La guerra y hasta la violencia física en sí misma, puede entenderse como “bella” por su capacidad de resonar moralmente en nosotros; es bella porque es también profunda respecto de un plano metabólico y socio-homeostático interno a todos nosotros: como espectáculo y como imagen por nosotros vivenciados, la violencia como imposición humana delimita el universo mismo y potencial de la saña y de la crueldad, junto también con el dolor y nuestra vivencia de la piedad y la conmiseración (todo eso que nos manda, de rebote otra vez, a buscar el sentido racional de las cosas y el amparo en realidad colectivo que para nosotros supone el entendimiento y respecto nuestro propio cuerpo singular).
De manera que la guerra -o la violencia en sí y como categoría- es una belleza de relevancia para nosotros sociohomeostática, si bien no toda belleza es homeostática en este sentido. Luego, encontrar otra belleza sustitutoria de la guerra y su aparente función estructural para con la viabilidad sedentaria, no resulta nada fácil. De hecho, no se ha encontrado históricamente aún, pues que la utilidad evolutiva del uso de esta manera de la experiencia esencialmente estética para resonar en el tejido metabólico, electro y neuroquímico de todo individuo socializado en todos los tiempos y contextos humanos, ha resultado imprescindible después para sujetar la experiencia universalmente civilizada y urbana.
Artículo en El País de Alessandro Barrico, 29 de octubre del 2004, Otra belleza
Todo arranca desde el espectáculo de los cuerpos humanos que forcejan entre sí, en cualquier tiempo, lugar y circunstancia humanos. Y junto al otrora deportivo combate presenciado públicamente, constatamos también los rumores contados respecto otras batallas, hazañas-fechorías e incidentes lejanos relatados; pasando después por las narrativas oficiales de los reyes, de los historiadores o de los ejércitos mismos, tomando forma ocasionalmente en los monumentos, las pinturas, o tapices de alguna conmemoración (también de cierta sublimación de la imposición anatómica humana universal que se observa en la cerámica, la artesanía en general, ademas de indrectamente a través de nuestra fascinación por las armas blancas como objetos contemplados que remiten con todo su poder sugestionador a imágenes de cuerpos nuevamente hendidos y perforados).
Tomemos nota igualmente de los relatos (desde siempre) trasgresores y de criminales en los que es la violencia de un agresor sobre una víctima que, como si de una fuente alimenticia se tratara, nos fortifica nuevamente en nuestra propia seriedad moral como individuos; pasando después por las narraciones periodísticas, tanto escritas como posteriormente gráficas (en forma de dibujos, litografías o fotos); llegando simultáneamente a formularse como ideas, conceptos y teorías (científicas o no) que no se pueden fácilmente contradecir pero que sirvieran -que sirven aun- para fundamentar actividades colectivas ritualistas que recrean un mismo espectáculo de la violencia ejercida sobre otros cuerpos; siendo todo esto posible y de manera demográficamente masiva gracias a la imprenta; para tomar posteriormente la forma de tendencias artísticas o políticas que también se apuntalasen sobre ideas cuya consecuencia inmediata era un nuevo enaltecimiento de la figura humana, bien como una filosofía de la imposición vital (en el mejor de los casos), como también su reproducción político-colectiva en la forma del colonialismo, nacionalismo, el fascismo-estalinismo, o como terrorismo en general y de cualquier ideología, en todo tiempo y lugar. Para llegar después a alimentar las grandes medios comunicativos contemporáneos, deportivos y de ocio (como fuerza también auxiliar de consumismo agregado) a través del mismo flujo de imágenes altamente vivificadoras en un sentido moral porque corporal; esto es, una relevancia imperativa e insoslayable, en diferentes grados de intensidad, para los sujetos homeostáticos que seguimos siendo frente al tiempo inmóvil de lo sedentario y bajo el peso virtual pero verdaderamente granítico de nuestro propio yo social coaccionado.
Porque es en la efervescencia de lo mimético y su imágenes -en nuestra íntima vivencia metabólica, electro y neuroquímica de las mismas- donde se sustancia realmente el espacio urbano y civilizado que comparten los cuerpos pertenecientes de cualquier locus sociohomeostático, y en tanto escenario del paso sucesivo de una a otra generación humana.
