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Partimos de una concepción damasiana de la emergencia de la consciencia humana (el ser), pero remarcamos que parecería que la reconstitución de la consciencia, sobre todo respecto a su más alto nivel del yo autobiográfico, no puede darse sino a través de, auxiliado por, una experiencia cultural colectiva específica y respecto de la cual depende el sujeto homeostático.
Es decir, pensándolo con detenimiento, no hay manera de concebir la reconstitución damasiana de la consciencia individual sino al mismo tiempo como un fenómeno antropológico, pues la consciencia humana no se da sino a partir de una experiencia cultural colectiva.
He aquí el punto performativo de la racionalidad humana y, por extensión, el de la “verdad”, en tanto que la psique individual es, puede entenderse como, un dispositivo de integración recurrente (pero también permanente) de integración fisioantropológica del sujeto homeostático perteneciente. Se trataría del porqué estructural de la individualidad y razón de ser de todo yo socializado, la de asegurar la unicidad colectiva a través de un patrón común de lo sociorracional y culturalmente particular.
Pero esta unicidad colectiva en el tiempo que es el grupo humano cultural, no puede mantenerse como tal sino facultando espacios de gran vivificación sensoriometabólica individual que, en lugar de contribuir a disgregar el grupo, terminan por alimentar reforzando la misma permanencia colectiva. Sería precisamente de esta manera que toda contingencia nueva que ofreciera todo entorno natural, debido a nuestra particular mecánica sociocognitiva, se convertiría en vivencia reafirmadora del grupo; y que por más extrema que resultara (y mientras no fuera definitivamente apocalíptico) tarde o temprano, redundaría en el fortalecimiento colectivo.
Porque parecería que todo lo que ontológicamente es, solo adquiere consistencia para nosotros frente a la anomia permanente que es la otra esfera de nuestra experiencia sensoria, inconsciente o pre-reflexiva, de eso que puede entenderse como el estar, tanto inconsciente como más y también menos pre-reflexivo que abarca la percepción nuestra, tanto externa como interna. Ese flujo constante de estímulo que nos fuerza a descodificar en uno u otro grado el mundo al que nos enfrentamos (y al mismo tiempo del que dependemos) y sin el cual no tendría por qué existir ninguna comprensión racional de nada.
Y otro tanto puede decirse respecto a los demás, pues son nuestros compañeros de anomia, podíamos decir, quienes, entre todos, ejercitamos aún más presión urgente sobre nosotros mismos por discernir lo real, lo que es apropiado, virtuoso y, sobre todo “verdadero”. Porque de lo contario ¿cómo evitaríamos que nos echaran de entre ellos, defenestrándonos de la vida misma, o al menos así lo temen nuestros cuerpos en lo más profundo frente a la imagen anticipada de nuestra expulsión?
Y así, la capacidad de todo grupo humano para su propia autoimposición respecto al mundo exogrupal, se entendería por lo que parece ser, esto es, una maquinaria universal de arraigo y apropiación cultural de parte un colectivo frente a sus circunstancias; una mecánica humana colectiva que se alimenta de estas mismas circunstancias y de un sensorio común; una mecánica al centro de la cual está el sujeto homeostático físico singular.
Y, entonces, la personalidad de usted, con todas sus ambivalencias encontradas entre el deseo y el miedo, entre el retraimiento y la expansión emotivos; entre el amor y el odio, la arrogancia, la humildad o el autodesprecio; la admiración y la envidia, etc., adquiere su sentido técnico respecto de un plano colectivo más allá del espacio vital, homeostático y, cognitivamente solo correlativo de usted y su cuerpo: en este sentido, el ser ontológico se ubica siempre más allá del estar; que nosotros no podemos acceder nunca al ser real de las cosas porque lo que es no dejará nunca de ser para nosotros algo así como una imagen que como tal será siempre incompatible con nuestra existencia física (aunque no respecto nuestros anhelos y emotividad).
(O al menos debería reconocerlo usted que se relaciona de forma sola correlativa con la realidad que percibe y con la propia autoimagen personal, pues ese es nuestro elemento natural dado que somos criaturas corpóreas: las imágenes en este sentido acogen a nuestros cuerpos permitiéndonos un vigoroso ejercicio fisiológico de nuestra vitalidad, frente a espacios físco-materiales reales potencialmente trituradores. Convendría pues que revisáramos en qué medida y hasta qué punto somos realmente seres “racionales” y empíricos dado que parecería que, efectivamente, para el fluir del tiempo colectivo y como sociedades, solo son exigibles para funcionar las correlaciones respecto de una certeza relativa y solo aproximada de las cosas).
