La opacidad antropológica revisada (pero no revelada)

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Respecto de los seres vivos con sistema nervioso, todo agrupamiento vital constituye una realidad más fisiológica que corporal, puesto que los grupos vivientes de las especies se asientan en su unicidad colectiva sobre la singularidad física de cada individuo perteneciente: todo orden, entidad o identidad compartidos, por tanto, se consolidan de la única manera que esto es anatómicamente concebible, esto es, a través de la vivificación sensorio-homeostática individual, rebasando en buena medida lo estrictamente corpóreo.

Y en tanto esto es así, en las raíces técnicas de los grupos humanos se vuelve perentorio concebir un dispositivo socio-homeostático por medio del cual los grupos parapetan el cuerpo humano, embutiéndolo, como si dijéramos, en un traje culturalmente definido y de forja dopaminérgica a través, en lo esencial y más primario, de la coacción socio-moral que acarrea sobre su propio organismo todo individuo perteneciente.

De tal manera que toda identidad individual (cultural y socializada) conlleva necesariamente un elemento fundacional de opacidad, y puesto que la vivificación socio-homeostática individual, si bien contribuye a la emergencia del yo socio-racional (como ese ámbito psíquico de naturaleza íntima e interna a nosotros que muy posiblemente pudiera entenderse como recurso dopaminérgico de lo más significativo), también oculta, reubicando a un plano críptico el punto de inicio corporal de cada uno de nosotros. Pues como insumo de una anterioridad corporal y preconsciente hemos de entender el yo racional en su calidad emergida a partir del armazón neurológico y socio-homeostático que sostiene el grupo, frente a la experiencia vivencial real e histórica del mismo.

Y en la medida que podemos participar de los resortes dopaminérgicos y socio-cognitivos que es el ser que nos ofrece nuestra propia antropología cultural, somos también y en el mismo momento, ese cuerpo-sostén postergado y enmudecido de un estar anterior que espera, a partir de entonces, estímulos nuevos que abocarán tambien, sucesivamente, a futuras reconstituciones socio-homeostáticas.

Distintos tipos de opacidad

Cualquier aserto que se haga respecto cualquier objeto o fenómeno que no puede comprobarse (porque el hacerlo queda más allá de la posibilidad humana inmediata), puede adquerir, sin embargo, una utilidad estrctural de la mayor importancia: al extenderse colectivamente la autoridad socialmente legitimada de dichos asertos, el hecho de que no puedan contradecirse abrirá un espacio dopaminérgico de la coacción psíquica individual en donde los individuos pertenecientes podemos ejercitar cierto poder íntimo respecto, en realidad, nuestra propia experiencia sonsorio-emotiva. Pues en función del conjunto de los asertos que constituyen lo culturalmente consabido según lo cual nos hemos de regir y medir en tanto sujetos sociales pertencientes, en todo momento podemos o bien volcarnos en nuestras emociones, o bien rechazarlas en nuestro afán vital por no incurrir el oprobio de los otros; y podemos también empeñarnos en ignorar nuestras emociones o cabe, por supuesto, la opción del disimulo. Pero, crucialmente, es la calidad opaca y no sujeta a la contradicción respecto de toda lógica cultural lo que estabiliza y, en alguna medida, protege la interacción cultural y comunicativa humana respecto un determinado locus socio-homeostático culturalmente particular, al mantener y resaltar la importancia estructural del perspectivismo fisiológico de cada uno.

A partir de nuestra limitación-definición corporal y amparados por lo ambiguo y lo no definitivamente defindo de toda realidad cultural, tenemos a nuestra disposición la oportunidad sobre todo metabólica -dopaminérgica- de definirnos moralmente en tanto cuerpos pertencientes. De tal manera que el libre aldedrío humano, bien escrutinado y entendido en su vertiente socio-fisiológica, deviene en recurso basal de los grupos humanos (máxime los sedentarios), frente a lo socialmente consabido y dóxico.

Se sigue de ello, como corolario, que cualquier cambio sobrevenido respecto del saber cultural consabido (todo aquello que un grupo antropológico considera que es) implica la necesidad asimismo crucial de reorganizar los espacios morales y dopaminérgicos que los cuerpos han de poder valerse, dentro de la consumación longeva de la vida simplemente orgánica. Porque en un sentido técnico y dado que el ser racional es, en realidad, algo así como la metamorfosis colectivo de un estar singular anterior y preconsciente, el pa(c)to colectivo y cultural sobre el que se asienta la experiencia sociorracional lo paga, en efecto, la corporalidad nuestra, aquello que por mor de la funcionaliad del grupo, ha de permancer en la perifieria del claro del bosque que consituye (es decir metafóricamente) el yo socializado.

