Realizar la imagen: aproximación «fisioantropológica» al Tao

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La vacuidad neurológica y el orden humano constituyente

Porque parecería de gran importancia una visión filosófica o estructural respecto la ecisión base que hay entre nuestra energía y emotividad vitales (un estar somatosensorio, homeostático, de carácter íntimo y prerreflexivo) frente a la reconstitución de nuestro yo público y culturalmente racional (o sea, el ser finalmente categorial, colectivamente comprehensible). De manera que tácitamente hemos de concebir al centro de todo -tal como postula el Tao- un espacio en el que efectuar dicho proceso sociofisiológico en sí, pero respecto el agregado humano de las generaciones en el tiempo presente y ante el contexto material de su propio transcurrir corporal y colectivo.

Pues la otrora natural selección de la evolución de la especie ha tirado precisamente por este camino, el que convierte el ser socio-racional de la consciencia humana nuevamente emergida, en un parapeto grupal -de replicación fisiológica normativizada obligada- que pone a buen recaudo, precisamente, la nuda corporalidad de cada uno.

Y, lógicamente, este dispostivo universal humano (de origen en realidad anterior) se basa en el vacío como necesario contexto en el que efectuarse, una y otra vez (de forma incesante en su vertiente agregada); proceso que se sostiene en la misma vacuidad neurológica (neural y somatosensoria) de donde procede ex nihilo nuestro propio sentido interoceptivo corporal.

Pero han sido las contingencias históricas y evolutivas la fuerza que hizo que el locus real de la pertenencia grupal también se consolidara universalmente sobre el mismo eje vacío: de ahí que se justifique, y sea necesario entender, la construcción de sentido humano y cultural como erigida sobre la piedra angular de lo propiciatorio.

Pues no hay más principio posible, en vista de la circunstancias, que una cierta violencia de la impresión sensoria indiviudal cuya pauta se repitirá sobre el plano colectivo, que ha de seguir sosteniéndose igualmente sobre la violencia de la impronta sensoria a marchamartillo, dado que no hay más asideros dónde agarrarnos como grupos, si bien una vez materializada la violencia, quedamos mortificados y, a través de la catársis, enfilados como grupos culturales provistos, ahora sí y por un tiempo nuevo, de una referencia y de un sentido -y de lo más serio-; un gurpo cultural, además, que está a partir de entonces sobreaviso respecto, precisamente (y paradójicamente), la capacidad destructiva de la violencia–en tanto grupo humano y cultural cuya continuación en el tiempo queda, de ahí en adelante, tácitamente en tela juicio en el sentir más visceral, precisamente, de los sujetos socio-homeostáticos-.

Pero una mecánica de los grupos humanos así comprendida obliga hablar de las imágenes como la argamasa efectiva de esta suerte de matriz metabólica que se establece sobre el yunque colectivo de la pertenencia individual; una matriz incorpórea en tanto que ampara envolviendo y apartando, precisamente, la nuda corporalidad singular de cada uno (defieriéndola y parapetándola para blindarla pasajeramente frente a la dureza inmisercorde del espacio físico-material en sí). Y es solo de forma metabólica (en nuestra emotividad más visceral y homeostática) que podemos habitar efectivamente el espacio moral real que se le brinda al sujeto perteneciente sedentario.

Pero se trata de un espacio incorpóreo al que, sin embargo, solo se accede a partir de un cuerpo singular: el cáracter propiciatorio del sentido humano (que se funda precisamente ex nihilo apartir de nuestra imposición simplemente vital) precisa de las imágenes para rebasar el problema colectivo que supone todo cuerpo singular. Y nuestro violento ímpetu por ser (en la consecución incesante del confort homeostático en todas sus formas) se abre entonces en dos vertientes diferentes a la vez que inseparables, la de la frenética consumación de la imagen (en términos de un tiempo fisiológico vivificador y fugaz) por una parte, frente a la consumación diacrónica, directamente molecular de los cuerpos sedentarios que, auxliados por los altibajos sobre todo sensoriohomeostáticos, disfrutan en realidad de una (secreta) planicidad existencial necesariamente consustancial a la antropología sedentaria.

Porque, como insiste el Tao, las imágenes no se acaban de consumir nunca, si uno se lo piensa (solo permanece, finalmente, lo semióitco sería otra forma de expresarlo). Aunque esto sería solo relativo a la experiencia sensorio-ocular de una nueva generación de sujetos socio-homeostáticos en tanto cuerpos pertencientes en todo tiempo cultural histórico, claro está.

De manera que cabe concebir la vida cultural y sedenatria como una efectiva realización de la imagen, en tanto oportunidad fisológica y vital que supone la vida misma de cada uno y que se procura a todo sujeto perteneciente (sin calificar, en principio, cualquer sentido real o moral que acabe teniendo toda vida singular). En cambio, es precisamente el deterioro y desvanecimiento real de todo lo vivo en la otra vertienete críptica del armazón antropológico sedentario -o sea, la de los cuerpos reales- lo que se ha de mantener a raya, como si dijeramos, en su sitio subalterno a la vez que (secretemente) regidor.

Paradojas de la vacuidad neurológica y el sentido propiciatorio humano que de ella se deriva.

(Hasta en la China)