Las religiones antropomorfas sedentarias históricas y cada vez más monoteístas, deben entenderse dentro de esta mecánica de arraigo y apropiación existencial, pero respecto al contexto como problema en el que surgieron históricamente, esto es, a partir de la agricultura. Pues que la experiencia sedentaria se vio obligada a auxiliarse epistemológicamente a través de los credos divinos, en tanto que los espacios semióticos lingüísticos se prestaban a la creación de espacios miméticos (de vivificación metabólica pero menos físicamente cruentos) siendo probablemente el más importante y universal de entre ellos el sentido moral del yo socializado.
Porque las religiones sedentarias monoteístas pueden entenderse en su desglose más pretendidamente técnico como espacios virtuales e íntimos de gran vivificación sensoriometabólica para el sujeto homeostático creyente o practicante, o respecto a quien se encuentre sujeto a un mismo locus de pertenencia homeostática.
Y si bien esta característica filogenéticamente evolucionada del grupo que se sirve de la homeostasis-cognición individual estuviera presente ya en los grupos humanos anteriores nómadas, son los contextos sedentarios que se ven abocados a desarrollar un andamio conceptual respecto de divinidades postuladas antropomorfas en aras de rentabilizar la gran capacidad vivificadora que tiene la moralidad como fenómeno metabólico humano.
O así puede entenderse el sostenimiento sedentario a partir, en primer lugar, de este periplo icónico-moral en el que transcurrimos en el tiempo del yo social de cada uno, respecto universalmente de cualquier experiencia antropológica culturalmente particular. Y esto esencialmente porque los contextos sedentarios no pueden relacionarse directamente con la violencia corporal sino solo a través de la experimentación mimética y homeopática (catártica) y fisio-estética de la misma.
Pues el dolor ajeno presenciado de los míos y respecto un plano endogrupal, se hace imposible de sobrellevar, y por eso, a toda costa y en aras de la integridad en el tiempo del grupo, se hace estructuralmente necesario entender a través de una racionalidad postulada (la que sea que esté colectivamente sancionada). Pues es en la comprensión del sentido culturalmente consabido donde nos amparamos todos los cuerpos físicos singulares.
Y así que, respecto los contextos sedentarios dependientes de la agricultura extensiva, nuestra relación con la violencia, que se hace por lo general mimética, de carácter más sensoriometabolico y neuroquímico que físicamente cruento, puede continuarse gracias, precisamente, al valor más preciado que acaban aportando los credos divinos, esto es, la posibilidad epistémica sin la cual no hubieran podido extenderse en el tiempo las antropologías sedentarias.
Porque toda epistemología es una metafísica que por muy apoyada en datos empíricos que esté, sigue siendo una metafísica: pero la metafísica es otra forma de imposición colectiva sobre la representación de la realidad, y los grupos humanos nunca han podido no tener razón respecto de sus propias circunstancias, tanto antes como después de la consolidación de la agricultura.
Aunque son los grupos agrarios quienes, viéndose acorralados frente a los límites de sus propios campos de cultivo, no tuvieron más opción que elevarse conceptualmente sobre el peso granítico de la inmovilidad (puesto que no cabía reinsertarse en una existencia trashumante que se auxiliara en el desplazamiento físico en sí). Y solo a través las vivencias virtuales, estético-conceptuales y neuroquímico-metabólicos hemos podido seguir el camino de nuestra sociobiología original nómada.
Y, sin embargo, la violencia como imposición vital brota de nuestra naturaleza simplemente homeostática que nos aboca a la vida y a perseverar; a vivir asimismo en la consecución del confort como satisfacción a nuestras necesidades, carencias y deseos; y también en el afán vital del poder mismo de satisfacernos en este sentido. Aunque, evidentemente, la moralidad humana permite que este mismo ímpetu “salvaje” e individual por perdurar, se pueda reconfigurar, a través de la racionalidad (cualquiera culturalmente especificada) en su forma colectiva, puesto que la supervivencia humana no puede ser sino cultural, es decir, colectiva.
Pues ese y no otro es –sería– el sentido técnico y funcional de la moralidad, que pone el anhelo vital del individuo (que, por otra parte, solo puede conocer el cuerpo humano singular) a disposición estructural del colectivo antropológico. Y que en el apropiarse el individuo perteneciente de su propia personalidad sociorracional, en toda ontogenia psicológica singular y respecto una experiencia colectiva determinada, es esa experiencia cultural como mecánica antropológica que se apropia -estructuralmente- del ímpetu más vital del individuo.
