer ese dolor en el otro yo culturalmente ajeno: pues en esta potencialidad solo posible, tuvo desde siempre depositado la esperanza de la especie humana respecto de cualquier mañana.

2.

Decir que nos internalizamos las reglas de nuestra sociedad es precisamente cómo funciona la individualidad sociorracional: que para eso sirve el yo socializado, lo que pone de relieve la fuerza matriz que constituye la cultura preexistente al que uno se le trae al mundo, siendo la personalidad individual producto como respuesta singularísima (eso sí) a la propia cultura de pertenencia. Y es así como la idiosincrasia de cada cuerpo individual -junto con su memorística particular- sirve de fuente permanente de anomia como alimento del que se hace posible la homogeneización cultural (el sentido como posibilidad misma de lo racional) que perpetuamente se renueva de generación en generación sucesiva.

3.

Imposición vital como consagración social (a través del cuerpo ajeno), si bien esto es solo una parte del fenómeno pues se origina en el deseo y volición vitales de carácter homeostático. Este segundo plano o cauce socio-político se funda después y sobre el ámbito socio-homeostático anterior para convertirse en un orden que, como todo orden fisiosemiótico, se reforzará después por medio del espectáculo del sino moral ajeno; o bien, cuando este concepto queda relegado a un segundo plano debido a la presencia explícita de la violencia física como fuerza inherente al poder mismo, por la representación repetida de la violencia como espectáculo sucesivo de sometimiento.

Es decir, el espectáculo del sino moral ajeno solo resulta viable cuando, respecto de cualquier forma de orden político y fisioantropológico que se trate, se relega a un punto periférico la violencia corporal desabrida. Y respecto de cualquier tipo de orden que se trate, en el momento que se regularice la violencia (puesto que los contextos sedentarios no tienen más opción que ordenar la violencia haciéndola cada vez más de carácter mimético debido a una menor tolerancia que tiene lo sedentario para con el dolor y aflicción contemplados), se activará la posibilidad funcional del sino moral ajeno como dispositivo socio-homeostático y regulador homeopático de la violencia (es decir, respecto nuestro permanente vínculo con ella, vínculo que solo cambia de forma mas sin romperse nunca de manera definitiva).

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Anotanción posterior

(12nov25) ¿Cuál es más exactamente la relación entre el sino moral ajeno y la infernal ratio? El segundo pertenence al ámbito del primero (y nunca al revés). Pero aclaramos que el segundo se refiere a este vínculo del sujeto con lo que de relevancia moral llega a presenciar/contemplar en su aspecto especificamente esturctural: existirá siempre una ratio desproporionada de personas que contemplan la violencia, zozobras y aflicciones de sus congeneres que los que, un cualquier momento determinado, las padecen físicamente en su carne propia (decimos, pues, «infernal» por esta matiz insidioso de paje que pagan los demás por nosotros, como servicio rendido, de alguna manera, al beneficio mayor de todos nosotros como habitantes corporales co-participes de un mismo locus socio-homeostático cultural y sedentario). Importante también decir: la comprensión a partir de mediados de los año 90 de las neuronas espejo es el punto teórico que permite al mismo tiempo que apoya formular esta idea, pues la experiencia física individual –podemos decir ahora– se vivencia y se recrea electro y neuroquímicamente en los cuerpos ajenos perceptores visuales.

Jaime Gil de Biedma y mis opciones a considerar

No volveré a ser joven
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.


Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.


Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra
.

Sería que el sentido (digamos estructural) de las cosas no está en mí sino en el transitar y reemplazo de las generaciones; y así lo que faltaría por lograr es abrazar mejor eso que somos todos en el solipsismo que es nuestra vivencia del yo propio: el que estuviera más presente sobre el horizonte cultural la noción de vacuidad neurológica y sus implicaciones quizá fuera importante para las personas y su perspectiva existencial. En todo caso, se ve muy claramente el propósito técnico de la consciencia cuando se la contrasta generacionalmente y en relación con la trayectoria energética de los individuos según sus edades: la vivencia del yo es clave para la consolidación de los grupos como instrumento específico de aglutinación sociohomeostática a través de la sociorracionalidad que corresponde a un locus espacial-cultural de pertenencia específica cualquiera.


