Apuntes a partir de Coerción, capital y los Estados europeos 900-1990 de Charles Tilly
Imagen parcial de El código Hammurabi
Y ocurrió que Anu y Enil me instaron a procurar bienestar a mi pueblo, a mí, Hammurabi, el príncipe obediente, temeroso de dios, y a hacer que la rectitud apareciera en esta tierra para destruir al malo y al ímprobo, para que el fuerte no dañe al débil y para que yo ascienda como el sol sobre las gentes de cabezas negras, iluminando esta tierra.1
El marco «fisioantropológico» anunciado por el príncipe Hammurabi:
–Yo obedezco a los dioses poderososque son mi fuente de legitimidad, aparte del hecho de mi fáctico señorío consumado sobre el territorio.
-Soy, por tanto, orden y todo en mi persona y en mi ser es a favor del bien.
–Lucho para vencer al mal (léase otros como yo que quisieran alzarse): que es, en efecto, una forma de maldad por cuanto no puede haber dos fuerzas violentas en disputa, dado que eso no es compatible con la antropología sedentaria. O mejor decir, que el conflicto agonal entre grupos humanos es una forma muy importante de estabilidad -porque entronca con la intensidad identitaria como mecánica socio-homeostática del sostenimiento sedentario-, si bien en la evolución de dichas sociedades resulta que surte efecto solo limitado: a partir de cierto momento de desarrollo y homogenización parcial ya no se tolera, puesto que constituye para la experiencia sedentaria -que es, por tanto, concentrada en lo proxémico y en la interactuación social que ya no se desplaza en grupo- una fuente de dolor y zozobra que rebasa el límite de lo funcional puesto que un aspecto importante de la viabilidad sedentaria es cierta planicidad base que periódicamente se revoluciona para volver a un nuevo contexto estable (de planicidad, y a la espera de futuros estímulos, disrupciones y crisis de efecto todos ellos homeopático).
–Garantizo, además, la justicia en tanto que el poderoso no puede excederse con los débiles, puesto que los contextos sedentarios no toleran ni bien ni por mucho tiempo el mal trato ni los abusos de parte de los poderosos, si bien es muy cierto que dichos contextos se alimentan metabólicamente tanto de las diferencias sociales, como de la injusticia implícita en ellas. De hecho, aunque digo que «destruyo al malo y al ímprobo», soy guardián, en realidad, del contexto en el que tiene lugar esta lucha y persecución, y no tanto de que se cumpla realmente la promesa; es más, probablemente tenga mucho más sentido estructural que no se cumpla definitivamente nunca jamás.
–Todo ello constituye mi finalidad (el paraqué): yo reino en tanto orden que soy sobre el tiempo colectivo y respecto esta extensión de territorio; o sea, frente a los exoterritorios. Aunque también pudiera decirse mi función real es el de sostener metabólicamente lo sedentario recurriendo a cualquier fuente de vivificación fisiológica (que como tal rebasa, inicialmente, el plano de los cuerpos) que esté a disposición del grupo, siendo la primera y más importante de ellas, naturalmente, la tensión interna al individuo perteneciente en tanto sujeto socio-homeostático. Por otra parte, los territorios vecinos -es decir, extramuros del nuestro-, en tanto amenaza exterior barruntada que se acecha (porque su habitantes son bárbaros; o bien porque ahí se hacen fuertes otros señores como yo, o simplemente por su calidad ignota), serán siempre de gran utilidad también en un sentido metabólico como fuelle y acicate de nuestro orden social propio.
–Existo pues en la tensión permanente del hacer y en tanto supremo hacedor que soy, y dado que ese es el modo real de la posibilidad sedentaria en tanto suple con la vivificación sensorio-homeostática, así como la dopaminérgica, el problema socio-fisiológico que supone para los seres humanos la quietud sedentaria.
Inferencias:
La legitimidad última de la mecánica sedentaria ha de rebasar los confines de lo evidente y parapetarse en tanto concepto lógico-abstracto en el espacio semiótico de las narrativas culturales; su valor estructural reside precisamente en su calidad no susceptible de contradecirse. Apelar de esta manera a unos entes superiores es importante porque, evidentemente, el monarca no es todopoderoso respecto al mundo natural. Por otra parte, es moralmente superior, a ojos del sujeto homeostático, la subordinación incluso respecto al regidor puesto que es una condición subyacente que compartimos todos en tanto seres socio-homeostáticos (aquello sobre el que se asientan los grupos).
Una posición tautológica es el fundamento argumental de la legitimidad del poder, lo que esconde de alguna manera la realidad: el jefe-rector es porque en todo su poderío, es; porque, simplemente, se ha impuesto sobre los demás. Su legitimidad se basa, en el fondo, sobre esta tautología que esconde además otras implicaciones: el regidor, que es porque es, es, además, bueno, dado que no cabe concebir en ningún caso al poder rector como verdaderamente maligno. Es decir, parece que la antropología sedentaria, a la larga, es incompatible con una forma de estabilidad cotidiana que no se arrogue para sí una lógica cultural a favor del bien: intrínsecamente, los grupos humanos, máximos los sedentarios, no parecen tolerar una situación contraria, lo que implica entender esta necesidad de un vínculo serio y firme entre la naturaleza humana y el bien, esto es, en el contexto colectivo, y dado que, como no tenemos otra opción que vivir sometidos al poder fáctico (beneficiándonos de ello, sin duda también), es necesario asimismo atribuir una benevolencia mínima a dicho poder, porque si no, se haría a la larga insufrible, lo que nos abocaría -o al menos una parte de nosotros y como siempre- a una nueva forja de sentido como imposición violenta (léase la rebelión).
Es decir, el fundamento último del sentido humano se asienta sobre la imposición del mismo, mas este hecho no puede finalmente explicitarse como tal, puesto que socavaría la cohesión colectiva sedentaria. En difícil equilibrio se erigen, por tanto, el saber y la viabilidad sedentaria, pues el sentido articula la socio-homeostasis sedentaria respecto una experiencia cultural particular, al mismo tiempo que -paradójicamente- incurre en el riesgo de ir más allá de los límites de lo consabido puesto que el saber sedentario (en tanto despegue semiótico y la ampliación de espacios dopaminérgicos consustancial a ello) capacita -precisamente- al individuo para vivencias más fisiológicas que corporales, frente a la reducción del desplazamiento colectivo físico.
Paradójica es, por tanto, nuestra relación con el saber, en tanto que la articulación de los grupos humanos requiere de la forja constante de sentido (en tanto suporte real de toda unicidad colectiva), si bien el fin del mismo es de carácter, en realidad estructural: el sentido es útil tanto en cuanto faculta espacios colectivos de vivificación sensoriometabólica a disposición de los sujetos homeostáticos (a quienes se les presenta el ejercicio un tanto ilusorio de entender su conformidad con el grupo como, finalmente, un acto de su propio poder de imposición personal); aunque más allá de eso, el saber puede volverse mortalmente peligroso para los colectivos al abocar a los individuos hacia cierta violencia intelectual -no coporal inicialmente, eso sí- pero de efecto potencialmente fragmentario respecto al grupo propio de pertenencia. O en todo caso y de manera universal, han temido (con verdadero pavor) todas las experiencias culturales el saber demasiado, de tal forma que todas las culturas asimismo universalmente (desde las etnografías más particulares hasta las civilizaciones agrarias, las históricas y también la contemporánea) se auxilian de espacios creados de un saber arcano, reservado solo para iniciados (táctica en sí para rentabilizar la tensión metabólica de los sujetos homeostáticos bajo la presión de tabúes establecidos y mantenidos precisamente con esta función estructural).
Y así, como si de un trauma colectivo se tratara, toda andadura cultural humana empieza acarreando algo así como el pesado secreto de su propia feroz incoherencia, y como a espaldas de nuestra misma capacidad de racionalizarla, pues ¿cómo puede ser que nos debemos, en toda nuestra bondad potencial con la que la experiencia social y socioafectiva nos dota, a la realidad brutal e implacable de, en última instancia, la eliminación física del otro que es lo que, en el fondo críptico antropológico, hace posible la experiencia sedentaria en sí misma? Pero, quien se encarga de una necesaria fachada ya institucional -algo así como la gran rúbrica sobre el tiempo humano sedentario colectivo cuya figura e imagen reclaman para sí el poder sobre la misma vida corporal- es, lógicamente, el regidor: esto es, el soberano quien enmascara con su fáctico dominio sobre la violencia (y los argumentos lógicos que se esgrimen para entenderlo) el hecho desolador de que, en tanto sociedad en el tiempo sedentario ahora viable, nos debemos a una suerte de violencia fundadora anterior e inexorable; o mejor decir que es la imposición fáctica del soberano lo que permite, precisamente, que no sea necesario que esto lo entendamos nunca, y dado que parecería sobrepasar nuestra posibilidad cognitiva.
De hecho, de tan atroz e imposible de asumir racionalmente que resulta esta universal situación antropológica, nos auxiliamos en lo sagrado en tanto ambigüedad que permite aquello que precisamente no logramos racionalizar, esto es, sobrellevar el hecho de nuestra propia persona2 racional y yo socializado no sea más que un apéndice, en realidad, de la experiencia colectiva. Es decir, solo un enfoque neurobiológico admitiría acercarnos racionalmente al problema técnico de la antropología examinada desde la óptica de la consciencia humana; mientras tanto, la experiencia humana sobre la tierra ha ido sujetándose en este sentido precisamente por sus propias postulaciones míticas, y dado que siempre quedan a nuestra disposición metabólica y dopaminérgica los espacios abstractos no susceptibles de contradecirse. He aquí la gran baza de habitar un cuerpo físico definido, junto con el humano poder cognitivo de postular sentido. Pero es al cobijo incorpóreo del ente postulado -que postulamos nosotros mismos- donde accedemos al amparo colectivo de lo racional, ahí donde, por incorpóreo y en el fragor de solo lo homeostático, caben realmente todos los cuerpos físicos.
Porque es precisamente el sentido que hace que sea sostenible la experiencia sedentaria: porque toda lógica cultural se establece sobre la organización de la experiencia fisiológica, acomodándola y creando espacios miméticos de vivificación fisiológica y dopaminérgica que solo un plano semiótico extenso puede garantizar. La forja de un sentido conceptual mayor y más explícito es la clave para la experiencia sedentaria por cuanto abre un mundo no corporal que, sin embargo, queda aún sometido por la homeostasis del organismo humano como parte de, simplemente, nuestra neurobiología (o así puede entenderse el sistema nervioso en su conjunto como aquello que, en cierto sentido por separado, regula neurológicamente los procesos homeostáticos corporales3).
Es decir, que el plano moral se desdobla en dos planos diferentes, uno que es directamente corporal, y otro que consiste en una cierta recreación emotivo-mental en la intimidad homeostática de todo sujeto perteneciente, aunque rige en ambos por igual la relevancia socio-normativa de, simplemente, la pertenencia (raíz permanente de eso que nos hace permeables como individuos a cualquier sentido moral).
Por contra, la experiencia nómada y seminómada se configura sobre entornos de sentido mucho más proxémicos, esto es, un sentido que se asienta mayormente sobre la interactuación socio-corporal inmediato que no precisa, por tanto, de las oportunidades de vivificación fisiológica consustancial a un mayor desarrollo semiótico; o no en el mismo grado, dado que la experiencia nómada tiene a su estructural disposición el desplazamiento colectivo físico en el andar mismo.
Que es decir que estamos, en tanto seres socio-homeostáticos sedentarios, condenados a crear y adherirnos al sentido sociorracional de nuestra pertenencia cultural puesto que es el sentido lo que hace posible las vivencias sensoriohomeostáticas (de las que, a su vez, depende el sentido para reforzarse nuevamente). Pero, resepcto a esta nueva condición sedentaria (para la que no se nos ha de considerar originalmente autóctonos), la violencia permanente es un serio impedimento a la posibilidad de la creación de sentido humano en los términos aquí esbozados, pues en pequeñas dosis fecunda el sentido (al obligar al grupo a reforzarse), si bien la violencia extrema y prolongada en el tiempo lo disuelve junto, finalmente, con el grupo en sí. Porque de alguna manera la imposición violenta en sí y en todas sus formas (respecto cualquier necesidad humana de la consecución de confort a cualquier nivel y en cualquier ámbito) es el verdadero fundamento del sentido humano; toda violencia por tanto rivaliza, en tanto sentido en sí mismo fáctico, con cualquier otro.
Evidentemente, Hammaburi propone en el texto citado ocupar él mismo el ámbito de la violencia corporal, única violencia legitima, de ahí en adelante; al mismo tiempo que constituye -a modo de decreto implícito- este otro espacio más fisiológico que directamente corporal que es el de una agudizada visión de lo social como rectitud moral y que, necesariamente, atañe a todos nosotros. Y es que parece que, una vez extirpada la violencia corporal más cruenta entre nosotros, hemos de buscar otras formas de pendencia en tanto vivificación metabólica que requiere de nosotros homeostáticamente, pero no en tanto respuesta corporal inmediata: vista desde una óptica antropológica esta fuente de permanente zozobra íntima (o sea, moral) deviene en recurso estructural a disposición de todo contexto político-agrario organizado.
Es decir, Hammaburi inaugura el juego homeostático de lo sedentario al arrogarse el papel del hacedor violento único que es un verdadero quehacer sin duda antropológico, al mismo tiempo que faculta la necesaria organización de otros espacios de vivificación fisiológica a través de lo moral (y el dispositivo filogenéticamente constituido de la pertenencia «opróbica» colectiva).
Y con la estipulación ya formal del bien y del mal, se nos abre, naturalmente, otros espacios metabólicos adicionales, el de la transgresión como asismismo la culpa, en tanto resortes imprescindibles para la continuidad del tiempo humano sedentario, además del debate no violento y -afortunadamente- interminable que implica la introducción del derecho tipificado y la necesidad, a partir de entonces, de interpretar los hechos.
Pues concibamos, a modo de ejercicio intelectual, el derecho en tanto institución social desde esta misma óptica de lo estructural: el planteamiento de Hammurabi aquí citado que le sirve precisamente para justificar este nuevo acto violento -ahora más semiótico que corporal-que es la imposición de un código de conducta a través de la tipificación de ciertos delitos y sus castigos correspondientes, constituye, podríamos decir, un manual de instrucciones que se propone regir -y aun rentabilizar- una fuente de gran tensión metabólica que de alguna manera reemplazará la violencia corporal desordenada que el rector se ha arrogado para sí (y por la vía de los hechos, pese a todo). Es decir, de lo que el regidor-jefe ha quitado a la experiencia colectiva (la violencia desatada y sin sentido de múltiples grupos armados en conflicto entre sí) parecería que se lo ha de devolver en forma de cierta oportunidad metabólica colectivamente disponible en forma del periplo individual e íntimo de la rectitud moral a favor del bien y frente al mal.
Podríamos concluir -tentativamente- que se trataría de una cierta metamorfosis a partir de la otrora desgarradora violencia corporal, que se vuelve a configurar, de alguna manera, en la forma de cauces definidos de gran vivificación fisiológica (es decir, morales) en compensación por la ausencia impuesta, respecto la vida cotidiana sedentaria, de la brutalidad física extrema que es la violencia y, en última instancia, la guerra.
Exactamente el mismo «juego homeostático» propone, en otro contexto religioso-jurídico, Yahvé cuando inicia, de alguna manera, a Caín en este nuevo modo antropológico del ser sedentario, a través precisamente de una relación de ninguna manera corporal sino de carácter fisiológico-cognitivo (que seguramente pudiera decirse también dopaminérgico) en la que el ser humano ha de procurar adherirse en su propia emotividad al hecho de ser objeto permanente de la presencia y escrutinio divinos. Es decir, Caín como agricultor vive ahora sujeto de forma más metabólica que física en su propia vivencia emocional-pulsional por la ley divina y la tipificación como delito de toda violencia homicida endogrupal. Abel, en cambio, quien como pastor subsiste aún de forma más móvil, no sirve ya como arquetipo para el nuevo mundo que propone-impone Yahvé: el asesinato narrativo del mismo pudiera entenderse, desde una óptica estructural, como un desechar de lo antiguo ante nuevas circunstancias agregadas, en particular, la de los espacios urbanos para los cuales, al parecer, la figura de Caín y su genealogía es central, algo así como el fundador de ciudades al este de Edén; y porque con él se inician, al cabo de algunas generaciones, los oficios del tratamiento del cuero, la fabricación de instrumentos musicales y, la metalurgia, todos ellos cauces de consumación metabólico-vital de los que depende la experiencia sedentaria, tanto en cuanto oficios (o sea, ocupación corporal), como en la forma de espacios metabólicos tendentes a lo estético (consumación del tiempo más fisiológico que corporal):
Y SIN EMBARGO NO DESAPARECE NUNCA LA GUERRA…
_________________
1 Cita extraída del prólogo del Código Hammurabi por Charles Tilly en el primer cápitulo titulado “Ciudades y Estados en la historia universal” de su libro Coerción, capital y los Estados europeos 990-1990, publicado por Alianza Editorial en 1992.
2 Palabara usada aquí según su etimología latina con el significado de máscara o personaje.
3 La homeostasis entendida como función del sistema nervioso y su mediación neurológica de ciertos procesos corporales a partir de Antonio Damasio en Sentir y saber: el camino de la conciencia (2021)
Aproximación «fisioantropológica» a la religión en los contextos sedentarios: un esbozo conceptual
1.Los grupos humanos dependen de las diferencias jerárquicas internas pues son el motor de su propia unicidad colectiva, sobre todo a falto de cualquier amenaza externa. Las diferencias jerárquicas, sociales y entre subgrupos abren la posibilidad de la autocoacción psíquica en el individuo.