Es decir, no nos libramos de la violencia nunca puesto que somos ella en nuestro ímpetu vital por ser y perdurar; pero sí que cambia nuestro modo de relacionarnos con ella. Y desde esta óptica puede concebirse la sociorracionalidad cultural (la que sea, con tal de que esté culturalmente disponible) como dispositivo que faculta, precisamente, la vivificación metabólica (homeostática y neuroquímica) sin que peligre la cohesión colectiva.
Y esto de la única manera posible que es llevando la violencia humana en la medida de lo posible al ámbito fisio-estético e incruento de la representación a partir de la expansión de la psique humana y cierta densificación moral que parecería asociarse con la experiencia más sedentaria, y en tanto que la antropología más inmóvil se encuentra más susceptible a los estragos del dolor padecidos y las consecuencias disruptivas de los mismos. Así se ha de avenir en el reconocimiento de la moralidad humana –tanto en su capacidad de provocar la experiencia fisiológica de la culpa en el individuo como también la indignación ética y compasiva—como algo así como la gran fogata comunal alrededor de la cual gira el tiempo sedentario; y es el surgimiento histórico de las epistemologías jurídico-divinas lo que ha permitido crear la leña como combustible de la que provisionarnos a partir del acontecer colectivo y su teatralización del sino personal ajeno, de lo que estamos sin duda filogéneticamente condicionados a no quitar ojo nunca (porque en ello se nos va el mismísimo cuerpo propio como destino potencial nuestro, al menos parecería que así experimentamos los padecimientos ajenos contemplados).
Y salvo la opción de basarse en experiencias bélicas recurrentes (y por tanto permanentes en su repetición), no se concibe fácilmente otra manera de progresar en el decurso de la especie a partir de la agricultura. O que cabe asimismo pensar que las antropologías más sedentarias acaban relacionándose con la guerra en tanto extremo máximo a evitar pero que, al mismo tiempo, se convierte en fuente de tensión de efectos en última instancia positivos –paradójicamente—respecto al sostenimiento colectivo del tiempo sedentario (esto es, siempre que permanezca como efectivamente una fuente de tensión de carácter más fantasmal que corporalmente real). Pues que donde gran industria armamentística y sus ganancias financieras puede haber, grandes aspavientos, ciertamente, non debemos hacer, o esa es al menos la lección que ofrece, evidentemente, la historia moderna.
(Además, los attrezzos bélicos en forma de tecnología militar –armas, vehículos, sistemas robóticos, equipos, uniformes y demás parafernalia guerrera y su siempre histriónica y exagerada solemnidad–, en tanto objetos simplemente a vista del público, son en sí mismos una forma de sutil admonición catártica y dionisíaca que seguramente pueden entenderse como dispositivo de efecto en ultima instancia preventivo respecto la violencia real.)
Y sería –postulamos—igualmente la violencia física real la que ocuparía una parecida posición estructural que la de la guerra, esto es, como un extremo a temer pero cuya anticipación barruntada que, sin embargo, nunca cesa de mantenernos en estado de difusa a la vez que sutil tensión vital y como sociedades; un terror fantasmal ante eso que podría suceder si no estamos atentos y dejamos que nuestra emotividad y pulsiones más primordiales nos jueguen una mala pasada. De tal manera que el porqué de la vida civilizada y nuestra visceral adhesión a ella, se nos está recordando regularmente y a través de una catártica sugestión de su contrario, para así seguir mejor nosotros en la brecha de la inmovilidad sedentaria, o algo así.
2
La trampa del ser frente al estar consiste en perder de vista la función, en realidad, performativa del ser que aquí hemos esbozado en función de la continuidad del grupo cultural a través la sociorracionalidad, respecto originalmente la experiencia pre-agraria y también después con el desarrollo epistémico que posibilitaron los credos religiosos antropomorfas, finalmente monoteístas. O es decir, no es necesario que recordemos siempre la realidad estructural en la que participamos a través del ser, sino probablemente baste con la tensión por lo menos de no olvidarnos, puesto que el ímpetu vital tiene que vivirse como, en realidad, el socio ausente en la complejidad antropológica de lo racional; y que de la misma manera que no puede haber lo apolíneo sin lo dionisíaco, ni el amor al padre cristiano sin contar con nuestra condición de pecadores, no podemos tampoco habitar el ser cultural si sofocamos, estrangulamos o de alguna manera anulamos el estar.
