Algunas confusiones remontadas

Los sujeto-objetos humanos

Constatamos de forma ahora fehaciente que todo sujeto humano lo es solo en tanto objeto al mismo tiempo de un grupo humano y su geometría opróbica en el espacio físico-temporal. Esto es, ya hemos aclarado el uso que de la individualidad sociorracional hace el grupo con el fin de, en realidad, salvaguardar la anomia fisiocorpórea individual (homogeneizándola en algún grado y haciéndola hasta cierto punto extrínseca a la singularidad corporal en sí) con el fin de parapetarse como colectivo precisamente en la violencia que solo la entidad corporal singular del individuo desamparado es capaz, en todo su furia atemorizada, de desencadenar (puesto que en carne estrictamente propia de cada uno “nos lo jugamos todo”, que diríamos). Es necesario, por tanto, entender que toda individualidad finalmente social parte en primer lugar de esta relación primaria subyacente entre el cuerpo singular y el contorno, tanto físico-espacial como humano: y la indivudalidad sociorracional viene a ser, al fin, una respuesta forjada individualmente, pero respecto al sostenimiento, en realidad, de un contexto colectivo históricamente concreto y de unos seres humanos frente al espacio material del que dependen. La individualidad sociorracional es siempre, y ante todo, una necesidad efectivamente resuelta por parte del colectivo antropológico frente al plano verdaderamente estructural de su propia permanencia en el tiempo y el espacio, y de una generación a otra. Y así, resulta de obligación ya insoslayable concebir el sujeto psicofisiológico individual como, efectivamente, sujeto de algo así como su propia entidad somatosenoria y tanto en cuanto ésta aboca en una disponibilidad fisiorracional (de reacción conductista, opróbica y de una violencia cognitiva de imposición personal), al mismo tiempo que objeto instrumental de un plano estructural mayor. Además está la etimología tanto en inglés como español, como en el resto de los idiomas romances: todo sujeto psicológico-social (psychological subject) solo lo es solo si está sujeto a, sujeto por, (subject to, subjected by) lo social, que quiere decir que desde siempre se es primero objeto antes de poder ser sujeto; que es también decir que el proceso de sometimiento en que consiste la forja de la personalidad social es aquello que acarrea toda posibilidad después de una agencia sociomoral, tanto en cuanto una muy necesaria adecuación conformista, como respecta a la también crucial capacidad individual de transgresión. En este sentido, resulta interesante constatar que la individualidad es la conjunción entre la anomia individual del todo cuerpo singular, por una parte; pero por otra es también una disponibilidad como cauce que, según una tradición cultural particular -basada en una geografía y clima determinados- se presenta sobre el horizonte vital de los seres humanos para la forja, finalmente personalísma e intransferible, de la identidad propia. Pero que el hecho de que este proceso de formación y sostenimiento de la personalidad más íntimamente particular haya de seguir un patrón de base colectivo y cultural, es también indiscutible.

El darwinismo

Hora es ya de aclarar el hecho de que la teoría original de este señor sirve para explicar solo una parte de la evolución humana, puesto que dicha teoría no nos puede decir nada respecto de la evolución de seres racionales, una vez que, efectivamente como especie, han alcanzado este particular atributo nuestro que llamamos conciencia. Debido a esto cabe concebir el modelo darwinista de evolución biológica como algo así como el Amazón S.A. conceptual de los procesos naturales, en tanto que como conceptualización da buena cuenta del armazón estructural de los procesos biológicos del planeta Tierra en su conjunto, sin que entre no obstante (sin que en rigor resulte necesario) en el contenido real del paquete vivo particular que somos en tanto Homo sapiens. Porque ciertamente se puede argumentar que el desarrollo cerebral humano, dentro de un proceso de hominización (término de Edgar Morin) a partir de una desarrollo biológico anterior y más primitivo, es una forma de parapetarse precisamente contra las fuerzas de selección natural: de hecho, muchos otros seres vivos (algunos peces y aves, las ratas, los gansos, los gamos, etc.) sobreviven por medio de la formación de grupos, lo que pudiera considerarse ya en sus origines como una forma de reducir, dentro del entorno colectivo de pertenencia, dichas fuerzas de selección; o sea, que el sostenimiento vital-temporal de toda especie siempre supone un contraponer y un contrarrestar, de alguna forma y en alguna medida, respecto la mano bruta y brutal de la selección biológica. Pero en nuestro caso, y debido al desarrollo espectacular sociocognitivo humano, resulta lógico concluir que, salvo respecto las fuerzas de selección de tipo epidemiológico, Homo sapiens se ha puesto más allá de dichas fuerzas, como no lo ha podido hacer ninguna otra especie: si bien es cierto que el aprovechamiento fisiológico-sonsorial es común a todas las especies respecto el problema físico de la permaencia del grupo, ninguna especie ha tenido que compensar en lo fisiológico el sostenimiento de lo físico con tanta fuerza e intensidad que los seres humanos. Como ya hemos apuntado el arte, la religión, e incluso la moralización de la vida sedentaria en sí, constituyen cauces finalmente de vivificación fisiológica que tienen el ya comentado efecto de permitir la imposición por parte del grupo mismo sobre las circunstancias solo físico-espaciales, pues desde siempre en esto ha radicado el lujo de la cultura, lujo que solo puede crear un grupo; y de ahí sea tan imperiosa la necesidad de la individualidad sociorracional por cuanto permite la incorporación fisiológica, cuanto más intensa mejor, de la anomia fisiocorpórea singular.

