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“Esta exigencia de orden se encuentra en la base del pensamiento que llamamos primitivo, pero solo por cuanto se encuentra en la base de todo pensamiento”...1
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Conocimiento como hedonismo, pues todo lo es dado que somos seres homeostáticos; la curiosidad y el gusto por conocer a partir del observar.
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Vivir en tanto autoimposición existencial (una violencia inicialmente positiva) es, o puede considerarse en general, otra manera más de la consecución de confort.
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Postular sobre espacios abstractos no sujetos a la contradicción, en tanto natural imposición hedonista nuestra (verdadero poder cognitivo a nuestra disposición), es también una forma de confort.
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Las postulaciones abstractas, bajo la presión coercitiva de la pertenencia que acarreamos todo sujeto homeostático, constituyen a su vez fuente de confort en tanto amparo sociorracional donde resguardarnos como miembros de un grupo. Y tanto más resistentes sean dichas postulaciones respecto toda posibilidad real de contradicción, más reconfortantes resultan.
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La (socio)racionalidad entendida como comunión dopaminérgica en realidad íntima (pues ocupa algo así como el espacio somatosensorio y emotivo interno a cada uno) entre el nudo estar corporal singular, y el ser sociorracional, se nos presenta -de forma normalmente para nosotros solo intuitiva- como el grado sumo de pertenencia posible y, por ende, de mayor confort.
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En efecto, reconforta el ser quienes somos en tanto un yo socializado (necesariamente según un tiempo y lugar culturalmente determinados), puesto que supone la facticidad de nuestra pertenencia al grupo como amparo corporal; y partir de ahí toda vivencia sensoria nueva, al actuar sobre un estar anterior, reforzará el confort sin duda identitario que se nos brinda el ser sociorracional y cultural.
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Con el paso del tiempo parecería natural que se establecieran ciclos de zozobra sensoriometabólica (actuando nuevamente sobre el estar homeostático), para así reconstituir de nuevo el ser dopaminérgico y socio-racional que a su vez, y siempre, parapetase la nuda corporalidad humana singular: la función sacra, por tanto, de la racionalidad, que envuelve el cuerpo propio en el traje digamos fisiológico de la permanencia colectiva, debe concebirse ante todo como fuerza aumentada e instrumental de la consecución del confort al nivel humano más importante que es, por fin, el de la episteme.
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Esta incorpórea pulsación del tiempo colectivo a nivel agregado que aboca al individuo al tránsito, en realidad incesante, de un punto a otro (del estar al ser, en los términos aquí planteados) puede esgrimirse como el “eje sacro” de la organización antropológica: pues lo sagrado es aquello que, por su parcial opacidad, nos une al grupo, que es decir también a nuestra propia personalidad socializada como el fundamento estructural de la misma.
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La observación insistente respecto del mundo que nos rodea y del que dependemos como grupos a través de las generaciones, siempre ha redundado, según los estudios etnográficos, en lógicas conceptuales de imposición por parte del grupo sobre el mundo percibido: pues nuestra capacidad precisamente cognitiva para imponernos en este sentido sobre espacios conceptuales no sujetos a la contradicción, se convierte en instrumento real de permanencia colectiva al permitir la unicidad colectiva por encima de la idiosincrasia singular de cada uno.
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Es decir, el plano postulado no expulsa los cuerpos sino que, en su calidad precisamente incorpórea, los acoge. De manera que resulta necesario hablar de cierta eficacia empírica2 a la que, fundamentándose en la autoridad del mundo observado, le asiste también el derecho a postular relaciones causales de cualquier tipo, siempre que no puedan contradecirse y que acaben redundando en sistemáticas referenciales según las cuáles pueden comprenderse los sujetos homeostáticos dependientes y respecto a su relación con el entorno natural.
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Evidentemente, aunque se trata en verdad de una visión sin duda empírica en tanto en cuanto se basa en la observación, las postulaciones que después se hacen a partir de dichas observaciones no pueden considerarse «científicas», sí son eficaces respecto su cometido en realidad más urgente: el del establecimiento y refuerzo de lógicas útiles al grupo y por las que todo individuo pueda regirse ante la tesitura dopaminérgica de su propia pertenencia al colectivo.