Parecería crucial para el funcionamiento de esto de la «mall life» en el tiempo colectivo y complejo, la posibilidad de vivificación sensoriometabólica (o sea, como aprovechamiento de la configuración opróbico-moral humana); que sin esto pudiera ser que tal modelo no fuera capaz de mantenerse en el tiempo precisamente como lo que es, un cauce fisiológicamente barato de estabilidad sedentaria como consumación de tiempo humano en cierto sentido estandarizada -de la misma forma que más tarde estandarizarían la vida fisiológica humana los teléfonos móviles (o bien desde décadas antes hubiera hecho la televisión)-. Pero los espectáculos de reafirmación y disuasión (Crawford1 y lo que yo llamo el efecto de la lluvia sobre el tejado) frente a un espacio carente de por sí de toda emoción extrema ( desprovista asimismo de toda tonificación fisiomoral también intensa), son la única forma de mantenerlo -en su mismísima justificación fisiológica y fisocorpórea– al traer a colación, sobre el tapete digamos de la experiencia pública, fuerzas contrapuestas y amenazantes -o con su sola sugestión- (el desorden moral, el crimen, la agresividad de la gente pobre, y en general, todo lo que se asocia con la pobreza y la exclusión social; esto es, todo aquello que no tiene cabida posible en el espacio real y arquitectónico de un centro comercial). Pero, naturalmente y de forma muy plausible, se puede ampliar esta idea de la necesidad de la amenaza vivificadora como ingrediente esencial, en realidad, a la estabilidad sedentaria en sí misma.
Esto estaría relacionado con lo de la «sociedad del riesgo» de Ulrich Beck; o sea, un mecanismo similar que supone un estímulo sensoriometabólico no directamente comprendido por el sujeto como tal (si bien se puede aprender a apreciarlo) que acaba reforzando la sensación de seguridad en el simple conformarse con lo que uno tiene y los límites que a uno le definen. Y es seguro que, sin esta fuente de estímulo como drama o zozobra, no nos sería tolerable el habitar sedentario nuestro.
1Crawford, Margaret “El mundo en un centro comercial” en Variaciones sobre un parque temático. La nueva ciudad americana y el fin del espacio publico, de Michael Sorkin (Editor), 1992
Pues que son metafísicas que, como toda metafísica, sirven al ser humano para imponerse sobre su realidad a partir de la sociorracionalidad como prebenda que solo un grupo cultural puede dotar al individuo; pues el fin estructural de lo sociorracional es permitir, precisamente, que los individuos puedan seguir sobrellevando su propia disonancia homeostática en el ímpetu de su propia imposición vital, sin que peligre la permanencia colectiva. O lo que es inversamente lo mismo: la sociorracionalidad es aquello que pone al centro del grupo la homeostasis del individuo perteneciente. Pues así es como puede entenderse lo que se quiere decir con el concepto de la internalización individual de lo moral y culturalmente consabido.
La mecánica socio-homeostática de la antropología pre-agraria no alcanza aún a ser algo sobre el que se puede reflexionar sino solo a través de una comprensión mitológica, que después llegaría a una auténtica reflexión más tarde: seguramente a partir de experiencias sedentarias más avanzadas (aquellas que hayan podido prescindir un poco más de la guerra para su sostenimiento tempo-estructural al expandir sus espacios miméticos hacia una actividad más epistémica).
Sería la hermética medieval un ejemplo de esto, como experiencia híbrida entre la magia-alquimia-teología que desembocara después en el origen de las ciencias naturales contemporáneas; o incluso el mismísimo Freud puede entenderse de esta misma forma, como una ficción al menos formalmente lógica que, sin embargo, ha proporcionado un horizonte epistémico aún relevante hoy en día.
O bien este otro ejemplo: ¿qué importancia tenía, incial e históricamente, ver el universo de forma geocéntrica, es decir, erróneamente y como patraña, cuando se pudo igualmente observar la regularidad celeste como para entender de sobra las estanciones y hasta el tiempo mismo como medición humana, y puesto que el primer uso de relojes en las catedrales europeas data del siglo XIV (o sea, unos dos cientos años antes de Copérnico)?
Una pregunta con truco (avanzada) que ya deberían preguntar en los colegios una vez presentado el concepto del heliocentrismo y sus consecuencias históricas.
Esto es, que unas estructuras como mecánica que ya están funcionado -es decir, la cohesión en el tiempo del grupo por medio de procesos sociohomeostáticos de aglutinación colectiva, por ejemplo:
-el héroe o el villano como elementos en realidad estrcturales;
-la estética anatómica del cuerpo humano y en su interacción con otros como espectáculo sociohomeostático;
-también la infernal ratio,
-además de un contrato social tácito no formalizado, basado en el temor/reverencia respecto de la violencia y su críptico vinculo con el grupo.
luego “se transubstancian” en lógicas que permiten al individuo razonar sobre algo que sigue viviendo a nivel más o menos pre-consciente como proceso en realidad colectivo o multi personal que, si se concibe como tiempo colectivo, requiere precisamente que seamos individuos ahora sociorracionales. Lo que apunta a que la religión como lógica se pone a disposición de los sujetos homeostáticos y sirve una función estructural clara en el tiempo (compatibilizar la vivificación fisiológica o sensoriometabólica con la planicidad y orden sedentarios). O sea, algo que está condicionado inexorablemente por la naturaleza emergente o incoativa de nuestra cognición.
