Más ejercicios musolinianos:“Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”…

Novela del año 1961

Debido a la naturaleza incoativa de la cognición nuestra (también se puede decir emergente), el orden racional como fundamento cultural de la mismísima estabilidad socio-homeostática ha de alimentarse del sustento base que es la anomia y la calidad no discernible inicial de las cosas que percibimos: es decir, nuestra atávica relación con la violencia como imposición vital y personal está en el fondo mismo de nuestra forma de relacionarnos con lo real; y es que, como individuos, también precisamos de contextos en los que hemos de imponer, como sea, un sentido respecto de las cosas y los eventos que se producen ante nosotros: se diría que el cuerpo, de alguna manera, nos obliga a ello como el sentido funcional y performativo de lo racional y en su trayectoria permanente del estar hacia el amparo, en realidad colectivo, que supone el ser (y que de hecho se refleja, respecto del idioma español, de manera clara en la oposicion entre estos dos verbos que se refieren a diferentes vertientes de la viviencia humana, la homeostática y electro-nueroquimica individual, por una parte, frente a la consolidacion semiótico-identitaria que es el ser).

Pero, de la misma manera que podemos entender que el ser se alimenta en realidad del estar, decir que no existe nada fuera del estado es cegarse a la verdadera complejidad del tiempo humano y su carácter socio-homeostático. Y es también entender que, al extirpar toda anomia interna (que era de hecho el modus operandi histórico tanto de Musolini como de Hilter, como también lo fue del militarismo japonés de la misma época) se pasa a entrar en una relación de dependencia en la violencia exogrupal, con todo el riesgo colectivo que esto supuso históricamente (y cuyas consecuencias siguen imperando, si bien de forma no públicamente explícita, sobre la antropología sedentaria universal hasta hoy en día).

Y así como las sociedades históricas esclavistas (la Grecia antigua, Roma o también la Europa del XVIII hasta cierto punto) que vaciaron de todo valor social el trabajo manual, los fascismos históricos se hacen en realidad subalternas respecto de la violencia corporal, belicista y necesariamente exogrupal. Como contraste, decimos que las democracias liberales -desde sus orígenes pero sobre todo a partir de la finalización de la SGM-, se hacen estrcturalmente dependientes de la anomia incruenta que son las opiniones personales y en su vertiente colectiva como grupos sociales o partidos políticos movilizados. De manera que podemos hablar de un avance estructural que de esta manera pasa de la violencia belicista exogrupal a vincularse de manera homeopática con una violencia tanto moral como de carácter mucho más epistémico (basada en ultima instancia en ideas y el perspectivismo a lo que se le invita al individuo a poscionarse de una u otra manera).

Y si bien la violencia bélica no desparece del todo, sí que se hace (se hizo históricamente) mucho más remota respecto de formas ahora metabólicas de la vivencia de la imposción humana, a través de contextos morales-epistémicos puestos a disposición de los individuos y gracias, también, a un flujo constante de, sobre todo y para la inmensa mayoría demográfica, imágenes corporalmente (o sea, moralmente) relevantes de brutalidad, sufrimiento y zozobra de nuestros prójimos, pero cuyo realidad corporal, a partir de solo unos pocas personas, pudo -puede aún- virtualizarse de forma demográficamente masiva.

Con lo que rogamos, ahora encarecidamente, a que se reconozca la inanidad fascista como pensamiento tempo-estructural que rehúye la complejidad misma, lo que no quita que unos cuantos impulsivos puedan seguir diviritiéndose con su parafernalia de imágenes, y eso siempre que no pase de ahí, claro está, si bien puede -debe- amenazar con ello de forma permanente y al mayor gusto vivificador nuestro, sin duda, como habitantes de lo inmóvil sedentario: pues que la tensión misma de las amenazas solo anticipadas es, tambien desde siempre, recurso vivificador de lo sedenatario.

Debemos asimismo entender -también se ruega aquí que entendamos- la importancia de las imágenes en tanto que crean espacios en los que, por su carácter incorpóreo pero moralmente relevante en un sentido socio-homeostático, caben todos los cuerpos reales de una manera u otra, y respecto de cualquier posición ideológico-epistémica que finalmente adoptemos (que, en realidad, son normalmente solo unas pocas opciones reales pero que vivimos sin duda como nuestra mismísma libertad existencial).

Pero la utilidad de esta forma de vivificiación metabólica a través de la disonancia homeostática individual frente a la sociedad y sus subgrupos (o sea, el motor mismo de la moralidad); la elaboración de contornos epistémicos-conceptuales que sirven precisamente como andamio del perspectivismo individiudal en pugna unos con otros; y el efecto mismo de las imágenes como flujo contante de estímulo socio-homoestático para las personas, todo eso que forma la piedra angular de la posibilidad de lo urbano, depende, en el fondo, de la comunicacion interpersonal dentro de entornos que excluyen, esencialmente, tanto la amenaza de una violencia física desabrida como también la degradación excesiva (en cualquiera de sus vertientes, tanto clascista, sexista, racial o político-económica) del ser humano.

