La tesitura de «homo religiosus» frente a los cuerpos culturalmente ajenos

Publicado originalmente en 1956

El sentido es lo que artícula los grupos humanos a partir de la cognición individual creando el entramado evolutivamente principal que reubica el ímpetu y violencia vitales del individuo por imponerse -afán que solo conoce, de hecho, el cuerpo singular e intransferible de cada cual- al seno de la experiencia cultural-moral y afectiva de pertenencia homeostática colectiva. Es decir, el sentido como una forma de mediatización límbica que rige o enmarca después la personalidad socializada y que permite, a través del CA (“cerebro automático”) una mayor eficiencia energética respecto al decurso metabólico colectivo.

He aquí el arranque de homo religiosus que, como se ve, no se refiere al individuo sino el grupo y respecto del cual la personalidad socializada individual es apéndice, pese a las apariencias y el hecho de que esto te pueda fastidiar sobremanera (pues me pasaba a mí lo mismo al principio de tener yo que afrontar esta comprensión compleja de la psique nuestra).

Pero el sentido es necesario imponerlo y esta capacidad que poseen los individuos no lo perdemos nunca, pues solo los individuos conocen la necesidad de ampararse in corpore y respecto su entidad física solo y por siempre exclusivamente suya, y pese a la automatización hasta cierto punto a la que contribuye el CA (y por eso la “condena” por otra parte, a no dejar de ser nunca tu propia persona psíquica: ¡el poder ser de forma cultural depende de ello!).

Porque, efectivamente, en principio es la cultura misma en la que nacemos lo que proporciona aquella imposición de sentido digamos prexistente a la que nos vinculamos como sujetos homeostáticos pertenecientes. Aunque mejor sería decir que nos valemos del sentido cultural ya efectivo para recrearnos a nosotros mismos como sujetos sociales, tanto para conformarnos como para rebelarnos, jugando a combinar nuestra intimidad psíquico-homeostática con nuestra aceptación por parte de los nuestros.

En esto pues consistiría abrir cauces de “violencia” individual como espacios incruentos, es decir, no físicos sino metabólicos y electro-neuroquímicos, para nuestra propia imposición singular sin que se rompa la cohesión colectiva. Y así habría que suponer que el saber nuevamente cómo nos sentimos y qué opinión nos merecen los acontecimientos vividos y presenciados, lo experimentamos de modo visceral probablmente como una forma de poder personal del que disponemos que es el de ser nuevamente nosotros mismos, o eso al menos es lo que habría que entender que se sigue del hecho constatado por la neurología actual de la calidad emergente límbico-cortical de la consciencia humana.

Si bien la cultura universalmente se encarga, de una generación a otra, de que existan dichos marcos a disposción para nuestro ejercicio neuro-homeostático vital (en los que ejerecemos nuestra porpia violencia como imposición sobre todo electro y neuroquímica), no perdemos nunca la capacidad creativa de imponer, si las circunstancias más extremas lo requieren y en ausencia, por tanto, de otro marco consabido, nuestra propia comprensión de nuestra realidad; es decir, como una nueva imposición “violenta” respecto del mundo que nos rodea: porque en el imponernos de esta manera creamos el punto de aranque de un nuevo sentido que es asimismo la apertura y antesala de una nueva intersubjetividad que se abre a otras personas de la que pueden, de ahí en adelante valerse para una nueva integración a la vida colectiva (que es decir sin duda alguna la “humana”).

Publicado originalmente en 1966

Y aquí podríamos traer a colación los ejemplos que maneja Mary Douglas en la obra aquí rerferenciada (respecto de algunas las prohibiciones de las que universalmente se articulan los credos antropológicos) para afirmar que no importa la lógica per se de ninguna creencia colectiva y religante sino el hecho de que tengamos que relacionarnos psicofiológicamente con sus premisas, para definirnos -imponernos- en un sentido u otro, acarreando con la carga de obedecerlas en pos del confort identitario-existencial nuevamente renovado, o bien ingnorándolas un u otro grado, incluyendo hasta cierto punto el muy necesario disímulo, a veces, frente a los nuestros.

Pero que, tanto en una u otra opción, es el individuo quien se la juega en terminos de su propia corporeidad y ante la disyuntiva de pertenecer o quedar fuera y expuesto a la otrora segura muerte por abandono de parte de los nuestros. Y si bien esto no se suele entender ya en un sentido normalmente literal, el impronto limbíco en nosotros que deja esta terrible e inelectable disuyntiva, no ha perdido en nosotros ni un ápice de su fuerza evolutiva original.

Hasta se podría entender que la cultura como viritualidad incruenta que en efecto practica toda civilización agrourbana histórica o actual, se debe a esta disyuntiva interna a todos nosotros que nos obliga a asumir nuestra propia personalidad socializada, a aprehender a autocoaccionarnos de forma íntima; a benevolizarnos afectivamente con los nuestros (hasta el punto por lo menos de rehuir inicialmente la violencia corporal), y, también, afanarnos en nuevas formas de nuestra propia proyección fisio-antropológica como individuos y respecto un plano ahora social más inmóvil y menos directamente físico.

De hecho, esta manera de concebir el papel central de la cognición individual como el entramado central de los grupos humanos evolutivos, en realidad, alimenta vivificando la experiencia colectiva, una vez superado el escollo la violencia corporal, lo que convierte la idiosincrasia individual en el fuel real del tiempo cultural e histórico. Porque para poder mantenernos dentro del locus real de pertenencia dependemos, precisamente, del sentido las cosas, de la sociorracionalidad de la que formamos parte y que está continuamente recibiéndonos de nuevo a partir de cada sobresalto, aflicción y crisis que tanto vivenciamos como podamos presenciar.

Un retorno permanente que se da cada vez que logremos nosotros volver a recuperar el sentido de las cosas, como al menos un marco restablecido de significación colectiva que crece y evoluciona -es decir, cambia en algo-, a medida que nosotros consigamos volver al manto protector de la intersubjetividad cultural que realmente habitan nuestros cuerpos y a cuyo servicio se debe, en realidad, nuestro aparato neuro-homeostático.

Y en cuanto a las antropologías plenamente sedentarias y dependientes de la agricultura intensiva, se ve ineluctable que la experiencia colectiva, mientras no esté abismada en ningún episodio de violencia física desabrida (bélica), acabe erigiéndose en un juego sin fin de perspectivismos particulares que se ofrecen a la contemplación intersubjetiva común: la política consensual o democrática, el debate teológico, después filosofíco y judicial, e incluso el gusto y opciones consumidores que nos mueven a todos, devienen en modos de interacción perspectivista no-violenta que arrancan de la cognición-homeostasis individual y sobre la que se acaban estabilizando en el tiempo inmóvil de los contextos sedentarios.