La religión, así entendida como dipositivo del que se hace unversalmente dependiente la antropología agraria, supone una reorganización, reinterpreatación y recodificación (o acaso una reformulación) de unas estructuras inherentes a la psique sociobiológica humana, pero según un nuevo semiótica-significado culturalmente particular, a partir de un locus de pertenencia cultural histórica y geográficamente determinada en el tiempo de toda generación nueva; generación asismismo sucesiva en que el estar sociohomeostático pre-consciente y subcortical de cada uno emerge hacia el ser sociorracional de la personalidad humana necesariamente enmarcada por el tiempo cultural e histórico correspondiente.
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Anotaciónes posteriores:
(24sep25)Una forma más remota de la violencia es la que ejerece el colectivo en sí, esta unanimidad violenta girardiana que, aunque la vivenciamos correlativamente y sin una concepción intelectual precisa, pareciera permear nuestra propia intimidad cognitiva como espectro a temer, siendo este atávico miedo algo así como parte de la esencia de nuestra autocomprensión como individuos y fundamento coaccionado de nuestro propio yo.
(12nov25) De manera que parecería haber una continuidad directa entre la psique individual y la sociedad del riesgo, pues ésta se aglutinaría sobre una semiótica de coerción que se presenta, sin embargo, en forma de credo “empírico” que «hace comunión» con las contingencias que pueden surgir a partir de una delimitación racional se entiende que objetiva, pero cuya estabilidad real se debe más al confort material-existencial en el que habitan los cuerpos un día sí y otro también, comprendida como tal por los sujetos no por medio de ninguna mitología cosmogónica ni religiosa, sino a través de la visceral vivencia del progreso técnico (apenas racionalizada); es decir, en forma de nuevos productos tecnológicos y los cambios que estos imponen sobre el espacio fisiológico en el que transcurre el tiempo corporal y colectivo que, por ello, no precisa apenas de ningún gran relato antropológico de sentido (punto de unión, además, entre el concepto del posmodernismo cultural y la sociedad de riesgo, por una parte, y su vinculación con la función titilante del plano límbico necesariamente instrumentalizado).
(13dic25) La bipartición cognitiva obliga a la consideración de un continuo entre lo límbico y lo cortical. Un continuo que puede por lo tanto convertir en titilante cada una de las partes respecto a la otra: en primer lugar, porque lo límbico que siempre emerge efectúa esa función permanente para todo yo racional que, por ello, vuelve una y otra vez al punto de aranque de su propia perspectiva consciente; pero tambien lo cortical entendido como consciencia autobiográfica, si lo enmarcamos dentro de un contexto contemporáneo de la sociedad del riesgo, cumple una función tambien de estímulo digamos epistémico (a través de nuevos horizontes abstractos de carácter más conceptuales, “epirituales” o de carácter intelectual) que sería particularmente urgente respecto a la antropología sedentaria dependiente de la agricultura intensiva. Y sería esta ultima fuerza titilante la que revetería sobre el punto quizá céntrico de dicho continuo entre lo límbico y lo cortical que sería el cuerpo/cerebro automático (CA). De tal manera que sería necesario entender que el CA, en tanto que centro estructural real del tiempo colectivo, estaría expuesta a, se alimentaría de, tanto lo límbico como tambien de este yo más cortical y epistémico. Echamos mano, por lo tanto, de la analogía y metáfora de el caballo con su jinete para aproximarnos a esta relación entre lo límbico-homeostático y lo cortical-epistémico; analogía que entiende el CA, por tanto, como el caballo por una parte, y el cotinuo límbico-cortical que articula nuestro yo consciente como quien se monta en los lomos de aquél.
Es decir, el sujeto homeostático es ante todo un cuerpo que se ampara a través de la aceptación y reconocimiento por parte de sus compañeros de grupo. Y esta primera coacción que suponen para nosotros los nuestros es sobre la que se basa, a partir de entonces, nuestra evolución personal como un yo socializado; y los sucesivos contextos sociales en los que nos coaccionamos íntimamente cada uno, según uno y otro marco cultural y antropológico, son gracias a esa primera coacción social muy al inicio de nuestras vidas entre los otros y a partir de la que vamos entrenándonos en la vivencia incoativa a la que nos obliga -y nos obligará toda la vida- nuestra cognición como mecánica sociobiológica.