Pero, naturalmente debido a esta imbricación sociocognitva humana tan altamente desarrollada y que se erige finalmente sobre la necesaria moralización de la fisiología individual (que se apropia incorporando así precisamente el ímpetu de la anomia individual), resulta de evidente y fácil comprobación, de forma universal y al menos desde el Neolítico, que no toleramos la muerte de los nuestros, respecto los seres más próximos y que son, como nuestra autoimagen reflejada, el locus colectivo de, en realidad, nuestro yo propio; si bien esto no lo sabemos exactamente de forma intelectual, sí que lo sentimos en el cuerpo, por decirlo de alguna forma, y no deja ser la verdadera piedra angular fisiológica de la espiritualidad humana, en cualquier de sus avatares históricos.

Y el hecho queda ahora plenamente aclarado: el darwinismo no funciona en el espacio intragrupal humano (sobre todo sedentario), puesto que ninguna sociedad histórica de base agrícola ha permitido nunca que su propios miembros fueran muriéndose con la suficiente velocidad como para que se hiciera dominante cualquier mutación que individualmente hubiera podido darse. Y esto sobre todo por el dolor que nos causa la pérdida -o siquiera sufrimiento presenciado- de otros seres cotidianamente próximos, tanto sí son «queridos» como familiares o no: pues la interacción social físicamente próxima y prolongada en el tiempo con otros seres humanos supone, desde siempre, la verdadera argamasa del alma individual de cada uno de nosotros.

 Lo que ocurre antropológicamente entre grupos distintos, sin embargo, ha de considerarse como una forma, en realidad, de reforzar externamente -a través de los cuerpos ajenos- los lazos internos al grupo propio; esto es, típicamente como una forma de intensa vivificación que un grupo ejercita -o se autoejercita- mediante la pretendida destrucción de otro colectivo ajeno. Pero, mientras esta artimaña de movilización y unión fisiometabólica que vertebra la fisiología humana frente al enemigo designando y espiratorio ha constituido quizás el mayor escollo de la historia social universal, una y otra vez, no deja de relevar, ahora más allá de toda duda empírica, su origen sociofisiológico y sociocognitivo (entre el individuo y el grupo de pertenencia) de carácter básicamente zoológico.

¿Queremos o no queremos ser posmodernos?

Parece ser que el término posmoderno adquiere connotaciones despectivas cuando lo emplea un científico, típicamente para protestar contra lo que, por lo visto, al gremio les irrita sobremanera: esto que dicen ellos del “escrutinio fiscalizador” que pretende ejercer algunos segmentos de la “intelectualidad posmoderna” en tanto ciencias sociales o más humanistas (la sociología, la filosofía, historia de la ciencia, etc), las cuales naturalmente no pueden (se supone de momento) operar sobre el mismo paradigma técnico de las otras disciplinas que generalmente se conocen como más empíricas en tanto ciencias que se dicen naturales; con lo que resultaría escandaloso e intolerable que aquellas se erigieran en rector supervisor respecto de estas….

Pues bien, hace falta aquí remontarnos de nuevo a la dicotomía existente entre dos visiones diferentes entre sí que, no obstante, y de manera conjunta, forman una suerte de simbiosis conceptual -o pudiera decirse también continuum– que puede resultar útil para entender la antropología contemporánea ya básicamente universal (puesto que esto de la técnica como tecnología es asimismo un hecho evidentemente omnipresente y del todo terrícola en su extensión, de una forma u otra).  Y así, nos indican por lo visto que Nietzsche supone tanto la crítica como en realidad de defensa, de Kant1; esto es, que Nietzsche, en su crítica de Kant (y toda la tradición de la ilustración que a su vez crítica Kant), solo es posible a partir de Kant; y aunque Nietzsche va más allá de él, no puede finalmente renegarse del todo, pues el sentido propio de la visión de Nietzsche se sostiene solo en tanto crítica de, comentario sobre, lo anterior. De hecho, Nietzsche, que solo existe digamos gracias a Kant, nos permite, a su vez, volver a mejor valorar lo anterior. Porque, si bien es cierto que las ciencias empíricas suponen en cierto sentido una convención -una verdadera simplificación como dispositivo cognitivo- también lo es que la producción tecnológica que han permitido históricamente, no se puede renunciar en ningún caso moral concebible; pero, sin embargo, es en realidad Nietzsche quien nos da la clave para poder conciliar la ciencia con nuestro propio sostenimiento colectivo y antropológico, a largo plazo.

Porque la visión positivista constituye una técnica precisamente en cuanto dispositivo cognitivo, pero no sirve como modus vivendi humano y fisiológico; más bien supone, de hecho, la negación del colectivo en tanto que la agencia científica se propone, crucialmente, renunciar a la parte fisiocorpórea y preconsciente de la individualidad antropológica: el sujeto-agente positivista es, ni más ni menos, el individuo cartesiano que solo es por cuanto reflexiona, lo que le capacita para remontar su propia fisiología socioopróbica, que, por cierto, es, desde probablemente Galileo, la artimaña sin duda triunfante de las ciencias empíricas contemporáneas, tal y como las conocemos, pues cuando logra uno afrontar la realidad circundante observada de forma objetiva y empírica, se está excluyendo necesariamente toda consideración por la suerte propia corporal (pero, como he argumentado anteriormente, esa no es la forma en que los seres humanos en general nos relacionamos con nuestra propia experiencia vivencial).