Y fíjese si no es opaco el asunto, y hasta un tanto desagradable, que la expresión en español (por lo visto también en portugués) pagar el pato esconde trás una imaginería como infantil lo que remite, en realidad, a algo profundamente inquietante para nosotros como son los conceptos de chivo expiatorio, vícitma propiciatoria o el matiz de odio particularmente siniestro que denota el vocablo oprobio (aparte de la expresión más suave de pagano). Pues es sobre una exclusión, o bien una aprendida autocoacción en el individuo, lo que consitituye toda unanimidad cultural en cualquier sentido: desde una óptica cognitiva parecería que nuestra propia consciencia en tanto sujeto socio-homeostático, es también otro elemento más, simplemente, de dicha unanimidad cultural y antropológica (lo que incluye, naturalmente, una creativa rebeldía personal potencial en cualquier sentido).

Pero, sin embargo, los grupos humanos se equipan de espacios dopaminérgicos auxiliares a partir de esta suerte de volencia fundadora para, precisamente, sobrellevar la exclusión original (que es, al mismo tiempo, punto de arranque moral nuestro). Los mitos deben considerarse (como así lo hace René Girard2) una continuación de una misma trayectoria constante respecto de la evolución cultural humana: lo propiciatorio puede, en efecto, atemperarse en tanto necesidad de cuerpos ajenos y sustitutorios convirtiéndose en una proyección de naturaleza narrativa (o sea que también dopaminérgica) que rebasa, por fin, lo exclusivamente corporal. Y es que puede argumentarse que este uso del lenguaje humano en sí -y previo incluso a la agricultura- en tanto dispositivo de deflexión o evasión del encontronazo entre los cuerpos pertenecientes del mismo grupo cultural, constituye en sí mismo la maniobra más importante de rentabilizar la paradoja de la racionalidad humana, que solo existe en tanto en cuanto se apoya sobre un espacio críptico de los cuerpos pre-conscientes y respecto del cual nuestro ser racional es, en realidad, un apéndice.

Que es decir que la ecisión que constituye nuestra propia consciencia emergida (a partir de un armazón neurológico y somatosensorio que se queda de alguna manera y momentáneamente rezagado en aras de su imbricación socio-homeostática), obligará a todo tiempo cultural posterior a replicar este patrón bipartido base. En este sentido, la religión formal sedentaria crea espacios dopaminérgicos a partir de la opacidad conceptual (a diferencias de las antropologías dependientes en mayor grado de lo directamente proxémico): porque consustanciales a la antropología agraria plena, los credos formales se apoyan, como tendencia histórica objetiva, en el lenguaje escrito. Y a igual que cualquier otro espacio colectivo, los asertos lógicos de lo consabido -pero cuya autoridad última permanence ahora en los textos sagrados y su interpretación- no pueden alterarase fácilmente, lo que actúa para salvaguardar la estabilidad base fisioantroplógica.

Y pudiera ser particularmente importante la antropomorfización de las divinidades (frente a las fuerzas mágicas “paganas”) que coincide, por lo visto, con la consolidación de la antropología agraria (debido muy posiblemente a que se vuelven estructuralmente imperiosos modelos corporales de acción humana, como espacios dopaminérgicos auxiliares por cuyos cuaces logran los contextos sedentarios acomodar un dispostivo socio-homeostático surgido evolutivamente a partir del nomadismo: particulamente importante en este sentido sería la paulatina consolidación histórica de formas espirituales tendentes, o al menos parcialmente, al monoteísmo).