Así es como funciona la adquisición del lenguaje, así como la personalidad propia que se forma siempre de alguna manera frente y en oposición a su propio grupo de pertenencia, puesto que el sentido o fin técnico de la mecánica sociohomeostática es incorporar al seno del grupo moral el ímpetu feroz de auto preservación que solo puede conocer un cuerpo singularmente desamparado.
El derecho y la justicia no son equivalentes puesto que el primero no puede negar ni apenas disimula su vínculo con, dependencia en, la violencia. Y parecería, según el razonamiento de Walter Benjamin, que la justicia solo puede entrar al juego colectivo de lo sedentario de la mano de un dios. De hecho, el mismo Hammurabi, cuando hace entrega de su código, se asegura de presentarse como él mismo agente de un dios mayor, pues la legitimidad última de su nueva ley reside en su relación con un plano más benévolo que es el divino porque se eleva por encima del espacio físico-material que habitan los cuerpos reales, librándose de la visceralidad solo homeostática de lo corporal e insidiosamente fáctico. Es decir, la justicia divina nos posiciona ante un horizonte bondadoso y auténticamente ético porque resuelve mucho mejor que el derecho real y histórico, el problema humano de nuestra dependencia en la violencia.
Aunque aquí está el meollo del asunto: que si bien el derecho es sin duda racional en tanto que impone una tipicidad que luego se usará para entender, hasta cierto punto mediar, la realidad interpersonal (como una forma al menos de sentido), seguramente no se ha percibido nunca desde el punto de visto humano como exactamente benévolo ni totalmente desinteresado, puesto que se funda en una imposición originalmente violenta que pretende, a partir de su misma aparición, proscribir en adelante toda violencia alternativa a la suya propia, o así se resume someramente en el pensamiento de Benjamin.
Aquí podemos hacer nuestro el refrán cuyo sentido es algo así como que por medio de mí constatar aquello de que alardeas tú, tendré alguna idea de lo que en realidad te puede faltar: piénese ahora en aquella figura femenina que con los ojos vendados sostiene en una mano una balanza y en la otra, una espada; después pregúntese, mental y como retóricamente, cuántas veces habrá visto dicha figura y símbolo de la justicia a lo largo de la vida de usted…
De tal manera que el derecho tiene que enmascarar sus propios límites respecto a la justicia: si bien a través de la imposición político-judicial existe sin duda una justicia, pero que entendida en su acepción más amplia, no parecería teóricamente compatible con la violencia, en tanto que la esencia y fuerza motora de la justicia, al menos como ideal, debería estar en una neutra apreciación respecto los asuntos humanos y entre las personas. Y también es de sobra compartido como idea que la ley es un apaño -muy necesario y con una larga historia, eso sí- como instrumento de reparto digamos funcional de la ecuanimidad a favor de la estabilidad colectiva en el tiempo; pero instrumento de ninguna manera perfecto como lo sabe todo el mundo (y que te dirá cualquier abogado).
En tanto una vertiente del porqué de eso ( y como ya hemos argumentado en otros lugares), las sociedades sedentarias dependen, en realidad, de su críptica vinculación con la violencia como punto de arranque del orden sedentario (particularmente respecto de las jerarquías sociales que permiten una deriva mimética de la violencia que se aleja del choque corporal y cruento). Pero, ¿cómo razonar de esta manera la importancia de la violencia en tanto que alimento estructural revulsivo de forma culturalmente explícita?
Pues que de hecho no se ha podido hacer nunca sino a través de algun dispositivo divino.
Y en efecto, parecería que toda pragmática sedentaria y antropológica no puede alejarse demasiado ni definitivamente de esta verdad mayor pero en buena medida sobreentendida: la justicia humana no puede afrontar nunca su propia dependencia en la violencia de la misma manera que tampoco podemos concocer y asumir (como sociedades) el hecho de nuestra propia racionalidad también parta de una coerción primaria y socio-homeostática, y al cambio de la cual se nos equipa con el don del yo socializado y la viviencia electro y neuroquímica que hoy entendemos como el yo consciente.
Por otra parte, es ya un hecho establecido sin bien no popularmente comprendido, que la estabilidad sedentaria se debe a una dependencia estructural en los procesos de tipo subcorticial, todo eso que se puede entender como el cerebro automático. De tal manera que muy bien se podría concebir las instituciones sedentarias de tipo mimético, de las cuales algunas desembocan después en campos verdaderamente epistémicos de gran vivificación sensoriometabólica y moral (es decir, la cultura en sí y tal como la conocemos) como elemento simplemente auxiliar respecto, en realidad, el acontecer corporal y colectivo que es meollo del tiempo sedentario dependiente de la agricultura, un día sí y otro también (de hecho, este es la idea fuerza del conjunto de los textos de este blog).