Pero es Nietzsche el que intenta abarcar esta cuestión mayor, y dado que, evidentemente, el empirismo constituye, en realidad, un ámbito más reducido de la racionalidad humana en su conjunto; y también, de forma crucial, la verdad y el mismo fundamento moral humano no parten en ningún caso de lo racionalmente conceptualizado, sino proceden más bien de algo así como la organización fisiológica previa. Es decir, la condición posiblemente neurológica y somatosensoria humana como necesario antecedente respecto nuestra capacidad racional, es algo que ya está presente al menos como implicación teórica posible en la obra de dicho autor, muy parecido, de hecho, a como Darwin anticipaba la existencia, necesariamente implicada, de los genes pero sin que hubiera aparecido aún históricamente el concepto. 

 Procedamos, pues, a reiterar algunas inferencias plausibles y que ya hemos formulado anteriormente: que la importancia de la vida fisiológica (frente a nuestra condición solo corporal) en forma de religión, el arte y la experiencia estético-moral en general (además del deporte o la danza que constituyen una forma parecida de suspensión de lo físico en una suerte de ritualización del mismo), está estructuralmente determinada como exigencia técnica inherente a la antropología agraria; que, crucialmente, esta experiencia vivificadora de nuestro ser fisiológico prerracional es precisamente aquello que de alguna manera justifica -que hace efectivamente necesaria- una nueva reconstitución de la individualidad sociorracional; y que de forma por lo tanto simbiótica, la experiencia fisiológico-sensoria y metabólica va acoplándose al proceso sociorracional como fuerza-agente realizador del mismo, con lo que la tensión antropológica tiende, en general, a eclipsar obviando las circunstancias solo físico-espaciales y materiales (cosa que, por otra parte, resulta lógica respecto de una fisiología nuestra originalmente nómada que, sin embargo, no puede en un contexto sedentario recurrir al desplazamiento físico en sí y de por sí).

Debe entenderse, entonces, la relación que existe entre la experiencia puramente fisiológico-sensoria y lo sociorracional (esto es, en tanto qué pueda significar esa experiencia sensorio-metabólica del sujeto sensorial) como un dispositivo bucle en el que ambas partes por separado se van influenciando mutuamente en el tiempo, mas sin que se lleguen nunca a confundir del todo; esto es, como relación fuertemente determinada por el contexto agrícola, pero respecto una fisiología humana originalmente nómada. Y, naturalmente, parece claro que todo registro etnológico aunque someramente estudiado con que se tope, indicará que los grupos humanos más sedentarios siempre se van apropiando de su propia experiencia fisiológica (caso claro e impactante de, por ejemplo, el de los jíbaros y sus cabezas tsnantsa) para poder así autoadministarse, como si dijéramos, su propia identidad sociorracional, finalmente cultural, lo que tiene la ventaja adicional (como en verdad el almendro central del lujo que es la cultura) de permitir la elevación colectiva sobre lo que constituye una miseria perenne para los seres que, además de sintientes, seamos también conscientes: el horror de lo inmediatamente físico y material como efectiva limitación nuestra.

Pues bien, el posmodernismo pudiera entenderse como una misma aritimaña en este sentido de ampliar el espacio puramenente fisológico a disposición de los seres agrícolas que somos y más allá de la constricciones que impone el empirismo; es decir, se trata de aflojar un tanto el rigor de lo estricamente racional y empírico puesto que, como recurso estructural, hemos de buscar otros cauces de vivificación sensorio-metabólica que no amanezcan con desbordarse dentro de lo espacio real y moral de los cuerpos. Porque, no se olviden, siempre queda para toda cultura el recurso a la guerra abierta entre grupos humanos, que es, desgraciadamente, el modo más natural de nuestra organización fisiológica y socioopróbica, puesto que cada grupo se refuerza socioestructuralmente frente al frontón que son los cuerpos de los otros, sumidos en algo así como la dejadez hedonista de nuestra propia inclinación universal hacia la violencia (o eso al menos respecto la experiencia sobre todo entre grupos diferentes). 

 Aunque también es importante recalcar que el Sr Nietiszche no renuncia en ningún caso al postivisimo, y de allí que sea necesario afirmar que la utilidad antropólgica de un posmodernismo cultural solo se extiende, evidentemente, al límite de su oposición frente a la simplificación intelectual que es el postivismo (que como técnica es eso, un dipositivo de imposición simplificadora); pues si se pierde esa posición de crítica que supone el posmodernismo respecto el postivismo, será siempre en detrimento de su utilidad intelectual, si bien pudiera persistir una cierta utilidad como estructura fisiosemiótica y en tanto una estabilidad finalmente económica en el tiempo.

O sea, es como si estuviéramos, por naturaleza, pillados entre los ámbitos separados de nuestra individualidad antropológica, entre la parte fisiológico-sensorial (o como digo yo fisiocorpórea) y el yo sociorracional y sociooprícamente constituido. Y solo cabe, entonces, atender de alguna manera estos dos ámbitos que en ningún caso pueden amalgamarse del todo. Parecería que simplemente no queda otra, como se dice. Y esto sin duda supone un esfuerzo verdaderamente ético, pues la experiencia fisiológica, como no tiene aun voz (porque es prerreflexiva, todavía no descodificada sociorracionalmente) no puede defenderse por sí mismo, excepto, claro, en el violento caos de nuestras emociones, lo que nos condena a volver una y otra vez a la en verdad bien ardua, bien difícil tarea de la circunspección psicológica.