Y es que la cuestión fáctica más importante dentro de la antropología sedentaria es qué hacer con el cuerpo expulsado (en tanto un estar individual postergado a favor del ser sociorracional emergido): evidentemente, la obligación de vivir de alguna manera de la obra vital de cada uno (como labor, trabajo o quehacer personales) constituye también un hecho consustancial a la antropología agaria de caráctar para nostoros bastante impenetrable en tanto que solo estucturalmente parecería tener su fudamento lógico de ser. Es decir, el porqué del trabajo, al menos desde la óptica de la antropología agraria no parece poder resumirse en una cuestión de superviviencia simplemente existencial, sino que resulta evidente que, como sistema humano en el tiempo, lo sedentario no se sostendría sin una dedicación plena por parte de cada persona a una actividad que solo parcialmente cumple con una necesidad de tipo económica: el qué puede ser cualquier otro factor real en ese sentido es cuestion para nosotros, evidemente, opaca.

Pero tanto en un caso como en el otro, respecto al nomadismo como la antropología agraria, el elemento opaco (críptico es otra forma de decirlo) es la singularidad corporal de cada uno que la funcionalidad colectiva y dopaminérgica subordina, si bien los contextos sedentarios han de valerse de la ampliación del espacio semiótico (a través de una mayor complejidad ritual respecto a lo proxémico, o bien a través del lenguaje finalmente escrito). Esto es, el mayor desarollo semiótico-simbólico es asimismo la ampliación potencial de espacios dopaminérgicos de los que depende la experiencia humana sedentaria.

Es decir, la religión ahonda la fundación epistémica de la experiencia humana al poder trasladar la vida moral y dopaminérgica a un espacio que, si bien parte del cuerpo humano, rebasa casi por completo el plano corporal y proxémico. Sin embargo, dicho cauce epistémico, de forma paradójica, va minando la necesaria opacidad sobre la que se asientan los grupos humanos en tanto dispositivos -tanto nómadas como sedentarios- que crean espacios de integración individual (la reconstitución misma del yo socializado). O sea, una vez que se abra la caja de la episteme (o la de Pandora, si se quiere; pero lo mismo da, en realidad, Prometeo que Ícaro, entre seguramente muchos otros y otras), entramos en otro dispostivo estructural histórico, el que opone el descubrimiento en todo sentido (espiritual, filosófiico, pero sobre todo tecnológico, evidentemente) a la estabilidad cultural y dóxica ya consabida: cabe incluso postular este dispostivo como el juego estructural más importante de las antropologías sedentarias basadas en el texto escrito, pues a través de la tragedia (por cuanto incesantemente repetida) de esta oposición dicatómica entre episteme y doxa, queda efectivamente establecido uno de los quehaceres sedentarios recurrentes de mayor rendimiento digamos dopaminérgico, en tanto el suprema dilema moral humano, el que trata de acarrear sobre nuestros hombros racionales el problema de la capacidad autodestructiva de la cultura en sí; una cultura que, a través del tiempo de su propia evolución social y dóxica, logra engendrar un saber epistémico que, sin embargo, supone acto seguido la ameneza potencialmente mortal y definitiva para con la misma matriz cultural y dóxica orginal.

El positivismo como opacidad

El positivismo cultural (a partir de digamos del siglo XIX) reordena su dependencia no tanto en asertos mitológicos sino en la calidad hipotética de toda posición científica en sí. Pero el que toda verdad haya de demostrarse, implica que la cultura contemporánea y positivista se asentará sobre una nueva forma de opacidad, no mitológica sino de tipo técnico por cuanto tentativa hasta nuevos descubrimientos.

Aunque, a efectos prácticos, esto introduce un mecanismo en esencia crediticio (en tanto credo positivista que hemos de sostener como seres hoy en día racionales, si bien no tenemos forma real de saber a partir de la confirmación real de casi nada de lo que nos rodea y a lo que damos por empíricamente sentado). En este sentido, se entiende el dispostivo que describe muy claramente Ulrich Beck en La sociedad del reisgo (1986), cuyo mecanismo central se basa en un necesario conocimiento técnico mínimo por parte del sujeto homeostático (respecto cualquier enfermedad, proceso climatológico, accidente industrial o mal social endémico que como sociedad nos acechan); porque, sin el concocimiento mínimo que se tiene que aprender (que por lo general ha sido interesante e intelectualmente nutritivo, sin duda) el recurso dopaminérgico en forma de un miedo barruntado -y en apariencia racional- que ofrece este dispostivo, no puede aprovecharse estructualmente.

