Total, que el culparse uno mismo de su propia suerte frente a los infortunios sobre los que difícilmente puede entenderse que tuviéramos poder alguno, es una forma de antropomorfismo en tanto adscripción causal. Pero es ante todo una imposición de sentido, y como tal fortalece psicológicamente al sujeto como responsable último de sus circunstancias, pues se sale de la tesitura de verse como objeto de fuerzas mayores.
De esta manera puede decirse que la culpa y el sentido (no exactamente conceptual) que proporciona ha tenido siempre un efecto reconfortador para el sujeto psicológico en tanto poder que ejerce a través de la culpa; poder que percibimos como moralmente más aceptable que recurrir el uso expiatorio de otro ser humano que, evolutivamente hablando, hubiera sido el modo operativo respecto las culturas de la vergüenza.
Pues pudiera ser un punto divisor entre ambas cuando la tendencia propiciatoria que motiva la vergüenza (que nos compele a defendernos recurriendo a cualesquiera medios inmediatamente disponibles -respecto sobre todo a otros seres humanos- a los que transferir de alguna manera el terror ante nuestra propia aniquilamiento), se sustituye por una causalidad dirgida, ahora, hacia nosotros mismos.
O sea, qué duda cabe de que la culpa y la autoincoaccion psíquica ha llegado a sustituir en buena medida el recurso más atávico a la violencia misma como instrumento de plasmación y manentimiento de sentido; que el contexto sedentario más tendente a la autocoacción psíquica es un contexto que organiza la violencia a través de su legitimación solo de parte del poder establecido; que es también entender que dichos contextos no toleran el dolor mismo que genera la violencia, siendo que los sujetos homeostáticos pertenecientes, con el tiempo, están desacostumbrados a la otrora brutalidad de contextos antropológicos pre sedentarios, mucho más proxémicos y menos dependientes de ambitos semióticos abstractos de caracter simbólico.
¿Es cierto esto último? ¿Son las “culturas de la vergüenza” también culturas mucho más expiatorias, tanto en cuanto sujeto como objeto?
-“Cultura de la vergüenza”: contexto socio-homeostático más expiatorio y proxémico.
–“Cultura de la culpa”: contexto menos expiatorio y más dependiente de planos simbólicos
Pero sí parece que está claro que las culturas sedentarias basadas en la agricultura se han de auxiliar metabólicamente a través de espacios miméticos que tienden, paracería que en todos los casos, hacia el uso del lenguaje escrito. Luego también podría argumentarse -en todos los casos- que existe un desplazamiento hacia el uso de la culpa y la autoincoacción psíquica predominando sobre el recurso a la violencia persecutoria-expiatoria (aunque esto nunca desaperece del todo, claro, puesto que debe de ser de origen filogénticamente evolucionado).
Decir pudieramos que dichos contextos, por tanto, pierden el gusto por la brutalidad para el sujeto homeostático, lo que introduce asimismo el dolor empático experimentado frente a los padecimientos ajenos como nueva fuerza estructural (o que ahora adquiere más peso, pues que desde muy pronto la violencia humana se ha visto contrarrestada por nuestra capacidad de sentir compasión por nuestros congeneres; que si no, no se explicaría la continuidad elvolutiva de los grupos humanos).
Lo sedentario lo resumimos, entonces, como dependiente del desarrollo de un ámbito fisiosemiótico incruento que se auxilia, precisamente, de una violencia más metabólica que corporal y de función homeopática; mientras que lo persecutorio-expiatorio, si bien no desaparece por completo (pues muy probablemente debe entenderse entenderse como de caracter troncal respecto a la psique humana), sí que pasa a un segundo plano debido a los nuevos gustos adquiridos por una nueva generación.
¿Necesidad inconsciente de autocastigo en las culturas de culpa?
Pues muy bien puede ser porque la mecánica de pertenencia social —de la integración fisioantropológica individual—en dichos sistemas se basaría en la autocoacción psíquica: pues que desde el punto de vista estructural, se es un individuo precisamente para sentir la culpa, que sería la clave tanto para la inhibición como para la transgresión, pues esta última es, muchas veces, un furioso rechazo respecto aquélla por parte del agobioado individuo socializado. Lo que, en efecto, deja montado el espacio metabólico sedentario al completo en el que ejercitarse el sujeto homeostático, tanto en la violencia vital de nuestra propia autodefinición moral (esto que por nuestra voluntad decidimos ser, pese a todo) como respecto las rebeldías transgresoras menores en las que calculamos que podemos incurrir sin grandes riesgos de mensocabar nuestra imagen social (y así, de esta manera más viritual que real, va avanzando el tiempo sedentario de una generación más).
Pues los espacios urbanos tienen que proporcionar contextos del ejercicio de la violencia vital del individuo al mismo tiempo que tienen que ir limitando el dolor y sufrimiento causado: esta estrategia sería a través de la creación constante de espacios miméticos siendo la moralidad en general el prototipo de espacio mimético debido a su carácter metabólico que antecede los actos y que, de hecho, puede existir de forma virtual más allá por completo del plano corporal e interpersonal.
Servirse de la zozobra contemplada al mismo tiempo que la va limitando a través de la creación incesante de nuevos tipos de espacios miméticos: así es como funciona la viabilidad sedentaria.
Asimismo no sería de extrañar, por lo tanto, la coincidencia en el desarrollo urbano y civilizado y el puritanismo en general; quizá también la transición base de lo vergonzoso hacia lo culpable, pues ambos constituye maneras de reforzamiento más metabólico que corporal de vivencias de gran tensión y titilación sin consecuencias, generalmente, respecto del plano político de los cuerpos físicos reales.
Tema de la posible equivalencia entre vergüenza y culpa en tanto que ambos son el mismo miedo a la defenestración que aflige al individuo perteneciente, salvo que:
-La vergüenza se relaciona más, o de forma más directa, con lo proxémico
-mientras que la culpa, como que requiere que se dé un paso mental más abstracto hacia la causalidad, puede postularse como más util, de alguna manera, para los contextos urbanos más dependiente de planos semióticos no materiales.
-La vergüenza nos aflige de forma mucho más espontánea y de forma mucho menos controlable por el individuo, mientras que la culpa, que implica un proceso de razonamiento causal, puede efectivamente utilizarse “creativamente” como una forma de imposición por parte del individuo que la asume. De manera que la culpa puede manejarse como una forma de poder que tiene el individuo -mínimo pero desde luego visceralmente real- de imponserse respecto sus propias circunstancias; y en este sentido tiene una utilidad cierta, máxime respecto los contextos sedentarios como en sí mismo un espacio mimético, más metabólico que corporal, de gran intensidad que, aunque no tiene por qué trascender necesariamente al plano social de los actos contemplados, tiene influencia cierta y contundente respecto el comportamiento individual.
Porque nosotros defendemos la posible comprensión de la moralidad y su desarrollo sedentario como culturas de “culpa” como ejemplo de la dirección general de lo sedentario respecto la búsqueda incesante de espacios miméticos más metabólicos que corporales.
¿Cuál es el porqué del individuo moral? ¿Por qué lo sedentario necesita de la vivificación incruenta que presta lo moral? Y se hace necesario una cultura de la culpa debido a razones estructurales en tanto que es una forma de vigorización metabólica incruenta (inicialmente) que sirve para alimentar lo sociorracional en su vertiente crucialmente epistémica.
O sea, relacionamos cultura de la culpa con la episteme, con el monoteísmo y la individualidad moral, todos ellos parte del utiliría obligatoria e historicamente comprobada (universalmente) de la experiencia antropológica dependiente de la agricultura. Aunque parecería necesario precisar que la vergüenza y culpa no pueden separarse como elementos universalmente presentes en toda cultura, puesto que postulamos que todo ser humano internaliza su propia emotividad homeostática y que, por tanto, podemos sentir tanto la vergüenza (que requiere una existencia corporal y sociohomeostática) como la culpa (que supone la internalización sociorracionalizada de la propia emotividad). Aunque también es asimismo constatable que la vergüenza pertenecería al ámbito de la doxa, mientras que la culpa tendría más sentido entenderla como propio de lo epistémico o como punto de arranque del mismo, puesto que depende de una lógica razonada y causal por parte del sujeto homeostático.
Y ya hemos hecho constatar la importancia que postulamos para la antropología sedentaria (después, la urbana) que tiene lo epistémico y el horizonte sensoriometabólico incruento que se abre ante los sujetos homeostáticos sedentarios.
-La vergüenza y los contextos expiatorios que se sujetan en ella constituyen marcos sociales volátiles que obstaculiza de alguna manera la vida urbana debido a la explosividad potencialmente colectiva que implica para el individuo todo lo expiatorio. La culpa, por contra, se presta más facilmente a la experiencia sedentaria y urbana por la mayor complejidad cognitiva que atañe y el efecto que suele tener de rebajar la potencial explosiva de la violencia interpersonal.
–En términos nietszcheanos, la culpa se asociaría más con lo apolíneo, pues por su implicación cognitiva más compleja supone un ejercicio de control razonado respecto el mismo sentir emotivo-corporal del individuo; mientras que debido a nuestra vivencia de la vergüenza como fuerza que de alguna manera nos arrebata, probablmente debemos concebirla de carácter más dionisíaco puesto que, en tanto tenemos sobre ella mucho menos control, la vivimos como algo que nos acecha para, repentinamente, envolvernos en sus redes telúricas de las que, para librarnos nuevamente, solo cabre recurrir a la razón (de nuevo lo apolíneo).
Desarrollar y especificar las diferencias entre el monoteísmo como poder simbólico masculino por una parte, y una explicación «fisioantropológica» de la cuestión del sostenimiento sedentario:
1)La vivificación sociometabólica dentro de un contexto más inmóvil, junto con el traslado de la aglutinación socio-homeostática de lo sociorracional a un contexto sedentario (es decir, de lo corporal y proxémico hacia la experienica más sensoriometabólica que física, eso que faculta precisamente el desarrollo simbólico y semiótico).