 Pero esto yo hubiera preferido que me lo hubiese dicho un científico (de esos que no quieran que se les fiscalice, aunque eso será quizá porque en el fondo no están muy seguros ni ellos de que no sea precisamente eso lo que hace falta). O otra manera de decir lo mismo: el futuro humano será posmoderno y en este sentido ético (por cuanto acomoda y defiende racionalmente el hecho fisiológico nuestro) o no será en ningún caso.

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  1. Jesus Conill Sancho, El poder de la mentira. Nietzche y la política de la transvaloración. 1997

Physiosensory Credence (frente al frío): comentario a partir de la película “El espía que surgió del frío” (1965)

A igual que puedo postular conceptos sobre cualesquiera circunstancias que no estén susceptibles de contradicción empírica, puedo asimismo vivificarme en toda creencia igualmente sostenible por cuanto no pueda contradecirse ni concretarse más allá de la convicción sensoria personal, más o menos inmediata pero colectivamente (o sea, opróbicamente) reforzada. Así, siempre podré sostener la muy legítima creencia como expectativa de que el autobús, de una línea urbana que diremos el numero 5, vendrá dentro de unos 7 minutos y medio, por ejemplo, mas no me es lícito creer seriamente que el conductor será Papá Noel.1El caso es que, con el tiempo, sobre el fundamento de unas cuantas expectativas mínimas que podemos dar por sentadas ya sin pensárnoslas, se crea un contexto estructural en el que los seres humanos podemos, digamos, ejercitarnos en nuestra propia fisiología metabólica, respecto de todo aquello que tanto anhelamos como pudiéramos también temer. Pero una estabilidad así antropológica y que podemos decir fisiosemiótica, viene a sujetarse, al fin, sobre una muy importante -verdaderamente crucial- ambigüedad que nos sirve, en tanto los agrícolas que somos como parte de estructuras sedentarias, siempre que dicha ambigüedad no pierda, un un sentido u otro, su ambivalencia esencial. Porque si no, el espacio que empleamos fisiológicamente nuestro ser físicamente singular, queda de repente trastocado, destruida la ilusión de lo sedentario en sí; y entonces, nos encontramos cuerpo a cuerpo, como si dijéramos, frente a los demás y el nudo desamparo de solo lo corporal. Y resulta que los cuerpos humanos materiales somos de forma sedentaria y dentro de nuestra propia consumación vital individual, solo si participamos de una suerte de fe respecto lo que no está presente de forma inmediatamente palpable: que es esa fe en verdad lo que sostiene finalmente lo corporal y la que no se puede violar sino con las más vertiginosas consecuencia para la estabilidad colectiva, finalmente socioeconómica.

De hecho, Diamond es el nombre que parece leerse en la entrada de un pub londienese donde el protagonista de dicha pelicula entra para comprar su botella de whisky diaria que se llevará a casa (pues su cometido profesional en aquel momento es mantener el perfil públicamente obsvervable de un exfuncionario resentido, alcoholizado y, por tanto, en apariencia de sobrono fácil): pero a través de la yuxtaposición de imágenes de algo así como 20 personas (sobre todo hombres) bebiendo y fumando, bien vestidos y en animada charla entre sí en el interior del establecimiento, se vislumbra quizá el sentido último (y no solo profesional) del espía que representa el actor Richard Burton, pues el furor vital de estos clientes ociosos (quienes evidentemente tienen trabajos o fuentes de ingresos estables), en sus consumiciones y en la verdadera consumación que supone el tiempo humano vital-económico que en ese instante encaranan, es sin duda la verdadera joya de esto que podíamos decir la estabilidad antropológica contemporánea (respecto al menos el mundo que se decía entonces occidental). Esto es, siempre que permanezca la sociedad sujeta convenenientmente por una tranquilidad existencial como comprensión base del mundo, y sin que a dicha comprensión le amenazca ninguna sospecha seriamente perturbadora: a la protección y mantenimiento de esta fe en la que vive el usuario antropológico, como casi un no querer saber (demasiado) -fe que es, sin embargo, el garante principal del orden en realidad político-financiero en el tiempo sedentario- se consagra el personaje Leamas en algo así como el sacerdocio de su actividad profesiónal (es decir, la de espía).

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 1Cita casi literal de las palabras del actor Richard Burton como protagonista de la película El espía que surgió del frío (1965)

La nuda vida fisiológico-corporal, y los nazis

Partiendo de la obra Homo sacer de G. Agamben y, particularmente, sus reflexiones finales sobre los campos de concentración nazis, afirmamos que el delirio semiótico (respecto a unos ideales ferozmente exigidos al propio sujeto perteneciente y opróbico, y con una importancia literalmente de vida y muerte) conllevó a algo así como la oscurecimiento -de forma aun más acentuada que lo que ya de por sí debe considerarse universalmente inherente a la cultura- de lo corporal. De tal manera que la locura hitleriana, y particularmente la alucinación verdaderamente psicótica que supuso el programa nazi de exterminio sobre todo judío llevado a la práctica, constituye en esencia recurrir a los cuerpos ajenos como objetos, para suplantar extrínsecamente la vacuidad corporal propia. Esto es, se trata de un ejemplo histórico claro de la distorsión más extrema a la que toda cultura es susceptible en cuanto que, siguiendo una tendencia ya inherente de desplazar lo inmediatamente físico en aras de unas configuraciones estructurales más sociofisiologicas y morales que materiales, se produce una peligrosa desconexión -de carácter verdaderamente socioalucinatoria– entre una semiótica colectiva de obligación opróbica para todos por una parte, y lo corporal en sí. Eventualidad que, de no existir ninguna fuerza interna de corrección (porque, efectivamente, la tiranía psicofisiológica del poder sobre el individuo ha sido casi total) acarrea típicamente la consecuencia ultima de la destrucción (frecuentemente completa) del grupo propio, de una forma u otra, y sin prejuicio antes de haberse llevado por delante a otros grupos humanos ajenos como los objetos materiales que hubieran sido de un ahuecamiento fantasmal, en realidad, propio. 

