La «pittura infamante» y otras formas de locomoción sedentaria

I

(2003)

La tesis de Bayly respecto los cambios del mundo pre-industrial la podemos esgrimir nosotros para apoyar la idea de cierta efervescencia “industriosa” que, aun con más ímpetu, obligó a una actividad de producción humana y, en general, cultural (provocada en parte por la progresiva imposición por todo el mundo de la palabra impresa); y que, con los adelantos técnicos del transporte marítimo, contribuyó asimismo a la progresiva homogenización mundial de los hábitos culturales. Y puesto que, al hacerse más pequeño el mundo, la aparición del otro cultural (al verse, por ejemplo, la presencia europea en cada vez más lugares del mundo) empujaría sin duda a cierta introspección identitaria propia y más o menos generalizada.

Y, entonces, la contradicción para el autor de una simultánea homogenización del mundo a la vez que el crecimiento de conflictos nacionalistas, no tiene por qué confundirnos: se está reconfigurando, podríamos decir, el mismo patrón original de la resconstitución sociorracional humana, pero en un contexto nuevo, el de la experiencia antropológica erigida como nunca antes sobre la comunicación.

Que esto se debe, en un plano causal más profundo, a la circunstancia en la que nuestra cognición, nuestra misma conciencia como individuos socializados, sigue un modo de reconstitución forjado originalmente frente un mundo nómada y pre-agrícola; en tanto la vida sedentaria impone otro tipo de relación entre nostros y nuestra propia experiencia fisiológica, resulta necesario servirse de ámbitos semióticos cada vez más amplios, que permiten la vivificación sensoria-metabólica rebasando el espacio físico-material de los cuerpos (ahora más inmóviles durante más tiempo).

Y, de forma somera, puede inferirse todo lo dicho respecto la experienica cultural, por ejemplo, de la Grecia clásica, que según el analyisis de Bruno Snell1 o el mismo Nietzsche, ya contiene en sí mismo los contornos ensenciales de nuestro propio modo sedentario de sostenimiento antropológico.

Pero en el mundo global -por primera vez en un sentido contemporáneo- que describe Bayly respecto el mundo pre-industrial en torno al año 1770, parecería necesario volver a diferenciarse nuevamente, pues incluso desde el mundo animal (las aves alineadas sobre un tendido telegráfico en posición equidistante exacta los unos respecto a los otros, que observara Konrad Lornez, por ejemplo), la pertenencia a un colectivo, que es sin duda la artimaña de supervivencia evolutiva por excelencia, nunca ha sido a costa de la afirmación vital del individuo, sino, al contrario, la pertenencia en el mundo vivo del individuo a la colectividad es siempre un pertenecer desafiando, pues no parecería haber algo más feroz que la voluntad precisamente individual de perdurar, cosa que los grupos biológicos no buscan suprimir sino explotar.

Argumentamos, en efecto, que la natural tendencia a la escisión entre la vivificación sensoriometabólica del sujeto homeostático, frente a la reconstitución de nuestra propia conciencia sociorracional (esto que está marcado ni más ni menos que por la organziación neurocognitiva y sociobiológica no solo humana, sino de muchas otras seres vivos) debe concebirse como un constante respecto la progresión humana en el tiempo, y dado que es la aparición de la antropología agraria de hace unos 11,000 años lo que ralentizará aún más la mayoría de las fuerzas de selección natural que podamos considerar relevantes para los cambios evolutivos: volvemos a reiterar el planteamiento base de este conjunto de textos que entiende la antropología dependiente en la agriculutra como fundamentalmente incompatible con la evolución biológica, puesto que los grupos humanos asentados no tienen más remedio que incorporar el dolor al proceso de su propio refuerzo identitario; porque el dolor provocado por el espectáculo del sufrimiento del otro pertenciente, deviene en el reclamo más importante de un sentido moral-racional al que puede aferrarse el grupo en sí.

Se entendería, por tanto, la elevación moral-racional inherente a la experiencia sedentaria como, en realidad, una exigencia -una urgencia- tipo estructural de la misma, y puesto que no cabe difuminar la hibris emocional del sujeto homeostático en el andar mismo sino “invertirla” en la consecución de un sentido moral-racional, en tanto operatividad normativa de carácter dóxico del amparo que supone el grupo en sí. Naturalmente, como corolario lógico, se requiere el dasarrollo de espacios de vivificación sensoriometabólica que defieran en algún grado las consecuencias directamente corporales de la emotividad humana: el desarrollo de mayor cuaces semióticos (la plasmación conceptual de espacios no corpóreas y «de ficción» no susceptibles de contradecirse; el lenguaje escrito y, después, los nuevos sostenes gráficos) constituye la permanente e inexorable dirección a la que está abocada la progresión sedentaria (“cultural” a secas, y tal como la concocemos).

De manera que, durante el periodo que trata el autor, proponemos un proceso de totematización mundial respecto una imagén nueva del ser humano (lo que también implica una “nueva” subjetivdad) que paulatinamente se iría extendiendo al abur de las nuevas formas de comunicación, la impresa conjuntamente con la marítima, inicialmente, para luego adherirse a los nuevos contextos fisiológicos-semióticos del capitalismo más o menos contemporáneo y la proyección consumista del inviduo que lo fundamenta.

Es decir, parecería que toda funcionalidad sedentaria remite finalmente a alguna clase de imperio de la imagen y bajo la cual el individuo homeostático se encuentra ante el dilema de su propia vivificación sensoriomoral y metabólica, en tanto se conforme o no con la socio-normatividad del momento: pero en la voragine opróbica que padecemos todo cuerpo perteneciente ante la (falsa) duda de nuestro propio pertenecer, ahí es donde la vida sendentaria ha procurado siempre su mayor punto de apoyo.

Y, frente a esa imagenes, somos ante todo en el drama metabólico de nuestra propia intimidad homeostatica: evidentemente, se nos ha de proporicionar un cauce en donde, aunque sea mínimamente, seamos libres (y al menos metabólicamente) de definirnos un sentido u otro, y en tanto salida más fisiológica que corporal a la emotivad propia. Argumentos que el periodo de la historia mundial que trata el autor supone la consolidación precisamente en este sentido de este cierto contexto fisiológico-semiótico que es tambien, en esencia, el nuestro.

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Bruno Snell, The Discovery of the Mind (1946; traducción al inglés, 1953)