2.Dada la escisión entre cuerpo y sistema nervioso y el hecho de que los grupos humanos se acaban sosteniendo sobre ella de forma más fisiológica que corporal, el individuo queda sumido en la ocupación base metabólico-dopaminérgica de su propia, más o menos constante, reconstitución sociorracional. El periplo del yo socializado que supone al mismo tiempo la articulación neurológico-cognitiva total a partir de la homeostasis sería, asimismo, a nivel estructural, nuestra efectiva integración fisioantropológica como seres copertenecientes y respecto un determinado locus cultural de pertenencia.
3.La autocoacción psíquica en el individuo se vuelve de gran importancia para los grupos humanos en tanto que reemplaza la violencia más físicamente cruenta de los cuerpos enfrentados entre sí; y porque supone la puesta de la emotividad humana individual a disposición del plano estructural tempo-espacial del colectivo. Porque la violencia interna de las autocoacciones en el individual, en tanto interpelación que nos somete y respecto nuestra propia autoimagen social, constituye una forma sin duda intensa de violencia no corporal sino de carácter moral.
4.A partir de entonces es la violencia física más bien barruntada y como temida posibilidad potencial (aunque ejecutada plenamente aún, pero con mucha menos frecuencia) lo que irá cohesionado el armazón colectivo de pertenencia identitaria y cultural. Y será cierta promesa implícita de definición, control y amparo que parece que tiene para nosotros la vivencia visceral de la violencia contemplada -pero de relevancia, en realidad, para nuestro propio cuerpo- lo que la convierte en fuerza de aglutinación, no solo de la experiencia social sino respecto la racionalidad humana en sí, y puesto que lo racional supone ante todo el dispositivo de nuestra fáctica integración al ser antropológico y culturalmente particular.
5.Más concretamente, la indignación moral ante las injusticias, los abusos y la inequidad contemplados intramuros del mismo colectivo humano, en tanto fuente de respuesta metabólica frecuentemente feroz en el individuo, debe concebirse como argamasa real de la cohesión colectiva y gran fuerza correctora de los vínculos estructurales entre sujetos homeostáticos pertenecientes.
6.De manera que el espectáculo de poderío corporal -de enjundia para nosotros manierista- y que emana de la visión del dominio de unos (los agentes humanos de la violencia perpetrada) sobre otros (los cuerpos asimismo afligidos, finalmente yertos de los objetos humanos), erige los polos opuestos y arquitectónicos de algo así como el espacio sociomoral universal humano. Es decir, a partir de un contexto proxémico que entreteje los cuerpos pertenecientes, actuará el espacio sensorio-fisiológico no directamente físico como traje protector respecto la nuda corporalidad antropológica, siendo la vivificación socio-homeostática y moral el claro en el bosque social, podríamos decir, hacia donde se transubstanciará en intensidad moral la otrora corpórea violencia más desgarradora.
7.O eso al menos respecto la experiencia endogrupal. Y es que la pertenencia antropológica del cuerpo singular abre, precisamente, la posibilidad de recurrir a la socio-homeostasis para cohesionar el grupo propio: pero a partir de entonces, las amenazas externas y culturalmente ajenas, en rigor, solo existirán en tanto frontón frente al cual nos reforzamos justamente como los dispositivos de acorazamiento fisio-homeostático que somos en tanto los colectivos culturales que nos hubieran llevado, en volandas, a través del tiempo evolutivo humano.
8.De «desafortunado» se podría calificar este aspecto histórico de los vínculos exogrupales por medio, justamente, de la violencia más cruenta y corporal que se hubiera auto-extirpado cada parte respectivamente. Sin embargo, dicha ferocidad antagónica entre grupos ajenos, sobre todo respecto la experiencia sedentaria, ha servido sin lugar a dudas, a la consolidación de los estados-nación originalmente europeas que hoy conocemos en tanto modelo planetario y que se hubieran erigido sobre la hoy en día inaceptable -al menos en teóría- conjunción de la guerra, la necesidad financiera de costearla, el desarrollo técnico para vencer en ella, además de la necesidad por tanto inexorable de parte del Estado (o monarquía o élite rectora financiera) de valerse por cualesquiera medios patrióticos y emotivos de la coerción de sus propios súbditos.1CharlesTilly
9.La aparición asismismo histórica del lenguaje humano supone la ampliación del espacio de autocoacción íntima en el individuo. Se va creando un bucle, a partir de entonces, entre el plano semiótico abstracto y conceptual (que se postula necesariamente sobre espacios no susceptibles de contradecirse), y la autocoacción psíquica íntima en tanto coerción icónica que nos somete como individuos socio-homeostáticos pertenecientes frente a lo sociorracional colectivo y normativo. De manera que, de lo socioculturalmente postulado, en tanto semiótica conceptual normativa, puede valerse el sujeto socio-homeostático para ahondar su propia psicología individual a través de la capacidad humana de conocer la culpa, la necesidad puntual de reprimirse internamente, además de la transgresión como gran recurso sedentario.
10.La religión en tanto corpus conceptual sirve estructuralmente para articular espacios de vivificación fisiológico-moral y dopaminérgica para el individuo socio-homeostático. Dichos espacios se apoyan en el suporte semiótico-simbólico que es el lenguaje. En este sentido la experiencia estética se combina con razonamientos y lógicas morales (de vigencia, por tanto, socio-homeostática); pero a diferencia de las formas de vivificación simplemente estéticas o artísticas, los credos formales (que se establecen, además, sobre textos escritos) asignan, podríamos decir, la zozobra moral y fisioestética a la tarea de edificaciones conceptuales, finalmente epistémicas.
11.Si bien el catolicismo se presta a la comprensión clara de esta combinación de lo conceptual y la vibración sensorio-estética (porque se artícula expresamente sobre este eje, mientras que otros credos rehúyen -o al menos así lo proclaman- la vivificación estética), todo dispositivo religioso entendido desde una óptica antropológico-estructural funciona a favor de espacios de vivificación fisiológico-moral puestos a disposición de los sujetos homeostáticos sedentarios. De esta manera el proceso de reconstitución sociorracional (del estar homeostático hacia el ser socializado) vuelve a hacerse funcional y estable, pero auxiliado ahora por un espacio abstracto que rebasa en buena medida el entorno físico-espacial.
12.En rigor, las antropologías más proxémicas (o “no literarias”) hacen exactamente lo mismo, pero a través de una interacción social mucho más directa que depende de una utilería ritual mucho más amplio; espacios que igualmente garantizan la vivificación fisiológica, pero a partir de objetos y entes varios sobre los que se puede postular cualquier lógica, y dado que lo que no se pueda contradecir podrá adquirir, con el tiempo, alguna forma de normatividad colectiva.
13.Y es que parecería que toda cultura, máxime las más arraigadas en la dependencia agraria, no tienen más opción universal que poner a disposición de los cuerpos pertenecientes espacios para el vigoroso ejercició fáctico de dicha pertenecia, a través de la vivificación más sensorio-fisiológica que corporal. O así parecería ser la respuesta de evolución humana respecto al cuerpo singular que, vista desde el problema de la unicidad colectiva, constituye una cierta dificultad técnica a resolver; dificultad que, sin embargo, se acomoda eficazmente a la escisión central nuestra, la que a través de la homeostasis dispone, por una parte, de nuestro ente corporal, y por otra nuestro sistema nervioso y la experienca sensorio-fisiológica que controla.
14.Precisamente, el concepto de liminalidad 2Turner debe considerarse un resorte en este sentido que, a partir de cualquier realidad fisiológica (que como solipsismo resulta opaca al razonamiento y adquiere, por tanto, una forma de impenetrable e inamovible estabilidad estructural) cabe vincularse ciertos espacios rituales y fisiometabólicos a partir de los cuales lo cultural y colectivamente consabido puede volver a afirmarse a través de las generaciones y la inexorable previsibilidad fisiológica que las constituye.
15.De manera que a lo largo de la historia del desarrollo tecnológico occidental se constata un proceso de expansión de espacios de vivificación fisiológica junto con las miméticas 3Norberto Elias promovida en buena medida por los adelantos técnicos: la imprenta, tanto respecto la palabra impresa como también técnicas de grabado de imágenes; la fotografía, la telegrafía, el cine, la telefonía y, finalmente, la radio, son todos suportes anteriores a la Segunda Guerra Mundial que espolearan la extensión cultural -y planetaria- de espacios fisiológicos de vivificación cada vez más amplios (es decir, a costa en cierto sentido del plano corporal y como una forma de “virtualidad” pre-cibernética). Puede argumentarse, en efecto, que el oleaje cultural de la llamada secularización histórica de la cultura tiene mucho que ver con el cisma que, poco a poco, se estaba produciendo entre la vivificación fisiológico-estética y la episteme, que ya no quedaban entrelazados por los grilletes de ninguna religión sino que iban por caminos ya separados. De manera que, desde una óptica estructural y sedentaria, la religión iba haciéndose cada vez más de carácter optativo en muchos contextos culturales ante la abundante variedad de cauces fisiometabólicos que fueron apareciendo y arraigándose.
16.Es asimismo importante recalcar la importancia dopaminérgica que implica lo epistémico al quedarse liberado de la otrora religiosa definición de cauces fisiológico-metabólicos de los que originalmente dependiera la experiencia sedentaria: de manera que puede esgrimirse el argumento de que la vida emotivo-mental (que se constituye presumiblemente de procesos fisiológico-dopaminérgicos íntimos) asumirá históricamente un papel importante respecto la funcionalidad sedentaria de las sociedades industriales. Pues desde el comienzo de la vida humana arraigada en los ciclos estacionales y agrarios, ha sido necesario acomodar una mecánica socio-homeostática de permanencia colectiva forjada originalmente a partir de la experiencia nómada anterior: dicho proceso de acomodación se ha consolidado apoyándose en la materia neurofisiológica y hormonal de la experiencia humana, para efectivamente suplir la reducción del entorno proxémico consustancial a la vida inmóvil agraria, y así rebasar en gran medida el plano físico-material en sí mismo.
17.Evidentemente, el nacionalismo entendido como fenómeno socio-homeostático de pertenencia de alta intensidad vivificadora -y también en su calidad de constructo contemporaneo a partir, más o menos, de la experiencia napoleónica europea-4Alvarez Junco replica en buena medida la relación que entre pertenencia socio-homeostática y la episteme establecen los credos sedentarios. Ante un indicio más estaríamos, por tanto, respecto la dependencia sedentaria en la vivificación sensorio-fisiológica en compensación por su condición estuctural mucho más inmóvil, en tanto constante que, alterando y metamorfándose en el tiempo histórico, permanece.
18.Sugieron coincidentes en el tiempo histórico, además, otros modos de vivivifcación más fisiológicos que corporales como puede ser el deporte entendido en un sentido mimético (esto es, en tanto experiencia que imita de alguna manera el fragor de la vida real, pero sin ningúna seriedad moral última5 Norberto Elias). Es decir, tanto como actividad a practicar cuanto espectáculo también de masas, el deporte contribuyó históricamente a establizar y hacer viable cierta planicidad inherente a la vida civilizada tal y como la conocemos.
19.Señalamos asimismo la sociedad de consumo, y concretamente, el desarrollo de la publicidad, como otra fuerza sensoriometabólica que acude también al auxilio contemporáneo de la experiencia sedentaria. Porque de alguna manera la publicidad desde siempre se ha propuesto encandilar vivificando el ojo consumidor, de tal manera y desde una óptica estuctural y agregada, la publicidad consitituye una verdadera ocupación sensorio-fisiológica del tiempo humano en sí. Y la aparición histórica de la televisión y su extensión popular por todo el mundo entre la década de 40 a hasta los años 70 del siglo pasado, rubricaría claramente esta función fisiológico-estructural.
20.Es también en este sentido que cabe entender los medios periodísticos tradicionales (prensa escrita, la fotográfica y la televisiva) como dispositivos catárticos cuya función estuctural es, evidentemente, la de exponer al sujeto homeostático a la zozobra fisiológica de la violencia contemplada y vicariamente vivida entre seres humanos, para así reforzar homeopáticamente el orden sociorracional y sedentario consabido. Es decir y siguiendo la estela de Dionisio en su paso por la historia humana según los griegos antiguos, nuestra exposición controlada resepcto la violencia contemplada y, por tanto, fisiológicamente experimentada por el individuo, supone asimismo nuestra tentativa inoculación contra futuros episodios de descontrol y anomia.
21.Es decir, desde la contemplación estructural y agregada en tanto sistema humano en el tiempo, la mecánica de los grupos sedentarios se alimenta de la violencia en tanto espectáculo moral: es el trauma sensoriometabólico en esta afrenta lo que catárticamente hace que volvamos a vivir nuestra pertenencia al orden colectivo -moral-racional y humano- como precisamente opción y poder personales que de nuevo ejercitamos con renovado vigor. En efecto, no otro fue, ha sido y es, la función de los credos religiosos que apuntalen contextos de vivificación sensoriomoral y metabólica de violencia controlada cuyo efecto último redunda en una vigorosa elaboración epistémica (teológica, finalmente humanista).
22.O sea, la historia humana no se libra de la violencia sino se desarrolla en conjunción con ella: he aquí la ambivalencia central que nos habita como seres socio-homeostáticos que solo somos racionalmente en tanto defenestremos la anomia del estar corporal anterior y preconsciente; lo que nos aboca, además, a una especie de nihilismo radical, en tanto todo acto del ser en sí mismo, supone una vital imposición violenta.
23.Quedan claro, por todo ello, las ventajas estructurales que supusieron históricamente los credos antropomorfas y la deuda que con ellos tienen la mente y la sociedad humanas contemporáneas. Mientras tanto y con poco recurso actual a lógicas epistémicas explícitas, quedamos encandilados y permanentemte susceptibles a una sutil seducción a través de una imaginería de poder, violencia, dominio y control; porque ésa es la atracción para nosotros de toda iconografía violenta: nos envuelve una visceral mística del control sobre las cosas como, en realidad, un experimentar sensorio-homeostático de amparo corporal y confort que toda violencia presenciada connota para nosotros, pues todo víctima y victimario, puestos en escena ante nuestra contemplación, están inexorablemente vinculados con cierta promesa para, en realidad, nuestros propios cuerpos. Por eso el lenguaje humano en tanto discurso de todos las culturas no se libra nunca de abundantes metáforas y imágenes en este sentido con fines y funciones no violentas sino simplemente de comunicación. Porque junto al horror y el dolor, la posibilidad moral -por tanto también racional- está para nosotros (paradójicamente o no) en la imposición humana.
1Coerción, capital y los Estados europeos, 900-1990. Alianza,1992
2El proceso ritual. Estructura y antiestructura. Taurus 1988
3El proceso de la civilización: investigaciones sociogenticas y psicogenéticas. (1939) FCE 1988
Apuntes a partir de la obra Ensayos sobre la violencia banal y fundadora (1984) de Michel Maffesoli
El estar es anterior al ser: ni nombre tiene todavía el estar.
El estar no designa ni sistematiza porque no sabe.
El estar es visceral, homeostático y pulsional: siente todo tipo de sensaciones y emociones.
Y, además, el estar pende intensamente (si bien de forma poco definida) de los otros, de los que, en presencia del estar, también están.
El estar, por tanto, es presente: está digamos a disposición de todo presente colectivo y se abre como tal a la fundación de sentido humano, al ser.
El ser es siempre posterior y subsiguiente: el orden cultural, las jerarquías, la doxa, todo saber categorial y ontológico, es.
El ser y lo que es, ya no está.
El ser en tanto categorial deja de ser presente y remite tanto al pasado y al futuro como a lo abstracto.
Porque el ser es, se funda en, una violenta (pero necesaria) imposición sobre el estar: porque los grupos humanos solo existen en la fisiología dopaminérgica de sus creencias, de sus postulaciones lógicas y en su moral.
Solo el grupo humano instrumentaliza de esta manera el estar homeostático indiviudal para fundar el ser cultural.
Es decir, el ser identitario de cualquier signo, origen étnico-político o ideológico, no puede nunca estar, sino que solo existe en el sometimiento del mismo.
Los individuos, en cambio, tienen que acarrear con el hecho doble de que no solo son sino que también están.
Y esto sin duda supone un problema desde el punto de vista de lo racional y culturalmente consabido, máxime todo poder fáctico establecido: porque el estar, que precede al ser, es asimismo la renovación -reconfiguración, reconstitución- de todo ser antropológico sucesivo.
De hecho, todo ser en su vertiente político es receloso del individuo a quién prefiere que esté bien inmerso en el ser: en un proyecto categorial de vida ideal planificada que le hace al fin previsible en tanto elemento singular que, sin embargo, queda agregado a la homogeneidad (al orden) mayor.
Porque solo están los individuos, y el ser que es de natualeza más fisiológica y dopaminérgica que corporal, para volver a constituirse, tiene que defenestrar el estar, al menos momentáneamente a la vez que de manera incesante.
Porque cada reconstitución sucesiva del ser, por razónes parecen que neurobiológicas al fin, supone un nuevo destierro del estar (antesala, a su vez, del siguiente ser).
