
Explica de qué manera la idea del absurdo de Camus encaja en la paradoja de la experiencia neurobiológica humana que se sirve de la racionalidad en tanto pretexto para un ejercicio en realidad fisiológico-vital y hacia su propia tonificación en el tiempo de una generación asimismo propia.
Pudiera ser que resulta necesario en la vida del yo civilizado un elemento un tanto espartano, como una forma de disciplina existencial que sirviera quizá como apaño (al menos funcional) respecto una configuración base antropológica nuestra que no tiene resolución lógica. Y esto puesto que la lógica nuestra es de origen preconsciente (por cuanto brota de un locus en realidad colectivo), a partir de un sustrato fisiológico-sensorial que, para sostenerse en el tiempo colectivo, ha tenido que autoimponerse un orden sociorracional, es decir un logos siempre culturalmente determinado y del que se vale todo individuo perteneciente, en el decurso de su propia diacronía vital, electro-neuroquímica y memorística, para forjar su asimismo propia e intransferible personalidad singular.
Y así podemos atisbar indicios en nuestra propia experiencia, de vez en cuando y de manera frecuentemente tenue, a cerca de la racionalidad como pretexto a disposición simplemente de nuestra materia e ímpetu fisiológico-vitales, porque su verdadero origen antropológico-evolutivo pareciera ser eso mismo. La individualidad como tenacidad que esboza Camus, que es en realidad una voluntad de ciega resistencia a esta misma paradoja, pudiera ser, por tanto, la respuesta fisiológicamente certera, nada absurda, finalmente.
Remontando el sendero de la racionalidad humana, se pierde ésta en su origen, que es la neurofisiología nada más que individual que supone no otra cosa que la desolación desamparada de la singularidad física ante el mundo. Pero eso, claro está, no se puede saber en el sentido corriente de este concepto, sino que es una verdad ciertamente neurofisiológica y visceral que solo puede llegar a sintetizarse alguna vez como idea en el otro; la otra persona que es ella en sí la necesidad en realidad nuestra, de que seamos en el sentido social (o sea, en un sentido también tanto racional como moral): esto, creo recordar, es el otro pilar del pensamiento de Camus, que es algo así como el imperativo nuestro que son las vidas de los otros.
Pero a nuestra razón singular le desborda esta críptica facticidad colectiva como el complejo y no inmediatamente explicable origen de la misma; una complejidad que si bien la podemos contempolar como reflexión de cáracter intelectual, no la podemos vivenciar de forma directa.
Y deviene así en una suerte de ángulo muerto sin resolución ante el que solo cabe el empeño tenaz de proseguir con todo proyecto vital en curso, y sin que convenga -seguramente- que desistamos en permenacer, contra viento y marea como si dijéramos, afectivamente abiertos a nuestros congéneres (por alguna razón que las más de las veces solo intuimos como verdadera llave de nuestra propia integridad vital, o algo así).
La otra opción, que no necesariamente dicotómica sino quizás solo complementaria, sería la de apoyarse en una metafísica divina, como de hecho sería la solución que la antropología agrourbana ha ofrecido históricamente por defecto. Porque los grupos humanos solo se paparetan a través del logos y a partir de una nuerobiología probablemente sociohomeostática (más pre consciente que consciente), dando lugar a que la dinámica sedentaria nos fuerce a vivir dependientes de unas ideas -las que sean que tengan sentido colectivo-. Todo ello para seguir por el camino técnico pero no evidente del tiempo sedentario cuyo sentido último es, en realidad, su propia continuidad respecto de una sucesiva generación siempre por llegar (que sería equivalente a entender que lo más importante del ahora y de todo presente no es sino el futuro).
Afortunadamente, ante esta suerte de abismo de lo efímero, no estás solo: el cuerpo humano, dentro de todo los contextos sociohomeostáticos históricos univerales, siempre nos ha hecho gravitar hacia el otro aunque no hayamos sido conscientes sino quizá solo espiritualmente de ello. Y siempre lo has «sabido» aunque tú cultura probablemente no te lo ha explicitado nunca de manera directa (porque se trata ante todo de nuestra viviencia del tiempo colectivo y generacional y solo secundariamente de su contemplación).
Pero hay que tener cuidado en no dejarse llevar por la violencia desabrida, pues puede argumentarse que es el sentido de las cosas más visceralmente afin a nuestra propia experiencia corporal como dependientes soiciohomeostáticos. Y, vista así, la violencia sería la mecánica casi por defecto del equilibrio del sostenmiento sedentario, y ante la ausencia de otras propuestas culturales (y el vacío histórico que se disponen a llenar, precisamente, las religiones sedentarias de forma universal al menos sobre un plano en principio endogrupal).
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Es decir, las religiones sedentarias suponen la integración fisiológica de los individuos al crear entornos semiótico-rituales de los que nos valemos, al tiempo que abren y amplían el espacio metabólico que implica todo logos culturalmente determinado. Y es este último aspecto lo que diferencia los contextos sedentarios dependiente de la agricultura intensiva de la antropología no o menos espacialmente arraigada; y no porque la agricultura coincidiera en el tiempo con las religiones sedentarias, sino que como pragmática en el tiempo colectivo lo sedentario no sería posible sin el espacio auxiliar, más metabólico que físico, que supone la religión como formalización institucional.