Por último, si prentendemos afrontar el carácter complejo de esta mecánica, hemos de entender que la viabilidad antropológica como sistema aquí esbozado acaba alimentándose metabólicamente de todo tipo de acontecimiento moralmente -es decir, corporalmente- relevante que acontezca sobre el teatro público interpersonal (el que crean los medios, por ejemplo, tanto escritos como audiovisuales, después cibernéticos).

Quiero decir que es en verdad complejo el tener que reconcer la necesidad estructural de que siga habiendo zozobra, sufrimiento y cuitas en general humanas y toda clase a disposicón de las experiencias sedentarias, pues esta sería otra condición digamos de serie que viene impuesta por el carácter emergente -incoativo- de nuestra experiencia consciente.

La otra opción, en cambio, es la violencia física que tiene su propia lógica y mecánica igual de aplastantes, según el examen incluso más somero de la historia humana nos revela. De hecho es la violencia intergrupal es sí misma una forma de viabilidad que si bien debe evitarse (por razones evidentes), sigue siendo para la civilización contemporánea el gran invitado de piedra y secreta deidad estructural al que hay que estar constantemente rindiendo distintas formas de pleitesía (esto no lo puedéis negar).

Pero bien se ve, ahora, que la imposición de sentido es en sí misma una forma de violencia, pues precisamente por eso funciona también en tanto la alternativa sedentaria más seria y civilizada (aunque sea, a lo que parece, significativamente más caro en términos metabólicos y como vector antropológico colectivo).

Y probablemente es por eso que los grupos humanos existen primeramente de forma sociorracional en su propio seno de pertenencia, mientras que suelen preferir vincularse a través de la violencia con los grupos culturalmente ajenos. Porque el ámbito exogrupal acaba sirviendo como motor externo de la aglutinación sociorracional propia, lo más probable.

Y esto probablmente debido también a que, como seres homeostáticos a igual los demás animales, somos perezosos por naturaleza.

(También quizá convenga no olvidarlo)

Paisajes nipones por «los madriles» año 2003 (o eso es el sentido que yo atribuyo)

James Shigeta en la película Midway (1976)

Allá por los primeros años de la década de los 2000, aún conservo el extraño recuerdo de encontrarme a mediodía en una casa de comida de un pueblo en el extrarradio de Madrid donde hubo en ese tiempo frenético auge de construcción de pisos residenciales que era causa lógica, por tanto, de que hubiera por aquella zona muchos bares y restaurantes que ofrecieran menús del día muy buenos y bien baratos, y que fueran lugares a esas horas entre semana muy concurridos. Pero el caso es que persiste en mi memorística el atisbo de una sensación que entonces emergió en mí de que aquel escenario colectivo que entonces contemplaba, con todo su aparente ajetreo de personas, ya no consumía ni tan vorazmente ni tanta cantidad de comida ni bebida como yo aún recordaba que había sido el caso en los 80 y principio de la década de los 90. Pero no sabría concretar exactamente en qué notaba yo esto, salvo en cierto apaciguamiento del nivel general de energía percibida, y quizás en la escasez que creía constatar de los postres, cafés, copas, y por la percepción de que la gente, a lo que parecía, ya no se afanaba tanto ni en el consumir ni el disfrutarlo.

Naturalmente, tuve que cuestionar mi propio sesgo subjetivo y el hecho de que yo sí ya había envejecido algunos años, lo que apuntaba a que igual esta supuesta ralentización tenía más que ver conmigo que con la realidad frente a mí. Pero, con todo no he olvidado nunca este episodio primero (o que recuerdo como tal) como hito de inauguración a lo que después ha pasado de una infernal sospecha respecto del estado real de los cuerpos humanos en tanto condición, a convertirse poco a poco en hipótesis de trabajo vital (pero con todo, no sólo mío sino el de la digamos empresa para la que trabajo). Aunque he de manifestar aquí y ahora que desde primavera del año 1987 me declaro acompañado, hasta quizás decir atormentado, por la visión de profundas ojeras, primero en mi propio rostro pero después y a partir de primavera del 2004, en todos los rostros humanos con los que me topo; quiero decir, si me empeño en registrarlas en cuanto a este rasgo, pues ya con el tiempo he llegado a prestar apenas atención al tema, o solo puntualmente cuando me es preciso en algún momento volver a entender el sentido real y profundo de lo que estoy haciendo y que entonces me pongo a buscarlas expresamente.

 Y considero, después de estar monitorizando de manera continua todas las imágenes fotográficas y audiovisuales que con los años y desde entonces yo haya visto, que la primera vez en la historia del cine (es decir, hasta donde yo he podido determinar) que aparecen las ojeras a las que me refiero -pues se distinguen de alguna manera de otras- sería en la película Midway del año1976 y en la cara del actor que hace el papel de un vicealmirante de la armada nipona. Es la cara de un hombre maduro, pero de ninguna manera viejo. No he podido detectar en ninguna imagen de fecha anterior con esos mismos rasgos que después y para el año 2004, considero que son características de toda cara humana universal, si bien el discernirlas y la impronta que en el observarlas nos pueden dejar, depende de circunstancias como la edad, el ángulo desde el que se ven y la luz; y también la diferencia racial (pero con poca experiencia se ven en seguida respecto de cualquier origen étnico, esa es la verdad).

Y el rasgo peculiar de dichas ojeras, respecto de toda las caras e incluso las de los bebés, es el carácter como subyacente que muestran, como por debajo de la piel de manera que lo que es el envejecimiento que podríamos decir normal va como extrañamente por separado y de alguna manera externa a esta otra realidad corporal profunda y piedra angular universal por debajo de todo. Pero claro: yo estoy hablando de mi percepción desde luego subjetiva con la que, sin embargo, no tengo más opción que acarrear.

Y por absurdo que parezca, esta posibilidad de constatar, de vez en cuando y cuando pareciera que más yo lo necesitara, esta realidad física ajena si bien elusiva y esquiva sin duda, la he utilizado psicológicamente como un punto en realidad de claridad en el que apoyarme y para poder recobrar, de sopetón, el sentido profundo de las cosas, o al menos de mi existencia personal. Pero reconozco y soy bien consicente de la poca sustancialidad que ofrece este resorte, si bien considero que no he tenido más opción para seguir adelante, o simplemente decir que así ha sido.

Pues ya ven, sentimos las cosas para poder atribuirles, finalmente, un sentido; de este bucle límbico-cortical no hay escapatoria antropológica pues la continuidad en el tiempo evolutivo del grupo ha dependido siempre de su propia imposición racional, es decir, intersubjetiva que es la razón estructural de que usted necesite ser quien psíquicamente es. Pero a partir de esto, yo también he tenido que trabajar al margen digamos de toda verdad consabida, pero sin menoscabar la comprensión racional estándar y de la que dependemos todos y frente a la que podemos posicionarnos de forma particular y discrepante, mas en ningún caso desdeñar por completo.