Pero las sociedades esclavistas, junto con los fascismos históricos, acaban siendo sociedades ahuecadas precisamente en este sentido y en cuanto a la calidad de las relaciones interpersonales en su propio seno.1 Y es eso lo que impele a dichas sociedades a sostenerse a través de los cuerpos culturalmente ajenos como objetos, y como solución de lo que es, en realidad, el problema de su propia vacuidad interna. O sea, una situación patológica sin duda que supone en sus mismos fundamentos la puesta en marcha de un dispostivo de naturaleza como mímimo homicida (pero claramente genocida en su culminacion última, una y otra vez, y como atestigua siquiera la más somera revisión de la historia humana).

La experiencia neocolonial europea del siglo XIX y XX tambien puede entenderse de esta misma forma, incorporando parcialmente dicho modus operandi esclavista en el hecho de denigrar en general el objeto humano culturalmente ajeno de conquista (es decir, respecto de un mismo huecamiento del otro, pero de forma solamente exo grupal -exo cultural-). Por ello este tema puede abordarse como fenómeno inherente a la experiencia sedentaria en general por cuanto precisa sostenerse en el tiempo a través la creación de espacios miméticos e incruentos respecto del ambito endogrupal, pero con mayor margen de violencia real respecto de poblaciones culturalmente ajenos: es decir, a la violencia como imposición vital humana hay que darle salido de una manera u otra, si bien dentro de entornos sedentarios esto exclue rebasar ciertos niveles de zozobra y dolor presenciados por medio de la creacion de vías miméticas de vivificicaión más sensoriometabólica, electro y neuroquímica que directamente corporales; aunque, lamentablemte, nuestra capacidad inherente de sentir dolor por el sufrimiento ajeno suele reducirse, incialmente, respecto de los cuerpos culturalmente ajenos.

A modo de conclusión, volvamos al campo especificamcente militar para traer a colación el caso histórico del Pentágono norteamericano: Y pedimos tambien que se constate (por mucho que nos pudiera contrariar) su mayor sofisticación histórica en este sentido que, de forma posiblmenente ilegal (si pudieramos escrutinar el tema en mayor detalle, digo, cosa que no va a poder ser, lo más seguro), se valió, a partir de al menos el año 60 de las imágenes de la cultura popular (en el cine, la televisión y seguramente también a través de la literatura) para promover una cierta agenda «semiótica» que incluía un uso sutil del humor y, hasta cierto punto, una «cariñosa» rediculización de algunos aspectos del ejército, lo que al final invita, de maner mucho más certera, a una posición individual favorable respecto de las instituciones militares (aunque debemos aquí recordar que la propoganda, vertida internamente contra la propia población civil, es algo que creo que está -o hubiera estado alguna vez- tipificado en algun codigo penal o constucional norteámericano).

Es decir, se trataría de una forma de captura (finalmente exitosa) de la misma anomia vital que tanto aborecía -por lo visto- Il Duce, para alimentar de alguna manera unas coordinadas más o menos ideológicas determinadas; una sutil dirigencia de la emotividad y pulsiones indiviudales de las que se han articulado desde siempre los grupos humanos y de las que tambien se alimenta la antropología sedentaria frente al problema de una fisiología socio-homeostática originalmente nómada.

Y, más allá del humor, el dilema de nuestro vínculo que la violencia belicista se pudo vivenciar de alguna manera a través de una exploración moral en la cultura popular de las instituciones castrenses, lo que a partir de la guerra con Korea y la experiencia norteamericana en Vietnam alcanzó un gran nivel estético en algunas series de televisión y mutlitud de películas de guerra (particularmente aquellas que cuestionasen, dentro de ciertos límites, los mismos fundamentos castrenses).

Y, mientras tanto, siguió a todo vapor -como proceso de fondo constante y no siempre advertido- el progreso socio-fisiológico de los grandes agregados demográficos occidentales cada vez más consumistas….

Esto respecto de un imaginario y entorno semiótico sobre todo estadounidense, puesto que la vertiente político-ecómica y militar-tecnológica de EEUU puede decrise que siguió comportándose como sociedad esclavista y ahuecada al precisar siempre de un enemigo externo por medio del cual poder justificarse -se diría existencialmente y en toda su furia vital- lo que llevó a Hispanoamérica, por ejemplo y como objeto imperial norteamericano (entre otros) a pagar un posiblemente lamentable precio en cuanto a su propio desarrollo histórico socio-económico…

Pero aun así llegó a Buenos Aires, por ejemplo, junto, es de suponer, a la mayoría de las capitales hispanoamericanas el mismo -o parecido- catálogo de películas holywoodienses a lo largo de los años 60 y en adelante. De manera que el susodicho soft power norteamericano no era solo de consumo histórico exclusivamente interno (y con perdón por esta última perogrullada).