El ser político se siente vulnerable al estar y la reaparición de las emociones más desabridas que solo en el presente amenazan con volver a hacer acto de presencia: en este sentido, todo proceso de homogeneización cultural sobre el estar, tiene claros réditos para el ser político.
De hecho, todo ser hiperracionalizado se siente permanente vulnerable al impredicible estar: no extraña nada, por tanto, que un mayor progreso tecnológico haya devenido históricamente en un cada vez más implacable sometimento del estar.
El lenguaje humano, como los individuos, también está al mismo tiempo que es: el estar fónetico de los otrora primoridales cuerpos antropológicos nómadas hilvanó de esta manera su fisiología con una congruencia colectiva de orden socio-lingüistico (el ser).
Pero debido a la posición en realidad subalterna del ser (que no deja nunca de depender del estar anterior y pese a toda prentendida eminencia de las cosas que políticamente son) el ser político tampoco se fía del lenguaje y el indudable poder que le confiere a todo hablante.
Precisamente: para el ser político, el estar supone una forma de poder independiente más allá del regimen fáctico del ser. Pero la fea verdad de nuestra condición es que la violencia funda sentido humano, un sentido que ha de renovarse a la zaga de todo estar generacional sucesivo.
Por eso el orden antropológico -máxime el sedenatario- no es viable cuando sobre él se ciernen multiples fuentes de violencia, y la incertidumbre de múltiples sentidos futuros potenciales.
Y es que para el ser político solo hay una fuente de violencia-sentido que es, naturalmente, la suya propia: no se tolera otra.
(Y no le falta razón, desde la óptica del orden y bienestar sedentarios)
Pero, por eso el estar en sí -todo estar en tanto potencial renovación de sentido futuro- se ubica agonalmente de entrada con todo lo que es.
Que antropológicamente el estar no se lleve muy bien con el ser no es, evidentmente, una novedad, o no al menos para la filosofía y la antropología, si bien no se suele hablar exactamente en estos términos.
Por otra parte, un estar que solo funcionalmente se atricula a través del ser socio-racional (en tanto personalidad socializada) pero que no dispone de horizontes del ser cultural más amplios -ámbitos de intensa vivencia dopaminérgica más o menos cultos e intelectualmente autónomos, y más fisiológicas que corporales- se verá atrapado, de alguna manera, en el estar.
El estar alimenta al ser, y el ser auyda a sobrellevar la viabilidad sedentario siempre que no se inmunice contra el estar, que es a lo que tienden, por lo visto, las antropologías agrarias.
El ser es una ilusión sin duda, pero significa.
El estar, al que crípticamente somete el ser, no signifca nada en sí.
Pero no se puede estar de forma antropológica sin ser, pues los grupos humanos solo son en tanto instrumentalicen el estar.
El sentido de las cosas y hasta la identidad de cada uno -universalmente- no son sino a través de la subordinación cultural-antropológica del estar socio-homeostático.
Aunque problemático es esto de ser sin el estar, asunto que tampoco es nuevo respecto, por ejemplo, el desarrollo de la sociedad industrial (y las críticas de, por ejemplo, Simmel, Spengler, o el mismo Nietzsche, entre muchos otros), pues es posible el ser sin la sal de la vida que es el estar.
Esto es, puede darse sí, pero no está claro por cuanto tiempo.
Porque cuando el ser no logra renunciar a su obsesión se diría patológica con la coherencia, solo a las bravas y de forma destructiva puede volver imponerse el estar.
Porque el estar somete al ser.
Pero siempre es reacio el ser a tener que admitir esto.
Le cuesta enormemente.
Y se refugia, mientras tanto, en una impostada unidimensionalización de su propia condición (del ser).
Un ser que, cegado a su propia condición real e inherente con la que ni negocia ni apenas se relaciona, permanece sujeto a una espera elíptica de una nueva y violenta irrupción del estar.
Pues solo crípticamente puede reconcerse el ser en su paradójica dependencia esturctural en la anomia que es el estar.
O sea, se trata de un reconcimiento imposible que queda biológicamente impedido en cierto sentido, porque no se puede, respecto al mismo punto metabólico humano, ser y estar al mismo tiempo:
Y es que el ser y el estar forman una oposición de términos mutamente excluyentes.
De hecho, la neurobiología contemporánea entendida por ejemplo a lo antoniodamasiano, atestigua precisamente este hecho, si bien no se suele hablar exactamente en estos términos.
De ser posible una racionalidad suprahomeostática (es decir, el poder ver y actuar frente al mundo sin encontrarse sujeto por la suerte corporal propia) implicaría una moralidad que también hubiera logrado elevarse por encima del plano socio-homeostática del grupo antropológico. Porque la cognición en tanto constructo siempre en alguna medida cultural, en realidad, sujeta el espacio de actuación del sujeto homeostático, mientras que la moral sirve para amoldar -filtrar- el ímpetu emotivo-vital de cada cual siendo cado una (cognición y moral) vertientes diferentes de una misma cosa, algo así como el protocolo universal a la vez que culturalmente específica de la pertenencia fisioantropológica para todo cuerpo humano singular.
Aunque eso es también decir que por encima del locus de la pertenencia socio-homeostática, no hay moral posible pues toda contemplación ética solo puede partir, en última instancia, de la singularidad corporal. Pero ¿qué cuerpo humano puede haber que no esté imbricado a nivel homeostático con un colectivo antropológico y cultural, y aunque solo fuera a través de la adquisición lingüística materna que es buena parte del pensamiento mismo?
Tampoco puede concebirse la consciencia en tanto estado neurológico reconstituido, en un sentido culturalmente neutro pues la condición socio-homeostática de la experiencia humana parecería inseparable del hecho fisiológico nuestro, aunque me parece que nunca he podido siquiera sobreentender este matiz en las ocasiones que he seguido algún autor experto que versara sobre el tema de la consciencia; no es que lo nieguen sino que en las casuísticas que he leído sobre, por ejemplo, lesiones cerebrales que afectasen de alguna manera la personalidad del sujeto en cuestión, los neurólogos suelen manejar el término consciencia sin explicitar nunca el hecho, creo que certero, de que es en el contexto de dependencia de un grupo donde el ser humano inicia, desarrolla y de alguna manera perfecciona este, digamos, dispositivo del yo socio-homeostático.
Que para eso está, podríamos decir, la conciencia como armazón del ser socializado y perteneciente, frente al plano evolutivo del tiempo humano (o eso al menos hasta la aparición de la agricultura intensiva).
Pero de poseer una racionalidad suprahomeostática, significaría que usted ya no estuviera obligado-obligada, en su propia emotividad, por ciertas estructuras o dispositivos morales filogenéticamente transmitidos de forma universal a los seres humanos de hoy en día. Porque sepa usted que es su propia emotividad (encendida al principio por, simplemente, la experiencia sensoria) la que le arroja a usted contra dicha herencia (o sea, interna también a usted mismo o misma) para que, según cualesquiera circunstancias culturales reales, usted tenga que definirse como sujeto socio-moral y perteneciente.
Porque dicho legado biológico actúa, a fin de cuentas, como mediador-regente entre la emotividad propia y lo sensorio-emocional de los otros: el poder de la cultura es precisamente el de ponerle a usted en la encrucijada de estas tres vertientes (su respuesta homeostática íntima, la de los otros y los universales sensoriomorales heredados) para que o bien se vuelque usted en el solipsismo de su propia fisiología, o bien se reprime ante la coacción que supone su defenestración anticipada, o bien -que es en verdad lo más frecuente- logra usted combinar las dos opciones anteriores en alguna medida y en algún grado.
En todo caso y al final, experimentará usted el hecho un tanto enmascarado de su propia conformidad base con el grupo (con el fin último de que estos no le abandonen ni se vuelvan unánimamente enfurecidos contra usted) como una forma, paradójicamente, de poder de imposición propia.
O sea, aquella jugada maestra -estructuralmente hablando- del cristianismo que logró que concibiéramos el acto de refrenarnos ante nuestras propios impulsos violentos como un verdadero poder personal que nos asiste (que no ninguna debilidad ni cobardía sino todo lo contrario), pues resulta que tiene cierta utilidad entender toda incorporación fisioantropológica del individuo al grupo, respecto toda viabilidad cultural histórica posible, como un mismo dispositivo esencial parecido: algo así como una mecánica estructural común que sería la de proporcionar un espacio, sobre todo fisiológico de imposición personal que postergase de alguna manera las consecuencias socio-corporales de nuestros actos, por mor -evidentemente- de la permanencia en el tiempo del grupo (en principio sobre todo el propio, qué se le va hacer).
Las otrora evolutivas ventajas de los colectivos que hubieran logrado que la conformidad individual a nivel estructural, sin embargo, le pareciera al individuo mismo la exaltación de su propia autoafirmación existencial singular (resaltando al menos para sí cierta visceral noción decisoria personal), tendrían una clara baza para cohesionarse en el tiempo común: el ámbito de lo moral y el de las postulaciones epistémicas, por constituir espacios no corpóreos -sino más bien metabólicos, quizás también decir dopaminérgicos– constituyen una herramienta estructural clave en este sentido; una herramienta como recurso que deriva de nuestra condición homeostática dirigida -o coordinada- por nuestro sistema nervioso.
(Evidentemente, el cristianismo tiene una especial característica histórica en este sentido que es la de suponer el comienzo de una forma de hacer explícita la idea de la no violencia a favor de la experiencia corporal, pues en su calidad prosélita radical fuerza los límites, en realidad biológicos, del grupo propio; si bien esto tardaría siglos en plasmarse en el sentido y peso culturales laicos con que hoy día lo conocemos).
O quizá le fastidia que le “engañen” de esta manera, respecto un nivel tempo-estructural que se sirve de la propia experiencia sensorio-emotiva de usted, pintándole las cosas como a usted necesita verlas (esto es, como circunstancias frente a las que, de forma denodada, usted ha de realizarse como individuo) para que luego todo el entramado en sí se consolide sobre el plano estructuralmente más importante y significativo que es el de nuestra diacronía como colectivo antropológico (después finalmente, como especie sobre el planeta). Pero no se aflija si usted, en tanto individuo socializado -en su misma racionalidad y voz interna- sea algo así como el apéndice dependiente de un estar anterior y preconsciente: no es que deba verse usted de ninguna manera rebajado como sujeto de su propia condición vital sino esfuércese -si quiere a modo de ejercicio- en ver más allá del solipsismo de su propia experiencia homeostática en la que vivimos cada uno de nosotros respectivamente.
Y, aunque claro está que se trata de algo inherente desde siempre a la condición humana originalmente nómada, es la antropología sedentaria la que, paulatinamente, hubiera de explotar la posibilidad de encauzar el ímpetu vital humano por perdurar (o sea, la violencia en su naturaleza más orgánica), a través de espacios o circuitos no directamente corporales, espacios que, para ser viables, toda antropología sedentaria e inmóvil tiene que poner a disposición de los sujetos homeostáticos.
Porque, como posee usted en su propia constitución filogenéticamente heredada ciertas condicionantes colectivas respecto a cómo percibe el mundo, debemos considerar la vivificación sensorio-emotiva (es decir, la estética en su sentido más amplio) como un experimentar también imbricado, y pese a la apariencia real de nuestra singularidad física, con el grupo cultural. Es decir, nuestro modo de ver el mundo es, de forma para nosotros inconsciente, un acto en realidad colectiva a hasta cierto punto; lo que no es colectivo, claro está, es lo esencial de la intimidad homeostática de usted, si bien no puede soslayar los elementos universales de la percepción humana, lo que actúa como un críptico (o sea no explícito) orden parcial de lo humano en sí. Con lo que se hace necesario entender la experiencia que podíamos decir mimética1 (esto es, la que imita a la realidad corporal y proxémica, pero sin trascendencia corporal (moral) inmediata), se construye necesariamente sobre el desarrollo semiótico y cultural (que incluye toda la índole de formas y variantes de la representación artística, y medios de comunicación), como un experiencia también moral, y que, si bien no se iguala exactamente con una moralidad proxémica directa, puede suplirla en buena medida: o así debe entenderse, por ejemplo, la realidad histórica efectiva de ni más ni menos que de las ciudades y de la vida urbana en sí.
Pero de poseer usted una racionalidad suprahomeostática dejaría con ello de pertenecer a la trayectoria humana que acabo de referenciar, pues ha sido, lo sigue siendo, gracias a nuestra subordinación homeostática que la experiencia sedentaria haya podido -pueda seguir aun- reforzándose en el tiempo colectivo. Pero al interrumpir este nexo homeostático entre individuo y el grupo, quedaría usted ante la tesitura de entender la falta de sentido (ahora sí que lo notaría usted), lo que en principio le abrumaría, respecto al hecho de que no hay, sencillamente, sentido más importante (con perdón: más significativo) que el perdurar colectivo en sí.
Esta circunstancia se debe, en efecto, al hecho de nuestra vacuidad neurológica, que quiere decir que más allá de nuestra sensorialidad no hay nada (que todo empieza para nosotros en el percibir, siempre, en cierta manera, adánico). Y esto conlleva aceptar que la violencia, como dependemos de ella en nuestra propia imposición vital, la tenemos a mano como herramienta lógica de la fundación del sentido humano colectivo, si me permite la redundancia implícita en este último sintagma (o sea, el sentido no puede ser en su sustancial esencia sino colectivo).
Aunque claro, desde la óptica de la hipotética racionalidad suprahomeostática de usted, vería de forma ahora translúcida que, pese a nuestro íntimo vínculo con la violencia y al hecho de que los grupos antropológicos logran aglutinarse en base a ella, se hace imperioso a la vez la necesidad de controlarla en última instancia por medio de la creación de cauces rituales, después mitológicos, para externalizarla de alguna manera respecto del grupo de pertenencia2.
Ello se debe, muy probablemente al simple hecho de que cuanto más próximos e in corpore que nos relacionemos con otros seres humanos, día sí y otro también, menos toleraremos la aflicción presenciada respecto a esos mismos seres humanos. Es decir, espoleados por, simplemente, el dolor, los grupos humanos no tienen más opción que parapetarse frente a él ampliando el espacio emocional (no corporal) a disposición de los sujetos homeostáticos pertenecientes (culturalmente o incluso de forma situacional y fáctica respecto a quienes son “menos de los nuestros”); porque si no, como si de una contaminación pestilente se tratara, o bien a modo de un metafórico fuego descontrolado, el colectivo caería disgregado y roto a causa de las violentas pulsiones internas propias
(Y no hay mayor desolación que visceralmente pueda sentirse todo cuerpo humano socio-homeostático que la ausencia de los demás, ya le digo.)
Pero piénsese en el problema especialmente agudo en este sentido de la antropología sedentaria, sobre todo la que se basa en la agricultura intensiva (o sea, la nuestra) donde ya no nos queda la opción del desplazamiento colectivo físico. Porque, precisamente, si pudiéramos seguir simplemente caminando en grupo de un lugar a otro, encarnando in coprore la realidad socio-moral de la que siempre hemos dependido realmente y pese a las apariencias contemporáneas (o sea, esa realidad que son los demás y ante los que, como yo socializado, estamos cada uno obligados ); así cazando y recolectando, pero llevando casi literalmente a hombro nuestros temas y asuntos interpersonales (los lazos socio-afectivos, las rivalidades, ofensas, lágrimas y también el cariño y el humor, etcétera) de un modo mucho más inmediata y cuerpo a cuerpo como si dijéramos, claro está que no hubiera existido nunca razón alguna para el desarrollo semiótico que separa la experiencia nómada del sedentario: los credos formales, el lenguaje escrito, el dinero, las distintas artesanías y formas de representación artística, o la incipiente observación empírica de, por ejemplo, los astros junto a un pormenorizado registro y control del paso del tiempo; todo eso que usted conoce por “cultura” civilizada incipiente, no es solo consustancial al antropología sedentaria sino que supone el sostenimiento real y viable de la misma.
(Por cierto, ya sería hora de que esto lo entendiera usted mejor)
Pero el hecho más importante del que se daría usted cuenta -quiero decir de poseer realmente una racionalidad suprahomeostática- es que puede servirse de la estética misma para periódicamente renovar nuestros vínculos con la violencia; que quiere eso decir que podemos relacionarnos precisamente a través de las condicionantes socio-relevantes heredadas de nuestra propia condición sensorio-homeostática: la moralidad y el sentido ultimo colectivos pueden renovarse a través de nuestra relación sensoria y de carácter, digamos, homeopático con la violencia y la seriedad que, en tanto los sujetos pertenecientes que somos, tiene para nosotros.
La experiencia civilizada (cualquiera que haya existido históricamente) se asienta siempre (o sea, inexorablemente y desde una óptica técnico-estructural) sobre la postergación de la violencia más directamente corporal y desabrida mas nunca su supresión completa; y todo espectáculo público o de masas que recrea, representa o de alguna manera exhibe una imaginería de domino de unos sobre otros, o de lucha y forcejeo unos frente otros; del padecimiento tanto justo como injusto de toda clase de victimarios y victimas (humanos y también animales antropomorfos); sobre un plano corporal y deportivo o bien en un contexto más abstracto (literario-político, por ejemplo), pero que no pero ello deja de ser igualmente moral: son todas ellas vías generales, de carácter en principio sensorial, para la dosificación culturalmente regida de un cierto grado de zozobra que se le brinda al sujeto homeostático sedentario y sin el cual no pueden ordenarse las antropologías agrarias.