2)La necesidad estructural del desarrollo semiótico pues amplía los espacios de vivificación metabólica de una forma que rebasa la corporeidad directa: es, por lo general, incruento y una forma de lujo puesto que eleva el sentido humano por encima de la materialidad, de tal manera que podría decirse que la vida no se constriñe tanto al agotamiento físico como sí es el caso cuando se reduce a un entorno inmediato sólo espacial.
3)Y esto es acorde con la violencia como imposición humana sobre las circunstancias (que a su vez está condicionada por nuestra naturaleza homeostática y por tanto hedonista): y poder imponerse uno respecto a sus circunstancias puede entenderse como la consecución de confort en todas sus manifestaciones.
4)Respecto la experiencia sedentaria de las antropologías asentadas sobre la agricultura intensiva, el imponerse el colectivo social sobre sus propias circunstancias se refiere al dolor y el trauma experimentados ante los padecimentos de nuestros congéneres copertencientes. Dicha sozobra se hace suportable precisamente porque queda sometida a una explicación sociorracional no necesariamente empírica.
Así es que puede hipotetizarse una situación en que el sostenmiento de los contextos sedentarios inciales que, por lo visto, se basaba en buena medida sobre los conflictos intergrupales de tipo físico básicamente entre hombres, se transcionaría hacia un plano smbólico abstracto y no corporal por razones antropológico-estucturales. Pero el que fueran los varones los que retuvieron su dominio en uno y otro ámbito parecería, por tanto, de esperar.
Pues el poder nombrar, y así imponerse sobre las cosas a través del lenguaje, es una forma de imposición igual o mi parecida a la furia que alimenta la violencia real, salvo que no conlleva de forma inmediata a la zozobra que sienten los seres humanos ante el espectáculo las aflicciones y padecimientos corporales de nuestros congéneres (justo aquello que convierte el desarrollo semiótico-simbólico en algo imprescindible para la experiencia antropológicamente asentada, en tanto que se trata de un contexto que parecería tolerar mucho menos el sufrimiento presenciado endogrupal).
Parecería, por tanto, lógico que la violencia varonil se aferrase a su propia supremecía que ya ejerecía dentro de culturas bélicodependientes; y que al albur de la transición entre las primeras teogonías mestopotámicas de la diosa madre hacia el monoteísmo del dios-padre único, no cabría otro desarrollo sino el de la continuación del dominio masculino, ahora sobre un plano abstracto que efectivamente, tal como argumenta la autora, hubiera de revertir -simbólicamente y como narrativa- el poder femenino de reproducción biológica en un poder y posesión del hombre.1
Por ejemplo, en el libro de Génesis es de una parte del hombre de donde nace la mujer (de la costilla de Adán) a quién se renombra “Eva”, en tanto que el único poder real y varonil de la creación es la quimera que supone el del lenguaje cuya consecuenia más inmediata, no obstante, es el arrumbamiento y cierta mixtifiación de la experiencia corporal (si bien esto último debe considerarse una constante como dirección en la cultura humana).
De tal manera que podemos entender la resolución del problema de la violencia endogrupal frente al contexto sedentario en forma de cierta alianza con ella, que no eliminación; en tanto que, gracias a la ampliación de espacios metabólicos incruentos, sujetos precisamente por un desarrollo semiótico cada vez más elaborado, rentabilzamos como grupos el espectáculo de la violencia y el padecimiento ajeno: pues tal es nuestra dependencia original como colectivos en la imposición humana, lo que ha abocado a la única solución histórica posible y respecto la experiencia sedentaria: la de hacer la presencia de la violencia cada vez más de carácter homeopático, en tanto experiencia metabólica que rebasa para la mayor parte de las personas y la mayoría de las veces, el plano corporal en sí.
Se trataría de otra forma de alimento como sustento del que es bien dificil hablar siendo normalmente solo posible desde un enfoque metafórico-religioso o “espiritual”. Si bien para algunos se entende mejor como una mécanica de los grupos humanos, especialmente los sedentarios.
1 Para otro ejemplo etnográfico de la apropiación masculina sobre un plano simbólico de algún aspecto de la biología femenina, véase Godelier, Maurice La producción de Grandes hombres: Poder y dominación masculina entre los Baruya de Nueva Guinea (1982)
Ejercicio 2
Circunstancias coincidentes con la antropología agraria:¿cómo se relacionan entre sí cada uno de los siguientes elementos?
sociedad de clases
sistemas simbólicos de comunicación e interactuación humana
los dioses antropomorfos
el patriarcado
el monoteísmo
violencia homeopática
la violencia ideológica
[la violencia psicológica (falta)]
Lasociedad de clasessupone un argumento a favor de la socio-homeostasis y la sociorracionalidad como dispositivos de aglutinación de los grupos humanos frente a la inmovilidad sedentaria, pues que constituye ella misma una forma de ampliación de espacios metabólicos no cruentos. Es decir, las diferencias sociales como que van en paralelo con la ampliación de espacios metabólicos en forma de sistemas simbólicos y los contextos no físicos que facultan.
Pero el experimientar individual de las diferencias sociales cae dentro de la categoría de dispositivos metabólicos de caracter moral, pues la normalidad sedentaria acabaría por depender no de la violencia física sino de la autocoacción písquica en el individuo socialmente integrado. Y a favor de la viabilidad sedentaria en el tiempo, puede decirse que el gran periplo del sujeto homeostático es la disonancia que todos sentimos internamente respecto una imagen de lo que deberíamos ser por una parte, frente a lo que sentimos que somos, lo que nos obliga a forcejar de forma permamente con un mundo de imágenes mentales de gran potencia emotiva, poniendo a disposción íntima de todos nosotros cierto espacio de poder personal, tanto en el conformarnos como en el transgredir (en uno u otro grado); si bien, solo de forma excepcional trasciende dicha agitación metabólica de la intimidad cognitiva y neuroquímica del inidividuo al plano de los actos públicamente constatados.
Pero pese a su calidad no directmente corporal, esta vivificación en principio íntima no deja de consitituir una forma de vivencia como conusmación del tiempo metabólico humano, máxime cuando se contempla desde una ópitca estructural y agregada. Puede asimismo concebirse como secreto motor del comportamiento humano basado en la interactuación social, la real y tambien la virtual.
El sistema de integracción fisioantropolgica más importante parece ser el de las creencias religiosas postuladas, originalmente, sobre un plano abstracto y no sujeto a la posibilidad de contradicción; postulaciones que van adquiriendo una normatividad colectiva de obligada referencia para todo sujeto homeostático perteneciente, hasta el punto de que la experiencia sobre todo metabólica (respecto la vivificación fisiológica y neuroquímica) del colectivo en sí, acaba esctructurándose en torno a dicha semiótica normativizada.
Pues el sentido de nuestro propio yo viene a cambio, de alguna manera, del sometimiento homeostático en que como individuos pertencientes vivimos y respecto a nuestros congéneres: el msimo sentido de libre albedrío individual puede entenderse, en este contexto, como consecuencia en realidad de nuestra pertenencia al colectivo; que es nuestra pertenencia al grupo aquello que, precisamente, nos pone en la tesitura socio-moral de ser nosotros mismos respecto la jamás superable contradicción de nuestra propia singularidad fisiocorpórea (nuestro estar) frente al único ser posible que es nuestro yo consciente necesariamente socio-racional.
Pues ambos, el estar y el ser, son co-dependientas al mismo tiempo que son mutuamente excluyentes entre sí: ésta es la ecisión que ocupa, en realidad, la centralidad de la experiencia cultural y sobre la que se sujeta la antropología de los grupos humanos, y muy particularmente las expriencias más sedentarias. Hablamos, claro está, de la ecisión entre el sistema nervioso-cerebral y neuroquímico frente al cuerpo: esta escisión que al mismo tiempo produce nuestra forma particular de cognición y todo yo consciente.
Pero para la creacion de espacios de gran vivificación metabólica incurentas (esto es, los que facultan precisamente la posibilidad de la autocoacción psíquica individual), han de existir postulaciones conceptuales no sujetas a la posibilidad de contradicción de tipo divino que legitiman el desarrollo semiótico, concretamente, respecto la aparición histórica de los primeros códigos penales. Pues, como en el caso del código de Hammurabi (1750 a.C.), una vez que la violencia física queda sometida como recurso a un único agente y actor político, pueden extenderse los espacios metabólicos de autocoacción moral solo si van acompañado de una ideología religiosa de omnipotencia abstracta, pero cuyo representante en la tierra sea, naturalmente, el monarca de turno que se ha impuesto sobre todos los demás actores políticos-violentos: El monoteísmo parecería particularmente lógico como desarrollo uniformizador (frente a estadios anteriores de múltiples dioses) en paralelo, precisamente, con la necesaria uniformización de la violencia política respecto los primeros ciudad-estados agrarios.
Según la autora, puede seguirse la consolidación del patriarcado a partir del punto en que el orden social empezara a basarse semióticamente en una divinidad abstracta cada vez más masculino (en detrimiento de los relatos originalmente femeninos de la diosa-madre); que es también establecer una cierta equivalencia entre la masculinzación de la divinidad y su caractér, en tanto postulación abstracta, incorpóreo. Pues que solo en lo conceptual puede la cultura superar lo físico-espacial.
Pero al tener que postular sobre espacios abstractos de omnipotencia divina -que progresivamente se hacen cada vez más masculinos-, se acentuá este proceso de obviar la experiencia corporal que es inherente a la cultura misma (empezando con los grupos antropológicos orginalmente nómadas): de tal forma que no solo se convierte la experiencia femenina en una suerte de “doble vida” que no ha tenido históricamente voz propia, sino que la experiencia corporal y emotiva en general tambien se opaca de alguna manera, puesto que todo ser cultural depende en su mismo origen de someter y desplazar, de alguna manera, el estar.