Es decir, la vacuidad es la base de todo, eso que permite la plasmación o traslado electro y neuroquímico de la sustancia moral de la vida como por encima pero al mismo tiempo que vinculando los cuerpos vivos reales y culturalmente identitarios. Esta misma vacuidad permite una suerte de regulación energética según las edades que al final asigna papeles en realidad cognitivos-metabólicos, siendo los jóvenes tendentes a una mayor intensidad homeostática mientras que a los mayores se les permite salirse un tanto de los rigores de ella para así asumir una función más tendente -en general, es decir, como tendencia- a la moderación en contraposición a la juventud homeostática.


Y así las palabras de Gil de Biedma reconfortan en su imposición analítica, sin duda; pero abren la zanja de una nueva opacidad al cerrarse en sí, de alguna manera, cortando amarres con un pensamiento tempo-estructural más complejo. Pero, con todo, eso de cerrarse en banda en el solipsismo propio -como la intimidad vital de cada uno- debe de ser una función importante de nuestra vivencia del yo, claro está y a lo largo de toda vida individual.

Aunque el concepto de la vacuidad neurológica parecería tener poca aplicación inmediatamente personal y práctica para las personas, sí que aporta una mayor seguridad digamos existencial ante la aparente falta de sentido que supone lo efímero que es todo, su carácter insidiosamente superficial o banal: así llega a reconfortar el constatar, una y otra vez, que somos más que cualquier otra cosa, el anhelo por ser, por la consecución siempre contingente de alguna forma de confort; y anhelo sobre todo por llegar a otros, al reconocimiento y aceptación de los demás -o bien gozar simplemente de su compañía física en una nueva interacción de un yo socializado con otro, y durante un rato…y hasta el cuerpo aguante.

Apuntes sobre la ambivalencia respecto un plano evolutivo

¿Cómo funciona la ambivalencia, específicamente, la que tiene para nosotros la violencia contemplada?

Imagen indexada en Duck Duck Go como “caucasian plumber wearing orange hard

-Como la violencia posee en sí misma un sentido digamos geométrico-corporal (en el imponerse o quedar sometido) parecería que es conveniente que ejerza una gran fuerza de atracción sobre nosotros por su evidente relevancia para todo cuerpo homeostático presente sobre un locus de pertenencia cultural determinada. Pero es también un problema por la aflicción y zozobra que su irrupción causa para la continuidad en el tiempo o no de un grupo humano determinado.

-La violencia tanto da vida como la quita, pero es la zozobra que causa respecto de la cohesión grupal que aboca a una búsqueda de sentido que podamos adscribir, sentido que así se pone a disposición del grupo y del confort homeostático –ahora de carácter sociorracional—de todo sujeto perteneciente (lo que con el tiempo y a cada nueva aparición de un mismo tipo de sobresalto violento, alimentará un mismo afianzamiento racional y culturalmente determinado). 

-Pero la ambivalencia puede entenderse mejor como una relevancia atrayente e insoslayable que tiene la violencia para nosotros que luego los contextos grupales históricos pueden amoldar en uno u otro sentido, partiendo del gozo (un tanto sádico pero de innegable realidad) de la imposición, o bien fustigados por una conmiseración empática que también sentimos de manera inherente y puesto que somos todos unos expulsados en tanto pertenecientes porque nuestra condición de sujetos sociales solo existe a partir de una coacción anterior que suponen para nosotros los nuestros y el auténtico pánico que nos infunde el anticipar nuestra propia caída en desgracia para con ellos (y nuestra correspondiente defenestración -o atávico asesinato- a manos suyas).