Pero, sin embargo, pertrechado usted con una racionalidad-moralidad suprahomeostática, la cuestión de si esto es bueno o malo cedería posiciones a la pregunta realmente más importante: la de cómo podrán relacionarse mejor las sociedades humanas con su propia naturaleza, más allá de la disonancia cognitiva dionisiaca que es algo así como uno de los pocos ejemplos de un intento de dar sentido al armazón un tanto esquizofrénico sobre el que se asienta la antropología agraria; circunstancia que obedece en realidad (ahora sí que se puede describir de forma mucho más empírica) al carácter neurológico de nuestro funcionamiento homeostático y la calidad “emergente” de la consciencia3.
(A parte del mito de Dionisio y la tragedia de Las Bacantes en la que aparece su figura, debe usted conocer los conceptos igualmente griegos de Katharisis y Pharmakon. ¡A dos mil quinientos años de su aparición, en verdad no tenemos excusa!)
Además, a partir de una visión suprahomeostática de las cosas, se entendería de manera visceralmente más clara la violencia humana en su vertiente individual (o sea, sobre un plano íntimo y particular) en tanto nuestro permanente afán por autoimponernos en la consecución del confort en sus múltiples variaciones: pues somos seres homeostáticos que quiere decir también radicalmente hedonistas, y que, por ende, solo tenemos a los demás donde asirnos para refrenarnos -sujetándonos y definiéndonos- en la función de ellos colectiva de su autoridad última respecto nuestra propia continuación singular en el tiempo; o así al menos funcionamos -hemos funcionado desde siempre- en nuestra forma de relacionarnos in corpore con nuestro entorno humano.
Y es que viendo estas cosas desde una óptica suprahomeostática, se encontraría usted ante la tesitura de tener que volver a comprender su propia cultura ahora en un sentido mucho más técnico (como una mecánica en el tiempo, en realidad, de las generaciones) que moral, filosófico o espiritual ; y así comprendería, al fin, que lo más sustancial que tenemos los seres humanos (todos nosotros) frente dicha mecánica es el afecto, aquellas experiencias y personas que hacen efectivamente que importen las cosas y la vida misma: pues lo más real y fáctico de la vivencia humana son las improntas sensorias y la emotividad íntima de cada uno, en tanto fuerza causal real del porqué de la razón en sí humana.
(¡Y el que la emotividad íntima de cada uno pero en el locus de los otros pertenecientes, sea al fuelle real de la racionalidad humana y que esto no se entienda aun a día hoy y de forma popular, hace un flaco favor, sin duda, a nuestra causa!)
Aunque ¿qué importancia tiene, con todo y al nivel más significativo que es el de una estructura humana agregada en el tiempo del planeta, el afecto de usted; quiero decir si nos hemos de mirar y entender con toda sinceridad y por razones pedagógicas del momento fugaz de esta lectura? Pero el estar en posesión de una racionalidad suprahomeostática nos ayuda a ejercitarnos en la pequeñez e insignificancia real que somos cada uno (¡y eso a mucha honra, al decir parafraseando de, por ejemplo, Camus!)
Si bien, hay un detalle que hasta ahora no se ha mencionado: que de tener verdaderamente una racionalidad suprahomeostática, quiere decir que usted se hubiera reubicado de facto más allá de toda relevancia personal respecto a sus congéneres. Es decir, podemos esforzarnos en ver el mundo suprahomeostáticamente (este texto mismo es un ejercicio en este sentido), pero no dejamos nunca de regirnos en nuestra propia singularidad corporal y fisiológica por los imperativos de la pertenencia respecto, en realidad, el colectivo cultural y antropológico. Incluso los científicos, por poner un ejemplo, si bien adoptan precisamente un método suprahomeostático de examinar la realidad empírica, no dejan por ello de depender como individuos del medio profesional, social y también biológico que de alguna manera les cobijan, y dado que solo son individuos sociales por el hecho de pertenecer al medio humano (que si no ¿para qué tener una personalidad socializada?).
Pero un cuerpo humano poseedor fáctico de una racionalidad verdaderamente suprahomeostática, ya no se encuentra amparado por el grupo, pues solo puede consolidarse un estado de cosas parecido en base al poder sustraerse uno de la necesidad del mismo: evidentemente, ni usted ni yo poseemos los medios para tal fin.
(Si bien, en todo rigor lógico, eso por sí solo no quiere decir que no exista necesariamente nadie que sí los posee.)
En todo caso, la posesión de tales medios probablemente implicaría la capacidad de hacer muchas más cosas por encima (por debajo, detrás y a través) del mundo científicamente conocido de hoy en día. Y algunas de esas posibilidades sería muy interesante entender a manera de una serie de deducciones lógicas propuestas:
Que de poder consolidarse usted como ente humano suprahomeostático, se derivan las siguientes consecuencias lógicas:
Que suponiéndole tal capacidad habríamos de considerar que, si usted ha podido manejar su propia condición homeostática, es probable que pudiera incidir -si no controlar- la misma condición en los demás (esto no solo digamos uno por uno, sino posiblemente a través de grandes agregados humanos, quién sabe).
Que al abur de una capacidad parecida para poder reubicar su propia experiencia corporal más allá de la contienda existencial-moral respecto a su congéneres, dejaría súbitamente de existir para usted la política tal y como esta se entiende sobre un plano socio-corporal: las consecuencias de esto son importantes, pues se trataría de un posición política (la de usted) que no perteneciera propiamente a la política, sino que estaría más allá de ella -como también del bien y del mal, evidentemente- de una forma inaudita respecto la historia política y universal humanas. Es decir, para usted el esfuerzo por perdurar ya no sería, en realidad, a costa de nadie ni de ninguna manera excluyente respecto a los otros; para usted el poder político, en tanto juego de suma cero, perdería rápidamente todo resquicio de inseguridad respecto su propia permanencia. Y raudo se le revelaría a usted la verdadera naturaleza (en rigor, el problema) de su propia existencia: la responsabilidad.
¿Y eso de leer la mente? …Sí, pero en vista del poder de incidir que sobre lo homeostático ostentaría usted, constituye en realidad un punto en cierto sentido menor o secundario. Porque de controlar, o poder incidir en, la homeostasis humana ya estaría usted amoldando los pensamientos (tanto los sub o preconscientes como sobre todo los conscientes). Con lo que, hete aquí, nos encontraríamos ante el hecho de que usted controlaría en buena medida el mundo, ¡a través ni más ni menos que de las motivaciones íntimas del ser humano! Un control al menos en tanto mecánica de lo humano (quizás también respecto el plano orgánico, quién sabe). Porque ¿qué ser humano, sabiéndose sujeto de sus propias emociones y sin que le constatara explicación alternativa alguna, no consideraría su propia psique como posesión mucho más suya que de cualquier otro?
Pero ¿qué le podría motivarle a usted, a partir de tal estado hipotético de las cosas (por seguir jugando con las inferencias)? ¿Qué interés tendría, al final, la ganancia por ejemplo monetaria pues lícito es imaginarse que controlaría usted muy posiblemente el dinero en sí, como gran agregado fisiológico humano del que nos servimos, de una manera y en un grado que otro, todos los habitantes corpóreos del planeta? Es decir, muy probablemente la vida de usted adquiriría un carácter espartano pues quedaría bien pronto en evidencia este papel para usted insoslayable de responsabilidad respecto a la vida humana (muy probablemente respecto también las otras formas de vida) sobre el planeta: y no parecería que hubiera otra forma de ver la propia existencia de usted sino como misión a llevar a término; o sea, la misión como cometido personal de la continuidad en el tiempo civilizado de la experiencia humana, máxime cuando pudiera existir alguna causa de amenaza mayor respecto la misma.
Que de tener que estimar el valor de la vida humana en sí, ya lo podría usted hacer desde el plano ignoto de una óptica auténticamente técnica: que esto, por cierto, no lo ha hecho realmente nadie hasta hora en la historia universal humana, pues ¿qué valoración de la vida podemos hacer nosotros (incluyendo los científicos) que no esté siquiera remotamente vinculado a los afectos y las psicologías individuales, aun en el caso del mayor y más loable esfuerzo ético posible? Pero en el caso que aquí estamos hipotetizando, no tendría que rendir cuentas a nadie (porque ni se sabría, evidentemente, de la existencia de usted).
Y es que tendríamos que suponer que usted, al haberse topado -como fuera- con esta capacidad (“tecnología” que vamos a decir las cosas con su nombre), se hubiera esforzado inicialmente por consolidarse como único poseedor de dicha capacidad; o que, como poco anticiparía usted el problema que hubiera supuesto para la vida humana y la civilización en caso de actuar dos o más agentes reales en posesión de la misma tecnología. Y es de suponer que usted hubiera actuado en consecuencia asegurándose su calidad de poseedor único (vamos, me imagino yo).
Que se puede inferir, a su vez, que al encontrarse usted a partir de entonces en una situación adelantada respecto de la técnica humana real e histórica al uso, toda la evolución científico-tecnológica a partir de entonces (fijémosle fecha en la primera mitad de la década de 1950, por ejemplo), sería guiada por usted y de manera para usted a posteriori, de alguna manera, pues toda dirección investigadora humana estaría al fin supervisada por usted (y por su organización de algún tipo y dimensión, porque no se concibe que la críptica coordinación de tal actividad, desarrollada a tal escala, la pudiera hacer una sola persona, ¿no?)
Que de qué manera fueran a incidir en la vida las nuevas tecnologías, de qué forma y en qué grado, en tanto la dirección y sentido o praxis últimos de las mismas, quedaría al margen de toda contemplación pública real, siendo un asunto de la incumbencia exclusiva de usted: pues ¿cómo dudar en última instancia de nuestras propias emociones, del “sentido” mismo del hecho de nuestro propio percibir sensorial? Y a partir de entonces, acto seguido, la estructura económica agregada (los “mercados”) en su conjunto fisiológico, funcionaría de forma similiar, esto es, llevada según el critierio y urgencia técnicos de usted.
Que sería de suponer, además, que justamente en la investigación en general -científica y la humanista- encontraría cierta justificación (vamos, si es que la precisara alguna vez) de la propia existencia de usted, en tanto que pudiera supervisar, también con un criterio auténticamente técnico (es decir, genuinamente suprahomeostático) el conocimiento humano en sí, que sería asimismo la forma humanista más elevada de regir nuestra experiencia sobre el planeta.
Aunque, claro, usted existiría, al fin, a espaldas de toda forma de indignación moral ya que eso sirve a los sujetos homeostáticos en su esfuerzo por sobrellevar a nivel individual, no solo su condición sociohomeostática base, sino también frente a la vida sedentaria, pues no hay fuente de vivificación fisiológica más potente para el sujeto homeostático que la percepción de la injusticia y la indignación moral a que nos aboca: pero qué sentido para usted pudiera tener eso si ya no le atañería in corpore y personalmente –respecto al cuerpo de usted- cuestión de ecuanimidad alguna ni en ningún sentido.
No obstante, la indignación moral sí que tendría para usted una gran utilidad frente a la tarea de usted de garantizar la viabilidad sedentaria a través de la vivificación sensoriometabólica individual. Que quiere decir que usted se tendría que encargar de alimentar con el estímulo y la zozobra sensorios la misma planicidad efectiva de lo sedentario: como un Dionisio, el estímulo como desorden y hibris que son el secreto alimento y fuelle del orden racional sociocultural en sí, lo habría de poner usted. O quizás mejor decir “administrar” pues a usted no se le puede entender como sujeto por las mismas necesidades, ya que ocuparía usted un plano o nivel que parece que no cabría denominar sino ejecutivo y regidor frente al nivel objeto donde nos ubicaríamos los usuarios antropológicos (o así se nos denominaría según la terminología hoy al uso).
Y de la misma manera que los grupos antropológicos se sirven del cuerpo homeostático singular (el susodicho tránsito universal antropológico de un estar fisiológico y preconsciente, hacia la consolidación del ser socio-racional y ontológico a través de la socio-homeostasis individual), ocuparía usted una posición estructural parecido respecto un locus de dimensión ahora universal y terráquea. Pero, a diferencia de las estructuras antropológicas naturales (o sea, las otrora no supervisadas, anteriores a 1950, aproximadamente, como dijimos) no tendría usted más remedio que imponerle un sentido, al menos en tanto una dirección, al tiempo humano del que se habría de hacer cargo: la decisión, por ejemplo, de apuntalar las sociedades de mercado y la producción más o menos generalizada de confort humano que aseguran y posiblemente debido a un tema de eficiencia agregada, digamos metabólica, que haría que ésa fuera, desde la óptica de usted, la mejor opción en el tiempo por la que decantarse, y pese a todas sus posibles deficiencias en otro orden de cosas (la desigualdad social, la pérdida de horizontes existenciales serias, etcétera); deficiencias que, por los límites existentes respecto a los recursos agregados disponibles, se tendrían que obviar (o, más probablemente buscar aprovechar estructuralmente de otra manera: en tanto fuente, por ejemplo, de indignación moral). Aunque se alcanzaría con todo ello, evidentemente, un grado de seguridad existencial humano desconocido (tanto en cuanto su calidad de nunca antes visto cuanto por constituir una realidad opaca al conocimiento público): es decir, el gran temor respecto a nuestra especie en tanto sometida por la endiablada paradoja de una evolución histórica que, por más que se beneficie de progreso sobre todo tecnológico, no puede sacudirse sus orígenes biológicos vinculados (en su propios procesos emocional-cognitivos) con la violencia (con su mente o moralidadtribal original al decir de algunos4), quedaría ahora resuelto, pues sostendría usted la estructura antropológica a modo de lo que en esencia es, ha sido siempre: una oportunidad de consumación fisiológica de una generación al paso de la siguiente, y sin que signifique mucho más -o nada más- allá que de su propia continuidad en el tiempo (y punto). Porque con usted de garante real y planetaria, la antropología ya no estaría, por primera vez, ciega a su propio ímpetu vital y el proceso -parece que interno e inherente a sí- de autoaniquilamiento que atestigua la historia5.
¿O es que habría otra circunstancia que acicatease el cometido de usted en este sentido, como sería la cuestión de alguna calamidad colectiva avistada solo por usted sobre el horizonte temporal humano (la propagación accidental -o no-, por ejemplo, hacia décadas de un arma bacteriológico -coincidente con, o partir de, la Segunda Guerra Mundial- cuyos efectos de alcance total y planetaria emergerían solo medio siglo después), lo que en cierto sentido definiría la existencia de usted por fuerza evidentemente mayor y en tanto control agregado de daños, digamos, ya que de sucederse la hipotética contaminación bacteriológica antes de haberse usted ubicado suprahomeostáticamente, poco más podría hacer.
De tal forma que persistir en el cometido de usted en tanto garante terráqueo, sería asegurar que perdurase la oportunidad fisiológica humana agregada. Pero para ello usted habría que proteger -mantener e incluso contribuir a alimentar- la opacidad última en la que transcurre el tiempo fisiológico humano. The show must go on sería, evidentemente, uno de sus lemas corporativos más importantes (pero eso no sería posible sin una necesaria ambigüedad e indefinición que alimentase y posibilitase sin cesar nuestra propia naturaleza socio-cognitiva; que no sabiendo distinguir ni diferenciar ni entrever las cosas del presente, quedaríamos pertrechados al menos con una libertad fisiológica mínima, lo que al final nos acabaría escudando de la desolación de cualquier tema mayor, de esos exclusivamente “para adultos”).
Que el modelo funcional lo podría coger usted de la pintura, por ejemplo, y el término punto de fuga, en el que la percepción de un plano semiótico estable, inalterable pese a la indefinición real de todo, es lo que mantendría el funcionamiento estructural del tiempo humano en tanto oportunidad sobre todo dopaminérgica (o sea, de anhelo individual e íntimo por “hacer algo” con el tiempo que cada uno percibe que tiene, además de los dilemas y pendencias que periódicamente se nos lanzaran); y que en el no interferir con esta digamos serenidad estable de lo semiótico como atrezzo existencial tensado siempre respecto a algún punto futuro (o sea, todo aquello que damos por real en tanto legado cultural del mundo contemporáneo y del que damos por sentado que procedemos como sociedades); y no estorbar ni inquietar a los demás respecto de cómo ven ellos las cosas, se convertirían en una forma de deferencia -de respeto- al prójimo (que sin duda sería, entonces y en ese contexto, un cierto espacio de poder personal que tendríamos a nuestra posición y en donde volcarnos, si por ello nos viniera en gana).
Y es también de imaginar que se sentiría usted interpelado por el problema un tanto ético (si bien retendría una cierta realidad e importancia fisiológicas, sin duda) del plano moral más profundo de las cosas, y no solo en tanto dispositivo de vivificación fisiológico-moral frente a lo sedentario (eso de una moralidad a nivel de usuario, solo de valor y importancia, en realidad, estructurales) ya que una de las consecuencias de un entramado así hipotetizado y que le afectaría a usted de lleno, es la horrenda situación (moral) de haber extrapolado a la humanidad entera de su propia suerte como especie en tanto autoconocimiento de la misma; que de una cierta disonancia cognitiva dionisiaca que subyace a la cultura y la experiencia humana en grupo (que viene digamos ya en serie y de fábrica), en el caso del tinglado montado por usted, pasaríamos a habitar algo así como un jardín terráqueo lobomotizado en donde no pudiéramos nunca aseverar de ninguna manera concluyente el plano estructural de las cosas, ni relacionar en general ninguna causa con su efecto correspondiente, más allá del solipsismo fisiológico básicamente personal en el que nos envolveríamos -en el que usted nos envolvería- además de una trivialidad bastante impenetrable en cuanto espacios culturales auténticos (que estarían evidentemente vedados para nosotros).