Pero el cuerpo y la parte somatosensoria de nuestra cognición sigue por su camino, como si dijéramos, de manera que la progresiva racionalización del espacio cultural no incide de ninguna manera sobre lo que parecería filogénticamente ya consolidado. Y eso implica que la atemperación general que conlleva la experiencia sedentaria parecería necesitada de ampliar los espacios miméticos a disposicion de los sujetos homeostáticos precisamente para suplir, por medio del aumento de la viviencia sensoriometabólica, lo que otrora hubiera defenido la mecánica original de los grupos humanos y su integeración a través de la reconstitución sociorracional.
La violencia homeopática se convierte, por tanto, en apoyo auxiliar de los contextos sedentarios en tanto que proporciona fuertes estímulos que soslayan, de alguna manera, las consecuencias morales-corporales de la violenica: los rituales religiosos, el deporte (o combate) como espectáculo, la experiencia estética y los medios de comunicación (entre otros) se convierten en vías de llegada de experiencias catárticas que alimentan la reconstitución sociorracional; o como una centralidad que constituye la racionalidad cultural respecto de una experiencia colectiva histórica determinda que, sin embargo, depende de una perferia de anomia sensoria que actúa como el mismo porqué de lo social nuevamente renovado.
La pugilística nietizcheana (el problema de Socrates) que desemboca en la violencia ideológica que, como tiene una base en lo espistémico, no tiene siempre por qué materializarse sobre un plano corporal con daños y víctimas personales para actuar como una fuerza vivificadora (pero sí que es importante que amenace con ello). Porque el “problema” en cuestón (o así lo interpretamos nosotros) no era Socrates sino las cirunstancias históricas a las que se enfrentaba: porque muy lógicamente puede suponerse que la naturaleza de la experiencia social, respecto de una Grecia urbana más evolcionada, fue haciéndose cada vez menos dependiente en su viabildad en el tiempo de la guerra; pero la violencia ideológica -aquella que no desborde su propia naturaleza abstracta y conceputal- es una forma de “violencia” y “agresividad” (más metabólica que corporal) que sí que se compatibilza facilmente con la experiencia sedentaria y urbana (aunque siempre interesa que permanezca el poso de una vaga ameneza solo barruntada de violencia potencial).
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Comprensión de lo ritual en términos de ahorro energético que aprovecha la memorística humana en su vertiente corporal para “excusar” el ser humano de tareas cognitivas causales demasiado árduas. Es decir, lo familiar una vez que llegue a serlo crea seguridad y confort límbicos en el sujeto lo que vuelve a colocar todo en un entorno correlativo, librando el organismo para nuevas contingencias causales sobrevenidas.
Ejercicio 3
Comenta con algún ejemplo el «problema» que ocupa la centralidad de la mecánica sedentaria
Se percibe una curiosa conexión con la figura y función -según Nietzsche1– de Sócrates por una parte, y la democracia por otra: pues es sintomático de este cambio hacia una mayor independencia individual (frente a las estructuras familiares y de clan) que se diera en la antigua Grecia la creación de contextos de pugna no física de tipo dialéctico, tanto de carácter filosófico-epistémico como respecto la democracia misma; que ambos pueden entenderse como una forma de descoporiezar el conflicto civil convirtiéndolo en actividad sostenedora de lo sedentario (que vivifica en tanto antagonismo ideológico pero sin pasar, inicialmente, a un plano de violencia física): o sea, tal como N analiza a Sócrates como una necesidad que tenía Atenas de una forma de pugilismo no corporal sino dialéctico que fascinara a la juventud, lo mismo puede pensarse de la democracia, esto es en relación en ambos casos con la viabilidad sedentaria, pues que se están facultando espacios no físicos (o sea, de carácter mimético) para la vivificación metabólica y emotiva que, en un principio, se limitan a un plano exclusivmanente lingüísitco-simbólico.
1En el capítulo “El problema de Sócrates” en El ocaso de los ídolos o cómo filosofar a martillazos.
Ejercicio 4
Resume de forma escueta la tripartita relación entre la antropología sedentaria, la guerra y la sociedad patricarcal
Postulamos la dependencia de los contextos sedentarios en la guerra de una manera u otra; y esto debe de ser el anverso y el reverso de la realidad patriarcal: que si puede decirse que la sociedad occidental (entre otras, ¿o todas?) es patriarcal, también debe decirse que son sociedades dependientes de la guerra; que si las dos cosas van juntas históricamente (guerra y el patriarcado), también comparten una misma relacion con el presente: si patricarcal, entonces también bélico-dependiente. En todo caso, la dependencia de la experiencia sedentaria en la guerra como realidad histórica es evidente; y la dependencia estructural en la guerra es asimismo un refuerzo permanente de las dinámicas patriarcales.
De manera que, tanto nuestra dependencia como sociedades en la violencia junto con la experiencia vital femenina, se convierten en realidades crípticas que eluden de alguna manera su expresión y exámen racionales puesto que parecería que nuestra propia cognición (esto es, la posibilidad misma de lo racional) es producto ontológico construido (en tanto el ser) a partir de un plano socio-homeostático anterior (el estar). Luego, se hace extremadamente dificil volver a contemplar, desde el ser racional y socionormativo, el antecedente prerreflexivo que es su mismo fundamento: de ahí que defendamos que se puede muy bien abordar racionalmente todo (con esfuerzo y determinación) mas no se puede superar lo sagrado, entendido esto en un sentido que se pretende técnico respecto de toda consciencia individual que es, en realidad, producto y apéndice de la experiencia histórico-cultural de un colectivo.
Aunque dicha dificultad de circunspección psicofisiológica para desde el ser volver a analizar nuestro propio estar socio-homeostático resulta árdua, no es del todo imposible, si bien la cultura universal no puede, en este aspecto concretamente, depender de una suerte de quehacer metabólico cuya práctica sea solo para disciplinados espartanos con gran arrojo de voluntad, sino que, como su misma etimología lo indica, la cultura desde siempre ha puenteado la laguna enter el estar homeostático y el ser sociorracional a traves de su re-ligamiento ritual y empistémico, esto es, por medio de la religión.
Algunos ejemplos claros de dispostivos históricos en este sentido religantes son el Dionisio griego, la transición veterotestamentaria entre Abel-Caín-Set o el mismo Jesus Cristo.
Ejercicio 5
¿Debe considerarse las religiones fuente dañino de conflicto, además de los beneficios que reportan a la experiencia sedentaria?
No son las religiones que derivan hacia la violencia ideológica, sino la condición en general sedentaria que supone el ímpetu propulsor detrás de la religión misma; pues inicialmente la violencia intergrupal sirve inexorablemente como imposición de sentido estructural respecto los contextos antropólogos (en el sentido aquí defendido de que siempre puede tentar el uso de la violencia como modo primario de orden que se vuelve a asentar cuando fallan otras formas de orden institucional).
Pero la experiencia sedentaria no se hace viable en el tiempo frente a grandes disrupciones colectivas y el espectro generalizado de zozobra y padecimientos corporales contemplados: los sujetos homeostáticos precisan, por lo tanto, de espacios rituales epistémicamente apoyados para su propia vivificación senoriometabólica que se limiten, en principio, a un ámbito simbólico-semiótico incruento. Aunque se acaba estableciendo una misma dependencia en la vivificación sensoriometabólicamente violenta (esa misma relación de siempre que tenemos como grupos con la imposción humana), su paradigma de actuación es ahora de carcáter fisiológico-neuroquímico que solo exepcionalmente (en estado precisamente de crisis) trasciende al plano político-moral de los cuerpos físicos.
Es decir, que es la religión lo que faculta grandes espacios miméticos para los sujetos homeostáticos para el ejercicio metabólico de su propia, nunca culminada, integración fisiológica y nueroquímica al grupo de dependencia; y es la religión como dispostivo que soluciona, de alguna manera, el problema de la violencia endogrupal al brindar, además de espacios rituales (al que nos aferramos como cuerpos físicos), el amparo en ultima instancia de más importancia que es al abrazo epistémico y sociorracional en el que nos envolemos como sujetos homeostáticos y en tanto creyentes.
Surge, no obstante, cierto escollo respecto de la fuente más profunda de estabilildad y orden sedentarios que puede entenderse como el dolor mismo, pues si la sociorracionalidad debe entenderse como respuesta a la anomia de la singularidad física y homeostático-emotiva de cada uno, el alimento último metabólico a nuestra disposición viene ser el espectáculo del padecimiento y aflicción ajenos.
Es decir, por razones técnicas y estructurales, el sufrimento y tribulación humanos son imporantes y no pueden nunca faltar del todo.Evidentmente, resulta dificil la asunción política de este hecho siendo más prudente relegar la cuestión a un ambito y agente extra homeostáticos.
Como he argumentado en otro lugar.
Pero una vez que históricamente la religión haya extirpado la violencia física de entre los sujetos co-pertenecientes de cualquier grupo cultural, surge cierta opotrunidad metabólica (sin duda de gran intensidad) en forma de la violencia exogrupal, pues la contención dentro del grupo propio de la violencia puede decirse que se compensa, de alguna manera, a través de la belicosidad intergrupal (que produce el efecto insidioso de reforzar la unión interna sociorracional de cada una de las partes para sí, al tiempo que incurre en la paradójica -e intelectualmente bufonesca- denigración de la humanidad exogrupal ajena). Sin embargo, es necesario reconocer que una relación a través de la simbiosis bélica de este tipo constituye algo así como el modo estándar de sostenimiento sedentario a lo largo de la historia universal humana.
