
I.
Son al final aquel sitio dónde somos nosotros en nuestros pensamientos, conscientes de que efectivamente somos (según el decir más o menos parafraseado de un programa matutino de la radio española) pues no se nos está absorbiendo en ese preciso instante ningún otro estímulo sensorial ni proceso cognitivo propio. Es decir (y postulo yo), que un auténtico lugar es el sentido contrario, en que somos en nuestra experiencia sensoria que es al mismo tiempo una experiencia de sujeto moral siempre en cuerpo presente y socialmente imbricado (aunque sea en alguna clase de oposición a); porque los no lugares en realidad suponen en este sentido una enajenación de nuestra propia corporalidad moral -que incluye necesariamente la experiencia somatosensoria- pues los no lugares también han de concebirse como la intersección de dos niveles diferentes, pero en la que domina en realidad el sentido técnico-estructural del lugar sobre el nivel subordinado de la experiencia fisiosensoria individual: un no lugar no es un sitio para el cuerpo humano antropológico que solo es en el tejido de su ser, tanto corporal como neurológico-fisiológico, por cuanto esté imbricado corporal y -por tanto también- moralmente con un grupo. Un no lugar niega este aspecto precisamente de la experiencia fisioantroplógica humana puesto que se ha erigido sobre alguna clase de propósito técnico y conceptual, pero que busca precisamente dividir, básicamente controlar definiendo, al menos el sentido final de la experiencia corporal respecto de un espacio determinado; y, claro está, dicha experiencia no es ni natural ni libre en sentido antropológico precisamente porque acaba siendo un dispositivo de alguna forma de control sobre el espacio de los seres humanos y el posible sentido que su experiencia corporal, en el locus del grupo, pueda alguna vez constituir. Porque, si bien la experiencia colectiva sedentaria ha de ordenarse, evidentemente, también parece cierto que la fisiología humana está diseñada como si dijéramos, para participar en el juego opróbico del grupo, siendo en realidad solo y únicamente este último lo que puede proveer de significado nuestra experiencia.
Los centros comerciales (los mall) son el ejemplo supremo (que desarrolla Bauman en La modernidad líquida y en referencia Marc Augé) de esto, en que la experiencia de la multitud es, sin embargo, la experiencia de un ensimismamiento respecto de cada uno de nosotros en el espacio mental de nuestros anhelos consumistas; unas pulsiones dentro de un espacio fisiológico-cognitivo particular cuyo único cauce real es efectivamente el consumo, pero en ningún caso la comunicación simplemente con el otro: precisamente este aspecto es el de una anulación tajante y total, de, en realidad, la estatura mayor de sujeto cogntivo-moral pleno que aquí se rebaja, se encasilla y se obvia por mor de una suerte de delirio financiero-temporal que es, en realidad, la diacronía real, auténticamente vital, de todos nosotros (siendo por otra parte innegable que dicho orden ha proporcionado durante décadas, ciertamente, altas cuotas de comfort y, finalmente, una vigorizada complacencia como estabilidad vital más o menos generalizada).
Pero con todo, parece ser, la incógnita de cómo se resuelve la interacción social humana cuando se da, en sí y de por sí, es como si fuera un riesgo en el que los poderes fácticos no tienen ningún interés incurrir; y respecto a esto se suele esgrimir quizá el pretexto de que la planificación financiera prefiere la certeza de una diacronía predecible, o algo así, y previsiblemente a favor de la inicial inversion y las ganancias proyectadas.
Lógico, ¿no?
II.
Pero también es cierto que toda experiencia antropológica, máxime la sedentaria, solo es viable cuando el sentido ultimo de plano físico no tiene nada que ver (o que tiene más bien poco que ver) con el espacio y situación reales de los cuerpos vivos, pues puede perdurar en el tiempo reconstituido una y otra vez del contexto sedentario debido solo al sentido sociorracional ya forjado precisamente a partir de la experiencia fisiocorpórea previa, dentro de la geometría opróbica de los grupos humanos. O dicha tendencia debe entenderse como por lo menos un grado de dominio de lo sociorracional sobre la experiencia fisiológica y somatosensoria humana que no debe extenderse más allá de su propio refuerzo (esto es, del orden sociorracional) y siempre que no incida sobre la vida fisiocorpórea de tal forma que ya no puede vigorizarse lo sociorracional; porque, en ese caso, la sociorracionaliad queda establecida de forma finalmente rígida y falseada en cuanto al origen de su propia vigencia viva, que no es otro sino la fisiocorporeidad colectiva viviente y grupal.
El sentido de la experiencia física no está, finalmente, en solo el plano físico. Y si lo pensamos bien, no es probable que nadie discrepe con este aserto, pues el sentido vital de un solo individuo no puede en ningún caso servir para dar sentido total a la experiencia de otro, ni mucho menos extenderse al grupo entero. El caso es justo al revés: el sentido ya socializado del cuerpo de uno mismo es, al final, una entidad cultural en buena medida impuesta al individual; y dicho dispositivo respecto de lo que al final no es más que un orden colectivo, en cuanto una sociedad específica en el tiempo, lo llamamos socialización y también culturalización o mediatización cultural (o también tecnologías del yo, que es un termino de Foucault). Pero en todo caso, dicha imposición tiene lugar como parte en realidad de nuestra propia personalidad, puesto que no deja de ser cierto que es nuestro aparato neurológico y somatosensorial el que efectivamente constituye el yo social.
Pero, curiosamente, la interpretación de un no lugar como en realidad un estado cognitivo en que somos, momentáneamente, de un modo y de una manera por encima de nuestro propio ente fisiológico y somatosensorial (esto es, que se podría describir como momento en que somos plenamente conscientes) y que es, por otra parte, una interpretación que no tiene -creo- nada que ver con Augé (el concepto original de no lugares es suyo) ni con Bauman que se vale del concepto de Augé en la articulación de sus propias ideas; esta interpretación particular, digo, saca a colación el tema, otra vez, del Homo Sacer de Agamben: y así, como solo somos de forma consciente a posteriori respecto de la efervescencia somatosensorial y metabólica de esa otra parte nuestra, neurológica y preconsciente, no somos nunca en el instante de serlo eso que siente el cuerpo, sino que, mediante una inclusión que supone la exclusión (Agamben) siempre queda apartada una parte de la otra, siempre el yo consciente rezagado respecto del proto yo neurlógico y exclusivamente somatosenorial (Damasio).
Pero más grave aun (hasta incluso terrífico) es el hecho de que esta suerte de esquizofrenia técnica y estructural que fundamenta la experiencia humana, tanto individual como social (que es decir que lo individual en realidad solo es en tanto experiencia en realidad colectiva), hace que el verdadero motor de toda diacronía humana no tenga nada que ver -o tiene más bien poco que ver- con nuestra voz y comprensiones sociorracionales, sino que la fuerza definitoria más importante son en realidad las fuerzas e interacciones somatonseroriales que, sometidas al juego opróbico de los grupos humanos (como logos de la pertenencia o no del individuo) asientan los pilares base de toda razón y razonamiento humanos (puro o no) posteriores; fuerzas de carácter en realidad neurológicas, más fisiológicas que físicas, y que no tienen en sí mismas, ni por sí mismas, voz: precisamente por eso no existen apenas sobre el horizonte cultural humano y conceptual salvo dentro del campo académico de las neurociencias actuales, o como técnicas solo instrumentales de una manipulación mercadotecnia tipo, o bien publicitario-financiero o bien político (o en realidad y seguramente, como combinación bastante infame de ambos.)
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