A lo que es de suponer que usted contestaría haciendo alusión al límite de recursos humanos reales con los que usted contaría, en términos de, simplemente, energía metabólica humana agregada disponible; que haría usted constatar que, por si no nos hemos percatado de ello, la cognición humana, máxime en contextos culturales de alto gasto dopaminérgico, tiene en coste estructural enorme: así que la hipotética ralentización cognitiva, por tanto, cultural supone una solución, si bien pasajera, a una serie de circunstancias que tendrían prioridad técnica (en cuanto el cálculo del máximo numero de personas, en el mejor estado de salud y calidad de vida que caben, y durante el máximo tiempo que pueda sostenerse). Y, además, haría usted hincapié en el hecho de que todo el proceso socio-homeostático en el que se basa la cognición humana (después la sociorracionalidad y el despegue y desarrollo semiótico-culturales) depende para funcionar a nivel óptimo de la emotividad humana en sí, lo que supone ya de por sí grandes asignaciones energéticas (pero, claro, la congnición humana y por ende la cultura, no tienen por qué funcionar a su nivel óptimo, es decir, admitirían ciertos ajustes “aceptables” de nuestra misma emotividad).
Aunque claro, esto último lo tendría que saber usted, quién si no. Pero, además, usted no podría abrirse a esta forma de metadiscurso ya que es de suponer que desvirtuaría el mecanismo estructural punto de fuga ya que obligaría, posiblemente, a cierta introspección personal para la que, como ya queda dicho, no dispondría de todas formas de reservas suficientes de energía metabólica.
Por todo ello es de suponer que sentiría usted apesadumbrado en este punto, pues ¿cómo seguir a través de las décades previstas de su propia opertatividad técnica garante respecto la especie, pero obligado usted siempre a su propio rebajamento humano al verse forzado a relacionarse exclusivamente con seres humanos objetos, con toda la humanidad en sí como objeto de la propia agencia técnica de usted? Presumiblemente consideraría usted transmitir de forma digamos cifrada e indrecta ciertas alusiones a la verdadera situacion histórica y su trascendencia real (por medio, por ejemplo, de la producción audiovisual o de los mismos medios de comunciación) mas no explicitarla nunca por mor de proteger las oportunidades de consumación fisiológica colectivamente disponibles y en tanto sociedades todavía mayormente de consumo que se rigen sobre todo por una estabilidad semiótica base que bajo ninguna circunstancia debe verse seriamente disvirtuada (después de todo, la experiencia fisiológica colectiva no dejaría en ningún caso de ser real, si bien se estaría articulando y ordenando según un contexto semiótico reducido ya a mera utilería o realia). Es decir ¿cómo suportar la ausencia de la voz humana en su propia autocontemplación existencial, eso que parecería según todo tipo de producción humana culturalmente particular, precisamente aquello que nos confiere de alguna manera nuestra humanidad en tanto capacidad de autoconocimiento? Y es que pese a su hipotetizada posción regidora y extrahomeostática de usted, no dejaría de depender de su objeto técnico (o sea, la humanidad en sí) en tanto su propio fundamento existencial; es decir, se habrá externalizado haciendo extrínseca, paradójicamente, su propia esencia moral interna, pues dependería en su propio sentido vital de la condición efectivamente ajena del objeto de la agencia técnica de usted.
Pero que eso no sería más que una contradicción aparente: que el sentido humano siempre surge de un proceso parecido en el que el inviduo internaliza respecto su propia autoconciencia el hecho de los demás; que es decir también que la esencia moral individual, en el locus de la pertenencia sociohomeostática, se hace fisiológicamente extrínseca al cuerpo singular en sí. O sea, la relación estructural de usted con los demás sería, simplemente, una verisón más compleja de nuestra misma condición neurológica hueca (pero en un sentido muy postivo en tanto ´flexible´ y ´susceptible de rellenarse según las contingencias que hubiere´) que la otrora natural selección de las especies hubiera simpelmente explotado y de forma al fin bastante previsible. Si bien dispondría usted de un margen de maniobra legítimo en tanto extra o supra moral (que no immoral, ni siquiera amoral) para lo que habría de ser su objetivo técnico base: el sostenimento de la oportunidad colectiva fisológica (pero sin que tenga usted que desvelar en ningún momento los pormenores técnicos repecto de qué quiere decir exactamente “colectiva”); sostenimiento que harbía de incluir asimismo y el mantenimiento del arriba mencionado modelo estructural punto de fuga que concibe el andamiaje semiótico consabido como si de inexpugnable fortaleza se tratara, y a la que en nada -o de ninguna manera seria- le afectan los vaivenes político-sociales de una actualidad real basicamente mediática, y de caracter parecería a veces exclusivamente virtual.
Porque, evidentemente, existirían algunos parametros respecto las necesidades técnicas de usted y vistos desde su punto de mira, que no se podrían ni compartir ni dar a concocer de ninguna manera; que ésa presumiblemente sería una de las grandes bazas como justificación que usted habría de esgrimir respecto su propósito propio existencial de usted (quiero decir, en el caso de que alguna vez hubiera de tener que explicarse ante otros): eso de que presciamente no rinde cuentas ante nadie y la contundencia -claridad- operacional a que eso se presta.
Y por su puesto que sin usted este tiempo humano (algo así como los ultimos 80 años sobre el planeta tierra y a partir de la Segunda Guerra Mundial) no habría sido posible, siendo la hipotética fecha límite por el año 1975, o por ahí, aunque de no extrahomeostatizarse e intervinir usted, la civilización (esa forma de orden sedentario que está inseparablemente unido a la experiencia industrial, de una manera u otra) hubiera seguramente implosionado décadas antes.
Y es que todo el mundo sabe (usararios antropologicos incluidos) que hay aglunas cosas respecto a las que no se les puede exigir a los demás que acepten como verdades fehacientes: en este sentido amparan, cobijan y alivian la indefinción, la ambiguedad y el no poder cerciorarse cabalmente de algunas cosas. En tal supuesto y por todo ello, nos veríamos obligados a cierto deferencia para con usted; una cierta simpatía por el diablo, como si dijeramos.
Pero por de pronto, esforcémosnos por aproximarnos a la imposibilidad suprahomeostática, al mismo tiempo que gocemos y defendamos, como usuarios antroplógicos, lo socio-homeostático. Aunque esto último como usted -lector, lectora- lo vea; quiero decir, eso como siempre. En todo caso, no nos atañería función ética mayor, en realidad, que ésa, y quizás una necesaria impertinencia vital redoblada por proseguir, como siempre, en volandas de la propia vivencia homesotática del yo, pero tal vez con una mayor deferencia por la complejidad de las cosas y, en general, por la homeostasis ajena.
Porque lo que se dice el futuro no lo sabría nadie, pues no dejaría de constituir una especie de “política mayor” que se ubicaría extramuros de la propia condición humana y, por ello, de nuestra incumbencia real.
__________________________________
1Con el sentido que asocia este término Norberto Elias en El proceso de la civilización(1939) y enDeporte y ocio en el proceso de la civilización, México, FCE, 1992.
2 Orden de fases, segun René Girard en La violencia y lo sagrado (1972), de la evolución cultural hacia la superación en alguna medida de la violencia corporal al poder transformarla en vivencias estético-morales intensas de carácter no material sino sobre todo fisiológicas.
3 Término que emplea Rafel Yuste para describir la consciencia o el cerebro humano en:
“Esta exigencia de orden se encuentra en la base del pensamiento que llamamos primitivo, pero solo por cuanto se encuentra en la base de todo pensamiento”...1
1
Conocimiento como hedonismo, pues todo lo es dado que somos seres homeostáticos; la curiosidad y el gusto por conocer a partir del observar.
2
Vivir en tanto autoimposición existencial (una violencia inicialmente positiva) es, o puede considerarse en general, otra manera más de la consecución de confort.
3
Postular sobre espacios abstractos no sujetos a la contradicción, en tanto natural imposición hedonista nuestra (verdadero poder cognitivo a nuestra disposición), es también una forma de confort.
4
Las postulaciones abstractas, bajo la presión coercitiva de la pertenencia que acarreamos todo sujeto homeostático, constituyen a su vez fuente de confort en tanto amparo sociorracional donde resguardarnos como miembros de un grupo. Y tanto más resistentes sean dichas postulaciones respecto toda posibilidad real de contradicción, más reconfortantes resultan.
5
La (socio)racionalidad entendida como comunión dopaminérgica en realidad íntima (pues ocupa algo así como el espacio somatosensorio y emotivo interno a cada uno) entre el nudo estar corporal singular, y el ser sociorracional, se nos presenta -de forma normalmente para nosotros solo intuitiva- como el grado sumo de pertenencia posible y, por ende, de mayor confort.
6
En efecto, reconforta el ser quienes somos en tanto un yo socializado (necesariamente según un tiempo y lugar culturalmente determinados), puesto que supone la facticidad de nuestra pertenencia al grupo como amparo corporal; y partir de ahí toda vivencia sensoria nueva, al actuar sobre un estar anterior, reforzará el confort sin duda identitario que se nos brinda el ser sociorracional y cultural.
7
Con el paso del tiempo parecería natural que se establecieran ciclos de zozobra sensoriometabólica (actuando nuevamente sobre el estar homeostático), para así reconstituir de nuevo el ser dopaminérgico y socio-racional que a su vez, y siempre, parapetase la nuda corporalidad humana singular: la función sacra, por tanto, de la racionalidad, que envuelve el cuerpo propio en el traje digamos fisiológico de la permanencia colectiva, debe concebirse ante todo como fuerza aumentada e instrumental de la consecución del confort al nivel humano más importante que es, por fin, el de la episteme.
8
Esta incorpórea pulsación del tiempo colectivo a nivel agregado que aboca al individuo al tránsito, en realidad incesante, de un punto a otro (del estar al ser, en los términos aquí planteados) puede esgrimirse como el “eje sacro” de la organización antropológica: pues lo sagrado es aquello que, por su parcial opacidad, nos une al grupo, que es decir también a nuestra propia personalidad socializada como el fundamento estructural de la misma.
9
La observación insistente respecto del mundo que nos rodea y del que dependemos como grupos a través de las generaciones, siempre ha redundado, según los estudios etnográficos, en lógicas conceptuales de imposición por parte del grupo sobre el mundo percibido: pues nuestra capacidad precisamente cognitiva para imponernos en este sentido sobre espacios conceptuales no sujetos a la contradicción, se convierte en instrumento real de permanencia colectiva al permitir la unicidad colectiva por encima de la idiosincrasia singular de cada uno.
10
Es decir, el plano postulado no expulsa los cuerpos sino que, en su calidad precisamente incorpórea, los acoge. De manera que resulta necesario hablar de cierta eficacia empírica2 a la que, fundamentándose en la autoridad del mundo observado, le asiste también el derecho a postular relaciones causales de cualquier tipo, siempre que no puedan contradecirse y que acaben redundando en sistemáticas referenciales según las cuáles pueden comprenderse los sujetos homeostáticos dependientes y respecto a su relación con el entorno natural.
11
Evidentemente, aunque se trata en verdad de una visión sin duda empírica en tanto en cuanto se basa en la observación, las postulaciones que después se hacen a partir de dichas observaciones no pueden considerarse «científicas», sí son eficaces respecto su cometido en realidad más urgente: el del establecimiento y refuerzo de lógicas útiles al grupo y por las que todo individuo pueda regirse ante la tesitura dopaminérgica de su propia pertenencia al colectivo.
12
El confort que nos proporciona el ser sujeto agente de nuestros propios actos (en tanto una forma inicialmente positiva sin duda de violencia como poder de imposición) presta una clara lógica al porqué de las postulaciones causales y abstractas: o entiéndase bien el poder del que goza el niño o la niña con las figuras humanas de juguete; relaciónese después con las taxonomanías, las clasificaciónes, y las representaciónes a escala más pequeña (mapas y maquetas), no solo las «científicas» sino respecto las de toda antropología pre-agraria y pre-tecnológica.
13
No es pues la validez empírica de los asertos por parte de los grupos humanos denominados primitivos, sino su calidad sistemática y la clara diferenciación en tanto dicotomías que son capaces de establecer entre los términos propuestos (aunque dicha diferenciación esté fundamentada, al menos parcialmente, sobre las analogías y asociaciones más estrambóticas y aparentemente absurdas): la razón entendida como “primitiva” no puede permitirse no saber, tal es la urgencia original de la permanencia del grupo frente a la percibida mecánica del mundo.
14
Por contraste, empieza la ciencia positivista tal y como la conocemos nostros, a partir de la separación entre lo que somos y el cómo vemos el mundo, porque en el alejarnos de la cuestión de nuestra propia suerte corporal existencial (tanto en cuanto cuerpo perteneciente como respecto al colectivo mismo que nos ampara), solo entonces cabría admitir, y como métedo profesar, el no saber.
15
Pues se trata de una caracterísica universal en tanto imposición humana, porque toda forma de imposición constituye un poder respecto la consecución de confort: las conceptualizaciónes en tanto en cuanto no son de naturaleza corpórea, facultan a los sujetos homeostáticos el ejercicio individual de un cierto poder de imposición fisiológico-cognitiva respecto del mundo del que dependen como grupos; y la imposición socio-cognitiva como poder individual, no solo ayuda a evitar, inicialmente, los encontronazos entre cuerpos co-pertenecientes, sino que refuerza la resiliencia colectiva.
16
Puesto que no podemos ser sino en la exclusión momentánea del estar homeostático anterior, precisamos de los preceptos culturalmente vigentes que encuadren y hagan posible dicho paso o tránsito: los grupos subsisten como tal en su capacidad precisamente de proveer al indiviudo perteneciente espacios de imposición más metabólica y de tipo dopaminérgico que corporal.
17
La pertenencia es, vista desde esta óptica, la incorporización antropológica de la anomia individual; y su efectiva realización, que es la sociorracionalización, en tanto un estar homeostático anterior que se hace ser, requiere que tengamos como individuos a nuestra disposción unos preceptos lógicos compartidos (por muy imaginativos que sean respecto su interpretacion del mundo natural). La cultura, cualquiera con tal de que esté efectivamente disponible, tiene un valor verdaderamente técnico en este sentido.
18
Los agrupamientos humanos (los inmediatos y los que se establecen a una escala algo mayor) precisan de modos de diferenciación entre los individuos. La pertenencia antropológica, porque hace opaca, momentáneamente, la realidad corporal múltiple (a través de una cierta “ilusión” socio-homeostática del yo), debe concebirse como una forma de pertenencia encontrada pues nos desmiente a cada paso nuestro propio ente corporal y sintiente respecto de nuestra identidad cultural compartida: y, sin embargo, nos consta -por lo general y normalmente sin el más mínimo indicio dubitativo- que somos uno de los nuestros pese a todo.
19
No sorprende, por tanto, que los grupos antropológicos, al imponer sistemas de sentido busquen continuamente nuevas formas de diferenciación pues siguen sujetos a la paradoja original al que nos obliga nuestra condición corporal: pertencemos al colectivo como solución al desamparo corporal original, mas no podemos nunca renegar al mismo tiempo de nuestra condición de cuerpos expulsados.
20
Es a través de la diferenciación -en tanto poder también que nos asiste- que podemos sobrellevar de alguna manera el “problema” desde la óptica racional de la pertenencia cultural que supone la unicidad colectiva erigida, sin embargo, sobre una multiplicidad de cuerpos singulares: porque somos en el acto fisiológico-cognitivo del descernimiento, siempre según una epistemología grupal-cultural particular; cuando el estar singular se encauza, efectivamente, como el ser ontológico, finalmente categorial (pese a su calidad última de constructo social).
21
Así, ante las contingencias que componen todo sensorio común, nos encauzamos como sujetos homeostáticos pertenecientes según los preceptos lógicos que la cultura pone a nuestra disposción: el pertencer, por lo tanto, se configura en última instancia por vía fisiológica -quizá también dopaminérgica-, pero es la cultura que carga con la tarea de proporcionar dichos precpetos lógicos, esto es, una racionalidad al que asirnos los cuerpos expulsados que tambien somos y no dejamos nunca de ser.
22
Será este estado paradójico de las cosas que se repetirá a lo largo de la experiencia antropológica estructural en tanto que se trata de la escisión base a partir un sistema nervioso que neurológicamente rige, de ahí en adelante, nuestra experiencia homeostática. Es decir, la pertenencia al nivel del ser social es asimismo y simultáneamente, la exclusión momentánea de un estar fisiológico-corporal anterior y preconsciente. Pero resulta necesario para que esta mecánica de transición de un estar hacia la emergencia del ser sociorracional sea posible y que esté disponible (y dado la importancia que tiene para los grupos humanos), que exista en abundancia del estímulo sensorio-homeostático.
23
De manera que cabe entender el conjunto que es toda cultura “antropológica” tanto por el lado de las contingencias como también los perceptos lógicos; o que, dado que el denvir humano parece conllevar una natural tendencia hacia el control de las cosas y al consecuente reducción de las contingencias, habría que concebir la cultura como también agente de su propio abastecimiento sensorial, dado que la relación entre las contingencias sensorias y homeostáticas por una parte, y los perceptos lógicos sociorracionales por otra, es de una clara interdependencia mútua.