No puedo pues sustanciar más mi comprensión de las cosas sino a partir de mi propia subjetividad (he aquí la trampa como hipótesis de trabajo que me han tendido, sin más opción). De manera que me he visto ante la necesidad de recurrir exclusivamente al razonamiento lógico, si bien no experimental, y de un modo que vosotros no consideraríais empirico, lo más seguro. Pero sé que mis argumentos son buenos, se apoyen aunque mínimamente una visión académica actual, sin duda; el ChatGPT me lo confirma (¡lo digo en serio y sin sorna!).

Así que tampoco necesito que nadie me dé la razón, aunque sí alguna forma de acercamiento (si bien eso nunca os lo voy a decir de forma directa como buen aprendiz de homo hispanicus que soy).

Tú mismo-misma

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Trayectorias «suprahomeostáticas» hacia una fe empírica

Ejemplos de contextos que se inician en una trayectoria suprahomeostática:

-el aislamiento

-el hilo mental de pensamiento más íntimo

-la reflexión cortical más focalizada

-los no-lugares

-la reflexión como parte de una metodología científica

-estar a disposición de una persona mucho dinero que le permite extirparse de entre los demás

no depender de los otros de tal forma y en tal grado que el contexto social para nuestra propia realización fisiosemiótica ya no sea relevante para nuestros cuerpos y, por tanto, desaparece toda tensión límbica y neuroquímica por pertenecer o no, por recibir alguna aprobación o no de los demás; situación que puede darse a través del dinero o por independencia intelectual (menos firme) o por no entender a los otros, respecto a contextos culturales ajenos y cuyo idioma, además, no entendemos…

-Pertenecer a otra cultura diferente de la que comparten los que nos rodean cotidianamente y debido a una mútua independencia que se supone con el tiempo se irá reduciendo

Grado más extremo:

Si bien existe una dependencia “supra-homeostática” que no puede describirse como físicamente relevante salvo en un sentido mucho más remoto (por ejemplo, respecto del hecho de que el confort físico y material depende en realidad de la actividad vital y económica de grandes espacios demográfico-culturales y que sin este cauce demográfico el capitalismo como garante último del confort material de la humanidad no puede mantenerse a la larga, y por mucho poder que pudiera tener un grupo reducido de personas sobre el tiempo colectivo; es decir, su propio rango y extensión técnicos y ejecutivos, dependerían en última instancia de las limitaciones del propio sistema como agregado generacional planetario). Sí existe, sin embargo, una dependencia moral en un sentido ético—porque la ética parte de los cimientos límbicos del pisque-cuerpo humano, pero que es finalmente razonada. Es decir, la ética como razonamiento es una forma de moralidad “no homestática” en tanto que es más intelectual que límbico (la ética es, por tanto, perfectamente compatible con vínculo supra-homeostático -cromático- con la humanidad). Y, en la dirección inversa, nuestra propia reflexión respecto la ética respecto a este mismo ente suprahomeostático en este sentido estructural y regidor, es también posible a partir del reconocimiento de la tajante separación entre ambos planos, el de los usuarios antropológicos frente al del regidor.

Y un último detalle: dicho ente no tiene competidor ni rival estuctural (porque evidentemente se ha blindado décadas ha frente esta posibilidad), y eso, sin lugar a dudas es un punto a su favor (y en beneficio nuestro también) porque la política, vista de esta manera y si reflexionamos sobre ello, adquiere un carácter técnico ajeno a nuestra comprensión de la política histórica, pues ésta consiste siempre también en una pragmática antropológica a partir de, condicionada por, nuestra cognición. La rección suprahomeostática de la antropología, en cambio, se libra mucho más de su propio fondo límbico por todas las razones que aquí intento esbozar a partir de la distancia de la posición que ocupa frente a nosotros. De hecho, nuestros procesos límbicos son, de hecho, objeto técnico de su regencia, lo que convierte el poder político real, por fin, en una forma de responsibilidad históricamente inaudita (es decir un poder a todos los efectos absoluto como si fuera dios) .

De hecho, la propuesta es seguir relacionándonos como si fuera tal, pues a lo que parece la antropología sedentaria y en el grado que está determinada por nuestra cognición, funciona mejor de esta manera crediticia, lo que alimenta los entornos agrourbanos con una necesaria tensión fisiológica siempre tendente, a grandes rasgos, hacia lo metabólico y neuroquímico (alejándose como tendencia de los choques corporales directos). El juego, por tanto, depende una tácita aceptación de al menos esta posibilidad, pues tampoco, a lo que parece, se va a revelar nada nunca de forma definitiva.

Tomen nota, en este sentido, de una de las responsibilidas más importanes de dicho ente, que sería la de garantizar el espacio correlativo (homeostático, arraigado en lo límbico) de los usuarios antropológicos, como ha hecho asimismo siempre la antropología histórica por su propia cuenta. Pues nuestra vivencia del yo emergido y consciente -digamos cartesiano– no ha sido nunca el acontecimiento más importante que sobre el planeta se haya dado, ni mucho menos (y eso que ahora podemos discernir mucho mejor entre ambas partes de nuestra cognición bipartita y que el orden político -efectivo- ya lleva esto incorporado a su propia operatividad técnica –hasta podíamos decir “afortundamente”).

Y probablmenete también convenga pues reconocer y aprender a abrazar un poco mejor nuestra propia pequeñez como individuos atrapados (pero en un sentido muy positivo, sin duda) por nuestra propia homeostasis, pues ¿qué podemos realmente hacer ni decir -ni siquiera pensar- respecto de las miles de millones de vidas a través de las horas del día, un día si otro también que es el cauce mismo del tiempo colectivo?

Es decir, todo el asunto nos sobrepasa.

En este sentido, entonces, solo unas pocas personas tendrían a la larga problemas con esta necesaria asunción de nuestra propia pequeñez singular, que se supone, por otra parte, que es la base de lo espiritual. Ya se les estarán ocurriendo a ustedes algunos nombres de barones tecnológicos, por ejemplo, etc.. Aunque bien pensado, quizá ni siquiera sea necesario ningún reconocimiento públicamente constatado en este sentido; que evidentemente la función digamos semiótica de unos y otros magnates y titanes de lo digital (en el servicio de esta nueva estabilidad antropológica colectiva que rinden, en realidad, a los demás) tiene poco que ver, seguramente, con su circunspección psiológica personal.

Aprovechémonos pues nuestra anonimidad.