Así, una parte primaria, homeostática y pre o subconsciente de nuestra cognición que postulara Daniel Kahneman, por ejemplo, se apoyaría en lo que es el componente en realidad subalterno (desde una óptica estructural, ojo) que es nuestra focalización cortical y la vivencia misma del yo reflexionador. O sea, una especie de ironía dramática o situacional puesto que el personaje que se creía principal (nosotros en la vivencia cognitiva de la personalidad propia), resulta que es algo así como serviente y lacayo del fluir generacional del tiempo en sí sedentario, dependiente de forma totalmente inadvertido del espacio homoestático que habitan los cuerpos sobre un locus de una pertenencia identiario-cultural específica.
Luego es por eso que puede entenderse el avenimiento de los dioses antropomorfas cada vez más monoteístas como una evolución dictada por el mismo contexto sedentario, en tanto que dicho contexto está obligado a dar una salida mimética e incruenta a la violencia humana como imposición vital. Particularmente, los credos monoteístas ofrecen un plano auxiliar (respecto el espacio endogrupal, ojo) no violento que se articula en torno a la razón, y pese a su carácter “mitológico” por cuanto postulado. La justicia mayor (la suprema y como ideal) es la divina porque es epistémica, pero es la religión la que se encarga de ofrecer espacios miméticos razonados y que solo existen, en última instancia, como argumentos lógicos (si bien se usan finalmente para articular la vida emotiva, psíquica e interpersonal).
Pero, evidenemente, en el mundo físico-espacial en el que dos cuerpos diferentes no pueden nunca ocupar el mismo punto (es decir, sobre un plano esencialmente político por cuanto social), no es de ninguna manera efectiva la justicia entendida de esta manera. Así, como tambien todo el mundo sabe, no sólo los abogados ni los jueces no pueden permitirse la sinceridad moral de razonamientos tan prístinos como los de Benjamin acerca de la violencia fundadora sobre la que ellos se asienten, sino que el derecho mismo como institución tiene que esconderse de esta misma contradicción en su propio seno operativo; y por eso el poder político-judicial también tiene que sostenerse, universalmente y sin excepción, igualmente en alguna “patraña” divina, además de otros atrrezzos de tipo mitológico.
Pues como dijera el poeta (¿o fue un académico o filosofo…?), todo poder efectivo se vuelve fáctico, sea legitimo o no. Y parecería obligado por las circunstancias de nuestra misma cognición que emerge hacia su sociorracionalización cortical solo por medio de la violencia socio-homeostática, subcortical y anterior; una violencia que es aquella coacción original frente a los nuestros y que, en compensación por la misma, desarrollamos y mantenemos nuestra propia personalidad racional y socializada a lo largo de la vida (una personalidad singular que está trenzada de forma inseparable con el contexto cultural propio de cada uno, claro está).
Pero eso, como circunstancia digamos basal, es lo que se replica por todos los niveles de la práctica antropológica universal: la vivencia del yo como ente racional capaz de reflexionar es el primer y aun permanente fenómeno de una imposición fáctica de la que, normalmente, no somos en absoluto conscientes como objetos de la misma (sino que solo solemos entender nuestra propia agencia como poder individual o en tanto víctimas cuando nos sean adversas las cosas).
Pero, considerémosnos afortunados por tener una salida al menos epistémico, lo que conduce después a la posibilidad ya de una ética en toda regla a partir de la razón humana que se termina por dejar a su libre albedrío e impetu vital -paradójicamente- de la mano de los credos divinos. Después y por la misma vía de llegada, surge ni más ni menos que la ciencia contemporánea1.
En todo caso, una comprensión espiritual, religiosa y/o ético-racional de que es el grupo lo que en realidad tiene primacía (es decir, todos estos enfoques mencionados comparten el mismo concepto como piedra angular propio), está ya presente fácticamente respecto el plano socio-homeostatico subcortical aun no emergida como idea, siendo que la fase posterior es una reconsititución (“re-ligamiento”) o definición del ámbito primario: esa y no otra cosa es la pertenencia socio-homeostática de la que depende el razonamiento humano, y eso mucho antes e indepndiente de nuestra capacidad de reflexionar sobre ello.
Como que el cuerpo ya se entiendería de estas cosas por sí solo, y solo fue el avenimiento de la vida urbana eso que obligó a seguir un camino epistémico hacia otra forma de una misma integración (ya existente de hecho, pero no racionalizada). Pues que la antropología dependiente de la agricultura tiene que aprovchar el yo moral y socializado en tanto permite la existencia de vivencias metabólicas, electro y neuroquímicas como oportunidades de nuestro propio ejercicio de autodefinición (como poder de nuestra propia imposición) en un sentido u otro. Y la violencia coercitiva que subyace a nuestra propia racionalidad como sujetos homeostáticos, alimenta ahora esa misma sociorracionalidad de forma mimética, no directamente física y, por lo general, incruenta (o eso al menos en principio).