24
Puede incluso argumentarse que nuestros dotes universales de curiosidad respecto al mundo que nos rodea pueden entenderse precisamente como una avidez en realidad sonsorio-cognitiva que, además de su clara ventaja evolutiva, garantiza nuevos desafíos ante todo sensoriales; o que sobre nuestra sed hoy en día de contenidos narrativos y audiovisuales se asienta, por ejemplo, buena parte de la estabilidad financiera contemporánea.
25
Pero es necesario que la posibilidad de sentido se vuelva finalmente a equilibrarse en la interpretacion intelectual de las cosas. Porque los grupos solo lo son en tanto apéndices de su experiencia sensorio-homeostática y en su capacidad de imposición sociorracional (que lo racional es de hecho la comunión fundadora y reconstituyente del ser identitario que también depende, como defendemos, de la vivificación del estar socio-homeostático anterior): es precisamente en la conceptualización intelectual del mundo que observamos donde puede efectivamente existir el grupo, rebasando de esta manera la singularidad corporal para encarnarnos -paradójica y solo dopaminérgicamente- en nuestras imposiciones lógicas.
26
Porque el orden y nuestra capacidad de conocerlo (o, en realidad, imponerlo como sea) es útil para el grupo en tanto herramienta de articulación colectiva y espacio donde podemos parapetarnos in corpore, pero a través de la racionalidad cultural particular: se trata, entonces, de un espacio en realidad fisiológico, y de sustancia probablemente dopaminérgica que tiene el efecto estructural de arrumbar el cuerpo de cada uno, protegiéndolo y postergándolo de alguna manera respecto espacio-tiempo real de las contingencias.
27
Por todo ello, no extraña nada que una primera especialización de las funciones sociales humanas tuviera que ver con este instrumento existencial que es lo racional, y que surgiera universalmente la figura del chamán, a quien se le encargaba el mantenimiento de este ámbito técnico (si bien incorpóreo) del poder del grupo respecto su propia permanencia en el tiempo. Sabio, mago, hechicero, brujo o curandero serían todos ellos términos parecidos para referirse este primer oficio universal cuyo desempeño solía admitir, por lo visto y al menos parcialmente, la participión también de la mujer.
__________________________
1El pensamiento salvaje,1997. Fondo de Cultura Económica, Colombia.
2Término y concepto escpecíficamente de Levi-Strauss.
Respecto de los seres vivos con sistema nervioso, todo agrupamiento vital constituye una realidad más fisiológica que corporal, puesto que los grupos vivientes de las especies se asientan en su unicidad colectiva sobre la singularidad física de cada individuo perteneciente: todo orden, entidad o identidad compartidos, por tanto, se consolidan de la única manera que esto es anatómicamente concebible, esto es, a través de la vivificación sensorio-homeostática individual, rebasando en buena medida lo estrictamente corpóreo.
Y en tanto esto es así, en las raíces técnicas de los grupos humanos se vuelve perentorio concebir un dispositivo socio-homeostático por medio del cual los grupos parapetan el cuerpo humano, embutiéndolo, como si dijéramos, en un traje culturalmente definido y de forja dopaminérgica a través, en lo esencial y más primario, de la coacción socio-moral que acarrea sobre su propio organismo todo individuo perteneciente.
De tal manera que toda identidad individual (cultural y socializada) conlleva necesariamente un elemento fundacional de opacidad, y puesto que la vivificación socio-homeostática individual, si bien contribuye a la emergencia del yo socio-racional (como ese ámbito psíquico de naturaleza íntima e interna a nosotros que muy posiblemente pudiera entenderse como recurso dopaminérgico de lo más significativo), también oculta, reubicando a un plano críptico el punto de inicio corporal de cada uno de nosotros. Pues como insumo de una anterioridad corporal y preconsciente hemos de entender el yo racional en su calidad emergida a partir del armazón neurológico y socio-homeostático que sostiene el grupo, frente a la experiencia vivencial real e histórica del mismo.
Y en la medida que podemos participar de los resortes dopaminérgicos y socio-cognitivos que es el ser que nos ofrece nuestra propia antropología cultural, somos también y en el mismo momento, ese cuerpo-sostén postergado y enmudecido de un estar anterior que espera, a partir de entonces, estímulos nuevos que abocarán tambien, sucesivamente, a futuras reconstituciones socio-homeostáticas.
Distintos tipos de opacidad
Cualquier aserto que se haga respecto cualquier objeto o fenómeno que no puede comprobarse (porque el hacerlo queda más allá de la posibilidad humana inmediata), puede adquerir, sin embargo, una utilidad estrctural de la mayor importancia: al extenderse colectivamente la autoridad socialmente legitimada de dichos asertos, el hecho de que no puedan contradecirse abrirá un espacio dopaminérgico de la coacción psíquica individual en donde los individuos pertenecientes podemos ejercitar cierto poder íntimo respecto, en realidad, nuestra propia experiencia sonsorio-emotiva. Pues en función del conjunto de los asertos que constituyen lo culturalmente consabido según lo cual nos hemos de regir y medir en tanto sujetos sociales pertencientes, en todo momento podemos o bien volcarnos en nuestras emociones, o bien rechazarlas en nuestro afán vital por no incurrir el oprobio de los otros; y podemos también empeñarnos en ignorar nuestras emociones o cabe, por supuesto, la opción del disimulo. Pero, crucialmente, es la calidad opaca y no sujeta a la contradicción respecto de toda lógica cultural lo que estabiliza y, en alguna medida, protege la interacción cultural y comunicativa humana respecto un determinado locus socio-homeostático culturalmente particular, al mantener y resaltar la importancia estructural del perspectivismo fisiológico de cada uno.
A partir de nuestra limitación-definición corporal y amparados por lo ambiguo y lo no definitivamente defindo de toda realidad cultural, tenemos a nuestra disposición la oportunidad sobre todo metabólica -dopaminérgica- de definirnos moralmente en tanto cuerpos pertencientes. De tal manera que el libre aldedrío humano, bien escrutinado y entendido en su vertiente socio-fisiológica, deviene en recurso basal de los grupos humanos (máxime los sedentarios), frente a lo socialmente consabido y dóxico.
Se sigue de ello, como corolario, que cualquier cambio sobrevenido respecto del saber cultural consabido (todo aquello que un grupo antropológico considera que es) implica la necesidad asimismo crucial de reorganizar los espacios morales y dopaminérgicos que los cuerpos han de poder valerse, dentro de la consumación longeva de la vida simplemente orgánica. Porque en un sentido técnico y dado que el ser racional es, en realidad, algo así como la metamorfosis colectivo de un estar singular anterior y preconsciente, el pa(c)to colectivo y cultural sobre el que se asienta la experiencia sociorracional lo paga, en efecto, la corporalidad nuestra, aquello que por mor de la funcionaliad del grupo, ha de permancer en la perifieria del claro del bosque que consituye (es decir metafóricamente) el yo socializado.
Y fíjese si no es opaco el asunto, y hasta un tanto desagradable, que la expresión en español (por lo visto también en portugués) pagar el pato esconde trás una imaginería como infantil lo que remite, en realidad, a algo profundamente inquietante para nosotros como son los conceptos de chivo expiatorio, vícitma propiciatoria o el matiz de odio particularmente siniestro que denota el vocablo oprobio (aparte de la expresión más suave de pagano). Pues es sobre una exclusión, o bien una aprendida autocoacción en el individuo, lo que consitituye toda unanimidad cultural en cualquier sentido: desde una óptica cognitiva parecería que nuestra propia consciencia en tanto sujeto socio-homeostático, es también otro elemento más, simplemente, de dicha unanimidad cultural y antropológica (lo que incluye, naturalmente, una creativa rebeldía personal potencial en cualquier sentido).
Pero, sin embargo, los grupos humanos se equipan de espacios dopaminérgicos auxiliares a partir de esta suerte de volencia fundadora para, precisamente, sobrellevar la exclusión original (que es, al mismo tiempo, punto de arranque moral nuestro). Los mitos deben considerarse (como así lo hace René Girard2) una continuación de una misma trayectoria constante respecto de la evolución cultural humana: lo propiciatorio puede, en efecto, atemperarse en tanto necesidad de cuerpos ajenos y sustitutorios convirtiéndose en una proyección de naturaleza narrativa (o sea que también dopaminérgica) que rebasa, por fin, lo exclusivamente corporal. Y es que puede argumentarse que este uso del lenguaje humano en sí -y previo incluso a la agricultura- en tanto dispositivo de deflexión o evasión del encontronazo entre los cuerpos pertenecientes del mismo grupo cultural, constituye en sí mismo la maniobra más importante de rentabilizar la paradoja de la racionalidad humana, que solo existe en tanto en cuanto se apoya sobre un espacio críptico de los cuerpos pre-conscientes y respecto del cual nuestro ser racional es, en realidad, un apéndice.
Que es decir que la ecisión que constituye nuestra propia consciencia emergida (a partir de un armazón neurológico y somatosensorio que se queda de alguna manera y momentáneamente rezagado en aras de su imbricación socio-homeostática), obligará a todo tiempo cultural posterior a replicar este patrón bipartido base. En este sentido, la religión formal sedentaria crea espacios dopaminérgicos a partir de la opacidad conceptual (a diferencias de las antropologías dependientes en mayor grado de lo directamente proxémico): porque consustanciales a la antropología agraria plena, los credos formales se apoyan, como tendencia histórica objetiva, en el lenguaje escrito. Y a igual que cualquier otro espacio colectivo, los asertos lógicos de lo consabido -pero cuya autoridad última permanence ahora en los textos sagrados y su interpretación- no pueden alterarase fácilmente, lo que actúa para salvaguardar la estabilidad base fisioantroplógica.
Y pudiera ser particularmente importante la antropomorfización de las divinidades (frente a las fuerzas mágicas “paganas”) que coincide, por lo visto, con la consolidación de la antropología agraria (debido muy posiblemente a que se vuelven estructuralmente imperiosos modelos corporales de acción humana, como espacios dopaminérgicos auxiliares por cuyos cuaces logran los contextos sedentarios acomodar un dispostivo socio-homeostático surgido evolutivamente a partir del nomadismo: particulamente importante en este sentido sería la paulatina consolidación histórica de formas espirituales tendentes, o al menos parcialmente, al monoteísmo).
Y es que la cuestión fáctica más importante dentro de la antropología sedentaria es qué hacer con el cuerpo expulsado (en tanto un estar individual postergado a favor del ser sociorracional emergido): evidentemente, la obligación de vivir de alguna manera de la obra vital de cada uno (como labor, trabajo o quehacer personales) constituye también un hecho consustancial a la antropología agaria de caráctar para nostoros bastante impenetrable en tanto que solo estucturalmente parecería tener su fudamento lógico de ser. Es decir, el porqué del trabajo, al menos desde la óptica de la antropología agraria no parece poder resumirse en una cuestión de superviviencia simplemente existencial, sino que resulta evidente que, como sistema humano en el tiempo, lo sedentario no se sostendría sin una dedicación plena por parte de cada persona a una actividad que solo parcialmente cumple con una necesidad de tipo económica: el qué puede ser cualquier otro factor real en ese sentido es cuestion para nosotros, evidemente, opaca.
Pero tanto en un caso como en el otro, respecto al nomadismo como la antropología agraria, el elemento opaco (críptico es otra forma de decirlo) es la singularidad corporal de cada uno que la funcionalidad colectiva y dopaminérgica subordina, si bien los contextos sedentarios han de valerse de la ampliación del espacio semiótico (a través de una mayor complejidad ritual respecto a lo proxémico, o bien a través del lenguaje finalmente escrito). Esto es, el mayor desarollo semiótico-simbólico es asimismo la ampliación potencial de espacios dopaminérgicos de los que depende la experiencia humana sedentaria.
Es decir, la religión ahonda la fundación epistémica de la experiencia humana al poder trasladar la vida moral y dopaminérgica a un espacio que, si bien parte del cuerpo humano, rebasa casi por completo el plano corporal y proxémico. Sin embargo, dicho cauce epistémico, de forma paradójica, va minando la necesaria opacidad sobre la que se asientan los grupos humanos en tanto dispositivos -tanto nómadas como sedentarios- que crean espacios de integración individual (la reconstitución misma del yo socializado). O sea, una vez que se abra la caja de la episteme (o la de Pandora, si se quiere; pero lo mismo da, en realidad, Prometeo que Ícaro, entre seguramente muchos otros y otras), entramos en otro dispostivo estructural histórico, el que opone el descubrimiento en todo sentido (espiritual, filosófiico, pero sobre todo tecnológico, evidentemente) a la estabilidad cultural y dóxica ya consabida: cabe incluso postular este dispostivo como el juego estructural más importante de las antropologías sedentarias basadas en el texto escrito, pues a través de la tragedia (por cuanto incesantemente repetida) de esta oposición dicatómica entre episteme y doxa, queda efectivamente establecido uno de los quehaceres sedentarios recurrentes de mayor rendimiento digamos dopaminérgico, en tanto el suprema dilema moral humano, el que trata de acarrear sobre nuestros hombros racionales el problema de la capacidad autodestructiva de la cultura en sí; una cultura que, a través del tiempo de su propia evolución social y dóxica, logra engendrar un saber epistémico que, sin embargo, supone acto seguido la ameneza potencialmente mortal y definitiva para con la misma matriz cultural y dóxica orginal.
El positivismo como opacidad
El positivismo cultural (a partir de digamos del siglo XIX) reordena su dependencia no tanto en asertos mitológicos sino en la calidad hipotética de toda posición científica en sí. Pero el que toda verdad haya de demostrarse, implica que la cultura contemporánea y positivista se asentará sobre una nueva forma de opacidad, no mitológica sino de tipo técnico por cuanto tentativa hasta nuevos descubrimientos.
Aunque, a efectos prácticos, esto introduce un mecanismo en esencia crediticio (en tanto credo positivista que hemos de sostener como seres hoy en día racionales, si bien no tenemos forma real de saber a partir de la confirmación real de casi nada de lo que nos rodea y a lo que damos por empíricamente sentado). En este sentido, se entiende el dispostivo que describe muy claramente Ulrich Beck en La sociedad del reisgo (1986), cuyo mecanismo central se basa en un necesario conocimiento técnico mínimo por parte del sujeto homeostático (respecto cualquier enfermedad, proceso climatológico, accidente industrial o mal social endémico que como sociedad nos acechan); porque, sin el concocimiento mínimo que se tiene que aprender (que por lo general ha sido interesante e intelectualmente nutritivo, sin duda) el recurso dopaminérgico en forma de un miedo barruntado -y en apariencia racional- que ofrece este dispostivo, no puede aprovecharse estructualmente.
Aunque, claro, habría que preguntarse hasta dónde llega en el arbol ascendente de la ciencia esta forma de tratamiento, en realidad, antropológica de la información: porque sea lo que sea el valor cientifícamente comprobado de los datos, se trata en primer lugar de una cuestion (otra vez) de un orden sedentario que se estabiliza, en realidad, sobre los límites de su propio ímpetu epistémico. Es decir, de nuevo vemos que nos auxiliamos como estructuras antropologicas en un cierto grado de opacidad respecto a estas cuestiones, pues solo a partir de entonces tienen garantizados en el tiempo de su propia estabilidad multiples contextos industrial-financieros (y los entornos académicos-escolares y humanos que de ellos, a su vez, depende la sociedad consumista en general).
Pero, claro, el tema de qué es cientificamente real resulta que es en sí misma, hoy en día, en asunto en realidad opaco, pues mientras que se nos informa de ciertos avances parecen que infatigables de la ciencia y la tecnología, las cuestiones colectivamente más importantes están como protegidas por la política misma en tanto posiciones más bien ideológicas que uno puede apoyar o no (lo del cambio climático, por ejemplo); o sea, de nuevo la opacidad de facto de las cosas, al actuar como una forma de estabilidad, nos permite ejercitarnos en nuestra propia vitalidad dopamingérgica (y esto furiosamente, si nos da por ahí) sin que sea necesario que nos preocupemos apenas mínimamente por las conscuencias de nuestras propias emociones (porque social y políticamente no las hay, en efecto).
(O va a ser mejor quizá que no nos preguntemos nada en este sentido: déjese opaco pues)
Respecto del posmodernismo
Es evidente que se trata, simplemente, de una nueva ampliación histórica de la opacidad, en tanto que la otrora dura racionalidad de ataño se ha vuelto blanda, lo que abre (esto inicialmente de forma muy postiva para todos) múltiples espacios dopaminérgicos de contemplación ética e intelectual de gran valor sobre todo estructural y en tanto recurso metabólico, frente a lo sedentario. Y siempre que lo posmoderno pueda retener este aspecto auxiliar de su propia razón de ser y como contraposción crítica a lo moderno, permanecerá dentro de su propia relevancia intelectual y académica. Pero en caso de quedarse arrumbado en el ímpetu de solo su propia vivificación metabólica e impositiva, sigue proporcionado, no obstante, una gran utilidad en tanto cauce colectivo y respecto de agregados económicos y financieros de los que, en tanto contribuyen a garantizar el bienestar material de las sociedades consumidoras actuales, dependemos todos nosotros (aunque otra cuestión aparte es el valor último intelctual).