(Mientras los cuerpos aguanten)

Serial Power Imagery

Propuesta como una forma de resonancia límbica, pues el evidente poder fisiológico-estético inherente a las imágenes de objetos o elementos en serie podría entenderse como una forma más de antropomorfismo sobre el que, al parecer, se asienta la percepción visual nuestra. Y como no hay, a nivel corporal, más amparo evolutivo que los nuestros (es decir, el grupo propio o transitorio de pertenencia), el ojo humano parecería agudamente sensible a este tipo de estímulo que parece entroncar directamente y sin mediatizaciones con el fondo moral-corporal de cada uno, o así sería una manera de entender la fuerza límbica de esta vivencia y la obvia impronta plástica que en nosotros deja. Y parecería que cualquier representación universalmente cultural de supremacía (de tipo identitario o político, pero también moral) puede apuntalarse en esta constante filogenética que soslaya de alguna manera la consciencia racional del sujeto para emerger, podríamos decir, visceralmente desde nuestro propio tejido homeostático y pre-consciente.

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La opacidad cognitiva: algunos procesos socio-homeostáticos no racionalmente explícitos

La amenaza soberana:

Puede entenderse como un mecanismo de apropiación de parte del grupo cultural de su propia experiencia sensorio-existencial, pues a partir de la natural aglutinación de multiples individuos frente a las agresiones exteriores o exo-grupales, el agente externo incide de tal manera en la fisiología individual de los pertenecientes que acaba estableciéndose como una suerte de función regidora respecto al grupo. En los grupos prototípicos de simios de la savana africana, por ejemplo, cabe entender cualquier macho alfa ocupante de una posición dominante sobre los demás como una figura designada indirectamente por las amenazas externas (que son, desde un punto de vista más compleja, la fuerza en última instancia causal que entra aquí en juego). Pero esta apropiación, respecto los grupos humanos, sin embargo, requiere una lógica no solo narrativa sino también conceptual que parece condicionada por la antropología ya firmemente sedentaria (lo que después conduce a una ampliación de las posibilidades semiótico-epistémicas). Es decir, se trata de la continuidad transformada de una primera estructura o condición socio-hoemostática que se desarrolla de otra manera a raíz de las circunstancias sedentarias. La amaneza soberana debe entenderse, por tanto, como un continuo que, desde en realidad el mundo animal, traza una línea recta entre el “macho alfa”, el soberano político y, finalmente, las postulaciones divinas, pues todos ellos son diferentes manifestaciones de una misma relación socio-homoestática entre los individuos y frente a diferentes marcos naturales o antropológicos (grupos de animales sociales del bosque frente a la savanah; o contextos antropológicos nómadas frente a los sedentarios y agrourbanos). Y a un extremo (el del macho alfa) se trata de la existencia de una fuerza vital (violencia) directamente física, mientras que al otro extremo –el de las postulaciones divinas– tenemos una violencia absoluta postulada sobre espacios semióticos e imateriales (y no sujeto por ello a contradicción) que busca blindar los marcos colectivos ante las limitaciones, por ejemplo, del derecho humano siendo esto una necesidad finalmente clave del orden social sedentario y su mantenimiento como sistema.

Otros ejemplos de esta continuidad socio-homeoestática y sus evoluciones en el tiempo:

La infernal ratio:

Proviene de los primeros grupos humanos (pero con claros antencedentes en el mundo de los mamíferos sociales, quizás tambien las aves) que luego se convierte en eje de la experiencia sedentaria, a partir sobre todo del lenguaje escrito, lo que acelera la fuerza de su influencia a partir de la imprenta, eso que abre nuevas posibilidades de la vivificación sensoriometabólica a través de la política contemporánea, o esto que se puede entender a partir de algo así como las guerras europeas de religión que solo tienen sentido histórico vinculadas a la palabra impresa y la extensión y verdadera popularización de la tensión metabólica identitaria.

Porque la infernal ratio es una mecánica identitaria que trata de la infernal desgracia que son los infortunios de todo tipo padecidos por “los nuestros” que se constatan sobre un plano social, si bien los medios de comunicación -entendidos en su sentido más estéticamente amplio y hasta artístico- lo convierte en una fuente de resonancia límbica de lo más intenso (eso que es para la fisiología socio-homeostática sedentaria fuente alimentaria básica). Pero lo cierto es que el sujeto homeostático no sopesa apenas racionalmente nuestra propia emotividad y su relación con lo tempo-estructural.

El catolicismo y el mecanismo expiatorio cristiano:

Se puede entender como una particular formulación de una mecánica ya existente basada en la infernal ratio que, además, impone un sentido moral sobre la vida de la gente a través del una idea -ya epistémica- de cristo y el trato que propone, lo que es, a primera vista, una reclamación de la aceptación de buena voluntad e iniciativa propia por parte del individuo para con la comunión; si bien visto desde una visión tempo-estructural, esto mismo supone la conversión del individuo en alimento para los demás (y particularmente para la siguiente generación). Se trata de una suerte de explicación ritualizada del tiempo humano natural; el tiempo humano moralizado y convertido en punto para visionar epistémicamente la experiencia (lo que se debe a su peculiar manera de relacionarse, precisamente, con la violencia humana, que no la suprime sino que convierte en vivencia sobre todo fisio-estética culturalmente institucionalizada lo que ya existe inherente a la psique individual y socio-homeostática).

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El contrato social como concepto histórico a partir de ¿Hobbes?

Igualmente puede entenderse como una concreción racional-intelectual de un fenómeno que ya se da sobre el locus socio-homeostático de la pertenencia identitaria, si bien de forma digamos performativa y no racionalmente explícita. De hecho, a eso se refiere Herbert Geertz con su descripción de cierta función cognitiva implícita en las peleas de gallos de Bali (“Deep Play”), eso de una recreación de una violencia avícola que ofrece, en realidad, una vivencia moral y catártica de la violencia como el sentido social que subyace al orden de los clanes y que, pese a todas sus posibles injusticias, es siempre mejor que la violencia desabrida entre grupos humanos o clases sociales.

Es decir, el proto-contrato social (aún no formalizado) es con la violencia misma y dolor que anticipamos que trae su temido regreso al escenario público. De manera que cabe entender su presencia ritual o de alguna manera controlada –es decir, mimética e incluso estética — como catártico y visceral recordatorio de nuestra dependencia cognitiva en ella, si bien también sirven los espacios norbertoelisianos de autoincoacción psíquica, pues suponen una forma vicaria de nuestra propia imposición (violenta) pero sin consecuencias físicas directas (es decir morales, por no estar expuesta a escrutinio público y al ser una violencia íntima y neurofisiológica). Pero, naturalmente, tal dependencia en la violencia misma no puede tratarse de forma racionalmente explícita (o no al menos respecto a sus universales formas antoplógicas históricas), lo que obliga a que reconozcamos asimismo nuestra dependencia psíquica en la mitología.