Es decir, permanece la violencia, sin remedio, pero cambia su naturaleza para derivarse hacia la vivificación sensoriometabólica que depende un mayor desarrollo semiótico y empistémico, y por el amor de dios o algo así. Y es que la violencia y la justicia divinas cumplen la misma función que la violencia real, esto es, la de inaugurar un nuevo marco sociorracional que, aunque se funda sobre la violencia, sí que permite una interacción racional sucesiva y ulterior, o eso siempre que no nos lo pensemos hasta sus últimas consecuencias (porque volvemos a toparnos con la incoherencia benjaminiana de una irracionalidad institucional que se reviste de una legítimidad y una ética precisamente en el críptico ejercicio de su misma violencia coerciativa, confundiendo irremediablmente la violencia fundadora con la conservadora).
He aquí, por otra parte, un ejemplo de cómo se entendería el cerebro automático como dispositivo antropológico-estrctural en tanto que permite rentabilizar la racionalidad humana al mismo tiempo que limitarla, pues el sentido más importante estuctural y evolutivamente hablando es la continuidad en otro tiempo generacional sucesivo de los cuerpos en su propia vivificación sensoriometabólica en sí y de por sí (y punto): es decir, se trata de una forma de coherencia desde un punto de vista estructural que, no obstante, se sirve de la incoherenica para nosotros lógica, y visto de desde el simple subcomponente auxiliar y tempo-estrucutral que es la racionalidad humana.
Pero como la violencia/justicia divina no nos cuesta literalmente un ojo de la cara, sino que nos relacionamos con ella de forma volitiva y homeostática, amoldándola hasta cierto punto a nuestra propia emotividad al mismo tiempo que no deja de tener nunca una relevancia moral (en uno u otro grado) para los demás, puede decirse que sí que queda a nuestra disposición una justicia “mayor” que suaviza de alguna manera la brutalidad real que subyace a todo estabilidad y tiempos sedentarios.
Y es que la justicia divina puede ser auténticamente racional precisamente porque no tiene ninguna obligación de ser real, a diferencia del derecho.
Hipotetizamos, entonces (como hacemos a lo largo de los textos de este blog) que la experiencia sedentaria no coincide con los dioses antropomorfos, tendentes al monoteísmo (esto seguramente coincidente también con el lenguaje escrito), sino que depende estructuralmente de ellos como compensación, por ejemplo, de los límites racionales del derecho mismo (de lo que sin duda depende tambien la antropología sedentaria y urbana). ¿Cómo de insufrible sería el día a día sedentario y urbano sin recurso a este otro plano abstracto que -paradójicamente- acaba proporcionado un sentido en el que cobijarnos que el plano real político y socio-corporal simplemente no puede permitirse?
O bien no es que fuera insufrible sino que un última instancia la experiencia sedentaria, después urbana, sería imposible, sin poder salir nunca de un interminable espiral de violencias legitimadas que se van sustituyéndose una tras otra en el tiempo, puesto que la legitimidad aún a día hoy está en los fines de unos y otros, y no en otra cosa.
Esto sería insoportable para el individuo sin ninguna salida a un plano racional mayor (de tipo, por tanto, necesariamente simbólico), y por tanto un claro impedimiento respecto de la mecánica socio-homeostática sedentaria.
O sea que, para una crítica de la violencia respecto al derecho, sería necesario extender esta misma crítica, en realiad, a la racionalidad humana y nuestra consciencia, debido muy probablmente a su carácter emergente o incoativo. Y como con tantas otras cosas, es mejor llevar al análsis, si se puede, a un nivel antropológico donde suele vislumbrarse mejor el carácter funcional de las cosas (esto último lo dijo un economista, eso sí que recuerdo). En este sentido, habría que saber un poco mejor qué pinta funcional y temporalmente el cerebro automático, lo que nos enfrentaría a la pregunta aún más importante, la de la racionalidad/consciencia humana y el para qué sirve funcionalmente respecto al grupo.
¡Mientras tanto, tengan cuido ahí fuera!
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Notas
1Las tradiciónes hermética y cabalísitica medievales puede entenderse como la verdadera antesala de la sciencia contemporánea a partir de las figuras históricas de, por ejemplo, Galileo Galilei (1564-1642) y algunos de sus coetáneos más relevante en este sentido: Giordano Bruno (1548-1600); Tomás Campanella (1568-1639); Paracelso (1493-1541); Francis Bacon (1561-1626); Johannes Kepler (1571-1630), con quienes pueden trazarse vínculos más y menos directos con el pensamiento hermético según Frances A. Yates en Giordano Bruno y la tradición hermética (1964)
-de manera que los credos divinos antropomorfos dan salido a lo epistémico, pero tambien preparan el terreno para el dominio estructural de cerebro automático respecto del tiempo sedentario. ¿Encajó alguna vez Daniel Kanhmen las partes de la cognición nuestra en el contexto mayor de la mecánica sedentaria en sí, para desmenuzar un poco más la relación entre ambas partes, el I y el II? (No conozco lo suficiente su obra como para saber esto).