Que al descorrer la cortina respecto de lo real, en la crisis que resulta, estalla la violencia mimética1; pues ante el amparo que supone la cultura sedentaria y el acolchonamiento protector que es el desarrollo semiótico y del que el orden cultural depende, se esfuma cualquier asidero al que podemos aferrarnos salvo la violencia en sí misma.
Porque en las pugnas, cualquiera que sea su origen y objeto, se impone un sentido a partir del locus espacial que comparten los cuerpos, de tal forma que se hace prescindible hasta el sentido epistémico. Es decir, no hace falta imponer ningun sentido razonado más allá del significado de la lucha corporal en sí (significado que resulta, por otra parte, cristalino para todos en el simple dominar del uno y en el caer vencido del otro; aunque claro está que se trata de una patética reducción de las posibilidades de significación humana, eso sí).
A partir la página 1702 en la que el mando fáctico del mundo en la novela retratado (que encarna el personaje intelectual-mafioso de Symington) procede a comunicar el estado real de las cosas, no cabe después otra opción para el protagonista de la novela, Tichy, que entrar en encarnizada lucha cuerpo a cuerpo con el mandamás; más que nada porque, simplemente, no hay otra cosa que hacer. También es cierto que el autor busca terminar ya con la trama del relato, aunque eso no quita que se trate, en realidad, de un hecho clave para la cognición humana en tanto sostén de los grupos humanos: que la violencia es el vector más inmediato que tienen los grupos de imbuir sentido a su propia existencia; y que por medio de la lucha logran al mismo tiempo su propia unicidad “colectiva” que supone asimismo la integración fisioantropológica individual.
Aunque, naturalmente, este recurso a la violencia se vuelve cada vez menos compatible con la antropología sedentaria y el desarrollo semiótico-cultural. De hecho, los contextos sedentarios logran hacerse viables en el tiempo precisamente cuando la violencia pasa del plano corporal a convertirse, para la mayoría de las personas la mayor parte del tiempo, en una vivencia más sensorio-metabólica que corporal. Es decir, que la violencia, al reducirse por lo general a un espacio más fisiológico que corporal (a través de los rituales, la representcion artística, lo deportivo como espectáculo y los medios de comunicación), adquiere una función homeopática respecto al tiempo colectivo sedentario.
A partir de ese punto de estabilidad colectiva y cultural consolidada, nos ejercitamos, por así decir, en la vivencia metabólica de la violencia, pero no la padecemos respecto a un plano coporal de la pertenencia puesto que la antropología agraria ya no precisa de las pugnas físcamente cruentas entre individuos o grupos en tanto que el sentido que articulan universalmente las experiencias sendentarias, a través del desarrollo semiótico, es de carácter ahora epsitémico que se construye a través de razonamientos formales que se asientan, a su vez, sobre postulaciones (orginalmente de caracter “religioso”) que, crucialmente, no quedan susceptibles de contradecirse.
Y entonces, y aun hoy para nosotros, la normalidad antropológica se basa, en parte, sobre la tensión de una violencia solo barruntada, pero que muy pocas veces se materializa como tal. Y cuando así ocurrre, es inevitable que se convierta en una vivencia fisiológica ofrendada como alimento-espectáculo a la estabilidad estctuctural colectiva, pues no dependemos sino solo fisiológicamente del sentido inherente a la violencia (que nos lo pide el cuerpo, o algo así) mas no en tanto forma de integracion fisioantropológica: porque es a través de todo yo socializado y, por tanto, sociorracional, que pasamos de un estar homeostático y prerreflexivo, al ser cultural y identitario.
Y es que parecería que, dado que todo lo colectivo se articula sobre la homeostasis, no cabe obviar el cuerpo humano individual, si bien esto es exactamente lo que hace la cultura en tanto que se erige, a su vez, sobre la unicidad colectiva en forma de cierto patrón psíquico cultralmente uniforme (pero que en ningún caso elimina la necesaria variedad genética ni de la de las distintas personalidades y rasgos individuales).
Porque nuestra singularidad física, al menos aparentemente y desde la óptica de nuestra sensorialidad exclusivamente individual, pareciera que siente un visceral rechazo al hecho normalmente oculto de que la cultura -lo que verdadermente cuenta y tiene importancia en el tiempo evolutivo- se constituye de una gran red de distintos tipos de relaciones simbióitcas y, en general, lo que podría llamarse reciprocidad.
Y parece claro que no toleramos la visceral confrontación con nuestra propia pequeñez e insignificancia frente al percibido funcionamiento del mundo y todo proceso que percibimos que nos arrebata, de un plumazo, la existencial prentensión nuestra de ser el sujeto real de nuestros propios actos y circunstancias: nos disgusta y nos cuesta horrores aceptar el papel de objeto (de hecho, apenas nunca lo acabamos aceptando así como así, sino que buscamos argumentos que nos permitan retener cierta agentividad respecto del mundo, incluso si es a través de una culpabilidad autoasumida falsamente o de alguna manera distorsionada, o, en última instancia, en el poder volutivo que vivimos-percibimos en la acpetación final).
Es decir, cuando queda relegada a un segundo plano la reciporcidad de la experiencia social y cotidiana (eso de lo que realmanente dependemos como cuerpos singulares sólo fisiológicamente imbricados en unidades culturales), puede decirse que marcha bien la sociedad, pues seguimos disponiendo de la autonmía real de nuestra singularidad viviente. Pero -y siguiendo René Girard en El chivo expiatorio– cuando la reciprocidad se hace demasiado evidente (porque ha desparecido la posibilidad de toda convención frente a una realidad repentinamente comprendida como monstruosa y conocida por todos), entra raudo en funcionamiento la reciprocidad negativa, esto es, la violencia en sí como la vía más inmediata de volver a poner orden sobre el locus de la pertenencia colectiva:
“…Somos los esclavos de un estado de cosas; estamos arrinconados. Jugamos con las cartas que el destino de la sociedad nos puso en las manos. Aportamos la tranquilidad, la armonía y el alivio de la única forma duradera. Mantenemos en equilibrio lo que sin nosotros se hundiría en la agonía general del país. Somos el último Atlas de este mundo. Se trata de que si ya tiene que morir, por lo menos no sufra. Si no es posible cambiar la verdad, es preciso disimularla; tal es el último compromiso humanitario, la última obligación humana.” [pág.171]
Y es que el panamora existencial descrito por el mandamás Symington no deja espacio, en última instancia, a la diferenciación entre individuos, pues en eso se basa la cultura sedentaria que se hace viable en tanto faculte cuaces de diferenciación individual frente a la tendencia homogenizadora de toda sociorracionalidad antropológica; pero cuando el marco instrumental de sentido racional como constructo fisiosemiótico colectivo se tambalea y se cae, lo vivimos como una forma de súbito desamparo aniquilador que tiende a agudizar ferozmente nuestra necesidad de imposición vital, dónde sea y respecto de la circunstancias y los individuos con que nos topemos.
O puede tambien entenderse como un último recurso filogénticamente creado que permite que, ante la catastrofe tentativa que supone la repentina desaparición de todo marco conceptual hasta el momento consabido, pueda volverse a forjar a través de la pugna violenta entre las partes (las que sean, a fin de cuentas) un nuevo sentido que vuelva a imponerse, respecto al locus inmediatmente espacial que habitan los cuerpos, un nuevo orden-sentido como amparo finalmente colectivo al que se ha de incorporar todo sujeto homeostatico pertenenciente (y con eso, vuelto a empezar, que se dice).
Porque sobre el plano estadístico y desde una óptica evolutiva, el futuro está en el grupo, aunque existe siempre la opcion de largarse: como dispostivo de salvamento, cuando se esfuma el marco socio-racional sedentario, es a través de la pugna violenta que se dirime la cuestión y se reconfigura un nuevo sentido funcional y contignente.
Evidentemente, para el personaje Tichy y en la furiosa indignación moral y humanista que lo envuelve al comprender el estado real de las cosas, no queda más opción que matar al mensajero y arremeter contra el capo-dirigente del mundo. Y si bien aquí puede resaltarse, precisamente, la indignación moral como recurso metabólico de lo más preciado de los que disponen las antropologías sedentarias estables, frente a la ausencia repentina de todo marco racional consabido, solo sirve para alimentar el sentido del conflicto corporal directo (el único sentido circunstancialmente disponible).
Y como la novela apura ya su desenlace final, y no disponiendo en este caso de ningúna víctima propiciatoria ajena (esa víctima que, según Girard, siempre ha servido antropológicamente para culminar el sentido de la violencia al fundar, a través de las partes antes enfrentadas, una nueva unanimidad a costa de un tercero; y así, vuelta a empezar, que se dice), se le revela a Tichy el sentido al menos de sus próximos pasos, que son los de defenestrarse (o sea, en el sentido etimológico original de tirarse por la ventana), pero agarrado a la vez al Symington a quien arrastra consigo al vacío.
Claro está que el «sentido» de la violencia lo concebimos nosotros en las paginas de este blog como, en realidad, un dispositivo para situaciones extremas que la antropología sedentaria, en cambio, convierte en espacios miméticos (en el mejor sentido norbertoeliasiano) en los que las pugnas son susceptibles de adquirir otro tipo de trascendencia incruenta y pactada convencionalmente, dentro de contextos antropológicos que se sujetan semiótica y epistemológicamente, que no a través del choque físico. E incluso mejor si se trata de una convención literaria (concretamente en este caso la de la ciencia ficción) que permite la vivificación metabólica de una gran intensidad (a través de la vivencia moral de lo leído, eso que se entiende probablemente como “verdadera” literatura), pero pudiendo retener toda opción vital futura al mantener bien diferenciados el espacio sensoriomoral de la representación artística y fisiológico-estética frente al espacio de los cuerpos reales pertenecientes.
Pues en lo literario (o cinematografico, incluso) cabría que uno volviera a despertarse después de esta suerte de alucinación técnico-apocolíptica (y así, vuelta a empezar, que se dice).