Evidentmente, el Pentágon se dio cuenta que esto también le venía bien como estrategia de facilitación popular, si bien en el decurso del tiempo esta actitud parece que se modificó a partir de los 80 y a través de los años 90, punto a partir del cual se pasó a entrar en nueva fase de simplificación socio-metabólica.

Qué se le va hacer pues que el tiempo, amigos, corre en nuestra contra.

He ahí la trampa.

(Y hasta hoy)

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1 Pero ¿son más metabólicamente eficientes estas sociedadas ahuecadas, frente a contextos sociales de mayor interconexión comunicativa entre las personas? Eso muy bien puede ser. Y también mejor puede ser no preguntarse nada al respecto ni mucho menos disponerse a contestar la pregunta (pues eso).

La guerra como estrategia evolutiva (¿Qué coñ*?)

Imagén-meme que referencia la serie televisiva estadunidense Gomer Pyle USMC, del año 1964 al 68

Pregunta:

Respuesta a desarrollar

La consumación del tiempo humano (o sea, respecto de toda generación pues solo de manera generacional puede entenderse en última instancia el tiempo) implica la supervivencia de la especie: es decir, consumar el tiempo es perpetuarse como especie en tanto que la consciencia humana solo puede entender su propio transcurir (y el mundo asimismo experimentado) sujeto por una delimitación marcada por la generación propia. Pero debido a la naturaleza incoativa (o emergente) de nuestra cognición y la función performativa de lo sociorracional, consumar el tiempo significa una necesaria vivencia moral de la vida como el motor de la cohesión grupal, tanto en cuanto a una moralidad psicofisiológica individual como respecto de la necesidad de explotar el sino ajeno (la muerte, las desgracias, afiligimiento y zozobra de los demás) para volver a hacer necesario una renovada plasmación afirmativa del sentido racional a partir de un plano socio-homeostático; plano que de esta manera se acaba autoalimentando de su propia contigencia colectiva existencial (o sea, una estrategia fantástica de aprovechamiento de la experiencia metabólica de nuestra percepción a favor, en términos agregados -ojo- de la seguridad en ultima instancia física).

Y aquí la guerra reluce como opción en este sentido sin parangón pues cumple todo los puntos que se acaban de mencionar (crea muerte, dolor, afligimineto, y zozobra, además de su poder cautivador como hazaña heróico-deportivo -pero de lo más serio, como te dirá cualquier militar-). Pero como no hay razas humanas sino somos todos de una misma especie, se trataría, en realidad, de una forma estructural de perdurar en el tiempo, pese a las apariencias desde el plano solo homeostático del usuario antropológico.

Pero claro, esto habría que entenderse mejor, en tanto que sería necesario saber más exactamente con qué necesidad se está cumpliendo para que la guerra pueda -pudiera alguna vez- entenderse como una forma de estrategia evolutiva garante del futuro de la especie.

O sea, que hace falta algo así como un principio de sostenimiento sedentario que parte de la cognición socio-homeostática humana (digo yo).

A grandes rasgos, entonces, podemos razonar de la siguiente manera: si damos por sentado la naturaleza emergente de la cognición y su carácter performativa respecto de la incorporación del individuo como anomia a preservar (y no eliminar), no quedaría más remedio que entender la importancia estructural del conflicto (en todos los niveles, desde lo corporal hasta lo epistémico) como dispositivo alimenticio de los colectivos neurocognitvos y homeostáticos. De tal manera que del conflicto proceden las pragmáticas de la moralidad, del sentido racional de la existencia del grupo (adscríbanse como se adscriban según cualesquieras narrativas o tradiciones) y la guerra misma como práctica antropológica por las razones ya comentadas (esto es, como dispositvio de alimento moral respecto de una generación, y como materia despues semiótica y socio-homeostática para la siguente).

Es decir, a la larga los beneficios metabólicos en tanto vivificación metabólica para los sujetos homeostáticos son de mucho mayor dimensión e importancia que la pérdida en sí de vidas humanas. Aunque sería nuestro modo de cognición lo que obliga a entender el vivir como una necesaria consumación moral del tiempo, respecto del yo de cada cual y tambien en cuanto al plano colectivo, pues el ser como reconstitución socio-homeostática a partir del estar, pende como dispostivo de que se le descadene o provoque; nuestra zozobra sensoriometabólica, la vivenciada y la presenciada (ya que apenas en nada se diferencian en términos cerebrales, por lo visto) obliga a una nueva sociorracionalización de las cosas. De tal manera que los sucesos moralmente relevantes (porque atañen en ultima instancia a nuestros cuerpos) se convierten en fuelle de la práctica antropológica a partir la dinámica del yo socio-homeostática y cognitiva, y sobre la que se asienten los grupos humanos.