-Es decir, la importancia estructural de la violencia entre seres humanos es su misma ambivalencia, en tanto la contemplamos bien como el sujeto agentivo de la misma o bien identificándonos con la víctima o la parte más débil, pues parece que está bastante establecido que incluso los niños de pocos meses ya muestran preferencias en ambos sentidos1; y parecería también que el valor (auténtica joya en un sentido estructural, por lo que se puede armar en torno a ella) siempre ha estado en la fuerza con la que envuelve nuestra percepción siendo el concepto de las neuronas espejo, por ejemplo, un elemento que apunta en esta dirección.

-Y esto quiere decir que no tiene importancia que ambas respuestas estén en cada uno de nosotros (pues es potencialmente viable esta posibilidad e incluso frecuente) o no, sino que estén al menos presente como posibilidad sobre el horizonte colectivo; es decir, que al menos alguien sienta la zozobra de la violencia ejercida contra un cuerpo humano más débil. Pues que es esta respuesta que suele diferir de cualquier estatus quo colectivo determinado (en cualquier tiempo o lugar) que deviene en recurso revulsivo moral que se acabará montando cierta resistencia -ya estructural- a la inercia de toda mayoría gregaria necesariamente temerosa ante lo consabido.

-Por tanto, esta ambivalencia vista sobre un plano temporal refuerza una cierta calidad plástica de resiliencia del grupo frente a sus propias circunstancias y las contingencias que hubieran surgido en una u otra dirección o sentido (una dispensa a resguardo de los sucesos colectivos de la que se puede ir sacando recursos frente a una u otra dirección por donde discurran los acontecimientos colectivos-existenciales).

-La ambivalencia, por tanto, no es un problema sino baza, junto con la violencia misma y la forma que nuestra cognición socio-homoestática se relaciona con ella, si bien esto no se puede decir así como así: de hecho las experiencias antropológicas históricas no han tenido (aún no tienen) más remedio que abarcar esta situación y el conocimiento del la misma de forma mitológica: no queda otra, debido a nuestra cognición.

-Es decir, para nosotros y como habitantes de un universo de mecánica básicamente positivista, la solución es, simplemente,  no tenerlo en cuenta puesto que de manera científica (o al menos hasta hace muy poco) no se puede hablar de lo que no se puede mesurar; de hecho ni entendemos muy bien para qué sirve en realidad y estructuralmente lo mitológico. Y muy bien pudiera ser que si no operas epistémicamente a partir de la bipartición cognitiva humana y el condicionamiento que resulta este hecho para la experiencia sedentaria (cuya comprensión requiere, por tanto, el manejo del concepto de sostenimiento fisioantropológico y debido a la naturaleza emergente de nuestra cognición), sigue usted relacionándose mitológicamente con su propia vivencia del yo (aunque, con todo, no pasa nada, claro).

-Pues es para nuestra comprensión racional del mundo inconcebible (literalmente, que desborda nuestro pensamiento reflexivo) que nos debamos racional y eticamente y en toda nuestro potencial humanitario y humanista a la violencia misma; a cómo nuestro vínculo con ella a ido transformandose siguiendo una tendencia general hacia la vivencia mimética (como es la moralidad misma, por ejemplo) mas sin cortar dicho vínculo nunca del todo. Es decir, nuestra cognición en tanto de naturaleza bipartita (dividida como está entre cuerpo y sistema nervioso, electro y neuroquímico), no tiene más opción que rentabilizar como modus operativo lo ambivalente (verdadero pan nuestro de cada día visto desde una óptica antropológica estructural).

-Porque la violencia permite sobrevivir pero tambien crea dolor lo que, a su vez, espolea nuestra necesidad de lo racional, pues que en la imposición de un sentido sobre las cosas y los acontecimientos, nos resguardamos todos en el amparo que son los nuestros; por otra parte, el dolor, además de volver urgente la necesidad de un sentido, predispone las personas revulsivamente al afecto como contrafuerza equilbiradora.