Mejor pues que sea una novela.
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1Aquí se entiende mimético en el sentido que lo maneja René Girard, respecto del deseo violento que suele irrumpir entre personas que revalizan entre sí, se sienten envidia o viven algún otro tipo de antagonismo mutuo o bien de una de las partes; en la obra de Girard es el chivo expiatorio que sirve para teminar con la violencia mimética al crear una unanimidad funcional, lo que culmina -al menos respecto el locus antropológico de los cuerpos pertencientes- el sentido mismo de la violencia. Por otra parte, se diferencia este sentido del término del signficado que suele tener en la obra de Norberto Elias, que se refiere para dicho autor a un espacio o cauce de gran vivificación metabólica de naturaleza tanto física pero sobre todo mental que imita de alguna manera la vida real, pero que en sí misma no tiene conseucencias inmediatemente corporales-morales (la relgión, el deporte o la autocacción psíquica en el individuo son ejemplos de espacios miméticos que menciona el autor y del que, dice, depende la experiencia civilizada).
2Edición de Alianza editorial. Tercera edición de 2014, Madrid.
2)Acomodo dispositivo socio-homeostático frente a lo inmóvil.
3)Despegue semiótico
4)Densificación moral del yo (el envolvimiento moral sociohomeostático del cuerpo singular perteneciente).
5) Importancia del dolor y zozobra experimentados ante la violencia y padecimientos ajenos; como factor de refuerzo constante de la racionalidad de un grupo antropólogo particular y el amparo semiótico en el que se envuelve.
6)Hacer/mantener el sentido: sostenimiento sedentario a través de lo epistémico, frente a contextos culturales cada vez menos proxémicos, tendentes cada vez más a lo “virtual”.
7)Elevación socio-ética del individuo a través del razonamiento y su importancia estructural.
8) La tendencia inherente a la cultura humana a alejarse del espacio material y corpóreo (a favor de lo fisiosemiótico), no hace sino intensificarse respecto a la antropología dependiente de la agricultura; y se crea, al fin, cierta dinámica simbiótica entre el dolor experimentado/presenciado, y el porqué de la razón humana, sociocultural.
9)Todo ello obliga, en contrapartida, a una relación más «homeopática» con la violencia (que en parte puede establecerse por vías sensoriometabólicas y espacios miméticos -en el sentido que en este término lo maneja Norberto Elias-).
El «problema esquizofrénico» de la cultura al que alude Girad en El chivo expiatorio (1982) puede resumirse en que, si bien es cierto que es la unanimidad violenta lo que funda todo lo cultural, solo con la posibilidad de apartarnos de ella a través del raciocinio podemos salir del cíclo infernal y mimético1 de la víctima propiciatoria y su posterior sacralización. Es decir, solo así podrán, a la larga, salvarse las sociedades humanas. Pero esta óptica racional tiene que fundarse, a su vez, sobre una cierta recurrente e insoslayable exposición al espectáculo de la violencia y aflicción humanas, porque parecería que somos siempre racionales revulsivamente y en respuesta a la mortificación vivificadora de la anomia experimentada en su sentido más amplio. Es pues paradójico desde el punto de vista del raciocinio que la civilización sedentaria haya tendido desde siempre a alimentarse de la vivencia metabólica contemplativa de la violencia y la aflicción humanas para asegurar su propia viabilidad en el tiempo, y sin que, a primera vista, pueda entenderse muy bien. Cabe pues el calificativo «esquizofrénico» respecto del hecho de que es la vivencia catártica (que típicamente experimentamos a través de los contextos estéticos en su sentido práctico más amplio) lo que prima y hace posible lo racional.
Que es decir también que desde solo el razonamiento no puede franquearse la barrera de nuestra propia individualidad puesto que el raciocinio mismo ha de entenderse, en realidad, como prebenda que solo ofrece el grupo antropológico: nosotros nos valemos de él como dispositivo de nuestra propia imposición vital, en apariencia de lo más singular e íntimo; pero la sociorracionalidad supone, desde su otra vertiente estructural y colectiva, nuestra fáctica integración cultural y antropológica. Luego el sentido último de nuestra propia racionalidad no nos pertenece solo a nosotros sino que se entreteje con la continuación espaciotemporal del grupo evolutivo. De carácter «elíptico» sería, por tanto, otra manera de entender esta complejidad estructural antropológica que es la «sociorracionalidad» en cuyo centro se encuentra la singularidad socio-homeostática. Y, por otra parte, lo espiritual, a partir de la óptica teórica aquí esbozada, y en tanto hecho antropológico complejo, adquiere un matiz extrañamente técnico.
1 El sentido de la mímesis que maneja René Girard en El chivo expiatorio (1982) se diferencia de cómo este mismo término lo emplea Norberto Elias en su obra El proceso de la civilización (1939).
Yacimiento romano de Segóbriga (Cuenca, España) que muestra el valor evidente conferido por los romanos a la experiencia sensoriometabólica, lo que se constata en la presencia colindante de un anfitearto además de un coliseo.
Pero el sentido de la violencia aunque la violencia física real se suprime o se limita y se transubstancia en experiencia más metabólica que corporal -como es tendencia sin duda obligatoria respecto los contextos sedentarios-, no se desvance por completo en ningun caso, pues la llevamos en el cuerpo como quien dice, en tanto parecería que no hay nada más serio -esto es, más relevante y significativo- para el sujeto homeóstico que la violencia, sobre todo cuando irrumpe dentro del mismo grupo de pertenencia, y puesto que la continuidad del tiempo colectivo depende, precisamente, de cómo nos relacionamos como grupo o sociedad con ella. Y dado que, además, como todo yo socializado es para incorporarse al colectivo, mi propia desaparición como individuo -o bien, el sobrevivir yo y que desaparecen todos los demás-, son dos vertientes, en realidad, de una misma aniquilación 1.
Por esta razón las antropologías sedentarias -universalmente- parecen incorporar auténticas instituciones miméticas (entendidas a lo Norberto Elias), siendo la más importante las religiones formales (que a grandes rasgos combinan la vivificación metabólica y fisiológico-estética con horizontes conceptuales verdaderamente epistémicos). Pero, además, resulta históricamente necesario habilitar espacios de una violencia controlada que ritualizan o convierten en juego no físicamente cruento, la imposición humana de unos frente a -y sobre- otros: evidentmente, la relación entre rituales religiosos y espectáculos artísticos o deportivos es fácil establecer, siempre que se tenga en cuenta la ya argumentada importancia histórica de las religiones (en tanto habilitación de espacios epistémicos, cosa de la que carece lo deportivo). Es asimismo evidente que la experiencia simplemente estética -en cuanto instituciones artísticas consabidas- recrea una misma experiencia metabólica que, como la vida misma, invita al espectador-lector a definirse nuevamente como sujeto homeostático socializado–y esto como recreación o simulacro casi indéntico a la interactuación real humana.
Esta forma de desdoblamiento de la vivencia moral humana, respecto inicialmente un plano corporal real que atañe a multilples personas in corpore, frente a unas vivencias que, en tanto programadas culturalmente de alguna manera, acentúan la vivencia metabólica al mismo tiempo que reducen las consecuencias corporales, ocupa algo así como la centralidad de la experiencia sedentaria. De tal forma que la imposicón humana que espolean simplmente los procesos homeostáticos que nos rigen individualmente -aún bajo el necesario dominio de un orden político-sedentario impuesto que se alza en adelante como única violencia légitima-, la podemos seguir gozando en todo nuestro ímpetu hedonista y vital, pero ahora atados al cordel secreto que nos ciñe por dentro y que es el yo moral sujeto, sociohomeostáticamente, por los otros.
Y por tanto no solo es útil en este sentido la transgresión en mayor y menor medida de lo consabido (porque el desafiarlo es habilitarlo para que nuevamente se imponga y se refuerce), sino que toda transgresión observada como espectáculo es asimimso metabólicamente útil en tanto sustancia nutritiva -en ese sentido esctructural- que, fugazmente, pone en entredicho el orden racional-cultural, lo que supone asimismo una oportundidad de un nuevo fortalecimiento. Pues solo así por medio de esta función dionisíaca de nuestra exposición a la vivificación metabólica, una y otra vez, puede requerirse e incoativamente sustanciarse, nuevamente, la razón humana en su vertiente cultural.
En este sentido todo infortunio personal acecido; todo catastrofe natural, y todo acto violento que se comete; todo padecimiento, pérdida, enfermedad o zozobra; o bien a veces tambien todo acto generoso, heróico y de compasión para con los otros, en tanto circuntancias que muestran la figura humana que se esfuerza por perseverar en uno u otro sentido y contexto, y de las que se llega a tener constancia pública, se convierten tambien en espectáculos exempla a cuyo vicario efecto no dejamos nunca de ser suceptibles: pues nuestra condición de sujetos homeostáticos respecto a los otros nos obliga a la contemplación de todo sino vital y social ajeno como, en realidad, algo potencialmente nuestro también.
Evidentemente, estamos hablando de una función que tienen los medios de comuncación a partir de comienzos del siglo XIX, si no antes. De tal forma que si no hay -por lo general- sacrificios humanos como espectáculo público dentro de la experiencia sedentaria propiamente civilizada y contemporánea, una de las razones (pero no la más importante) es que los medios de comunicación realizan esa misma función: la de acercarnos homeostáticamente a la violencia; es decir, a través de la vivencia metabólica y vicaria mas no de una manera directamente física; o eso al menos respecto el gran numero de seres humanos que componen, por ejemplo, las audiencias televisivas y periodísticas en general–aunque, inexorablemente, alguien tiene que padecerla propiamente in corpore, para que así cobre valor -es decir, sentido– sensoriometabólico para los demás (pues así de susceptibles somos moralmente respecto a, simplemente, la figura humana y sus aflicciones)–. Sin embargo, la comparación numérica entre, digamos, los participantes corporales directos y los milliones de espectadores sensoriometabólicos repartidos potencialmente por todo el planeta que gozan de esta seriedad moral coreografiada ante nosotros, no admite duda respecto a la importancia estructural-antropológica que está en juego.