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El confort que nos proporciona el ser sujeto agente de nuestros propios actos (en tanto una forma inicialmente positiva sin duda de violencia como poder de imposición) presta una clara lógica al porqué de las postulaciones causales y abstractas: o entiéndase bien el poder del que goza el niño o la niña con las figuras humanas de juguete; relaciónese después con las taxonomanías, las clasificaciónes, y las representaciónes a escala más pequeña (mapas y maquetas), no solo las «científicas» sino respecto las de toda antropología pre-agraria y pre-tecnológica.
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No es pues la validez empírica de los asertos por parte de los grupos humanos denominados primitivos, sino su calidad sistemática y la clara diferenciación en tanto dicotomías que son capaces de establecer entre los términos propuestos (aunque dicha diferenciación esté fundamentada, al menos parcialmente, sobre las analogías y asociaciones más estrambóticas y aparentemente absurdas): la razón entendida como “primitiva” no puede permitirse no saber, tal es la urgencia original de la permanencia del grupo frente a la percibida mecánica del mundo.
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Por contraste, empieza la ciencia positivista tal y como la conocemos nostros, a partir de la separación entre lo que somos y el cómo vemos el mundo, porque en el alejarnos de la cuestión de nuestra propia suerte corporal existencial (tanto en cuanto cuerpo perteneciente como respecto al colectivo mismo que nos ampara), solo entonces cabría admitir, y como métedo profesar, el no saber.
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Pues se trata de una caracterísica universal en tanto imposición humana, porque toda forma de imposición constituye un poder respecto la consecución de confort: las conceptualizaciónes en tanto en cuanto no son de naturaleza corpórea, facultan a los sujetos homeostáticos el ejercicio individual de un cierto poder de imposición fisiológico-cognitiva respecto del mundo del que dependen como grupos; y la imposición socio-cognitiva como poder individual, no solo ayuda a evitar, inicialmente, los encontronazos entre cuerpos co-pertenecientes, sino que refuerza la resiliencia colectiva.
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Puesto que no podemos ser sino en la exclusión momentánea del estar homeostático anterior, precisamos de los preceptos culturalmente vigentes que encuadren y hagan posible dicho paso o tránsito: los grupos subsisten como tal en su capacidad precisamente de proveer al indiviudo perteneciente espacios de imposición más metabólica y de tipo dopaminérgico que corporal.
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La pertenencia es, vista desde esta óptica, la incorporización antropológica de la anomia individual; y su efectiva realización, que es la sociorracionalización, en tanto un estar homeostático anterior que se hace ser, requiere que tengamos como individuos a nuestra disposción unos preceptos lógicos compartidos (por muy imaginativos que sean respecto su interpretacion del mundo natural). La cultura, cualquiera con tal de que esté efectivamente disponible, tiene un valor verdaderamente técnico en este sentido.
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Los agrupamientos humanos (los inmediatos y los que se establecen a una escala algo mayor) precisan de modos de diferenciación entre los individuos. La pertenencia antropológica, porque hace opaca, momentáneamente, la realidad corporal múltiple (a través de una cierta “ilusión” socio-homeostática del yo), debe concebirse como una forma de pertenencia encontrada pues nos desmiente a cada paso nuestro propio ente corporal y sintiente respecto de nuestra identidad cultural compartida: y, sin embargo, nos consta -por lo general y normalmente sin el más mínimo indicio dubitativo- que somos uno de los nuestros pese a todo.
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No sorprende, por tanto, que los grupos antropológicos, al imponer sistemas de sentido busquen continuamente nuevas formas de diferenciación pues siguen sujetos a la paradoja original al que nos obliga nuestra condición corporal: pertencemos al colectivo como solución al desamparo corporal original, mas no podemos nunca renegar al mismo tiempo de nuestra condición de cuerpos expulsados.
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Es a través de la diferenciación -en tanto poder también que nos asiste- que podemos sobrellevar de alguna manera el “problema” desde la óptica racional de la pertenencia cultural que supone la unicidad colectiva erigida, sin embargo, sobre una multiplicidad de cuerpos singulares: porque somos en el acto fisiológico-cognitivo del descernimiento, siempre según una epistemología grupal-cultural particular; cuando el estar singular se encauza, efectivamente, como el ser ontológico, finalmente categorial (pese a su calidad última de constructo social).