-De manera que es este juego de contrarios y entre fuerzas antagónicas equilabradoras el que se irá repitiendo en el decurso sociobiológico de todo locus antropológico y cultural, para que los cuerpos puedan seguir su inexorable camino vital de la especie a partir de un origen sociohomeostático nómada que, empero, tiende ya y siempre hacia lo viritual y mimético (debido sobre todo a la circunstancia impuesta históricamente por la agricultura) mientras tú y yo, en la vivencia de nuestras respectivas subjetividades nos dedicamos a la necesariamente grandiosa tarea de ser algo y alguien en la vida, esto es, el emprendimiento de nuestra propia expiación vital como persona y sujeto social (pero que visto estructuralmente puede entenderse como una sala de espera frente al acontecimiento más importante que es la existencia colectiva física y corporal, en el tiempo de una sucesiva generación).

-Pero por eso pienso que de esta especie de fontanería antropológica y tempo-estructural es mejor que se encarguen otros, mientras que nosotros podíamos ambicionar algo así como el llegar al otro como probablemente la función y razón de ser de la subjetividad humana (puesto que por debajo y remontándonos más allá de nuestra sensorialidad, no hay nada).

Caloroso saludo, por otra parte, para los fontaneros profesionales, claro está.

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1.Sigman, Mariano La vida secreta del cerebro 2013

La vacuidad neurológica: una ocurrencia teórica (primera parte)

La función performativa de la lógica y de la «verdad» (la función performativa de la razón humana y de la individualidad sociorracional, quizás de la consciencia misma) es la de acorazar el cuerpo humano singular a través de un traje sociohomeostático del grupo cultural, de tal  manera que la emotividad y violencia humanas (como imposición humana en respuesta a nuestra propia vivencia sociohomeostática), quedan subsumidas a la peripecia existencial colectiva. Y como esto solo se logra a través de cuerpo singular, todo el entramado se basa tanto en la homogeneización fisiológica y neuroquímica como también sobre la pulsión distintiva de todo individuo perteneciente frente a los suyos. Pues que solo tiene sentido lo homogéneo revulsivamente frente a una presencia permanente de una anomia de lo dispar, individual e idiosincrático que somos cada uno de nosotros para los demás.

Esta es la gran baza al que el estar sociohomeostático puede recurrir que se basa, precisamente, en la vacuidad que supone un sistema nervioso que mediatiza los procesos homeostáticos corporales. Y es, en realidad, el cuerpo el centro de todo y que ha logrado, a través de la vivencia sociohomeostática la creación misma del ser antropológico como, ante todo, una forma de acolchonamiento fisiológico del estar corporal.

Esta circunstancia adquiere, como argumentamos, gran importancia frente a los contextos sedentarios propia de las antropologías dependientes de la agricultura intensiva. Es decir, la cultura tal y como nosotros la entendemos precisa de la apertura de grandes espacios metabólicos no directamente físicos que se articulan a través del desarrollo también aumentado de estructuras semióticas (como el uso de lenguajes humanos y sistemas numéricos que se registran por escrito). De manera que pueden concebirse los entornos sedentarios como la acomodación, por medio de cauces neurofisiológicos y electrometabólicos, de una sociobiología humana originalmente dependente en mucho mayor grado del andar mismo: el artificio digamos de empalme entre ambos contextos (de la antropología nómada a la sedentaria) es la cultura misma tendente en general hacia un distanciamiento de la dureza de la experiencia solo física. Una tendencia que, si bien está presente en el dilema original de la unicidad colectiva de los grupos humanos -que se articulan a través de la homeostasis electrofisiológica individual, desplazando transitoriamente el cuerpo físico de cada cual-, es la antropología sedentaria que no tiene más remedio que ir aún más lejos por el camino de una virtualidad que en la práctica humana del tiempo sedentario remite a la experiencia física un mucho mayor medida que participe de la vivencia real de la misma.