Estadios antropológicos según qué tipo de relación con lo opaco:
Opacidad proxémica (ritualista)
Opacidad mitológica
Opacidad positivista
(Opacidad actual)
“El misterio aun no resuelto de estos nuevos tiempos”3
Es decir, los nuestros de hoy en día, que para seguir constituyendo un contexto estable de proyección dopaminérgica íntima, han de seguir, cueste lo cueste, opacos en justamente este punto. Que es también decir que la opacidad apoya la proyección dopaminérgica, que es lo estructuralmente importante respecto de las antropologías sedentarias, sea como sea que se configure dicha opacidad (es decir, según cualquier momento cultural específico y respecto cualesquiera lógicas postuladas y consabidas).
Entonces, se puede hablar hoy en día de una ampliación de lo opaco dado que los recursos dopaminérgicos ya no son los mismos. Pero unos recursos dopaminérgicos disminuidos implican contextos de tipo evidentemente más aferentes: porque lo aferente parece implicar una mayor estandarización del espacio dopaminérgico en general, lo que sugiere (parece) un menor gasto respecto a un recurso dopaminérgico agregado ya de por sí menguado…
Pero ¿puede hablarse de unos recursos dopaminérgicos menguantes y el hecho lógico a que conllevaría, esto de tener que racionar por criterio técnico el gasto agregado metabólico en general humano? ¿Habríamos de entender como superior de alguna manera el carácter eferente de la cultura humana (en tanto creación impostiva humana) frente a su base estable y dóxica, pero que debido a la susodicha -e hipotética- carestía dopaminérgica no tiene actualmente otro modus operandi posible? Y ¿a qué causas reales pudiera deberse tal carestía…?
(O ¿va a ser mejor que no nos preguntemos nada en este sentido?…Permanézcase opaco pues)
3) ser como dilema moral y gran periplo dopaminégrico personal de lo sedentario.
Esa sería una visión mecánica y estructural de la religión respecto los contextos sedentarios: un instrumento de estructurar, en realidad, la vida metabólica en tanto diferida respecto al plano proxémico inmediato, salvo eso de las víctimas alterizadas, claro está. Es decir, hemos de entender el coste humano que tiene la creación de vivencias dopaminégricas para la gran mayoría de sujetos socio-homeostáticos co-pertenecientes, o al menos a la hora de toda contemplación antropológica estructural.
Las religiones facultan, asimismo, otra dimensión intergrupal de tensión de violencia barruntada y su también temida escalada potencial: podría ser esta capacidad de vigorizar rivalidades entre grupos aquello precisamente que sutituye en el mundo contemporáneo el deporte mundial y televisada, si bien se comprende que en un mundo anterior a al siglo XIX (en el que se comenzó a consolidar el ámbito deportivo, tanto como actividad como también espectáculo) esta posibilidad de espacios miméticos alternativos al menos parcialmente comparables con la religión no era posible (el agrumento esgrimido: que la expansión y mejora de la tecnología de comunicación, tanto conceptual como estética, es lo que hizo posible dicha evolución).
Originalmente estructurada sobre espacios abstractos no susceptibles de contradicción, la religión puede concebirse como un dispositivo de vivificación metabólica que, precisamente, hace compatibles distintas formas de vivificación metabólica y de violencia física con la planiciedad sendentaria, convirtiéndolas ellas mismas en fuerza de sostentemineto sedentario. Pues en nombre precisamente de lo sagarado, cabe la violencia más atroz, tanto en términos de ejecuciones públicas como respecto de otros procesos de externalización de la agresión (respeto, por ejemplo, a otros grupos religiosos como atesta, por ejemplo, la historia del antisemitismo en Europa).
En religiones fuertemente identitarias (las cívicas o nacionales) encontramos institucionalizados ritos de expulsión que consolidan, por medio de la alterización desidentificación de algún miembro (humano u animal), un consenso social recobrado justamente gracias al uso de la violencia colectiva.
Franciso Diez de Velasco La historia de las religiones: métodos y perspectivas (2005)
La unanimidad violenta de René Girard1 (parecido también al término de Norberto Elias congruencia colectiva2) puede concebirse como una forma de estadarización o normativización fáctica, esto es, lo mismo que permite el funcionamiento sociorracional a partir de la vacuidad neurológica, y dado que todo sentido humano posible procede originalmente de una fuente en todo caso propiciatoria. De manera que, más que los actos colectivos de violencia en masa, importa más concebir la percepción en masa respecto un mismo evento contemplado o vivido cuya impronta homeostática cae dentro de un rango de posibilidades de interpretación bastante similares, sin bien no exactemente idénticas para todo individuo.
Porque es la zozobra extrema en este sentido sensorio-homeostatico lo que ingnaura un tiempo nuevo de sentido y espacio colectivos; un sentido siempre pasajero, forjado ex nihilo como si dijéramos, estableciendo como colorario la idea de que estamos siempre abiertos (aunque no nos lo parece) a la experiencia sensorio-metabólica inmediata que nos une a toda realidad espacial y humana directa:
De ahí el tema del sincretismo respecto a un eterno presente fisiológico que no puede desentenderse de lo que le rodea pese al hecho de que habitamos culturalmente un imaginario incorporeo y conceptual.
De ahí el dicho de que se acostumbra uno a todo (esto es, todo experiencia nueva pierde su novedad porque seguimos de nuevo abiertos, en realidad, a otras experiencias y por muy horrenda que sea la experiencia a la que nos hayamos acostumbrado);
De ahí la importanica estructural del aburrimiento que nos fuerza a la búsqueda -y creación por nostoros mismos- de nuevos estímulos.
De ahí también lo de Goebbels, que de repetir una cosa tantas veces, nos cuesta no aceptar su veracidad al menos en tanto impronta sensoriometabólica.
De ahí también la necesidad de una “cosmética” cultural que implica volver a ejercitar metabólicamente algún hito cultural que se considera identitario (porque el sentido de las cosas “se gasta” y se desvance).
O sea: que el sentido que aquí estamos viendo es, en realidad, una estructuración de la experiencia sensorio-metabólica, que lo es todo sin duda respecto a la viabilidad sedentaria y “civilizada”.
Y es que la vacuidad neurológica nos aboca a formas propiciatorias de sentido colectivo a través de la violencia (lo que, en efecto, constituye la gran solución cristiana al problema que se esconde detrás de las imágenes de la figura humana crucificada: esto es, la violencia como alimento colectivo). Pero que, una vez constituido lo colectivo, no desaparece la violencia sino que se externaliza: en forma de actos ritualistas colectivamente comprensibles; en el conflicto frente a grupos ajenos, o en la proyección mítico-religiosa como narrativa (siendo esto último la solución sedentaria más importante, claro está).
Porque para los colectivos antropológicos, la vivificación metabólica siempre ha de redundar al final en una forma de sentido: que para eso están los grupos, y por esa vía es cómo se sustentan en tanto colectivos. Y al mismo tiempo parecería, paradójicamente, que no se puede perder jamás (esta mécanica universal de los grupos humanos no lo permite) una relación nuevamente adánica del cuerpo sensorio-homeostático y pre-consciente con la realidad circundante (aquello que precisamente prepara nuevas reconstituciones sociorracionales en el tiempo).
Y, además, se trata de un sentido nunca definitivamente culminado sino que hay que volver a reconstituirlo una y otra vez a través del locus socio-homeostático de la pertenencia, frente al espacio y el tiempo históricos. O así es como hasta aquí hemos llegado como anthropos, a través de esta especie de pulsación incesante del tiempo humano colectivo, de todo colectivo humano históricamente particular.
“Condenados a percibir” estamos pues el grupo -la vida biológica misma- depende de ello.
Pero un dispositivo estructural así se entiende que logra sostener el contexto antropológico más inmóvil de lo sedentario acogiendo y controlando (administrando, dosificando, en cierto sentido) la violencia en sí, tanto corporal como la visual (puesto que lo proxémico es a la vez una forma de mass media original en tanto espectáculo colectivo). De manera que la locomoción digamos metabólica de lo sedentario, en la zozobra moral y la proyección dopaminérgica del yo moral y socializado, deviene en una versión reconfigurada (oximorónica) de un nomadismo ahora estacionario (resolviendo al mismo tiempo el problema central y críptico de antropología agraria: nuestra naturaleza socio-homeostática evolucionada originalmente a partir una experienca social y colectiva nómada).
Juguemos pues a esto de entender las regliones sedentarias como dispositivos que incorporan la violencia, controlándola y también poniéndola a disposición del sujeto socio-homeostático pertenciente; que es decir que en ningún caso se anula la violencia (o sus formas sustitutorias) por completo: de la misma manera, pero que a nivel más alto de elaboración que hacen universalmente los grupos humanos respeto a su propia experiencia sensorio-homeostática, si bien en el caso de las religiones sedentarias se requiere un desarrollo semiótico mayor.
Porque el gran logro de las relgiones formales sedentarios es, naturalmente, su capacidad de transformar la violencia más corporalmente cruenta en experiencias dopaminérgicas de zozobra moral generalmente internas al individuo perteneciente, si bien los contextos sedentarios así regidos no se desprenden nunca por completo de la escaldada violenta; aunque sí logran que se subordine a la estabilidad sedentaria a la manera sobre todo de una fuente de barruntada tensión (o sea, de nuevo se trata de una salida técnica de carácter dopaminérgico más que corporal que remite a una violencia normalmente solo potencial).
Pero todo proceso de secularizión histórica de la religión sustituyéndola por la vivificación homeostática a través de medios visuales y audiovisuales (incluyendo, crucialmente, la música, siguiendo las ideas de Norbero Elias sobre espacios miméticos3), solo puede ser parcial en tanto que la posibilidad de violencia extrema (que solo proporcionan las epistemologías religioso-ideológicas) alcanza precisiamente tal grado de intensidad para el sujeto socio-homeostático perteneciente que no puede en ningún caso renunciarse desde la óptica de la viabilidad antropológica sedentaria. Es decir, las imágenes, si bien ejercen sobre nosotros un efecto evolvente (de impronta homeostática a veces intensa), no conducen en sí mismas al nivel de vivificación quizás más alta que sí tiene la violencia cuando se ejerce “políticamente” y por razones ideológicas (incluyendo toda violencia nacionalista pretendidamente “justificada”).
O así podría contestarse la hipotética pregunta respecto a por qué no han desaparecido completamente las religiones y ante el desarrollo cultural y tecnológico. Y en tanto respuesta hemos de contemplar el poder de la episteme, qué es exactamente y qué supone su importancia real para la sostenibilidad estructural-antropológica de lo inmóvil sedentario. Porque inherente a la religión surge también esta posibilidad epistemológica humana, según sea cualquiera de los credos históricamente conocidos: yo al menos necesitaría saber con más detalle cuál es la relación entre ambas.
Postulamos pues una respuesta homeostática en tanto que la intensidad de vivificación metabólica que la episteme pone a disposición del sujeto socio-homeostático sedentario deviene en bien técnico que tienen dichos contextos para una suerte de auto administración de la experiencia metabólica; pero esto a un nivel y en una intensidad mucho más extremos que la imágenes en sí y sin ninguna articulación finalmente conceptual.
Y cabe asimismo entender la guerra como también un cauce dopaminérgico del más alto grado de intensidad (debido a su ligazón con la ideología) al que tampoco puede renunciar la experiencia sedentaria: la violencia real en que, obviamente, se basa como evento surgido es en cierta manera (y sobre todo respecto tipos “convencionales” de guerra y respecto del terrorismo contemporáneo) un tanto secundario a la gran fuerza mundialmente envolvente que constituye a nivel fisiológico-semiótico y en tanto violencia contemplada de inegable impronta homeostática (y, por ello, moral).
Pues no hay más remedio que entender bien esta especie de geometría de los cuerpos en el espacio antropológico, y particualrmente en el hecho de que un foco de violencia entre un número determinado de seres humanos puede tener, sin embargo, consecuencias dopaminérgicos exponenciales, a través de todo tipo de medio de representación estético-comunicativa dirigida al gran publico que lo presencia (o al menos por un tiempo, claro está).
¡O sea, la guerra sería -y sin ánimo de banalizar- algo así como el wisky esocés de 12 años en términos de posibles experiencias dopaminérgicos que nos andan acechando, en realidad sosteniendo!
Es decir, como las diferencias de jerarquía social que constituyen la joya real y escondida del tiempo agregado sedentario (que todo clase de experiencia antropológica observada o siquiera imaginable las tiene que tener y puesto que el individuo frente a ellas puede ejercitar el poder que supone la violencia de su propia autocoacción psíquica más íntima), el tiempo sedentario precisa de la episteme también en cuanto capacidad en principio esencialmente dopaminérgica (por tanto sobre un plano simbólico-semiótico) de gran vivificación sensoriometabólica; y esto incluiría la ultra violenta proyección agentiva humana de la violencia ideológica (o sea, el matar por razones intelectuales o ideológicos además de las causes fisiológicas primarias), de indudable valor estructural y de carácter operativo (admás de -o precisamente en- su vertiente espectacular y como alimento metabólico en forma de imágenes, tanto visuales o escritas como comunicación mediática).
Evidentemente, habría que entender asimismo la ciencia en tanto cauce dopaminérgico de imposición humana como otra forma más de violencia no directamente corporal, pero de consecuencias enormemente positivos; cuace o espacio dopaminérgico que no solo coincide históricamente con experiencas sedentrias estables sino que probablemente debe concebirse la indagación intellectual en general como pilar de sostenmiento respecto a dichos contextos.
Aunque sin duda todo esto del precio a pagar de la estabilidad sedentaria sea desde el punto de vista de la ética arraigada finalmente en el cuerpo humano, una gran montaña de mierda, en tanto que existe un coste humano inherente al sostenimiento sedentario que no se puede seperar tampoco de nuestra condición mortal y “escatológica”, y de lo que, por otra parte, resulta poco práctico siquiera hablar (esa es la verdad).
Así que abracémosnos en la ética para nuestro consuelo existencial más profundo y que sea la indignación moral (de sustancia tambien dopaminégrica, sin duda) nuestra verdadera manta frente a la intemperie de esta visión “meta-antropológica” y la mécanica de los grupos humanos.
Se diría incluso que para eso está a nuestra disposcion estructural el cuace dopaminérgico de la indignación moral y la posibilidad ética a que conduce. Y es en la vivificación metabólica y dopaminérgica más fisiológica que cruentemente corporal, donde nos hemos amparado culturalmente desde siempre (si bien esto no lo entendemos ni lo decimos de forma explícita).
¡Pero en cuanto a lo de una visión meta-antropológica, alguien tiene que acarrear con ella; eso sí que ya lo está viendo usted!
Y si, por otra parte, hubiera algo de la visión esobozada aquí y en el conjunto de estos textos que no le agradara respecto la propia naturaleza de usted, en realidad ferozmente gregaria (¡en la profundidad de su misma entidad sensorio-homeostática y preconsciente!) ¿por qué no intenta usted superarse de una vez, o al menos vivir en la tensión de ello como empeño vital?
El camino de la ética es entender que el regalo que es la vida tiene en su forma civilizada y desde siempre un coste real humano. Y debe ser usted consciente en este sentido sistémico del auxilio antropológico que nos brindan las imagénes en tanto nos permiten posterger la inmediatez corporal gracias a la vivencia homeostática -y dopaminérgica- del sentido moral humano. Es decir, probablemente nos convendría a todos nosotros que usted esto lo tuviera más presente, de alguna manera más accesible, a partir del pensamiento racional de usted. ¿Por qué no defender la civilización como merece y según la importancia técnica que tiene?
______________
1La violencia y lo sagrado, 1972
2Teoría del símbolo, 1991
3El proceso de civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México, FCE, 1988. Continuación de la misma idea en: Deporte y ocio en el proceso de la civilización, México, FCE, 1992, con Eric Dunning.
La vacuidad neurológica y el orden humano constituyente
Porque parecería de gran importancia una visión filosófica o estructural respecto la ecisión base que hay entre nuestra energía y emotividad vitales (un estar somatosensorio, homeostático, de carácter íntimo y prerreflexivo) frente a la reconstitución de nuestro yo público y culturalmente racional (o sea, el ser finalmente categorial, colectivamente comprehensible). De manera que tácitamente hemos de concebir al centro de todo -tal como postula el Tao- un espacio en el que efectuar dicho proceso sociofisiológico en sí, pero respecto el agregado humano de las generaciones en el tiempo presente y ante el contexto material de su propio transcurrir corporal y colectivo.
Pues la otrora natural selección de la evolución de la especie ha tirado precisamente por este camino, el que convierte el ser socio-racional de la consciencia humana nuevamente emergida, en un parapeto grupal -de replicación fisiológica normativizada obligada- que pone a buen recaudo, precisamente, la nuda corporalidad de cada uno.
Y, lógicamente, este dispostivo universal humano (de origen en realidad anterior) se basa en el vacío como necesario contexto en el que efectuarse, una y otra vez (de forma incesante en su vertiente agregada); proceso que se sostiene en la misma vacuidad neurológica (neural y somatosensoria) de donde procede ex nihilo nuestro propio sentido interoceptivo corporal.
Pero han sido las contingencias históricas y evolutivas la fuerza que hizo que el locus real de la pertenencia grupal también se consolidara universalmente sobre el mismo eje vacío: de ahí que se justifique, y sea necesario entender, la construcción de sentido humano y cultural como erigida sobre la piedra angular de lo propiciatorio.