La nuda vida fisiológico-corporal, y la sociedad de consumo

Postulamos la ya comentada fe fisiosensoria como requisito técnico indispensable de la antropología sedentaria, precisamente por cuanto permite una realización y una proyección individuales de carácter fisiológico-sensorial más a allá del plano inmediatamente físico-material. También en este mismo sentido se ha de entender el despegue semiótico universal de la cultura humana a partir de la aparición de la agricultura no como algo que permitiera uno contexto técnico nuevo, sino como una necesidad que dicha novedad estructural en verdad reclamara respecto de una fisiología humana ya previamente fijada (esto es, desde su cuna nómada anterior), cuya evolución biológica ulterior se vio, ya a partir de entonces, impedida. Pero es la visceral convicción –la fe– que tenemos cada uno, más o menos firme, respecto de aquella realidad semiótica que, como individuos pertenecientes, se nos ha exigido a hierro cadente, como si dijéramos, a cada uno en nuestra evolución psicosocial particular, dentro de entornos antropológicos también cultural e históricamente particulares, lo que permite la consecución del milagro sedentario de una complacencia vigorizada, que supone un contexto y un tiempo humanos estables y complacientes en tanto vigorizados. Y así, a modo de ejercicios de precariedad finalmente tonificantes -como zozobra periódica que en sí misma justifica una nueva, reforzada materialización de toda centralidad cultural-, podemos así remontar los límites de lo sedentario dejando atrás, efectivamente y en algún grado, la miseria de la limitación material de solo nuestra corporalidad; mas dicha precariedad como anomia no debe en ningún caso desbordar la capacidad reconstituyente de la propia fe en este sentido colectivo antropológico.

¿Para qué sirve, entonces, el cuerpo sintiente humano respecto este esbozo pretendidamente técnico de la antropología sedentaria? Pues el cuerpo y su realidad sensorio es aquel componente que, habiendo sido efectivamente desplazado a la periferia cultural (puesto que la centralidad es siempre lo sociorracionalmente constituido como una semiótica común y exigible a todos) sigue reteniendo, además de la capacidad de la impronta sensoria, el fundamento ultimo moral sobre el que se basará la otra parte semiótica y sociorracional. Esto es, como conjunción verdaderamente compleja (sentido E. Morin) dos ámbitos separados, con el tiempo, se irán relacionado de forma simbiótica, fijando al único recorrido posible pero incesante de conmutación circular entre una parte y la otra; entre una sustancia neurológica y somatosensorial, solo oscuramente pulsional, que se remonta a la altura, de repente, de su propio autorreflejo social, como entidad perteneciente y para sí mismo consagrado. Y en la diacronía de una vida individual, será el cuerpo el sostén, en cierta manera física -directamente neuronal- también de la memoria personal y moral, de aquello que me sé yo porque efectivamente lo he vivido como experiencias que ahora predeterminan, en algún grado, el cómo reacciono moralmente ante nuevos y sucesivos estímulos sensorio-emocionales tal y como la persona que me sé que soy.

Pero, necesariamente, he de poder retornar a la indefinición de mis propios sentidos prerracionales como ambivalente territorio pulsional (que es patrimonio exclusivo de solo una corporeidad sintiente) para poder volver, sucesivamente, a la reconstitución de mi propio ser sociorracional; un retornar para poder otra vez volver que supone, finalmente, una suerte de desdoblamiento fisiológico opróbicamente apuntalado: es el Homo sacer como sostén fisiocorpóreo inmóvil lo que deja tras de sí el ímpetu reconstituyente del yo sociorracional.

No queda más remedio, pues, que enfocar la antropología sedentaria a partir, en realidad, de la neurología humana tal como entiende esta A. Damasio. Es decir, que es la organización fisiológico-somatosensorial del ser humano lo que acaba por regir, en realidad, la funcionalidad sedentaria. Así, no tenemos más opción que entender dicha funcionalidad como un dispositivo de dicotómica suspensión entre las partes, siendo la definición de una la oposición que supone finalmente la otra. Y como elemento extrínsecamente central se erige el cuerpo sensorial humano en fuerza a un mismo tiempo rectora, a la vez que periférica.