Ser a partir del estar (o un estar para ser)

Un estar sociohomeostático que se arropa en el ser antropológico culturalmente específico, sería, en efecto, el aporte de mayor consecuencia evolutiva de la vacuidad neurológica; una plasticidad de tipo cerebral que se puede aplicar también a la cognición en general y respecto particularmente su vertiente sociobiológica que incluye -y permite entender en su sentido técnico- la calidad incoativa de nuestra cognición. Y así puede vislumbrarse nítidamente el contexto de la susodicha “performatividad” de lo verdadero en tanto que todo grupo humano particular, frente a sus propias circunstancias físicas y en el tiempo generacional de su propia tradición, precisa de un eje sociorracional tambien de lo más específico (según todas sus particularidades que, sin embargo, se emparentan de alguna manera con las de cualquier otro grupo humano dado que se parte de una experiencia corporal fundamental similiar) al que poder aferrarse todo sujeto homeostático perteneciente: el propósito del mismísimo yo socializado sería rentabilizar de esta manera la singularidad fisiológico-corporal de cada uno para su incoporación cognitivo-identitaria respecto del grupo cultural (es decir, a través de nuestra misma vivencia racional del yo). Y eso supone ubicar al seno del grupo evolutivo el ímpetu más íntimo de todos nosotros por perseverar, tanto sobre un plano físico –in corpore– como respecto de nuestra supervivencia civil y social a través de nuestra lucha icónico-moral con la disonancia que supone nuestra vivencia de la intimitad emotiva de cada uno frente a lo consabido cultural (y ese coro potencialmente iracundo que son los otros y que a veces se alza amenazante, como imagen mental o quizás de forma neurlógicamente impentrable, pero que como fuerza mortificante se apodera visceralmente y en un instante, de nuestros cuerpos).

La funcion performativa de la «verdad», si bien tiene que tener en cuenta lo real en alguna medida, no debe entenderse como algo necesariamente empírico, pues se trata en realidad de una forma de imposición del grupo (en su integridad y permanencia en el tiempo) sobre su propia realidad. De tal manera que puede decirse que los grupos humanos, en su origen y como patrimonio socio-cognitivo que aun es el nuestro, no pueden permitirse no tener razón respecto de su comprension del mundo y de ellos mismos. Tal es la importancia sobre un plano evolutivo de esta función performativa de la racionalidad humana (quizá decir tambien la misma consciencia).

Pero como ya dijimos, esta continua reconstitución del ser racional sujeto a la definición como límite de su propia cultura, no funcionaría como mecánica si no retuviera en su mismo centro operativo la anomia que supone la indosincrasia homeostática individual1. Y solo podemos acceder a esta digamos elasticidad racional e identitaria del grupo si no cesa nunca el ímpetu vital de cada uno por la consecucción de su propio -e intransferible- confort homeostático: la vacuidad neurológica, precisamente, permite que la experiencia corporal se desoble de alguna manera como vivencia sensoriometabólica (el ser) que tranistoriamente solo remite a la experiencia corporal porque (de forma momentánea) la ha superado.

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1Una ideosincrasia homeostática que habría que entender también en conjunción con la memorística humana; y ambos de forma compleja frente a la vacuidad neurológica. Serían estos dos pilares, la vacuidad neuro y electrofisiológica por una parte, y por otra la singularidad homoestática-memorística, sobre los que se asienta la mecánica de los grupos humanos (mecánica que, a través de la conciencia humana, puede entenderse como dispostivo de gestión de la violencia como imposición humana a favor del vector evolutivo principal que es el grupo antropológico).

El paso del tiempo sedentario en su vertiente estructural y electro-neuroquímica (apuntes)