O decir que la manera más “racional” de abordar este asunto como sociedades es aún a través de la narrativa: muestra histórica suprema podría ser,por ejemplo, el caso de Dionisio que puede entenderse en su vinculación con la antoplogía agrourbana como analogía metafísica con ni más ni menos que la neurobiología actual aplicada a los contextos antopológicos; esto mismo que esbozara pero sin concretar en su día el mismo Nietzsche.

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Una visión geocéntrica frente a la heliocéntrica:

Pues daba lo mismo respecto de la comprensión humana inicial del tiempo; y sí se considera esta última como más racional y conceptualmente explícita por certera, la geocéntrica puede entenderse como una especie de estado preconsciente o prerracional en el que, sin embargo, imperaba una lógica desde luego lo suficientemente correcta como para inventarse los relojes (invento que antecede unos cientos de años a Copérnico). 

La limitación límbica de toda extensión sociorracional:

El salirse de nuestra zona de confort a partir de vivencias sensoriometabólicas extremas, se puede llegar a desdibujar toda estabilidad consabida socavando, entonces y momentáneamente, el orden colectivo anterior. Lo límbico pues se convierte en una suerte de críptica guardián del marco cognitivo-cultural vigente, obligando al escenario colectivo a no excederse en lo que se puede entender en cualquier momento histórico como “apropiado” o no, o del todo “intolerable” y que aboca frecuentemente a una violenta zozobra psíquica en los individuos. Ejemplo ya clásico de esto es la necesidad por parte del poder de esconder, a veces, su propia violencia, pues tal espectáculo puede abrumar a las personas de tal forma que puede dejar de tener sentido alguno la diferencia entre la violencia “de los nuestros ” y la enemiga (de hecho, a partir de la guerra norteamericana en Vietnam de los 60-70, ningún ejército contemporáneo ha dejado de controlar férreamente la prensa -las imágenes en general- respecto sus propias operaciones).

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En Plaza Ciudad de Viena, número 9 (Moncloa-Aravaca) cuando Santiago Abascal era aún buena persona

Entre marzo del año 2003 y primavera quizá del 2007, acudía 4 ó 5 veces por semana al edificio-torre central de Plaza Ciudad de Viena, Madrid (para un asunto personal pero bastante intenso, un día sí y prácticamente otro también, con pausa únicamente en el mes de agosto y una semana en navidades). Y como encajaba muy bien con el horario de mi trabajo que me dejaba inactivo a partir de las nueve del mañana hasta medio día y por la tarde, solía desayunar antes de subir a eso de la 9:30 en el bar que en aquellos tiempos había en la planta baja.

Y así fue que al entrar un día me encuentro al otro lado del redil circular de aquella barra con la ensimismada y como algo apagada figura -pulcramente trajeada y encorbatada, eso sí- de un exalumno que unos años antes había entablado conmigo cierta relación personal (cosa que con frecuencia ocurriría en el contexto de mi actividad de entonces). De tal manera que sabía muy bien, y hasta había llegado a congraciarme con al menos su persona, que era falangista declarado de los que aún se identificaban en aquellos tiempos con Blas Piñar, consideraba al mismo Partido Popular como una caterva de traidores, y no sé si al rey Juan Carlos también.

Aunque este hecho personal que él atemperaba en algo por razones profesionales, pero que había querido que yo supiera y que, además, yo aceptara en pos de, simplemente, la formalidad personal entre nosotros, no había impedido que llegara a estimarlo como persona, por el sufrimiento personal que me relataba sobre su divorcio (¡enfatizando la angustia y zozobra tambien de su esposa!) y en sus muy agudas observaciones sobre su propio sector industrial (petrolero) y los siempre presentes entresijos de la corrupción que relataba cuando de estaciones de servicios se trataba. En cuanto a la consecución de licencias municipales me trazó un auténtico catálogo de las idiosincrasias regionales y hasta provinciales en España que, según una u otra zona, eran más deshonestos y duros de pelar y las que lo eran menos—aquellos tiempos eran, además, los de un tal Villanueva y el gran escándalo entonces aún reciente aquel de trucar los surtidores de toda su cadena estaciones de servicio de la que él o su familia eran propietarios).

Un tipo elegante en el vestir, en los modales y en el trato afable y divertido con la gente; era buena persona, quiero decir, eso que solemos decir todos nosotros en algún momento respecto a alguien, sin profundizar. Pero aquella mañana le percibí entonces como algo mayor para los poco más de cincuenta años que calculaba que entonces tendría, y también como entumecido de cara grisácea con sutiles pero profundas ojeras y, en general, no muy animado que digamos. De hecho, no me reconoció pese a estar casi en frente suyo y pese también de haber coincidido hacía relativamente poco-quizá había sido solo el año anterior- en algún Vips del barrio de Salamanca, donde, con otra fisiología más vivaz, me había apretado efusivamente la mano, llegando casi a abrazarme.

Pero bien: ya para entonces me había acostumbrado a los encuentros con conocidos del pasado que se presentaba en el ahora como prematuramente envejecidos, con una ligera hinchazón de sus facciones, apagados de vitalidad y faltos muchas veces de una memoria clara de su conexión anterior conmigo. Y la verdad, ya para entonces entendía que eso no era el tema más importante sobre el que articulaba mi vida entonces (y también hasta el día de hoy): no son los individuos en los que he de centrarme sino en los contextos del que dependen al mismo tiempo que contribuyen a mantener, como ya me había ocurrido (y que ocurriría con frecuencia después) con algunas otras personas en este sentido atrezo.

Es decir, ya intuía -lo que ahora me consta- que mis recuerdos personales, toda mi vida efectiva pretérita no era -ni es ahora- más que un sostén sobre el que puede seguir funcionando mi cognición y en su vertiente memorística (pues no hay, por lo visto, sujeto cognitivo sin memoria), lo que, además, me ayuda a mantener y cultivar, afortunadamente, mi sentido del humor ante las cosas.

Y porque apremia, me han hecho saber de infinidad de maneras y momentos, el tiempo colectivo, de tal manera que su urgencia como imposición es también necesariamente la mía frente el decurso los días y la perspectiva de futuro.

Pues bien, el tema entonces, en aquel momento, no era quién era o hubiera sido para mí esta persona ni cómo estaba (que forzosamente no debía de ser positivo en ningún caso), sino el sentido que tenía su presencia en ese lugar. Y en esto al menos fui rápido, pues recordé al momento que este tipo solía mencionar gestiones que de vez en cuando tenía que hacer en alguna oficina de la asociación de servicios de estación de Madrid, o algo así, pero cuya dirección yo no tenía por qué haber sabido nunca. Aunque ya me había percatado, al haber frecuentado casi a diario este bar y la arriba mencionada plaza, que eso explicaría su presencia, que dicha oficina se ubicaba efectivamente en aquella misma plaza.