Aunque, claro, habría que preguntarse hasta dónde llega en el arbol ascendente de la ciencia esta forma de tratamiento, en realidad, antropológica de la información: porque sea lo que sea el valor cientifícamente comprobado de los datos, se trata en primer lugar de una cuestion (otra vez) de un orden sedentario que se estabiliza, en realidad, sobre los límites de su propio ímpetu epistémico. Es decir, de nuevo vemos que nos auxiliamos como estructuras antropologicas en un cierto grado de opacidad respecto a estas cuestiones, pues solo a partir de entonces tienen garantizados en el tiempo de su propia estabilidad multiples contextos industrial-financieros (y los entornos académicos-escolares y humanos que de ellos, a su vez, depende la sociedad consumista en general).

Pero, claro, el tema de qué es cientificamente real resulta que es en sí misma, hoy en día, en asunto en realidad opaco, pues mientras que se nos informa de ciertos avances parecen que infatigables de la ciencia y la tecnología, las cuestiones colectivamente más importantes están como protegidas por la política misma en tanto posiciones más bien ideológicas que uno puede apoyar o no (lo del cambio climático, por ejemplo); o sea, de nuevo la opacidad de facto de las cosas, al actuar como una forma de estabilidad, nos permite ejercitarnos en nuestra propia vitalidad dopamingérgica (y esto furiosamente, si nos da por ahí) sin que sea necesario que nos preocupemos apenas mínimamente por las conscuencias de nuestras propias emociones (porque social y políticamente no las hay, en efecto).

(O va a ser mejor quizá que no nos preguntemos nada en este sentido: déjese opaco pues)

Respecto del posmodernismo

Es evidente que se trata, simplemente, de una nueva ampliación histórica de la opacidad, en tanto que la otrora dura racionalidad de ataño se ha vuelto blanda, lo que abre (esto inicialmente de forma muy postiva para todos) múltiples espacios dopaminérgicos de contemplación ética e intelectual de gran valor sobre todo estructural y en tanto recurso metabólico, frente a lo sedentario. Y siempre que lo posmoderno pueda retener este aspecto auxiliar de su propia razón de ser y como contraposción crítica a lo moderno, permanecerá dentro de su propia relevancia intelectual y académica. Pero en caso de quedarse arrumbado en el ímpetu de solo su propia vivificación metabólica e impositiva, sigue proporcionado, no obstante, una gran utilidad en tanto cauce colectivo y respecto de agregados económicos y financieros de los que, en tanto contribuyen a garantizar el bienestar material de las sociedades consumidoras actuales, dependemos todos nosotros (aunque otra cuestión aparte es el valor último intelctual).

Estadios antropológicos según qué tipo de relación con lo opaco:

Opacidad proxémica (ritualista)

Opacidad mitológica

Opacidad positivista

(Opacidad actual)

“El misterio aun no resuelto de estos nuevos tiempos”3

Es decir, los nuestros de hoy en día, que para seguir constituyendo un contexto estable de proyección dopaminérgica íntima, han de seguir, cueste lo cueste, opacos en justamente este punto. Que es también decir que la opacidad apoya la proyección dopaminérgica, que es lo estructuralmente importante respecto de las antropologías sedentarias, sea como sea que se configure dicha opacidad (es decir, según cualquier momento cultural específico y respecto cualesquiera lógicas postuladas y consabidas).

Entonces, se puede hablar hoy en día de una ampliación de lo opaco dado que los recursos dopaminérgicos ya no son los mismos. Pero unos recursos dopaminérgicos disminuidos implican contextos de tipo evidentemente más aferentes: porque lo aferente parece implicar una mayor estandarización del espacio dopaminérgico en general, lo que sugiere (parece) un menor gasto respecto a un recurso dopaminérgico agregado ya de por sí menguado…

Pero ¿puede hablarse de unos recursos dopaminérgicos menguantes y el hecho lógico a que conllevaría, esto de tener que racionar por criterio técnico el gasto agregado metabólico en general humano? ¿Habríamos de entender como superior de alguna manera el carácter eferente de la cultura humana (en tanto creación impostiva humana) frente a su base estable y dóxica, pero que debido a la susodicha -e hipotética- carestía dopaminérgica no tiene actualmente otro modus operandi posible? Y ¿a qué causas reales pudiera deberse tal carestía…?

(O ¿va a ser mejor que no nos preguntemos nada en este sentido?…Permanézcase opaco pues)

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1 https://www.blogdosarafa.com.br/

2 La violencia y lo sagrado (1972)

3“Señores y criadas” Elvira Lindo. El País, 9jul22