La otra razón por la que no sigue habiendo sacrificios humanos es el hecho de que la viabiliad estructural de lo sedentario, que se basa en una obligada y aumentada interactuación humana, acaba profundizando la psique en su vertiente cultural como parte de un proceso de verdadera elevación espiritual-ética que parece ser heredad exclusiva de los procesos civilizatorios y la urbanización asimismo implícta en ellos. Es decir, la violencia cruenta respecto entornos sociales inmediatos se hace cada vez menos tolerable por cuanto la impronta dolorosa que conlleva su contemplación en extremo sobrepasa el limíte de la viabilidad urbana y su dependencia estrctural en la comunicación entre personas. Por otra parte, los contextos sedentarios son deudores de la monopolización de la violencia por parte de un única fuente de legitimidad política (o bien, una limitada rivalidad respecto la misma), lo que obliga cada vez más a un control -y hasta una adminstración– respecto otros fenómenos violentos no autorizados o de alguna manera no provistas.
El dolor que nos puede provocar la contemplación del sufrimiento y aflicciones humanos es ambivalente, siendo a un mismo tiempo una forma de alimento sensoriometabólico reforzante de lo racional en sí, a la vez que supone un pontencial fuerza de anomia en su forma más extremada. Así, es el dolor que alimenta la razón recobrada que busca, por tanto, reconstituirse preferiblmente sobre sostenes semióticos cada vez más desarrollados para, así, soslayar los confrontanción directa entre los cuerpos: así se podría entender una mecánica fisioantropológica de lo sedentario que, como constante, se ha mantenido a lo largo de los milenios -y a través de algunas regresiones pasajeras- hasta el día de hoy, y pese a los cambios tecnológicos (o, en realidad, sirviéndose de ellos).
Como si de dos turbinas gigantes se tratara, en la imagen que encabeza este texto parecería que todas las hoy imaginarias hileras de edificios que en su día hubieran llegado hasta la cima de la colina al fondo de la imagen, como conjunto arquitectónico-humano, dependiera para avanzar en su propio tiempo colectivo de la propulsión mimética del anfiteatro-coliseo (respecto eso dos “tubos de escape” del primer plano de la imagen) donde se representaba y se recreaba, en algún que otro grado de intensidad, una violencia, tanto moral-artísitca como también respecto un manierista imposición de la figura humana sobre otra (o frente a algun toro u otro bestia). Todo esto, además, añadido a la presencia de esa otra institución mimética sedentaria por excelencia que apenas se atisba en esta imagen, que son los credos divinos formales y antropomorfos.
Es decir, el motor del tiempo sedentario que es la vivencia metabólica (dependiente a su vez de un desarrollo semiótico cada vez más elabroado) para que, digamos, todo siga girando sobre sí, de manera estancionaria al mismo tiempo que en permanente avance en este sentido virtual que no corporal. Que de tener esta imagen una explicación fisioarquitectónica y estructural-antropológica, pienso que sería ésta, y teniendo en cuenta que fuera y más allá de su encuadre, siempre están -como en contraposición- los campos a sembrar, recolectar o roturar en cuya quietud vegital se sigue sujetando, en realidad, todo el tinglado:
Imagen en torno al año 1970
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1Salvo con la distinción objetiva númerica entre las dos partes de la comparación, pues aunqe nos cuesta aceptarlo visceralmente y desde nuestra óptica existencial corporal, la importancia ética última la tiene el grupo y su permanencia en el tiempo, que no nosotros como individuos. Que se es individuo socializado para interactuar en el grupo, lo que convierte la indiviudalidad, sobre un plano evolutivo, en accesorio y complemento instrumental del colectivo: conviene, pienso, tener esto muy claro, si bien la posibilidad moral la fundamenta, en realidad, la singularidad corporal y sensorio-emotiva ; pero esta es contradicción solo aparente en tanto que desde una óptica estructural y «macroantropológica» debe entenderse la homeostasis sensorio-metabólica del individuo como punto real de la articulación colectiva y cultural de los grupos antropológicos.
Mujeres urbanas aristocráticas en la ciudad azteca recreada en la película Apocalypto (2006)
Las diferencias jerárquicas dentro de los grupos, tanto antropológicos como los que constituyen muchos mamíferos (quizás respecto a algunas otras especies) son, aparte de su característica omnipresente en todo estudio del comportamiento de los seres vivos sociales, cruciales para la creación de la materia homeostática en el individuo que, a nivel sociofisiológico del conjunto, deviene en la articulación fáctica colectiva frente al entorno natural y exogrupal. Pero, particularmente para nosotros las diferencias sociales tienen el efecto de reconducir la violencia de nuestra misma imposición vital por perseverar en tanto cuerpos singulares, a un plano moral, más metabólico que físico que existe ante todo en nuestra propia intimidad psíquica y, generalmente, previa a cualquier acto individual que pudiera entenderse como colectivamente -o sea, moralmente– relevante para los demás.
Ese entorno erigido sobre la experiencia más sensoriometabólica y homeostática que física, que Norberto Elias entendía como espacio mimético1, solo toma forma a raíz de la autocoacción psíquica a la que se ve forzado el sujeto socializado por la configuración de su propio grupo de pertenencia: pues solo en tanto nosotros (y hasta cierto grado también los primates) tengamos que inhibirnos respecto nuestros propios impulsos vitales y ante las consecuencias que ya por experiencia social previa sabemos que nos esperan si nos excedemos en uno u otro sentido frente a lo consabido; solo cuando nos anticipa inequívoca la incompatibilidad de nuestras pulsiones singulares y la posibilidad de continuar amparados por el entorno humano próximo del que dependemos, entonces es cuando nosotros tomamos plena conciencia de nuestro yo moral que, en su concepción más funcional, solo se habilita en realidad a partir de los demás, pues son el verdadero porqué de mi propia (socio)racionalidad que, en ausencia de ellos, pierde su razón de ser.
A grandes rasgos, por lo tanto, puede considerarse la materia metabólica (es decir, la vivencia senorial, homeostática además de neuroquímica) con la que brega el individuo social en su afán jamás colmado de la pertenencia, como el dispostivo que, más que suprimir la violencia vital de los individuos por perseverar, la transforma y la traslada a un plano en esencia viritual, postergando al menos transitoriamente la violencia física cruenta; no otra, aseveramos, sería la mecánica original y aun subyacente la la moralidad humana que pone al centro de la realidad social la misma homeostasis individual.
Es decir, solo soy un individuo consciente en tanto dependa de un colectivo al que me someto a cambio del amparo existencial que ofrecen ante la indefensión de mi propia singularidad corporal; que es mi cuerpo que se vale de los procesos homeostáticos que en él rigen para habilitarme metabólicamente como parte de la unicidad singular de los nuestros, de la que, no obstante, pende evolutivamente mi propia continuidad vital in corpore y pese a su (no tan) evidente calidad de constructo socio-metabólico colectivo.
Pero que el sentido de la coacción originalmente física respecto, por ejemplo, las hembras alfa a las que los demás primates pertenecientes no se pueden acercar so pena de la respuesta ultra agresiva del número uno macho, no debe engañarnos respecto al fondo del asunto: que la coacción como violencia en general (tanto en el mundo animal como en el humano) tiene un sentido propio de lumínica claridad para todos, puesto que en el asunto nos jugamos, sencillamente, la integridad física de cada uno. Precisamente porque esto es así, no desaparece nunca del orden antropológico la posibilidad de revertir, una vez más, a la instrumentalización de la violencia en forma de pendencias, pugnas y, en última instancia, la guerra, como formato o configuración low cost de la viabilidad sedentaria.
Es decir, lo que lleva implícito la violencia es la posibilidad de ese punto cero inamovible (porque en el consumarse no existe ya rival alguno) sobre el que puede, por fin, empezar a erigirse, en el caso nuestro, la cultura: porque la pertenencia, y por ende la continuidad del grupo en sí, se refuerza a partir de espacios metabólicos no físicamente cruentos en los que sí tiene cabida la emotividad biológico-homeostática de los individuos sin que se resquebraje el conjunto, y canalizando al mismo tiempo la mayor capacidad de agresión en el individuo, en general, hacia el plano exogrupal.
La misma sociobiología de los mamíferos en general, incluyendo a los seres humanos, lleva ya incorporado una mecánica de este tipo, salvo con la puntualización que en nuestro caso ha conducido a la aparición de la conciencia (sea lo que al final ha de ser eso que está, por lo visto, pendiente todavía de una mayor aclaración). Pues una forma de concebir lo sedentario frente a la historia humana todavía no dependiente de la agricultura es la de una ampliación mayor de esta original pauta de derivar lo físicamente cruento hacia vivencias más metabólicas que está ya en la fisiología animal no humana (temas de Konrad Lorenz²). Es en este sentido que las diferencias jerarquícas dentro de un mismo grupo -o sociedad-(que es sin duda otro universal cultural humano) pueden concebirse positivamente como un punto cero inamovible y frente al cual todo individuo no tiene más opción que acatar o, puntalmente, soslayar o hasta directamente transgredir en uno u otro grado (pues incluso en el mundo animal el organismo homeostático no está condicionado de ninguna manera a reaccionar siempre de la misma idéntica forma pudiendo incidir múltiples factores); pero, en cualquier caso, las temidas consecuencias y la anticipación psíquica respecto a ellas ante las diferentes posibilidades de conducta personal, devienen en ni más ni menos que el fundamento de nuestro yo moral.