No cabe duda, entonces, que lo fisiocorpóreo (lo corporal y su capacidad sensorio-emocional preconsciente y antesocial) ejercerá un efecto de estímulo y titilación de carácter remoto, sobre la otra parte sociorracional y culturalmente central: de hecho se puede efectivamente entender buena parte de la capacidad nuestra para sentir vergüenza y atemorizarnos, por ejemplo, ante solamente imágenes como experiencia estrictamente sensoria, pero que contenga un foco para nosotros opróbicamente pertinente, como efectivamente una necesidad técnica en realidad de los contornos antropológicos sedentarios (que esto de vivificarnos sensoriomoralmente, si bien es patrimonio en algunos aspectos universal, es también al mismo tiempo indiviudalísmo, sin duda.) Y el que este planteamiento digamos bipartida de la individualidad antropológico sea una cosa hoy en día bastante consolidada -digo como concepto que se maneja técnicamente-, señalamos en general al así llamado neurocapitalismo o economía de la atención, que, evidentemente, busca incidir sobre el yo sociorracional del consumidor (en cuanto posibles decisiones después conscientes y consumistas), pero a través de la sensorialidad aun no racionalmente consciente; y que este mismo conocimiento -técnicamente disponible y puesto hoy en práctica, pero aun poco entendido culturalmente- se extiende también a negocios tan importantes hoy como Facebook, que es algo así como una artimaña de presión que se ejerce (o se pretende ejercer) ni más ni menos, sobre nuestro propio e íntimo autorreflejo social.

De manera que parecería ya posible entender el cuerpo en tanto delimitación física limitada frente en el contexto antropológico de lo sedentario, como en realidad baza de la que sacará partida la fisiología opróbica nuestra, para precisamente ir más allá -paradójicamente- del tejido físico de su propio sostén material, pues no ha habido, parece, otra manera de reconciliar la fisiología humana originalmente nómada con la aparición neolítica de la agricultura. Pero eso sí, siempre que nuestra fe en lo colectivamente consabido y todo aquello que damos por real y verdadero (que impera sin duda sobre nosotros como el porqué mismo de nuestro ser social) se mantenga férreamente ambigua, sin que surja ninguna peligrosa revelación inexorable; o mejor dicho, que dichas revelaciones amenacen con surgir -o que surjan, de hecho al abur de la titilación y efervescencia moral de toda cultura- mas nunca de forma que exceda la posibilidad de volver a enterrarlas después en la misma ambigüedad anterior. De ello depende la estabilidad fisosemiótica, finalmente socioeconómica, de la antropología sedentaria.

La nuda vida fisiológico-corporal, y el catolicismo

Parecería acertada, en principio, la lógica del cura que alguna vez recordara al feligrés afligido -o afligida- eso de que su verdadera naturaleza es la del pecado, que por eso y siendo así, se nos abre camino al padre; es decir que una parte es para justificar sosteniendo la otra, y que si bien podemos naturalmente incidir sobre nuestra propia naturaleza inferior (o sea, esa que compartimos como seres vivos con las bestias), no conviene en ningún caso eliminarla del todo, si tal cosa en verdad pudiera hacerse. O sea, esta lógica que concilia dos ámbitos diferentes constituye asimismo una forma de tolerancia implícita respecto el cuerpo humano y su sensorialidad (para con el dolor, por ejemplo). De hecho, en cierto sentido contrario a la dirección misma de la cultura, el catolicismo realza el cuerpo, -como imagen-, por encima de la urdimbre sociorracional en su conjunto; mas, solo como imagen y, además, a través exclusivamente de  la victimización del Cristo crucificado corporal y manierista como, en realidad, su paradójica eminencia. Con lo que todo ímpetu cultural que de por sí ya se aleja fisiorracionalmente de lo corporal (porque erige sobre ello una relevancia opróbica y su semiótica también obligada para el individuo perteneciente) queda como contrarrestado por el permanente y sensorio recordatorio, visceralmente entendido como tal, de que la corporalidad humana es la verdadera piedra angular de experiencia colectiva (la que es, a su vez, el único locus posible de individualidad en tanto sociorracional).

Pero este punto, comparativamente, parece de crucial diferencia respecto del protestantismo que, en general, tiende hacia la intensidad de ejercicio moral que quizá resuelva mejor obviando de esta manera, lo que en realidad es una profunda desconfianza -y miedo- respecto, en general, lo corporal y su entidad sensorio-emocional (por no mencionar lo libidinal, claro está). Porque la sensorialidad humana respecto el artificio un tanto ilusorio de nuestra propia agencia de imposición sobre las cosas de toda índole, siempre supone una especie de desafío y afrenta; sin embargo, lo crucial es estar en posesión de algo así como una humildad también sensoria, cosa que parecería que efectivamente logra el catolicismo a través del tratamiento en parte icónico, exclusivamente sensorio, que dispensa a su grey. Y esto frente a una falsa ilusión puritana de poder de imposición , a toda costa, de parte del sujeto cognitivo protestante de cartón, siempre y obsesivamente en alza respecto exclusivamente de su vitalidad propia, ante todo, y quien, por consiguiente, apenas tolera la intrusión de la contingencia de su propia sensorialidad (intrusión que suele autocastigar severamente en su interior como reflexión de conciencia, pero de forma aun más destructiva e inmisericorde respecto a los demás). Esto es algo así como la semilla, en realidad, de toda ralea de fanatismo de origen religioso, tanto de parte de un catolicismo cerril (o históricamente contrarreformista y anti Protestante), como de parte del judaísmo más alucinatorio en su propia ortodoxia, como también respecto del yihadismo:  para todos ellos siempre el pa(c)to lo tiene que pagar el cuerpo, el tuyo o el mío propio (y esto de forma finalmente indistinta). 

