Es curioso cómo el primer relato escrito en la historia humana (Gilgamesh) verse sobre un viaje: como si la experiencia sedentaria se entendiera a sí misma como divorciada de alguna manera de su matriz sociobiológica original que es el nomadismo o la experiencia colectiva no (o menos) sedentaria; que como una nostalgia irreprimible afloraría en sus relatos igual que a nosotros hoy en día nos fascinan los road movies, relatos de viaje (y como la mismísima cultura occidental se hubiera basado de alguna manera en un relato de viajes -y guerra- que son la Iliada y la Odisea). O que las religiones sigan vinculadas a las peregrinaciones quizá como un inconsciente reconocimiento de su propio papel como puente entre una y otra sociofisiologías históricas. Porque el andar colectivo -como la violencia misma- no necesita otro sentido más allá de los cuerpos y su interactuación colectiva, fáctica y espacial. Pero a diferencia de la violencia, el andar como modus vital antropológico no genera dolor de forma directa como sí ocurre con la violencia, aunque es la violencia lo que se incorpora a la experiencia sedentaria no solo porque de la violencia como imposición depende la vida, sino también -paradójicamente- por el dolor que genera, o al menos ese aspecto es de lo que la experiencia sedentaria se valdrá para espolear más tarde el necesario refuerzo o consolidación moral-racional, lo que a su vez potenciará la estructuralmente necesaria ampliación del espacio semiótico-epistémico.