Lo que sería algo así como el crítpico motor virtual o secreta bomba de calor del tiempo sedentario en sí, y que estaría al centro de la viviencia metabólica y nueroquímica de cada uno de nosotros. Percáctese, por otra parte, de la cuestión del gasto energético metabólico que suybace -bajo una aparienca más fija y como estancionaria- a la posibilidad sedentaria y que se infiere de lo hasta aquí argumentado.
Si este tema parece volver a aparecer, como argumenta la autora, podría tratarse de una circunstancia biológica (o socio-biológica) que continuamente ha de «corregirse» culturalmente. Pero esto lo convierte en el largo plazo como utilidad a diposición de los contextos sedentarios que pueden sujetarse, de vez en cuando y generacionalmente, por un mismo «quehacer» estructural puesto que, precisamente, no puede definitivamente «corregirse» nunca. De manera que para desarrollar esta idea hay que empezar por el principio que sería la elaboración teórica de las dinámicas sociorracionales de los grupos humanos (primero nómadas, después sedentarios); dinámicas de las que depende después la individualidad socializada para que los individuos puedan interactuar dentro del colectivo incorporando su propia vivencia emotiva y homeostática, pero sin incurrir en ninguna consecuencia físicamente cruenta (aunque sí amenazar con ello de forma constante dentro de dispositivos de carácter en última instancia mimético y simulado).
Apuntes rápidos
-la cultura realiza el acomodo sedentario de una socio-fisiología anterior a través del desarrollo semiótico (es decir, por medio de sistemas semántico-simbólicos como la religión, el dinero, el lenguaje escrito, etc.) que permite la creación, desarrollo y mantenimiento de espacios miméticos, más fisiológicos que corporales.
-la cultura brota de la biología, pero también la contrapone de muchas maneras: toda definición antropológica (cultural o psíquica y de personalidad) supone cierto esfuerzo en alguna medida y grado contra nuestra propia naturaleza biológica (de la misma manera que la definición de una especie es también resistir de alguna manera la misma evolución, hasta equilibrarse darwinísticamente como especie).
-Pero como la cultura sedentaria (¿o es que toda cultura en última instancia y en el sentido que utilizamos el término solo puede ser sedentaria?) tiene que sostenerse frente a la inmovilidad sedentaria, esta «actividad» estructural de ir en contra de la biología deviene en quehacer de sostenimiento estructural puesto que, como argumentamos explícitamente, el contexto sedentario ralentiza aun más la fuerza de la selección natural en comparación las antropologías nómadas anteriores.
-De esta manera puede ofrecerse una explicación del hecho de que el feminismo aparece de forma recurrente a través de la historia en tanto que es a través de la cultura que se dirime una configuración biológica dimorfa entre los sexos. Y siguiendo la idea de Marcel Muass y los espacios corporales que culturalmente requieren que el sujeto se esfuerce en contra de su propia naturaleza y pulsiones1, la pugna entre los sexos se convierte en algo útil respecto el problema sedentario de su propio sostenmiento más metabólico que físico y cruentemente corporal, y puesto que dicha pugna conduce a convenciones e instituciones culturales cada vez menos violentas y de gran capacidad vivificadora.
Requisitos argumentales:
Un repaso histórico de este tipo “recurrencias” resepcto de distintas sociedades históricas y respecto experiencias de civilización sedentaria más desarrolladas en las que, como de repente, la figura de la mujer adquiere mayor independencia, dignidad y autoridad: la poetisa griega clásica Safo; la cultural cortesana medieval (frente a la cultura anterior feudal)…etc.
Otras «recurrencias»
El terror político y el terrorismo2: también son unos acompañantes constantes de la historia sedentaria, puesto que, a diferencia de la guerra desatada, ambos buscan sostener sometiendo al rival; o obligándole a que acepte negociar, pero no su destrucción total. Pues por su caracter ante todo psicológico basado en sobre todo en la amenaza a través una violencia -limitada- y mortificadora publicamente contemplada, se presta facilmente, en realidad, al sostenimiento metabólico (como gran fuerza revulsiva y absorbente) de lo inmovil sedentario en sí.
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1Mauss, Marcel Sociología y antropología. Ed. Tecnos, Madrid 1979
2Gonzalez Calleja, Eduardo El laboratorio del miedo. Una historia general del terrorismo, de los sicarios a Al Qa´ida , 2013
La razón del más fuerte es, en efecto, una forma de lógica de gran utilidad estructural; supone algo así como el sentido de la violencia misma que solo se matiza en contraposición a un rival o oponente. Pero el problema, claro está, es que este tipo de sentido es muy útil para ordenar los contextos sedentarios en el tiempo. Y, por tanto, entiéndase como un modo operativo siempre potencialmente presente respecto las socidedades agrarias y por muy paradójico que parezca.
Constituye la violencia una forma de tentación permanente precisamente por su simpleza y a causa de nuestro vínculo original con ella en tanto imposición viviente (o sea, la violencia en su concepción más vital). Pero los contextos sedentarios, si bien siguen susceptibles a la lógica de la violencia (porque es parte inherente de nuestra propia naturaleza socio-homeostática y en tanto grupos), entra en otra dinámica respecto al dolor, pues la calidad analgésica del desplazamiento nómada que se pierde para la antropología agraria se sustituye a través del movimiento o locomoción metabólico que postulamos como la clave de lo inmóvil antropológico; porque el dolor ante la aflicción humana presenciada colectivamente tiene papel estructural básico para la permanencia de los grupos socio-homeostáticos. Porque para todo sujeto perteneciente lo que tiene mayor valor, muchas veces sin que lo entendamos de forma explícita es, en realidad, el grupo mismo sin el cual no tendría sentido siquiera nuestra propia individualidad en tanto dispositivo socio-cognitivo (pues el yo socializado sirve, precisamente, para socializarse; ese es el sentido funcional del mismo). De tal manera que el morir yo o bien la desaparición de todos vosotros vienen a constituir dos caras de la misma moneda, y dos vertientes, desde una óptica funcional, de una misma aniquilación.
De ahí que sea el espectáculo del dolor y aflicción humanos un punto sensible para la viabilidad sedentaria y dada la carga de seriedad fisiológica que implica para la permanencia en el tiempo del grupo. Y la respuesta histórica ha sido el desarrollo y afianzamiento de espacios metabólicos de gran potencia vivificadora que proporcionan experiencias analgésicas en tanto salidas fisiológicas de descarga para los sujetos que, de alguna manera, impiden que el grupo se disgregue debido a la zozobra interna.
El desarrollo y afianzamiento del sujeto no solo perteneciente sino moral y capaz de sentir culpa, si bien debió de estar presente respecto estadios evolucionarios nómadas anteriores, se vuelve estructuralmente ineludible para los contextos sedentarios. Y parecería la experiencia religiosa universal, en tanto modo formalizado y antropomorfo de espiritualidad que se relaciona teóricamente solo con los asentamientos agrarios, apunta a esta misma noción, pues la carga moral con la que todo sujeto homeostático perteneciente ha de acarrear crea, en efecto, el contexto para sustituir la violencia en principio directamente corporal, por una violencia moral al centro mismo de la personalidad socializada de cada uno ante nuestra íntima y nunca culminada lucha por la pertenencia al grupo: no parecería haber otra forma de acoger, respecto un locus colectivo más o menos inmóvil, a todos los cuerpos presentes sino a través del aprovechamiento de este aspecto de nuestra naturaleza socio-dependiente más profunda.
De tal manera que se amplia y se refuerza dentro de la experiencia sedentaria cierto bucle entre el dolor y la angustia experimentados / presenciados, por una parte, y la comprensión moral-racional colectivamente consabida al que nos hemos de aferrar por mor de la permanencia en el tiempo del grupo. Es decir, no solo nos beneficiamos en un sentido humano de nuestros propios padecimientos colectivamente contemplados, sino que dependemos para el refuerzo de nuestra visión sociorracional-moral del mundo -y de nosotros mismos- de que no nos veamos privados nunca de futuros episodios de sufrimiento, zozobra y aturdimiento en algún grado y medida.
Naturalmente emerge una cierta elevación humana a través de la cultura que, aquí se ve, debe entenderse consustancial a la posibilidad antropológica de lo sedentario. Pues se va entrando en una situación en la que se vuelven estructuralmente imperiosos nuevos espacios no físicos (de carácter, por ejemplo, epistémico y ético) que no pueden darse dentro de las antropologías menos afincadas, simplemente porque, respecto a un mundo humano no arraigado en la agricultura, dichos espacios de locomoción más metabólica (y neuroquímica) que corporal, no son funcionalmente imperativos.
Sin embargo, el recurso de nuevo a la violencia -y por tanto a una verdadera regresión técnica- como sentido estructural, permanece al acecho. Y surge, con esto, la cuestión comparativa de niveles de gasto metabólico agregados respecto una antropología sedentaria estable, frente a otra que se abisma en el conflicto bélico directo y sostenido. Pero como parece claro que -y siguiendo cierta hipóteiss de «tejido caro» que es el cerebro humano evolutivo- debe considerarse la focalización de la conciencia humana (o sea, el racionio en su acepción más literal) como quizá el estado metabólico más «costoso» de la experiencia humana en sí, todo indicaría, paradójicamente, que serían los contextos sedentarios que se articulasen en torno a la violencia bélica las más «económicas» en términos de gasto metabólico agregado (si bien, puestas en relieve respecto las antropologías más dependientes de la cognición, pudieran parecer una auténtica pérdida de tiempo).
Depende, en última instancia, de las circunstancias y de lo que quiera y pueda hacerse ante las mismas.
…Existe una medida adecuada y óptima de nivel de autoestima para la salud mental de los seres humanos que sería deseable que todos alcanzásemos. La autoestima puede formar parte del empoderamiento, pero no definirlo por completo.