La nuda vida fisiológico-corporal, y el posmodernismo cultural

Como ya indicamos, parece evidente que siempre será bienvenido respecto al antropología agraria todo aflojamiento posible entre la racionalidad social de obligación opróbica, y la vivificación fisiológico-sensoria en sí y de por sí: estructuralmente crucial debe considerarse esto por cuanto la antropología sedentaria acomoda de esta manera (pero al albur de la extrema variedad idiosincrásica de grupos humanos reales históricos) una fisiología nómada anterior y solo de incorporación estructural reciente (es de suponer a partir de periodo neolítico); es decir, que la aparición del individuo sociorracional que está hecho como si dijéramos para participar de la vida nueva sedentaria pero moralizada de forma más fisiológica que en realidad física, parecería en realidad corresponder a un nuevo estado agrario (que ya no puede contar de la misma manera que antes con el desplazamiento físico) que acaba por imponerse sobre la organización fisiogrupal humana. En este sentido, y como ya indicamos también, la experiencia estética en todas sus formas, no solo la religión y arte, sino también el miedo -incluso el horrror- acaban por aprovecharse en el mantenimiento de la reconstitución sociorracional, lo que en verdad ampara el universo humano, por cuanto la vivificación sensorio-metabólica -cuanto más intensa mejor- es aquello que precisamente conduce a la nuevamente reconstitiuda, siempre reforzada centralidad cultural de lo sociorracional en sí.

En este sentido sirva de ejemplo de la historia contemporánea no solo occidental, sino en realidad mundial, la trayectoria a partir del año 1950 de la música popular –pop– (y sus antecedentes seguramente respecto de los años 30 y 40). Pero ¿qué significado puede tener, respecto múltiples procesos culturales diferentes (en cuanto ámbitos culturales distintos alrededor del mundo que se dejaron influir solo parcialmente por tendencias musicales comunes) una música que, poco a poco, se va prescindiendo en algún grado de la rigidez tradcional particular? Evidentemente, la música popular contempórena solo tiene sentido estructural, resepcto de espacios de base agraria que se lanzan al cuace de su propia vivficación sensorio-metabólica en un tiempo más fisiológica que en realidad física. Pues no cabe duda de que la cultivación popular de la música pop (en todos sus distintos grados de calidad e índole de usos sociales posibles) abarca una gran variedad de vivencias emocionales (en verdad a veces de una extrema violencia fisiológica, caso por ejemplo del heavy metal), mas no implican consecuencia alguna física (y por tanto en realidad moral) directa.

En cambio ¿puede la estética ser la muerte de la ética? Sin duda, si el espacio de aflojamiento entre la vivificación estrictamente sensorio-metabólica y lo sociorracional se agranda hasta el punto de que la experiencia sensorio-emocional y metabólica ya no contribuye a la reconstitución sociorracional, sino que aquella se erige en su propia digamos mentira fisiológica, como un hedonismo desbocado que ya no se sujeta ni crípticamente por ninguna geometría posiblemente social y opróbica de los cuerpos. Y llegado a ese punto decimos que la calidad de individualidad sociorracional disponible para los seres humanos pertenecientes, respecto de una experiencia cultural determinado, se ha rebajado, a la espera de una nueva, inminente, corrección estructural, bien porque el grupo en su conjunto acabará enfrentándose a alguna forma de intolerable peligro corporal, o bien porque posiblemente otras formas de anomia nuevamente transgresoras volverán a aparecer. Y, además, está el aburrimiento que, respecto de todas aquellas rutinas que veamos demasiado bien que ya no significan en realidad nada, deviene en losa para nosotros granítica. 

La nuda vida fisiológico-corporal, y los derechos humanos

Partimos de la concepción exclusivamente contemporánea de la formalización de los derechos humanos en tanto declaración universal de 1948, como los pactos internacionales de derechos humanos del año 1966, para hacer notar que a pesar de proceder de una herencia jurídico-cultural concreta, pueden concebirse a la manera de una versión perfectamente laica del mismo artificio católico ya comentado: esto es, que la conceptualización del corporalidad individual y su sensorialidad más singular e intransferible, se pretende realzar por encima de, para así de alguna manera señorearse sobre, el armazón cultural en su conjunto. Y así, se recrea un mismo dispositivo formal, si bien de forma ahora intelectual y no tanto icónico, que sirve en ambos casos a un mismo fin técnico: inmovilizar y, en algún grado, mantener en jaque al ímpetu ya de por sí descorporeizante que está en el fundamento universal de todo proceso antropológico-cultural. Porque, como ya hemos apuntado, la elevación de parte de un colectivo sobre sus propias circunstancias físico-materiales, como tiende ya hacia la sustitución sensorio-metabólica de lo físico, no está nunca totalmente inmune a su propio digamos despeñamiento estructural, pudiendo excederse precisamente respecto a unos limites reales que los procesos culturales, en tanto el lujo que son, solo desplazan a una periferia técnica (a modo del sacer de Agamben), mas nunca de forma definitiva. Pues no hay otra manera de resolver la paradoja esencial antropológica, la de que sea el cuerpo en este sentido desplazado, la fuerza en realidad regidora de la experiencia sociorracional y colectiva; y cuando, al mismo tiempo, los grupos humanos no logran permanecer en el tiempo de su propia fisiología opróbica si no remontan en este sentido también técnico el cuerpo físico singular de cada uno.