  1. Adscripción o descodificación de sentido socio-racional respecto la vivencia sensorio-homeostática individual: la disonancia base individual (soy en tanto que percibo/siento, pero también depende mi supervivencia, aun respecto de un plano simplemente social, de qué significa y el sentido de eso que percibe mi cuerpo).
  2. La función performativa de la «verdad»: Acarreo con la disonancia y el mantenimiento de sentido a partir de la vivencia corporal de mi propio yo (frente, lógicamente, a todo lo culturalmente consabido). De manera que como individuo he de determinar, a partir de mis percepciones en general, qué es lo real y cómo descodificarlo porque ello supone volver de nuevo a cobijarme bajo el manto protector de los míos, es decir, valiéndome de la racionalidad misma de mi propia experiencia antropológica colectiva y cultural. Aprehender y comprender las cosas es, pues, una de las formas de confort existencial más potentes que conocemos y parecería que ese sería el porqué más pragmático del racioncinio humano, porque convierte el yo en una práctica antropológica de la intersubjetividad en beneficio, en última instancia, de los cuerpos físicos y de la continuada cohesión del grupo cultural-dentitario.
  3. Asunción de pugnas vitales de distinto grado e intensidad frente a otros.
  4. Fisiología de una superación: vivir esforzándonos contra algún aspecto de nuestra propia individualidad (disonancia) como fuente de tensión.
  5. Autodefinición frente al contexto cultural heredado existente (asumir o rechazar lo que siempre puede entenderse como una propuesta que se brinda al sujeto todo momento histórico determinado).
  6. La infernal ratio: vivificación moral y también empática a través del espectáculo del sino corporal-moral ajeno (puesto que como interpelación respecto nuestra propia pertenencia, nuestros cuerpos están inexorablemente comprometidos con el drama corporal-moral ajeno).
  7. Proyección fisiosemiótica y su corolario de régimen corporal agregado «en suspensión» en tanto estandarización del gasto energético agregado debido al predominio de procesos subcorticales sobre la focalización cognitiva. Es decir, el definirse el individuo en su propia proyección personal existencial-profesional, se está creando con contexto energético ordenado y, por tanto, de por sí tendente hacia la eficiencia energética y su condición susceptible de gestionarse en este sentido.
  8. Tiempo libre y liminal: tanto en un sentido de vivificación sensoriometabólica y de rutina física (deporte, ir de compras, etc.) como respecto de una «vivificación epistémica» que sería punto distintivo de la experiencia sedentaria que faculta esta posibilidad a partir del desarrollo del ser (epistémico).
  9. Vida afectiva: la alteridad como quizá el porqué evolutivo más profundo de la propia vacuidad neurológica; característica que obliga sin cesar a los contextos sendentarios a sujetarse, en realidad, por la interacción y las relaciones socio-afectivas entre los sujetos homeostáticos, incluyendo en su forma más extrema y antagónica (si bien presente tambien de forma peramanente) la violencia.
  10. La bisoñez y su superación: En tanto que el motor de la experiencia humana en su vertiente diacrónica -que es su sentido por otra parte más objetivo- es el decurso, en realidad, de las generaciones sucesivas, se constata el establecimiento de cierto equilibro y reparto energéticos entre los jóvenes frente a los mayores; que se reafirma, por otra parte, en la transición entre juventud y la madurez-senectud y los correspondientes cambios digamos homeostáticos, transición o cambio que puede observarse por otra parte como propio de la condición en realidad de mamífero. Dicho cambio respecto los seres humanos incluye cierta superación parcial por parte de los mayores de la fuerza de los procesos homeostáticos que se traduce en una mayor tendencia a la reflexión más cogntivamente focalizada, mientras que la juventud continúa aún más sujeto por la imposción homeostática y -probablemente diríamos- subcortical (junto, claro está, con la diferencia en general enrgética correspondiente a cada una de las partes).
  11. La memorística individual y sensocorporal cuya constante reconstrucción cognitiva a lo largo de toda vida singular, debe de ser quizá la gran ocupación metabólica del tiempo indiviudal. Sería, por otra parte, la piedra angular la mecánica sociohomeostática de los grupos humanos desde siempre, por cuanto nuestra ideosincrasia como seres corporales en nuestra propia ontogenia singular e intransferible, constituye un contrapeso estructural frente a la vacuidad neurológica, lo que permite que vivamos fascinados por el otro -si bien de forma ambivalente aunque intensísima-, y como razón de ser de nuestra propia personalidad como exigencia también estructural.

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