Pues no hay más principio posible, en vista de la circunstancias, que una cierta violencia de la impresión sensoria indiviudal cuya pauta se repitirá sobre el plano colectivo, que ha de seguir sosteniéndose igualmente sobre la violencia de la impronta sensoria a marchamartillo, dado que no hay más asideros dónde agarrarnos como grupos, si bien una vez materializada la violencia, quedamos mortificados y, a través de la catársis, enfilados como grupos culturales provistos, ahora sí y por un tiempo nuevo, de una referencia y de un sentido -y de lo más serio-; un gurpo cultural, además, que está a partir de entonces sobreaviso respecto, precisamente (y paradójicamente), la capacidad destructiva de la violencia–en tanto grupo humano y cultural cuya continuación en el tiempo queda, de ahí en adelante, tácitamente en tela juicio en el sentir más visceral, precisamente, de los sujetos socio-homeostáticos-.
Pero una mecánica de los grupos humanos así comprendida obliga hablar de las imágenes como la argamasa efectiva de esta suerte de matriz metabólica que se establece sobre el yunque colectivo de la pertenencia individual; una matriz incorpórea en tanto que ampara envolviendo y apartando, precisamente, la nuda corporalidad singular de cada uno (defieriéndola y parapetándola para blindarla pasajeramente frente a la dureza inmisercorde del espacio físico-material en sí). Y es solo de forma metabólica (en nuestra emotividad más visceral y homeostática) que podemos habitar efectivamente el espacio moral real que se le brinda al sujeto perteneciente sedentario.
Pero se trata de un espacio incorpóreo al que, sin embargo, solo se accede a partir de un cuerpo singular: el cáracter propiciatorio del sentido humano (que se funda precisamente ex nihilo apartir de nuestra imposición simplemente vital) precisa de las imágenes para rebasar el problema colectivo que supone todo cuerpo singular. Y nuestro violento ímpetu por ser (en la consecución incesante del confort homeostático en todas sus formas) se abre entonces en dos vertientes diferentes a la vez que inseparables, la de la frenética consumación de la imagen (en términos de un tiempo fisiológico vivificador y fugaz) por una parte, frente a la consumación diacrónica, directamente molecular de los cuerpos sedentarios que, auxliados por los altibajos sobre todo sensoriohomeostáticos, disfrutan en realidad de una (secreta) planicidad existencial necesariamente consustancial a la antropología sedentaria.
Porque, como insiste el Tao, las imágenes no se acaban de consumir nunca, si uno se lo piensa (solo permanece, finalmente, lo semióitco sería otra forma de expresarlo). Aunque esto sería solo relativo a la experiencia sensorio-ocular de una nueva generación de sujetos socio-homeostáticos en tanto cuerpos pertencientes en todo tiempo cultural histórico, claro está.
De manera que cabe concebir la vida cultural y sedenatria como una efectiva realización de la imagen, en tanto oportunidad fisológica y vital que supone la vida misma de cada uno y que se procura a todo sujeto perteneciente (sin calificar, en principio, cualquer sentido real o moral que acabe teniendo toda vida singular). En cambio, es precisamente el deterioro y desvanecimiento real de todo lo vivo en la otra vertienete críptica del armazón antropológico sedentario -o sea, la de los cuerpos reales- lo que se ha de mantener a raya, como si dijeramos, en su sitio subalterno a la vez que (secretemente) regidor.
Paradojas de la vacuidad neurológica y el sentido propiciatorio humano que de ella se deriva.
O una «constitutiva nihilidad ontológica» (Xavier Zubiri)
1.Convierte el realizarse en el modo nuestro de ser; esto es, el ser como imposición, y la vital imposición como el poder ser.
.
2.Convierte la consecución de confort (implicación homeostática, a igual que nuestro hedonismo vital) en el mismo poder de imposición.
INVERSAMENTE
Convierte (o puede convertir) el poder en sí a través de cualesquiera medio o situación, en confort.
Convierte la ocupación sensorio-homeostática de nuestro organismo en una forma inicial de realización, frente a la vacuidad originaria.
Es decir, la vivificación sensoriometabólica antecede siempre cualquier sentido posible. Y todo sentido está sin remedio configurado de alguna manera y en algún grado por la vivificación sensorio-homeostática anterior (siendo precisamente la circunstancia colectiva el factor finalmente determinante, puesto que es del sentido colectivo –sociorracional– de lo que dependen los grupos humanos, frente a su disgregación potencial desde dentro).
El bucle guardián de la vida antropológica
Tan importante es la vivificación sensorio-homeostática individual, en tanto fuerza convocante real del porqué sociorracional del colectivo, que todo grupo antropológico acaba creando dispositivos (“rituales”) del control respecto a su propia experiencia sensoria, pues ¿por qué depender siempre de las contingencias externas cuando, siendo de tanta importancia vital la experiencia fisiológica de los sujetos socio-homeostáticos pertenecientes, la cultura -o toda cultura, universalmente- puede acabar administrándose buena parte de su propia vivificación sensoriometabólica?
.
3. La radical necesidad del otro (lo sociorracional)
Como si de una huida en adelante se tratara, el callejón sin salida de nuestros propios sentidos nos aboca hacia la alteridad real del mundo interpersonal, donde precisamente resulta necesario que seamos en un sentido por fin ontológico, en tanto cuerpos pertencientes pero a través de una personalidad socializada que se nos exige de parte de una experiencia cultural colectiva concreta e históricamente determinada. Y así, un estar sensorio-homeostático que a momentos intuimos oscuro e incluso amenzante en su profundidad que nos parece impentrable, se reconfigura en el amparo de nuestro yo racional, ahora sí ontológico y categorial, en tanto el ser solidamente reflejado en los otros pertencientes, pese a su evidente calidad de constructo.
INVERSAMENTE
Convierte la supremecía sobre otros y su destrucción, en una potencial forma de poder como confort de máxima intensidad.
Convierte por razones simplemente estructurales el conflicto interpersonal (después intergrupal) en una forma de sentido en sí mismo y en tanto que ocupación completa del plano sesensorio-corporal respecto de todo espacio físico compartido.
.
4.La naturaleza propiciatoria humana
El sentido humano y su legitimación última como forja oportunista de imposición violenta:
Primeramente, en forma de la víctima sustitutoria,
Secundariamente como ritualización menos cruenta
Después en tanto postulación mítica (como exteriorización de la violencia) sobre espacios inmunes a la contradicción o que están más allá de la comprobación sensoria humana.1
Pues para René Girard nuestra ambivalencia ante la violencia (que tanto da vida como la destruye) solo se hace funcional a través del callejón sin salida lógica que es, primeramente, la víctima propiciatoria no perteneciente (quien no mantiene, por tanto, vínculo causal alguno con la venganza); que precisamente por eso se selecciona de forma oportunista y ex nihilo, para que después y a través de la experiencia vicaria del espectáculo del sacrificio del otro, se convierta en una forma a partir de entonces de sagrada opacidad: para que la realidad fisiológica de la brutalidad presenciada y homeostática por nostros contemplada, sirva depués para la construcción cultural, ahora sí fundamentada sobre una base lógica real e inamovible (porque más atrás no hay a dónde remitirse de ninguna manera).
INVERSAMENTE
Por eso la experiencia vicaria de la violencia, la que presenciamos visualmente a través de la imagen como la destrucción violenta de otros cuerpos y la aflicción en general humana, adquiere en sí misma un poder fundacional y reconstituyente respecto a este mecanismo de edificación cultural, lógico-semántica (lo que se hace central, como argumentamos, a la viabilidad antropológica dependente de la agricultura intensiva, después propiamente sedentaria y “civilizada”).
La opacidad lógica y el punto cero semántico: la base “propiciatoria” del lenguaje humano
La continuación de este argumento respecto el lenguaje humano en tanto que los fonemas, si bien no significan nada en sí, entran en relaciones dicotómicas en base a rasgos fonológicos (fonología: oposiciones nacientes de sentido respecto a la fonética). Es decir, como se trata de elementos que no pueden deshacerse en unidades más pequeñas de sentido, forman una base inamovibile del edificio mayor que es el lenguaje humano en sí; una base inamovible y estable porque no puede atribuirsele ningún sentido en sí, y porque nace del la fisiología-anatomía humanas, sin que haya ningún plano adicional a donde remitirse.
O, en general, de todos aquellos fenómenos que acaban en la fisiología o cuerpo humano (pues más allá de esto no se puede remontar). Es decir, todo aquellos atributos que pudiéramos describir como filogéniticamente constituidos respecto, por ejemplo, la afectividad filiopaternal; la percepción de superficies de carácter puntiagudo; el carácter antopomorfizante en general de la percepcióna human; o nuestra susceptibilidad al poder mannierista de la figura corporal humana…etc., se convierten en constantes estructurales por donde acaban fluyendo, bajo unos y otros avatares históricos, culturales y generacionales, la perenne mecánica de los grupos humanos en tanto locus del drama socio-homeostático de la pertenecia indiviudal e identitaria.
Un sostenimiento enconado fisiológico basado, sin embargo, en la opacidad. Pues la consecución y establecimiento de categorías ontológicas -diferencias antitéticas- como sentido humano requiere que las partes puedan oponerse efectivamente de manera finalmente inequívoca: eso solo es posible si el elemento en cuestión no remite a ningún otro significado; solo entonces se hace fuerte ante toda prueba de contradiccion y, asimismo, útil para relacionarse agonalmente con otro elemento (creando así sentido proxémico-conceptual).
Es decir, el sentido antropológico que articula la viabilidad sedentaria se inicia sobre un plano proxémico que se expande también en cuanto espacio semiótico más allá, claro está, del plano corporal. Pero no puede prescindir de la firmeza de lo inequívoco, o al menos en sus fundamentos, pues solo así logra producir otras formas elaboradas de ambigüedad e indefinicón tan cruciales para la vida cultural sedentaria.
INVERSAMENTE
Convierte los contextos agónicos de conflicto entre las partes en un dispostivo de sentido antropológico en sí mismo, cosa que, si se mira bien, supone un gran peligro a largo plazo para un sostenimiento colectivo que depende, paradójicamente, de un orden que se basa en su propia capacidad de violencia desabrida. Es decir, solo en cuanto no sea posibe un alto grado de desarrollo técnico (y armamentístico) por parte de estos contextos, podrán seguir funcionando en el tiempo como entorno antropológico.
.
5. La ambivalencia nos abre a las circunstancias contingentes
Pues teniendo la violencia, por ejemplo, gran poder homeostático sobre nuestra percepción (en tanto nunca nos deja indiferentes al presenciar o contemplarla entre seres humanos), no obstante no adquiere “sentido” para nostros sino en nuestra imbricación socio-homeostática individual resepcto a un grupo humano cultural, a partir de una experiencia generacional también histórica (y también a partir, evidentemente, de nuestra propia ontogenia psicocorporal singular). De tal manera, que nos armamos como seres sujetos de una pertenencia siempre potencial, nunca definitivamente culminada (en tanto cuerpos por siempre singulares) sobre todo en base a una poderosa susceptibilidad sensorio-homeostática respecto al mundo que nos rodea (máxime el humano). Y esto para que, ante las contigencias evolutivas que se fueran dando, nuestras respuestas personales hubieran sido, en una dirección u otra, las que mejor se acoplasen a la continuacion en el tiempo del colectivo.
.
6. La importancia «fisioantropológica» de la jerarquías sociales
Con las jerarquías sociales (inherentes de hecho a la experiencia grupal2) se crean espacios dicotómicos no inmediatamente cruentas que nos ponen a nuestra disposción una forma de violencia moral e interna, en tanto nos conformamos o no con las reglas de jerarquía social. Pero tanto en el conformarnos como en el rechazo de las mismas, gozamos -esta es la palabra- de una forma de poder de nuestra propia autodefinición personal. Poder que ejercitamos, además, en tanto podemos decidir respecto a nuestra emotividad más íntima, si la externalizamos o no: es decir, con esta forma de autocoacción psíquica que las soceidades sedentarias no han tenido más opción que explotar, la violencia ahora moral y de volición íntima, se convierte en sí misma en una permanente fuente de tensión que por lo general solo barrunta la violencia, o hace que temamos su aparición, pero que nada más que en circunstanicas extremas (o sea, en situaciones socialmente críticas y de crisis estructural) toma forma real a través de los cuerpos pertenecientes.
.
7.Radical necesidad de lo ambiguo y la indefinición
Porque el ser humano se realiza socio-culturalmente en la imposición de sentido colectivo y semiótico (frente a la cual nos mantenemos cada uno en la periferia de la idiosincrasia propia -la anomia- fisiocoroporal más íntima); si bien, es solo ante el misterio de lo percibido y no inmediatamente aprehendido que los seres humanos se disponen a imponerse. Porque, además, solo así puede procesarse, como si dijéramos, el estar sensorial, homeostático y prerreflexivo, para convertirse adquiriendo la sustancia ontólógica de el ser sociorracional y colectivo.
.
8. Radical necesidad sedentaria de la episteme
Como compendio de un saber cultural que se hace cada vez más elaborado semióticamente -a través finalmente del lenguaje escrito y también numérico- la episteme supone el traslado efectivo de la otrora nómada dispositivo fisiocognitivo de los grupos humanos, a un espacio estrictamente metabólico que rebasa por completo el plano corporal. Es decir, puede hablarse de cierta condena «infernal»que nos somete como sociedades a tener que forjar el sentido en realidad como forma de acomodo estructural de nuestra naturaleza socio-homeostático originalmente nómada, pero por medio del único cuace que nos queda disponible: la elaboración semiótico-epistémica (o sea, finalmente la ciencia y la técnica, ambas formas de imposición ante todo metabólica). Es decir, ello nos obligaríamos a sospesar toda noción de progreso cultural y tecnológico (o sea, el progreso a secas) como algo dictado, en realidad y al menos en parte, por esta calidad vacua y adánica inherente a nuestra experiencia consciente.
.
9. La (radical) necesidad sedentaria de crear nuevos espacios de indefinición
Sin indefinición y lo no inmediatamente aprehendido, el proceso socio-homeostático de lo humano, tal como aquí se está esbozando, no funciona. De tal forma que a medida que se va iluminando el mundo paradójicamente se hace necesario -por razones simplemente estructurales- que se vayan creando nuevos espacios de indefinición. Aunque esto no es problema en tanto que la consolidación intelectual-conceptual es, al mismo tiempo, una merma en el sentido de que se está dejando de mirar al mundo por otras vías de conocimiento, lo que quiere decir que se abren nuevas posibilidades de creatividad y desafío respecto a lo consabido.
.
10. La vivificación sensorio-metabólica como indefinición
Parece evidente, entonces, que una alternativa a cualquier sentido empistémico de las cosas puede procuarse a partir de la vivificación sensoria en sí: nuestra tendencia pendenciera a gozar del conflicto en sí mismo, apunta en esta dirección, como también parece apuntar nuestra constatada dependencia contemporanea de imágenes periodísticas y cinematográficas que, de alguna manera, parecen contribuir a hacer más suportable la inmovilidad real en la que vivmos (y dada la discontinuidad que supone la vida agraria respecto a nuestro origen socio-homeostático a partir del nomadismo). Pero también sirve en este sentido el dispositvo que podemos denominar sociedad de riesgo (siguiendo el plantamiento del Ulrich Beck3) que postula una mecánica de orden basada, en realiad casi exclusivamente en amenezas percibidas (sean estas reales o no); que solo con el planteamiento más o menos creible de amenazas más o menos difusas, nos sometemos a la zozobra de una necesaria indefinición, lo que requiere de nuevo que nos agarremos al sentido consabido del mundo que habitan nuestros cuerpos; un sentido que por lo general ha de encontrarse también disponible para que, nuevamente, podamos participar de la -sin duda gozosa- ilusión de poder de nuestra propia definción personal.
Es decir, que los contextos sedentarios pueden funcionar sobre un horizonte humano de esta forma recortada (en tanto una sociedad que renuncia buscar sostenerse sobre lo epistémico y que solo en aparencia lo hace). Aunque en verdad no adimte facilmente enjuciamiento: ¿quienes somos nostros para saber (ni mucho menos decidir) cuáles de estas dos modos de progresión temporal colectiva merece la pena o no?
He aquí, por fin, la cuestión «propiciatoria» más importante, pues parecería que a la vida hay que conferirle sentido; un sentido que no tiene de forma inhernte más allá del de su continuación en el tiempo-espacio, nada más. Y especialmente importante parece esto respecto a la experiencia sedentaria y propiamente civilizada: tanto el libre albedrío humano como la forja de sentido, devienen en mecanismos, en realidad, protocolarios que cumplen con el proceso de acomodación de un modus operandi socio-homeostático humano orginalmente nómada al nuevo contexto de lo inmovil sedentario.
O al menos esto sería una óptica obligada respecto a la compresnsión real de la antropología sedentaria, la que parte del punto cero neurlógico nuestro que es nuestro estar sensorial y homeostático (antes del cual no hay ni puede haber nada) para luego buscar las siguientes implicaciones lógicas de este hecho respecto de la cultura en sí. Evidentemente, los credos religiosos formales, consustanciales exclusivamente a la antropología sedentaria, han de poder concocerse también por la función estructural que cumplen.
¡Porque respecto a esto de conferirle un sentido a la vida, si no lo hace usted, lo tiene que hacer otro!
_____________________________
1 Puntos conceptuales de René Girard en La violencia y lo sagrado (1972)
2 Tésis principal, por ejemplo, de Levi-Strauss en Antropología estructural(1958)
3La sociedad del riesgo: El camino hacia otra sociedad moderna (1986)