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Así, ante las contingencias que componen todo sensorio común, nos encauzamos como sujetos homeostáticos pertenecientes según los preceptos lógicos que la cultura pone a nuestra disposción: el pertencer, por lo tanto, se configura en última instancia por vía fisiológica -quizá también dopaminérgica-, pero es la cultura que carga con la tarea de proporcionar dichos precpetos lógicos, esto es, una racionalidad al que asirnos los cuerpos expulsados que tambien somos y no dejamos nunca de ser.
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Será este estado paradójico de las cosas que se repetirá a lo largo de la experiencia antropológica estructural en tanto que se trata de la escisión base a partir un sistema nervioso que neurológicamente rige, de ahí en adelante, nuestra experiencia homeostática. Es decir, la pertenencia al nivel del ser social es asimismo y simultáneamente, la exclusión momentánea de un estar fisiológico-corporal anterior y preconsciente. Pero resulta necesario para que esta mecánica de transición de un estar hacia la emergencia del ser sociorracional sea posible y que esté disponible (y dado la importancia que tiene para los grupos humanos), que exista en abundancia del estímulo sensorio-homeostático.
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De manera que cabe entender el conjunto que es toda cultura “antropológica” tanto por el lado de las contingencias como también los perceptos lógicos; o que, dado que el denvir humano parece conllevar una natural tendencia hacia el control de las cosas y al consecuente reducción de las contingencias, habría que concebir la cultura como también agente de su propio abastecimiento sensorial, dado que la relación entre las contingencias sensorias y homeostáticas por una parte, y los perceptos lógicos sociorracionales por otra, es de una clara interdependencia mútua.
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Puede incluso argumentarse que nuestros dotes universales de curiosidad respecto al mundo que nos rodea pueden entenderse precisamente como una avidez en realidad sonsorio-cognitiva que, además de su clara ventaja evolutiva, garantiza nuevos desafíos ante todo sensoriales; o que sobre nuestra sed hoy en día de contenidos narrativos y audiovisuales se asienta, por ejemplo, buena parte de la estabilidad financiera contemporánea.
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Pero es necesario que la posibilidad de sentido se vuelva finalmente a equilibrarse en la interpretacion intelectual de las cosas. Porque los grupos solo lo son en tanto apéndices de su experiencia sensorio-homeostática y en su capacidad de imposición sociorracional (que lo racional es de hecho la comunión fundadora y reconstituyente del ser identitario que también depende, como defendemos, de la vivificación del estar socio-homeostático anterior): es precisamente en la conceptualización intelectual del mundo que observamos donde puede efectivamente existir el grupo, rebasando de esta manera la singularidad corporal para encarnarnos -paradójica y solo dopaminérgicamente- en nuestras imposiciones lógicas.
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Porque el orden y nuestra capacidad de conocerlo (o, en realidad, imponerlo como sea) es útil para el grupo en tanto herramienta de articulación colectiva y espacio donde podemos parapetarnos in corpore, pero a través de la racionalidad cultural particular: se trata, entonces, de un espacio en realidad fisiológico, y de sustancia probablemente dopaminérgica que tiene el efecto estructural de arrumbar el cuerpo de cada uno, protegiéndolo y postergándolo de alguna manera respecto espacio-tiempo real de las contingencias.
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Por todo ello, no extraña nada que una primera especialización de las funciones sociales humanas tuviera que ver con este instrumento existencial que es lo racional, y que surgiera universalmente la figura del chamán, a quien se le encargaba el mantenimiento de este ámbito técnico (si bien incorpóreo) del poder del grupo respecto su propia permanencia en el tiempo. Sabio, mago, hechicero, brujo o curandero serían todos ellos términos parecidos para referirse este primer oficio universal cuyo desempeño solía admitir, por lo visto y al menos parcialmente, la participión también de la mujer.
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1 El pensamiento salvaje,1997. Fondo de Cultura Económica, Colombia.
2Término y concepto escpecíficamente de Levi-Strauss.