Quién prostituye nuestro cuerpo y el tiempo antropológico compartido

Portada discográfica del año 1980

Nuestra sociedad trafica con cuerpos humanos todo el tiempo, en los niveles más pacíficos y admisibles y también en los más monstruosos. Y todas las aberraciones sexuales, toda la explotación de los cuerpos (que está a la orden del día en todas las esferas físicas y virtuales de la experiencia humana) son una consecuencia inherente a una sociedad donde los ciudadanos hemos renunciado, sin pactarlo y muchas veces sin saberlo, al derecho sobre el gobierno de sus cuerpos….Nuria Labari “Quién prostituye nuestro cuerpo” en El País 6abr24

Aquí se trata de un tema técnico que los seres humanos preferimos abordar desde una óptica moral pues esa es nuestra forma de fortalecer, en realidad, el hecho evolutivo más importante que es el colectivo al que pertenecemos de forma socio-homeostática y del que dependemos y sin el cual no tendría razón de ser nuestra propia individualidad cognitiva. Es decir, el concepto del biopoder (foucualtiano, agambiano, o hasta hitleriano, etc.) encubre una confusión entre la necesidad técnico-estructural de sostener la experiencia sedentaria frente a lo que probablemente haya de entenderse como un sesgo cognitivo humano, esto que es nuestra tendencia (innata y desde siempre según el trabajo de Piaget, por ejemplo) a imponer una interpretación causal-moral sobre el mundo por nosotros percibido.

Evidentemente, el fin práctico de la moral, el porqué el individuo no tiene más opción que imbricarse fisiocorporalmente con ella, tiene que ver con la continuidad en el tiempo del grupo. Concretamente, porque es la posibilidad de lo moral (que se basa en el miedo individual de quedar expulsado del grupo; la capacidad de sentir, por ello, vergüenza; la posibilidad de sentir afecto por los más allegados –aunque no sean familiares—lo que permite «rentabilizar» de alguna manera el dolor y en la amenaza anticipada por el individuo de la pérdida de afecto) lo que supone la fáctica acomodación de la emotividad individual al entorno y sentido colectivos, mas no la supresión de la misma.

Frente a ello, la experiencia sedentaria no tiene más remedio que seguir cierta pauta impuesta por esta configuración socio-fisiológica y homeostática ya evolucionada anteriormente a la consolidación definitiva de la antropología dependiente de la agricultura intensiva. Y clave en este sentido son los quehaceres fisioantropológicos a los que estamos obligados a asumir como habitantes de lo sedentario. Particularmente importante es el tiempo corporal consagrado al trabajo que puede entenderse desde su aspecto de engranaje estructural respecto de, en realidad, un problema tempo-espacial que surge a partir del dilema de múltiples individuos existencialmente congregados sobre un mismo locus de pertenencia socio-homeostática y respecto del cual ninguno de ellos tiene la intención de abandonar.

O sea, puede entenderse el trabajo como también una forma de asignación y racionamiento del tiempo corporal; como también al final una cierta deferencia para con los otros que supone la definición propia del tiempo profesional-corporal (algo así como que en el definirme yo, contribuyo a crear y mantener un marco a futuro en el que otros pueden a su vez definirse, a favor de la siguiente generación, y sucesivamente).

O que todo régimen antropológico se basa en un sistema de horarios partidos – repartidos- entre distintas formas de consumo del tiempo humano concedido de alguna manera a unos y a otros, según una generación u otra, y respecto de uno y otro huso horario (y según algunas otras circunstancias, lo más seguro).

Y sería pues consistente con la evolución biológica de la especie (evolución que está bajo digamos la bota opresora de la eficiencia energética en todos los ámbitos de nuestro desarrollo) que el decurso del tiempo colectivo sedentario también se rigiera por una misma fuerza de economía energética, respecto de sus propios limites impuestos por las horas determinadas de un día y otro también; por la extensión máxima de un año terrícola que, en alcanzar su cenit empieza el camino de regreso, y por la inexorable ley de espacio físico que proscribe que donde un objeto que ocupa un espacio determinado, no puede haber simultáneamente otro objeto independiente.

Pero más importante aún: cualquiera que fuera a asumir una relación regidora con dicha especie y su espacio vital (porque fuese evidentemente capacitado técnicamente para ubicarse de facto de esa manera), no tendría más opción que someterse a un mismo criterio de eficiencia energética, además de verse en la necesidad obvia de uniformizar en lo posible el coste metabólico agregado (además de acortar, probablemente, el rango paradigmático), pues el poder estandarizar en la medida de lo posible o técnicamente conveniente el consumo energético metabólico, hace posible una proyección de cuantificación a futuro del tiempo restante respecto del sistema en su conjunto.

Pero particularmente escandaloso en este sentido (en un sentido necesariamente de ultraje moral, pese a todo) es tener que concebir la comunicación y el hecho de que se base en la emotividad humana que, a su vez, es el motor ni más ni menos que de la cultura –particularmente respecto a su vertiente más espontánea y creativa–, como un bien preciado en este mismo sentido metabólico que también habría de racionarse por mor de un equilibrio sistémico solo susceptible de entenderse según un criterio técnico que a nosotros necesariamente se nos escapa (pero a cuyo manejo están obligados, evidentemente, los regidores).

Es decir, el que esta reducción técnica del consumo de energía metabólica agregada terrícola (¿solo humana?) constituya una forma reducida de vida solo aceptable por razones técnicas, no sería en ningún caso cuestión por nosotros abordable, aunque explicaría, eso sí, algunos aspectos del presente planetario actual y, bien mirado, contemporáneo. Pero como convicción o creencia (no puede ser desde nuestra óptica otra cosa, finalmente) me parece de gran utilidad en tanto que se asienta sobre una cierta deferencia al nosotros antropológico y planetario que permite, al fin, entender las dificultades del presente, y su extraña desconexión aparente respecto de algunos aspectos de la historia moderna anterior, como una cosa en sí misma de valor y en tanto solo apariencia (desde luego fea, brutalmente desagradable) que remite a un trasfondo críptico de gran empeño humano en el sentido más elevado de amor al prójimo como nunca se hubiera concebido antes.

(Aunque, con todo, sigue siendo una mierda, claro)