Habría seguramente que decir que almacené el recuerdo de aquella mañana de alguna forma para un uso posterior mucho más preciso: el de asociar este perfil de Falganista-buena persona con el concepto de fuel; una gasolina de la que, con el tiempo, se haría dependiente la política española, pero mucho antes una política verdaderamente mundial como artimaña de lo que parece un esfuerzo por dilatar el tiempo narrativo un poco más dentro de un contexto energéticamente menguante…

Quiero decir que este atar cabos a partir de recuerdos que dan forma luego a una comprensión estructural, se me impuso, en este caso particular, mucho más tarde. Pero el hecho de vivenciar memorias personales a partir de las que se va hilando una idea, una narrativa y un sentido final que yo he de colegir por mi mismo (o así al menos percibo esta experiencia) si bien supone mi implicación personal, moral y afectiva de lo más intensa, no quiere decir que sea exactamente algo mío que yo haya forjado enteramente por mismo.

Pues la verdad es que todo este asunto en general nunca ha sido en realidad un problema mío sino vuestro; y a etas alturas creo que solo muy une a ello el deber, o algo así.

(Probablemente también el amor, aunque yo no utilizaría esa palabra)

Pero no llegué a decirle nada aquella mañana, como ha ocurrido con muchas otras personas (en realidad y hasta cierto punto, con todas las personas que conozco aún o haya conocido nunca), pues es en el silencio donde se encuentra la única ecuanimidad posible en esto que es mi nueva actividad vital, una actividad que había sido en realidad desde hacía muchas décadas antes (antes incluso de nacer yo) la mía sin que fuera necesaria mi concienciación sino desde noviembre del 2002 (y con una comprensión ya cromática más cabal a partir de febrero de 2004).

Aunque tampoco debo pensar mucho e innecesariamente en ello, la verdad. Pues aún hay trabajo por hacer y no se me permite distraer en lo esencial de este hecho base y fundamental y que es algo así como el sentido real (pero críptico) del presente de la especie.

(Avanti es lo que suelo decir a mi mismo llegado a este punto, y con escupitajo mental luego al suelo)

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Girard Bank revisado

Banco ya desaparecido de Filadelfia, EEUU

Tema de la venganza como causalidad insoportable (sobre todo para el grupo). De manera que este proceso girardiano de desviación (que está presente en las observaciones sobre el mundo animal de Konrad Lorenz también) y descrito en La violencia y lo sacro (1972) como recurso propiciatorio, tiene el efecto de convertir lo causal en correlativo que es el plano propio de la vivencia fisiológica nuestra, y lo que en el contexto de los grupos humanos supone favorecer una lógica estructural más profunda y de la que toda causalidad sociorracional es, en realidad, apéndice subalterno.

Porque postulamos que la intersubjetividad solo se convierte en tal gracias a su carácter necesariamente más causal (es decir, comprensible por tanto para todos), pero su función estructural es, sin embargo, el de garantizar y asegurar el plano correlativo de la vivencia socio-homeostática colectiva en su continuidad en el tiempo: por esta razón toda ontología vista desde esta perspectiva más profunda deviene por lo tanto en mera contingencia, si bien retiene como ontología su propia coherencia sociorracional y simbólica aunque de forma crípticamente escindida de lo realmente sustancial, es decir, la vivencia metabólica en sí misma independientemente de cómo se procese posterior y sociorracionalmente sobre un plano cultural y semiótico cualquiera.

Y sería de esta manera que llegaríamos una u otra vez a situaciones en las que tener razón en un sentido analítico y culturalmente racional no fuera, en realidad, certero por cuanto no relevante en un sentido más profundo y por tanto de carácter erróneo, si bien no explícitamente entendido como tal, pero sí con frecuencia intuido. Ejemplo clásico de esto sería el heliocentrismo frente a una visión geocéntrica; oposición o dicotomía que cabe entender como en cierto sentido inválida por cuanto solo de forma analítica nos relacionamos con el primero (como punto clave y de arranque respecto al constructo abstracto -pero empírico sin duda- del concepto de sistema solar y todo de lo que de ello se sigue), mientras que nuestros cuerpos y el entorno correlativo (y homeostático) del que dependen no puede dejar de vivenciar dicha relación de forma siempre visceralmente geocéntrica y pese a la aparente sinsentido intersubjetivo que supone.

En términos renegirardianos, entonces, la necesidad de una víctima propiciatoria ha de ser necesariamente de caracter propiciatorio, esto es, una persona, animal, objeto o idea (finalmente mitológica, que es evidentemente la mejor opción ) cuya destrucción a favor del colectivo no suponga la necesidad por parte de nadie de un acto vengativo sucesivo. A favor del grupo porque rompe precisamente la lógica causal al tiempo que permite la imposción humana ritualista y como espectáculo del que nos beneficiamos todos los pertenecientes de la muy infame unanimidad violenta a la que, por otra parte, nuestros cuerpos no pueden resistirse (pero nuestro mente como voluntad, sí). Y como todos ya sabemos, el mejor chivo expiatorio que hay son los cuerpos culturalmente ajenos, justamente porque el espectáculo de su desprecio y maltrato suele tener consecuencias morales diferentes, atenuadas o ausentes del todo dentro del contexto de nuestra propia pertenencia cutural.

He aquí, pues, otro buen argumento (ya clásico) de que el bienestar colectivo se basa, en realidad, en una garantía del espacio fisiológico correlativo que la causalidad más firme puede destruir, y de la que los grupos humanos, a veces, tienen que blindarse. Naturalmente, esto empezó a contemplarse a través de narrativas mitológicas, ¿pues cómo entender analíticamente que a veces la razón es enemiga de la cohesión en el tiempo del grupo, y que como conocimiento esta idea compleja se sale del plano correlativo y no es, entonces, muy útil para la vida física y social? Y de hecho aún a día de hoy seguimos relacionándonos de forma elíptica con este tipo de complejidades (que vemos, precisamente como paradojas cuando quizá no sean exactamente eso sino un reflejo de una lógica compleja que atañe a otro plano por encima del directamente socio-homeostático).

¿La gran prueba de la supremacía antropológica de lo correlativo sobre la causalidad?

Porque la causalidad en su modo más firme es producto posterior de un plano correlativo múltiple anterior al que solo podemos aproximarnos por medio de un arduo esfuerzo analítico; si bien, en ningún caso cabe vivenciar la causalidad de forma socio-homeostática puesto que es el mundo humano analítico y ontológico que, alimentándose de lo correlativo anterior, se sale acto seguido del plano corporal-antropológico. Y es que al locus socio-homeostático propio de los cuerpos antropólogos, siempre ha de tornar el logos culturalmente determinado (cualquier que sea), pues es ley de vida que impone ni más ni menos que la cognición humana. Hasta para los mejores y más prestigios científicos. ¿Dónde si no gastarse tan alegremente sus duramente ganados y acaso escasos sueldos?