Las dos libertades humanas

La libertad debe conceptualizarse ante todo a un nivel fisiocorpóreo y en tanto el paso primero respecto el dispositivo ulterior que es la reconstitución sociorracional del individuo. Una libertad primaria en este sentido fisiológico que garantiza el caractér fisiorracional del sujeto cognitivo en su propia agencia vital: un sujeto, pues, que, en tanto libre, esté disponible, mediante la sensorialdad propia, para participar de la geometría opróbica de los grupos humanos. Y como ya se ha apuntado, los grupos sobre todo sedentarios dependen de la individualidad sociorracional y opróbica como dispositivo en realidad estructural de su propia estabilidad en el tiempo agrícola que se mantiene estable precisamente por cuanto pueda vivificarse: la libertad primaria en este sentido estructural es, sin duda, uno de los mayores bienes humanos ya que es clave respecto de toda voz sociorracional, sociomoral, posible.

Pues desde siempre el cómo uno vibra sensorialmente con todo aquello que percibe no es asunto, en realidad, solo individual (o del todo individual) sino que es el grupo humano zoológico (originalmente a través, por ejemplo, del chamán) que normaliza, legitima, y codifica aquello que somos en nuestros sentidos corporales todavía no conscientes. Pues el saber, en este sentido pragmático, es el conocimiento justamente de cómo se ha de sentir uno frente a sus propias emociones una vez que se haya consagrado como el indiviudo sociorracional mínimamente conformista que somos todos en cuanto sujetos sociales pertenecientes. Pero claro, justo en el acto de la consolidación conformista mínimamente funcional en este sentido social, se abre de repente el abanico de posibilidades de transgresión frente a esa misma normativa socioemocional y estructural. Porque, a partir de este momento y más aun en el contexto de la antropología sedentaria basada en la agricultura, la misma continuación del porqué de la definición sociorracional dependerá de que se le confronte con la anomia individual frente a la cual lo sociorracional podrá volver a reconstituirse; pero, a no ser que se está inmerso un conflicto bélico intergrupal, será ahora la contingencia de la titilación moral individual (como ámbito de carácter totémico) lo que se consolidará como verdadera rubrica funcional de la civilización sedentaria. Así, el hecho ahora al menos concebible de que yo pueda transgredir los mismas normas de las que dependemos todos, supone la característica técnica más importante de la individualidad sociorracional respecto la vida sedentaria, en la que, efectivamente, vivo en la permanente duda de que si en realidad pertenezco o no al grupo propio, pues evidentemente me doy cuenta que mis propios sentidos y las emociones en mí que acarrean, desmienten continuamente que yo sea de hecho uno del grupo. He aquí la ilusión estructural angular de la antropología agrícola y el requerimiento que impone a todos nosotros de que poseamos una individualidad sociorracional: porque la libertad humana y moral se erigirá en lo sucesivo en el juego interno del yo cultural frente al cuerpo fisiosenoria como armazón en realidad antropológico-estructural de la experiencia cultural fundada en la agricultura.

Mas, el ser humano también debe aspirar a remontar su propia fisiología, pues todo contexto cultural posible se erige sobre este forma de juego potencial que tiene un especial valor funcional universal respecto los contextos humanos sedentarios: el dilema moral y después una verdadera ética (que lo es en tanto cuestiona finalmente su propia origen fisiológica y socioopróbica) se convierte en fuente de la máxima tonificación para la individualidad sedentaria, frente a una realidad física limitada que la encrucijada verdaderamente moral y ética, en su intensa y agonoziante descarga metabólica, sobrevuela llevando en volandas, como si dijéramos, la comunidad finalmente en su conjunto; es también materia combustible para todo contexto potencialmente político (como en realidad todo contorno humano-cultural), y puede graduarse en distintos niveles de, digamos, dificultad y rigor, mas siempre involucra brutalmente al individuo sociorracional de forma inexorable. De hecho, se puede decir que para eso se sociorracionaliza la individualidad fisoiocorpórea y somatosensoria, pues tal es la importancia que tiene respecto de la experiencia fisioantropológica sedentaria. Y, evidentemente, la apelación opróbica que no puede dejar de sentir el individuo perteneciente respecto el mundo humano representado, es algo así como la piedra angular de la experiencia visual contemporánea, tanto respecto del cine como la televisión.

Pero esta segunda forma de libertad, respecto de la fisiología propia frente a la cual se logra alguna distancia y cierta circunspección pasajera -en realidad como un ejercicio sensoriometabólico más entre los muchos sobre los que ya se erige la antropología agraria, si bien más refinado- ha de cultivarse como algo que de hecho exista sobre el horizonte cultural del individuo social; y no solo tiene que estar en este sentido disponible, sino que el individuo debe poder tener acceso a la posibilidad de cultivar su propia libertad en este plano más elevado.  Naturalmente esto no es siempre posible ni la antropología sedentaria puede permitir que todo el mundo vea, por ejemplo, el origen real y manipulado de las sombras sobre la pared de la cueva de Platón, sino que parecería necesaria en aras de la estabilidad colectiva en el tiempo, que la gran mayoría solo nos interactuáramos sensoriometabolicamente con las sombras (pues ese otro ámbito donde en verdad comprender estructuralmente la fisiología propia es en realidad primero antes que nada patrimonio en realidad del grupo antropológico, respecto de lo que ha de significar sociorracioionalmente esto que yo siento). Pero, sin embargo, parece, con todo, que no hay duda en cuanto a la necesidad de que toda sociedad viva al menos en la tensión de su propia elevación ética. Podemos decir, de hecho, que los contextos antropológicos más sedentarios parecen depender de ello.

 

 

 

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