-el monoteísmo parece ejemplificar esto en tanto que el poder divino deviene un poder de base corporal (de anatomía humana clara) pese a su caracter inefable; y este cuerpo humano singular ahora cósmico, deja libre, por así decirlo, la experiencia fisíca cotidiana de todos nosotros, para que se reboce en su seguridad proxémica automática, más o menos inconsciente o solo puntualmente razonada, en parte gracias a que la idea de la experiencia física existe transubstanciada sobre un plano cósmico.
Es curioso cómo el primer relato escrito en la historia humana (Gilgamesh) verse sobre un viaje: como si la experiencia sedentaria se entendiera a sí misma como divorciada de alguna manera de su matriz sociobiológica original que es el nomadismo o la experiencia colectiva no (o menos) sedentaria; que como una nostalgia irreprimible afloraría en sus relatos igual que a nosotros hoy en día nos fascinan los road movies, relatos de viaje (y como la mismísima cultura occidental se hubiera basado de alguna manera en un relato de viajes -y guerra- que son la Iliada y la Odisea). O que las religiones sigan vinculadas a las peregrinaciones quizá como un inconsciente reconocimiento de su propio papel como puente entre una y otra sociofisiologías históricas. Porque el andar colectivo -como la violencia misma- no necesita otro sentido más allá de los cuerpos y su interactuación colectiva, fáctica y espacial. Pero a diferencia de la violencia, el andar como modus vital antropológico no genera dolor de forma directa como sí ocurre con la violencia, aunque es la violencia lo que se incorpora a la experiencia sedentaria no solo porque de la violencia como imposición depende la vida, sino también -paradójicamente- por el dolor que genera, o al menos ese aspecto es de lo que la experiencia sedentaria se valdrá para espolear más tarde el necesario refuerzo o consolidación moral-racional, lo que a su vez potenciará la estructuralmente necesaria ampliación del espacio semiótico-epistémico.
¿Cómo funciona la ambivalencia, específicamente, la que tiene para nosotros la violencia contemplada?
Imagen indexada en Duck Duck Go como “caucasian plumber wearing orange hard“
-Como la violencia posee en sí misma un sentido digamos geométrico-corporal (en el imponerse o quedar sometido) parecería que es conveniente que ejerza una gran fuerza de atracción sobre nosotros por su evidente relevancia para todo cuerpo homeostático presente sobre un locus de pertenencia cultural determinada. Pero es también un problema por la aflicción y zozobra que su irrupción causa para la continuidad en el tiempo o no de un grupo humano determinado.
-La violencia tanto da vida como la quita, pero es la zozobra que causa respecto de la cohesión grupal que aboca a una búsqueda de sentido que podamos adscribir, sentido que así se pone a disposición del grupo y del confort homeostático –ahora de carácter sociorracional—de todo sujeto perteneciente (lo que con el tiempo y a cada nueva aparición de un mismo tipo de sobresalto violento, alimentará un mismo afianzamiento racional y culturalmente determinado).
-Pero la ambivalencia puede entenderse mejor como una relevancia atrayente e insoslayable que tiene la violencia para nosotros que luego los contextos grupales históricos pueden amoldar en uno u otro sentido, partiendo del gozo (un tanto sádico pero de innegable realidad) de la imposición, o bien fustigados por una conmiseración empática que también sentimos de manera inherente y puesto que somos todos unos expulsados en tanto pertenecientes porque nuestra condición de sujetos sociales solo existe a partir de una coacción anterior que suponen para nosotros los nuestros y el auténtico pánico que nos infunde el anticipar nuestra propia caída en desgracia para con ellos (y nuestra correspondiente defenestración -o atávico asesinato- a manos suyas).
-Es decir, la importancia estructural de la violencia entre seres humanos es su misma ambivalencia, en tanto la contemplamos bien como el sujeto agentivo de la misma o bien identificándonos con la víctima o la parte más débil, pues parece que está bastante establecido que incluso los niños de pocos meses ya muestran preferencias en ambos sentidos1; y parecería también que el valor (auténtica joya en un sentido estructural, por lo que se puede armar en torno a ella) siempre ha estado en la fuerza con la que envuelve nuestra percepción siendo el concepto de las neuronas espejo, por ejemplo, un elemento que apunta en esta dirección.