Evidentemente, la Sociedad de riesgo se refuerza a partir de esta división (pero que es también un continuo) entre estos dos modos cognitivos distintos. Y es dentro, por una parte, del reino de lo racional y consabido (señorío, en última instancia, de la razón técnica, de la ciencia y del mismísimo yo socializado de cada cual) en el que somos -porque nos proyectamos hacia el futuro apoyados, cabe decir, por una intersubjetividad individual a la vez que estandarizada. Mientras que en la periferia (que lo es porque menos consciente, más límbico y previo casi del todo al lenguaje) siguen estando nuestros cuepros bajo el regímen correlativo y menos racionalmente articulado del Cerebro automático, si bien no estoy hablando de ningún desplazamiento físico sino metabólico, acaso también decir neuroquímico, etc.

Porque, como ya sabemos, así anda el juego de la antropología agraria, qué se le va a hacer. Y juego en el que siempre gana la casa al final (si acaso sea necesario recordárselo).

La ciencia y una pragmática antropológica del embauque (apuntes)

¿Para qué más sirve, en realidad, la ciencia? Erige una racionalidad causal de la que solo parcialmente podemos vivenciar; pero esto aporta una fuente importante de estabilidad a la práctica antropológica de la sociedad de consumo. Y prepara la gran utilidad que es la Sociedad del riesgo como una forma de credo empírico que, poco a poco, va prescindiendo de ideas pues la estabilidad real pasa de nuevo al cuerpo que se resguarda no solo en el amparo de un logos racional culturalmente determinado (es decir, intersubjetivo), sino también en un futuro visceral que vivenciamos a través de una incesante producción de nuevos objetos, de tal manera que el futuro no se tiene que concebir sino que llega, en realidad como fuerza reconfortante, a través simplemente de nuestra vivencia del presente consumidor sin que sea necesario que intelectualicemos apenas nada.

Beneficios de la Sociedad del riesgo

1. Constituye una fe empírica de manera que se apoya en la ciencia y pragmática antropológica de la producción material y tecnológica, pero sin que sea necesaria dogma ni percepto espiritual alguno.

2. Utiliza, precisamente, los conceptos científicos como fuentes de tensión respecto posibles amenazas futuras; conceptos que el sujeto perteneciente tendrá que saber (aprender) como una cierta ideación y conocimiento teóricos necesarios para participar en la práctica antropológica.

(Las ventajas metabólicas en términos de gasto de energía sobre un plano agregado implícitas en puntos 1) y 2) son evidentes: la ciencia-tecnología continúa por su camino estructural de la virtualización progresiva de la cultura, es decir, respecto de contextos físicos que derivan cada vez más hace la experiencia mucho más fisiológica y neuroquímica, ahorrando así y en general el gasto de las vivencias más directamente físicas; y el uso de un estímulo en buena medida conceptual respecto de aquellas situaciones que, según los procesos naturales de los que formamos parte, pudieran surgir como complicaciones peligrosas (la lluvia ácido, la guerra nuclear y biológica; los accidentes nucleares; el terrorismo; el crimen organizado; el colapso climático o el del envejecimiento, como también los nuevos virus que nos asolan o las ya muy dudosa tasas de criminalidad callejera…y sin que importe en principio hasta qué punto todas estas amenazas sean reales o no, siempre que al menos sean mínimamente viables. )

3. De tal manera que se llega a un estado casi se diría de almacenamiento de los cuerpos sedentarios, mientras que el drama de la vida (moral) que es el alimento que más precisa nuestra cognición -y por tanto la práctica antropológica en el tiempo colectivo- se ejerce como una forma de administración homeopática (a través de unas u otras formas de espectáculo moralmente relevantes del sino moral-corporal ajeno) a unos agregados demográficos estables en el tiempo de su propia consumación tanto económico como vital.

4.Existe, por tanto, un gran margen de maniobra respecto de qué es lo real, pues como la ciencia hay que creerla, no podemos averiguar por nosotros mismos su realidad de forma directa; si bien podemos aprehenderla a través de lo resultados técnicos que vemos: ¿quién, desde esta óptica no explicita y en base a su poder de producir cosas, podría dudar de la ciencia? Es decir, la posibilidad como espacio para el embauque antropológico estaría en su punto óptimo (y puesto que el sentido de las cosas va, en realidad, en otra dirección; dirección que no es compartida de forma pública pero respecto a la cual hubo de adoptar decisiones decisivas en su momento histórico, y seguir desarrollando lo que desde entonces hasta hoy constituye el plano criptico de la política real -es decir, en un sentido estructural y suprahomeostático-).

La SDR es pues dispositivo que ahorra engería (sobre todo, en el no tener que pensar demasiado sino solo de forma a lo que parece finalmente trivial); porque amplía constantemente el carácter menos corporal de la experiencia ya inherente a lo sedentario; y porque permite maniobrar sobre un plano suprahomeostático sin que se tenga que infringir, inicialmente, las nociones que todos tenemos respecto a la leyes de la naturaleza y lo real (si bien más tarde esto podría empezar a violentarse de alguna manera).

5)El uso de esta manera estructural de la ciencia (en tanto pragmática sedentaria) permite precisamente no tener que pensar de forma rigorosa en casi nada más allá de los espacios estrictamente técnicos, pues si no es empírico no se tiene por qué respetar como idea: es decir, la SDR parecería inexorablemente ligado al mismísimo posmodernismo que tiene el efecto cultural de postergar la solidez de todo en forma de opciones personales que como tal valen pero que no pueden incidir seriamente nunca en el pensamiento técnico (por lo que, finalmente, no hubo de tomarlas nunca intelectualmente muy en serio).

6)Y la razón, a su vez, deviene en una suerte de opción ideometabólica; en una posición sobre la que nos podemos definir frente a otros de posiciones en algo diferentes a la nuestra. Pero habría que resaltar, ante todo, el bajo coste agregado en términos energéticos, pues se trata de una ampliación histórica cada vez más expandida de un espacio metabólico correlativo puesto a disposición de las personas, lo que permite compaginar un bajo coste energético agregado con la continuidad de vivencias moralmente relevantes (si bien quizás de carácter progresivamente más “espectaculares”, es decir superficiales), pero a coste de una disminución del rigor cognitivo cortical inherente al el pensamiento más reflexivo.