El empoderamiento no es tampoco un proceso individual. La mayoría de las veces que se alude a personas empoderadas se hace referencia a actitudes singulares. No obstante, el verdadero empoderamiento se refiere a procesos colectivos y no puede ser explicado por conductas exclusivamente personales.
Sarah Berbel Sánchez “Demasiado empoderadas” El País 8mar23
¿Y eso por qué será?
Pues porque la individualidad como patrón psíquico que vamos forjando-adquiriendo a lo largo de la vida, pero sobre todo como proceso de formación vital, es para formar parte funcional de un grupo: es decir, la personalidad nunca completamente culminada es siempre una solución individualísima al problema antropológico central, el de la unicidad colectiva frente al mundo exogrupal que evolucionariamente nos hubiera llevado en volandas a través de los milenios. Porque la pertenencia socio-racional (es decir el patrón mismo de nuestros propios procesos cognitivos) es la efectiva incorporación fisioantropológica de lo corporalmente singular, pues solo fisiológicamente -y acaso como fenómeno también neuroquímico- pueden constituirse los colectivos humanos socio-racionales e identitarios.
Porque el ímpetu individual dentro de contextos sedentarios solo puede ser en última instancia de naturaleza moral, mimética y no físicamente cruenta; así se ha hecho estable la antropología agraria al incorporar espacios de violencia y enjundia metabólicas que se sobreponen al plano socio-corporal. Pero para que eso pueda funcionar, tiene que estar a disposición de los sujetos homeostáticos un plano conceptual y epistémico por medio del cual podemos regir nuestra propia vivencia emotiva y socio-homeostática. Naturalmente, se trataría de un corpus consabido de nociones morales en alguna medida y grado conceptualizadas (que esto es esencial puesto que de dichas ideas puede participar todo cuerpo perteneciente) que solo un grupo más o menos antropológico puede proporcionar.
Porque solo sobre el relieve colectivo de relevancia socio-homeostática para el individuo, puede éste querer definirse en uno u otro sentido siempre en principio visceral para el individuo: es esta lucha por la definición moral individual frente a su propio grupo (y después en oposición a otros) lo que miméticamente canaliza la otrora violencia corporal cruenta; proceso mimético y de simulación consustancial a la posibilidad misma de la experiencia sedentaria porque, en esencia, nos permite relacionarnos de otra manera con la violencia, no extirpándola de entre nosotros, sino acotándola un ámbito mucho más metabólica que cruentamente corporal.
No necesita, pues, la vida de ningún contenido determinado -ascetismo o cultura- para tener valor y sentido. No menos que la justicia, que la belleza o que la beatitud, la vida vale por sí misma…Esta suficiencia de lo vital en el orbe de las valoraciones la liberta del servilismo en que erróneamente se la mantenía, de suerte que sólo puesto al servicio de otra cosa parecía estimable el vivir.
Ortega y Gasset «El tema de nuestro tiempo» (1923)
Aunque sí que precisa de un sentido y un plano epistémico la antropología sedentaria:
Porque la viabilidad de dicho contexto depende de que las personas puedan proyectarse en su propios deseos, anhelos y emotividad sin entrar necesariamente en conflicto corporalmente cruenta con sus congéneres socio-homeostáticos.
Para poder crear dicho contexto de proyección funcional (que no deja de ser simplemente una forma de consumación metabólica de carácter más fisiológico que físico) es necesario crear entornos simbólico-semióticos en los que poder ejercitarse fisiológica y homeostáticamente, pero sin incurrir -inicialmente- en consecuencias corporales que afecten el orden y estabilidad sedentarias.
La viabilidad sedentaria depende de que dispositivos de esta naturaleza estén disponibles sobre el horizonte sociocultural del sujeto homeostático: la religión, el dinero, el lenguaje escrito, formas estéticas varias y todo tipo de espectáculo «mimético»1 son ejemplos de dispositivos útiles en este sentido.
Además, la forja en sí misma del sentido (que es desde siempre la piedra angular de los grupos humanos, puesto que existe primeramente un sentido proxémico de los cuerpos que solo posteriormente se sintetiza en forma conceptual) es algo que explotan los contextos sedentarios para crearse mundos y horizontes epistémicos independientes, de alguna manera, respecto al entorno físico-espacial.
En todos estos casos parece claro que se trata de una vivificación fisiológica (que también se podría entender como neuroquímica -respecto la dopamina, por ejemplo) que permite que la experiencia humana rebase en alguna medida el suporte físico-corporal, punto que se vuelve estructuralmente clave para el sostenimiento sedentario.
Parece por tanto claro que el afán desesperado instintivo en nosotros por imponer un sentido a las cosas y los estímulos sensoriales con los que nos topamos, se debería a la importancia visceral y preconsciente que tiene la racionalidad para nuestro propio amparo corporal, pues el sentido que está a nuestra disposción cognitiva es la gran prebenda que nos ofrece, en realidad, el grupo a cambio de nuestra submisión homeostática como sujeto social perteneciente.
Es decir, parecería que una vertiente evolutiva importante de la supervivencia humana -coincidente además con el modelo conceptual evolutivo del cerebro hambriento– es el sentido sociorracional en sí mismo en tanto vertebra el vínculo del individuo homeostático con el grupo a través, una ultima instancia, del entorno sensorial (tanto en cuanto a su calidad material percibida como en cuanto el mundo simbólico-semiótico).
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1 Se usa aquí el término «mimético» en el sentido que lo emplea Norberto Elias respecto de espacios de gran vivificación fisiológica que, sin embargo, no acarrean consecuencias sociomorales inmediates (la religión, el arte, los medios de comunicacion, los deportes, etc. serían ejemplos). Dicha acepción aparece, por ejemplo, en El proceso civilizatorio (1939) y en Deporte y ocio en el proceso civilizatorio (1986), ambos obras de Elias. Otro significado diferente es el que implica el uso que de este término hace René Girard en La violencia y lo sagrado (1972) y El chivo expiatorio (1982) (la idea de mímesis como imitación y su «contagio» por tanto entre muchas personas en el seno de un mismo colectivo antropológico); sentido que es esencial para entender la mecánica de los grupos humanos pero que aquí no viene al caso.
-Argumento general que implica una vulnerabilidad extrema del ser humano respecto a los estimulos sensoriales puesto que se activa un proceso evolutivo interno de violento ímpetu por recobrar el sentido de las cosas, y con ello el amparo corporal nuevamente consolidado que supone lo sociorracional (es decir, del grupo); proceso al que está sometido el individuo y con pocas opciones, en principio, de control. Por lo que se entiende claramente la utilidad, por otra parte, que se deriva (o puede derivarse) del aislamiento del individuo con fines de incidir de alguna manera en la personalidad socializada, además de otras técnicas de incidir en la personalidad racional a través de lo sensorial.
-Esto se tendría que explicar mejor: que la necesidad de quehaceres consustanciales a la vida agraria implica disgregar de alguna manera la experiencia más colectiva; porque en el tiempo de dedicación laboral no se está “de forma antropológica” sino que puede entenderse como un no-lugar que se extrapola de alguna manera del entorno socio-corporal y fisiológico. [Desarrollar idea de que es la antropología sedentaria que no solo depende de los no-lugares augeanos sino que obliga a su creación, con lo que tenenmos un punto de arranque teórico para el concepto de los contextos agrourbanos como salas de espera existenciales, es decir, respecto del decurso real de los cuepros socializados y como por debajo de la línea de flotación de lo sociorracional y la lógica de la que nos valemos parar regir nuestras vidas conscientes; propuesta que facilitaría -quizás- nuestra comprensión de la guerra y de cómo las sociedades sedentarias siempre se han sujeto por ella y su reaparición que ahora pudiera argumentarse necesaria ante la insipidez fisiológica de la vida agraria y sus tiempo vegital e intestinal (respecto de los animales de engorde)]
-Probablemente implica un gran gasto metabólico que está implícito, en realidad, en la noción misma del sostenimiento de lo sedentario; que lo sedentario habrá de considerarse en términos metabólicos como probablemnente más «caro» que las antopologías nomadas, máxime respecto la extensión demográfica potencial mayor de los contextos sedentarios, puesto que parecería que lo sedentario se sirve en mucho mayor medida de lo epistémico como espacios simbólicos-conceptuales (mientras que esto se reduce en las antroplogías de grupos menos afincados debido al mayor disponibilidad directa del plano socio-corporal y proxémico); es decir, puede entenderse que el gasto metabólico mayor probablemente sea la focalización cogntiva del razonamiento mismo como conciencia, de la que se hace estructuralmente dependente, parece, lo sedentario.
-Pero esto último hay que matizarlo: la activiad física consume más energía metabólica que cualquier otra actividad, estado o condición humanos. Aun así, la comparación entre la antropología nómada y la sedentaria como sistemas sociometabolicos diferentes en el tiempo, no puede limitarse unicamente a esta sola diferencia entre ambos. Pero por pura extensión cuantitativa y potencial, parecería inevitable concebir la antropología sedentaria como más sustencial en este sentido metabólico y puesto que la antropología nómada histórica no sobrepasa nunca un número muy limitado de personas (pues cualquier abundancia en este sentido abocaría a la separación y fundación de un grupo nuevo, siendo el límite de su extensión como marco antropológico, en realidad, la delimitación física y colectivamente proxémica de la inmediatez del grupo o tribu). Es decir, como sistemas humanos a sostenerse y visto hipotéticamente de desde una óptica de rección tempo-estructural, las diferencias respecto a ambos en agregado son claras: la complejidad cuantitativa de lo sedentario supone también una complejidad metabólica en agregado mucho mayor, pues precisamente la antropología no tiene como límite solo la proximidad física colectiva más inmediata. Y si bien la extensión del marco sedentario no tiene por qué ser físico (aunque también), se trata en todo caso de una extensión metabolica, electro y neuroquímica con un gasto genergético correspondiente.