-Y esto quiere decir que no tiene importancia que ambas respuestas estén en cada uno de nosotros (pues es potencialmente viable esta posibilidad e incluso frecuente) o no, sino que estén al menos presente como posibilidad sobre el horizonte colectivo; es decir, que al menos alguien sienta la zozobra de la violencia ejercida contra un cuerpo humano más débil. Pues que es esta respuesta que suele diferir de cualquier estatus quo colectivo determinado (en cualquier tiempo o lugar) que deviene en recurso revulsivo moral que se acabará montando cierta resistencia -ya estructural- a la inercia de toda mayoría gregaria necesariamente temerosa ante lo consabido.
-Por tanto, esta ambivalencia vista sobre un plano temporal refuerza una cierta calidad plástica de resiliencia del grupo frente a sus propias circunstancias y las contingencias que hubieran surgido en una u otra dirección o sentido (una dispensa a resguardo de los sucesos colectivos de la que se puede ir sacando recursos frente a una u otra dirección por donde discurran los acontecimientos colectivos-existenciales).
-La ambivalencia, por tanto, no es un problema sino baza, junto con la violencia misma y la forma que nuestra cognición socio-homoestática se relaciona con ella, si bien esto no se puede decir así como así: de hecho las experiencias antropológicas históricas no han tenido (aún no tienen) más remedio que abarcar esta situación y el conocimiento del la misma de forma mitológica: no queda otra, debido a nuestra cognición.
-Es decir, para nosotros y como habitantes de un universo de mecánica básicamente positivista, la solución es, simplemente, no tenerlo en cuenta puesto que de manera científica (o al menos hasta hace muy poco) no se puede hablar de lo que no se puede mesurar; de hecho ni entendemos muy bien para qué sirve en realidad y estructuralmente lo mitológico. Y muy bien pudiera ser que si no operas epistémicamente a partir de la bipartición cognitiva humana y el condicionamiento que resulta este hecho para la experiencia sedentaria (cuya comprensión requiere, por tanto, el manejo del concepto de sostenimiento fisioantropológico y debido a la naturaleza emergente de nuestra cognición), sigue usted relacionándose mitológicamente con su propia vivencia del yo (aunque, con todo, no pasa nada, claro).
-Pues es para nuestra comprensión racional del mundo inconcebible (literalmente, que desborda nuestro pensamiento reflexivo) que nos debamos racional y eticamente y en toda nuestro potencial humanitario y humanista a la violencia misma; a cómo nuestro vínculo con ella a ido transformandose siguiendo una tendencia general hacia la vivencia mimética (como es la moralidad misma, por ejemplo) mas sin cortar dicho vínculo nunca del todo. Es decir, nuestra cognición en tanto de naturaleza bipartita (dividida como está entre cuerpo y sistema nervioso, electro y neuroquímico), no tiene más opción que rentabilizar como modus operativo lo ambivalente (verdadero pan nuestro de cada día visto desde una óptica antropológica estructural).
-Porque la violencia permite sobrevivir pero tambien crea dolor lo que, a su vez, espolea nuestra necesidad de lo racional, pues que en la imposición de un sentido sobre las cosas y los acontecimientos, nos resguardamos todos en el amparo que son los nuestros; por otra parte, el dolor, además de volver urgente la necesidad de un sentido, predispone las personas revulsivamente al afecto como contrafuerza equilbiradora.
-De manera que es este juego de contrarios y entre fuerzas antagónicas equilabradoras el que se irá repitiendo en el decurso sociobiológico de todo locus antropológico y cultural, para que los cuerpos puedan seguir su inexorable camino vital de la especie a partir de un origen sociohomeostático nómada que, empero, tiende ya y siempre hacia lo viritual y mimético (debido sobre todo a la circunstancia impuesta históricamente por la agricultura) mientras tú y yo, en la vivencia de nuestras respectivas subjetividades nos dedicamos a la necesariamente grandiosa tarea de ser algo y alguien en la vida, esto es, el emprendimiento de nuestra propia expiación vital como persona y sujeto social (pero que visto estructuralmente puede entenderse como una sala de espera frente al acontecimiento más importante que es la existencia colectiva física y corporal, en el tiempo de una sucesiva generación).
-Pero por eso pienso que de esta especie de fontanería antropológica y tempo-estructural es mejor que se encarguen otros, mientras que nosotros podíamos ambicionar algo así como el llegar al otro como probablemente la función y razón de ser de la subjetividad humana (puesto que por debajo y remontándonos más allá de nuestra sensorialidad, no hay nada).
Caloroso saludo, por otra parte, para los fontaneros profesionales, claro está.
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1.Sigman, Mariano La vida secreta del cerebro 2013