La fe «in corpore» de los contextos sedentarios frente a los cuerpos culturalmente ajenos

Imagen originalmente publicitaria que aparece aquí sin ninguna intencionalidad comerical

Examinemos nuestro “conocimiento” del cambio climático: es también, finalmente, visceral; a lo que parece definitivamente confirmado, en realidad, a través de nuestra percepción, lo que no deja de ser un plano esencialmente correlativo y no completamente causal. Si bien podríamos preguntarnos respecto de lo que sabemos de la ciencia como individuos de todo ese corpus de conocimiento que todos manejamos en uno u otro grado qué parte de ello lo entendemos de forma exhaustivamente causal y empírica, pues será más bien necesaria que demos por sentadas muchas cosas que no podemos comprobar ni personal ni directamente por nosotros mismos. De ahí cierta necesaria fe científica y desde una óptica individual y de “usuario” cultural.

La fe parte, en realidad, de una seguridad corporal esencial para la estabilidad sedentaria: la seguridad implícita que fundamenta los credos antropológicos históricos es, claramente, el hecho de todo lo que llegamos a postular como cierto, pero respecto un plano abstracto o de alguna manera remota y sin que nos sea posible acceder a ello, no pueda ni confirmar ni contradecirse. Y como todo lo que se diga, y una vez que haya adquirido estatus normativo respecto de una experiencia antropológica colectiva histórica determinada no puede fácilmente alterarse, queda erguido un marco semiótico firme del que puede servirse el sujeto homeostático culturalmente perteneciente (es decir dependiente). Mientras que la seguridad base inicial para las sociedades de consumo/riesgo es el mundo observable, tanto humano como en cuanto a los objetos creados por la producción científico-técnica; es decir, una seguridad solo nominalmente y en apariencia epistémica ya que su pilar real y central del marco sedentario es nuestra aprehensión visceral del futuro a través de los productos con los que nos relacionamos y su carácter de perenne renovación y desarrollo (un concepto de progreso ténico que rubrica, en realidad, un bienestar existencial reconfortante al nivel más primario y corporal en origen).

Evidentemente, en ambos casos hay que entender la estabilidad que proporciona la antropología sedentaria y sin la cual no serían necesarias las postulaciones divinas antropomorfas que acompañaron toda experiencia sedentaria histórica original. Es decir, este campo digamos totémico agrandado que coincide típicamente con la agricultura requiere de alguna manera de un nuevo plano epistémico, a través del desarrollo semiótico, para acomodar nuevamente el carácter emergente de nuestra cognición a lo inmóvil y sedentario; lo que también se puede entender -como aquí lo hacemos- como una continuación de una constante ya anterior y propia de los grupos humanos originales de incorporar al seno metabólico del grupo identitario la violencia como imposición vital individual.

Y de ahí nuestra tesis de que lo epistémico, en el contexto antropológico sedentario en el que el CA vuelve a aglutinar el tiempo colectivo, se convierta en una fuerza estructural auxiliar de carácter titilante en tanto crea nuevos contextos de gran vivifcación metabólica de carácter tendente en principio a una cognición más cortical como espacios intelectuales aptos para una misma imposición humana, pero ahora de carácter incruento, en principio, anunque no se puede decir lo mismo respecto de la práctica antropológica de la tecnología en general (dependiente también de lo epsitémico) y la perspectiva potencial para la violencia bélica que crea.

Una diferencia clave entre una mitología religiosa y la seguridad corporal de la sociedad del riesgo:

-La sociedad del riesgo (que ya constituye un credo “cientifico”) depende de “misterios” técnicos en tanto que desbordan nuestra capacidad de comprensión o manipulación decisiva; pero este tipo de misterio no es directamente metafísico sino se basa en el reconocimiento de los límites técnicos de la sociedad humana.

-El misterio mitológico-religioso-identitario, por contraste, crea su propia base de seguridad existencial a través de postulaciones metafísicas. Y, si bien es cierto que dicha estabilidad invita históricamente al desarrollo epistémico-técnico, parte de postulaciones imposibles de comprobar.

Por todo ello, probablemente hayamos de convenir en la idea de que la sociedad de riesgo, en tanto que se basa parcialmente en una comprensión lógica del mundo (y aunque esta no sea, efectivamente, del todo real ni cierto) tiene mucho mayor margen de control y estabilidad frente a disrupciones serias y antes de que el marco antropológico se abisme en el delirio identitario tendente a lo autoritario (pues en tiempos de crisis suele volver a aparecer nuevamente alguna mística colectiva al quedar debilitadas las facultades más reflexivas del conjunto social).

Respecto las antropologías metafísicas, sin embargo, lo identario en su peor sentido parecería mucho más próximo como amenaza estructural, si bien esto no tiene por qué darse necesariamente. Es decir, lo que parece distinguir entre las dos es el límite que tiene cada variante antropológica antes de que empiece a valerse de los cuerpos culturalmente ajenos para apoyarse en un tiempo cada vez más tensado y desesperado. Y mientras ambos marcos sedentarios son vulnerables a ello (puesto que nuestra condicion en este sentido brota, en realidad del contexto -del locus– original de la psique evolutiva humana), el dispositivo mitológico salta mucho más rápido hacia la explotación de los cuerpo exogrupales debido a la insustancialidad de su propio fundamento mitológico (que como tal no tiene por qué relacionarse de ninguna manera con la realidad y, por ello, se relativiza respecto de los “misterios” de cualquier otro grupo antropológico rival). La sociedad el riesgo, en cambio, no llega de forma tan rauda a este estado de ensimismamiento colectivo porque se debe en mucho mayor grado, precisamente, a la realidad observada, como en sí mismo una forma al menos potencial, de mayor garantía de respeto por la corporeidad culturalmente ajena.

La obligación, por tanto, de compromiso con nuestra observación de lo que es, puede entenderse como una mejor garantía la estabilidad sedentaria que, además, requiere de vías estéticas de regreso límbico para los sujetos homeostáticos; una estética que se ha de diferenciar claramente de lo ideológico, mientras que los marcos antropológicos de cáracter mitológico tienden mucho más a amalgamar peligorsamente la fisiología con la ideología.

De tal manera que como habitante nativo de la sociedad de riesgo, no me resulta tan apremiante la consecucción de mi propio confort homeostáticio a tráves del espectáculo de tu persona física ni coaccionada ni sometida por nignuna imposición de parte de los míos. Hasta puedo estimarte en más pues no me es imperativo servirme en realidad de ninguna manera de tu presencia dado que la lógica me dice que eso no tendría sentido (y por tanto no sería ni justo ni correcto).

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Definir mejor una <<antropología metafísica>>: ¿Son los nacionalismos exacerbados ejemplos de antropologías metafísicas frente a la SdR? Explica mejor de qué manera pueden combinarse la SdR y las antropologías metafísicas.