E importante es recordar la importancia de la vivificación metabólica porque supone la posibilidad de la práctica antropológica de un sentido moral y socio-homeostático que supera en en algún grado el plano físico porque, en tanto espectáculo observado, solo remite al cuerpo humano mas no involucra físcamente al observador: es decir, se trata de un tipo de espacio mimético en un sentido norbertoeliasiano; espacios que son según dicho autor claves para el desarrollo y práctica sostenida en el tiempo de la civilización.

Aunque existen respuestas culturales diferentes respecto a esta configuracián base universal: la importancia de la violencia en general es su relevancia metabólica para el sujeto homeostático (es decir perteneciente), pero no el que sea de mayor o menor agrado para las personas, pues es un asunto ambivalente que luego definen los contextos culturales históricos. En el discurso famoso de Pericles, por ejemplo, se esbozan claramente dos opciones diferentes respecto de actitudes culturales hacia la violencia, siendo que los ateninenses, por una parte, prefieren aprovechar moralmente las muertes propias en combate (en tanto una gran solemnidad que sin duda nutre el sentido de su propio proyecto cultural que se ve ante la necesidad del sacrificio de su jovenes a favor de la comunidad), mientras que se describen a los espartanos como pertenecientes a otro tipo de cultura que gusta de la guerra, y que vive para ella aglutinando su propia estructura social en torno a ella.

Pero es que ambas posiciones probablemente deben considerarse inherente a las tendencias humanas, tanto la posibilidad de construir un sentido moral a partir, revulsivamente, de la violencia, como tambien una natural atracción al aspecto deportivo y de proeza que tiene el combate. Y es seguro que los grupos semi-agrarios pudieran facilmente aficcionarse a esta forma de relacionarse con sus vecinos tribales debido al problema mismo de arraigo sedentario y cómo insuflar un drama moralmente relavante a un contexto antroplogico cuyo funcionamiento tempo-estctuructural consistía (consiste aun en cierto modo) en esperar las nuevas cosechas y engorde animal. ¿Cómo no podía surtir en la gente la atracción vivificadora la perspectiva de la guerra como algo verdadermente importante y frente al que había de medirse los hombres y su grupo? Y, además, teniendo prohibido (en mucho mayor grado) la violencia para con los nuestros que con los cuerpos culturalmente ajenos, con verdadera euforia nos podemos lanzar a hacer a los otros lo que jamás nos permitirían hacer puertas adentro culturalmente hablando.

Podemos, por tanto, asverar que la guerra es una forma, precisamente, de acomodar la violencia a los entornos humanos de multiples grupos diferentes, y no eliminarla por completo, de forma muy parecido a cómo podemos considerar teoricamente a la racionalidad, quizas la consciencia misma, como tambien un dispostivo de acomodación de la violencia como imposción humana al seno de los grupos culturales.

Aunque, claro está, con el desarrollo urbano la ambivalencia de la violencia hubo de reducirse cada vez más, si bien esta configuración base entre lo que es aceptable de forma endogrupal frente a los extranjeros, permanece; de hecho goza hoy en día de plena salud como puede ver cualquiera. Pero quizás esto podría explicar en algun grado la diferencia entre Atenas y Esparta, en tanto que el desarrollo cultural (filosófico, jurídico, artístico, etc.) del primero se debía precisamente a la necesidad de superar en algun grado la violencia, encauzandola cada vez más hacia otras formas incruentas de imposición humana; mientras que Esparta seguiría con su dependencia en la guerra y, por tanto, es de suponer no alcanzaría una evolución cultural similiar sobre todo porque no tendría necesidad metabólica de la misma ya que seguiría absteciéndose en este sentido en la guerra misma.

Parece, por lo tanto, evidente que las antropologías más urbanas tenderían cada vez más hacia la rentabilización de la violencia callejara o civil como fuente de vivificación sensoriometabólica, digamos para con el día a día; mientras que se reservaría los grandes estallidos de guerra a una periodicidad más prologada en el tiempo: pues respecto las ciudades se puede hipotetizar que la proximidad aumentada de las personas -que es el motor mismo del desarrollo epistemico-estético cultural, como en el caso de Atenas- hace que se reduzca en general el nivel de tolerancia de la violencia física directa, que se redireccionaría hacia formas miméticas de imposición humana moralmente relevante (a través de la política como representación, del prestigio publico religioso, artístico, artesanal, económico-profesional e incluso militar -en tanto que presencia en lo civil en tiempos de paz, como atrrezzo que se exhibe públicamente y que remite a la violencia más que encarnarla realmente).

¡Y esto último sin ánimo de ofender, por favor!