En el libro de Sanfranski se agrupan en un mismo fenómeno las trayectorias creativo-vitales de, entre otros autores o personajes históricos, Rousseau, Kleist y Nietzsche: todos ellos naufragan al final de sus días en cierto delirio metafísico que supone quedarse, en los tres casos, arrumbados respecto la vida de sus contemporáneos dentro de espacios intelectuales-conceptuales que se aíslan del sentir emotivo propio y, sobre todo ajeno; y así llegan a presidir universos teóricos-creativos que denigran –como planteamientos—la estatura psíquica del sujeto humano al eliminar de sus consideraciones el papel de la compasión a partir del dolor inherente a la nuestra experiencia corporal. Y en el caso del último Nietzsche, se trataría, según Sanfranski, de un biologismo y naturalismo que, como desvaloración de la vida “alcanza su culmen histórico” y como “una radical desmitificación de lo vivo”.
(Los tres son, además, protestantes, tema que aquí y ahora no vamos a desarrollar)
Se pierden en el ser frente al estar
Que es decir que es la coherencia exagerada y obsesiva -junto probablemente en cada caso con entrar en la senectud- que les hace renegar del estar, del propio y del ajeno, que es lo más siniestro del tema: aunque como hombres de letras no llevaron a la práctica su furia contra el estar (salvo Keist que indujo, por lo que parece, al suicidio de otra persona además del propio), todos ellos esgrimieron al final una “ideología” de la destrucción del estar desde la óptica del ser, claro está, y sin percatarse del hecho de que el ser depende del estar, y que el estar es la auténtica (aunque críptica) fuerza rectora del ser. Y es que el ser sirve de vector sociofisiológico de la permanencia física colectiva por medio de el estar en tanto dispositivo del yo socio-homeostático.
Aunque otra cosa sería sospesar la cuestión más compleja de la utilidad de acorazar el estar contra todo ser generacional particular y históricamente contingente –o sea, pasajero–. Cuestión de interés práctico (y político, supongo) solo en el caso de que se hubiera procedido real e históricamente ya en este sentido.
Pero, en tal caso, la utilidad sería en su comprensión como decisión técnica ya implementada, aunque a lo mejor no. ¿Qué ganaríamos realmente con saberlo? Cabe pues pensar que, como todo, habría múltiples opiniones y modos diferentes de relacionarse con la verdad (o mejor decir la «verdad»).
Porque por razones de operatividad humana y antropológica, la «verdad» es siempre preferible a la verdad, aunque no sea cierta (o debido a que precisamente no lo sea). Pues que vivimos en el desvelamiento de las cosas, lo que quiere decir que no podemos prescindir nunca de la ambigüedad y del no saber, o al menos no completamente, pese a que es algo que podría parecer contraintuitivo.
Una cosa que tendrá que ver con el hecho de que habitamos cuerpos físicos de carne y hueso, lo más seguro.
Así que no quiera usted saberlo todo: o quiéralo al mismo tiempo que, abrazándose a las paradojas (o sea, la complejidad), entienda que eso no puede -no debe- ocurrir nunca, y por lo que más quiera.
Y asimismo también conviene recordar (o al menos a mí me sirve) que toda verdad en el mismo momento de enunciarla y si no trae consecuencias inmediatas ni performativas para nadie, se convierte en una opinión más entre otras muchas (Hannah Arendt dixit1).
Porque con la verdad como opinión (o sea, la «verdad») es más fácil relacionarse como sociedades y en compañía de los demás.
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1 Hombres en tiempos de oscuridad (1968)
Anontaciones posteriores:
(Del 17nov25) Se pierden en el ser:…Proposición cromática de los tres cerebros (límbico-cortical-suprahomeostático): Pero el ascenso último supone también un cambio de dirección que es un revertir su acción sobre el conjunto límbico-cortical precedente; y esto para reafirmar de nuevo la centralidad estructural y suprema del Estar. Un Estar ya no opacado sino equipado precisamente de un control y dirección que, en realidad, opaca al Ser frente a un nuevo plano histórico inexistente hasta los años 50 del siglo XX…
-la verdad solo es útil (en su función socio-homeostática) si refuerza el plano correlativo. He aquí una dura verdad antropológica; es decir, si no refuerza lo correlativo no puede -no debe- nunca tomarse por lo verdadero (y el todo lo que sea verdadero bíblico posiblemente sea, desde la óptica de la gestión antropológica entonces, una temeridad).

